EMILIO CARRÈRE El Señor de la Torre de los Siete Jorobados

Share Embed


Descripción

EMILIO CARRÈRE
El Señor de la Torre de los Siete Jorobados
Jesús Palacios
Puede que no sea una obra maestra. De hecho, el propio Emilio Carrère
admitía que "…Literariamente (…) acaso no sea una obra lograda."[1] Pero,
sin duda, hay un buen puñado de razones para que "La torre de los siete
jorobados", desde su primera publicación como libro en 1920, se haya
convertido en una novela genuinamente de culto, que ha conservado y
resucitado el nombre de su autor a lo largo de los años, salvándolo de un
olvido a todas luces injusto, y manteniendo al tiempo una frescura
envidiable, que, de seguro, han perdido muchas otras obras contemporáneas y
quizá más prestigiosas y prestigiadas.
Para mí, y no pido a nadie que comparta una postura personal que
quizá pueda parecer demasiado radical, en un país como el nuestro, donde el
sesgo predominante en nuestros clásicos del siglo XX es el del realismo
social, el costumbrismo más pedestre y un naturalismo moralista,
procedentes tanto de la derecha como de la izquierda, la novela de Emilio
Carrère –completada y redondeada por el escritor de aventuras Jesús de
Aragón, sin que su nombre figurara abiertamente- representa un genuino
soplo de aire fresco… A través del cuál, por lo demás, puede escarbarse en
un suculento pozo sin fondo (algunos lo llamarían vertedero) de literatura
popular, propio de folletinistas, bohemios de media tostada y
supervivientes natos, en el que toparse con muchas otras sorpresas
agradables. En un canon literario dominado por obras como "La Regenta",
"Juanita la larga", "Fortunata y Jacinta", "Los pazos de Ulloa" o –más
modernamente-, "Tiempo de silencio", "La colmena", "La plaza del diamante",
"Cinco horas con Mario", y algunas otras que todos podemos recordar sin
mucho esfuerzo –pero resacosos todavía de largas, esforzadas y tediosas
jornadas como estudiantes-, una novela de misterio y aventuras, de humor y
fantasía, esotérica y delirante como "La torre…", no sólo merece
rescatarse, sino conservarse con mimo y cuidado especiales, como verdadera
rara avis, exponente genuino de esa literatura fantástica y de aventuras
española que siempre ha sido y sigue siendo especie en peligro de
extinción.
A todo ello vienen a unirse, desde luego, las peculiares y casi
inextricables circunstancias que rodearon su redacción y publicación, que
ejemplifican a la perfección no solo el peculiar estajanovismo literario de
su autor, sino el de toda una época. "La torre…" empezó a publicarse en
forma de folletín en el periódico "La Nación", en 1918, donde quedaría
inconclusa[2]. Carrère utilizaría estos capítulos, así como partes de otras
novelitas, relatos y episodios publicados en distintas revistas, para
confeccionar lo que sería después su novela más conocida y popular, pero
que habría de completar como "negro" el citado Jesús de Aragón –conocido
como el Julio Verne español, a menudo bajo el pintoresco seudónimo de
"Capitán Sirius"-, ordenando los materiales dispersos, rellenando huecos
(utilizando para este fin otros textos de Carrère), y añadiendo algunos
capítulos de mano propia[3]. Esta compleja génesis fue la que traté de
aclarar, algo ingenuamente, en mi prólogo a la edición del libro publicada
por la editorial Valdemar[4].
Ingenuamente, porque tras hacer casar algunas versiones diferentes de
la misma historia, dispersas en distintas obras e ignoradas entre sí, me
limité a utilizar los materiales bibliográficos a mi alcance, procedentes
de la biblioteca de mi padre, Joaquín Palacios, así como de las de algunos
buenos amigos bibliófilos y amantes del género fantástico –Alfonso A.
Lorencio, Alfredo Lara...-, llevando mi atrevimiento a establecer una tabla
comparativa entre la edición de "La torre…" publicada en 1924, y la
novelita también de Carrère "Un crimen misterioso", de 1922, que juzgaba yo
entonces origen de la novela, dividiendo así la primera en capítulos
atribuibles a Carrère y otros atribuibles a Jesús de Aragón, utilizando la
segunda como modelo en el que basarme para ello. Como casi todo primer
hallazgo arqueológico, y teniendo en cuenta que me equivoqué de piedra
Rosetta –en realidad "La torre…" fue publicada en 1920 como libro, así como
"Un crimen misterioso" lo fuera también antes, en 1916, aunque bajo el
título de "El señor Catafalco". También desconocía entonces la existencia
de los capítulos serializados por "La Nación", en 1918-, cometí numerosos
errores en esta tabla, que después especialistas con mayores medios a su
disposición, han corregido puntillosamente[5]. Si bien, como uno no lanza
piedras a ciegas y conoce algo del método científico, ya advertía en aquél
entonces: "No descarto que nuevos datos vengan a cambiar parte o partes de
las conclusiones expuestas, pero me inclino a creer que los puntos más
importantes no resultarán demasiado alterados."[6] Nunca hubo, por otro
lado, intención alguna de desmerecer los méritos propios de Carrère y su
novela, sino más bien todo lo contrario. Está muy claro que el hecho de que
Manuel Palomeque, editor de "La torre…" para la mítica casa V. H. Sanz
Calleja, de la que era responsable literario, recurriera a un "negro" como
Jesús de Aragón, que trabajaba como corrector para la misma editorial, a
fin de completar y redondear el libro, así como que el propio Carrère
utilizara y reutilizara, una y mil veces, partes de la misma, al igual que
de otros relatos, cuentos, poemas y escritos varios, publicándolos una y
otra vez con distinto título, a veces en diferentes versiones, a veces no,
a fin de cobrarlos también una y mil veces, no invalida ni empaña en
absoluto el talento y figura del escritor, ya que era práctica habitual,
justa y necesaria, que compartían nombres tan ilustres como los de Valle-
Inclán o Baroja, por citar sonoros ejemplos, además de buena parte de los
escritores profesionales que en el mundo han sido[7]. Por otro lado, de la
rica y descarada explotación y exploración que de los personajes, episodios
y peripecias de "La torre…" supo siempre hacer Carrère, antes y después de
su publicación, se deriva también la existencia de una especie de "Universo
Carrere", casi equiparable a otros complejos mundos de ficción como los de
Tolkien, Lovecraft o la Marvel Cómics, donde personajes como Sindulfo del
Arco, el profesor Catafalco y otros similares, campan por sus respetos,
viviendo en un convincente si bien delirante universo paralelo, lleno de
referencias a la realidad de la época, propias del roman à clef.
Pero, sobre todo, de aquella aventura queda, al menos para mí, la
certeza de que, antes de la publicación de aquél prólogo, a nadie parecía
importarle un pimiento no solo el curioso anecdotario de la confección de
la novela de Carrère, sino esta misma, que llevaba décadas sin reeditarse,
y nunca había merecido atención crítica, exégesis o datación científica
algunas, siendo, todo lo más, considerada –generalmente mal- como una nota
a pie de página en nuestra literatura, una curiosidad para fanáticos de la
ficción popular y fantástica española (algunos de los cuáles también la
despreciaban abiertamente, qué se le va a hacer), y una piedra más sobre el
túmulo de olvido edificado en torno y sobre el cadáver literario de su
autor. Desde entonces, nuevas ediciones de la prosa y la poesía de Carrère
han visto la luz, su nombre ha sido, al menos en buena parte, reinscrito en
la historia de la literatura española, y estudios y tesis como los ya
citados o los llevados a cabo por la profesora María José Gutiérrez,
Alejandro Riera Guignet, Jaime Álvarez Sánchez y otros, han ampliado
notablemente nuestros conocimientos y apreciación de su obra. Algo que, en
el fondo, puede que debamos todos no tanto a la edición de Valdemar o,
mucho menos, a mi humilde prólogo, como a la memoria de mi padre, Joaquín
Palacios, lector voraz, admirador, coleccionista y seguidor de Carrère a
muerte –de hecho, hasta allí le ha seguido-, cuya máxima ilusión no era
otra que, precisamente, rescatarle del olvido y que se le diera merecida
consideración, como poeta, novelista y Cronista de Madrid. Ilusión que me
inculcó y ha inspirado siempre mi trabajo en torno a Emilio Carrère.

Todo eso fue Emilio Carrère (1881-1947), amén de otras cosas que
algunos se atrevieron a reprocharle (como funcionario, lo que le daba un
sueldo mínimo con el que sustentar a su familia y sus devaneos bohemios).
Hijo de Eloísa Carrère Moreno, madre soltera –signo ya quizá de su futura
personalidad poco convencional-, y del prestigioso abogado Senén Canido
Pardo, que no quiso saber demasiado de él, dejándole en herencia su
biblioteca y algunos dineros, Carrère quedó huérfano de madre, para más
inri, apenas un mes después de recién nacido, educándose junto a su abuela.
Desde la más tierna edad se sintió llamado a la dura profesión de las artes
y las letras: pintó, estudió para actor, fue cómico de la legua, jugó al
billar y se convirtió en todo un bardo de la bohemia madrileña, de la que
supo ser miembro, cronista y crítico acérrimo. Fue popularísimo poeta, en
vena modernista y decadente, seguidor de Verlaine y Darío, compañero de
Rueda y Manuel Machado, cultivando también un ingenioso costumbrismo
populista y pintoresco, sintiéndose siempre próximo a los humillados y
ofendidos, con ciertos aires anarquistas, reformistas y republicanos.
Habitual de jolgorios nocturnos, casinos y cafés de media tostada,
compartió noches insomnes, tertulias apasionadas y amaneceres etílicos con
Sawa, Pedro Barrantes, Valle-Inclán, Hoyos y Vinent, Zamacois, Vidal y
Planas, el infame Pedro Luis de Gálvez, Cansinos-Assens, y otros grandes y
pequeños de aquellos años dorados de nuestra literatura. Pero también fue
pronto consciente de que en los ambientes bohemios acechaban junto al
talento y el ingenio, el mal talante y el peor genio, y que el alcohol, el
hachís, el "sablismo" y los excesos políticos y poéticos acababan por
llevar a la ruina, la molicie y la perdición[8]. De ahí que, con el paso de
los años, conservando su empleo como funcionario en el Tribunal de Cuentas
(que le había procurado su padre), y dedicándose también cada vez más al
teatro y el periodismo, se fuera haciendo más y más conservador, escéptico
y hasta cínico, al punto de convertirse en monárquico y en todo un señor de
derechas.
Tras la Guerra Civil, bien integrado en el régimen franquista –pecado
imperdonable que le condenaría al olvido y el oprobio, gracias a la
corrección política de demasiados profesores e historiadores de la
literatura española[9]-, nombrado Cronista Oficial de la Villa de Madrid,
casado desde 1906 con Milagro Sáenz de Miera, vivió gozando, por fin, de
cierta tranquilidad económica, recuperando buena parte de su popularidad y
viendo cómo sus poemas, relatos y novelas se reeditaban constantemente,
hasta su fallecimiento el 30 de abril de 1947. Apenas tres años después de
que "La torre de los siete jorobados" fuera llevada al cine.

Esta es la semblanza, digamos que oficial, de Emilio Carrère, pero a
nosotros, claro, nos interesa otra. La que nos desvela al verdadero maestro
de "La torre de los siete jorobados", y de algunas otras joyas menos
conocidas de la literatura fantástica, terrorífica y esotérica española. Un
Carrère que, como buen seguidor de las corrientes decadentes y simbolistas
francesas e hispanoamericanas, era también ferviente admirador de Edgardo
–como se le llamaba entonces- Poe, traductor del genial y demente Gérard de
Nerval, así como fascinante y fascinado hombre del Misterio. Amigo íntimo
del teósofo y astrónomo ateneísta Don Mario Roso de Luna, el Mago de
Logrosán, mítico proselitista de la Teosofía de Madame Blavatsky en España,
era un apasionado conocedor de la Cábala, el Espiritismo, las ideas
teosóficas y el Ocultismo en general, que supo convertir como nadie dentro
de nuestra literatura en eficaces recursos literarios para buena parte de
sus obras, tanto desde el prisma de la ficción ocultista y gótica como
desde el humor, la anécdota y la parodia[10]. Pero además, Carrère, se
confesaba auténtico amante de la literatura de aventuras, misterio y
emoción, que se cultivaba con éxito en países como Inglaterra, Francia o
los Estados Unidos. Era ávido degustador de los folletines, relatos y
novelas de escritores como Dumas, Julio Verne, Gaston Leroux, Conan Doyle,
de la Hire, Hornung, Pierre Benoit, Stevenson y tantos otros, y fueron
precisamente estas lecturas las que, conjugadas con su gusto y saber
esotérico, le llevaron a intentar una inteligente y divertida aclimatación
del género a la bohemia madrileña más castiza, con "La torre de los siete
jorobados", pero también con otras numerosas páginas, consagradas a
historias de terror y brujería, relatos de rocambolescos lances históricos,
aventureros, exploradores, ladrones de guante blanco, buscadores de
tesoros, etc., etc. Todas ellas, naturalmente, con decididas señas de
identidad hispanas y hasta cañís, pero a la vez perfectamente convincentes
como género en sentido estricto.[11]Y a menudo, también, con el marchamo de
su personal humor negro y gracejo castizo. A lo cuál cabe añadir,
naturalmente, su lado sicalíptico, con numerosas novelitas y relatos
eróticos, algunos de carácter cómico, otros incluso trágico, que nada
tienen que envidiar a los ejemplos en el género de Felipe Trigo, Belda o
Zamacois.
Si bien es cierto que en España, en aquellos años previos a la Guerra
Civil, existía una industria floreciente del folletín y la novela de
aventuras, con plumas profesionales como las del citado Jesús de Aragón o
su colega José de Elola y Gutiérrez ("El Coronel Ignotus"), por citar algún
nombre, era más raro que alguien perteneciente al entorno literario digamos
"serio", es decir, un renombrado poeta modernista, se entregara con tanta
fruición, desparpajo y continuidad al género fantástico y de aventuras,
apostando con "La torre de los siete jorobados" por una novelística de
entretenimiento, afín a la que practicaban los grandes maestros
extranjeros. Y, de una u otra forma, con gran éxito, pues "La torre…" se
convirtió en auténtico best-seller, conociendo múltiples ediciones a lo
largo de la vida de su autor y hasta después de su muerte, antes de entrar
en el letargo y el olvido que, de no ser por la película de Neville,
seguramente la hubieran enterrado para siempre.

Fue, finalmente, el cinematógrafo, invento que desafía a la muerte y
el olvido y que, como la fotografía, encandilaba a Carrère, el que consagró
su novela más famosa y la conservó en la memoria visual española, para su
futuro rescate por generaciones venideras. Ya sabía su autor que "La
torre…" era material cinematográfico de primera, pues en su ya citada
entrevista en la revista "Cinegramas", allá por 1935, se refería a ella con
estas palabras: "Por su emoción, su enredo y sus complicaciones
folletinescas es precisamente por lo que la creo cinematografiable. Sería
la primera película de terror, de misterio, de trucos pintorescos que se
realizase en España".[12] No fue solo la primera, sino casi la única
durante muchos, muchos años, y su carácter fílmico resultaría tan
individualista y atípico como el de su original literario, así como la
figura de su director, el también escritor Edgar Neville, resulta guardar
en tantos aspectos ciertos paralelismos con la de Carrère (afín a los
géneros populares, como el policial, con similar humor negro y castizo,
autor también de una novela absurdista inolvidable: "Don Clorato de
Potasa"… Y, como Carrère, injustamente condenado al ostracismo académico
durante años por su "franquismo", que ahora se le "perdona" e incluso
ignora).
"La torre de los siete jorobados" es pues, novela y película,
doblemente significativa. Pionera de un género fantaterrorífico y de
aventuras netamente hispano, pero con sanas influencias exteriores, que
prefigura el éxito actual de las novelas de un Pérez Reverte o un Zafón, y
empresas como las de la desaparecida pero seminal Fantastic Factory o la
productora de Guillermo del Toro (que, por cierto, podrían encontrar
todavía en muchas obras de Carrère, y no solo en su novela más famosa,
espléndidas fuentes de inspiración). Una rareza, pero también un rasgo de
genio entre otros muchos del tanto tiempo injustamente olvidado y
menospreciado Emilio Carrère. El Señor de la Torre de los Siete Jorobados,
que supo llevar el frescor y la alegría de la mejor novela de aventuras y
misterio a un panorama literario (y cinematográfico), el nuestro, tantas
veces desoladoramente apegado al terruño, el tazón y la cuchara.

AGRADECIMIENTOS
Estás líneas, como todo lo que sobre Carrère y su obra he tenido a bien o a
mal escribir, no estarían completas sin expresar de nuevo mi eterno
agradecimiento a Joaquín Palacios, mi padre, pero también a Paloma Carrere,
sin cuya amabilidad nunca se hubieran podido publicar mis ediciones de
Emilio Carrère en Valdemar, a Rafael Diaz Santander y Juan Luis González
Caballero, de Editorial Valdemar, Federico Palacios, Alfredo Lara, el
llorado Alfonso A. Lorencio, Jorge Gorostiza, Frank G. Rubio, María José
Gutiérrez, Augusto Uribe, Versus Entertainment, y todos aquellos que, de
una u otra forma, aman las extravagancias y locuras de una literatura y un
cine españoles que, raramente, aparecen en las historias oficiales y los
libros de texto.

EMILIO CARRERE, EL MAGO.
-¿Empezamos por lo último, Parmeno?... Lo último es La magia de
Aclayar y de Butatar, obra cabalística, que he escrito con el piadoso
intento de que, los jugadores que la estudien, pierdan con cierta
disciplina. Me he documentado perfectamente en la cábala caldea, porque lo
fundamental en mi libro es el procedimiento mágico de la adición
cabalística. Ya comprenderá que me refiero al lenguaje de los números.
-No, no, señor.
-Pero usted conoce la filosofía de los números.
-Ni por el forro.
-Es lástima. Pues cultivando la adición cabalística, al hacer sus
martingalas para ganar en el juego, han coincidido hombres de tan robusta
inteligencia como el gran matemático Poincaré, y nuestro Echegaray. Con
arreglo a su método -¡mire qué prodigio!- se obtiene medio tanto de
ganancia en cada pase, aunque se pierda.
-¿Que se gana aunque se pierda? ¡Fíjese, Carrere, por Dios!
-Sí. Esto se entiende con alguna dificultad. Pero no dude usted que
se gana. Yo me he embolsado cien pesetas al día durante dos o tres meses.
-¿Merced a La magia de Aclayar y de Butatar? ¿Y no sigue jugando?
-Es que perdí una respetable cantidad, y me retiré; pero me retiré,
porque jamás he tenido el dinero necesario para que mi combinación resulte
infalible. Además, yo soy un calculista, y el calculista y el jugador son
animales de distinta raza.
-Entonces, ¿por qué juega usted?
-¡Por tantos motivos!... El juego tiene un gran interés teosófico.
Para dominarlo –dominando, naturalmente, el "egregor" de las salas donde
están las mesas y las ruletas- hay que ser mago, y yo soy un poquito mago.
Pero todo esto, a pesar de su claridad, tal vez le parezca obscurillo al
buen público. Hablemos, pues, de otras cosas.
-¿Por qué empezó usted a jugar, querido mago?
-Por librarme de los editores; por ser independiente. Y lo conseguí,
y hoy vivo mejor que nunca…, cuando tengo dinero. Digo "cuando tengo
dinero", porque anoche lo perdí todo, y ahora estoy sin un real. Si no,
¿iba a obsequiar con La magia a un mercader de libros?
-Es triste vivir de la pluma, Carrere.
-Pero ya, ¿qué le vamos a hacer? Yo no he sido más que cómico y
poeta. Y hoy, ¿podría yo ser cómico?... ¡Me moriría recitando las sandeces
que se escriben! Y que yo fui cómico porque me enamoré. ¡Cómo recuerdo a
aquella Julia Calderón, que era igual que una sonora espiga de plata!...
-¿Trabajó usted con ella?
-En mil sitios. Los nueve artistas de la compañía, que viajábamos con
las decoraciones y los trajes en una carreta, servíamos para todo: para
anunciar el espectáculo, para levantar el tabladillo escénico en los
corrales de las posadas, para excitar con nuestras pantorrillas a los canes
y para divertir con nuestros versos a los brutos. ¡Qué vil gentuza la de
los pueblecillos y las aldeas! ¡Qué almas de corcho, y qué corazones de
pedernal!... Ante un cómico, el labriego más zafio, porque tiene un
portalillo y dos gallinas, se cree un señor feudal, y la más piojosa
labriega se figura que es una emperatriz. Imagínese usted como nos
tratarían.
-No tendrían ustedes que purgarse.
-No; hambre no pasábamos. Comíamos bien y por poquísimo dinero; pero,
en cambio, ¡qué conflictos para dormir! Yo he dormido en los poyetes de las
cocinas, y en los pajares, y en las cuadras, y en los cobertizos… Mas, para
burlar a los posaderos, ¡me he deslizado tan ágilmente por las ventanas!...
Una vez huimos de la posada de Ventas de Retamosa, pueblo toledano. Las
mujeres, con mucha altivez, se habían ido horas antes en la carreta, a la
vista de todo el mundo, y nosotros, confiados, sin esperar a que cerrara la
noche, nuestra encubridora, emprendimos la marcha. Pero nos vieron unos
chicos, nos denunció el Juan Palomo de la posada, y poco después nos detuvo
la benemérita. ¡Qué triunfal regreso entre chiquillos aulladores, harpías
desmelenadas, perros agresivos y gañanes indignados!... "¡Ladrones!... ¡A
la cárcel!... ¡A la horca!". Nos apedreaban, como si estuviésemos en la
escena, y hasta que llegó el juez, que había ido a arar, no respiramos
tranquilamente.
-¿Y ahorcaron a alguno de la compañía?
-No, porque firmamos un documento comprometiéndonos a pagar. Pero,
¿cómo íbamos a pagar, si para vivir teníamos que apelar continuamente al
recurso de los guantes?... Llegábamos a un aldeorrio, le entregábamos al
pregonero dos reales –que es lo "legal"- para que anunciase la función, y,
a la hora marcada, descorríamos la percalina –porque nuestro telón estaba
hecho con dos colchas de percalina- y empezábamos, y el respetabilísimo
concurso, con arreglo a la costumbre tradicional, empezaba a bombardearnos
con las legumbres y las frutas de la estación.
-¿Y qué hacían ustedes?
-Saludar y sonreír, sorteando los proyectiles.
-Pero… ¡es horroroso!
-Pues lo más horroroso es que casi ninguno de aquellos hidalgos había
aflojado la mosca. Entraban de balde el cacique con su estado mayor y con
los servidores de su estado mayor; entraban de "guagua" el alcalde con sus
amigos y los ediles con sus familias, y completaban el "tifus" el alguacil
con sus paniaguados y el posadero con sus huéspedes y camaradas. De este
modo, en Fuensalida, hicimos una noche, "a corral lleno", una entrada de
siete realazos. Sin el guante, ¿cómo nos hubiéramos defendido?
-¿Y quién pedía?
-Yo, que pronunciaba un discurso: "Eminentes y generosos labriegos:
Estamos agradecidos a la benevolencia que os ha hecho venir, en pos de
vuestras ilustradas autoridades, a juzgar nuestro humilde trabajo.
Agradecidos y orgullosos, os damos las gracias; pero os debemos participar,
en tono de respetuosa comunicación, y sin pedir, ya que vuestro noble
desprendimiento no aguarda a la petición, que sólo hemos recaudado unas
perrillas. Vamos, pues, a echar un guante, para que mañana no sufráis el
disgusto –disgusto que no nos perdonaríais- de saber que no habíamos
comido."
-¿Y se emocionaban?
-Con cinco o seis duros de emoción, que nos permitían llenar nuestro
puchero. ¡Qué época aquella!... Juventud, irreflexión, alegría, cabellera
alborotada, romanticismo…
-¿Entonces empezó usted a escribir?
-Entonces. Estaba yo, con Casañer, en Barbieri, de galán joven; me
habían dado un papel en un drama verdaderamente letal, y para no decir
tantos ripios, sustituí los versos del autor en la situación culminante con
unos que había yo corcusido. Y llegó el momento, y principié a declamar con
ciega valentía; pero de súbito se me olvidó una palabra, me aturdí, mezclé
los versos de la obra con los míos, repitiendo lo que me rugía el
apuntador, que me miraba estupefacto, y comenzaron a caer cosas en escena…,
y allí renuncié yo a eclipsar la gloria de Talma.
-¿Y en seguida ingresó en las falanges de la bohemia?
-Pero si yo no he sido nunca bohemio. Odio a los bohemios, me
repugnan los bohemios, que, en el fondo, son unos cretinos sin vergüenza y
sin voluntad. Yo he ordenado el desorden, y, si no como un burgués, vivo
como un artista que se respeta. Porque en una de mis poesías eché a volar
una corneja -¡la única corneja que he utilizado!- y por mis cuentecillos,
me tachan de bohemio. ¡Habrá estupidez mayor!
-Y eso, ¿le molesta?
-Como que me perjudica enormemente. Todos los muchachos que acuden a
Madrid "para luchar", todos los que no tienen dónde comer ni dónde dormir,
llaman a mi puerta y me atizan terribles sablazos, hablándome de Poe, de
Baudelaire, del alcohol, de los cementerios… ¡y de mi corneja! Con el
dinero que me ha hecho perder la maldita, podría comprar un aeroplano.
¡Como que hay cada "luchador"!... Una noche se metió uno en mi casa:
"Emilio me ha dicho que le espere. Me ha invitado a cenar." Y pasó media
hora, y pasó una hora, y mi mujer se avergonzó. "Es posible que ya no
venga. ¿Por qué no cena usted?" "Es cierto. Ese Emilio es tan descuidado…
Pero hay que perdonarle, señora, porque los genios somos así."
-¿Y comió solo?
-¡Y devoró la cena de toda la familia, aterrando a mi mujer, que se
figuró que de postre se tragaría a un chico! ¡Ah, Pantagrueles bohemios, no
abusaréis más de mí!
-Pero uno de los autores de esa reputación, que le perjudica, es
usted mismo. ¿Ha olvidado la conferencia que dio en la Comedia?
-Es verdad. Antes, Baroja y Vives habían despellejado a los bohemios;
y yo, para burlarme de la burguesía que llenaba el teatro, me presenté como
un bohemio, y dije que por adquirir mis ropas en casa de un enterrador, que
despojaba a los cadáveres, olía yo a "cadaverina", por lo cual me
perseguían los perros con sus aullidos. El público, sin entenderme, lo tomó
al pie de la letra, y se horrorizó.
-¿Y por qué sacó usted al escenario a aquel afligido individuo, que
tan poco le gustó a las señoras?
-A aquél individuo no lo saqué yo, sino España, organizador de las
conferencias, que quiso que los aristócratas viesen un bohemio de verdad. Y
lo vieron, y lo "sintieron", porque el individuo, "sablista" genial, operó
aquella misma tarde en el vestíbulo, y salió del teatro con unos centenares
de pesetas. ¡Con unos centenares de pesetas un mosquito que daba sablazos
de a perra chica!... Porque así, tan insignificantes, son casi todos los
bohemios. Ni siquiera pueden formar en las filas de la gentuza peligrosa, y
en mi folletín La ciudad canalla –en el que retrataré a muchas rameras y a
muchos bandidos, entre los que se destacan atracadores como Pinchauvas y
ladronas como Sarita, que tiene diez años- no figurará ningún bohemio.
(Entrevista a Emilio Carrere realizada por J. López Pinillos "Parmeno",
incluida en su libro "En la pendiente: los que suben y los que ruedan".
Editorial Pueyo. Madrid, 1920).


BRUJERÍAS
Emilio Carrere
Ahora nadie tiene miedo a las brujas. El espíritu del 93 las arrojó
de sus yacijas, y parece que han ido a hacerle compañía al Muerciélago
Satán, su grotesco compadre. Pero yo tengo la inquietante sospecha de que
hay aún brujos entre nosotros.
Los bebedores de sangre infantil, las ladronas de niños, como aquella
Enriqueta Martí, de Barcelona, me dan la escalofriante impresión de que no
todo es ferocidad e ignorancia. Cubre estos sucesos una sombra de misterio,
como si en el fondo hubiese una tremenda práctica de magia negra.
Yo no he creído nunca que las leyendas de brujería fuesen un pretexto
del Santo Oficio para justificar sus crueldades. La Inquisición no fue más
cruel que el Parlamento de París ni que el tribunal calvinista de Ginebra,
que quemó a Miguel Servet. La Inquisición tomó completamente en serio a los
brujos, y los arrojaba al braseo, con la cruz en alto, segura de que hacía
bien por la causa de la Fe. La Inquisición fue fanática e ignorante; pero
los brujos existían, aunque no merecían tan cruento castigo.
Hubo varones preclaros, dentro del Negro Tribunal, que no sonreían
cuando se trataba de estos personajes tenebrosos. La preocupación de los
hechizos, del daño a distancia, de los aquelarres, fue una obsesión que
duró cuatro siglos. Por las guerras frecuentes, España estaba abierta a los
aires de Europa. El espíritu de la época era recio y aventurero, y no se
asustaba con leyendas de fantasmas. Su catolicismo –excepto en los días
delirantes de Carlos II- no fue cruel ni fanático. Sentían el espanto de
los brujos y los quemaban, principalmente, porque no los comprendían bien y
los juzgaban cosa sobrenatural o del demonio. No sería aventurado decir
que, dentro del Santo Oficio, hubo espíritus curiosos, como el alguacil
Alderete, tocados de brujería.
De modo que ¿las brujas han tenido realidad corpórea? –me decís-.
Esto, sin duda alguna: realidad corpórea o astral, o brujesca, en este
caso.
Yo creo firmemente en los aquelarres, y a ellos acudían los estrigos,
no todos los que se achicharraron en los braseros de la Puerta de
Fuencarral, sino los brujos sabios, los verdaderos magos. Hubo muchos
charlatanes, ignorantones y sacadineros, que pagaron cara su codicia en las
mazmorras inquisitoriales, en duro trato con la penca del verdugo, con el
tormento de la cuña o con el de los garrotes a cordel. Ellos afirmaban
haber volado… Pero los que volaban no lo decían, y se estaban en sus lechos
tan tranquilamente. Era un desdoblamiento por el que el cuerpo astral
acudía a la cita de Santa Walpurgis, mientras el cuerpo físico está poseído
de una catalepsia sabiamente provocada. Lo difícil, lo mágico, era
conservar la conciencia en el doble astral. Por eso, solo eran buenos
brujos los ocultistas iniciados, de una cultura honda y rara, en su tiempo,
y de unas extraordinarias facultades psíquicas y magnéticas. En el
Renacimiento, el momento de auge de los hechiceros, se les aceptaba con
interés un poquito medroso; pero se reconocía su existencia, en fin, a
pesar de Savonarola y de Lutero. Es posible que la familia Borgia no
estuviese muy limpia de prácticas brujescas, como escabel para sus
ambiciones frenéticas de poder y gloria mundana.
No faltaba una comadre histérica que asegurase haber visto volar a su
vecino, caballero en un palo de escoba. Y tal vez no mintiera la comadre
histérica o epiléptica que, por su misteriosa enfermedad, tenía la facultad
de ver lo que nadie veía: las formas fluídicas, como los médiums modernos
de espiritismo. Rosa-cruces y brujos negros ha habido en todos los tiempos,
desde Paracelso hasta Balzac. Paracelso fue el precursor involuntario del
hipnotismo científico de hoy. De él tomó Mesmer la teoría del magnetismo
animal, madre de las modernas teorías hipnóticas. En el fondo había una
verdad, que ya es oficial.
Uno de los nombres de mayor inquietud es el del conde Cagliostro, el
extravagante caballero de la corte de María Antonieta, que se acordaba de
todas sus existencias anteriores. Este maravilloso personaje estuvo de moda
hasta el Terror, en que desapareció sin dejar rastro. Poseía, entre otras
gracias, la del don profético, y sabía descifrar el porvenir de las cosas
por medio del alfabeto mágico. Así predijo la Revolución y el advenimiento
de Bonaparte, como otro brujo, el poeta Cazotte, predijo, en una comida de
la Academia Francesa, todos los horrores del 93, según consta en documentos
anteriores a aquellos sucesos.
Hay un género bufo de brujería: el de ciertos librejos apócrifos
escritos por un humorista o un codicioso. Todo en ellos es a base de matar
gatos y de hierbas del cementerio, cogidas a la media noche. Os diré
algunos nombres de estas prácticas mágicas, que son verdaderamente
truculentos: Magia de la aguja pasada por la ropa de un difunto; Magia de
los ojos cosidos del sapo; Magia del hueso de la cabeza de un gato negro;
Hechizo de las alas del murciélago; Magia de las habas del camposanto.
Todas estas cosas que ahora nos parecen absurdas, fueron practicadas
por los sortílegos que ajustició el Santo Oficio. La mayoría fueron
embaucadores sin ningún interés. Pero hubo otros –y tal vez los hay- que
por su cultura de lo misterioso, pueden ser terribles por dominar fuerzas
tremendas y desconocidas del astral.
De todos modos no son de envidiar esos poderes. Los brujos negros
acaban por perder la razón, y muchas veces la vida. Son tremendas las
bromas de lo desconocido.
Acaso todo esto no sea sino una extravagancia pintoresca que yo os
cuento para entretener el tiempo. Pero os digo que, en el fondo, con un
estremecimiento medular, tengo el temor de que no todo sea una patraña de
viejas, una superchería de velada de aldea. La obsesión de las brujas ha
llenado cuatro siglos. Mirad bien, a ver si pasan, el sábado a las doce,
por delante de vuestro balcón.
(Publicado originalmente en la revista "La Esfera". Año IV, nº 182, 23 de
junio de 1917. Incluido en "Los muertos huelen mal y otros relatos
espiritistas". Emilio Carrere. Valdemar. Madrid, 2009. Reproducido con
permiso de los editores).
-----------------------
[1] Entrevista con el autor publicada en la revista "Cinegramas", en 1935.
Citado en "Nuevas pruebas documentales acerca de la autoría de La torre de
los siete jorobados de Emilio Carrère". Julia María Labrador Ben y Alberto
Sánchez Álvarez-Insúa. Anales del Instituto de Estudios Madrileños. Tomo
XLIV. CSIC. Madrid, 2004. Nota nº 13, pág. 931.
[2] Ver Julia María Labrador Ben y Alberto Sánchez Álvarez-Insua. Íd. Op.
Cit., pág. 931.
[3] Ver "Apuntes para la historia de la ciencia ficción española". Augusto
Uribe. Cuaderno de Apuntes. Págs. 3-6. Versión revisada del texto aparecido
en el fanzine "BEM", nº 44, abril/mayo, 1995.
[4] Emilio Carrere: "La torre de los siete jorobados". Ed. Valdemar.
Madrid, 1998.
[5] Los ya varias veces citados Julia María Labrador Ben y Alberto Sánchez
Álvarez-Insúa, no solo en el artículo ya referenciado, sino previamente en
"Génesis y autoría de La torre de los siete jorobados de Emilio Carrère."
"Revista de Literatura", LXIV, 2002, nº 128. Págs. 475-503.
[6] Jesús Palacios: "El misterio de una novela de misterio". Prólogo a "La
torre de los siete jorobados". Emilio Carrere. Ed. Valdemar. Madrid, 1998.
Pág. 32.
[7] No deja de resultar también pertinente recordar que el propio Jesús de
Aragón escribiría a su vez una interesante novelas de aventuras fantásticas
y esotéricas, con numerosos paralelismos respecto a "La torre…": "La sombra
blanca de Casarás", publicada en 1931, aunque existe reedición moderna
(Juventud, 1995). Es, en opinión de Uribe, prueba definitiva de la
participación de Aragón en la confección final de "La torre": "No cabe
discusión. El final de La torre de los siete jorobados coincide con el de
La sombra blanca de Casarás, de Jesús de Aragón, de una forma tal que
tienen que haber salido de la misma pluma". Augusto Uribe. Íd. Op. Cit.
Pág. 4.
[8] Véase, entre otras de sus obras, "El reino de la calderilla". Valdemar.
Madrid, 2006.
[9] Y ello todavía en periodo tardofranquista. Los libros de texto,
tratados e historias de la literatura española de los años 60 y 70 no le
citan apenas, cuando ya destacan incluso nombres de expatriados, exiliados
y víctimas de la Dictadura, como Antonio Machado, Unamuno, Lorca, etc. A
veces pareciera, incluso hoy (y perdóneseme la mezcolanza), como si Azorín,
Cela, Delibes, García Pavón, Buero Vallejo, Torrente Ballester y tantos
otros, no se hubieran también acomodado al franquismo, lo que resulta
injusto y oprobioso de cara no solo a tantos escritores de valía,
"franquistas" o acomodaticios al Régimen, como Carrere, Gómez y Víctor de
la Serna, Giménez Caballero, César González Ruano, Sánchez Mazas, etc.,
sino también respecto a aquellos genuinamente opuestos a este, quienes
sufrieran el exilio, la cárcel o la persecución, como Sender, León Felipe,
Sastre o Arrabal, entre tantos otros.
[10] Ver Emilio Carrere: "Los muertos huelen mal y otros relatos
espiritistas". Valdemar. Madrid, 2009; y también Emilio Carrere: "El diablo
de los ojos verdes". Salto de Página. Madrid, 2010.
[11] Ver Emilio Carrere: "La casa de la cruz y otras historias góticas".
Valdemar. Madrid, 2001; y Emilio Carrere: "La calavera de Atahualpa y otros
relatos". Vademar. Madrid, 2004.
[12] Ver nota 1.
Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.