Envejecimiento y género (2010)

October 17, 2017 | Autor: Joaquin Giró | Categoría: Género, Salud, Familia y envejecimiento
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Descripción

ENVEJECIMIENTO Y GÉNERO JOAQUIN GIRO

Cuando se echaron encima las fechas para presentar un resumen sobre una futura comunicación en este Congreso de Sociología, no sabía aún sobre qué podría hablar, pues si bien acababa de presentar a evaluación un nuevo ejemplar sobre envejecimiento (Envejecimiento, conocimiento y experiencia), no disponía entonces de materiales de campo con los que organizar esta comunicación de modo que pudiera aportar a los colegas algo de conocimiento científico sobre el tema. Fue entonces cuando pensé que los cinco ejemplares publicados entre 2004 y 2009 en la biblioteca de investigación de la Universidad de La Rioja (todos dedicados a la difusión y divulgación de investigaciones y análisis científicos sobre el envejecimiento, principalmente desde el prisma sociológico aunque también dando entrada a otros profesionales de la salud, la psicología, pedagogía, etc.), podían ser ese material básico sobre el que organizar una comunicación. De este modo hice una relectura somera de los cinco ejemplares, y encontré un tema recurrente que en todos los libros había tenido su espacio; ese tema no era otro que el tratamiento del envejecimiento desde la perspectiva del género. No sólo he sido yo el que indefectiblemente trataba las cuestiones de género en aquello que escribía, sino que otros investigadores 1 con más autoridad que yo, también habían trabajado el envejecimiento desde esta perspectiva. Los aspectos que sobresalían sobre el conjunto siempre abundaban sobre estos ejes: el aumento de la esperanza de vida, la salud, situación socioeconómica y dependencia de las mujeres y, finalmente, las actividades de cuidado de las personas dependientes. Con estas premisas he decidido realizar un breve recorrido por estas cuestiones, observando cómo se han tratado, y dónde nos encontramos actualmente. LA ESPERANZA DE VIDA Sabemos que una de las causas del envejecimiento de la población, es el hecho biológico innegable del aumento de la esperanza de vida en las últimas décadas, sobre todo entre las mujeres, que no solo viven más que los hombres, sino que su incremento también será previsiblemente mayor que el de ellos de aquí al 2030, y aunque en la actualidad se puede observar un leve rejuvenecimiento de la sociedad debido a la llegada de población inmigrante joven y al repunte de la tasa de natalidad en los últimos años, gracias en buena parte a esa misma población inmigrante, sería preciso tomar en consideración los problemas de la longevidad y la dependencia desde el punto de vista del género, dado el volumen y características de los mismos Sin embargo este coyuntural rejuvenecimiento y esta leve desaceleración del crecimiento y posible mantenimiento en sus actuales porcentajes de la población mayor de sesenta y cinco años durante un corto periodo de tiempo (no olvidemos que actualmente se alimenta de las disminuidas generaciones de la guerra y posguerra civil), la población española envejecerá en los próximos años de modo creciente por la llegada 1

Autores cuyos textos han servido para esta comunicación: Bazo, 2007; Bermejo, 2009; Giró (2004, 2005, 2006, 2007, 2009); Iruzubieta (2005 y 2007); Pérez Ortiz, 2006; Sabater, 2009 y Santamarina, 2004

a la edad de jubilación de la generación de los años sesenta, conocida como del baby boom. Será además un envejecimiento de la población agudizado entre los de más edad, pues si en la actualidad viven en España cerca de dos millones de personas mayores de ochenta años, se estima que en él 2050 serán unos seis millones. Incluso hemos empezado a familiarizarnos con la existencia de centenarios, los cuales se prevé que a mitad de siglo pudieran ser unos 55.000, la mayoría también mujeres. La esperanza de vida de los españoles que llegan ahora a los sesenta y cinco años es de aproximadamente quince años más para los hombres, y veinte más para las mujeres. Esa esperanza es la que tienen los que nacen en estos años, pero no es de aplicación a generaciones anteriores porque es una proyección que tiene su plasmación concreta en el futuro. Y en cuanto a los españoles que nacen estos primeros años del siglo XXI, tienen hasta un 90% de posibilidades de llegar a los ochenta años, incluso se prevé que uno de cada dos bebés llegará a ser centenario. Esta es una tendencia que va a más, pues las hipótesis demográficas del Instituto Nacional de Estadística (INE) indican que la esperanza de vida no dejará de aumentar en los próximos años, hasta alcanzar en 2030 una esperanza media de vida aproximada de ochenta y cuatro años. Sabemos que no todos tienen la posibilidad de llegar a viejos, pero en España llegan, y de largo, pues si atendemos a la esperanza de vida por países, la de los españoles es en este momento una de las mayores de Europa y del mundo, ya que alcanza los 80,23 años, y sigue creciendo. Hace más de un siglo, en 1901, nuestra longevidad media era de 34,76 años; aunque si hemos de ser precisos, esta longevidad se debe principalmente a las mujeres españolas. Ellas tienen una esperanza media de vida de ochenta y cuatro años al nacer, y ellos, a pesar de mejorar, sólo alcanzan los setenta y siete años. La considerable supremacía cuantitativa de las mujeres sobre los hombres en el peso demográfico es nota característica común en todos los datos estadísticos referidos a las edades más avanzadas. Las españolas junto a las francesas, según el Eurostat, gozan de una posición privilegiada dentro de la UE, pues no sólo comparten el primer puesto de la Unión Europea, sino que se encuentran en la cima de los países occidentales. Sólo son superadas por las japonesas, con algo más de ochenta y nueve años de promedio, ya que el Japón es el referente mundial tanto para mujeres como para hombres. Suecia, Finlandia e Italia son otros de los países europeos en los que la mujer ha logrado alargar la vida. En el otro extremo, las rumanas, con una esperanza de 75,7 años, ocupan el último peldaño en este club de afortunadas. Si atendemos a los hombres, indiscutiblemente estos han ganado vida, pero menos. Observando lo que ocurre en los países de la Unión Europea salta la sorpresa, pues los varones no siguen el mismo orden que las mujeres; la vanguardia la ocupan los suecos, seguidos de irlandeses, malteses, holandeses e italianos. Y ya en el sexto lugar, los españoles con una media de 76,98 años de vida. Detrás, y casi a la par, los franceses, con 76,74 años. Pero todos estos datos estadísticos acerca de la esperanza media de vida no hacen sino trasladarnos a una serie de interrogantes que se relacionan con el género, como ¿por qué las diferencias entre hombres y mujeres?, o ¿cómo dar respuesta al hecho de que en el centro y el norte del país, la esperanza de vida sea más alta que en el sur?; y ¿a qué se deben las diferencias entre países?, y ¿por qué, pese a que todos los países de la Unión

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Europea avanzan en longevidad, no existe convergencia, ni tampoco hay paralelismo en cuestión de género?. Todas ellas son preguntas que han dado lugar a numerosos debates en la confianza de ofrecer una respuesta de uso universal. Pero quizás las preguntas no están bien planteadas o quizás se buscan respuestas desde planteamientos esencialistas y poco interesados en la diversidad. Desde la gerontología social, y también desde otras disciplinas, se han ofrecido una multiplicidad de respuestas, desde cuestiones como la dieta, hasta los niveles de renta, los diferentes sistemas de salud, los factores ambientales y del entorno. Últimamente, también se ha comenzado a considerar la importancia de los flujos migratorios de jóvenes hacia el centro y el norte, y los flujos de viejos y jubilados hacia el levante y las líneas de costa. Desde luego, la potabilización del agua, una mayor higiene y algunos descubrimientos médicos fueron claves en el crecimiento de las expectativas de vida; y ya los progresos recientes en biología, la ingeniería genética y el despegue científico de la gerontología son fundamentales en el aumento de la esperanza de vida media. Si vivimos más es porque han mejorado los aspectos que tienen que ver con la prevención (como las vacunas contra la polio, la viruela o la gripe); también por los fármacos que previenen las recaídas en ciertas patologías, y sobre todo la dieta, evitando la malnutrición y la obesidad y paliando el déficit de vitaminas y de calcio. También está la actividad física y los factores ambientales que influyen en el envejecimiento. Además, está la medicina anti envejecimiento que se define como un sistema integral, preventivo y curativo y que a partir del estudio del envejecimiento natural descarta los factores perjudiciales que producen un envejecimiento prematuro y propone un sistema de vida aplicando las técnicas correctoras a los signos estéticos y orgánicos del decaimiento corporal. Es decir, aquí cabe tanto el ejercicio, las vitaminas y una dieta cuidada, como una operación de cirugía estética. Todo tiene su importancia, porque si no se puede cambiar la actitud de la sociedad hacia los viejos, sí se puede cambiar la actitud de los viejos hacia la vida. Y es que como se puede deducir por todas estas interpretaciones, el debate no está cerrado. Y menos que ninguno el que trata de dar respuesta a la pregunta de ¿por qué viven más las mujeres? Desde luego, que las mujeres sean más longevas que los hombres es un fenómeno relativamente moderno, pues a principios del siglo XX no existían estas diferencias. Por entonces, la reducción de la mortalidad infantil fue decisiva para ampliar la esperanza de vida, pues las ganancias se libraron a edades tempranas y no como en la actualidad que se libran a edades avanzadas. La siguiente observación es que durante los años de la guerra y represión se desarrollan y aumentan las diferencias entre los sexos (mueren más hombres que mujeres). Finalmente, las diferencias empiezan a suavizarse, es decir, las ganancias de esperanza de vida son mayores en los últimos años para los hombres en comparación con las mujeres. Concretamente, la esperanza de vida ha mejorado en España 2,4 años en mujeres y 3,2 años en hombres. Todo parece indicar que los principales factores en la mejora en la esperanza de vida de las mujeres durante el siglo XX, aparte de las tendencias que afectan también a los hombres (nutrición y salubridad), pudieran atribuirse al descenso de la fecundidad, las mejoras en la atención al parto y la dedicación de las mujeres a tareas reproductivas. Por

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su parte, para los hombres se aduce que primero murieron en gran número en la guerra 2 y represión, y luego se expusieron a los riesgos laborales y conductuales propios del desarrollismo, muriendo más por causas externas (accidentes y violencia) y cáncer, y también por enfermedades respiratorias y digestivas. En la década de los ochenta, la mortalidad en varones jóvenes se vio afectada por la irrupción del SIDA y el fenómeno de la drogodependencia, un doble impacto que se ha reducido en estos momentos. Además, los especialistas médicos señalan que los hombres tardan más que las mujeres en buscar la atención médica, impidiendo de este modo mediante la prevención de algunas de las enfermedades que son causa de muerte, la curación o el sostenimiento en condiciones mejores de vida. Atendamos también a otros datos que señalan como la principal causa del descenso en la mortalidad en este siglo, a la llamada revolución cardiovascular, es decir, a la caída de las muertes atribuidas a las enfermedades del sistema circulatorio que representan un tercio del total. Las enfermedades cardiovasculares, con tratamientos cada vez más avanzados (cateterismos, antihipertensivos y fármacos contra el colesterol), son uno de los grupos de dolencias que experimentan un mayor avance en su terapia. Sin embargo, el otro gran motivo de los fallecimientos (los tumores) sigue en aumento. Otro gran grupo de dolencias que más ha contribuido al descenso de las muertes es el de las enfermedades del sistema respiratorio. También las causas externas de mortalidad (accidentes, suicidios) y las enfermedades endocrinas bajaron más que la media. En su conjunto, estos datos muestran un claro sesgo de género, pues si entre los hombres la principal causa de muerte son los tumores, entre las mujeres lo son las enfermedades del sistema circulatorio. Si se descomponen estos grandes grupos, las diferencias se acentúan. El tabaco es la primera causa de muerte en hombres (sólo los tumores de pulmón, traquea y bronquios), y es la única de las diez primeras causas de muerte que aumenta. Si se toma la lista de las diez mayores causas de muerte, aparte del tumor de pulmón, son exclusivamente masculinas las enfermedades de las vías respiratorias inferiores, y los cánceres de colon y de próstata. En cambio, serían femeninos el trastorno mental orgánico, senil y presenil; el Alzheimer, el tumor maligno de mama y la diabetes. Pero más allá del hecho de haber disminuido la mortalidad entre los españoles, se encuentra el debate sobre género y esperanza de vida proveniente de la distinción entre cantidad y calidad de vida, de manera que la diferencia de género en años por vivir, no derivaría en ninguna ventaja para las mujeres si se tradujera en años vividos con enfermedad o discapacidad, o con impedimentos para desenvolverse de forma autónoma. Si bien es cierto que las mujeres viven más años que los hombres, también es frecuente que vivan con alguna discapacidad. Así lo muestran dos indicadores útiles, no para medir cuánto se vive, sino cómo se vive. Son indicadores sobre la esperanza de vida libre de enfermedad crónica y la esperanza de vida en buena salud, y ambas ofrecen resultados más favorables a los hombres. Al respecto, según la Encuesta Nacional de Salud 2006, la esperanza de vida libre de enfermedad crónica al nacer es de cuarenta y un años para los hombres, frente a los 2

Cabe aquí hacer una matización prospectiva en cuanto a la mortalidad por conflictos bélicos y su evolución. En las guerras del siglo XX, la mortalidad era aproximadamente del 80% en combatientes. En la actualidad esta proporción se invierte, y como está ocurriendo ahora mismo en Irak, el 80% de las bajas son entre población civil y el 20% en combatientes. Las guerras ya no tienen el impacto por sexo en la mortalidad que tenían, y ahora su impacto es sobre todo entre los no combatientes.

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treinta y ocho años para las mujeres. Por otra parte, la esperanza de vida en buena salud al nacimiento es de 56,3 años para los hombres y de 53,9 años para las mujeres. En resumen, podemos decir que las mujeres en este momento, y en comparación con los hombres, tienen una mayor esperanza de vida al nacer y a los sesenta y cinco años, pero su vida sin enfermedad crónica y con una buena percepción de salud es más corta. Según el Informe 2006 del Imserso, el retrato demográfico de los mayores de sesenta y cinco años señalaba que al cumplir esa edad, la esperanza de vida estadística concedía a cada español otros 19,3 años de vida; de ellos, algo más de doce libres de cualquier incapacidad, y el resto con limitaciones crecientes. La media con algún tipo de incapacidad al final de su vida para los hombres está en 7,1 años, mientras que entre las mujeres supera los diez (10,4). En este sentido, los hombres dispondrían de una vejez más corta que las mujeres, pero con mejor estado de salud, si atendemos el dato estadístico (65 años + 12 años) que coincide con la esperanza de vida actual de los hombres (77 años). Las previsiones para la mujer de vivir una vida activa libre de incapacidad no alcanzarían más allá de los siete años. Sin embargo, este asunto tampoco está cerrado a la discusión, pues existen indicios de que las discapacidades de los varones pueden estar subestimadas como consecuencia de normas y construcciones sociales. El argumento deriva de la constatación de que la dificultad para realizar las tareas domésticas es una de las causas más importantes de discapacidad y dependencia entre las mujeres. Confrontadas a un cuestionario, muchas mujeres refieren sus dificultades para desarrollar este tipo de actividades por razones fisiológicas, sin embargo, los hombres rara vez aluden a ellas y parece que no se debe a que efectivamente puedan realizarlas, sino más bien al hecho de que nadie espera (ni ha esperado nunca) que las hagan. Si esto es cierto, la diferencia en la autonomía de hombres y mujeres no sería real, sino completamente artificial o construida socialmente, en referencia a las expectativas sociales que pesan sobre uno y otro género, y cabría extender a los modelos de dependencia las características atribuidas a las pautas de mortalidad en esta última etapa de la transición de mortalidad, es decir, la importancia de lo social en la muerte y la enfermedad, puesto que si hay enfermedades sociales (accidentes, muertes violentas, etc.), que se imponen como causas fundamentales de mortalidad, también habría dependencias sociales construidas en función del género. Son pues construcciones sociales las que permiten la existencia de diferencias entre hombres y mujeres cuando valoramos los datos referidos a la esperanza media de vida. El planteamiento objetivo sería conocer si estas variaciones entre las expectativas de vida de hombres y mujeres son diferencias, es decir, si se deben a su mera condición biológica de ser hombres y mujeres; o si por el contrario son desigualdades, es decir, si es una cuestión de género acerca de cómo se ha organizado históricamente el trabajo reproductivo. Para responder a este planteamiento es de sumo interés el punto de vista del catedrático de Salud Pública en la Universidad de Alicante, Carlos Álvarez Dardet, en su referencia a la desigualdad social como explicación, no sólo de las diferencias de la esperanza de vida entre los sexos, sino del tipo de esperanza de vida logrado. Señala que hay quienes sostienen que la mayor longevidad de las mujeres se debe a razones biológicas. Éste punto de vista proviene del esencialismo biologicista que pretende legitimar las desigualdades haciéndolas pasar por diferencias naturales y físicas, y buscando la explicación en diferencias biológicas pretendidas o reales. Es como el sexismo, que no

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es otra cosa sino la conversión en esencia natural de un proceso de construcción histórica. Este esencialismo está desentrañado en la obra de Pierre Bourdieu (1998), que muestra los procesos de transformación de la historia en naturaleza que han hecho de la diferencia entre masculino y femenino una nécessité socio-logique naturalizada. Se pregunta Alvarez Dardet ¿cómo explicar desde una perspectiva genética (y la genética es la diferencia principal a nivel biológico entre hombres y mujeres) que sean ahora más resistentes las mujeres que en 1900?; y la respuesta es que la razón de que la esperanza de vida varíe entre los sexos con el tiempo, se encuentra en los procesos de construcción histórica, en cómo literalmente las fuerzas sociales se han corporizado en cada uno de nosotros. Hasta la primera mitad del siglo XX se atribuyeron las diferencias a que los hombres trabajaban duro y en condiciones penosas; e incluso se creyó que la incorporación de la mujer a la vida laboral acortaría distancias, pues al abandonar la seguridad del ámbito de lo doméstico participaría de los riesgos y peligros propios del ámbito de lo público, reservado hasta entonces a los hombres. Se postulaba que las mujeres, al participar en el trabajo productivo, de alguna manera se masculinizaban adquiriendo hábitos y conductas masculinas, fumando, bebiendo, conduciendo automóviles, sometiéndose a la doble jornada en el trabajo, etc. Pero no ha sido así. Estos argumentos se basan en la pretendida existencia de un efecto protector de la reclusión doméstica de las mujeres (las reinas del hogar); y la asunción de postulados sibilinamente androcéntricos, ya que plantea dos justicias distributivas diferentes, una para el trabajo productivo y otra para el reproductivo. Sin embargo, la mayoría de los síndromes de la mujer emancipada pueden explicarse de manera más justa no achacando responsabilidades a las mujeres por su participación en la producción, sino preguntando por la responsabilidad de los varones en la reproducción, lo que podríamos llamar el síndrome de inhibición doméstica de los varones. Tratar de explicar la eventual pérdida de la salud de las mujeres por su participación en el sistema productivo, es como intentar argumentar que la culpa es de la víctima por abandonar las tareas reproductivas que socialmente se le habían reservado. La pretendida masculinización de las mujeres, su acceso a la producción, está matizada precisamente por el mantenimiento de su vinculación al ámbito doméstico. La doble jornada o jornada interminable sería el factor más certero en la profundización sobre las desigualdades en las expectativa de vida. Finaliza Dardet señalando que lo interesante de la teoría de la modernización de roles de género es que nos plantea un universo más flexible. El problema no está ya en los hombres y las mujeres en sentido biológico como plantea el esencialismo, ni en que las mujeres se hayan salido de su nicho social como plantea la teoría de la emancipación, sino en la manera en que hombres y mujeres han construido su participación en la producción y en la reproducción. Añadiendo un poco más de justicia a nuestras sociedades y a nuestras casas, consiguiendo no sólo democracia en lo político sino democracia doméstica, se podría lograr una mejoría sensible. Hemos conseguido una sociedad mucho más justa en lo público en términos de paridad, aunque aún queda un buen trecho por recorrer, especialmente en paridad salarial. Se trata ahora de que esos mismos principios de

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justicia que ya se han aceptado en el mundo del trabajo productivo (que la mujer tenga los mismos derechos), sea también verdad en el mundo reproductivo (que los hombres tengan las mismas obligaciones y tareas). La ganancia en términos de salud sería enorme. Precisamente el pasado reciente en lo económico y en lo doméstico conlleva una carga de profundidad en la estabilidad socioeconómica de las mujeres mayores, por la situación actual de responsabilidad interna (en lo privado) y de falta de reconocimiento externo (en lo público), lo cual puede conllevar en la ancianidad una situación de precariedad y de pobreza, hasta contextos que se han conceptualizado como de feminización de la pobreza. La feminización de la ancianidad y sobre todo, de la ancianidad elevada (ochenta años en adelante), conlleva una serie de problemas derivados de la precaria situación de muchas mujeres que están viudas o solteras y, al no haber participado en el mercado laboral, carecen de los recursos suficientes para hacer frente a su más que probable situación de dependencia. El sistema de transmisión patrimonial, la escasa participación fuera del hogar cuando estaban en la edad activa, la menor cuantía de las pensiones de viudedad respecto a las de jubilación, la mayor morbilidad, etc., presentan un cuadro muy diferente de la vejez para los sectores masculino y femenino. Por lo general, mientras los varones tienen quien les atienda si caen en dependencia (principalmente su cónyuge), las mujeres no disponen de esa atención al no haberse desarrollado el compromiso de cuidado entre los varones. Los datos estadísticos señalan que los hombres suelen acabar sus días junto a su cónyuge, todo lo contrario que las mujeres; y es que el aumento de la dependencia respecto a su cónyuge que experimentan los hombres tras jubilarse, tiene también su reflejo en las tablas de mortalidad por edades: los hombres, cuando enviudan, tienen una esperanza de vida menor que sus congéneres de la misma edad que continúan conviviendo en pareja. En cambio, si la que enviuda es ella, situación mucho más frecuente, no es visible el mismo fenómeno por mucho que la viudedad sea también una situación penosa y traumática para la mujer. Lo que significan estos datos es que la mayoría de las mujeres tendrán que afrontar una vejez en soledad, sin la posibilidad de obtener la compañía y el apoyo de un cónyuge, mientras que para los hombres este suceso es mucho menos probable. El varón mayor de edad en las estadísticas es un hombre casado; es decir, cuando hablamos de hombres mayores hablamos fundamentalmente de parejas mayores, mientras que para las mujeres las cosas son muy distintas. Pese a que en España se promueven políticas de envejecimiento activo que no descuidan los más elementales derechos de protección social, es preciso recordar para infortunio de la mujer, que la Seguridad Social que supuestamente debía dar seguridad a las personas de edad, fue creada en beneficio de los asalariados no reconociendo el valor del trabajo doméstico, la crianza de los niños y el cuidado de los mayores, que han sido los nichos laborales tradicionales de la mujer. Es en este sentido, las mujeres de edad tienen más probabilidades que los hombres de ser pobres, pues tras haber trabajado toda la vida con sueldos muy bajos o incluso en tareas no remuneradas como las tareas domésticas, se encuentran en la vejez con que no tienen medios de subsistencia o que éstos son muy

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escasos. De hecho, en la actualidad, pocas mujeres de edad cobran una pensión contributiva. En los países desarrollados, sobre todo en los del sur de Europa, la mujer ha quedado atrapada en un círculo vicioso pues los destinos laborales en función del género, es decir todos aquellos vinculados a tareas reproductivas no remuneradas, impidieron y obstaculizaron el desarrollo normal de una carrera profesional como trabajadora autónoma, trasladando esta situación de intermitencia en el mercado laboral remunerado a la percepción de una pensión de menor cuantía, o a la posibilidad de ahorro y gestión de una seguridad económica para cuando fueran mayores de edad. Por otra parte, sabemos que en la mayoría de los trabajos remunerados a las mujeres se les paga menos que a los hombres por el mismo tipo de trabajo, y es más frecuente que trabajen en sectores no remunerados. De este modo, sus pensiones, cuando las cobran, son de menor cuantía. La existencia de dos tipos de pensiones (contributivas y no contributivas, dado que las asistenciales han descendido hasta hacerse inapreciables) marca el comienzo de un nuevo tipo de desigualdad que indica algo sobre las diferencias entre personas dependientes e independientes. Como la seguridad económica viene marcada por el tipo de relación laboral mantenida durante el periodo activo, así como por el cálculo económico establecido en el sistema de pensiones, se produce una clara discriminación hacia las mujeres mayores a causa de su menor participación en un mercado laboral definido y organizado en torno a los hombres; además, se ha reconocido a través de numerosos indicadores que las personas más ancianas y las que viven solas son las que generalmente viven con menos ingresos, dos grupos que en su generalidad están compuestos por mujeres (por su mayor esperanza de vida, por su viudedad, etc.), lo que ocasiona por la confluencia de estos indicadores, una situación de marginación económica y social de la mujer longeva. Para las mujeres, una de las consecuencias de tener una vida más larga, es que la viudedad es más probable. La viudedad media de las mujeres ha pasado de algo menos de dos años a más de siete años en un siglo, no sólo como consecuencia de su menor mortalidad, sino también como un efecto cultural que puede pasar inadvertido: la costumbre social de celebrar los esponsales matrimoniales con una separación de varios años (menor edad entre ellas respecto al varón). Así, y por pura lógica matemática, el desequilibrio vital entre los dos sexos restringe las posibilidades de vivir en pareja. Los datos sobre estado civil de las personas mayores son muy claros, pues entre los varones la situación mayoritaria es el matrimonio (casi ocho de cada diez están casados); mientras entre las mujeres lo más frecuente es no tener pareja, bien por viudedad, por soltería o por haber disuelto su unión. Una situación de soledad, bien sea por viudedad, soltería o disolución del matrimonio tiene consecuencias sobre los ingresos; y las personas que viven solas, sin hijos ni familiares, tienen un riesgo mayor de llegar a la indigencia. Precisamente de entre este colectivo de riesgo destacan las mujeres viudas que no trabajaron fuera del hogar o no cotizaron, ya que la pensión de viudedad es menor que la de jubilación (en España sólo el 26% de las viudas recibe sus ingresos principales a través de la pensión de jubilación, frente al 88% de los viudos).

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Por otra parte, en la mayoría de los países desarrollados se ha constatado que las personas de edad no viven con sus hijos, sino solas o con sus cónyuges, y si además no dependen de las familias sino que dependen de los sistemas formales de seguridad social, encontramos que una vez más las mujeres de edad se encuentran en una situación de desventaja social. Desventaja que procede de los sistemas de seguridad social, pues cuando el cónyuge varón fallece es muy probable que su viuda no perciba la misma pensión ni la misma asistencia de la seguridad social que percibía si fuera el varón quien enviudara. Diferentes estudios estiman que la pérdida del cónyuge supone un descenso de los ingresos del 22% para los hombres y del 44% para las mujeres, lo que coloca a éstas entre las más pobres de Europa. Así pues, al dolor por la pérdida del cónyuge se suman, por lo general, graves problemas derivados de un cambio radical en la situación económica. Si son varones, en su mayoría han trabajado y, por tanto, a los ingresos de la pensión por viudedad sumarán los de su propia jubilación. Pero en el caso de las mujeres (la inmensa mayoría de las actuales pensionistas pertenece a una generación que no trabajó fuera de casa y no cotizó a la Seguridad Social), tienen que sobrevivir exclusivamente con la pensión de viudedad. Así, la desigualdad de género muestra como por cada nueve viudos que reciben sus mayores ingresos de la pensión de jubilación, apenas hay tres mujeres. Para paliar esta situación de riesgo de pobreza entre las viudas, es frecuente que en España las personas viudas compartan vivienda con los hijos o algún familiar; de hecho suman menos del 40% las personas viudas que viven solas, frente al 80% en países como Dinamarca, Holanda y el Reino Unido. En España, las viudas que viven en compañía son las que tienen más probabilidades de reducir el riesgo de sufrir graves dificultades económicas (un 35% frente al 45% entre las personas viudas que no comparten la vivienda). No obstante lo exiguo de las pensiones de viudedad sabemos que las mujeres pueden vivir muchos más años que los hombres, por lo que tienen más probabilidades de verse condenadas al aislamiento y la marginación, dada su situación carencial y sus necesidades de atención y protección especial. Incluso en el mejor momento y en el mejor lugar, las mujeres de edad tienen más dificultades que los hombres para obtener una asistencia que no sea meramente ocasional, recurriendo como viene siendo tradicional a la solidaridad de otras mujeres. Y es que cuando se necesita atención de un miembro de la familia se recurre normalmente a otra mujer, tal y como se ha regulado en las sociedades tradicionales y patriarcales, donde siempre se esperaba que fuera una mujer quien cuidara a los demás miembros de la familia sin por ello percibir remuneración alguna. Esta situación seguiría repitiéndose si no fuera porque la llegada de nuevas generaciones de mujeres ha roto este círculo, dejando en manos del Estado y las instituciones la protección de las otras mujeres; si bien es cierto que estos cambios aún no han llegado al conjunto de la sociedad y las pensiones de la Seguridad Social marcan aún el devenir y el futuro de las personas de edad3. 3

En la exposición de motivos de la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia se dice que “no hay que olvidar que, hasta ahora, han sido las familias, y en especial las mujeres, las que tradicionalmente han asumido el cuidado de las personas dependientes, constituyendo lo que ha dado en llamarse el “apoyo informal”. Los cambios en el modelo de familia y la incorporación progresiva de casi tres millones de mujeres, en la última década, al mercado de trabajo introducen nuevos factores en esta situación que hacen imprescindible una revisión del sistema tradicional de atención para asegurar una adecuada capacidad

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SALUD Y DEPENDENCIA. EL CUIDADO DE PERSONAS Partimos del hecho social que reconoce a los hombres y las mujeres enfrentándose de distinto modo al proceso de envejecimiento, por que no es equiparable la situación de un hombre mayor y de una mujer mayor. La trayectoria vital y social de ambos está claramente diferenciada desde la infancia hasta la edad adulta, y estas diferencias se trasladan al modo de enfrentar la jubilación. la existencia de problemas de salud que padecen los hombres y las mujeres, son diferentes a medida que envejecen; por esto, los aspectos de género en el envejecimiento requieren una atención particular cuando se elaboran planes, políticas y programas para atender las necesidades de las personas de edad. Sin embargo, en el proceso de envejecimiento se establecen diferencias ligadas al género en aspectos relacionados con los tipos de problemas de salud y la edad en la que se implantan estos; y es que tanto la salud como el envejecimiento no son únicamente el resultado de un proceso biológico, si no que es también consecuencia de intervenciones sociales y culturales. Sabemos que los hombres tienden más a padecer enfermedades agudas que requieren hospitalización, mientras que las mujeres sufren enfermedades crónicas que, pese a no poner en peligro la vida, pueden provocar discapacidades. En este sentido, el sistema de atención de la salud está mejor preparado para atender los casos agudos, pasando por alto las necesidades de las mujeres de edad, que podrían sacar más provecho de la atención domiciliaria que de la hospitalización o el internamiento en residencias para mayores. También, el gasto principal en materia de asistencia es más sanitaria que social, siendo como es la demanda de carácter sociosanitario, principalmente a partir de las enfermedades crónicas que generan dependencia. Además, el uso de ciertas medidas de promoción de la salud y determinadas intervenciones sanitarias y sociales, permitirían comprimir la morbilidad (las situaciones de enfermedad) en los últimos años de la vida, y tener más años libres de incapacidad. Las actitudes de los viejos ante su vida y la de los que le rodean son, sin duda, distintas en función del sexo de éste y determinarán en mayor o menor grado aptitudes o capacidades para desenvolverse en el día a día. También el nivel de dependencia de los viejos está determinada por su sexo, pues si bien las mujeres desarrollan un elevado grado de autonomía que las capacita para satisfacer sus necesidades básicas con gran suficiencia, los hombres por el contrario están frecuentemente sujetos a importantes niveles de dependencia. Esta situación explica en parte la elevada proporción de mujeres mayores que cuidan de otras personas. La ayuda dentro de la familia recae muy especialmente sobre la esposa, de tal modo que es muy probable que mujeres mayores cuiden de sus maridos de más edad y no a la inversa y cuando no existe una esposa que pueda ejercer de cuidadora, son otras mujeres, hijas o nueras las que asumen este papel. En nuestro entorno se constata que las mujeres tienen atribuido un rol social caracterizado por ser el eslabón que articula los servicios y prestaciones de la política de prestación de cuidados a aquellas personas que los necesitan”, lo cual es un reconocimiento de los cambios sociales y culturales que se suceden actualmente en España, donde la mujer es protagonista indiscutible. BOE nº 299, pág.44142

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social son la atención de las necesidades de cada persona que compone la unidad familiar. El debate que precedió a la Ley de Promoción de la Autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia no hizo sino visibilizar uno de los grandes retos a los que han de hacer frente las políticas sociales en el siglo XXI. Así, cuando en diciembre de 2000 se publicó el estudio “Las personas mayores dependientes en España: análisis de la evolución futura de los costes asistenciales”, se mostraba a un 34% de los mayores de sesenta y cinco años con algún grado de dependencia (incapacidad de comprar su comida o ropa sin ayuda, de tomar un autobús o un taxi, de hacer la cama, cambiar las sábanas, limpiar la casa o cortarse las uñas de los pies). Pues bien, diferenciando las personas dependientes según el sexo, encontraron que los cuidados de las mujeres dependientes eran asumidos por sus hijas (37%), el marido (15%), un hijo (6%) y, en menor medida por empleadas del hogar y profesionales de empresas de servicios sociales. Por su parte, los varones eran cuidados por sus esposas (45%), una hija (21%) y otros familiares (12%). Es decir, tanto mujeres como varones recibían principalmente la atención de las mujeres pertenecientes a la red familiar, aunque proporcionalmente, estos cuidados informales son superiores en el caso del varón, mientras la mujer recurre más a los servicios de personas ajenas a la red familiar en ausencia de hijas o por el absentismo de los varones. Dentro del ámbito doméstico se muestra la especificidad de la experiencia femenina frente a la vejez a través de las actividades relacionadas con el cuidado de los otros, o con el denominado apoyo informal. La concepción estereotipada a este respecto nos presenta a las personas mayores y, sobre todo a las mujeres, como receptoras de los cuidados. Tal como deducimos de la mayor longevidad de las mujeres, éstas tienen más probabilidades de necesitar atención que los varones; sin embargo esta es sólo una parte de la verdad porque los mayores y, otra vez sobre todo las mujeres, son parte activa y aún muy activa en la prestación de ayuda a otros miembros de la familia. Es cierto que una buena parte de las mujeres mayores necesitan ayuda para desenvolverse correctamente en su vida cotidiana (28% en la encuesta de 2003), y la mayoría efectivamente recibe esa ayuda de sus familiares, aunque en los últimos años se han registrado la presencia de ayuda remunerada (hasta la cuarta parte de todas las mujeres mayores que necesitaban ayuda la obtenían de una persona contratada). Aunque quizás, mucho más importante es que las mujeres no sólo han seguido proporcionando la mayor parte de la asistencia, sino que cuando la dependencia de las mujeres era más severa o cuando la ayuda consistía en la realización de tareas con un contenido más íntimo, las mujeres han asumido los cuidados en exclusiva. Además, mientras que los varones necesitados de ayuda pueden recibirla en el ámbito de su propio hogar y de su propia esposa, sin que la situación implique más cambios y rupturas que las derivadas del deterioro de las capacidades, entre las mujeres la situación es muy distinta. Lo más seguro es que cuando necesiten la ayuda no puedan contar ya con el esposo, bien porque ha fallecido o porque su propio estado de salud no lo permite; en ese caso el cuidado deberá ser asumido por otra persona, probablemente en un hogar distinto. Obviamente hay muchos varones que están asumiendo el cuidado de sus esposas enfermas o discapacitadas, pero esta no es la situación más frecuente. La norma social asigna, además, diferentes valoraciones según quién cuide, si el cuidado parte de la esposa al esposo no tendrá ninguna consideración especial, pero si el cuidado es del esposo a la esposa, probablemente se considerará un hecho extraordinario y se ponderarán las virtudes y la abnegación del esposo.

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Desde una perspectiva sociológica, el cuidado es una actividad basada en patrones sociales. Estos patrones afectan tanto al cuidado familiar como al cuidado formal y justifican los bajos salarios percibidos por los trabajadores que son principalmente mujeres. Se asume así que las mujeres trabajan en empleos relacionados con el cuidado, no sólo como resultado de su proceso de socialización y de las expectativas sociales, sino debido a las menores oportunidades de conseguir los trabajos mejor remunerados, más prestigiosos y con mayor poder de los varones. Las mismas creencias y experiencias que hacen atractivo el cuidado para las mujeres, lo devalúan como trabajo remunerado al con ser percibido como trabajo poco cualificado. Si gran parte de la carga asistencial demandada por las personas dependientes recae sobre los familiares, principalmente sobre la mujer, es a consecuencia de un proceso de socialización y una educación que colocaba como modelo a seguir el de la diferenciación y la desigualdad entre los sexos, destinando a la mujer el papel doméstico, secundario y poco valorado. Los cuidados suponen una responsabilidad social absolutamente generizada y naturalizada que afecta sobre todo a las mujeres adultas, y que se apoya en una visión social diferente de lo que es el trabajo realizado por los hombres, y en una separación cultural de lo racional que queda ligado a los hombres y a lo público, mientras que lo emocional y lo privado es asociado a las mujeres. Por esto nos reafirmamos en que el concepto de cuidado está construido socialmente. De hecho, en general, el cuidado ni siquiera es considerado un trabajo sino como algo que hacen las mujeres de manera natural porque va ligado a los sentimientos y los afectos. Las tareas de cuidado se dejan bajo la responsabilidad de las mujeres por un supuesto instinto natural. No obstante, cada día que pasa es mayor la conciencia social y política sobre los problemas de desamparo que experimentan las mujeres cuidadoras de personas dependientes y, desde la ética del cuidado se aboga por el reconocimiento y la visibilización del trabajo que aportan las mujeres en la atención a la dependencia. El enfoque ético del problema del cuidado, ha priorizado sobre todo la necesidad del reconocimiento específico del trabajo de las mujeres, no sólo por su aportación fundamental, sino por los supuestos valores asociados a dichas prácticas y la necesidad de universalizar dichos valores; lo que ha llevado en general a sus defensoras a centrarse sobre todo en los derechos de las mujeres, y en la necesidad de aliviar la carga que suponen los cuidados. También los aspectos positivos que se derivan del papel de cuidadora del familiar dependiente son importantes, pero no lo son menos los efectos emocionales y físicos adversos que se derivan de cuidar a un anciano con un cierto nivel de discapacidad durante años. Para algunas mujeres, las responsabilidades domésticas en la vejez, si bien sugieren una forma de mantenerse activas y sentirse útiles, no ocultan que son también fuente de depresiones y de carencias en el sentido más vital siendo esencial relevarlas regularmente de su responsabilidad. La consecuencia de esta asunción de responsabilidades es una sobrecarga de las mujeres, debido a las distintas exigencias familiares y laborales a las que tienen que hacer frente, a la desvalorización de las actividades de cuidado y a la ausencia de políticas de apoyo a los cuidadores. Actualmente, el discurso acerca del futuro de la protección social y, más concretamente, de los servicios sociales, ha adquirido un tono conservador. Se considera que las personas mayores desean y necesitan permanecer en

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su entorno familiar y social, aún cuando sus problemas de salud les provoquen distintos grados de dependencia. Para ello se proponen soluciones que en buena parte de los casos pasan por el mantenimiento de las mujeres en el hogar, en ocasiones siendo las propias políticas sociales las que refuerzan esa situación. El aumento de patologías, principalmente las psicogeriátricas, ha conllevado el aumento de las demandas sociosanitarias, mientras que los recursos disponibles apenas han aumentado, lo que ha contribuido a que la mayoría de los viejos enfermos y dependientes tengan que ser atendidos en sus domicilios 4, si no por sus familiares, sí por personas contratadas por los mismos, y que en la mayoría de los casos no responden a los requisitos exigidos en un buen cuidador sociosanitario. Los cuidadores informales llamados así por no cumplir esos requisitos formales de formación sociosanitaria ni especializada en geriatría, soportan una carga extra de trabajo pues la implicación afectiva y emocional con la persona dependiente aumenta las expectativas de carga laboral u objetiva. El hecho de cuidar a una persona dependiente y de edad requiere una reorganización de la vida que, sin las debidas precauciones, puede pasar factura en forma de problemas de salud, de conflictos familiares y de disminución de tiempo para otras cosas; por esto, a los cuidadores informales, en su mayoría mujeres, se les debería prestar una atención especial, por el riesgo elevado de que caigan enfermas apoyándoles con formación, asistencia temporal y/o ayudas económicas. Los cuidadores informales en nuestro país son merecedores del mayor de los reconocimientos sociales, y asumen una carga pesada e ingrata que con demasiada frecuencia constituye una fuente de no pocos conflictos personales y familiares. Una clara muestra de la importancia social de este colectivo la constituye el hecho de que el 73% de la población española dependiente es atendida por cuidadores informales. Baste este dato para valorar no sólo la importancia de su labor, sino el hecho de que sobre estas familias recae, de forma silenciosa, casi las tres cuartas partes del coste de la atención a las personas dependientes de nuestro país. Además, la insuficiencia de servicios sociales, provoca que esas tareas recaigan en la familia, fundamentalmente en las mujeres, lo cual constituye un hándicap más para la incorporación plena de las mujeres al mercado laboral. Otras han contribuido al aumento del empleo femenino a costa de asumir una doble dedicación (laboral y familiar), lo que ha ocasionado que este colectivo se convierta en “grupo de riesgo”, con estrés y otros problemas físicos y psíquicos. También los cuidados informales son una respuesta institucional a las demandas de los viejos cuando confiesan no ser partidarios de vivir la última etapa de su vida en una residencia (CIS, 2006), ni siquiera estando enfermos, pues sus respuestas en caso de necesitar ayuda indican que preferirían seguir viviendo en su casa con atención y cuidados (77%). Es decir, como en tu casa en ninguna parte, eso sí, con cuidadoras informales a su disposición como vamos a observar a continuación. Por ejemplo, en el caso de que existiera dependencia y de que no pudieran valerse por sí mismos, afirman (43%) que la familia debería ser la principal responsable de su cuidado y atención, aunque las Administraciones Públicas deberían participar. Para un 33% las Administraciones Públicas deberían ser las principales responsables del cuidado y 4

El 83% de los cuidadores de enfermos de Alzheimer son mujeres (el 43% son hijas; el 22% esposas y el 7,5% son nueras). Estas mujeres suelen tener entre cuarenta y cinco y sesenta y cinco años.

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atención de los mayores, aunque la familia debería participar. Un 12% apunta que deberían ser las instituciones públicas quienes se hiciesen cargo de su cuidado y atención, y sólo un 5,5% señala a la familia como responsable absoluto. En cualquier caso, salvo para ese 12% que apunta a la responsabilidad de las instituciones públicas, todos reclaman la presencia de la familia incluso con un protagonismo superior al de las Administraciones, que llevarían en ese caso un peso subsidiario. Ahora bien, esos cuidados personales que demandan son de mujeres cuidadoras. En concreto, las principales cuidadoras que ayudan a los viejos en su vida cotidiana son principalmente mujeres pertenecientes a la familia: hijas (32%) o cónyuge (22%). Así que mientras llega o no llega la ayuda de la Administración, las mujeres siguen encargándose de sus mayores, doblando su jornada de trabajo o abandonando el empleo en el peor de los casos. Hay otra posibilidad, pero hay que tener dinero para ello, como ocurre con quienes disponen de medios económicos que recurren a empleadas domésticas, con una presencia cada vez más notable de inmigrantes latinoamericanas. En la encuesta sobre las condiciones de vida de las personas mayores, un 15,5% de los consultados ya tiene una empleada doméstica por horas y a casi un 2% les atiende una mujer interna 5. Entre un 3,5% y un 5% recibe ayuda de los servicios sociales, pero una inmensa mayoría (el 78%), aún responde que no cuenta con nada de lo citado anteriormente; es decir, o bien no cuenta con dinero, o bien cuenta con el apoyo de las mujeres de la familia como manda la tradición. Señalo la tradición, porque cuando las cosas se ponen peor las hijas siguen estando ahí. No hay una sola tarea en que no sea la hija quien ayuda en primer lugar, desde comer, utilizar el WC, asearse, ir al médico, tomar la medicación, ponerse los zapatos, andar por la casa, usar el teléfono, bañarse, hacer gestiones, administrar el dinero, etc., etc., etc. Estas cuidadoras de las personas dependientes, estas mujeres que concilian las tareas de los ámbitos productivo y reproductivo, son superwoman, son abuelas-madres y madreshijas, de clase media-baja, que trabajan a la vez que cuidan de una red familiar que, con el progresivo envejecimiento de la población, se ha convertido en intergeneracional. Un cálculo aproximado de las personas que informalmente realizan las tareas de asistencia social se estima en 1,7 millones, de las cuales un 77% tiene algún vínculo familiar con el atendido y en más del 80% de los casos se trata de mujeres de edades comprendidas entre los cuarenta y cinco y los sesenta y cuatro años, precisamente el grupo de población que soporta más cargas físicas y emocionales, al compaginar la atención a los dependientes con las obligaciones laborales y/o las domésticas; sobretodo entre mujeres con hijos menores. Otros datos sobre los cuidadores informales 6 y sus familias nos 5

Cada vez más familias españolas, confían las personas dependientes (niños, viejos y enfermos), a mujeres de otros países que llegaron al nuestro para intentar mejorar su vida y la de sus familiares. Según un estudio publicado en la revista Consumer (febrero-08), el 90% de las cuidadoras de personas dependientes son inmigrantes que realizan largas jornadas de trabajo y aceptan cobrar salarios más económicos. 6 El perfil social del cuidador que constituye el soporte básico del Estado del Bienestar español es el siguiente: Es mujer. Tiene una edad intermedia entre 50 y 60 años como promedio; pero el promedio es la amalgama de la generación de cónyuges y de hijos. Abundan los cuidadores de edad avanzada. No tiene empleo; si antes lo tuvo, ha tenido que abandonarlo. Dedica más de 40 horas semanales al cuidado del dependiente. No es raro que esta cifra se duplique o se triplique. Tiene dificultades económicas. Asume casi en exclusiva el cuidado del dependiente. Tiene dificultad para mantener sus relaciones sociales. Lo hace durante largos años, y su expectativa es que seguirá haciéndolo. Padece patologías múltiples, especialmente cansancio, carencia y trastornos del sueño, dolores de espalda y, frecuentemente,

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informan sobre su dedicación (entre diez y veinte años de media), sobre su nula o escasa formación para esta tarea y sobre la necesidad de compaginar esta ocupación con el resto de trabajos familiares y laborales. Dedican más de diez horas diarias a esa atención que se prolonga durante unos ocho años de media. Con esas circunstancias no extraña que el 61% de esas cuidadoras tengan graves problemas profesionales y económicos, como pérdida del empleo, reducción de jornada, incumplimiento de horarios y resentimiento de su vida profesional. Un rol que tiene, entre sus consecuencias, el que el 62% de las mismas afirme que ha reducido su tiempo de ocio, les resulte imposible irse de vacaciones, y que no dispongan de tiempo para frecuentar amistades o para cuidar de sí mismas. Según un informe del IMSERSO (2005), en los últimos diez años la media de edad de las cuidadoras se ha incrementado un año hasta rozar los 53 años. En el 47% de los casos, las mujeres (las hijas) son las únicas de la casa que se ocupan del mayor. No es de extrañar, entonces, que el 62% de las cuidadoras afirme que se encuentra con problemas profesionales y económicos (un 26% no puede plantearse trabajar fuera de casa y un 12% ha tenido que abandonar su empleo; también, a un 7% esta dedicación les ha ocasionado problemas con su pareja). En esta situación, las vacaciones son casi una quimera: el 38% no puede disfrutar de estos periodos de ocio. Además, en un 70% de los casos la cuidadora y la persona atendida viven juntas. También en un estudio sobre mujeres cuidadoras de la comunidad valenciana (Martínez Román, 2006), éstas mujeres presentaban importantes problemas de salud, falta de relación social y oportunidades de ocio, fuerte dependencia económica por carecer de ingresos propios y altos niveles de insatisfacción social. Así pues, el precio que pagan por su salud siempre es muy alto, aunque la edad y la clase social pueden ser decisivas, tal y como se deduce de un estudio realizado por el grupo de Salud Pública y Género del SESPAS, a partir de los datos de las encuestas andaluzas de salud en mujeres y hombres en edad activa, donde observaron que las mujeres de clases más bajas que cuidaban a una persona mayor o con discapacidad, presentaban un riesgo de mala salud percibida un 60% más elevado que las mujeres que no cuidaban a personas dependientes; un riesgo que desde luego no presentaban las mujeres de clases pudientes. También el Informe Salud y Género (2006) da otro tipo de datos igualmente contundentes, como que el 75% de los consumidores de somníferos o tranquilizantes son mujeres, o que el 70% de las mujeres españolas han consumido alguna vez este tipo de medicación. Entre otras razones, según el Informe, porque los estereotipos de género tradicionalmente han estado asociados a la construcción de una imagen de la mujer como más débil, pasiva, dependiente y con ciertas patologías inespecíficas, que soporta el modelo que se transmite entre los profesionales sanitarios. Por añadidura, las cuidadoras que además trabajan fuera de casa, han aumentado en una década cuatro puntos, alcanzando el 26%. Quizá esta situación de pluriempleo contribuya a ese 33% de mujeres con mayores a su cargo que se declaran cansadas. Más de la mitad afirma tener problemas de salud. Igualmente afirman tener un padecimiento crónico el 45% de las cuidadoras, seis puntos más que en 1994.

depresión. No tiene tiempo ni oportunidad de cuidarse a sí misma/o. Siente miedo respecto a su futuro. Durán, Mª A. (2006b): “Dependientes y cuidadores: el desafío de los próximos años”, en Revista del Ministerio de Trabajo y Asuntos sociales, nº 60, pág.59

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El proceso de cuidados de una persona mayor, sobre todo si la dependencia de esta no es sólo física, si no que es principalmente psíquica, genera un estrés cronificado como ya han mostrado numerosos estudios, afectando no sólo a la salud física sino también a la salud psíquica del cuidador o cuidadores informales, por lo que es necesario solicitar ayuda cuando se necesite, salir de casa para evitar esa sensación de vivir atrapado, llevar una vida lo más sana posible e intentar conservar aficiones e intereses. Hay que saber organizarse y poner límites a la ayuda que se presta. En definitiva se trata de estimular la autonomía y la autoestima del cuidador de modo que este pueda cuidar mejor. Por supuesto que la capacidad de resistencia de los cuidadores informales para hacer frente al deterioro de su salud física y psíquica depende en buena medida de las condiciones socioeconómicas en que se desenvuelve; sin ignorar, además, que el componente de género es fundamental en la consideración de los mismos. Y es que a pesar de que las mujeres son las grandes proveedoras de cuidados, este modelo también está en declive, entre otras cosas por la creciente incorporación femenina al empleo. Las cuidadoras informales no pueden seguir siendo el sostén principal de las personas dependientes; además, este modelo familista está en declive, entre otras cosas por la creciente incorporación femenina al mercado laboral, el sustancial descenso de la natalidad y el cambio en el tipo de relaciones familiares, sobre todo, porque resulta cada vez más acentuada e insoportable la discriminación en función del género y la edad. Las mujeres están abandonando el papel que hasta ahora habían ejercido, el de cuidadoras de los familiares dependientes y así se han alterado las redes tradicionales de atención y apoyo familiar. La situación de dependencia de la ancianidad anuncia un profundo conflicto moral en el que el margen de opción queda muy restringido: o se hacen cargo ellas mismas de las nuevas demandas de dependencia o se ven abocadas a optar por una residencia que está desprestigiada en el sentido profundo del término, ante la sociedad e incluso ante ellas mismas. Sin ninguna duda, es un debate crucial al que se enfrentan estas mujeres adultas que deben, en la plenitud de sus vidas y del desarrollo de otros roles, tener que asumir un lugar tradicional que entorpece sus actuales trayectorias de autoafirmación. El conflicto se agudiza cuando no hay pares (hermanas o similares) que puedan, en la perspectiva de la prefiguración del problema, acompañar la nueva situación que prevén, pero más aún se agudiza la conflictividad moral, cuando se trata de asumir la responsabilidad de los cuidados y hacerse cargo de ancianas/os con los que se ha tenido una mala relación vital a lo largo de la propia historia. Hacia el año 2020 los octogenarios (principalmente mujeres) superarán en número a la generación de mujeres de edad intermedia (45-60 años) en las que tradicionalmente recae la asistencia familiar, dándose la paradoja de que las potenciales personas dependientes, que han sido las potenciales cuidadoras de la población mayor y/o dependiente en el pasado, se encontrarán con la no existencia de un relevo generacional para su propia atención. Se puede dar la paradoja de que aquellas mujeres que sacrificaron sus vidas en beneficio de la independencia de sus hijas y del cuidado de otros miembros dependientes de la familia, se encuentren bien sea como mayores o como dependientes, sin personas que las reemplacen en su cuidado o dependencia.

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