Enredados en el enjambre de Byung-Chul Han (IV): concluye el profesor

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Enredados en el enjambre de Byung-Chul Han (y IV) Concluye el profesor por Juan Pablo Serra

Todo lo que empieza tiene un final. Tras una larga exposición y comentario de las iniciativas docentes que puse en marcha durante el curso de Antropología para informáticos, es hora de que el profesor retome la palabra en solitario para resumir lo alcanzado y, de paso, añadir unas reflexiones de última hora. Es claro que meditar sobre la técnica es apasionante, por lo mucho que dice sobre nosotros y por lo mucho que nos interesa hoy en día conocer qué hacer y qué pensar sobre la vida digital en un momento de cambio — y, por tanto, de incertidumbre — respecto de nuestros usos y costumbres relacionales y comunicativos. De hecho, más allá de que uno coincida o no con el juicio cultural que Byung-Chul Han ofrece acerca del paradigma digital y sus consecuencias sociopolíticas, es muy meritorio (y arriesgado) el esfuerzo por comprender una situación incierta y anticipar sus efectos mientras está ocurriendo, y no diez años antes (cuando la distancia temporal hace que previsiones muy distintas sean igualmente plausibles) ni diez años después (cuando contamos con algo más de perspectiva para atinar en el juicio). Algo parecido a esto es lo mejor que, aún hoy, puede ofrecer la Universidad. A saber, cultura, que si la entendemos desde Ortega, no es otra cosa que el sistema vital de ideas sobre el mundo, sobre mi mismo y sobre la

Humanidad de la época en que vivimos (Misión de la Universidad [1930], Alianza, Madrid, 1983, 62–64). Dejémosle hablar a él: Porque no hay remedio ni evasión posible: el hombre vive siempre desde unas ideas determinadas que constituyen el suelo donde se apoya su existencia. Esas que llamo «ideas vivas o de que se vive» son, ni más ni menos, el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son más estimables, cuáles son menos. Como la vida no nos es dada hecha, dirá, tenemos que decidirla en cada instante, y para eso necesitamos un plan, un proyecto. Pero forjar ese plan supone que nos hemos formado una «idea» de lo que es el mundo y las cosas en él y nuestros actos posibles sobre él. En suma: el hombre no puede vivir sin reaccionar ante el aspecto primerizo de su contorno o mundo, forjándose una interpretación intelectual de él y de su posible conducta en él. La importancia de la Universidad, para Ortega y para tantos otros, reside justamente ahí, en su tarea de instruir al hombre enseñándole cultura, un repertorio de ideas firmes que ayuden a entender y descubrir “con claridad y precisión el gigantesco mundo presente, donde [el hombre] tiene que encajar su vida para ser auténtica” (Misión de la Universidad, 67). Estoy convencido de que es ineludible tener una idea clara de lo que es la técnica y la tecnología para comprender nuestro mundo y nuestras posibilidades efectivas de realización en él. Puede que para algunas personas esta necesidad sea más secundaria, en tanto y cuanto la tecnología no juega un papel tan crucial en su vida y en el desempeño de su profesión. Ese no es el caso, desde luego, de un informático. Antropología desde la técnica En la primera parte de este artículo, intenté justificar la oportunidad de enfocar un curso de Antropología filosófica para ingenieros informáticos desde la reflexión sobre la técnica — un camino, por lo demás, conocido y frecuentado por los filósofos, no en vano, parafraseando a González Quirós, la tecnología da mucho que pensar — . La idea era leer juntos la famosa Meditación de la técnica (Revista de Occidente, Madrid, 1939), de Ortega y Gasset, y, a continuación, un texto reciente que trasladara la discusión

sobre la técnica a su cara actual más reconocible, que es la tecnología digital.

Al principio, cuesta seguirle porque, como buen filósofo, José Luis González Quirós utiliza en un sentido muy preciso términos como inteligencia, conocimiento, cultura, naturaleza o tecnología. Pero desde que ya en 1998 publicara su gran obra sobre el porvenir de la tecnología y el conocimiento, González Quirós se ha convertido en una referencia obligada en filosofía de la ciencia y la tecnología. Un aperitivo de su pensamiento se puede consultar en “Tecnología y cultura, ¿un porvenir en discusión?” (El pensador, 6, noviembrediciembre 2013, 28–30).

El pensamiento orteguiano sobre la técnica es muy clarificador, pues se asienta en una sólida teoría de la vida humana (recordémoslo, nunca un factum sino siempre un faciendum, nunca un hecho dado y terminado sino siempre un quehacer que necesita de imaginación y deseo). Sin embargo, como explica con mucho acierto el mismo González Quirós, ni siquiera Ortega se puede librar por completo de cierto prejuicio humanista y de ciertas concepciones heredadas sobre la técnica que, con todo, no constituyen lo fundamental de su pensamiento sino, más bien, adherencias epocales en una reflexión genuina — y no lineal —  sobre la técnica como generadora de posibilidades no siempre anticipadas. Posibilidades que el hombre descubre a medida que es capaz de procurarse un margen de seguridad y dejar de atender a la mera supervivencia para entrar dentro de sí. Por eso, dirá,

el hombre es técnico, capaz de modificar su contorno en el sentido de su conveniencia porque aprovechó todo respiro que las cosas le dejaban para ensimismarse, para entrar dentro de sí y forjarse ideas sobre ese mundo, sobre esas cosas y su relación con ellas, para fraguarse un plan de ataque a las circunstancias, en suma, para construirse un mundo interior.

Ensimismamiento y alteración [1939], en Obras completas V, Revista de Occidente, Madrid, 6ª ed., 1964, 301–302. Sin interioridad no hay reflexión ni espacio para imaginar posibilidades, en suma, para crear, que es lo más propiamente humano. La técnica aparece justo a continuación, en la medida en que el hombre tiene un plan, un proyecto para su vida. El problema, en todo caso, aparece cuando damos por sentado el mundo en que vivimos y nos movemos — hoy en día, tecnológicamente programado —  y olvidamos que, en gran medida, es creación nuestra, de un ser corpóreo y espiritual que nunca termina de “encajar” en ese mundo y, por eso, inventa periódicamente nuevos aparatos, formas de trabajar, de construir o de desplazarse. Ciertamente, por su propia naturaleza, la tecnología digital puede ayudar bastante a esa ignorancia general acerca del mundo. González Quirós lo explica de un modo magistral: al manejar información han sido configuradas como tecnologías que reducen la realidad a la que afectan a una serie de parámetros que, en principio, son de fácil manejo por el usuario, aunque el precio que se pague por ello es que quien las utiliza puede desconocer absolutamente cómo hacen aquello que efectivamente hacen. Las tecnologías digitales son, a la vez, intuitivas y contraintuitivas, permiten un manejo sencillo a una inmensa multitud de personas, pero no muestran de ninguna manera sus músculos, sus procedimientos, el fundamento de lo que ofrecen. Por ello, aunque se configuren y vendan como tecnologías de uso universal, conllevan necesariamente una fuerte dependencia de diversos proveedores de servicios. Puede decirse, por ejemplo, que cualquiera que vea funcionar una locomotora de vapor ve lo que hace y cómo lo hace y que cualquiera que la maneje sabe lo que está pasando con ella y cuáles pueden ser las razones de sus fallos […]. [Quizá todo sea cuestión de acostumbrarse, pero lo cierto es que] en los últimos cuarenta años hemos desarrollado una nueva envoltura, una segunda envoltura digital, una situación en que nuestros hábitos intuitivos de trato con la realidad material (natural o tecnológica) se están viendo sustituidos por un manejo rutinario de informaciones prediseñadas para facilitarnos la vida: no es difícil suponer, por ejemplo, que al conducir un automóvil dotado con navegador, la impresión de cómo es la naturaleza y de la belleza del paisaje se acabará experimentando de muy otra manera

Es esta sensación de desvinculación de lo real y de mayor dependencia o falta de libertad lo que a muchos pensadores les preocupa de nuestra actual situación en relación a la tecnología. Aquí es, de hecho, de donde parte En el enjambre de Byung-Chul Han (Herder, Barcelona, 2014) y también su obra en general, que advierte de la situación de cansancio, coacción sistémica y falta de intimidad en que estaría sumido el sujeto contemporáneo. Un tema de análisis que aquí declina inmerso en la más plena actualidad de tecnologías de la comunicación, el ocio y el consumo que van desde Skype, Facebook y Twitter hasta las Google glass, la monitorización corporativa de la web y la misma imagen digital. La técnica desde la vivencia subjetiva En la segunda parte de este artículo, conté las primeras impresiones de los alumnos al acercarse a este tipo de pensamiento crítico con la sociedad tecnológica. Discutir esas impresiones me parece clave en chavales que van a dedicarse a la informática el día de mañana. Era mi modesta contribución a lo que podríamos denominar “armonización de pensamiento y vida”. Pues, incluso siendo afines a lo tecnológico, ni siquiera los estudiantes de informática son inmunes a la sensación de aislamiento, irrealidad y falta de libertad que (presuntamente) produce la tecnología digital. Eso lo comprobé al transformar en experimento de clase el sabio artículo de mi amigo Mario Šilar sobre “Falsa conciencia, golden age thinking y tecnofobia”.

Look Up

En verano 2015, este video suma más de 53 millones de visitas y muchísimos más “likes” que “dislikes”. Y, sin embargo, la proliferación de pantallas, servicios y opciones de ocio online no para crecer. ¿Qué nos dicen estos dos fenómenos tan antagónicos?

Así, después de hacerles ver el muy visitado video Look Up! — una especie de mea culpa lírico acerca de todo lo que nos perdemos por estar pegados a las pantallas — les preguntaba “¿la red te acerca a tus amigos?”. Muchos de ellos contestaban con lamentos en sentido negativo, pero rápidamente otros tantos se les oponían con virulencia. El reto educativo no consiste en juzgar qué emociones son “buenas” y cuáles no, ni tampoco en descalificar algunos argumentos y alabar otros. Más bien, creo, se trata de armonizar sentimientos y pensamientos y, para eso, procurar ir al fondo de las emociones, ver a qué responden y qué nos dan a conocer, tanto del mundo como de nosotros mismos. A lo mejor, la chica que se lamenta de la pérdida de contacto cara a cara que (presuntamente) produce la tecnología digital, no tiene problemas con lo digital, sino con la falta de reconocimiento… por lo demás, algo muy propio de su edad y de la condición humana, que es intrínsecamente social. Estas son las cuestiones interesantes hacia las cuales la tecnología — recordémoslo: una invención nuestra — nos dispara, confirmando la intuición orteguiana de que la tecnología — o, por ser más precisos, la técnica, que es anterior — nos da a conocer el aspecto más profundo de lo real, aquel que tiene que ver con lo posible y lo imposible, con lo real en cuanto ámbito de posibilidades para el hombre.

La técnica desde la reflexión intelectual La tercera parte de este artículo partía de una premisa implícita pero evidente para quien esto escribe: cualquier conocimiento nace de la atención al hecho que se quiere conocer y de la urgencia de valorarlo y evaluarlo todo a la luz de eso que Von Balthasar y otros denominan experiencia elemental y que no es otra cosa que el conjunto de evidencias y exigencias básicas — de verdad, de justicia, de belleza — que constituyen el “corazón” humano (un criterio inmanente pero universal). Esta premisa se traduce en una actitud realista, que prima la observación sobre el razonamiento. Marco Bersanelli y Mario Gargantini (Sólo el asombro conoce, Encuentro, Madrid, 2006, 66) explican con mucha lucidez a que me refiero cuando indican que, en el ser humano, la observación en un ver interesado y añaden que Observar un objeto o un fenómeno natural significa tomarlo (mirarlo y verlo) y volver incansablemente a examinarlo según una hipótesis o exigencia de sentido, y, por lo tanto, de nexo con la totalidad. Normalmente esto significa ir a la búsqueda de una ley general, o un principio científico, capaz de desvelar una relación más profunda y rica entre el fenómeno individual observado y la enorme variedad de fenómenos similares a él. Están hablando de la observación científica, es verdad, pero lo que dicen es válido para cada objeto o hecho que miremos con la esperanza de conocerlo. De hecho, practicar la observación completa, apasionada e insistente de los hechos resulta fascinante porque cada nueva observación, cada nueva perspectiva, cada nuevo detalle descubierto reclama con más urgencia una teoría, una hipótesis de significado que explique la mayor cantidad de observaciones y, a su vez, la relación de lo observado con la totalidad de la realidad. Por eso es que, en el fondo, la observación resulta una acción tan sumamente intelectual: porque, en el ser humano, observar no es un mero registrar datos, sino registrarlos a la luz de una teoría, ora poseída, ora buscada, ora revisada. No es accidental que haya querido referirme a La sociedad del cansancio para terminar este tercer artículo. En aquella obrita, y de la mano de Peter Handke, Han concluía con una vibrante apología del cansancio fundamental, el cual — frente al cansancio del agotamiento típico de la sociedad del rendimiento en que vivimos — es elocuente y conciliador, y despierta una visibilidad especial (¿el asombro?) para captar las formas, el brillo y la vibración de las cosas. Se trataba de un pasaje muy inspirador, que en cierta manera recordaba a la denuncia que los medievales hacía de la acedia — 

aquella desidia o cansancio del corazón, que se niega a aspirar a cosas grandes y se entrega al derrotismo — y en otro sentido recordaba a la reivindicación del ocio de Josef Pieper — otro filósofo alemán que, a mediados del siglo XX, localizaba el éxito del totalitarismo del trabajo en la idea de que sólo las actividades con fin práctico dan sentido a la vida — . Peter Handke (Austria, 1942-) es novelista, dramaturgo y escritor, además de cineasta y activista. Para muchos, es el mejor novelista vivo en lengua germana.

Tengo para mi que lo que a Han más le “duele” de la vida en el enjambre digital no es la apoliticidad ni la incapacidad de actuar y cambiar las cosas; tampoco la auto-explotación a la que somete el sistema económico; y menos aún el narcisismo y pérdida de capacidad erótica, de buscar lo otro, del sujeto actual. No. Según lo entiendo, lo que a Han le duele de nuestra situación es, en realidad, algo muy clásico y sencillo de enunciar (y difícil de resolver) como es la pérdida de capacidad reflexiva y teórica. Que era y es, justamente, el propósito del ocio. Más que un “no hacer nada” o un simple “desconectar”, el ocio es, en realidad, un momento privilegiado de cultivo interior, algo que la tradición clásica tenía muy claro: como también somos espíritu, hay que cultivar las cosas del espíritu. La adquisición de cultura, la formación de la inteligencia y el criterio ético o incluso la capacidad de oración no son ganancias propias de la vida activa sino más bien de la vida contemplativa que, como recordaba Han en La sociedad del cansancio, no es una apertura pasiva a todo lo que viene, sino un guiar con soberanía la mirada hacia lo que importa, una interrupción respecto de la atención a los propios intereses y apetencias que permite la apertura hacia lo otro y al mundo más allá del yo. “La teoría — dice Han en La agonía del Eros — ilumina el mundo antes de comprenderlo”. Ojalá la lectura y discusión de este libro les sirva a mis alumnos como una llamada de atención para recuperar el theoréin, esa facultad de ver y comprender lo importante tantas veces hoy enterrada por nuestra actividad “cazadora” de información, la impulsividad afectiva de nuestras intervenciones en la red y la falta de realismo (o de humildad) en el conocimiento de nuestras limitaciones y posibilidades. Ojalá, también, el diálogo sobre estas cuestiones les ilumine el mundo para que, cargados con

la teoría, se encarguen de comprender ese mundo y comprenderse en su vida diaria. Una adenda El lector que ya se haya acercado a la obra de Han, quizá se haya percatado de algunas omisiones importantes en nuestra lectura y comentario de En el enjambre, sobre todo, aquella que prácticamente todos los comentaristas destacan. A saber, la referencia al panóptico digital en el cual, según Han, vivimos los internautas, una imagen que ya había usado en La sociedad de Josef Pieper (1904–1997) fue uno de los la transparencia, y que aquí filósofos católicos más importantes del siglo vuelve a aparecer someramente XX. Su pensamiento, de inspiración en la 15ª entrada (p. 100) para platónica, se centró en la recuperación de hablar de las peculiaridades de la filosofía clásica (sobre todo, de corte nuestro modo de vida social, una tomista) para el hombre contemporáneo. convivencia donde todos somos En castellano, sus dos obras más “vigilados” (entiéndase: importantes son los escritos reunidos en El buscados, compartidos, ocio y la vida intelectual y Las virtudes retuiteados, investigados) por fundamentales. todos, pero donde es el propio sujeto el que se “desnuda”, y no por coacción externa sino interna. Es una imagen poderosa, qué duda cabe, y una que da mucho que pensar. Con todo, su discusión excedía con creces mi propósito a la hora de leer con los alumnos el libro de Han. Quedará, con suerte, para otra ocasión. También quedará para otro momento la visión de la política actual como psicopolítica, la forma en que actualmente se pretende seguir ejerciendo el poder mediante la seducción y el asalto a la esfera sentimental del ciudadano. No obstante, no puedo cerrar este último artículo sin compartir una inquietud. Tanto Han como sus lectores y cierta corriente de intelectuales críticos se lamentan de la dependencia y falta de libertad que, en teoría, genera el paradigma digital de vida y sociedad. Y es cierto — lo comprobamos cada día — que, en la era digital, cada vez es más

indispensable depender y cooperar entre todos. Dicho sea de paso, no creo que sea casualidad que el trabajo por proyectos y el aprendizaje cooperativo en colegios y universidades imponga su vigencia en esta era digital. Muchos ven esta deriva hacia una mayor dependencia con tintes negativos, denunciando que la exaltación del trabajo en equipo es una manera de disolver la responsabilidad de la persona o de dificultar que brillen los talentos individuales, lo que — teóricamente — siempre beneficiaría a los poderes fácticos, que encontrarían de esta manera menor resistencia para sus planes.  En definitiva, se viene a decir, la libertad individual que perdemos en la dependencia es directamente proporcional al control que otros tienen sobre nosotros. Esos “otros”, continúa la crítica, ya no son tanto gobiernos y fuerzas de seguridad cuando empresas y multinacionales, que son quienes, al final, proveen — y, a veces, hasta gratuitamente — los servicios que necesitamos para nuestra vida digital (adsl, correo, mensajería, redes sociales, comercio, viajes, alojamiento en la nube, etc.), a cambio, eso sí, de recabar datos sobre nuestros gustos, lugares favoritos, opciones de consumo y opiniones del más diverso tipo. Sería, en definitiva, el triunfo de una supuesta concepción neoliberal en la cual se pregona la libertad de todos para moverse, comprar y vender pero donde, en realidad, sólo es libre de verdad el poderoso (hoy, el que abastece de servicios que el usuario demanda y necesita). Es una crítica, lo admito, que tiene mucha fuerza y capacidad persuasiva. Pero, sobre todo, lo que tiene es predicamento y popularidad, hasta el punto que muchos — Han incluido — aceptan como algo dado y no sujeto a duda el que vivimos en sociedades con una organización política y económica “neoliberal”. Nunca he entendido bien a qué se refiere este término y tiendo a pensar, como escribió hace tiempo Enrique Ghersi, que “neoliberalismo” es una figura retórica que emplean los intelectuales de corte progresista para, a partir de ciertas políticas que sí pueden considerarse “liberales”, hacer una enmienda a la totalidad de aquellos gobiernos e instituciones que no sean abierta y activamente intervencionistas y redistributivas.

Un debate riguroso en torno a este tema podría resultar interesante e instructivo, pero excede con mucho el propósito de este artículo. En todo caso, lo que sí se puede preguntar a los detractores de esta supuesta organización liberal o neoliberal es algo muy básico: ¿qué idea de ser humano tienen detrás? ¿Es que acaso la cooperación y dependencia es intrínsecamente mala? El economista liberal Juan Ramón Rallo no se cansa de repetir que el ser humano es un ser hipersocial: salvo excepciones muy contadas, sería incapaz de vivir aislado del resto de la sociedad. También en economía: un sistema económico es una red de contratos e intercambios, esto es, una red de cooperación voluntaria y pacífica. El empresario tiene una serie de proveedores, distribuidores, trabajadores, accionistas y clientes, todos los cuales cooperan entre sí para que la empresa salga adelante. Sin cooperación no habría división del trabajo y no habría capitalismo. Debatiendo estas y otras ideas con un autor de pensamiento republicano, salía a la luz una diferencia fundamental en la concepción antropológica de fondo, pues su oponente defendía la pertinencia de una política de renta básica con el argumento de que si cada ciudadano, trabaje o no, percibe un salario fijo, eso le permitiría rechazar los trabajos que no se ajusten a sus necesidades, exigencias e ideales de realización. Esto es, le daría más libertad. Ahora bien, cabría preguntarse, ¿es la autarquía, la autonomía total, la auto-suficiencia el ideal humano por excelencia? Así lo era para los antiguos, desde luego. Pero hace ya bastante tiempo que eso dejó de ser así, tal como nos han enseñado justamente los economistas — mejor que los filósofos — desde Adam Smith y quizá antes. Pienso que, en este contexto, el paradigma digital abre un interesantísimo foco de reflexión para el liberalismo clásico, pues obliga a enfocar en clave positiva la dependencia a la que “fuerza” la red y, más aún, a repensar algo tan básico y querido para los liberales como el derecho de propiedad. ¿Qué tipo de propiedad se puede reclamar en el mundo digital, un mundo no físico sino más bien intelectual, donde cada vez que surge algo nuevo — o relativamente nuevo — es inmediatamente replicado, rehecho, mezclado y reelaborado? Hasta ahora, se podía esgrimir cierto derecho de propiedad porque lo digital gobierna o traduce cosas que están en el mundo físico, pero ¿qué ocurrirá cuando la mayoría de nuestras creaciones y productos tengan una existencia primariamente digital y sólo secundaria y accidentalmente física? ¿Pagaremos impuestos de circulación el día en que no necesitemos el coche porque podamos “viajar” virtualmente a cualquier lugar y “encontrarnos” y hasta interactuar virtualmente con cualquier persona? ¿Puedo reclamar un derecho al olvido — o sea, una propiedad sobre lo que digo — cuando todo queda registrado en la web?

Como recordaba hace poco Jeffrey Tucker al discutir el absurdo de reclamar la propiedad de algo tan común como la melodía del felizcumpleaños, los derechos de propiedad están pensados sobre la base de cosas físicas y escasas: los auténticos derechos de propiedad se prolongan a partir de la naturaleza física de las cosas: esto es mío, esto es tuyo, esto es de él y esto de ella. La propiedad se basa en el control exclusivo. Tal cosa es imposible en lo que se refiere a una melodía, pues una vez es oída, pertenece también al oyente. Pareciera que esta es la lógica general que se impone en internet y que dice que todo es compartido y común. ¿Cómo habremos de hacer para que brille el talento individual en la red una vez que todo lo que nos importa ya sólo tenga existencia virtual? Sin duda, este va a ser uno de los debates más fascinantes que habremos de mantener en el futuro.

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