Engañar y mentir. Comunes, anómalos e inconfesables

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Descripción

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* Este trabajo hace parte del proyecto de investigación "Lenguaje y acción. Fundamentos de una semántica multidimensional." financiado por la Universidad de los Andes. Quiero agradecer a mis colegas del grupo de investigación "Lógica, epistemología y filosofía de la ciencia" de las universidades de los Andes y el Rosario por sus valiosos comentarios y críticas. En particular me siento en deuda con Santiago Amaya, José Andrés Forero e Ignacio Ávila.
Para aquellos que creen que P debe ser falsa, (2) de ser sustituida por (2*) P es falsa.
Siguiendo la usanza griceana (Grice 1969, 92) denomino "hablante" o "emisor" a quien produce una señal comunicativa en el sentido amplio del término como una seña, un gesto, una indicación o bien una oración, como en el caso de las implicaturas.
Hasta el punto de ser considerado por algunos autores como un verbo de logro (Saul 2012, 71).
Como puede verse, estoy de acuerdo con Saul (2012, 5-6) en que la falsedad de la proposición dicha no es condición necesaria para la mentira y que es suficiente con que el que miente crea que es falsa pero nada de mi argumento depende de esta aclaración. Esta idea es objeto de un amplio debate (Carson 2010, 155-156) pero creo, como Saul, que uno puede definir el acto de mentir sin tomar una decisión tajante al respecto. Por eso utilizo su definición de "mentir" en la que se incluyen las dos opciones: o bien la falsedad de la proposición dicha o bien la creencia del hablante contraria a la proposición dicha.
Reconozco que esta reconstrucción de la metáfora y la ironía es muy esquemática. En un trabajo en curso examino las relaciones entre sarcasmo e ironía y la seriedad como dimensión de crítica.
Ser víctima de un engaño parece un privilegio que solo comparten los seres intencionales y no los objetos físicos: nuestros sentidos no nos engañan porque simplemente no tienen intenciones ni razones para hacerlo (Austin 1946, 112). La mejor exposición de qué tipo de situaciones clasifican como ilusiones y por qué no debemos confundir ilusión y engaño ("delusion") es del propio Austin (Austin 1964, III-V).
Estoy simplificando la discusión de los lapsus por razones de extensión y dejando de lado la difícil cuestión del auto-engaño. Para una presentación y clarificación extensiva de la idea de lapsus y de sus repercusiones en filosofía de la acción, (Amaya 2013) (Amaya 201?); para una interesante discusión del autoengaño (Ávila 201?).
Ver Kemmerling (Kemmerling 2001) para una presentación de las acciones que él denomina "gricy" y que yo he rebautizado como "declarables". Cuando hablo de "declarar", "hacer explícito" o cosas por el estilo solo quiero utilizar expresiones que resulten sinónimas de "hacer claro" sin necesidad de comprometerme con una posición definida, como la de Brandom (2009), sobre la naturaleza de esa explicitación.
Otros actos ilocucionarios como declarar la guerra, bautizar un niño, contraer matrimonio son semi-declarables (o "para-gricy" de acuerdo con Kemmerling (2001, 86)) porque requieren un procedimiento convencional bien establecido, completo y que incluya instituciones no meramente lingüísticas para su realización.
De lo que he dicho no se sigue que el contenido en (a), (o) y (p) sea el mismo; de hecho, creo que no lo es. Se sigue que cada emisión performativa tiene un marcador sintáctico que permite expresar un determinado contenido.
Comparto el análisis de Strawson con respecto a "jactarse", no necesariamente las consecuencias que extrae con respecto a la relación entre intención y convención.
Todas las traducciones del inglés de los textos de Austin y Grice son mías.
O bien "Sea lo que sea que yo esté diciendo, es falso".
Quisiera resaltar que mi interpretación de la "paradoja" desencadenada por (m.) se aparta de las interpretaciones tradicionales que toman (me.) "esta oración es falsa" como objeto. De acuerdo con la ortodoxia lógica del siglo XX, comenzando por Łukasiewicz (Woleński 1994, 392-394) y Tarski (Tarski 1995, 283-284), es necesario distinguir entre la antinomia de una oración que afirma su propia falsedad como (me.) y una oración como (m). Construir oraciones autorreferentes que van en contra de una ley semántica es construir objetos sintácticos que no son variables de cuantificación posible para las leyes de la lógica. Esas leyes aplicadas a (me.) producen una oración que es verdadera si y solamente si es falsa, un imposible conceptual. Por esa razón los lenguajes naturales son "semánticamente cerrados" y por ende no son de fiar. La oración (me.) ha sido la principal responsable de esa desconfianza. De acuerdo con una interpretación heterodoxa, hay que desconfiar de oraciones que, como (me.), mencionan sus condiciones de verdad por "semánticamente infundadas" y, por ende, inadmisibles (Kripke 1975, 90-91). Oraciones infundadas no pueden ser evaluadas ni como verdaderas ni como falsas lo que, aparentemente, disipa su carácter paradójico. El desarrollo del problema ha mostrado que incluso si asumimos esta solución es posible derivar otra paradoja, la revancha. Dado que mi objetivo aquí es poner en duda que (m) sea una paradoja y que sea necesaria su solución no me detendré en la nueva paradoja y sus posibles salidas. Para una presentación general de una y otras el lector interesado puede consultar (Beall 2008 ). Para una solución que enfatiza la relación entre la paradoja y los hacedores de verdad, ver (Barker 2012) y (Barker 201?) .
La expresión austiniana es "non-play" (Austin 1975, 18 n.1).
Tenemos algunas observaciones acerca del carácter causal de la acción de engañar (Thompson 1977, 138) o sobre la naturaleza moral de quien prefiere engañar a mentir (Saul 2012, 86-99).
Para un desarrollo detallado de las razones a favor de esta conclusión ver (Saul 2012, 75-76).
Quiero hacer notar que este principio de confianza no es el principio de cooperación conversacional. Que la diferencia entre mentir y engañar se formule en términos de aserción e implicaturas conversacionales no debería inducirnos a error en este respecto. Las implicaturas conversacionales son ejemplos de contenidos susceptibles de engaño (no aseverados sino sugeridos); la declarabilidad es una de las condiciones fundamentales de las intenciones comunicativas, es decir, de la posibilidad de atribuir contenido a una determinada emisión. El principio de cooperación conversacional es una herramienta para determinar contenidos periféricos a partir de aserciones y se enmarca en la campaña de Grice en contra de la dicotomía formalismo/informalismo en cuanto a las constantes lógicas.
De ahí nuestras restricciones con respecto a la seriedad en (E.def). El engaño siempre es serio en este sentido.
Para una distinción entre estos dos tipos de intenciones ver (Sperber y Wilson 1995, 54-64)
Hay casos claros de contextos hostiles, como el de la publicidad engañosa, en los que las personas se protegen a sí mismas engañando y, por ende, en los cuales resulta legítimo engañar (Strudler 2009). Desde el punto de vista ético el engaño puede ser un caso de legítima defensa. Mi argumento está diseñado para mostrar que la defensa propia, desde el punto de vista comunicativo, debe ser legítima, que no todo contexto es hostil y que no es posible generalizar la conducta engañosa a contextos no hostiles sin encontrar problemas comunicativos insalvables.
Otra forma, que he explorado en otro trabajo, parte de conectar la obra de Grice sobre conversación con su obra madura y menos conocida sobre racionalidad y valor.
No tengo problemas con considerarlo un argumento trascendental a favor de la necesidad de la cooperación comunicativa que parte del hecho obvio de que queremos decir algo con nuestras emisiones y de que el engaño no es declarable. Para la definición de "argumento trascendental" utilizada aquí ver (Cabrera 2007).
Tomás Barrero
Universidad de los Andes
'You cannot fool all the people all of the time' is 'analytic'
J.L. Austin
Este trabajo está dedicado al profesor Juan José Botero,
por haberme presentado la obra de J.L Austin
Engañar y mentir. Comunes, anómalos e inconfesables*
Deceiving and Lying. Pervasive, Anomalous and Anti-gricy
Resumen
Mentimos y engañamos todo el tiempo. Pero no podemos dejar claro que mentimos y engañamos sin algún tipo de infortunio. Este trabajo desarrolla un análisis complementario de los conceptos de mentir y engañar que señala sus semejanzas como actos no declarables, a pesar de sus diferencias obvias. La mentira es inconfesable porque explicitarla es dejar de jugar el juego de la afirmación que jugamos cuando mentimos. El engaño es inconfesable porque hacerlo explícito equivale a salirse de la cadena comunicativa que el engañador está intentando explotar para su propio beneficio.
Palabras clave: mentira, engaño, acciones declarables e inconfesables, aserción, testimonio.
Abstract
We lie and deceive on a regular basis. To make clear that we are so doing, though, is subject to some kind of infelicity. This paper develops a conceptual analysis of lying and deceiving in a reciprocal fashion by pointing their anti-griciness as a common logical factor, despite their obvious differences. Lying is anti-gricy, for to make clear that one's lying is a non-play considering assertion but assertion is required for lying. Deceiving is anti-gricy, for to make clear that one's is deceiving is tantamount to expel oneself of the communicative chain one's is trying to take advantage of.
Key-words: lying, deceiving, gricy and anti-gricy actions, assertion, testimony.
Engañar y mentir son actos que ejecutamos cotidianamente. A veces los realizamos de manera irreflexiva o habitual. Mentimos y engañamos para protegernos o para proteger los sentimientos de quienes queremos o por cortesía. Luego, resulta razonable sostener que engañar y mentir no solo son acciones cotidianas, sino útiles desde un punto de vista estratégico o de auto-conservación (Martin 2009) (Carson 2010) (Saul 2012). Engañar y mentir no son, sin embargo, acciones normales. Hay algo anómalo en el engaño y la mentira: no podemos confesar o hacer manifiesto que estamos mintiendo o engañando sin que, eo ipso, dejemos de engañar o mentir. En este artículo sostendré que, desde el punto de vista lingüístico-comunicativo, engañar y mentir codifican defectos típicos de la aserción y de la comunicación, respectivamente. Ambas acciones-tipo son la contracara de actos-tipo cuya declaración es suficiente para su realización (Kemmerling 2001). Engañar y mentir son, entonces, acciones que no se pueden hacer manifiestas sin que se generen anomalías, aunque no del mismo tipo en cada caso. Mentir requiere que haya un dispositivo convencional con un efecto convencional y declarar la mentira implica un uso espurio de ese dispositivo. Engañar no presupone un dispositivo convencional sino una intención inconfesable y por ende no comunicativa. Una vez este tipo de intención se hace manifiesta, la comunicación colapsa por ausencia de cooperación y confianza. En la primera sección presento definiciones de los conceptos de engañar y mentir que permiten señalar su familiaridad de género (ciertas dimensiones de crítica que deben aplicarse para que ambas se produzcan) y su diferencia específica (el tipo de contenido involucrado en cada una se identifica de diferentes maneras). De acuerdo con una gran parte de la literatura contemporánea (Sorensen 2007), (Carson 2010), (Saul 2012) sostendré que es posible mentir sin tener la intención de inducir a error o engañar pero que esta diferencia no es suficiente para descartar el hecho protuberante de que engañar y mentir pertenecen a la categoría de acciones inconfesables. En la tercera sección mostraré por qué la mentira es inconfesable pero, en contravía con una tradición formalista en filosofía del lenguaje y de la lógica (Tarski 1995), (Woleński 1994) y de acuerdo con trabajos recientes sobre verdad (Frápolli 2007), (Frápolli 2013), por qué este hecho no genera ninguna paradoja semántica sino transgresiones lingüísticas o pragmáticas de diverso tipo. Finalmente, en la cuarta sección me ocuparé del engaño y sostendré, haciendo uso de algunas sugerencias de Grice (1982), que la naturaleza de la intención engañosa es no declarable, que ser declarable es parte constitutiva de cualquier intención comunicativa que pretenda hacer parte de un cadena de testimonio y que el testimonio parece una categoría epistemológica no opcional para los seres humanos (Austin 1946), (McMyler 2011).
Mentir y engañar
Parece evidente que podemos engañar de muchas maneras haciendo uso de diversas formas de comportamiento animal como sistemas de señas, miradas y gestos. Pero evidente resulta también que solo es posible mentir diciendo algo, utilizando el mecanismo evolutivo de un lenguaje con una determinada estructura que permita la aserción. Tal como dar a entender, sugerir, insinuar o señalar, engañar es una acción "trascendente al lenguaje" (Stainton 2014, 3), mientras mentir es por naturaleza una acción inmanente al lenguaje. En esta sección me ocuparé de discutir y defender unas definiciones de engañar y mentir de acuerdo con las cuales sea posible establecer esta diferencia básica entre ambos actos-tipo sin perder de vista sus evidentes semejanzas.
Toda definición tiene algo de estipulación. Lo mejor que puedo hacer, entonces, es indicar desde el inicio que con las definiciones engañar y mentir pretendo encontrar una forma de distinguir la aserción de la simple comunicación y delimitar la aserción en términos del contenido dicho. La aserción es aquel acto susceptible de mentira mientras que, grosso modo, las implicaturas conversacionales (Grice 1975) y el significado no-natural (Grice 1957) pueden servirnos como casos de contenidos susceptibles de engaño. Con esta salvedad, adopto (M.def) y someto a discusión (E.def).
(M.def) Mentir: si un hablante no es víctima de un error o lapsus lingüístico o no está usando una metáfora, hipérbole o ironía, entonces miente si y solamente si (1) dice que P; (2) cree que P es falsa; (3) se sujeta a las condiciones de un contexto en donde se garantiza la verdad (Saul 2012, , 19).
(E.def) Engañar: si un hablante no es víctima de delirio, ilusión, lapsus ni es parte de un fingimiento compartido, entonces engaña si y solo si (1) intencionalmente hace creer a su audiencia que P; (2) cree que P es falsa; (3) se sujeta a las condiciones de un contexto testimonial.
En cada definición hay una condición básica de seriedad o normalidad, una condición sobre el contenido involucrado y una condición sobre el tipo de compromiso que el emisor asume con respecto a la verdad o sinceridad. La diferencia obvia está en la condición que establece qué debe haber hecho el hablante para haber mentido o para haber engañado. El elemento distintivo de mentir es que el mentiroso dice algo con su emisión (Carson 2010, 51), (Saul 2012, 3-4). Engañar está conectado con hacer que alguien crea algo que el engañador considera falso y por ende implica un efecto buscado en el pensamiento del engañado pero no necesariamente que alguien haya dicho algo. Numerosos ejemplos en la literatura muestran cómo verdades a medias pueden inducir a engaño (Carson 2010, 57-55) o mentiras patentes, reconocidas como tales por la audiencia, simplemente no pueden producirse con la intención de engañar porque no inducen a error a nadie (Sorensen 2007), (Saul 2012, 8-10). La primera distinción importante que quiero resaltar, entonces, es entre "mentir" y "afirmar algo que uno cree falso con la intención de engañar" (Williams 2006, 102). Tomemos dos casos relativamente claros de mentira sin engaño y engaño sin mentira para ilustrarla. Supongamos (Carson 2010, 160) que soy el testigo de un crimen y que el asesino es apresado y procesado por el cargo de asesinato en un juicio donde yo debo testificar. Se me pregunta si el acusado cometió el crimen o no. Soy consciente de que el jurado tiene una cinta de video de una cámara de seguridad en la que se capta el crimen y mi presencia como testigo, así que no hay manera en que yo pueda inducir en sus miembros la creencia falsa de que el acusado no cometió el crimen. Temiendo que el asesino tome represalias contra mí, afirmo que no cometió el crimen con la intención de evitar que él me haga daño. He mentido porque bajo la gravedad del juramento y con toda la seriedad del caso he afirmado algo falso. Pero no he pretendido inducir una creencia falsa en nadie porque en ese contexto no es posible engañar a nadie sobre mi presencia en la escena del crimen y sobre la autoría del asesinato. Dadas las condiciones de normalidad en (E.def) que, como veremos a continuación, presuponen una cierta normalidad o racionalidad de quien engaña se puede concluir que he mentido sin tener la intención de engañar. Retomemos en segundo lugar el famoso ejemplo de la declaración de Bill Clinton durante una entrevista sobre sus vínculos con Mónica Lewinsky (Saul 2012, 1-2):
(c) "No hay relaciones inadecuadas".
Dado todo lo que sabemos sobre el affaire Clinton-Lewinsky, (c) no es una mentira dado que durante la época en que se produjo la entrevista Clinton y Lewinsky ya no tenían ningún tipo de relación y que Clinton no afirmó con (c) que nunca había habido relaciones inadecuadas. La elección del tiempo verbal hace que (c) no sea una mentira. Sin embargo, (c) es engañosa porque es deliberadamente poco informativa: en primer lugar, no responde a la pregunta acerca de si Clinton alguna vez tuvo relaciones inadecuadas con Lewinsky. En segundo lugar, "relaciones inadecuadas" es deliberadamente ambigua y puede significar o bien "relaciones sexuales", algo que Clinton y sus abogados negaron (Saul 2012, 121-122); o bien simplemente una aventura, cosa que Clinton admitió posteriormente. Las palabras de Clinton fueron desorientadoras y cuidadosamente elegidas para inducir creencias falsas: que nunca hubo una relación inadecuada con Lewinsky aunque hubo una aventura. Pero él no mintió y eso explica que, polémica política aparte, haya podido defenderse del cargo de perjurio que le imputaban. Clinton no dijo nada que creyera falso ni que fuera falso. Lo que se requiere para tomar una decisión acerca de si este es un ejemplo de mentira o engaño es un estudio cuidadoso de lo que el testigo o hablante dijeron y solamente a partir de ese componente, una reconstrucción de las posibles intenciones, no necesariamente "engañosas", que pueden racionalizar su acción. Mentir y engañar son, por tanto, tipos de actos con extensiones diferentes. Mentir no es decir algo que uno cree falso con la intención de engañar porque la intención de engañar puede estar ausente y sin embargo la aserción puede ser juzgada como mentira. Mentir no se reduce a expresar un estado mental que no se tiene con la intención de engañar. Expresa, mediante una oración conectada directamente con las creencias que uno tiene, una proposición evaluable en términos de verdad o falsedad que va en contra de las creencias que uno tiene. Engañar, por el contrario, requiere una estructura intencional que consiste en inducir una creencia que uno tiene por falsa utilizando palabras u otros medios. Pero esto no debe hacernos pasar por alto cierta familiaridad entre los dos actos: ambos requieren para producirse que ciertas dimensiones de crítica tengan efecto.
En primer lugar no se miente cuando hay metáforas o cuando uno es víctima de un lapsus lingüístico o cuando el hablante está siendo sarcástico (Saul 2012, 12-19). En todas esas circunstancias alguna dimensión de crítica o evaluación se ha pasado por alto de manera tal que el contexto hace claro que el hablante no habla en serio o bien ha cometido un error o no está hablando literalmente. Por ejemplo, no tiene sentido afirmar que un hablante nativo del español que emite la oración inglesa (e) queriendo decir (e*) haya mentido:
(e) "I'm constipated".
(e*) "Estoy constipado".
La mentira requiere que las condiciones comunicativas sean adecuadas, es decir, que la emisión se haya producido de una manera estándar, con el conocimiento de la lengua en la que se miente y sin lapsus linguae. La metáfora y el sarcasmo son casos que deben descartarse también como ejemplos de mentiras porque no cumplen con alguna condición que opera en las mentiras. Sea como sea que queramos describir ambos casos (no literalidad, no seriedad, no sinceridad etc.), resulta más o menos claro que el contexto de emisión suprime ciertas dimensiones de crítica que resultan relevantes para la mentira. La mentira parece conectada con la literalidad en el uso del lenguaje (Stainton 2014, 3). Podemos interpretar ese uso como la manifestación de un compromiso explícito con una proposición o conjunto de proposiciones expresadas por el hablante con la oración aseverada. El uso de un dispositivo lingüístico hace manifiesto un tipo de compromiso específico que se transgrede con la mentira. En el caso de la corte este compromiso se expresa con un juramento que pretende excluir justamente usos no literales del lenguaje. El testigo en el juicio no puede expresarse con metáforas o ironías y debe cuidarse de los lapsus justamente por esa razón: su uso literal y prosaico es el que se adecua a lo que el contexto exige de él. Generalmente no somos tan solemnes y se da por sentado implícitamente que con nuestro uso literal del lenguaje nos comprometemos con lo que decimos y estamos en capacidad de garantizar su verdad (Saul 2012, 10-12). Tal vez la razón que llevó a tantos teóricos de la mentira a postular la intención de engañar como condición para mentir es la confusión entre el hecho de que el hablante tiene la creencia tácita e inconsciente de que se sujeta a las condiciones de un contexto en el que se garantiza la verdad expresada por su uso literal del lenguaje (Saul 2012, 14) y la necesidad de una intención engañosa que incluye cierto grado de reflexión o meta-cognición. Lo que necesitamos para la mentira es algo de otro estilo: el hablante, dada su creencia tácita e inconsciente, debe estar en condiciones de dejar constancia de una afirmación de la que no tiene la intención de retractarse (Katz 1980, 183). La intención de retractarse no es igual a la intención engañosa. Retractarse y no retractarse son ambas acciones obviamente declarables, mientras engañar no puede serlo. El efecto que busca el mentiroso se agota en el efecto sui generis de la oración en su uso literal (Stainton 2014, 4) y no se extiende al mecanismo de inducción de creencias en general.
Cuando pasamos de mentir a engañar todas las distinciones parecen más difusas porque no hay una conexión directa entre una oración y la proposición que expresamos con ella en un determinado contexto. No hay un límite claro con respecto al contenido. Un examen más detallado muestra, sin embargo, que también en este caso hay dimensiones de crítica que deben operar o estar en vigor. Si alguien es víctima de alguna clase de delirio, o ilusión o lapsus o hace parte de alguna forma de fingimiento compartido, no tiene sentido afirmar que engaña intencionalmente a otros. Las condiciones en las que aparentemente induce a error lo incluyen a él como víctima del error que busca inducir. Si, víctimas de la deshidratación, unos caminantes del desierto alucinan con un oasis, ninguno está en capacidad de engañar a los demás con respecto a la existencia del oasis. Con la ilusión sucede algo parecido: los criterios para aceptar alguna creencia como verdadera parecen suspendidos temporalmente y el engañador, en tales condiciones inusuales, no puede pretender generar creencias falsas en otros. Los lapsus son casos más complicados en los que el agente no es consciente, en el momento de su acción, de distinguir aquellas creencias que lo llevan a actuar. Su acción es, desde cierto punto de vista, "opaca" para él mismo porque no refleja sus propias preferencias, convicciones o creencias, mientras el contenido del engaño debe ser transparente para el engañador. En el tercer caso, el fingimiento, el contexto deja claro que no se trata de una acción genuina o seria y eso permite establecer una diferencia intencional importante con el engaño. Por ejemplo, cuando un mago finge cortar a una niña en dos mitades como parte de una fiesta sabemos que él no intenta inducir una creencia falsa en nosotros (no creemos que haya cortado a la niña) sino proponernos un tipo de juego en el que todos participamos abiertamente (Austin 1957, 259). En un contexto como este hay dos tipos de cuestiones que debemos distinguir: el mago finge que corta a la niña en dos porque estamos en la mitad de un acto de magia (ese es el juego); por otra parte, el mago finge cortarla usando un sistema de cajas con doble fondo (ese es el efecto sorprendente de la magia). Si alguien pregunta (pq.) el mago siempre puede contestar "Porque estamos en una fiesta. Es solo un truco.".
(pq.) "¿Por qué cortaste a la niña en dos?"
Si, por otra parte, alguien pregunta (co.), el mago puede simplemente decir "No te lo puedo decir. Es magia."
(co.) "¿Cómo cortaste a la niña en dos?"
Puedo investigar el truco sin que el mago lo sepa y así arruinar la magia, pero está claro que la intención que guía la conducta del mago durante el acto (la intención de hacer como si cortara a la niña en dos) es declarable siempre, mientras las intenciones a través de las cuales ejecuta esa intención principal no resultan declarables sin que la magia deje de ser sorprendente. Usando otro ejemplo de Austin (1957, 259) la diferencia con el engaño se hace explícita. Supongamos que un ladrón finge limpiar las ventanas para tomar nota de los objetos de valor que hay en mi oficina. Hay una intención engañosa que guía la conducta del ladrón (tomar nota de los objetos de valor) que no puede ser revelada o declarada sin que su pantomima se venga al piso. Es decir, el ladrón no puede contestar sinceramente una pregunta como (pq.). Las intenciones a través de las cuales ejecuta su plan (aquellas que le permiten fingir que está limpiando los vidrios y que responden a la pregunta (co.)) pueden ser declarables porque no excluyen la posibilidad de que él, efectivamente, esté limpiando los vidrios mientras toma nota de los objetos de valor. En el engaño la intención que guía la acción tiene que permanecer oculta; en el fingimiento público y compartido no. Cuando el fingimiento se pone al servicio del engaño, la intención que guía la acción pasa a ser inconfesable. Lo que el ladrón disfrazado debe presuponer, así sea inconscientemente, es que su actividad de limpiar los vidrios es interpretada normalmente, en condiciones en las que el intérprete tome por cierto aquello que el hablante quiere comunicar. Y, como veremos en la sección final, en esta condición implícita en todo contexto comunicativo el hablante se sujeta a las condiciones de dar y recibir testimonio. Por ahora baste decir que si el ladrón disfrazado no aceptara, así sea inconscientemente, que el oyente toma como genuina su actuación no podría siquiera formarse la intención de engañar a alguien.
Acciones declarables y no declarables
Comienzo esta sección con una serie de perogrulladas con las que espero mostrar que las diferencias señaladas en la sección anterior no pueden eliminar el hecho de que mentir y engañar son acciones-tipo claramente diferenciables de aseverar, prometer y ordenar pero también de sugerir y dar a entender. Hay algo que no es posible hacer cuando engañamos y mentimos y que sí lo es cuando realizamos cualquiera de las acciones del segundo grupo. Es obvio que podemos mentir y engañar cotidianamente. Pero lo que nos ha enseñado la tradición filosófica al menos desde Epiménides el cretense es que no es en absoluto claro que podamos declarar nuestra mentira o hacer manifiesto nuestro engaño. Ambas explicitaciones, como mostraré en las dos secciones siguientes, son el opuesto de acciones cuya declaración o explicitación pueden hacer parte de su realización. Con mayor precisión, podemos definir dos tipos de acciones de acuerdo con las siguientes condiciones:
Declarables: Una acción-tipo X es declarable si y solamente si hacer manifiesto que uno quiere (o intenta) X-ar/er/ir al hacer lo que uno hace es, por necesidad conceptual, suficiente para hacer X a partir de ese momento (Kemmerling 2001, 84).
Inconfesables: Una acción-tipo X es inconfesable si y solamente si hacer manifiesto que uno quiere (o intenta) X-ar/er/ir al hacer lo que uno hace es, por necesidad conceptual, suficiente para no hacer X a partir de ese momento.
Ejemplos de la primera categoría son actos como prometer o afirmar u ordenar, es decir, los actos ilocucionarios centrales. Si uno hace manifiesto o explícito que está prometiendo que vendrá a la fiesta de mañana al utilizar el dispositivo lingüístico "prometo que vendré a la fiesta de mañana" eso es suficiente para prometer que uno vendrá a la fiesta de mañana porque ese es el efecto convencional para el cual ha sido diseñado el dispositivo lingüístico. Explicitar lo que uno está haciendo es suficiente para hacerlo. El mecanismo de la explicitación es el de las emisiones performativas. Y esa explicitación se marca sintácticamente por un hecho reconocido: las emisiones performativas se construyen naturalmente con oraciones completivas con "que" que expresan un determinado contenido (Katz 1980, 158). La estructura sintáctica de verbos como afirmar, prometer y ordenar siempre admite una construcción de este tipo:
"Afirmo que tú llegaste tarde".
(o) "Te ordeno que no llegues tarde".
(p) "Prometo que no llegaré tarde".
Pero las acciones declarables no se reducen a los actos ilocucionarios centrales de Austin. Incluyen todos aquellos ejemplos en los que hacer claro que uno quiere hacer A mientras hace B es suficiente para hacer A. También son declarables acciones en las que uno quiere o pretende (i) que otras personas crean o hagan algo, (ii) que lo crean o lo hagan en virtud de (justificados por el hecho de) que uno quiere o pretende que lo crean o lo hagan y (iii) que sean conscientes de qué quiere o intenta uno que crean o hagan. Todas las acciones utilizan este mecanismo bautizado por Kemmerling (2001, 79) el "modelo reconocimiento de deseo-conduce-a-satisfacción-de-deseo". Aunque Kemmerling considera que toda expresión de una intención u otro estado intencional es declarable (Kemmerling 2001, 97), solo nos interesan aquellos casos en los que se busca hacer creer o hacer algo a alguien y que son declarables. Tengo en mente ejemplos como hacer creer que tal y tal es el caso, dirigir al oyente hacia la conclusión de que tal y tal es el caso, en los cuales no es necesario que haya una convención involucrada; casos como aquel en el que dibujo una foto de tu esposa comportándose de una manera excesivamente familiar con otro hombre para inducir en ti la creencia de que ella te es infiel (Grice 1957, 218). Y esos casos se oponen a diversas clases de conducta, no todas relacionadas con el engaño. Por ejemplo hay tipos de conducta como "jactarse" para los cuales hacer explícito lo que uno está haciendo (intentando producir admiración) puede ser suficiente para no producir admiración. El reconocimiento del deseo de producir admiración no conduce a la admiración (la satisfacción del deseo) (Strawson 1969, 392-393). Hay otros casos más directamente relacionados con nuestro problema que pueden grosso modo identificarse con ejemplos de lo que Grice denominó "intenciones engañosas" (1982, 302) en los que el agente o emisor hace creer algo a la audiencia pero no manifestando o explicitando lo que está haciendo sino induciendo en los demás creencias de manera subrepticia. Finjo tener dolor de muela frotándome suavemente mi quijada para inducir en ti la creencia de que tengo dolor, pero mi verdadera intención es que desistas de invitarme a un baile. Mi intención de hacerte creer que tengo dolor de muela se satisface pero no por el reconocimiento de mi intención de no acompañarte a la fiesta. Si reconocieras esa intención podrías insistir en tu invitación hasta convencerme. El reconocimiento del deseo tampoco conduce a su satisfacción en este caso. Mentir y engañar (de acuerdo con las definiciones (M.def) y (E.def)) son acciones-tipo inconfesables porque hacer explícito que uno está mintiendo o engañando es suficiente conceptualmente para no mentir ni engañar (de acuerdo con esas mismas definiciones). La diferencia crucial entre ambas variedades de acto inconfesable es la necesidad de un dispositivo lingüístico convencional, bien sea la oración de indicativo, bien una emisión performativa como (a). Como toda herramienta, este dispositivo convencional puede ser utilizado para fines diferentes de aquellos para los que fue diseñado (Stainton 2014, 4). De ahí la posibilidad que una oración de indicativo pueda ser usada para prometer o que una emisión performativa como (p) pueda ser usada para amenazar en un contexto adecuado. Pero no es posible utilizar el dispositivo y retractarse de su efecto convencional, aquel para el cual ha sido diseñado como veremos a continuación. No existe nada así en el caso del engaño dada la multiplicidad de medios convencionales o no convencionales para inducir creencias en los demás. No siempre tenemos un dispositivo convencional para dejar claro o hacer manifiesto lo que estamos haciendo y muchas veces debemos recurrir a factores como la percepción, el conocimiento previo, etc. Si yo dejo el pañuelo de B en la escena del crimen para hacer creer falsamente al detective que B es el asesino (Grice 1957, 217), no puedo filmarme mientras dejo el pañuelo o invitar a una docena de testigos. Todos esos casos son ejemplos de dejar claro que estoy intentando que el detective crea que B es el asesino sin que exista un dispositivo convencional para hacerlo. En las siguientes dos secciones presento argumentos para apoyar la idea de que mentir y engañar son inconfesables por razones diferentes conectadas con la convencionalidad de la aserción y la naturaleza intencional de la comunicación respectivamente.
Mentir y decir
Hay un famoso pasaje de How to do things with Words en el que Austin parece estar luchando contra una imagen preconcebida del lenguaje, aquella donde la palabra es únicamente la expresión del estado psicológico de quien la profiere. El perjurio, en consecuencia, es la descripción falsa del acontecimiento interno en la mente del perjuro y surge de una visión muy simplificada del perjuro como un hablante sin alma, una máquina sin fantasma que la gobierne. De acuerdo con esa tradición, tan antigua como el Hipólito de Eurípides, cuando alguien dice "Prometo" y sus palabras describen un estado mental siempre es posible una brecha entre la palabra y el acontecimiento mental. Pero esta imagen, la de un actor tras bastidores y una persona que habla, es para Austin producto de una superstición filosófica que debemos corregir. Nos dice entonces:
Resulta gratificante observar en este mismo ejemplo cómo el exceso de profundidad, o más bien de solemnidad, le allana el camino a la inmoralidad. Porque alguien que diga "¡Prometer no es solo un asunto de proferir palabras! ¡Es un acto interno y espiritual!" parece un sólido moralista que se opone a una generación de teóricos superficiales: lo vemos como él se ve a sí mismo escudriñando las profundidades invisibles del espacio ético, con la distinción de un especialista en lo sui generis. Y sin embargo le ofrece una salida a Hipólito, al bígamo una excusa para su "Sí acepto" y al tramposo una defensa para su "yo apuesto". La precisión y la moralidad coinciden al afirmar simplemente que dar nuestra palabra nos obliga. (Austin 1975, 10)
En la sección 1. intenté mostrar que es posible sustentar la opinión de Austin si se interpreta como la necesidad de que la mentira no dependa de la intención de engañar sino del uso literal de las palabras y del compromiso que el hablante hace explícito con ese uso. En esta sección quiero sustentar esta opinión utilizando la idea de que aserción y mentira son dos caras de una misma moneda con respecto a la distinción declarable/inconfesable de la sección anterior. La aserción es aquel acto susceptible de mentira y la manifestación de la mentira es aquel acto no susceptible de aserción. Si la palabra nos obliga, en la aserción nos obliga al menos de dos maneras distintas: (i) nuestras palabras tienen que poder expresar una proposición verdadera o falsa para que podamos decir algo susceptible de ser juzgado como verdadero o falso (M.def. condición 1)) y, (ii) dejamos constancia de una afirmación de la que no tenemos la intención de retractarnos (M.def. condición 3)). Sostendré entonces que si intentamos declarar la mentira se viola (i) o se viola (ii) y por (M.def.) queda claro que no podemos estar mintiendo. No existe un dispositivo convencional, una fórmula que nos permita declarar que estamos mintiendo y seguir mintiendo. Intentemos primero declarar la mentira con el mecanismo convencional de la fórmula ilocucionaria. El problema reside en que el verbo "mentir" no permite una construcción que, como la de (a), (o) y (p), use el dispositivo convencional adecuado para hacer explícito lo que uno está haciendo con dichas emisiones. Esto se refleja en el hecho de que la oración (m.q.) es semánticamente anómala (Katz 1980, 219-220).
(m.q.) "Miento que tú llegaste tarde".
Mentir supone que uno ha dicho algo falso o que uno piensa que es falso pero el verbo "mentir" no permite especificar qué se ha dicho. Por lo tanto hay que buscar una fórmula lingüística diferente a (m.q.) para expresar que se miente. Algunos trabajos recientes sobre el funcionamiento de las adscripciones de verdad (Frápolli 2007) (Frápolli 2013) nos permiten descartar otros posibles dispositivos.
Tomemos la famosa oración (m):
(m) "Estoy mintiendo".
¿Qué puedo afirmar al emitir (m)? De acuerdo con (M.def), yo debería decir algo, un contenido, falso o que considero falso. Pero al analizar (m) utilizando su paráfrasis lógica (m*) descubrimos que no expresa nada:
(m*) "Sea lo que sea que yo esté diciendo, yo creo que es falso".
¿Puedo preguntar por el contenido expresado con (m*)? No, hasta que no haya identificado qué es lo que estoy diciendo. Preguntar por las condiciones en que puedo afirmar (m*) sin contexto tiene el mismo sentido que preguntar por las condiciones en que puedo afirmar "es blanco" sin universo de discurso. En un caso tenemos una variable oracional (pro-oración) que no exhibe ningún contenido especificable contextualmente; en el otro una variable individual que no permite fijar su rango de cuantificación y en ninguno de los dos una expresión que pueda ser juzgada como verdadera o falsa. Atribuirle verdad a (m*) es, así, cometer un error categorial (Frápolli 2013, 87). Lo que nos enseña este argumento es que, en contra de una sólida tradición filosófica, no estamos obligados a concluir que la oración (m) es autosuficiente en el sentido de expresar un contenido evaluable en términos de verdad o falsedad. En esta versión de la paradoja del mentiroso no hay, ni puede haber, una oración como (m) que exprese una proposición verdadera, falsa o indeterminada. Hay una oración ((m)) que sin contexto no puede expresar nada. Podemos afirmar, entonces, que "mentir" es un acto inconfesable usando (m) porque hacer manifiesto que uno está mintiendo no es afirmar algo falso (ni verdadero) ni que uno crea falso o verdadero. Declarar la mentira es salirse del juego de la afirmación y por tanto de (M.def) cuya condición 1) requiere que se haya dicho algo; (m) no puede ser la fórmula lingüística para expresar que mentimos.
Una tercera opción es completar el contenido de oraciones como (m) o (m*) mediante oraciones que heredan anafóricamente (o anticipan catafóricamente) el contenido expresado por otra oración (Frápolli 2013, 54-55):
(m**) "El gato está sobre el tapete. Estoy mintiendo."
(m***) "Estoy mintiendo. El gato está sobre el tapete."
¿Qué decir de las fórmulas (m**) y (m***)? En la medida en que quien asevera utiliza un dispositivo diseñado para tal fin (la oración de indicativo "El gato está sobre el tapete") podrá hacer muchas cosas con ese dispositivo, pero habrá al menos una que le estará vedada. No podrá retractarse del efecto convencional de ese dispositivo convencional, a saber, asumir un determinado compromiso con un peso específico (Stainton 2014, 4). Cuando hacemos explícito qué buscamos con esa oración de indicativo, es decir, que estamos aseverando que el gato está sobre el tapete, como en (am**) y (am***), hemos manifestado que no tenemos la intención de retractarnos del efecto convencional de la oración y al mismo tiempo, nos hemos retractado de ese efecto con la oración que declara la mentira.
(am**) "Asevero que el gato está sobre el tapete. Estoy mintiendo."
(am***) "Estoy mintiendo. Asevero que el gato está sobre el tapete."
Con (am**) y (am***) el hablante está garantizando que no hay errores ni lapsus ni figuras retóricas (por eso dice "Asevero"). Hace explícito que dice que el gato está sobre el tapete y que o bien el gato no está sobre el tapete o bien él no piensa que el gato esté sobre el tapete. Pero su intento de retractarse después de utilizar un dispositivo convencional diseñado para dejar constancia de que no tiene la intención de retractarse hace que él conscientemente deje claro que no se sujeta a las condiciones de un contexto en donde se garantiza la verdad; es el precio que hay que pagar por el uso de una fórmula como esta. El emisor de (am**) y (am***) intenta ir contra el compromiso implícito que un hablante adquiere al usar literalmente el lenguaje. Ese compromiso no es opcional y por ende el hablante no puede apartarse de él sin más porque hacer explícito que lo está asumiendo es asumirlo, dado de que aseverar es una acción declarable. Y si el hablante no cumple con la restricción de sujetarse a un contexto en el que se garantiza la verdad tampoco miente, dada la condición 3) de (M.def). Nuestra palabra nos obliga. Mentir es inconfesable por "sustracción de materia": ni (m.q.), ni (m), ni (m**) ni (m***) sirven para declarar una mentira. La mentira, al ser declarada, deja de ser aserción o deja de ser aserción en un contexto en el que se garantiza la verdad y por lo tanto deja de ser mentira. En la explicitación de la mentira no hay un procedimiento convencional que tenga un efecto convencional y que incluya la emisión de ciertas palabras en ciertas circunstancias (Austin 1975, 14). Pero la convención de la que estamos hablando aquí no tiene que ser un procedimiento altamente ritual. La convención que falla es la de emitir una oración que tenga condiciones de verdad y que sirva para hacer manifiesto que uno no tiene la intención de retractarse de algo que ha afirmado. En el carácter no declarable de la mentira la convención austiniana se une a la convención griceana (Grice 1975, 22): el procedimiento convencional en la aserción es emitir una oración que tenga condiciones de verdad, es decir, que exprese un significado convencional con unos efectos convencionales. No se requiere una institución extralingüística que le atribuya algún tipo de poder institucional al hablante para poder aseverar que miente al decir que el gato está sobre el tapete, el significado de las palabras involucradas basta. El sentido de "decir" que aparece en (M.def) es justamente ese: un hablante dice algo con su emisión si es posible decidir, dado el contexto, si lo que dijo con su emisión es verdadero o falso y si pretende o no retractarse de lo que dijo. Pero o bien un hablante que emite (m) no dice nada porque no es posible decidir, dado el contexto, qué deberíamos juzgar como verdadero o falso; o bien un hablante que emite (m**) o (m***) está intentando retractarse de algo de lo que su uso de un dispositivo convencional le impide retractarse. La declaración de la mentira no es un abuso, en terminología de Austin, porque en ningún momento tuvimos que recurrir a sentimientos o pensamientos del hablante para determinar qué está mal con (m), (m**) o (m***); es un acto nulo o un negarse a jugar el juego de la aserción.
Engañar y hacer creer
Comparado con el caso de la mentira donde siempre tenemos oraciones involucradas, el engaño parece una maraña de situaciones más o menos vagas, aparentemente inclasificables. No tenemos a nuestra disposición todo el arsenal de variables proposicionales, de pro-oraciones ni de fenómenos de evaluación semántica contextual. La perspicaz discusión de Saul (2012, 56-58) nos ha enseñado que cuando engañamos con una aserción que induce a error (como la de Clinton), la distinción entre engañar y mentir depende completamente de cuáles procesos de compleción o enriquecimiento contextual estemos dispuestos a aceptar como parte constitutiva de lo que se dice con la oración aseverada. Y, dadas las conclusiones parciales de la sección anterior, estamos dispuestos admitir, con Saul, solamente aquellos procesos pragmáticos que garanticen que la proposición expresada con la aserción tenga un valor de verdad. Inducir a error ("mislead") a través de una aserción ambigua, incompleta o susceptible de ser completada de diferentes maneras es otro caso. Por esa razón uno no miente con implicaturas conversacionales, las implicaturas conversacionales no hacen parte de lo que se dice con una emisión porque no contribuyen al valor de verdad de la proposición dicha. Para el caso del engaño no hay un elemento convencional que juegue el papel que juegan las condiciones de verdad en el caso de la mentira. Lo que nos queda es hacer uso de los resultados parciales sobre acciones no convencionales y no declarables de la sección 2., así como de (E.def) y algunas ideas sobre la comunicación y el testimonio para mostrar por qué el engaño es inconfesable.
En un denso pasaje en donde intenta mostrar que "significado" no es una expresión ambigua sino más bien parónima cuyo núcleo semántico se articula en torno a la idea de consecuencia Grice sugiere una especie de taxonomía intencional del fingimiento y el engaño (Grice 1982, 292). Comenzando con un tipo de conducta —aquella que evidencia dolor— que se produce de manera natural e involuntaria Grice va agregando condiciones a la situación hasta llegar al punto en que la producción de la conducta es voluntaria y es reconocida como voluntaria por otras criaturas. Entonces no puede haber engaño porque la fingida conducta de dolor es declarable o explicitable; como vimos con el ejemplo del mago, forma parte de un juego de roles en el que el simulador y su público participan abiertamente. Siempre existe la posibilidad de que el que finge comience a utilizar su actuación como parte de un engaño, pero en ese caso su conducta ya no será declarable. El mecanismo de reconocimiento de deseo-conduce-a-satisfacción-de-deseo ya no opera más cuando hay engaño. Mi intención, como engañador, es que tú creas algo que yo creo que es falso. Por ende, tú no puedes reconocer mi deseo sin tener dudas acerca de lo que quiero de ti (a saber, que creas algo que yo creo que es falso). Mi intención engañosa no está dirigida a mí sino a ti y de ti depende que se satisfaga. Te doy razones suficientes para que tú creas que yo tengo dolor pero tú no creerías que tengo dolor si mis intenciones se hicieran manifiestas. Este caso atiende a un patrón general, el de muchos contraejemplos al análisis griceano del significado del hablante — tipo Strawson, tipo Schiffer, ver (Grice 1969, 95-100)— que sostienen que el engañador solamente puede querer decir algo con su conducta si satisface una serie infinita de intenciones. El patrón y sus consecuencias para el análisis del significado del hablante pueden resumirse así (Grice 1982, 302-303):
El supuesto contraejemplo es siempre tal que satisface las condiciones del significado del hablante previamente establecidas; pero tal que se supone, sin embargo, que el hablante tiene lo que yo llamaría una intención engañosa. Es decir, en el primer y más obvio caso, su intención es que el oyente debería de hecho aceptar p con base en tales y tales razones, pero debería pensar que se supone que acepte p no con base en esas razones sino en otras. A saber, se representa al oyente, en un nivel u otro de complejidad, como si estuviera, se pretendiera que esté, o se pretendiera que se piense que él tiene la intención de estar (o…), confundido con respecto a lo que se espera de él. Él piensa que se espera que actúe de una manera, mientras que en realidad se espera que actúe de otra. Yo diría entonces que el efecto de la presencia de una intención engañosa, la función que una intención engañosa tendría en el esquema que sugiero, sería simplemente impedir que juzguemos lo que el hablante está haciendo como un caso de significado en esta ocasión: es decir, que desechemos la idea de que esta conducta puede contar como una puesta en escena sublunar, por así decir, del conjunto de intenciones que solo es viable en el mundo celeste.
Quien engaña se apoya en que el oyente acepte que p basado en razones que el propio hablante no acepta. Y la conclusión de Grice es radical: la intención engañosa cancela la pretensión del engañador de que su conducta pueda ser considerada como un caso de querer decir algo, o de hacer creer algo a su audiencia. El engaño tiene una naturaleza local y subrepticia desde el punto de vista de las intenciones comunicativas. Si nuestro engaño se hace manifiesto perdemos nuestra condición de comunicadores, tal como cuando declaramos la mentira perdemos nuestra condición de afirmadores. El tipo de acciones que cuentan como participaciones comunicativas es el tipo de acciones que son declarables independientemente de que haya o no convenciones para declararlas. En el corazón del análisis griceano del significado está la posibilidad de declaración o explicitación y por ende una presuposición de cooperación y sinceridad o confianza (Kemmerling 2001, 78). Podemos, en efecto, engañar a algunas personas durante algún tiempo, pero no podemos manifestar o hacer claro nuestro engaño y seguir engañando. Lo que resulta incoherente no es que alguien engañe sino que el engaño sea una especie de política compartida y podamos ser las criaturas comunicativas que somos. El pasaje de Grice sugiere una poderosa razón a favor de esta incompatibilidad: el proceso de estar justificados al creer que tal y tal a partir de intercambios comunicativos es incompatible con la intención engañosa porque nunca podremos saber qué es lo que se espera de nosotros como oyentes. Y si no podemos hacer eso, el hablante nunca habrá querido decir algo con su conducta. En el estricto sentido de la palabra y de acuerdo con el análisis del significado en términos de intenciones, si el hablante (agente) quiso decir algo no-naturalmente con su emisión engañosa (conducta), no puede estar engañando; si quiso engañar, entonces no quiso decir nada no-naturalmente con ella. Porque si alguien quiere decir algo no-naturalmente con una conducta siempre es posible construir un argumento que vaya de la conducta a lo que esa persona quiso decir con ella (Grice 1957, 214). En el engaño no podemos construir ese argumento sin dejar de producir el efecto intentado (que alguien crea algo que creemos que es falso). No es racional suponer que la intención de reconocimiento, propiamente comunicativa, está operando al engañar. Esto no quiere decir que el engaño no sea intencional, sino que la única intención que el engañador puede declarar es la informativa, aquella que uno le puede atribuir, por ejemplo, a Herodes cuando le muestra a Salomé la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja queriendo decirle que está muerto (Grice 1957, 218). Alguien, jugando el papel de abogado del diablo, podría sugerir que el engañador puede decidir no comunicar nada y seguir adelante con su estrategia, como si el engañador pudiera reducir toda comunicación a información y el engaño pudiera depender completamente del significado natural. La pregunta es hasta qué punto podrá seguir con esa estrategia. Y creo que la respuesta está en la discusión acerca de la presuposición de cooperación y confianza con la que quisiera cerrar este trabajo. Una forma en que se desarrolla esa discusión acerca, otra vez, los puntos de vista de Grice (1975) y Austin (1946). Porque el engañador no puede simplemente decidir no volver a comunicar algo dado que la comunicación es una parte constitutiva de su experiencia del mundo. Esa experiencia siempre incluye la experiencia que adquiere a través de otras personas. Por esa razón el engañador está intentando escoger algo que está incorporado en su experiencia, es decir, algo que no puede, literalmente, escoger. La suposición de que el otro está intentando comunicarse no es una hipótesis que estemos poniendo a prueba, como la postura del engañador parecería sugerir. Es una condición de nuestro pensamiento, nuestra psicología racional y de muchas de nuestras formas de actuar. ¿Cómo mostrarlo? Señalando que las tesis de Austin sobre las otras mentes, de donde surgió su idea de emisiones performativas, generan un marco epistemológico adecuado para el abordaje intencional de la comunicación. En un trabajo reciente sobre Austin y la epistemología del testimonio McMyler ha argüido persuasivamente (i) que a diferencia de la teoría de los actos ilocucionarios, la visión de Austin con respecto al testimonio no es ritual (McMyler 2011, 119); y (ii) que estar en capacidad de aceptar información de los demás es una forma de conocimiento que no se puede reducir a otras formas en apariencia más primitivas como la percepción o la inferencia (McMyler 2011, 140-141). La fábula filosófica según la cual los otros hablantes son sombras de personas, construcciones lógicas a partir de mis datos de los sentidos es caricaturesca pero es la que encaja en la pretensión del engañador de reducir comunicación a información. Por el contrario, debo suponer que los demás son seres como yo de los que yo dependo para comunicarme tanto como ellos dependen de mí para tener ciertas creencias o actuar de cierta forma. Ambos puntos de Austin son centrales también para Grice: no siempre hay ritual y sin embargo hay comunicación; la comunicación no es mera percepción, ni es mera inferencia. Es inferencia que se produce de acuerdo con un principio, el principio de confianza en la información que recibimos de los demás que vincula armoniosamente la famosa analogía de Austin (Austin 1946, 99-101) entre (p*) y (s) y el enfoque intencional de la comunicación defendido por Grice:
(p*) Prometo que p
(s) Sé que p.
Al explicitar con una fórmula ritual nuestras relaciones epistemológica o de compromiso práctico con los demás descubrimos el mecanismo reconocimiento de deseo-conduce-a-satisfacción-de-deseo central al significado no-natural. En (p*) yo deseo que mi audiencia confíe en que yo haré algo prometiendo que lo haré (McMyler 2011, 126); en (s) yo deseo que mi audiencia sepa que p dando mi testimonio a favor de p. En ninguno de los dos casos asumo una responsabilidad acerca de lo que yo hago o pienso, sino acerca de lo que tú hagas o puedas pensar, tal como en la intención de reconocimiento me comprometo con las razones que te doy para creer o hacer algo. El tipo de razones es el mismo: dependen del testimonio. Esto es lo que el engañador no puede conseguir con su emisión. No puede utilizar el mecanismo y por ende no puede declarar las intenciones que se forma con respecto a los demás. La conclusión que parece seguirse de esta coincidencia entre Austin y Grice es que la presuposición de confianza no es algo que podamos verificar a partir de ejemplos sino lo que nos permite interpretar la conducta de los demás como comunicativa. El argumento a favor del principio no se basa en razones inductivas sino en la posibilidad de comunicarnos y en el papel de la confianza en la comunicación. Es obvio que nos comunicamos, que queremos decir algo con nuestras emisiones. Si declaramos que engañamos no podemos querer decir algo con nuestras emisiones (engañar es la forma de violar el principio de confianza, epistemológicamente primitivo). Luego no es posible declarar el engaño y por ende no es posible violar globalmente el principio de confianza. Quien engaña y hace manifiesto el engaño intenta algo que no se puede intentar: utilizar la comunicación sin que el testimonio sea un primitivo epistemológico.
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