Enredados en el enjambre de Byung-Chul Han (III): hablan los alumnos... y comenta el profesor

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Descripción

Enredados en el enjambre de Byung-Chul Han (III) Hablan los alumnos… y comenta el profesor por Juan Pablo Serra

“Nos relacionamos con el exterior mediante el conocimiento, pero nos vinculamos mediante la afectividad y la libertad-voluntad”, se puede leer en un conocido manual de Antropología personalista. Comenzar el análisis de un libro desde su recepción afectiva supone tener información de primera sobre si la obra en cuestión interesa o no. La afectividad — leemos en el mismo manual — “determina en buena medida lo que nos interesa o no nos interesa, lo que aceptamos o rechazamos, lo que consideramos nuestro y lo que queda fuera del centro de nuestros intereses” (Juan Manuel Burgos, Antropología: una guía para la existencia, Palabra, Madrid, 2003, 131). Los sentimientos son tan confusos como complejos, pero tienen la virtualidad de introducirnos en un tipo de relación distinta con el mundo, que no pasa por la rigidez de la lógica. Si fuera así, no se entendería cómo ni por qué un alumno tecnófilo puede interesarse por un libro crítico con la tecnología digital: no sería “lógico”. Pero el mundo de los sentimientos, dice Julián Marías (La educación sentimental, Alianza, Madrid, 1993, 25), es el en que se vive, un lugar que puede ser más o menos tupido, más o menos refinado. Por eso, trabajar desde los sentimientos nos dice mucho acerca de la madurez biográfica y situación existencial de los alumnos/lectores y, con ello, nos proporciona una pauta inmejorable para modular o adaptar el tono del discurso cuando se trata de analizar un texto, algo esencial en una tutoría. Ahora bien, una cosa es partir de las emociones y de la respuesta afectiva de los alumnos ante la lectura de un texto — por decirlo de alguna manera —  anti-tecnológico y otra muy distinta es pensar — como muchos jóvenes (y

no tan jóvenes) sostienen — que sólo importan los sentimientos. Las emociones son respuesta a algo que está fuera de ellas (en este caso, el propio texto de Han). Sin olvidarlo ni marginarlo, ¿se puede trascender la esfera sentimental e íntima hacia la fuente que origina esos sentimientos? Se trata de un ejercicio delicado, que no se puede llevar a cabo sólo con razonamientos, pues, como ha visto con mucha agudeza Pérez Ransanz, las emociones nos indican lo importante y contribuyen a establecer los objetivos y los límites de toda deliberación. Pero es que, además, sentimientos epistémicos como la duda, la convicción, la curiosidad o el asombro operan como motores de la investigación, en tanto fracturan nuestras suposiciones, suscitan preguntas y obligan a buscar respuestas. Por este motivo, creo que un camino muy fecundo para alcanzar una relativa trascendencia respecto de nuestra esfera sentimental pasa por el trabajo de la imaginación, el centro de la vida moral, como ya vieron los medievales , y el lugar donde no sólo se ven posibilidades y se espesan las cosas sino también donde se pueden generar nuevos hábitos de conducta y pensamiento, si el principio activo (aquello que los causa) tuviese gran intensidad, parafraseando libremente a Tomás de Aquino (S. Th., I-II, q51, a3). Un modo de hacer trabajar la imaginación, que adelanté en la segunda parte de este artículo, es mediante los ejemplos y contraejemplos, de cualquier tipo: noticias, escenas de películas, pasajes de novelas y cómics, experiencias personales, juegos… Si el alumno se toma en serio esos ejemplos, se puede dar esa fractura de las creencias previas a la que aludía Pérez Ransanz en su artículo. El riesgo, de sobra conocido por cualquier docente, es que el alumno no salga de ahí, del ejemplo, pues el particular concreto tiene un inmenso valor cognitivo, pero la pretensión científica original — y también la vocación universitaria, que recoge la aspiración humana a saber — es más atrevida: quiere ir de lo particular conocido a la formulación de explicaciones generales que ayuden a conocer mejor aquello que creíamos que ya conocíamos sobradamente.

Una manera muy efectiva de probar que no conocemos del todo las cosas que decimos conocer es ejercitar la observación atenta. Me gusta mucho usar en clase un fragmento de El palacio de la Luna, de Paul Auster, en que un ciego pide a su ayudante que le describa los objetos que señala con el bastón cuando pasean por la calle y estalla en cólera cuando este es incapaz de hacer una descripción precisa de lo que ve. Me di cuenta — dirá el ayudante— de que nunca había adquirido el hábito de mirar las cosas con atención, y ahora que me pedían que lo hiciera, los resultados eran muy deficientes. Hasta entonces, yo había tenido tendencia a generalizar, a ver las semejanzas más que las diferencias entre las cosas. […] [Pero] el esfuerzo de describir las cosas con exactitud era precisamente la clase de disciplina que podía enseñarme lo que más deseaba aprender: humildad, paciencia y rigor. En lugar de hacerlo simplemente para cumplir con una obligación, empecé a considerarlo como un ejercicio espiritual, un método para acostumbrarme a mirar el mundo como si lo descubriera por primera vez. La observación atenta, en efecto, pide humildad para admitir que el objeto está más allá de mis ideas hechas, paciencia para volver una y otra vez sobre el objeto y rigor en el uso del lenguaje con el que lo expresamos. Se trata, en definitiva, de no dar nada por sentado y de aprender algo tan elemental como que, en el mundo, hay relieves y matices y que no-todo-es-lo-mismo. Sabiendo, eso sí, que la humildad, la paciencia y el rigor son hábitos que —  aunque, de entrada, no asociamos con sentimientos alegres — nos posibilitan una mejor comprensión de las cosas que nos importan y,

también, un mejor gobierno y entendimiento de nuestras propias emociones. Pues bien, a continuación querría mostrar lo que observamos y discutimos en un análisis más detenido de las ocho primeras entradas de En el enjambre. Acompaño el comentario de cada entrada con una imagen de alguno de los ejemplos de emplea Han pues, de hecho, En el enjambre entero podría contarse con unas veinte imágenes, una explicación más (si bien algo simplista) del enorme éxito que ha cosechado este autor, que no sólo resulta actual en su forma mentis sino también en su forma de escribir. 3. Comentar algún aspecto de las primeras ocho entradas.

La repercusión de la obra de Han se advierte no sólo en el número de ediciones de cada libro suyo sino, más aún, en las traducciones a otras lenguas (La sociedad del cansancio, por ejemplo, pronto estará disponible hasta en quince idiomas distintos). Muchos de los temas que Han aborda en En el enjambre los había desarrollado en respuesta a la obra The Filter Bubble: What the Internet Is Hiding from You (2011), de Eli Pariser, en un librito anterior titulado Racionalidad digital: el fin de la acción comunicativa, recientemente traducido al italiano en formato ebook.

a. ¿Por qué, en la primera entrada, Han afirma que la comunicación digital es una comunicación “sin respeto”?

Los alumnos no tienen dificultad en contestar esta pregunta, pues lo ven a diario en los comentarios de los usuarios (en periódicos, en blogs, en tiendas online, en redes sociales). Así, dicen, la comunicación digital es “sin respeto” por la virulencia y procacidad que abunda en internet, cosa que Han explica al escribir que “la comunicación digital hace posible un transporte inmediato del afecto” y, en ese aspecto, “el medio digital es un medio del afecto” (p. 16). Han juega con el ejemplo de las shitstorms o linchamientos digitales, que son irrespetuosos no sólo por su tono fervoroso sino por su anonimato, en

tanto el medio digital separa el mensaje del mensajero y lo desnominaliza.

En la web alemana Fanpage Karma anuncian una aplicación que avisa a los administradores de una página de Facebook en caso de que reciba un número inusual de reacciones.

Pero Han va más allá. La comunicación digital es “sin respeto” porque es una comunicación sin distancias ni reservas, sin secreto, que olvida que “es precisamente la técnica del aislamiento y de la separación, como en el Ádyton, la que genera veneración y admiración” (p. 14). El respeto, por último, se basa en una relación simétrica de reconocimiento. Por eso, concluye Han esta primera entrada, allí donde se descompone el poder político y se debilita la autoridad personal, es normal que prolifere la shitstorm, la comunicación ruidosa y sin respeto…

Como puede observarse en el plano de un templo griego, el ádyton es un espacio reservado y cerrado hacia fuera.

… y, sin embargo, todo en esta primera entrada del libro suena tan lógico que a uno le entra la

duda de si no es sólo eso, lógico. Es cierto que, hoy en día, el político carece del aura que antaño infundía respeto y que tampoco puede hacer un uso del poder que engendrara un silencio absoluto y eliminara todo ruido. Algo parecido ha sucedido con las figuras de autoridad tradicionales (maestros, políticos, periodistas, intelectuales, jueces, policías, médicos, científicos… y padres), que ya no determinan una relación asimétrica con el otro, salvo por la fuerza. También es cierto que este barullo — en donde se mezclan sin distinción opiniones, insultos, argumentos, descalificaciones, elogios, críticas desmedidas y declaraciones oficiales — es algo que preocupa a muchos especialistas en comunicación, uno de cuyos empeños más activos hoy en día consiste, justamente, en detectar datos relevantes — gustos, preferencias, estados de opinión — en medio del anárquico parloteo digital,

para lo cual se siguen perfeccionando potentes herramientas de lenguaje artificial y data mining. ¿Cómo hacer, entonces, para recuperar la consideración distanciada de una comunicación genuina con el otro? Ha habido quien, como Alain de Botton, han optado por eliminar los comentarios en su periódico The Philosopher’s Mail como medida para evitar la comunicación sin respeto. Es una opción legítima, pero quizá estéril si se quiere llegar al gran público de hoy, cuyo carácter específico quizá exija una cierta adaptación a las formas modernas de comunicación (mensajes fragmentados en numerosas unidades discretas, formas y tonos amigables, canales sociales, bidireccionalidad) más que la crítica y denuncia de esos modos de comunicarse. Esta última, siendo necesaria para detectar excesos verbales perjudiciales para el diálogo, sin embargo no creo que sea capaz, por sí sola, de restaurar la autoridad a quienes la merecen ni de revitalizar la idea de que pueden existir estándares objetivos sobre lo que está bien y lo que está mal. Dado que el sujeto posmoderno quiere criterios y orientaciones para la vida y el pensamiento pero también desea autonomía para descubrirlos por sí solo, está claro que habrá que pensar en nuevos caminos para que las guías de autoridad recobren su papel. b. ¿Cómo es la “sociedad de la indignación” que Han describe en la segunda entrada? Esta entrada tiene como trasfondo en el imaginario social las revueltas y movimientos ciudadanos que se dan en el mundo desde 2008 y que, genéricamente, podríamos denominar “olas de indignados”. La conexión con la entrada anterior es inmediata: una de las reacciones o estados afectivos típicos de una sociedad donde abunda la comunicación sin respecto es, justamente, la indignación y el enfado (p. 22). Que no es lo mismo que la ira o la cólera clásicas, reacciones afectivas que producen acciones y que pueden narrarse pero que, fundamentalmente, son capaces de interrumpir un estado existente — algo que ya había dicho Han en La sociedad del cansancio refiriéndose entonces a la rabia. La idea que deja caer Han, entonces, es demoledora: las olas de indignados son incapaces de interrumpir lo que hay o de generar algo nuevo. ¿Por qué? Porque se trata de movimientos incapaces de acción común, distraídos, sin

firmeza ni estabilidad (p. 22). Han utiliza aquí el ejemplo de las smart mobs — una evolución de aquellos coreografiados encuentros “casuales” de gente en espacios públicos — , a las que falta la continuidad necesaria en el tiempo para ofrecer un discurso público sólido. Al igual que los indignados, se supone Si los flash mobs han quedado hoy como que las smart mobs son patrimonio de artistas y grupos étnicos, las “inteligentes” porque han smart mobs o multitudes inteligentes se discutido online las causas por caracterizan por reunir mediantes las redes sociales a individuos que apoyan una causa las que se reunen — tienen o se oponen a alguna injusticia. conocimiento previo del asunto  — y también lo son porque están interconectadas vía teléfonos inteligentes que permiten agilizar la movilización. A los alumnos todo esto les suena, como mínimo, ingenuo. Al fin y al cabo, se preguntan escépticos, ¿dónde están ahora los indignados? ¿Qué han cambiado realmente? c. ¿Cuál es la peculiaridad que distingue al “enjambre digital” frente a la masa, según Han? La tercera entrada del libro — de título homónimo — contiene la aportación más importante de Han como observador de nuestra época, pues ofrece un descriptor novedoso de nuestra situación social, que ya no sería la de la sociedad de masas (Le Bon, Ortega), pero tampoco la de las sociedades red (Castells, Las abejas se agrupan en “colonias” que Innerarity) ni las sociedades viven en “colmenas” donde producen miel. líquidas (Bauman). Según Han, Cuando ya no queda más espacio para continuar la producción, la “colonia” se hoy vivimos en sociedades de divide en “enjambres” que van a otra rama enjambre. “El enjambre digital no para empezar una nueva “colmena”. Es es ninguna masa porque no es importante saber a qué se refiere cada inherente a ninguna alma, a término para captar las metáforas. ningún espíritu. El alma es congregadora y unificante. El enjambre digital consta de individuos aislados” (p. 26).

Es importante, no obstante, destacar que el aislamiento contemporáneo no es algo que se advierta mirando lo que hace la gente. La imagen de “enjambre”, además, puede llevar a confusión, pues “Enjambre” no es lo mismo que “colmena” “enjambre” no es lo mismo que pues, de hecho, puede referirse a cualquier “colmena”, una estructura más o agrupación de insectos similares (y, por menos firme donde cada extensión, a cualquier agrupación de habitante vive en su celda, sí, individuos parecidos). pero donde las relaciones de parentesco están claras. Podría pensarse que, en tanto metáforas, ambas transmiten lo mismo: la idea de individuos que sólo viven para sí, sin relación con el otro. Pero la fuerza de la intuición de Han reside en la liviandad de la estructura que agrupa a los individuos del enjambre — según él, lo característico de nuestra época — frente a la rigidez de la estructura —  social, económica, política, familiar — que reuniría a los individuos de una colmena. Aunque mentalmente piensan en “colmena” más que en “enjambre”, los alumnos captan muy bien lo peculiar del enjambre digital, que es el empeño de sus habitantes por tener y optimizar su perfil y no ser anónimos, aunque se manifiesten como tales. “El homo digitalis — dirá Han — es cualquier cosa menos nadie. Él mantiene su identidad privada, aun cuando se presente como parte del enjambre. En efecto, se manifiesta de manera anónima, pero por lo regular tiene un perfil y trabaja incesantemente para optimizarlo” (p. 28). Cualquiera que haya oído alguna vez hablar de personal branding, posicionamiento en la red o actualización de perfiles dará la razón sin dudarlo a Han. “En lugar de ser nadie”, el sujeto de la era digital “es un alguien penetrante, que se expone y solicita la atención”. El sujeto de la sociedad de masas, en cambio, “no exige para sí ninguna atención. Su identidad privada está disuelta. Se disuelve en la masa” (p. 28). De ahí el genial juego de palabras que sigue a continuación y que a más de un alumno le sumía en la perplejidad: el hombre de la sociedad de masas no puede ser anónimo porque ya es un nadie; el hombre de la sociedad digital, aunque se presente o manifieste desde el anonimato, no es ningún nadie, sino un alguien anónimo, esto es, un sujeto muy interesado en construirse un yo específico (la mayoría de las veces, ideal) aunque luego no sea capaz de responder en la vida real a lo que su perfil en la red dice y, por eso, prefiera navegar desde el anonimato, que permite la “libertad” de identidad que el perfil optimizado y la memoria imborrable de la red cada vez restringe más.

Por último, según Han, la figura psiquiátrica que mejor describe a este habitante del enjambra digital es la del hikikomori (p. 28), palabra que denomina a aquellos que sufren un síndrome de aislamiento social completo. Pero cuidado con esta imagen, apuntaba un alumno: el hikikomori es una enfermedad real y muy seria. ¿Está sugiriendo Han que los habitantes del enjambre digital somos enfermos? d. ¿Qué relación hay entre “mediación” y “representación”, tal como lo expone Han? Esta pregunta, que hice a algunos de los grupos de alumnos, no supieron contestarla, seguramente porque toca un tema de comunicación y de política que suena muy teórico y, por tanto, alejado de sus intereses. La clave de esta entrada es la idea de que el medio digital es un medio de presencia — no hay actores que “representen” al conjunto, cada uno quiere aparecer individualizado — que desmediatiza la comunicación. Carlos Scolari ha criticado con mucha inteligencia esta interpretación de Han: ¿Cómo se puede sostener que Twitter o Facebook no mediatizan la comunicación? ¿Acaso son interfaces neutras que no afectan las formas que asumen los intercambios entre los usuarios? Las plataformas digitales — desde Facebook hasta Amazon — generan un “efecto de desintermediación”, cuando en realidad son sus algoritmos los que modelan el consumo y las interacciones de los usuarios. Es decir que, aunque se anuncien como medios para que cada cual se exprese sin barreras, en realidad los medios digitales desarrollan nuevas instancias de (ciber)intermediación. Algo análogo ocurre en política cuando se pide a los políticos que dejen de defender sus intereses, que sean más transparentes y hasta lógicos o que haya democracia directa, sin representación. Pero los nuevos partidos —  también los populistas y hasta los anti-políticos — no desmediatizan la política ni dejan de asumir un papel representativo de cierto electorado, por más que se

esfuercen por no adscribirse a tendencia ideológica alguna (Podemos, Ciudadanos). Lo que proponen, más bien, son nuevas formas de mediatización, como apunta Scolari. e. ¿Qué quiere explicar Han con la anécdota del caballo apodado El Listo Hans? Fundamentalmente — responden los alumnos con acierto — los aspectos no verbales de la comunicación y, añado yo, del pensamiento. El Listo Hans, se decía, podía realizar operaciones aritméticas o decir la hora, pero, en realidad, lo que “hacía” no era responder a la pregunta de su dueño (“¿cuánto es 2+2?”) sino que se guiaba por la reacción de sus observadores humanos, tal como dictaminó la comisión científica que se formó para investigar el caso. La anécdota aparece también en la Introducción a la psicología, de George A. Miller (Alianza, Madrid, 3ª ed., 1972) y en distintas historias de la disciplina, de donde es posible que lo haya conocido el propio Han. En todo caso, es tan cierto que los aspectos no verbales sobrepasan la capacidad comunicativa de la verbalidad — al menos, para transmitir cosas fundamentales — que ha habido quien ha llegado a pensar en si podrían llegar a constituir una auténtica lengua universal, Grammelot, formada por signos gestuales, articulación corporal y sonidos onomatopéyicos. Un ejemplo genial:

Charlie Chaplin - Modern Times (lyrics)

Ahora bien, aunque quizá tenga menor amplitud, ¿realmente es tan inferior la comunicación digital? ¿Es tan drástico el trasvase entre la relación personal online y la relación offline? A falta del carácter “táctil” y “corporal” de la comunicación offline (p. 42), es cierto, como escribe Han, que la comunicación digital multiplica las pantallas e interfaces entre persona y persona (ahí reside, por cierto, la legitimidad de la pregunta de Scolari: ¿no son esos “filtros” un tipo de mediación no neutral?). También es verdad que, en Skype, las miradas de los interlocutores nunca pueden coincidir (pp. 44–45). Pero, visto desde otro ángulo, ¿desde cuando la comunicación interpersonal offline depende exclusivamente de la mirada para ser auténtica? Haced la prueba: cuando hablamos cara a cara, en muy pocas ocasiones cruzamos las miradas, ¿será porque miramos más al conjunto de la persona que específicamente a sus ojos (por más incisiva que pueda ser la mirada)? f. ¿En qué consiste el síndrome de París? ¿Qué revela sobre nuestra actual veneración de la imagen?

El síndrome de París consiste en el shock que experimentan los turistas japoneses al ver el contraste entre el París real (sucio, viejo, roto, como la foto que encabeza este artículo) y el ideal de su memoria (bonito, reluciente, como la foto que acompaña estas líneas) (p. 50). Se trata de una enfermedad descrita ya en 1986 y recientemente confirmada en sus síntomas, que afecta a una media de veinte turistas al año. Para Han, lo que este síndrome revela es el miedo a lo otro y la imagen como blindaje frente a lo otro real. Por eso resulta tan oportuna la mención a la resolución de La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1956), cuando Jeff — el fotógrafo La ventana indiscreta (The Rear convaleciente que observa a sus Window) es, para quien escribe, la mejor vecinos sin que estos lo sepan —  película de Hitchcock, en tanto condensa si no todo, sí lo mejor de su cine. cruza la mirada con quien sospecha que ha cometido un asesinato. “Finalmente el sospechoso, lo terrible real, irrumpe en la vivienda de Jeff ” y este, en una reacción muy elocuente, “intenta cegarlo con el fogonazo de la cámara, es decir, intenta desterrarlo de nuevo a la imagen” (p. 51). Pero hay más. Esa veneración contemporánea de la imagen tiene, para Han, mucho que ver con el miedo al envejecimiento y al deterioro — propio de la cosas — , que no se da las imágenes de la memoria. Análogamente, el medio digital no envejece, pues “carece de edad, destino y muerte” (p. 52) y, de hecho — escribirá más adelante — , lo digital tiene una capacidad de reproducción “infecciosa” que va muy unida a su linaje emocional o afectivo y también a la ligereza de sentido (p. 84). Y, sin embargo, ¿como interpretar que lo digital no envejece? Al principio, me costaba aceptar el ejemplo de Han, pues ¿no hay diferencia entre una foto digital de 1995 y una de 2015? Uno tendería a pensar que sí, pues la de 2015 con toda seguridad será más nítida y tendrá más calidad. Pero, en cierta manera, a la foto de 1995 se la puede optimizar y renderizar para que luzca como una de 2015. “Envejece” lo que deja ver, la realidad captada, pero la imagen no pierde calidad con el tiempo. Su “temporalidad” es prestada, prestada por aquello que aparece en la imagen. Ahora bien, ¿qué ocurre con las imágenes digitales cuya referencia a lo real es sólo un punto de partida? En el ejemplo que acompaña estas líneas se

advierte lo que digo, pues se trata de una composición hecha a partir de una imagen de una mujer real (suponemos) y , a continuación, tratada y retocada para crear el efecto de descomposición que la imagen quiere transmitir. En un futuro lejano, sólo seremos capaces de intuir la localización en el tiempo de esta imagen por referencia a otras imágenes y a ciertas modas, pero no por los “materiales” de los cuales está hecha la imagen… ¿o sí? Dos dudas. Primero, ¿estamos seguros de que tendremos dispositivos para visualizar dicha imagen? La temporalidad de lo digital, a lo mejor, también va vinculada al medio. Y, segundo, esa imagen ahora se compone de ceros y unos, pero ¿no cabe pensar que en el futuro organizaremos la información de un modo distinto? g. ¿Por qué, según Han, el hombre que teclea no actúa? Esta pregunta quedó “enterrada” en la discusión de las anteriores, pero es uno de los asuntos más importantes del libro, pues contiene una de las tesis nucleares para comprender el pensamiento de Han sobre el sujeto en la era digital. Y, sin embargo, es una tesis que requiere de una síntesis apretada pues, literalmente, Han da muchos motivos por los que el hombre que teclea no actúa. Tengo para mí, no obstante, que si es así es porque el hombre que teclea es incapaz de comprender el contexto que rodea lo que hace — y, por tanto, el sentido — en tanto carece de un contacto real con el mundo, carece de lo único que introduce la otreidad, que es la experiencia. “El hombre del futuro ya no necesitará manos. No tendrá que tratar y elaborar porque ya no tendrá que habérselas con cosas materiales, sino solo con informaciones ajenas a la condición de cosas”. Por eso, escribe Han en esta entrada, el nuevo hombre teclea (con los dedos) en lugar de actuar (con las manos). “Tanto el tratamiento como la elaboración presuponen una resistencia. También la acción tiene que superar una resistencia. Presupone lo otro, lo nuevo frente a lo que predomina […]. De lo digital no sale ninguna resistencia material que hubiera de superarse por medio del trabajo” (p. 57). Con la envoltura digital nos liberamos del peso de la materia, pero entonces toda actividad se convierte en trabajo, que puede ser optimizada y sometida a parámetros de rendimiento, generando nuevas esclavitudes y coacciones: “la libertad de la movilidad se trueca en la coacción fatal de

tener que trabajar en todas partes” y en la obligación de tener que estar permanentemente comunicado (p. 59). Esta entrada, además, entronca muy bien con la segunda, la de la sociedad de la indignación, en un punto básico para Han, a saber, que en las sociedades red de hoy  — como las llama el sociólogo Manuel Castells — la capacidad para pasar del tecleo a la acción es efímera, vaporosa y poco meditada: le falta un relato. “La palabra refiere al dedo (digitas), que ante todo cuenta. La cultura digital descansa en los dedos que cuentan. Historia, en cambio, es narración. Ella no cuenta. Contar es una categoría poshistórica”. Esta observación es interesante por la profundidad antropológica que porta. Pues, si hacemos caso de Alasdair MacIntyre y Charles Taylor, los seres humanos somos criaturas narrativas, que nos educamos escuchando historias y buscamos sentido a la vida encuadrando nuestra vida en algún tipo de relato del que no somos autores exclusivos. En cambio, “lo digital absolutiza el número y el contar. También los amigos de Facebook son, ante todo, contados. La amistad, por el contrario, es una narración”, es decir, no reductible a número alguno (p. 60). Aunque, lógicamente, esto requeriría de matización y mayor análisis crítico, suena razonable pensar que la incapacidad contemporánea de pasar a la acción quizá tenga mucho que ver con el afán de dominio y el lenguaje del rendimiento y la eficiencia que se potencia en la época digital. h. ¿Qué diferencia hay entre el labrador y el cazador? ¿Qué quiere expresar Han con esta metáfora? Esta octava entrada es de las más difíciles del libro, porque en un sentido muy preciso (heideggeriano), es la más “metafísica”: literalmente, viene a decir que la figura del labrador está más cercana al ser que la del cazador, sólo atenta al ser en cuanto información, eficiencia y disponibilidad para usarse (p. 62). Por esta razón, en la discusión con los alumnos, nos dejamos llevar por la fuerza evocadora de las imágenes del labrador y el cazador. Así, por ejemplo, parece que el labrador se las tiene que ver con la tierra, que se le

puede resistir a sus planes. A partir de esa resistencia aprende, se convierte en persona razonable, pues aprende a someter su razón a la experiencia. En el cazador, en cambio, la iniciativa no es “compartida” con lo otro que se ofrece, sino más bien solitaria e interesada, y su inteligencia es más “instintiva” y calculadora, En El origen de la obra de arte (1958), que oyente y obediente como en Heidegger lee los zapatos campesinos de el labrador. Además, esta Van Gogh como botas de labrador y el “mundo” que revelan: el interior gastado metáfora bien podría referirse a habla de la fatiga de los pasos laboriosos, la escasa capacidad productiva o por el zapato cruza el mudo temor por el generativa del sujeto actual: el pan cotidiano, la callada alegría de una labrador produce o es cobuena cosecha, la esperanza ante la llegada generador de nuevo alimento del hijo y la angustia ante la llamada de la con su esfuerzo, pero, en el muerte. mundo digital, apenas “generamos” cosas con nuestro esfuerzo (hacemos mash-ups con canciones de otros, somos prosumers a partir de contenido ajeno). De forma indirecta, esta entrada conecta muy bien con la anterior, en el sentido de que no parece descabellado pensar que el labrador actúa (entra en contacto con lo otro, con el ser) mientras que el cazador teclea (cuenta, digita, calcula). Pero Han profundiza aún más en la metáfora, pues —  siguiendo al Heidegger de ¿Qué significa pensar? — la mano del labrador, más que actuar en el sentido de una vida activa, es co-lectora, una lectura que re-envía poderosamente al Julián Marías de “Pensar y escribir” (1998) cuando sostiene que La intelección es lo más parecido a la aprehensión física con las manos: se puede tomar algo con dos dedos, con la mano entera, con las dos a la vez, que estrechan lo real. No se entienden más cosas, sino más aquello que se había empezado a entender, que se entendía ya. Igualmente, dice Heidegger, “sin este reunir, sin esta recolección” — sin esta intelección en el sentido de Marías — “no seríamos capaces de leer una palabra”. Y entra el comentario de Han: “el Logos aparece en Heidegger como hábito del labrador, que cultiva el lenguaje como tierra laborable, ara y cultiva, en medio de lo cual comunica con la tierra que se esconde, que se cierra, y se expone a su carácter incalculable y oculto” (pp. 62–63). Frente al

hombre-labrador que comprende en la medida que escucha la tierra y la escucha obedeciéndola, “los cazadores de la información, a la búsqueda de la presa, pasean la mirada por la red como si se tratara de un campo de caza digital. En contraposición a los labradores, ellos son móviles. Ningún suelo los obliga a establecerse. No habitan” (p. 66). Si bien el cazador de la era digital sigue atado a algo, a la máquina, que sin embargo no ofrece ninguna verdad ni sentido (¿será por frases como estas que algunos tildan a ciertas filosofías existenciales, dialógicas y personalistas de animistas?) pero sí la obligación de cargar con el trabajo a todas partes. “Modos de comportamiento como , , , , , que caracterizan al labrador de Heidegger, no pertenecen al hábito del cazador. Los cazadores de la información son impacientes y ajenos a la timidez. Están al acecho en lugar de . Echan la zarpa en lugar de dejar que las cosas maduren. Se trata de apresar con cada clic” (p. 68). Y, con ello — podríamos concluir conectando con La sociedad del cansancio, la primera obra de Han traducida al castellano — , aparecen nuevas formas de ansiedad y cansancio, derivadas de este modo de mirar al mundo en busca de utilidad y eficiencia, cuyo emblema, para Han, serían las Google Glass, un artilugio que destroza la dicha de ver, que justamente consiste en la mirada larga “que se demora en las cosas sin explotarlas” (p. 69). Una serie de consideraciones, como se ve, muy serias, que es fácil soslayar en una lectura rápida de esta entrada pero que no debieran ignorarse en el tipo de análisis atento que esta parte del seguimiento tutorizado del libro proponía. Y que aquí termina, tras un largo y menucioso repaso. En la cuarta y última parte de este artículo, ofreceré unas últimas (y breves) reflexiones sobre antropología, sentimientos y contemplación.

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