El sujeto de derecho en el siglo XXI. Ficción, lenguaje performativo e identidades estratégicas de las minorías (tesis de doctorado)

July 26, 2017 | Autor: Dante Augusto Palma | Categoría: Gender Studies, Multiculturalism, Indigenous Studies, Self and Identity, Subjectivities, Liberalism, Gender and Sexuality, Gay And Lesbian Studies, Identity (Culture), Performativity, Legal Pluralism, Gender Equality, Gender Discourse, Subjectivity (Identity Politics), Performance and performativity, Michel Foucault, Judith Butler, Minority Languages, Feminist Literary Theory and Gender Studies, Performativity of Language, Minority Rights, InterCultural Studies, Gender and Etnicity (Anthropology of Friendship), Legal Fictions, Estudios de Género, Women and Gender Studies, Poscolonial studies, LGBT Studies, Interculturalidad, Philosophy of the Subject, Identidade, Interculturality, Multiculturalidad, Pluralismo Jurídico, Identidades, Performatividad, Foucault, Liberalism, Gender and Sexuality, Gay And Lesbian Studies, Identity (Culture), Performativity, Legal Pluralism, Gender Equality, Gender Discourse, Subjectivity (Identity Politics), Performance and performativity, Michel Foucault, Judith Butler, Minority Languages, Feminist Literary Theory and Gender Studies, Performativity of Language, Minority Rights, InterCultural Studies, Gender and Etnicity (Anthropology of Friendship), Legal Fictions, Estudios de Género, Women and Gender Studies, Poscolonial studies, LGBT Studies, Interculturalidad, Philosophy of the Subject, Identidade, Interculturality, Multiculturalidad, Pluralismo Jurídico, Identidades, Performatividad, Foucault
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EL SUJETO DE DERECHO EN EL SIGLO XXI FICCIÓN, LENGUAJE PERFORMATIVO E IDENTIDADES ESTRATÉGICAS DE LAS MINORÍAS

EL SUJETO DE DERECHO EN EL SIGLO XXI FICCIÓN, LENGUAJE PERFORMATIVO E IDENTIDADES ESTRATÉGICAS DE LAS MINORÍAS

Dante Augusto Palma

Palma, Dante Augusto El sujeto de derecho en el siglo XXI : ficción, lenguaje performativo e identidades estratégicas de las minorías . - 1a ed. - La Plata : Universidad Nacional de La Plata, 2014. ISBN 978-950-34-1150-6 1. Derecho. I. Título CDD 340

Diseño de tapa e interior: Jorgelina Arrien Revisión de textos: Melina Peresson

Derechos Reservados Facultad de Periodismo y Comunicación Social Universidad Nacional de La Plata Primera edición, noviembre 2014 ISBN 978-950-34-1150-6 Hecho el depósito que establece la Ley 11.723 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Prohibida la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digitalización u otros métodos, sin el permiso del editor. Su infracción está penada por las Leyes 11.723 y 25.446.

ÍNDICE

Introducción

El sujeto de derecho en el siglo XXI

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Capítulo 1 De liberales y comunitaristas

27

Capítulo 2 Minorías y derechos colectivos

43

Capítulo 3 Derechos potencialmente restrictivos y derechos intrínsecamente restrictivos

67

Capítulo 4 El holismo cultural y una reflexión crítica de las posiciones esencialistas y antiesencialistas

85

Capítulo 5 Identidad y acción política en los movimientos queer y postfeministas

119

Capítulo 6 Cuerpos, subjetividad y emancipación. Hacia una política de la performatividad

151

Capítulo 7 Las ficciones en el derecho y sus implicancias en la discusión sobre la protección de las minorías

169

Capítulo 8 El concepto de persona

191

Capítulo 9 Discurso, verdad y constitución de la subjetividad

209

Capítulo 10 El esencialismo como estrategia

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Bibliografía

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INTRODUCCIÓN EL SUJETO DE DERECHO EN EL SIGLO XXI FICCIÓN, LENGUAJE PERFORMATIVO E IDENTIDADES ESTRATÉGICAS DE LAS MINORÍAS

El proceso económico, social y político que se viene desarrollando en los últimos veinte años y que se denomina globalización es interpretado de manera ambivalente. Por un lado, los más optimistas afirman que se trata de un fenómeno que tiende a consumar la idea kantiana de una paz perpetua en torno de una Confederación de Estados cuyo núcleo sea el respeto por los derechos humanos mientras que, por otro lado, los pesimistas advierten que detrás de este fenómeno se esconde la pretensión occidental de imponer su cosmovisión al resto del mundo. Lo cierto es que se asiste a una situación en la que paralelamente a un proceso aparentemente inexorable de eliminación de las fronteras tanto políticas como culturales, se yergue un conjunto heterogéneo de grupos, comunidades y culturas que reivindican su particularidad como la única garantía de respeto por su identidad. Así se puede observar, como bien indica Benhabib (2002) que desde la caída del bloque socialista, el avance de las telecomunicaciones, la emergencia de los Estados nacionales y la profundización de la globalización, se ha producido un corrimiento de 11

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los conflictos de la lucha por la redistribución a la búsqueda de reconocimiento. Ya no se trataría de una disputa económica entre clases sino del problema del multiculturalismo. Diferentes teóricos políticos han acompañado estos fenómenos y han ofrecido tanto diagnósticos como soluciones dispares a esta problemática en una discusión que vuelve a exponer una dificultad que ha sido tal vez el tópico central de la teoría y la filosofía política desde los griegos: la tensión entre lo universal y lo particular. De aquí que la cuestión del multiculturalismo, para exponerlo en una clasificación un tanto simplificada, enfrenta a una concepción universalista (y en muchos casos individualista) cuyo origen se remonta a los teóricos contractualistas de los siglos XVII y XVIII (en particular Kant) con una concepción particularista que resalta los valores idiosincrásicos de las comunidades apoyada en la idea de que la racionalidad y la identidad individual no pueden pensarse por fuera de la pertenencia a una comunidad histórica. Esta línea de pensamiento es representada por Aristóteles, Herder y Hegel entre otros. En los años ochenta la controversia acerca del multiculturalismo quedó plasmada en una serie de pensadores denominados comunitaristas como Ch. Taylor (1979, 1985, 1990, 1992), A. MacIntyre (1981), M. Sandel (1982) y M. Walzer (1983, 1984) quienes salieron al cruce de la propuesta neocontractualista, universalista y liberal de Una teoría de la justicia de J. Rawls (1971). En los años noventa las posiciones extremas fueron perdiendo interés y dieron lugar a un conjunto de posiciones intermedias tan valorables como complejas. A los matices que el propio Rawls impuso especialmente a partir de Liberalismo político (1993), le siguió un grupo de pensadores que intentaron conciliar sus enfoques individualistas liberales con el valor de la pertenencia a un colectivo histórico. Estos son J. Raz (1986), R. Dworkin (1990) y, particularmente, W. Kymlicka (1995a). Fue especialmente a partir de los aportes de este último que podría decirse que el debate entre liberales y comunitaristas de antaño trasladó su campo de batalla a la problemática del sujeto de derecho (Stapleton, 1995; Kymlicka, 1995b; Shapiro y Kymlicka, 1997; Lucas Martín 1998; Ansuátegui Roig, 2004; López Calera, 12

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2004; Pérez de la Fuente, 2005b) y es sobre este punto donde esta investigación intentará hacer hincapié. En términos generales, entonces, es posible decir que los pensadores que desde el comunitarismo defienden la primacía de lo colectivo sobre lo individual, suelen comprometerse con la idea de que la única garantía de protección de los derechos de los grupos minoritarios es el otorgamiento de derechos colectivos1 (algo, en principio, inaudito para el liberalismo en tanto la primacía de lo colectivo podría vulnerar los derechos individuales). Sin embargo, la aparente disyunción excluyente entre la titularidad colectiva y la individual es matizada por la ya mencionada teoría liberal de Kymlicka que promueve el otorgamiento de derechos colectivos a minorías nacionales siempre y cuando se utilicen como protecciones externas ante abusos de la cultura mayoritaria y nunca como restricciones internas, esto es, como medio de coacción para la libertad de los miembros del grupo en cuestión. Esta disputa, sin duda alguna, es de gran actualidad tanto a lo largo del mundo como en la particularidad del caso latinoamericano que puede ser tomado como un bloque en la medida en que buena parte de las reivindicaciones minoritarias tienen que ver con una historia compartida de colonización y descolonización. Así, más allá de las especificidades de cada pueblo y de la extensión del territorio, es posible tener en cuenta variables comunes a este (sub) continente. Pero, según el punto de vista de este trabajo, es quizás la ambigüedad de Latinoamérica, en tanto es posible pensarla como una suerte de híbrido en el que buena parte de sus sociedades conviven atravesadas por reivindicaciones de costumbres originarias y reivindicaciones modernas más vinculadas a los grandes

Más adelante se mostrarán las diferencias no menores entre derechos colectivos y de grupo. A fines expositivos, por ahora, se los tomará como sinónimos. 1

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centros urbanos, la que hace de este territorio un espacio particularmente interesante para discutir las controversias en torno a los derechos de las minorías. Siendo más específicos, si bien resulta claro que Latinoamérica no es la única región donde el multiculturalismo ha surgido como problemática, posee, por un lado, una gran cantidad de población indígena y afroamericana que exige derechos de propiedad de la tierra, de representación especial y de autonomía2. Pero también, por otro lado, las sociedades latinoamericanas mayoritariamente occidentalizadas son permeables a las exigencias de nuevos grupos como aquellos integrados por mujeres, gays y lesbianas. De hecho, no resulta casual que la gran mayoría de los Estados latinoamericanos hayan formulado leyes y hasta emprendido reformas constitucionales, muchas de las cuales han incluido el reconocimiento de varias de las reivindicaciones tanto de las comunidades originarias como de las modernas. Estos son los casos de Brasil (1988), Colombia (1991), México (1992 y 2001), Paraguay (1992), Perú (1993), Argentina (1994), Bolivia (1994 y 2004), Ecuador (1998, 2008) y Venezuela (1999). En esta línea se pueden listar los diferentes Estados latinoamericanos que han dado algún tipo de respuesta en término de colectivo a las minorías: r Derechos especiales de representación legislativa por género

(Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, México, Paraguay, Perú, Colombia). rDerechos especiales de representación legislativa por etnia (Venezuela, Colombia, Perú). rDerecho colectivo sobre la propiedad de la tierra (Venezuela, Argentina, Ecuador).

Se calcula que a lo largo de Latinoamérica hay alrededor de 650 pueblos indígenas que reúnen una población de 43 millones de personas, esto es, cerca del 10% de la población total del sub-continente (Ponte Iglesias, 2010). 2

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r Derechos de los LGBT (Casamiento para personas del

mismo sexo en Argentina, Uruguay y Brasil, y Unión Civil en Colombia y Ciudad de México). r Derechos colectivos en la educación (derechos lingüísticos en México, Brasil, Argentina, Bolivia, Perú y Venezuela, Ecuador) r El derecho colectivo a la autodeterminación de los pueblos (las reformas constitucionales en Colombia, Ecuador y Venezuela). Por último también hay que tomar en cuenta la actualidad de una problemática que en parte puede englobar lo dicho hasta aquí. Se trata del ataque al monismo jurídico en tanto representante de la lógica occidental. Esto se ha dado a tal punto que buena parte de las diferentes reformas constitucionales en Latinoamérica han reconocido, en alguna medida, las reivindicaciones de las culturas minoritarias, generando, en algunos casos, interesantes controversias que reinstalan la problemática del pluralismo jurídico (Bonilla Maldonado, 2006; Wolkmer, 2006; Merry, S., Griffiths, J., Tamanaha, 2007). Pero más allá de esta clásica tensión entre lo universal y lo particular que precede a las discusiones y a las reivindicaciones antes mencionadas, a partir de interesantes propuestas teóricas (Fuss, 1989; Nurayan, 2000; Modood, 2000), se buscará fundamentar que la discusión tal como está expuesta en el debate entre liberales y comunitaristas no deja de desarrollarse dentro del campo de la metafísica dado que estas tradiciones estarían presuponiendo un esencialismo individual y colectivo respectivamente. Esta visión que podría llamarse deconstructiva, alcanza su espacio de mayor complejidad sirviéndose de aquella tradición italiana y francesa heredera de Foucault que intenta dar cuenta de la “emergencia de la comunidad”, (Blanchot, 1983; Cacciari, 1994, 1997; Derrida, 1994, 1998; Nancy, 2000; Agamben, 2002 y Esposito, 2004) y del debate al interior de la tradición feminista tanto francesa como angloamericana desde la década del 70 hasta la actualidad (Irigaray, 1974; Spivak, 1977; Butler, 1990; Wittig, 1992; Braidotti, 1994; Haraway, 1995 y Preciado, 2002). 15

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La crítica a los esencialismos, sean individuales o colectivos, y la necesidad de repensar qué tipo de sujeto y qué formas de agencialidad acaban siendo la consecuencia de la deconstrucción, obligó a buena parte de las feministas, generalmente comprometidas con una práctica liberadora, a repensar bases teóricas que pudieran sustentar nuevas formas de interpretar las identidades y los modos en que éstas pueden ser representadas por el derecho. Indicado ya el contexto dentro del cual se desarrollará este trabajo y a los fines expositivos, cabe indicar que se intentarán corroborar las siguientes tres hipótesis, a saber: en primer lugar, de la misma manera que la justificación de los derechos individuales se sustenta en soslayados principios metafísicos, la justificación de las exigencias de derechos colectivos por parte de los grupos se encuentra relacionada con controvertidos presupuestos esencialistas que presentan a las comunidades como un todo orgánico y homogéneo; en segundo lugar, el carácter performativo y ficcional del lenguaje del derecho debe apoyarse en un escepticismo lingüístico radical para dejar el espacio abierto a una política emancipadora de las minorías que no tenga el límite presuntamente objetivo del representacionalismo liberal; y por último, si bien el individualismo y el colectivismo se muestran descriptivamente falsos, el esencialismo puede ser rescatado, de manera coyuntural, como estrategia de protección de minorías. Por otra parte, en la primera mitad de este trabajo se podrá observar el modo en que en él conviven las dos tradiciones contemporáneas centrales en la filosofía contemporánea y de la cual se derivan los presupuestos de las principales elaboraciones de la teoría política: la tradición analítica y la continental. Desde este punto de vista se considerará aquí que es posible hacer cruces entre ambas perspectivas y constituir una posición que suponga el diálogo entre puntos de vista que sólo en apariencia resultan incompatibles. De ello se sigue que la propuesta de este trabajo se constituye atravesando autores, sólo en apariencia, irreconociliables, como Wittgenstein y Foucault, Rawls y Butler, o Esposito y Kant.

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Estructura del libro En el capítulo 1 se hará un relevamiento de los principales lineamientos de la controversia entre el pensamiento liberal y el comunitarista. Como resulta claro a partir de lo expuesto en los antecedentes, será imprescindible exponer la posición de John Rawls en A Theory of Justice para luego mostrar las críticas que a partir de los años 80 fueron formuladas por autores como Charles Taylor. Reproduciendo, en algún sentido, el espíritu de las críticas de Hegel a Kant, Taylor y el resto de los autores comunitaristas acusan al liberalismo de Rawls de sostener una concepción ahistórica del sujeto. Este sujeto descarnado e ideal que es funcional a la tradición contractualista no sería otra cosa que la representación de la cosmovisión particular de la civilización occidental con pretensiones de universalidad. En esta misma línea, los comunitaristas denuncian que el presupuesto liberal de la neutralidad del Estado y la igualdad de derechos resulta funcional a la eliminación de las diferencias y de los colectivos minoritarios. En el capítulo 2, un importante aporte interpretativo será presentar esta controversia como un debate al interior del campo del derecho pues de los diferentes puntos de vista liberales y comunitaristas se siguen diversas recetas para protección de minorías. Más específicamente, entonces, la discusión desarrollada en el capítulo anterior se restringirá al interrogante en torno a los sujetos de derecho. En este sentido, mientras que en un primer momento se tiene la tentación de suponer que naturalmente todo liberal defenderá una titularidad individual y que todo comunitarista defenderá una titularidad colectiva, se analizará el caso de Will Kymlicka, en especial, su propuesta mediadora que más allá de tener un fundamento liberal considera necesario el complemento de lo que él llama “derechos de las minorías”. Llegados a este punto habrá que ingresar en disquisiciones más técnicas pues la terminología está lejos de ser unívoca. En este sentido, se desarrollará la idea de que es posible complementar los derechos estrictamente individuales con derechos en función de grupo pero no así con derechos colectivos. Según la perspectiva de este trabajo, la distinción entre grupo y colectivo 17

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estará dada por la titularidad del derecho en cuestión: mientras en el primer caso el titular sigue siendo el individuo en tanto miembro de un grupo, en el segundo se trata de un derecho otorgado a la colectividad en tanto tal. Esta clarificación permitirá, en el capítulo siguiente, reformular la propuesta de Kymlicka en torno a los derechos de las minorías como protecciones externas y derechos de las minorías como restricciones internas, indicando que aquellos derechos inaceptables, en tanto implican esencialmente una vulneración de los derechos individuales, son solamente aquellos de titularidad colectiva y no aquellos en función de grupo. A partir de esto se propondrá una original clasificación inspirada en la propuesta de Kymlicka más allá de que en los capítulos finales se acusará a éste de poseer una importante carga metafísica que debe ser evitada. Los capítulos 4 y 5 retoman críticamente los presupuestos comunitaristas y liberales respectivamente. En cuanto a los primeros, se advierte una visión holista y metafísica que entiende a la comunidad como un todo sin fisuras y homogéneo. En otras palabras, cuando los comunitaristas afirman que el individuo está determinado por la comunidad, suelen pasar por alto que ésta es una totalidad ficcional, confusa, contradictoria y viva. En esta línea, el capítulo desarrolla los puntos de vista de pensadores que provienen de diferentes tradiciones teóricas pero que confluyen en su visión deconstructivista de la comunidad. Asimismo, en este capítulo se realiza un quiebre que obliga a trascender la disputa desarrollada en los capítulos anteriores. Esto es, dado que no sólo el liberalismo poseería una carga metafísica producto de una cosmovisión particular, sino que también el comunitarismo cimienta sus principales críticas en principios injustificables, parece necesario correr el eje de la cuestión a un debate entre posiciones esencialistas y antiesencialistas. Dicho de otro modo, habrá que hacer hincapié en propuestas que resulten superadoras tanto del esencialismo metafísico liberal como del comunitarista. Es en este sentido que las elaboraciones de Benhabib, Bhabha, García Canclini, Nancy y Esposito, resultan de suma utilidad pues intentan repensar la relación entre identidad y comunidad desde una perspectiva más compleja tratando de evitar cargas metafísicas. 18

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En lo que respecta al capítulo 5, el acento se pondrá en la tradición deconstructiva, aquella que no sólo ataca los presupuestos liberales de la conciencia autónoma sino que apunta a minar la unidad del atomismo, esto es, el cuerpo individual. En este sentido, resulta insoslayable profundizar en los desarrollos de las nuevas corrientes teóricas del feminismo y la cultura gay. Contrapuestos a los movimientos liberales que buscaban la mera igualación de derechos, estas nuevas perspectivas buscan indagar en las posibilidades teóricas y prácticas de una total desustancialización. Asimismo, los ejemplos que se tomarán, especialmente los de Braidotti y Preciado, son deudores de la conceptualización que Deleuze y Guattari expusieran especialmente en Mil Mesetas. Así, “Líneas de fuga”, “haecceidades”, “simulacro”, “partículas preindividuales”, “nomadismo” y “desterritorialización” serán algunos de los nuevos fundamentos que se aplicarán a las necesidades de movimientos de minoría sexuales que buscan salirse de la lógica binaria. Además, ya en este capítulo, comenzarán a esbozarse las principales consecuencias de estas propuestas y la perplejidad a la que puede arrojar una política de la total des-esencialización. Se verá, entonces, que las diferentes formas en que estas autoras se apropian del legado deleuziano acabará prefigurando la discusión de los últimos capítulos en torno al esencialismo estratégico. El capítulo 6, en tanto, profundizará aún más en las elaboraciones del feminismo crítico en relación a las posibilidades de una práctica capaz de constituir nuevas subjetividades. En esta línea, el pensamiento de Judith Butler es vital, especialmente a partir de la utilización que hace de la noción de acto performativo de Austin. La autora de Cuerpos que importan muestra que tanto el género como el cuerpo son construcciones performativas de una matriz heterosexual, meros efectos de la sedimentación de continuas formas de actuarlos, las cuales, extendidas en el tiempo, hacen que se olvide su origen ficcional. La propuesta de Butler, entonces, arremete contra la noción representacionalista del derecho a través de la cual el liberalismo parecía llevarle las de ganar al colectivismo. De este modo, ni siquiera el cuerpo individual es el dato del cual el derecho debe dar cuenta. Asimismo, es de destacar 19

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que la propuesta de Butler no cae en el mero utopismo liberador sino que es bastante más compleja. Si bien se desarrollará más adelante, nótese lo interesante de su advertencia acerca de la paradoja de la sujeción, esto es, la idea de que la emancipación de los sujetos será la actividad de los mismos sujetos que fueron constituidos en tanto sujetados. Dicho de otra manera, hay que justificar cómo la constitución performativa de estos sujetos deja espacio para romper con esta lógica y en qué sentido esta posibilidad no supone descansar en las mismas bases que dice criticar, esto es, un sujeto autónomo, racional y autoconsciente. El capítulo 7 es el dedicado a las ficciones y se encuentra vinculado con los capítulos anteriores por la vía de la necesidad de un pensamiento no-representacionalista. En otras palabras, este capítulo resulta de relevancia porque permite esmerilar la distinción tajante existente desde Aristóteles entre lenguaje literal y lenguaje metafórico. Como se verá especialmente a partir de los análisis de Vaihinger o Bentham, las disciplinas de las ciencias duras y, por supuesto, también el derecho, recurren continuamente a ficciones, esto es, errores útiles adoptados de forma consciente. Dado que los autores mencionados no parecen ser lo suficientemente radicales como para borrar los límites de la descripción correcta y la incorrecta, parece necesario adentrarse en las tesis del escepticismo lingüístico de Fritz Mauthner para quien el lenguaje en sí es una gran metáfora, una ficción que jamás podrá ser útil como instrumento cognoscitivo. La necesidad de apoyarse en este tipo de tesis radicales tiene que ver con que a partir de la hipótesis 2, este trabajo considera que desarrollos deconstructivistas como los de Butler, más allá de que no lo expliciten, necesitan afincarse en una teoría del lenguaje que no tenga al mundo empírico de la objetividad neopositivista como límite. Es decir, en la necesidad de disolver el cuerpo y la sexualidad como datos biológicos, este tipo de propuestas deben descansar en un escepticismo radical que haga desaparecer el ámbito de lo literal. Más allá de esto que luego será apoyado en el capítulo 9 con el desarrollo de la propuesta de Foucault, parece necesario dedicar el capítulo 8 a la noción central que se viene trabajando aquí, esto es, la noción de persona o, lo que acaba siendo lo mismo, el 20

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sujeto de derecho. Ya en el capítulo 7, al profundizar los puntos de vista de Bentham y Vaihinger, quedará expuesto que independientemente de la teoría del lenguaje que pueda sustentar coherentemente esta afirmación, no cabe duda que el ejemplo por antonomasia de la ficción en el derecho, es el de la categoría de persona. En este sentido, este capítulo comienza haciendo un repaso por la particular etimología de esta noción resaltando el carácter de máscara que ésta supone y la forma en que el derecho romano la readaptó para transformarla en uno de los pilares del derecho occidental hasta el día de hoy. La persona como un artificio, como un plus que no equivale al cuerpo biológico es lo que permite, en el caso del derecho romano, afirmar la existencia de individuos humanos no personas como los esclavos. En este punto, resultará interesante indagar en los trabajos comparativos que muestran los modos en que diferentes culturas constituyen, a partir del lenguaje, una ontología que en el caso que compete a este trabajo, se manifiesta con claridad en la distinción entre persona y cosa. El ejemplo del esclavo y esa ambigüedad por la cual en algunas circunstancias es tratado como sujeto de derecho y en otras acaba siendo reificado, muestra la arbitrariedad de toda clasificación. Pero para indagar más en este dualismo con que Occidente constituyó al Hombre, será de suma utilidad desarrollar la propuesta de Roberto Esposito acerca de la tercera persona, especialmente el desarrollo que él adjudica a Bichat y por el cual se distingue claramente la parte vegetativa del Hombre (la zoé), de la parte racional (el bíos). Esposito denunciará tal separación como parte del proceso por el cual la racionalidad moderna acaba sepultando la dimensión verdaderamente común del Hombre, esto es, su aspecto vegetativo. En este sentido, más allá de que como él bien observa, ha habido retrocesos atroces como la tanatopolítica del nazismo que eliminó la dimensión de la persona para actuar biopolíticamente sobre los cuerpos de los detenidos en los campos de concentración, la declaración universal de los derechos humanos no es otra cosa que el retorno natural del universalismo liberal que busca una igualación desde la máscara jurídica de la persona. 21

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Más allá de la propuesta de Esposito, deudora explícita de Deleuze, este desarrollo servirá para tomar un nuevo empuje hacia los últimos capítulos de este trabajo. Así, en el capítulo 9 se hará necesario profundizar aún más la teoría del lenguaje que permitirá sostener la propuesta no correspondentista del derecho y, en particular, del sujeto de derecho. En esta línea, las diferentes elaboraciones de Michel Foucault suman, desde diversos ángulos, elementos a favor de un escenario en el que las minorías puedan utilizar el lenguaje del derecho con fines estrictamente estratégicos. En esta línea se indagan las aristas que Foucault desarrolla a lo largo de buena parte de su obra y que pueden pensarse como parte de la “problemática de la verdad”. Desde el punto de vista de este trabajo, entonces, desbrozar el camino hacia una implícita teoría del lenguaje en Foucault supone profundizar en su teoría acerca de la verdad. Y, claro está, realizar ese desarrollo permite penetrar en su perspectiva acerca de la función de los discursos. Así, especialmente en El orden del discurso y en Arqueología del Saber, muestra las características de esta voluntad de verdad que se erige sobre la forma excluyente que adoptan los discursos. Tal punto de vista alejará claramente a Foucault de la tradición neopositivista que busca rescatar una verdad por adecuación. Así empieza a vislumbrarse el germen del rol performativo que le da a los discursos en tanto constitutivos de lo real. Asimismo, no faltará lo que desde este trabajo se considerará una forma de afianzar este desafío a la forma tradicional de entender la verdad. Esto es algo que Foucault construye a partir de las continuas referencias a Nietzsche y su advertencia acerca de la violencia del lenguaje, y a través de diferentes conceptos cuya finalidad no es otra que dejar en claro el carácter histórico de la verdad. Así, por ejemplo, el énfasis en las formas de veridicción parece ser uno de los capítulos en los que Foucault muestra que la verdad no es la consecuencia de contraponer un enunciado a un orden objetivo externo sino la relación intra-sistémica de un discurso que impone, desde y hacia adentro, las condiciones de posibilidad de lo que puede considerarse verdadero y falso. Es 22

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esto lo que aparece también en una noción como a priori histórico o en las formas de estar en la verdad. Tras esta elaboración, claro está, resultará de utilidad para este trabajo indagar en el modo en que las formas de los discursos constituyen subjetividad. Tal cuestión cobra mayor relevancia aún si se considera que Foucault le ha dado al discurso jurídico una preponderancia especial cuyo ejemplo más reconocido es el de la elaboración de la sociedad panóptica. Una vez más, como acreedor de lo desarrollado por Esposito, no resulta casual que el francés haya realizado también una historia de la constitución de la subjetividad moderna vinculada especialmente a las formas de los castigos, las penas y los modos en que las instituciones ejercen su control sobre los cuerpos. Es importante en esta línea señalar lo que Foucault encuentra como “el nacimiento del alma” y la forma en que ésta, en oposición al sentido común forjado desde los puntos de vista de la religión cristiana, acaba siendo la prisión del cuerpo. Por último, el capítulo 10 retoma una idea profundamente controvertida de Gayatri Spivak: el esencialismo estratégico. En lo que a este trabajo refiere, tal idea resulta de suma utilidad pues es funcional a la posibilidad de erigir una propuesta que, consciente de la metafísica esencialista existente detrás del liberalismo, pueda pregonar la defensa de derechos de titularidad individual de un modo simplemente estratégico. Frente a la fijeza y a los presupuestos tanto de las visiones que esencializan el colectivo como aquellas que esencializan la individualidad, amparadas en el aparentemente dato neutral del cuerpo biológico, la respuesta no es una política de la deconstrucción y la desidentificación, sino una búsqueda estratégica de los modos en que una minoría puede ser protegida. Sin ontologías privilegiadas, la protección de las minorías será parte de una disputa política y coyuntural que eventualmente podría erigirse en los derechos tal como se los entiende hoy sólo que desde un punto de vista estratégico, esto es, conscientes de que un cambio en las condiciones puede necesitar readaptaciones y nuevas formas sin límites empíricos presuntamente objetivos y sin las pretensiones representacionalistas de una supuesta naturaleza humana. 23

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En síntesis, este trabajo genera aportes interpretativos y propositivos en varios aspectos. En primer lugar, traslada el debate entre liberales y comunitaristas al campo del sujeto del derecho. En segundo lugar, hace dialogar diferentes tradiciones para mostrar que el punto de vista deconstructivista más ligado a la perspectiva continental, permite denunciar la metafísica subyacente tanto a liberales como a comunitaristas en el contexto de la problemática del multiculturalismo especialmente en Estados Unidos y Canadá. En tercer lugar, este trabajo propone que la distinción entre derechos colectivos y derechos de grupo sea tomada desde el punto de vista de la titularidad del derecho. Esto da lugar a un cuarto aporte que es la reconfiguración de aquella propuesta de Kymlicka que distinguía entre protecciones externas y restricciones internas prescindiendo completamente de la problemática de la titularidad. Y de ese modo se mostrará cómo las restricciones internas se encuentran asociadas intrínsecamente a derechos de titularidad colectiva, algo que es sólo una amenaza potencial en el caso de los derechos de grupo. Un quinto elemento a destacar desde la perspectiva interpretativa, es la consideración de que son las elaboraciones de las teorías queer y las teorías deconstructivistas feministas las que sientan las bases de la crítica más profunda al liberalismo. Esto tiene que ver con que estos puntos de vista denuncian la presunta objetividad y unidad del cuerpo, esto es, aquella materialidad presupuesta como el receptáculo de la dignidad por la tradición liberal. Por otro lado, también resulta original el modo en que se vinculan el carácter performativo del derecho con la teoría de las ficciones y, a su vez, cómo ésta cobra estricta relevancia en la medida en que se la considere vicaria de una teoría del lenguaje no correspondentista. Por último, la perspectiva de este trabajo es original en la medida en que por un lado se hace eco de las críticas deconstructivistas pero sin renunciar a la prioridad de unos derechos individuales que, a diferencia de la tradición liberal, son sostenidos como constructos históricos y contingentes. De aquí que se adopte el esencialismo estratégico como aquella categoría que permite ficcionar una unidad capaz de ser portadora de derechos 24

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sin adquirir compromiso alguno con una concepción metafísica del Hombre y de la identidad. Para finalizar, cabe aclarar que este trabajo es una versión, adaptada al formato libro, de la tesis del doctorado en Ciencias Políticas que realicé en la Universidad de San Martín bajo la dirección de Edgardo Castro. Asimismo, creo relevante mencionar que este escrito no debe evaluarse como un simple mérito personal pues es también el fruto de un sistema educativo público que pese a los grandes embates recibidos en los años 90 sigue siendo un ejemplo en Latinoamérica. El jardín de infantes, la primaria y la secundaria los realicé en escuelas públicas. Con esa base comencé mis estudios en la carrera de grado de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y tras recibirme decidí acercarme a otra universidad pública, la ya mencionada Universidad de San Martín. Sin exámenes de ingreso restrictivos y sin pagar un sólo centavo desde los 5 años hasta los 33 me formé en instituciones dependientes del Estado. Asimismo, durante el lapso de realización del doctorado, obtuve dos becas de una institución pública como el CONICET y gracias a esa ayuda pude finalizar mis estudios en tiempo y forma. De más está expresar mi eterno agradecimiento al Estado argentino y a todas las personas que de un modo u otro estuvieron junto a mí a lo largo de todo ese desarrollo. Por otra parte, que esta investigación pueda ser publicada hoy obedece no sólo a mi tenacidad sino a la enorme predisposición de las autoridades de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata, en particular, a la generosidad de Florencia Saintout y Pablo Bilyk quienes me abrieron las puertas de la institución sin condicionamiento alguno. Mi agradecimiento a ellos y a quienes han llegado hasta aquí en la lectura de este trabajo y consideran que valdrá la pena continuar con las páginas que siguen.

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CAPÍTULO 1 DE LIBERALES Y COMUNITARISTAS

Como se puede colegir de los comentarios de la introducción, el multiculturalismo aparece, entonces, como el enigma propio de estos tiempos y su tratamiento es recurrente en los principales debates políticos. En este sentido, la idea de una sociedad multicultural plantea interrogantes acerca de la estabilidad, la tolerancia, la constitución de la subjetividad y el lugar de las minorías, entre otros. Pero si bien el multiculturalismo abre un abanico de problemáticas, resulta necesario centrarse en lo que, a juicio de este trabajo, es un punto en común que se encuentra a la base de las mismas: la discusión en torno del sujeto de derecho. En otras palabras, en muchos países, se ha asistido a situaciones donde diferentes culturas minoritarias creen que la neutralidad asociada a un Estado ciego, a las diferencias, y comprometido meramente con garantizar los derechos individuales es funcional a la homogeneización pregonada desde la sociedad mayoritaria. Por ello, estas minorías ven con buenos ojos el otorgamiento de derechos especiales en función de grupo o derechos colectivos

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como garantía de preservación frente al avance de la cosmovisión mayoritaria. La discusión filosófico-jurídica acerca del sujeto de derecho en relación con el respeto por las minorías, dentro de la tradición democrática, lleva al menos tres décadas y puede circunscribirse a dos grandes grupos: los liberales (es decir, aquellos comprometidos con la idea del respeto por los derechos individuales) y los comunitaristas (es decir, aquellos que privilegian la perspectiva de la comunidad por sobre el individuo). Los comunitaristas (y algunos liberales críticos o comprensivos3 también) sostienen que la institución liberal derechos humanos es incapaz de dar cuenta de la situación de las minorías ya que está comprometida con una concepción individualista de los derechos. De aquí se sigue que la situación de las minorías y la necesidad de protegerlas del etnocentrismo de las mayorías parecen resaltar la necesidad de la institucionalización de derechos colectivos especiales. En este contexto, este trabajo comenzará contraponiendo la posición liberal y comunitarista, lo cual resultará útil para observar las críticas y las dificultades de cada una. Esto permitirá manejar el marco desde el cual adentrarse en el liberalismo “comprensivo/moderado” de Kymlicka y su intento de arribar a una propuesta sustantiva en torno a los derechos de las minorías. Por último, se introducirá, dentro de la terminología kymlickiana, una serie de categorías que modificarán algunas de sus conclusiones para de ese modo intentar un aporte más a un debate que está lejos de concluirse.

Se trata de aquellos liberales que consideran que no debe haber una separación tajante entre el ámbito privado de la moral y el ámbito público. A veces denominados como pensadores de la continuidad (frente a la discontinuidad de la que es acusado el liberalismo cuando exige al individuo que deje de lado sus convicciones al ingresar en la esfera pública), se puede incluir en esta lista a Kymlicka (1989, 1995a); Raz (1986) y Dworkin (1990), entre otros. 3

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El regreso de la teoría política: John Rawls y Una teoría de la justicia Aun sus peores críticos acuerdan que es imposible entender los debates contemporáneos en materia de teoría política si se pasa por alto la publicación en 1971 de Una Teoría de la justicia de John Rawls. La colección de artículos incluidos en ese libro es un intento explícito de reivindicar principios liberales, por lo pronto, en una discusión al interior de su propia tradición. De este modo, Rawls retoma el universalismo kantiano4 para, por un lado, oponerse explícitamente al utilitarismo y al intuicionismo, y por otro lado, para diferenciarse claramente de la corriente liberal libertaria. Por otra parte, para distanciarse también del formalismo habermasiano, lo que Rawls busca es el establecimiento de principios sustantivos de justicia a los cuales arribará aggiornando la clásica idea de contrato para denominarla “Posición original”. Se trata, entonces, de establecer un experimento mental con representantes de individuos racionales para poder pensar sobre qué tipo de principios podrían acordar. Sin embargo, el correcto funcionamiento del experimento requiere agregar un elemento extra. Se trata de lo que Rawls llama el “velo de la ignorancia”. Esta controvertida idea rawlsiana supone que sólo será posible el acuerdo si los contrayentes desconocen su posición social, su etnia, su religión, su género y su ideología. Dicho de otro modo, si los contrayentes tuvieran conciencia de alguno de estos elementos determinantes para la vida de cualquier ser humano, a la hora del pacto, intentarían crear

Asímismo, hay buenas razones para sostener que la discusión contemporánea entre liberales y comunitaristas, se realiza dentro de los parámetros de la controversia entre Kant y Hegel. De hecho, el germen de la crítica comunitarista a Rawls se encuentran presente ya en aquel libro de Charles Taylor publicado en 1979 cuyo título es Hegel y la sociedad moderna. 4

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condiciones que favorecerían al espacio que representan dentro de la sociedad. Este punto es un elemento que atravesará toda la obra de Rawls y que también evidencia una disputa con otro de sus enemigos teóricos: el hobbesianismo. Como parte de la tradición liberal kantiana, claramente Rawls criticará el decisionismo del autor de Leviatán pero, además, entenderá que sin velo de ignorancia el resultado del pacto no será más que la consecuencia del (des) equilibrio de poder existente por el cual los que están en una posición privilegiada podrán imponer sus condiciones al resto. Para escándalo de Sócrates y Platón, en este punto, la ignorancia es aliada de la justicia y de la imparcialidad, conclusión que, paradójicamente, se apoya en una concepción de la persona a la que Hobbes suscribiría: se trata de un ser humano racional, autointeresado y egoísta. En otras palabras, si los hombres fuesen solidarios no haría falta hacerles olvidar lo que son y los intereses que defienden pues aún así pensarían en el otro e intentarían construir una sociedad sobre la base de principios que favorezcan a todos por igual. Ahora bien, según Rawls, una vez aceptados los elementos que modelan las condiciones iniciales del pacto, los contrayentes arribarían a dos principios de justicia cuyo orden es lexicográfico y se expondrá a continuación según su última versión5: r$BEBQFSTPOBIBEFUFOFSVOEFSFDIPJHVBMBMFTRVFNB más extenso de las libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás. r-BTEFTJHVBMEBEFTTPDJBMFTZFDPOÓNJDBTFTUBSÃOKVTUJàcadas según dos condiciones: a) deben estar ligadas a oficios y posiciones abiertas a todos bajo condiciones de una

Esta última versión difiere de la expuesta en Una Teoría de la justicia. El cambio, publicado ya en 1982, fue la consecuencia, como el propio Rawls reconoce, de las críticas que le hiciera H. L. A. Hart (Ver Rawls, 1993: 31). 5

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equitativa igualdad de oportunidades que b) redunden en el mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad. El primer principio, el de la igualdad, resulta de claro corte liberal y supone que cualquier persona atravesada por un velo de ignorancia, dado que no sabe qué lugar ocupa en la sociedad y desconoce si esta posición le impide eventualmente contar con los elementos para desarrollar su plan de vida, elegirá que todos los hombres y mujeres tengan un esquema igual de libertades. El punto, claro está, es que el liberalismo no es simplemente una “teoría de la igualdad” o, en todo caso, lo es sólo en el aspecto jurídico. Por ello, Ralws afirma que los contrayentes arribarían a un segundo principio que justifique la diferencia. En otras palabras, sería una base que pudiera satisfacer la idea de que un principio esencial de toda sociedad es aquel que, garantizado ya el hecho de que “todos los hombres son iguales ante la ley” y más allá del inclemente azar, el futuro de cada individuo dependa de sus decisiones personales. Se supone así que, dado que todos comienzan desde el mismo punto de partida en igualdad de condiciones, la desigualdad social y económica no es otra cosa que el producto de las decisiones que los individuos hayan tomado a lo largo de la vida. Hasta aquí la propuesta de Rawls no parece separarse de la de cualquier liberal clásico pero es la parte b de este principio de la diferencia la que ubica a Rawls en lo que podría denominarse “el ala izquierda”, socialdemócrata, de la tradición. Así, frente a un autor libertario como Nozick quien pregona un mínimo de intervención estatal circunscripta a la seguridad personal y a la propiedad privada, Rawls indica que la diferencia tiene límites. ¿Cuál son esos límites? Los que indican que es injusta una sociedad en la que el resultado de las elecciones personales de los sujetos en el mercado redunde en la peor de las miserias de los miembros menos aventajados. De este modo, la parte b del principio 2 hurga en la racionalidad egoísta de los contrayentes que auto-interesadamente y ante la hipotética situación de que les toque ser los miembros 31

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menos aventajados de la sociedad, elegirán estar en la mejor situación posible. Para decirlo cuantificada y burdamente, supóngase que hay una sociedad donde los más aventajados tienen 100 y los que menos tienen, alcanzan 5 unidades. Ahora supóngase otra sociedad en las que los que más tienen, tienen 130, y los que menos tienen alcanzan 6. Si bien es posible que el individuo que elige esté del lado de los que tienen 100 o 130, también es posible que le toque estar entre el grupo de los menos aventajados. En este sentido, de manera prudente elegirá el segundo tipo de sociedad donde comparativamente, los que menos tienen, tienen más que en la primera sociedad. Como se indicara anteriormente, la propuesta rawlsiana convulsionó las pasivas entrañas de la teoría política, al punto de generar una andanada de críticas, algunas de las cuales obligaron a que Ralws revisara varios de sus presupuestos en lo que será su segunda obra más importante Liberalismo político. Sin embargo, a los fines expositivos, a continuación se desarrollará, en primer lugar, los ejes principales del embate que, durante los 70 y los 80, emprendieron un conjunto de autores que fueron englobados en la categoría de “comunitaristas”.

Las críticas comunitaristas Como se indicara recién, la propuesta liberal de Rawls recibió casi de inmediato una importante cantidad de críticas de pensadores con orientaciones filosófico-políticas diversas, que van desde visiones reaccionarias y conservadoras hasta liberales nacionalistas. A pesar de la resistencia personal que cada uno de ellos ha demostrado a ser englobados bajo una categoría o tradición común, estos pensadores han sido presentados por los comentaristas como formando parte de un núcleo de ideas “comunitarista”. La denominación no es del todo arbitraria pues lo que los une es la crítica a ese tipo de liberalismo que deja de soslayo el modo en que el individuo es determinado por la comunidad histórica en la que le ha tocado desarrollarse. 32

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A los fines de este trabajo, no resulta necesario desarrollar y evidenciar las diferencias entre estos teóricos por lo que se hará hincapié en los elementos comunes y en el señalamiento de lo que para ellos serían los puntos más controversiales de la propuesta rawlsiana. Según Stephen Mulhall y Adam Swift (1992) es posible agrupar en 5 categorías las críticas comunitaristas al punto de vista que Rawls expresó en Una Teoría de la justicia, a saber: a) La concepción de persona: probablemente la crítica central de la cual deriven las otras –para el comunitarismo la propuesta rawlsiana estaría viciada desde un principio– se sostiene sobre la base de una concepción metafísica controvertida acerca de la persona. La clave aquí es el velo de la ignorancia dado que esa cláusula, como se indicó algunas líneas atrás, quita toda la información relevante a partir de la cual el contrayente podría tomar una decisión. Dicho de otra manera, cuando Rawls afirma que la ignorancia es requisito de la imparcialidad, está sosteniendo implícitamente que existe un sujeto racional independiente del contexto histórico, esto es, más allá de la determinación de clase, de género, de etnia, etc. En términos generales, una buena parte de los pensadores comunitaristas acusan a Rawls de postular un sujeto descarnado, una suerte de esencialidad humana transhistórica que se parece mucho al histórico sujeto liberal. En este sentido, los comunitaristas indicarán que un sujeto aislado de sus fines, sus valores y su concepción de la buena vida, más que un sujeto imparcial, es un ente vacío. b) Individualismo asocial: como se sigue de lo dicho anteriormente la concepción de la persona liberal es una concepción atomista que desvincula al individuo de sus fines y de la comunidad. Para los comunitaristas, la subjetividad de los individuos no puede ser disociada de los fines que, a su vez, se encuentran relacionados con las concepciones del bien, producto del conjunto de valora33

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ciones compartidas de las personas en su comunidad. En este punto, el comunitarismo ataca al liberalismo con las mismas armas aristotélico-hegelianas con las que se atacó al contractualismo, pues esta tradición descansaría en una metafísica del individuo que supone que existe una identidad y una racionalidad pre-social. Siguiendo esta línea, el liberalismo no indica que la sociedad sea inútil sino que es sólo un instrumento de asociación que permite perseguir y alcanzar los fines individuales de manera satisfactoria. c) El universalismo: vinculado con los puntos anteriores, resulta evidente que ese sujeto descarnado del Rawls de Una Teoría de la Justicia no aparece como el emergente de una cultura histórica. Dicho en otras palabras, algo sobre lo cual el propio Rawls se retractará, los principios de justicia acordados por los contrayentes serán el resultado de la naturaleza humana y no de valores culturales, políticos y económicos anclados en un tiempo y un espacio. En este sentido, varios comunitaristas denuncian allí que principios particulares son expresados como universales lo cual es denunciado como lisa y llanamente una pretensión etnocéntrica. No es descabellado pensar que esta crítica ha sido central para el liberalismo y que, por ello, tanto Rawls como otros liberales han puesto el mayor esfuerzo en encontrar una serie de principios que sean comunes pero que, al mismo tiempo, puedan eludir la crítica de “prepotencia occidentalizante”. d) Subjetivismo: la cuarta categoría que señalan Mulhall y Swift tiene que ver con una crítica central para entender la estructuración de los Estados liberales. Para muchos comunitaristas, el liberalismo expresa una suerte de subjetivismo ético, un escepticismo respecto de las concepciones de la buena vida. En otros términos, como se verá en el punto que sigue, la justificación de la neutralidad del Estado liberal bien podría explicarse en términos falibilistas: dado que no es posible conocer la verdad o que, en todo caso, se 34

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trata de un asunto individual inherente a la concepción de la buena vida de cada sujeto, se debe generar un sistema jurídico que permita a cada uno perseguir los fines que desee. e) El Estado neutral y anti-perfeccionista: como se sigue del punto anterior, el Estado liberal se caracteriza idealmente como neutral, separado de la Iglesia, del deber de “perseguir la verdad”, deja este asunto al ámbito privado de los hombres. En este sentido, el Estado liberal es, entonces, anti-perfeccionista, en tanto no presupone ni impone ninguna concepción del bien. Esto es lo que se conoce en la literatura política como “prioridad de lo justo sobre lo bueno”, algo sobre lo cual se volverá más adelante. El comunitarismo atacaría aquí dos aspectos: por un lado, la neutralidad del Estado implicaría una toma de posición derivada de una concepción de lo bueno, esto es, presentar que lo justo puede separarse de lo bueno no es más que una falacia pues todo ideal de justicia presupone una concepción de la buena vida. Este punto parece la contracara de la crítica al presunto subjetivismo, aquí se estaría atacando una suerte de objetivismo encubierto de parte del Estado liberal por el cual su neutralidad no sería aséptica sino fruto de una concepción del bien que no se presenta como tal; derivado de este punto, la segunda crítica afirmaría que el objetivismo encubierto deja a las culturas minoritarias a merced de la “lógica del mercado” en la que la no intervención del Estado, lejos de ser neutral, es una de las formas a través de la cual se impone la cultura mayoritaria. Librados a la lógica liberal que trataría a todos en pie de igualdad, el resultado es la paulatina desaparición de los puntos de vista diferentes.

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El segundo Rawls La respuesta a varias de estas objeciones ven la luz de forma sistemática recién en 1993 cuando John Rawls publica su segundo libro significativo: Liberalismo político. Como todo libro que se transforma en un clásico, las opiniones respecto al mismo son de lo más variadas. En los dos extremos, para algunos significó una suerte de renuncia de Rawls al liberalismo quizás abrumado ante las críticas comunitaristas; para otros, los matices que Rawls puso a su “Justicia como imparcialidad” no dejan de ser superficiales y resultan sólo una mascarada para seguir sosteniendo las principios liberales. La clave del cambio está en lo que Rawls llama una concepción política de la justicia en la cual pueden distinguirse 3 características según su alcance (a), su status (b) y su fuente (c) (Ver Mullhal y Swift, 1992). a) Se aplica, en particular, a lo que llamaré, “la estructura básica de la sociedad, la cual para nuestros propósitos de exposición, supongo que es una democracia constitucional moderna […]. Por estructura básica entiendo las principales instituciones políticas, sociales y económicas de una sociedad y cómo encajan estas instituciones en un sistema unificado de cooperación social de una generación a la siguiente […] b) No se presenta como una doctrina comprensiva, ni siquiera como emanada de ellas. […]. Para decirlo con una frase de moda, la concepción política es un módulo, una parte constituyente esencial, que encaja en varias doctrinas comprensivas razonables y que puede ser sostenida por ellas, las cuales perduran en la sociedad a la que regula […] c) Su contenido se expresa en términos de ciertas ideas fundamentales que se consideran implícitas en la cultura pública de una sociedad democrática”. (Rawls, 1993: 36-38)

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Estas 3 características de la nueva concepción con pretensión de alcance nada más que político, articulada con la forma en que Rawls encarará las críticas al comunitarismo, puede ser, a los fines expositivos, la mejor forma de estructurar la nueva propuesta rawlsiana. Sobre el punto a ya se puede vislumbrar la estrategia de Rawls, la cual sigue la línea de separación entre lo justo y lo bueno. En otras palabras, la propuesta de concepción política de la justicia aplicada a la estructura básica se apoya en la idea de que es posible distinguir una esfera pública neutral (lo justo), de las concepciones de la buena vida privada que necesitaría de esa base común para poder desarrollarse en igualdad de condiciones (lo bueno). Esto se vincula con la crítica sobre el anti-perfeccionismo y la neutralidad sobre la cual se volverá más adelante pero también tiene relación con la controvertida concepción de persona que defendió Ralws en Una Teoría de la justicia. La estrategia de Rawls en este punto es afirmar que la concepción de persona que él toma es la de “persona en tanto ciudadano”. En otras palabras, frente a la crítica de Sandel, MacIntyre, Taylor y Walzer, (para los cuales el liberalismo rawlsiano presentaba a los sujetos como independientes de sus valores y de sus fines), Rawls indica que su propuesta política no niega eso sino que, en todo caso, lo separa en dos diferentes niveles: el público, esto es, aquel en el que se acuerdan las bases de la concepción política de justicia, y el privado, es decir, aquel donde priman las concepciones de la buena vida que constituyen a todo individuo. En todo caso, Ralws podría indicar que los valores y los fines están vedados, en algún sentido, para el ámbito público pero eso no supone una desvinculación de las valoraciones del foro interno. Sin duda, esta separación ha recibido también importantes críticas aun desde dentro del liberalismo. Si bien no es este el espacio para desarrollarlas, resulta interesante la disputa con un liberal como Dworkin quien defiende un liberalismo de la continuidad entre ambos niveles y acusa a la discontinuidad rawlsiana de fomentar una suerte de esquizofrenia al pedirle a los hombres que en el ámbito de lo político dejen a un lado las creencias que constituyen su vida (Dworkin, 1990). 37

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En cuanto a la crítica de individualismo asocial, hay varios elementos interesantes y complejos para señalar. El principal es la forma en que Rawls trata de eliminar la versión original por la cual él presentaba a la sociedad como un mero instrumento para la consecución de los fines egoístas de los individuos. Por ello, indica que una concepción política de la justicia es una construcción social y un interés de la comunidad. En este sentido, quizás puede plantearse la idea de que la sociedad en la que piensa Rawls tiene el interés común de generar las condiciones para que cada uno pueda perseguir libremente sus fines. En lo que era la tercera crítica que enarbolaba el comunitarismo, el punto c, indicado algunas líneas atrás, esto es, la cuestión de la fuente de donde emanaría tal concepción política, es uno de los puntos más interesantes del repliegue rawlsiano pues en este aspecto, quizás más que en ningún otro, se nota la intención de despejar cualquier duda respecto a supuestas pretensiones universalistas. Así, si en Una Teoría de la justicia se daba a entender que cualquier contrayente ideal, en cualquier tiempo y espacio suscribiría los dos principios de justicia, ahora Rawls humildemente presenta su teoría como el correlato histórico que emerge de la historia de su propia cultura. En otras palabras, la aparente racionalidad universal del sujeto rawlsiano, ahora sería algo así como la racionalidad media de un ciudadano norteamericano educado por instituciones particulares de fines del siglo XX. Este retroceso, sin duda, puede leerse a la luz de las críticas que Michael Walzer le realizara al mostrar que el valor de los bienes es determinado por la totalidad de una cultura y no puede definirse a priori. Indicar que los bienes primarios sobre los cuales se acordará son distribuidos desde el punto de vista de la particularidad del tiempo histórico por el que transita la propia sociedad de la que Rawls forma parte, parece un insoslayable aceptación de la plausibilidad de la crítica de Walzer. En cuanto al presunto escepticismo del liberalismo rawlsiano, también existe un intento de desembarazarse del aparente nihilismo liberal. En este sentido, Rawls afirma que no se exige a los hombres que sean escépticos o que duden acerca de la verdad de sus creencias. Simplemente se les exige que esas creencias sean 38

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dejadas de lado en el ámbito de lo público pues en este punto se puede vislumbrar uno de los objetivos de su teoría. Si bien podría discutirse si esto no estaba presente al menos de manera embrionaria en el primer Rawls, resulta claro que el énfasis está puesto ahora ya no en encontrar los principios justos, sino en encontrar principios que puedan dotar de estabilidad a la sociedad. Es decir, la pregunta es sobre qué base podrían confluir las diferentes concepciones de la buena vida de una sociedad liberal y democrática como la estadounidense. Dicho en terminología rawlsiana, dado el hecho del pluralismo razonable de doctrinas que proliferan en la sociedad, resulta imposible que pueda existir un consenso sobre la base de una concepción general del bien, pues si hay algo que caracteriza a estos puntos de vista es que difieren en lo que respecta a lo cultural, religioso y hasta cognoscitivo. Claramente, como se indicaba antes, esto no supone un llamado al escepticismo. Más bien, es la manifestación de la idea de que sobre una concepción del bien es imposible que haya acuerdos. Es más, podría agregarse que es tan claro para Rawls que los hombres y mujeres consideran sus creencias como verdaderas, que justamente por eso resulta imposible que los ciudadanos acepten vivir en una sociedad donde la base está dada por una doctrina general comprensiva que plantea una verdad distinta. De este modo, antes que tratar de imponerla, lo que los hombres y mujeres que viven en este tipo de sociedad harán, es sostener que dado que todos creen que su cosmovisión es la correcta y no hay manera de probar que una es más verdadera que la otra, lo único que queda es, en el ámbito de lo público, dejar a un lado la pregunta acerca de lo bueno para posarse en la cuestión de lo justo6.

Esto acerca a Rawls claramente a la posición epistemológica que defendiese el liberalismo de Karl Popper pues las cargas del juicio parecen ser el fundamento a partir del cual, dado que resulta imposible verificar una creencia, es necesario estar abiertos a la posibilidad de estar equivocados. Esta falibilidad inherente al conocimiento humano y fundamentado en la prueba de la falacia de afirmación del consecuente, es un poderoso argumento a favor de la tolerancia (Ver Rivera López, 1999, cap 1). 6

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Lo que Ralws busca, entonces, es hallar un consenso superpuesto (overlapping consensus) entre diversas doctrinas generales del bien que puedan confluir sobre la concepción política de la justicia que él propone. En esta línea, además, para poder evitar las acusaciones de universalismo, Rawls introduce la idea de lo razonable como algo diferente de lo racional y lo define como la capacidad para tolerar las cargas del juicio (burdens of judgement) o lo que él llama “las fuentes del desacuerdo razonable”, entre las que se pueden mencionar las siguientes:

-La evidencia –empírica y científica– que se presenta en el caso es conflictiva y compleja, por tanto difícil de establecer y valorar. -Aun cuando estemos de acuerdo acerca de las clases de consideraciones que son relevantes para el caso, podemos disentir acerca de su peso, de su importancia, y llegar así a hacer diferentes juicios. -En cierta medida, todos nuestros conceptos, y no sólo los morales y los políticos, son vagos y están sujetos a casos difíciles; y esta indeterminación significa que debemos atenernos a juicios e interpretaciones […] - En alguna medida, (cuya magnitud no podemos fijar), la manera en que valoramos las evidencias y cómo sopesamos los valores morales y políticos está condicionada por la totalidad de nuestra experiencia, por toda la vida que hemos llevado hasta este momento; y la totalidad de nuestras experiencias difiere siempre […] -A menudo se presentan diferentes clases de consideraciones normativas y de diferente fuerza en ambos bandos de una disputa, y se dificulta hacer una valoración de conjunto. -[…] Cualquier sistema de instituciones sociales está limitado en los valores que puede admitir, de manera que hay que hacer una selección de entre toda la gama de valores morales y políticos […] (Rawls, 1993: 73-74)

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Por todo lo dicho, la visión política de la justicia es derivada de un constructivismo político y ya no de los supuestos metafísicos del intuicionismo o la moral kantiana que tantas críticas le valió. Ni valores alcanzados por una intuición ni presupuestos metafísicos kantianos que nos trasladen al ámbito de lo trascendental. Simplemente una construcción pública y acordada. En este sentido, no hay renuncia total al kantismo sino solamente una intención de circunscribirlo a lo político. De hecho es posible también inferir en Rawls la idea de que la razón pública aparezca como un criterio para determinar la posibilidad de universalizar las acciones tal como lo había expresado el de Königsberg. Por esto es que una concepción general del bien que quiera ser la base de un consenso no podría ser justificada públicamente. Además, esta pretensión de consenso puede leerse como un nuevo capítulo de la disputa contra el hobbesianismo, pues Rawls distingue el overlapping consensus del modus vivendi en la medida en que el primero genera una estabilidad profunda anclada en principios aceptados por todos en tanto ciudadanos libres e iguales. En cambio, el modus vivendi posee la inestabilidad de una situación en la que el equilibrio está dado por el poder y no por el acuerdo. Por último, la problemática del anti-perfeccionismo y la neutralidad se vincula con el principio b pues Ralws afirma que su teoría no encubre una concepción del bien que atraviesa su sociedad. Si ésta y las anteriores respuestas satisfacen a quien escribe este trabajo no es asunto a desarrollar aquí. Se trata, simplemente, de plantear los ejes de un debate riquísimo cuya base resulta ineludible para comprender la discusión en torno a los sujetos de derecho.

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CAPÍTULO 2 MINORÍAS Y DERECHOS COLECTIVOS7

Expuestas las principales líneas de la disputa entre liberales y comunitaristas cabe ahora preguntarse qué consecuencia se sigue de este debate respecto de la situación de las minorías. Para decirlo brevemente, es de suponer que una tradición individualista que afirma, en su formulación más radicalizada, que existe un sujeto racional previo a su interacción con la sociedad, tendrá una respuesta diferente que la tradición comunitarista en lo que respecta a las entidades portadoras de derechos y a la forma adecuada de proteger las minorías. En este sentido, y uniendo las dos cuestiones, podría indicarse que la determinación de las entidades privilegiadas portadoras de derecho será central para dar cuenta de la problemática de las minorías en tanto la discusión

Tanto este capítulo como el próximo se basan en el artículo que publiqué en Ideas y Valores. Revista Colombiana de Filosofía bajo el título “El sujeto de derecho de las minorías. Nuevas categorías y una crítica a la concepción de los derechos diferenciados en función de grupo de Will Kymlicka”. 7

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entre liberales y comunitaristas no tiene que ver con si se debe o no protegerlas sino con cómo se las protege. Adelantando un poco lo que vendrá, el interrogante pasará por determinar si la tradición liberal individualista es capaz de frenar el avance mayoritario sobre los grupos que defienden una cosmovisión que juzgan amenazada. Como se puede inferir de lo dicho, en general, el comunitarismo afirmará que una sociedad liberal que considera que sólo pueden ser portadores de derechos los individuos, es una sociedad que reproduce fielmente toda una tradición occidental moderna pero que, al ser ciega a las diferencias, empuja a culturas minoritarias hacia la desaparición. Para decirlo cruelmente, no hace falta un exterminio físico sistemático como el que pudo darse en la Conquista del Desierto en Argentina frente a la minoría autóctona. Alcanza con introducir a tales minorías en una lógica propia del derecho occidental que al tratar a todos los hombres como libres e iguales y al ser indiferente a la posibilidad de pensar derechos diferenciados de grupos, acaba deglutiendo las cosmovisiones minoritarias que aún hoy subsisten. Si se toma el caso de las minorías nacionales, el avance de la mayoría occidental sobre esos grupos se puede ejemplificar con el otorgamiento individual (no colectivo) de la propiedad de la tierra, la no oficialización de las lenguas originales o la escolarización obligatoria dentro del sistema educativo oficial, entre otras disposiciones Si bien los matices aparecerán más adelante, es natural pensar que las posiciones colectivistas que consideran que la interacción social, es decir, la pertenencia a un grupo y a una cultura, es constitutiva de la identidad, debieran inferir de esta idea la necesidad de, como mínimo, agregar a la lógica individualista liberal, un conjunto de derechos complementarios que puedan entenderse como derechos de grupo o derechos colectivos. Éstos serían la única salvaguarda para proteger a las minorías del avance mayoritario. Ahora bien, ¿en qué tipos de derechos se piensa cuando se habla de grupos o de colectivos? La discusión no es menor y se profundizará más adelante. Sin embargo, por lo pronto, puede adelantarse el enfoque de, quizás, el autor que más ha trabajado esta problemática seguramente impulsado por la particularidad de su Canadá natal: Will Kymlicka. 44

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Utilizo la expresión “derechos de las minorías etnoculturales” (o, para mayor brevedad, “derechos de las minorías”) de forma flexible, ya que con ella aludo a una amplia gama de políticas públicas, derechos y exenciones legales así como a medidas constitucionales que van desde las políticas del multiculturalismo a los derechos lingüísticos, pasando por las garantías constitucionales que reflejan los tratados de los aborígenes. Se trata de una categoría heterogénea, pero todas esas medidas poseen dos importantes rasgos en común: a) van más allá del conocido conjunto de derechos civiles y políticos de la ciudanía individual que todas las democracias liberales protegen; b) se adoptan con el propósito de reconocer y procurar acomodo a las diferentes identidades y necesidades de los grupos etnoculturales. (Kymlicka, 2001: 29)

Asimismo, no hace falta un estudio de las culturas no occidentales para hallar, positivizados o no, derechos cuya titularidad sea colectiva. Sin ir más lejos, el derecho internacional parece ser un ámbito dominado por antonomasia por sujetos colectivos. En este sentido, como indica Gurutz Jauregui (2004), es posible hallar dos etapas alrededor de las cuales se fueron constituyendo los principales sujetos del derecho en este ámbito. Una primera en la que sólo se reconoce a los Estados como titulares de derechos y una segunda derivada del contexto de posguerra en el que las razones de exterminios sistemáticos públicamente conocidas, arrojó la necesidad de incluir en la protección internacional a una entidad colectiva nueva: las minorías étnicas. Sin embargo fue recién en 1966, con el Pacto Internacional de derechos civiles y políticos, que estas minorías fueron protegidas, en tanto tales, con una personalidad jurídica. Mientras tanto, la legitimidad era dada a los individuos de esas etnias pero no a la etnia como tal.8

Si se piensa en la forma en que el derecho internacional acogió el caso específico de los pueblos indígenas es de destacar el Convenio 169 sobre pueblos 8

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Incluso en el derecho interno de los Estados se encuentran lo que en la terminología de Kymlicka son derechos colectivos. Por lo pronto, más allá de que luego se aclarará que todas estas categorías no pueden ser tomadas del mismo modo,9 existen vastas referencias en las constituciones liberales al “bien común”, “a la defensa de la nación”, al “bienestar general”, etc. Asimismo, en repúblicas federales está la interesante discusión acerca de la autonomía de las provincias o de las colectividades territoriales, lo que en varios países es causa de graves conflictos y de pretensiones secesionistas. Es por esto que aun en sociedades marcadamente individualistas como las occidentales existe una tensión continua más antigua que la filosofía misma, por cierto, entre el individuo y el colectivo. Tal tensión irresuelta, y quizás irresoluble, se traduce al interior de los sistemas legales y plantea, en un contexto de crisis identitaria en buena parte del mundo, debates y dilemas profundos.

indígenas y tribales en países Independientes (1989), el Convenio constitutivo del Fondo para el Desarrollo de las Poblaciones Indígenas de América Latina y el Caribe (1992), la Declaración sobre la Democracia, los Derechos de los Pueblos Indígenas y la Lucha contra la Pobreza (2001), la Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos (2002) y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007). Para un análisis más pormenorizado ver Ponte Iglesias (2010). 9 Buena parte de la discusión acerca del sentido de los derechos colectivos y con la clara intención de una clarificación terminológica, es posible encontrarla, entre otros, en Galenkamp (1998); López Calera (2000); Ingram (2001); Sistare, May y Francis (eds.) (2001) y Newman (2005).

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El liberalismo y el sujeto de derecho Como se indicara al principio, un correcto acercamiento al debate actual sobre las minorías supone entender, al menos en líneas generales, el debate entre liberales y comunitaristas. Ahora bien, algo que puede llevar a confusión es la tentación de dejarse llevar por el esquematismo de la exposición y suponer que ningún liberal es permeable a reivindicaciones colectivas de grupos o que todo comunitarista está comprometido con una suerte de metafísica de la esencia grupal. Como se verá, en la actualidad, las posiciones radicalizadas han perdido terreno y se hallan pensadores con tendencias más o menos liberales o más o menos comunitaristas cuya principal dificultad es hallar coherencia entre principios que parecen irreconciliables. En este sentido, el ya mencionado Kymlicka es uno de los mejores exponentes pues con una base reconocidamente liberal, es uno de los principales defensores de los derechos de las minorías. Pero por ahora es necesario observar el modo en que el debate liberal-comunitarista se traslada al ámbito de la discusión en torno a los sujetos de derecho y, con ello, a la problemática de las minorías. En este sentido, más allá de lo que ya se vio con el desarrollo de Rawls, si se piensa la tradición liberal en términos de derechos, es posible acordar que más allá de sus tensiones internas y su amplitud, el liberalismo es una corriente individualista. ¿Qué se entiende por corriente individualista? Según Carlos Nino (1984), y este es el uso que él mismo le dará, el individualismo es:

Una concepción según la cual los únicos titulares de intereses [...] son los individuos humanos [...] Caracterizándolo por la vía negativa, el individualismo [...] consiste en la posición que no admite como persona moral, o sea como titular de intereses moralmente relevantes, a entidades colectivas. (Nino, 1984: 117)

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La definición que da Nino no es novedosa y tiene como fundamento a grandes pensadores de la tradición liberal universalista. Más allá de eso, quien ha puesto los cimientos teóricos para justificar el edificio del derecho occidental en torno a sujetos individuales parece haber sido Kant cuando en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres afirmó:

Todo ser racional como fin en sí mismo, debe poderse considerar, con respecto a todas las leyes a las que pueda estar sometido, al mismo tiempo como legislador universal; porque justamente esa aptitud de sus máximas para la legislación universal lo distingue como fin en sí mismo e igualmente su dignidad –prerrogativa–sobre todos los seres naturales lleva consigo el tomar sus máximas siempre desde el punto de vista de él mismo y al mismo tiempo de todos los demás seres racionales como legisladores, los cuales por ello se llaman personas. (Kant, 1785: 72)

La propuesta ética de Kant, fundante del individualismo universalista moderno, entonces, derivaría en que los únicos agentes morales son los individuos, pues son los únicos seres dotados de dignidad. Claro está que expuesto así no tendría sentido hablar de sujetos cuyos titulares sean colectivos. Sin embargo, como se verá más adelante, el derecho liberal parece tener también espacio para ellos. La cuestión estará, entonces, en la interpretación de las personas jurídicas colectivas. En este sentido, mientras para el individualismo, una persona colectiva es, como afirma Nino, o bien un conjunto de individuos que actúan conjuntamente (teoría negatoria), o bien una entidad ficticia que, pese a ser tal, tiene carácter jurídico en tanto funcional a ciertos fines prácticos (teoría de la ficción), o bien una construcción lógica que no denota ninguna entidad real pero que es útil para desentrañar la compleja red de relaciones que conlleva tras de sí (teoría de la construcción lógica), el colectivismo (es decir, la teoría opuesta al individualismo) tiene una posición 48

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realista: las entidades colectivas tienen status ontológico, son autónomas y sus intereses son independientes de los intereses de sus miembros. En este sentido, mientras, para un colectivista, el Estado, la Nación, el pueblo, son titulares y detentadores de derechos irreductibles, para un individualista, sin negar necesariamente que la entidad colectiva tenga intereses, lo correcto sería poder reducir éstos a los intereses de sus miembros. Por otra parte, el discurso moral, lejos de adoptar un punto de vista totalizante (en el sentido de aquel que elimina el respeto por la individualidad), se caracteriza por contemplar por separado el punto de vista de los interesados. Esto hace necesario tener en cuenta una serie de derechos que protejan los intereses de las personas y que no puedan ser vulnerados sin el consentimiento de éstas. La idea dworkiniana (1978) de los derechos como “cartas de triunfo”, sumada a la afirmación de Nozick (1974) de los derechos como aquellos que imponen “restricciones laterales” y la de Ferrajoli (2001) quien habla de “las leyes del más débil”, se dirigen por este camino. Así, Nino afirma: “el papel de los derechos consiste en ‘atrincherar’ determinados intereses de los individuos, de modo que ellos no puedan ser dejados de lado, contra su voluntad, en atención a intereses que se juzgan más importantes –sea intrínsecamente o por el número de sus titulares– de otros individuos” (Nino, 1984: 126).

Las preguntas en torno a los derechos colectivos Las dificultades de la noción de derechos colectivos pueden sistematizarse en un conjunto de interrogantes. El primero de ellos sería el más obvio y es el que tiene que ver con qué son los derechos colectivos: ¿son derechos humanos de los cuales se derivan derechos fundamentales, esto es, derechos positivos? Si los derechos colectivos no son morales ni humanos quedarían subsumidos a los derechos individuales. Pero si lo fueran adquirirían una jerarquía tal que colisionaría o, eventualmente, superaría la prioridad de los derechos individuales sacrificando esta conquista del siglo XX frente a la prepotencia del colectivo estatal. 49

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En esta línea, en una interesantísima introducción al tema, Ansuátegui Roig se pregunta:

¿Puede hablarse de los sujetos colectivos como sujetos morales, esto es sujetos con libertad y responsabilidad propias? ¿Se puede hablar de responsabilidad colectiva para que se pueda hablar también de derechos colectivos? ¿Cómo actúan moral, política y jurídicamente las colectividades? ¿Cómo pueden ejercerse derechos por alguna que no es sino una trama de relaciones inter-individuales? (Ansuátegui Roig, 2004: 10)

Muy vinculado a esto está un segundo interrogante, esto es, el problema de la referencia. Aquí la pregunta apunta a identificar a qué entidad refieren estos derechos colectivos. Parece claro, como se sigue de la clasificación de Nino, que los sistemas jurídicos actuales son hijos de la tradición del liberalismo iluminista que pone énfasis en el individualismo y que hace derivar los derechos de las cualidades morales de las personas, esto es, de su dignidad. En este sentido, el referente de los derechos liberales es el cuerpo y la conciencia individual. Pero siguiendo esta lógica no parece delineable el contorno y los límites de la entidad grupo. El tercer interrogante, si es que se puede responder al segundo, sería la cuestión de cuáles colectivos serían los pasibles de ser receptáculos de derechos. Es decir, ¿es lo mismo un matrimonio, una hinchada de fútbol, un consorcio, un sindicato, una comunidad gay y una cultura tribal? La sensación es que no, pero no parece fácil justificar las diferencias y la adjudicación de derechos a unos en lugar de otros. Una cuarta problemática podría presentarse como la de la voluntad/representación. Esto es, si los entes colectivos no son sujetos morales y no tienen voluntad propia, cómo es posible representarlos o, en todo caso, qué garantía hay de que el representante represente a cada uno de los miembros del grupo. 50

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Un quinto interrogante, vinculado con todos los anteriores, es la tensión entre derechos individuales y colectivos en el plano intra-grupal. Esto es, cómo resolver los conflictos que pudieran suscitarse cuando la voluntad de uno de los individuos del grupo difiere de la de la mayoría o de la de los representantes del grupo. ¿Cuál de las voluntades se debiera sacrificar? Por último, si fue posible responder en algún sentido a al menos algunos de los interrogantes planteados, quedaría por indagar cuáles derechos son colectivos y la diferenciación entre ellos. ¿El derecho al autogobierno es un derecho colectivo? Si lo fuera, ¿es similar a los tipos de acción positiva que por ejemplo introducen un cupo femenino en las legislaturas? Otra vez, los ejemplos parecen bastante alejados y sin embargo muchas veces ambas reivindicaciones quedan englobadas dentro de una misma categoría.

Hacia una clarificación de la terminología Retomando la oposición entre individualismo y colectivismo indicada por Nino y para echar algo de luz a algunos de los interrogantes anteriormente planteados con la finalidad de encarar con mayor cantidad de herramientas los desarrollos sucesivos, resultaría importante delimitar el campo de los derechos colectivos para poder pensar si es posible un punto de vista liberal que pueda admitir algún tipo de derecho de grupo. La cuestión es que, como se veía en este mismo capítulo, cuando Kymlicka hacía su lista de lo que considera “derechos de las minorías”, es posible hallar allí reivindicaciones heterogéneas que intuitivamente invitan a una indagación. En este sentido, la clasificación que propone Gurutz Jáuregui (2004) es bastante exhaustiva y puede resultar de mucha ayuda: 1) Derechos individuales: son aquellos derechos que siendo de titularidad individual son ejercidos por cada individuo en aras de la protección de unos intereses también individuales. Son los derechos de primera generación […]

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2) Derechos específicos de grupo: son aquellos cuya titularidad reside en el individuo en función de su pertenencia a un determinado grupo. Aquí se protegen intereses individuales en un ámbito colectivo concreto. 3) Derechos de grupo10: son aquellos derechos que siendo de titularidad individual requieren para su ejercicio la participación de una pluralidad o grupo. Se trataría de derechos individuales de ejercicio colectivo. 4) Derechos colectivos: son aquellos cuya titularidad recae en el colectivo […] En estos casos el grupo no sólo es un mero beneficiario del derecho sino que se constituye en titular del mismo. (Jáuregui, 2004: 57) Respecto de los derechos individuales, parece claro que lo que se entiende por el conjunto de derechos civiles y políticos son derechos que les corresponden a los individuos humanos en tanto tal, siempre, claro está, siguiendo la línea de los presupuestos universalistas de la filosofía kantiana. En cuanto a los derechos específicos de grupo los ejemplos serían aquí derechos ejercidos por un individuo en tanto perteneciente a grupos tales como niños, jubilados, discapacitados, socios de un club, hijos, etc. Suponen un enfoque del Hombre como históricamente situado conviviendo con una realidad social y económica concreta. En cuanto al tercer grupo, parece claro que el derecho individual a reunirse implica necesariamente un otro. Lo mismo sucedería con el derecho individual a asociarse. Se trata, entonces, de derechos individuales que para poder ser ejercidos necesitan de una participación colectiva. El cuarto es, finalmente, el grupo de las controversias pues allí, a diferencia de los tres anteriores, el titular es la colectividad. Más

Quizás más claro sería hablar de derechos en y no de grupos para diferenciarlos de los anteriores. 10

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allá de eso, los sistemas actuales están repletos de referencias a este tipo de derechos ya sea que se hable de autonomía de una universidad, un sindicato, una región, un pueblo o una nación.

Individualismo y derechos colectivos Will Kymlicka es un referente obligado de cualquier análisis serio de los derechos de las minorías. Especialmente porque este canadiense lleva adelante la temeraria misión de intentar defender algún tipo de derecho de las minorías sin renunciar a los principios liberales. Como se puede suponer, posiciones de este tipo reciben embates cruzados. Para algunos, la teoría de Kymlicka tiene profundos presupuestos esencialistas que nada tienen que envidiarle a los comunitaristas más radicalizados y, para otros, no es más que una de las formas en que el liberalismo se trasviste de “políticamente correcto”. Si se pudiera ubicar el comienzo de la teorización de Kymlicka, habría que tener en cuenta la forma en que las instituciones y los Estados modernos fueron articulando la relación entre mayorías y minorías. En este sentido, es posible afirmar que en los orígenes de las formas estatales que llegan hasta la actualidad, la dificultad no era el multiculturalismo. Más bien lo que chocaba con la imperiosa necesidad de constituir una unidad jurídica homogénea sobre un territorio era la problemática religiosa. En este sentido, los Estados liberales interpretaron que la solución no era identificar grupos y otorgarles derechos especiales de manera tal de generar una sociedad en la que pudieran vivir con presunta armonía todos colectivos en pie de igualdad.11 Más bien, el

Sin duda, en esta línea, la referencia obligada es John Locke más allá de los interesantes matices y el carácter particularmente restrictivo de una idea de tolerancia que, por diferentes razones, excluye a católicos y ateos (Ver Palma, D., 2010b). 11

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movimiento de igualación de grupos se hizo separando la Iglesia del Estado y obligando a éste a comportarse de manera neutral en lo que respecta a creencias y concepciones de la buena vida (Contreras, 2004). En paralelo, el ámbito de las creencias pasó a ser un asunto privado y el Estado se transformó en un mero garante formal preocupado en que cualquiera pueda llevar adelante su culto. Ahora bien, el interrogante que se plantea Kymlicka es si este paquete que incluye separación de la Iglesia del Estado y derechos individuales para profesar libremente una creencia, alcanza para dar cuenta de las necesidades de sociedades actuales donde el pluralismo es un hecho y donde la reivindicación es más cultural que religiosa, entendiendo por cultural algo que engloba a lo religioso. En otras palabras, la pregunta es si la política de igualdad individual y Estado neutral puede dar cuenta de la situación de vulnerabilidad en la cual se encuentran las minorías. Más allá de las aclaraciones que se harán más adelante, Kymlicka responderá negativamente a tal interrogante de lo cual se sigue que hace falta complementar los derechos individuales con algún tipo de asignación colectiva que permita proteger a las minorías del avance silencioso de las mayorías en un contexto de globalización.

La tendencia general de los movimientos de la posguerra en pro de los derechos humanos ha consistido en subsumir el problema de las minorías nacionales bajo el problema más genérico de asegurar los derechos individuales básicos a todos los seres humanos, sin aludir a la pertenencia a grupos étnicos [...] La doctrina de los derechos humanos se presentó como sustituto del concepto de los derechos de las minorías, lo que conlleva la profunda implicación de que las minorías cuyos miembros disfrutan de igualdad de tratamiento individual no pueden exigir, legítimamente, facilidades para el mantenimiento de su particularismo étnico. (Claude, citado en Kymlicka, 1995a: 15)

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Sin negar el papel protector de los derechos individuales, Kymlicka cree que éstos son insuficientes e incapaces de resolver los conflictos que se plantean entre mayorías y minorías respecto a derechos lingüísticos, autonomía regional, representación política, currículums educativos, reivindicaciones territoriales o políticas de inmigración y naturalización. En este contexto, y en el intento de poder conciliar un punto de vista liberal con la necesidad de otorgamiento de derechos colectivos, Kymlicka introduce algunas distinciones teóricas que hacen más rico el debate. En este sentido, distingue dos modelos de diversidad cultural. Por un lado, un territorio o Estado puede basar su diversidad en la incorporación de culturas que tuvieron autogobierno y gozaron de una unidad territorial donde ejercieron ese autogobierno.

Una de las características distintivas de las culturas incorporadas, a las que denomino “minorías nacionales”, es justamente el deseo de seguir siendo sociedades distintas respecto de la cultura mayoritaria de la que forman parte; exigen, por tanto, diversas formas de autonomía o autogobierno para asegurar su supervivencia como sociedades distintas. (Kymlicka, 1995a: 25)

Por otro lado, la diversidad puede estar fundada ya no en “minorías nacionales” sino en “grupos étnicos”. A diferencia de los primeros, los grupos étnicos están formados por inmigrantes individuales o en pequeños grupos que, más que hacer valer su antigua condición de minoría nacional, buscan integrarse a la nueva sociedad.12

Este parece ser el caso de los inmigrantes que llegaron hasta Argentina: si bien hubo intentos de mantener algunas costumbres y algunos esbozos de guetos hubo una gran predisposición a aclimatarse a las nuevas condiciones multiculturales. 12

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Si bien a menudo pretenden obtener un mayor reconocimiento de su identidad étnica, su objetivo no es convertirse en una nación separada y autogobernada paralela a la sociedad de la que forman parte, sino modificar las instituciones y las leyes de dicha sociedad para que sea más permeable. (Kymlicka, 1995a: 26)

De esta manera, en la terminología kymlickiana se pueden hallar Estados multinacionales (formados por diferentes naciones, culturas, o pueblos) y Estados poliétnicos (formados por grupos étnicos). Evidentemente la situación más compleja se plantea en los Estados multinacionales. Allí, la presión de las minorías nacionales oficia de factor desestabilizante y en muchos casos deja latente la posibilidad de secesión. ¿Cuáles son los derechos que, especialmente, las minorías nacionales, aunque también los grupos étnicos, reclaman y que podrían hacer frente a las situaciones en conflicto mencionadas anteriormente? Kymlicka menciona tres: a) Derechos de autogobierno (la delegación de poderes a las minorías nacionales, a menudo a través de algún tipo de federalismo); b) derechos poliétnicos (apoyo financiero y protección legal para determinadas prácticas asociadas con determinados grupos étnicos o religiosos); y c) derechos especiales de representación (escaños garantizados para grupos étnicos o nacionales en el seno de las instituciones centrales del Estado que las engloba). (Kymlicka, 1995a: 20) Si bien se volverá sobre este punto más adelante cuando se comparen los avances en lo que respecta a otorgamiento de derechos en los países de la región andina, el caso boliviano quizás merezca algún párrafo aparte. En este sentido si se analiza la propuesta del vicepresidente de la administración del MAS de Evo Morales expuesta en un artículo de 2004, la innumerable cantidad de citas de Kymlicka no debe sorprender. Aun anticipando las cosas, la propuesta de García Linera retoma el concepto de cultura 56

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societaria de Kymlicka para aplicarlo a la particularidad del caso boliviano, esto es, un Estado en el que coexisten por lo menos 30 idiomas y/o dialectos de los cuales dos de ellos (el quechua y el aymara) son la lengua materna del 37% de una población que en un 54% se identifica con algún pueblo originario.13 García Linera avanza con la idea de otorgar derechos de autogobierno a las minorías nacionales en especial a la aymara pues es aquella que posee una organización política robusta y representa una importante cantidad de la población.14 La comunidad quechua en tanto, también podría eventualmente acomodarse en función del proceso de descentralización de un Estado que si bien engloba una población diversa y profundamente multiétnica, es monolingüe y monocultural, con lo cual se da la increíble situación de un Estado blanco para una población mayoritariamente pluriétnica. García Linera, claro está, piensa una ingeniería política que pueda brindar autonomía sin secesión. De allí que afirme “la región autónoma gozará de su propio régimen normativo constitucional considerado como norma básica de la región autónoma aunque de rango inmediatamente inferior a la constitución de la comunidad política del Estado boliviano” (García Linera, 2004: 27).15

Hay una interesante crítica de Bonilla Maldonado (2006) que desestimaría la posibilidad de que la propuesta de Kymlicka (como así también la de Tully y Taylor) pudiese aplicarse al caso boliviano pues, para este autor, la teoría del canadiense sólo acaba siendo útil para resolver conflictos entre minorías que aceptan los principios del liberalismo. Este no parece ser el caso de buena parte de las comunidades que conviven bajo el paraguas jurídico del Estado boliviano. 14 Esta propuesta no podría justificarse sin la distinción de Kymlicka entre Estados multinacionales formados por comunidades que pretenden autogobierno y Estados pluriétnicos compuestos por migraciones con individuos que pretenden asimilarse a la cultura mayoritaria. 15 Sin duda, las propuestas deben acomodarse a la particularidad de cada uno de los casos. Como se verá a continuación, por ejemplo, en el caso colombiano, hay que evaluar el peso relativo de cada comunidad y las formas en que la penetración de la cultura mayoritaria ha influido en comunidades heterogéneas como los koguis, los guambianos o los coyaima-natagaimas (Ver Bonilla Maldonado, 2006). 13

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Asimismo, también resuena la propuesta de Kymlicka en la estructuración que propone García Linera a la hora de hacer interactuar las regiones autonómicas con el Estado central. Allí afirma que será necesario, por ejemplo, en la Cámara Baja, que exista una representación aymará garantizada por la reserva de escaños cuyo número sea proporcional al porcentaje que tal etnia representa del total de habitantes bolivianos. También piensa en la posibilidad de que las comunidades autonómicas más pequeñas gocen del beneficio de la sobrerepresentación. Ahora bien, al regresar específicamente a la propuesta de Kymlicka, cabe preguntarse en qué se diferencia su posición respecto de la de cualquier comunitarista. Por ahora en nada. Sin embargo, el liberalismo de Kymlicka se va a manifestar en la distinción entre dos tipos de significados de los derechos colectivos.

Los derechos colectivos pueden referirse al derecho de un grupo a limitar la libertad de sus propios miembros en nombre de la solidaridad de grupo o de la pureza cultural [en este caso el derecho colectivo sería utilizado para imponer restricciones internas a los miembros del grupo], o bien pueden aludir al derecho de un grupo a limitar el poder político y económico ejercido sobre dicho grupo por la sociedad de la que forma parte con el objeto de asegurar que los recursos y las instituciones de que depende la minoría no sean vulnerables a las decisiones de la mayoría [en este caso el derecho colectivo sería utilizado para limitar el avance externo y no contra sus propios miembros. De aquí que se hable de protecciones externas]. (Kymlicka, 1995a: 20)

Así, mientras los derechos como restricciones internas se encuentran orientados hacia el seno mismo de la comunidad como fruto del efecto desestabilizador que produce algún miembro rebelde, las protecciones externas están orientadas a poner límites a la tiranía de la mayoría gobernante que avanza sobre el patrón cultural de la comunidad en cuestión (y por ello la desestabiliza). 58

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Esta distinción le permitiría a Kymlicka, apoyando la idea de los derechos colectivos como protecciones externas, conciliar este significado de los derechos colectivos con lo que para él es el valor fundamental de la teoría liberal: el principio de autonomía. Esto resulta de relevancia porque algunos liberales como el argentino Martín Farrell omiten esta distinción y adoptan, sin discriminación alguna, la idea de derechos grupales sólo como restricciones internas sin tener en cuenta la posibilidad de su utilización como protecciones externas. Así, con el ejemplo de otorgar el derecho grupal a los indígenas sobre la tierra, Farrell señala:

El derecho individual de propiedad permite a todos los indígenas que lo deseen, vivir dentro de una cultura determinada. El derecho grupal de propiedad obliga a todos los indígenas –lo deseen o no– a vivir dentro de una cultura determinada (...). La primera alternativa es moral, mientras que la segunda es inmoral, puesto que causa un daño a terceros sin su consentimiento. (Farrell, 2000: 223)

La confusión en la que incurre Farrell se puede disipar a partir de esta cita de Kymlicka:

El objetivo de las protecciones externas es asegurar que la gente pueda mantener su forma de vida si así lo desea, así como que las decisiones de personas ajenas a la comunidad no le impidan hacerlo. El objetivo de las restricciones internas es forzar a la gente a mantener su forma de vida tradicional, aun cuando no opten por ella voluntariamente porque consideran más atractivo otro tipo de vida. [...] Las protecciones externas ofrecen a las personas el derecho a mantener su forma de vida si así lo prefieren; las restricciones internas imponen a la gente la obligación de mantener su forma de vida, aun cuando no la hayan elegido voluntariamente. (Kymlicka, 1995a: 68-69)

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De este modo, si se pensasen los derechos colectivos como restricciones internas (como realmente lo exigen muchísimas comunidades) se estaría violando el principio (de autonomía16) por el cual es valioso que cada persona persiga libremente sus fines independientemente de su comunidady con el cual, según Kymlicka, se encuentra íntimamente relacionado el liberalismo. Pero hay que detenerse un momento pues el lector atento habrá notado que más allá de las clarificaciones expuestas más arriba, a la hora de presentar la propuesta de Kymlicka, se habló de manera indistinta de “derechos colectivos”, “derechos de las minorías”, “derechos especiales en función de grupo”, etc. La pregunta es si todas estas denominaciones son para Kymlicka formas distintas de nombrar lo mismo. La respuesta es negativa y el propio autor se encarga de aclararlo más allá de la ambigüedad con la que se manejó en un principio. Lo primero que indica Kymlicka al respecto es que derechos especiales en función de Grupo (DEFG) no es sinónimo de derechos colectivos. Aquí la tentación es dirigirse a la clasificación propuesta aquí mismo por Jáuregui creyendo que se está hablando de lo que el autor denominó “Derechos específicos de grupo”. Sin embargo eso sería un error pues en Kymlicka, lo que distingue los derechos colectivos de los DEFG no es la cuestión de la titularidad. Más bien el problema de los derechos colectivos es que es una denominación demasiado amplia, incapaz de dar cuenta de esta distinción entre protecciones externas y restricciones internas y que, por sobre todo, da lugar al equívoco de suponer que se trata de un concepto reñido con los derechos individuales (Kymlicka, 1995a: 70)

En realidad el concepto de autonomía que propone Kymlicka es, en sus propias palabras, más modesto puesto que la entiende como “modificación racional”, esto es, como el principio por el cual es valioso poder revisar creencias acerca de lo bueno. 16

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En otras palabras, Kymlicka supone que hablar de derechos colectivos trasladaría la discusión a los términos de la disputa irreconciliable entre colectivistas e individualistas que él resume en un debate en torno a la prioridad del individuo o la comunidad. De aquí se podría inferir que Kymlicka está pensando que el principal enemigo de su teoría de los derechos de las minorías serían las propuestas de titularidad colectiva que se seguirían de la metafísica colectivista. Pero no es el caso pues explícitamente el eje pasa por identificar si los derechos de grupo son utilizados como protecciones externas o como restricciones internas.

Por lo tanto, describir la ciudadanía diferenciada en función del grupo con la terminología de los derechos colectivos resulta doblemente erróneo. De hecho, algunos derechos diferenciados en función de grupo son ejercidos por los individuos y, en cualquier caso, la cuestión de si los derechos son de los individuos o de los colectivos no es el problema fundamental. (Kymlicka, 1995a: 74)

Es por eso que la terminología puede llevar a confusión pues Jáuregui y Kymlicka entienden los derechos en función de grupo de modos diferentes. Mientras para el primero se trata de derechos cuya titularidad sigue siendo individual, para el segundo esa titularidad puede ser tanto individual como colectiva. Lo que define a un DEFG es ante todo que sea un derecho otorgado en función de una pertenencia cultural. Si bien en este trabajo se seguirá la clasificación de Jáuregui por razones que se expondrán más adelante, es necesario aclarar este tipo de malentendidos terminológicos. Según Kymlicka, entonces, el criterio para determinar si un DEFG debe ser aceptado es tomar en cuenta si promueve las protecciones externas o promueve las restricciones internas independientemente de si la titularidad la ejercen los individuos o el grupo en tanto tal. 61

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En esta línea, dedica varias páginas mencionando ejemplos en que un DEFG fue utilizado como límite a la intromisión mayoritaria y otros tantos en los que resultó una forma de coartar las libertades de los individuos al interior del grupo. En este sentido, lo importante es mostrar que no habría ningún aspecto intrínseco de los derechos que suponga que estos derivan necesariamente en una restricción interna o una protección externa. Más bien, parecen ser una caja vacía que, independientemente de la titularidad de quienes lo ejercen, puede ser usado en un sentido o en otro. Es este uno de los puntos que se intentará discutir en este capítulo, pues, como se verá a continuación, se discrepará con esta suposición de Kymlicka para afirmar que la distinción entre restricciones y protecciones no puede ser indiferente a la problemática de la titularidad. En otras palabras, se intentará avanzar en la idea de que la titularidad colectiva sin duda puede funcionar como protección externa pero tiene como consecuencia inevitable la restricción de las libertades al interior del grupo.

La titularidad en cuestión Con lo desarrollado aquí, parece posible empezar a edificar una propuesta que, clarificando conceptualmente algunos aspectos, pueda resultar superadora. Tal propuesta, por ahora, apuntará a mostrar que la cuestión de la titularidad de los derechos no puede ser indiferente a la hora de pensar la protección de las minorías. En la terminología kymlickiana, podría decirse que el canadiense pasó por alto un elemento central que puede servir de criterio para determinar si algunos derechos derivan inevitablemente en restricciones internas. El eje del próximo capítulo será defender una prioridad de los derechos individuales sin renegar de la posibilidad del otorgamiento de derechos en tanto grupo aunque con titularidad individual (lo cual significa incluir las categorías que Jáuregui denomina “derechos específicos de grupo” y “derechos de grupo”). En este sentido, a diferencia de la propuesta de 62

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Kymlicka, se intentará dar cuenta de una teoría de los derechos de las minorías que muestre que determinados tipos de derechos colectivos son intrínsecamente restrictivos y que, en tanto tales, son incompatibles con una cosmovisión liberal. Por último, y antes de entrar en el desarrollo, cabe aclarar que los próximos capítulos intentarán justificar una defensa de la prioridad de los derechos individuales que no descanse en una controvertida metafísica del sujeto. Sin embargo, por ahora, introducir tal justificación llamaría a confusión. A continuación, entonces, con la intención de dar cuenta de la problemática de los derechos de las minorías vinculados al tema de la titularidad y a la distinción entre protecciones externas y restricciones internas, se hará un análisis en torno al contenido, esto es, el bien en cuestión, y al uso que se hace de ese derecho, esto es, en términos de Kymlicka, hacia dónde apunta la protección que brinda el derecho otorgado.17 Y la hipótesis que guiará este desarrollaro afirma que, contrariamente a lo que sostendría buena parte de la tradición liberal, es falso que todo derecho por fuera de los derechos de primera generación resulte inaceptable en tanto impondría necesariamente restricciones internas a las libertades individuales; pero, además, indica que también es falsa la afirmación de Kymlicka de que la restricción interna y la protección externa sea sólo cuestión del modo en que la comunidad utiliza el derecho colectivo que le fue otorgado. En este sentido, se esbozarán dos formas de derechos de las minorías que se pueden distinguir en derechos de grupo intrínsecamente restrictivos, y derechos de grupo potencialmente restrictivos. Mientras los primeros implican restricciones a los derechos individuales

Kymlicka afirma que un derecho colectivo como protección externa tiene como objetivo proteger a la comunidad de la mayoría y que el derecho utilizado como restricción interna tiene como objetivo proteger a la comunidad del disenso interno. 17

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independientemente del uso18 que se les quiera dar, en los segundos la restricción es una cuestión de grado en estrecha vinculación con la utilización que se haga de éstos19. El punto central aquí es la titularidad. En otras palabras, como se desarrollará a continuación, los derechos esencialmente restrictivos son aquellos de titularidad colectiva, esto es, los que Jáuregui llama estrictamente “derechos colectivos”. Los potencialmente restrictivos, en cambio, son aquellos que dependen de una pertenencia grupal, pero son derechos cuyo titular es el individuo.

Esto es, independientemente de la posibilidad de realizar un ejercicio abusivo del derecho. 19 Aquí sí, la cuestión de grado, apunta a la posibilidad y los modos en que se puede realizar un ejercicio abusivo de los derechos, hasta el punto, claro está, de llegar a constituirse en un delito. 18

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CAPÍTULO 3 DERECHOS POTENCIALMENTE RESTRICTIVOS Y DERECHOS INTRÍNSECAMENTE RESTRICTIVOS

La propiedad colectiva de la tierra Para ilustrar las categorías propuestas en el capítulo pasado será necesario observar algunos ejemplos. Así, entonces, se puede comenzar con el caso del derecho colectivo a la propiedad, reivindicación que en Latinoamérica se encuentra estrechamente vinculada con las comunidades indígenas y su legítimo reclamo de devolución o preservación de su tierra. Ejemplos en este sentido se encuentran en particular en aquel conjunto de Estados que forman parte de la comunidad andina (Venezuela, Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia) más allá de que en el resto de Latinoamérica también es posible encontrar otros casos. Con todo, la zona andina parece nuclear a aquellos territorios donde la comunidad indígena tiene un peso superior al de otros países de la región, algo que sin duda se vio explicitado en las reformas constitucionales que los Estados andinos realizaron a lo largo de la década del 90 aun cuando en algunos de estos países tales transformaciones se dieron en el marco de gobiernos con políticas neoliberales que generaron movilizaciones y repudios constantes de grandes masas de población autóctona.20 67

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Si se toma el caso de estos cinco países no resulta casual que el reconocimiento expreso del carácter multiétnico o pluricultural de estas naciones redundó en el reconocimiento de una serie de reivindicaciones entre las que se cuenta, sin duda, el otorgamiento de la propiedad de la tierra con una titularidad colectiva (Ver Van Cott, 2004). Este punto es central para otro de los ejemplos de las reivindicaciones que se desarrollará más adelante y tiene que ver con la posibilidad del autogobierno. En otras palabras, la condición de autonomía y el reconocimiento por parte de la Constitución de la existencia de otros pueblos y otras naciones al interior del mismo Estado, parece, casi como una pendiente resbaladiza, derivar en el otorgamiento de espacios territoriales en los que la administración quede a cargo de la comunidad. Como se sigue de lo dicho, desde el punto de vista de este trabajo, se está frente a un caso estricto de derecho colectivo y no un derecho cuyo titular es el individuo. De aquí que sea intrínsecamente restrictivo en el sentido de que independientemente del uso que se haga de él implica una limitación a los derechos individuales de sus miembros. En otras palabras, en cualquier caso, si un miembro de dicha comunidad decidiera abandonar su territorio no poseerá derecho a ejercer la potestad sobre su parcela de tierra ocupada (para, por ejemplo, venderla) ya que no tiene derecho individual de posesión sobre ella.21 Esto generaría que cualquier miembro de una comunidad que decida dejar de serlo se encuentre en serias dificultades para recomenzar una vida, en condiciones dignas, en otra

Este puede ser también el caso de Argentina cuya reforma de 1994 se hizo en pleno auge de reformas neoliberales y desguace del Estado. 21 Un espacio en el que hallar buenas razones en torno a las implicancias que tendría el garantizar a un miembro de una comunidad x la posibilidad de abandonarla, se puede hallar en ese intercambio, podría decirse, ya clásico, que tuvieron Kymlicka y Kukathas en la revista Political Theory (Ver Kymlicka (1992) y Kukathas (1992a) y (1992b)). 20

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comunidad.22 El caso del derecho de propiedad es muy interesante porque, con buen tino, la historia reciente ha demostrado que cuando se reconoce la propiedad individual de la tierra a miembros de una cultura originaria, la posibilidad de defenderla de los poderes suaves y fuertes de la cultura mayoritaria que ya sea por seducción o por coacción acaban imponiéndose, no alcanza. De aquí que una opción es el otorgamiento del derecho de propiedad al colectivo. El punto es que si la titularidad no es individual deriva en la imposibilidad de una división de la tierra otorgada, lo cual transforma a este derecho en uno que en términos de Kymlicka protege del avance exterior contra el grupo pero también coarta la autonomía de sus miembros. El error de Kymlicka, en todo caso, está en no haber tomado nota de que frente a este tipo de derecho cuya titularidad es colectiva, que se utilice como restricción interna no depende de la buena predisposición de los representantes de la comunidad sino que es la propia estructura del derecho la que supone intrínsecamente una vulneración de los derechos individuales. Es más, podría indicarse que el propio Kymlicka dejó entrever

Tómese en cuenta, por ejemplo, la forma en que la Corte Suprema de Colombia resolvió el caso de El Tambo. Allí, una comunidad expulsó a uno de sus integrantes por haber cometido sucesivos delitos. La consecuencia de tal medida fue que se le quitó a él y a su familia la totalidad de sus propiedades. La inflexibilidad de la comunidad hizo que el damnificado llevase el tema hasta la Corte Suprema que en un fallo claramente signado por los principios liberales declaró inconstitucional la decisión de la comunidad tanto sobre la propiedad como sobre la familia, pero avaló la potestad de expulsarlo. El fallo indicó que “quitarle todas las propiedades al indígena juzgado sin pagar ninguna compensación es equivalente a la pena de confiscación, prohibida expresamente por el artículo 38 de la Constitución […] También concluyó que el castigo impuesto al indígena y a su familia fue desproporcionado. Las consecuencias materiales y culturales para la familia del defendido eran extremadamente duras, incluyendo el cambio completo de sus horizontes culturales y la pérdida de todos los recursos económicos necesarios para su supervivencia” (Ver Bonilla Maldonado, 2006: 159-160). 22

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este problema pero no tomó debida cuenta de él pues la siguiente frase no parece dar lugar a dudas:

Por lo tanto, la creación de reservas territoriales ofrece protección contra el poder económico y político de la sociedad predominante para comprar o expropiar las tierras indígenas. Sin embargo, un producto lateral de la propiedad comunal de la reserva territorial es que los miembros individuales de una comunidad indígena tienen menos capacidad de endeudamiento, puesto que tienen menos propiedad alienable para emplear como garantía. Aunque esto no implica violación alguna de ningún derecho civil o político básico, representa una significativa restricción de la libertad de los miembros individuales. (Kymlicka, 1995 a: 69) Lamentablemente, parece ser un subproducto natural de la protección externa que ofrece el sistema de propiedad de los territorios indígenas (el destacado es del autor).

El bilingüismo y el control sobre el currículum educativo Sin embargo existe otro tipo de derechos de grupo que no son intrínsecamente restrictivos sino sólo potencialmente restrictivos, algo que podría encajar con la idea de Kymlicka de que un DEFG puede utilizarse en un sentido o en otro. Tómese el caso de las reivindicaciones que muchas comunidades realizan en torno del control del currículum educativo a partir de que juzgan, seguramente con razón, que la educación universal realizada por la cultura mayoritaria y a la que se ven obligados los miembros de la minoría dentro de un determinado Estado, generará, a mediano y largo plazo, la disolución de la comunidad.

Una tercera opción más vinculada a la cuestión de la autonomía regional podría ser generar una suerte de sistema educativo alternativo administrado por la propia comunidad e independiente del sistema oficial. 23

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Sobre este punto hay algo así como dos reivindicaciones que serían primo-hermanas. Por un lado la oficialización de la lengua y, por el otro, la educación bilingüe.23 En este sentido, por ejemplo, de los cinco países que forman la comunidad andina, solamente la reforma constitucional de 1993 en Perú no incluye la educación bilingüe. La oficialización de un idioma indígena postergado sin duda va bastante más allá de lo simbólico y la formación bilingüe alienta la multiculturalidad tomando en cuenta, como se verá más adelante, la insoslayable importancia que el lenguaje tiene para la identidad. En todo caso, quizás pudiera seguirse algún riesgo para las libertades individuales de la opción que se barajaba a pie de página, esto es, la posibilidad de otorgar a la minoría que lo exija la potestad sobre el currículum educativo para poder transmitir la cosmovisión de la misma de manera independiente del sistema educativo oficial algo que, una vez más, se vincula más con la problemática de las autonomías y de la delegación de las potestades que pudiera hacer el Estado central. Sin duda, en esta situación existen dos posibilidades que en la práctica serán cuestión de grado. A los fines de aportar claridad y precisión se mencionarán los dos extremos: se puede dar que la comunidad en cuestión utilice esa potestad sobre el currículum de manera cerrada en el sentido de comprometerse solamente con la transmisión de los valores de la propia comunidad. Esto se pondría de manifiesto si la comunidad tomara la decisión de enseñar únicamente su idioma porque tal decisión implicaría una clara dificultad, en niños y jóvenes, para contactarse con otras culturas. Sin embargo, también se puede dar que la cultura que goza de tal derecho se encuentre preocupada por fomentar una visión más bien pluralista, con la consigna de explorar diferentes culturas. Circunscripto nuevamente al tema del idioma, podría encontrarse una comunidad minoritaria que además de su idioma originario enseñe el idioma de otras culturas minoritarias o de la cultura mayoritaria dentro de la cual le toca vivir. Esto facilitaría no sólo el intercambio sino la autonomía individual para tomar decisiones. Así, el primer uso de este derecho de grupo potencialmente restrictivo, para decirlo en términos aristotélicos, actualiza la restricción: en 71

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caso de que el miembro de esa comunidad decida en un futuro alejarse o tomar decisiones que difieran con la tradición y la costumbre, se verá seriamente perjudicado y con pocas posibilidades de éxito. Si, en cambio, se hace hincapié en el segundo uso la potencialidad no se actualiza: lo que podría implicar una restricción, fue usado con la intención de fomentar, en mayor o menor medida, una visión pluralista.

El derecho especial a la representación política Tómese un tercer ejemplo: en algunos Estados multinacionales existen diversos grupos minoritarios o postergados que exigen que se les garantice algún tipo de derecho especial de representación política. El propio Kymlicka incluye este tipo de reivindicaciones como una de las formas de favorecer a las minorías sin estar reñidos con el compromiso liberal de la autonomía. De hecho dedica un capítulo entero de Ciudadanía multicultural para profundizar las particularidades de esta temática y afirmar no sólo la compatibilidad sino la necesidad de este tipo de derechos para un sistema liberal que se precie de favorecer la igualdad de los ciudadanos. Ejemplos en este sentido pueden ser los casos de sobre-representación legislativa de las provincias en sistemas federales. En este sentido, se piensa que hay una particularidad que coincide con la unidad provincia que debe ser visibilizada por los órganos representativos del Estado central. En el caso de la Argentina, sin ir más lejos, un mínimo de representación en diputados por provincia y una cámara de senadores donde cada jurisdicción provincial tiene la misma cantidad de representantes, resultan sendos ejemplos de intentos de dar espacio a voces minoritarias como las de las provincias con menor cantidad de habitantes. Sin duda, en la medida en que los países Latinoamericanos suelen poseer una vasta porción de territorio que incluye aspectos demográficos disímiles sumados a tradiciones y culturas diversas, la descentralización administrativa y el equilibrio generado ad hoc suelen ser buenas soluciones para dar cuenta de las problemáticas de las diferentes regiones. 72

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Siguiendo con los ejemplos de los países andinos, la posibilidad de una cuota de representación para los pueblos originarios fue reconocida en la reforma de Colombia y en la de Venezuela. Sobre los casos de Bolivia, Ecuador y Perú, por su parte, podría hacerse la lectura de que, dado que las poblaciones autóctonas tuvieron mayores posibilidades de encaramarse dentro de las lógicas de representación tradicional, sea a través de movimientos sociales, sea a través de partidos políticos, no fue necesaria la reserva de escaños y bancas que garantizasen la voz y el voto de los oprimidos. Pero el gran tema, política y filosóficamente hablando, reconocido por el propio Kymlicka, es cuál es la variable a tomar en cuenta para designar los grupos que debieran ser representados: ¿puede haber un derecho similar reivindicado por grupos disímiles como los tucumanos, los gays, los quechuas, los jubilados o los calvos? Kymlicka propone un criterio más allá de que sea escéptico respecto a la posibilidad de resolver este asunto. Se trata de probar que el grupo en cuestión o bien ha sufrido una discriminación sistemática a lo largo de la historia o bien pretende el autogobierno. En ambos casos podrían exigirse derechos especiales de representación. Sin embargo, los primeros serán otorgados temporalmente hasta que la desigualdad histórica se salde, mientras que los segundos, dado que el autogobierno no parece una reivindicación que pretenda ser limitada en el tiempo, debería ser un derecho permanente. Ejemplos en el primer sentido podría ser el de las mujeres en la Argentina donde se les ha otorgado por ley un porcentaje de participación en las listas con miras a ocupar los cargos legislativos. El argumento es que de no existir esta garantía, aquellos que acceden a estos cargos serán en su mayoría (sino en su totalidad) hombres blancos heterosexuales con bienestar económico, que difícilmente puedan representar los intereses de aquellos no-hombres, no-blancos, no-heteros y no-ricos. El cupo, en tanto ejemplo de acción afirmativa, debiera funcionar hasta que naturalmente los partidos incluyan mujeres en sus listas. Asimismo, si se lo piensa en función de las categorías propuestas, se puede acudir a un ejemplo claro donde sin duda, el derecho (en este caso otorgado a las mujeres pero que también podría 73

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pensarse para comunidades más pequeñas como la quechua o comunidades recientes con otro tipo de vinculación, como los gays y lesbianas) no es intrínsecamente restrictivo pues parece garantizar que las voces no-mayoritarias o postergadas tengan un lugar. Lo mismo sucedería con este tipo de derechos especiales aun cuando la comunidad en cuestión fuera ancestral y, en tanto reivindica el autogobierno, exigiera tal derecho de forma permanente y no a través de un cupo sino a través de escaños fijos como sucedió en los casos de los países andinos mencionados (Ver Htun, 2004). Sin embargo, las dificultades propias de la noción de representación, en la cual no se profundizará en este trabajo, y las circunstancias histórico-fácticas hacen posible un mal uso de este derecho a la representación. Al fin de cuentas, la interesante discusión que el propio Kymlicka desarrolla va en esta línea. Esto es, muchos defensores de los derechos especiales de representación parecen tener una concepción especular de la representación al considerar que los derechos de un grupo sólo pueden ser bien representados por un miembro de tal grupo. En este sentido, los hombres no podrían representar correctamente los intereses de las mujeres, ni un miembro de la comunidad X las reivindicaciones de una comunidad Y. Sin embargo, que sean del mismo grupo no garantiza que el derecho sea defendido ni que el representante sea representativo de todas las diferencias al interior de grupos que nunca son estrictamente homogéneos. Podría pensarse en un caso donde una mujer, por las circunstancias que fueran, vote en contra de los intereses de su propio grupo, por ejemplo en cuestiones controvertidas como la legislación sobre el aborto; o un representante de los aborígenes que pacte con empresarios vinculados con el gobierno para enajenar las tierras ancestrales sin el consentimiento de los miembros de la comunidad. Más allá de estas cuestiones inherentes a los sistemas representativos, tal recurso podría ser una opción para incluir la voz de los desplazados en ámbitos donde, de otra manera, no tendrían lugar. Por ello, este ejemplo funciona como una protección externa y como un derecho sólo potencialmente restrictivo. 74

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Los pueblos y las formas del autogobierno El cuarto y último ejemplo se vincula a las reivindicaciones de las minorías nacionales respecto del autogobierno. Tal problemática apareció con fuerza en el Derecho Internacional después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en el marco del sostenimiento de regímenes coloniales especialmente en África. Sin embargo, también es aplicable al caso de las comunidades ancestrales que subsisten dentro de los Estados latinoamericanos independientemente de que su intención no sea la formación de un Estado independiente. En la actualidad, a lo largo de todo el mundo existen conflictos con grupos que se autodenominan “naciones” y que entienden que deben romper con la tutela del Estado que los engloba. Las razones pueden ser distintas pero hay reivindicaciones de este tipo desde España hasta Bolivia por mencionar los casos más cercanos culturalmente hablando. La posibilidad de una ingeniería jurídico-política que permita, al menos, niveles de autogobierno es, probablemente la más problemática y la que finalmente sostiene, en buena parte, las cuestiones atinentes a derechos más específicos. La razón, claro está, tiene que ver con que avanzar en formas de autonomía pone en juego el principio de soberanía tan arraigado en nuestra cultura moderna. Así, la construcción de los Estados modernos tuvo su fundamento, más allá de las estructuras federales, en una poderosa idea de monismo jurídico que supone una unidad indivisible, algo que las propuestas más radicalizadas de autonomía pondrían, como mínimo, en tela de juicio. Como bien indican Ariza Higuera y Bonilla Maldonado (2007), el monismo jurídico es parte del proyecto ilustrado y una variante de éste también resulta esencial para el liberalismo. En esta línea parece razonable, retomando el caso boliviano que se comentaba algunas líneas atrás, comprender que las culturas autóctonas críticas de la neutralidad liberal aboguen por una transformación que derribe el forzado monismo para imponer una forma de pluralismo jurídico. Así, lo que para los modernos sería fuente de discordia, conflicto, superposición y desorden, 75

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para culturas afianzadas en paradigmas distintos puede ser la forma de una convivencia pacífica respetuosa de las diferencias. Es en esta línea que deben resonar las palabras de García Linera en cuanto a la crítica al monolingüismo del monoétnico Estado boliviano en tanto éste se adscribe al proyecto moderno que, según su punto de vista, persigue el sojuzgamiento a través de premisas homogeneizadoras.

En suma, el monismo jurídico liberal ofrece un horizonte que justifica y promueve los valores que fundamentan el pacto de westfalia, y que se expande materialmente de la mano de la revolución francesa y el imperio napoleónico. Mientras que el derecho estatal es para el monismo el único sistema jurídico que existe y debe existir en un Estado, el derecho internacional público, aquel que rige las relaciones interestatales, es el único que existe y debe existir en el plano internacional. (Ariza Higuera y Bonilla Maldonado, 2007: 23)

El edificio del monismo se estructura, entonces, a partir de, al menos, tres pensadores: en lo político, Hobbes y Locke y, en lo jurídico, Kelsen. Más allá de que del contractualismo de los primeros se sigan consecuencias y formaciones estatales y jurídicas diferentes, en ambos la salida del estado de naturaleza se resuelve en la centralidad, sea del soberano, sea del juez imparcial que resuelve los conflictos. Por su parte, si se habla de Kelsen, su idea del derecho como un sistema jerárquico y piramidal cuya base es “la norma fundamental” supone que la clave del funcionamiento de todo orden jurídico está en la unidad que produce la referencia a una norma base. De este clima de época moderno, se sigue muchas veces que la única solución a las tensiones internas de un Estado sea la secesión, esto es, generar otro monismo jurídico con otra norma fundamental independiente. Una vez más, esto se da porque entienden que la posibilidad de un autogobierno real se da creando un 76

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Estado nuevo en el que las minorías sean mayoría y puedan ser regidas por instituciones acordes a su cosmovisión. Sin embargo no siempre las exigencias son tan extremas y, además, los Estados nacionales poseen mecanismos para acomodar las reivindicaciones de las minorías dentro del paraguas del Estado nacional. Se trata de formas de pluralismo jurídico. En esta línea, como bien indica Kymlicka (2001), podría interpretarse que alguna de las formas del federalismo serían modelos jurídicos que pueden eventualmente dar cuenta del pedido de autogobierno de las minorías. La literatura acerca del federalismo es vasta y compleja pero se puede entender a éste como un término que:

Refiere a un sistema político que incluye una división de poderes reflejada en una constitución entre un gobierno central y dos o más subunidades (provincias, lander, Estados, cantones) que se definen siguiendo un criterio territorial que se caracteriza por el hecho de que cada nivel de gobierno posee una autoridad soberana sobre ciertas cuestiones. (Kymlicka, 2001: 133)

De este modo, el federalismo no es una mera descentralización administrativa en la que el gobierno central sigue siendo soberano en todos los asuntos y sólo delega operativamente en unidades más pequeñas con vistas a la eficacia ni tampoco una Confederación en la que confluyen países que deciden colaborar en temas puntuales y que, eventualmente, podrían acordar regirse por algún organismo supranacional compuesto por delegados de los Estados incluidos en el acuerdo. Si bien el federalismo no garantiza que acaben los pedidos de secesión, parece un antídoto eficaz para poder conciliar la centralidad de un Estado nacional con las pretensiones de autogobierno de las minorías que las circunstancias históricas arrojaron dentro de aquel Estado, algo que se ve en el régimen de autonomía, generalmente de índole municipal, que se puso de 77

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manifiesto en las reformas constitucionales de los países con importante población indígena. Sin duda hay diferentes tipos de federalismos y diferentes espíritus que lo impulsan. En este sentido, el modelo estadounidense seguido por muchas de las construcciones jurídicas sudamericanas parece, antes que un diseño pensado para acomodar minorías, una estrategia de homogeneización tendiente a lograr que la cultura mayoritaria sea la más numerosa en todas las jurisdicciones. Esta es la razón por la que Kymlicka critica tal forma de federalismo y la ubica como un capítulo más dentro del ideario liberal que ve al poder como enemigo y que encuentra el antídoto en la infinita posibilidad de subdividirlo hasta equilibrarlo. Pero, sin duda, el federalismo también puede ser una forma de lograr que un grupo que es claramente minoritario a lo largo del país, si es que se encuentra nucleado territorialmente, pueda ser soberano en elementos centrales para difundir su cultura sin por eso tener que formar otro Estado. Y más allá de que pudiera ser controvertida la siguiente afirmación, la necesidad de autogobierno puede ser entendida como un derecho de grupo, esto es, un derecho individual capaz de exigirse en tanto miembro de un colectivo. La discusión es riquísima en este sentido y está lejos de estar saldada. Con todo se puede tomar un interesante artículo de Gros Espiell (1983) donde se hace un repaso en torno al modo en que la autodeterminación de los pueblos fue ganando terreno en el derecho internacional.24 Una vez más, muchas de las dificultades pa-

Kymlicka menciona algo sobre lo que se volverá a continuación y es la ambigüedad inherente a la noción de autodeterminación de los pueblos tal como lo expresa Naciones Unidas y la forma en que este vacío generalmente fue interpretado como el derecho a la autodeterminación de las colonias de ultramar pero no fue aplicado al caso de las minorías internas nacionales que por lo general han sido tan colonizadas y expropiadas como las primeras (Ver Kymlicka, 1995a: 47-48). 24

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recen tener que ver con la confusión terminológica que hace que el autor afirme que este derecho es individual y colectivo a la vez.

Es decir que la libre determinación de los pueblos puede ser al mismo tiempo un derecho colectivo, cuyos titulares son los pueblos y un derecho individual, cuya titularidad corresponde a personas humanas […] Es preciso analizar si el derecho a la libre determinación puede ser conceptualizado como un derecho de la persona humana. Para nosotros es evidente que sí. El hecho de que sea además un derecho colectivo de los pueblos no significa que no pueda ser simultáneamente un derecho individual […] A nuestro juicio, la libre determinación puede ser considerada como un derecho individual, cuyos titulares son los seres humanos en cuanto todo hombre tiene derecho a que se le reconozca el pueblo que él integra. (Gros Espiell, 1983: 195, 205, 207)

En este pasaje aparece la dificultad que se señalaba en cuanto al uso del término derecho colectivo pero la aclaración la realiza el mismo autor algunas páginas más adelante haciendo suyas las palabras de Jean Rivero. Así se verá que lo que parece estar diciendo Gros Espiell es que el derecho a la autodeterminación de los pueblos es un derecho de grupo, en la línea en que se lo había definido en este trabajo, es decir, no como un derecho de titularidad colectiva sino como un derecho individual que puede ser ejercido sólo como parte de un grupo.

Le dileme est sans doute un faux dileme. En effect, les droits collectifs (exc.: droit de réunion, de gréve, d´association…) sont des droits individuels –ils appartiennent a chaque homme- qui se distinguent des autres en ce qu´ils ne peuvent être mis en oeuvre que par l´accord de plusiers volontés. Le droit au développement pourrait trouver sa

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place dans ce groupe. Il parait essentiel, en effect, d´affirmer a son propos le double aspect individuel et collectif. Méconnaîre le premier, et faire, du droit au développement un droit du groupe, ce serait permettre a celui-ci d´imposer a ses membres, au nom du développement, les plus lourdes servitudes. (citado en Gros Espiell, 1983: 206)

Dicho esto, si bien la controversia existe, y es de destacar la ambigüedad que conlleva la idea de autodeterminación de los pueblos, tanto en lo que respecta al sentido en que un pueblo puede autodeterminarse, como así también al sentido en que puede trazarse los límites de un pueblo, es posible afirmar que no se estaría aquí frente a un caso de titularidad colectiva. En este sentido, es para reflexionar el particular caso derivado de la reforma constitucional de Ecuador en 2008. Allí se otorga autonomía regional donde, en principio, regiría el derecho propio o consuetudinario. Sin embargo, la prioridad de la norma fundamental del Estado central se pone en evidencia en la exigencia de que el derecho ancestral no puede contradecir los principios liberales del Estado democrático. Demostración de esto es el hecho de que no se permitirá que las mujeres sean sojuzgadas o tratadas como ciudadanas de segunda clase:

El derecho a crear, desarrollar, aplicar y ejercer su Derecho propio o consuetudinario indígena es otro de los derechos colectivos consagrados en el art. 57. Su ejercicio no podrá vulnerar derechos constitucionales, en particular de las mujeres, niñas, niños y adolescentes. Las autoridades de las comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas ejercerán funciones jurisdiccionales, con base en sus tradiciones ancestrales y su derecho propio, dentro de su ámbito territorial, con garantía de participación y decisión de las mujeres. Para la solución de sus conflictos internos, las autoridades aplicarán normas y procedimientos propios que no sean contrarios ni a la Constitución ni

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a los instrumentos internacionales de derechos humanos. Corresponde al Estado garantizar que las decisiones de la jurisdicción indígena sean respetadas por las instituciones y autoridades públicas. Dichas decisiones estarán sujetas al control de constitucionalidad. La ley articulará los mecanismos de coordinación y cooperación entre la jurisdicción indígena y la jurisdicción ordinaria. (Ponte Iglesias, 2010: 2483)

Dicho esto, da la sensación de que se ingresa en aquella discusión inherente al pluralismo jurídico que se mencionaba anteriormente. Al fin de cuentas, hablar de autonomía estrictamente para casos de territorios que deben responder a la norma fundamental del Estado central, parecería necesitar, al menos, alguna aclaración. Por lo pronto, para hablar de derechos de autogobierno o autonomía, es necesario hacerlo siempre desde la perspectiva del derecho interno, es decir, en las circunstancias en las que el conflicto se da entre una comunidad y el Estado central que ejerce potestad sobre ese territorio. Si lo que estuviese en juego fuese la total autonomía, ni siquiera haría falta exigírsela al Estado central y pasaría a ser materia del derecho internacional, esto es, pasaría a ser un conflicto entre naciones puesto que se estaría frente al presunto caso en el que una nación constituida en Estado sojuzga, dentro de su territorio, a otra nación con el mismo derecho a darse una cualidad estatal independiente. Hechas estas aclaraciones, la autonomía siempre limitada, como lo demuestra el caso de Ecuador o cualquier tipo de forma federal, es un tipo de derecho potencialmente restrictivo que actualizaría su restricción en caso de que el autogobierno derive en una jurisdicción que, incluso a contramano de lineamientos del Estado central, pudiese afectar los derechos individuales. Más allá de esta circunstancia, y de numerosos ejemplos de grandes controversias, parece claro que la posibilidad de que no se dé una secesión de hecho es que el Estado mantenga los cimientos de sus principios y que no conceda soberanía sobre éstos a ninguna de las jurisdicciones. 81

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Los últimos tres ejemplos pueden pensarse como derechos de grupo o específicos de grupo, esto es, derechos de titularidad individual cuyo ejercicio supone formar parte de un grupo. El hecho de que finalmente el titular sea el individuo le otorga una prioridad que le permite un campo de libertad, algo que no parece posible o que, en todo caso, disminuye drásticamente con derechos de titularidad colectiva. Con todo, cabe hacer algunas aclaraciones en torno a la temática de la propiedad. Pues, por si todavía no ha quedado claro, la crítica a la titularidad colectiva no debería interpretarse como una concesión a una defensa irrestricta de la absolutización liberal de la propiedad privada individual. De hecho, sin apoyarse en el absolutismo colectivista ni en el individualista se podrían explorar alternativas. La primera podría ser idear alguna forma en que los Estados centrales pudieran intervenir de modo tal de disminuir las restricciones internas aun sosteniendo la titularidad colectiva que muchas veces es condición de posibilidad del mantenimiento de la comunidad. Por ejemplo, podría pensarse el caso en que el Estado central asistiera al miembro que quisieran abandonar una comunidad X, de modo tal que su salida no sea del todo traumática y tenga posibilidades de, eventualmente, acomodarse mejor a la lógica de la cultura mayoritaria si así lo deseara. Esto podría incluir desde seguros de desempleo hasta apoyo psicológico y, por sobre todo, el asegurar una vivienda digna. La segunda opción sería pensar el derecho de propiedad como un derecho ni individual ni colectivo sino de grupo, es decir, un derecho de titularidad individual que sólo puede ser ejercido en tanto miembro de la comunidad y que, por ello, será sólo potencialmente restrictivo. Volviendo a la mirada más general, será una cuestión práctica, política y anclada históricamente la que determine cuándo un derecho vinculado al grupo está actualizando su potencial restricción sobre los individuos que lo integran. El margen de tolerancia en este sentido no es algo que pueda determinarse a priori. Sí, en cambio, y fue eso lo que se intentó desarrollar en este apartado, el costo del otorgamiento de un derecho de titularidad colectiva parece ser intrínseco y es posible determinar conceptualmente que tal derecho afectará las libertades individuales. 82

CAPÍTULO 4 EL HOLISMO CULTURAL Y UNA REFLEXIÓN CRÍTICA DE LAS POSICIONES ESENCIALISTAS Y ANTIESENCIALISTAS

Ahora bien, más allá de estas clarificaciones conceptuales que serán retomadas al final de este trabajo, cabe detenerse para reflexionar acerca de los presupuestos de las tradiciones liberal y comunitarista. Porque por un lado estaban las críticas colectivistas a los liberales que podrían resumirse en la denuncia a la suposición de una metafísica del sujeto descarnado profundamente individualista y ahistórica. Sin embargo, por otro lado, algo que no se había visto hasta aquí, en este capítulo se expondrán los presupuestos metafísicos que los comunitaristas no siempre consienten y que parecen haber naturalizado. En otras palabras, detrás de la idea de que la identidad individual se constituye en tanto el sujeto es miembro de una comunidad histórica, parece haber una serie de presupuestos holistas que presentan a la comunidad, o al colectivo, como una entidad homogénea, delineable, transparente e independiente de los sujetos que la constituyen. Así, y es desde este punto de vista que se avanzará en éste y en el próximo capítulo, no sólo el liberalismo puede ser acusado de suponer una metafísica de la esencia individual altamente controvertida. También las elaboraciones comunitaristas parecen descansar en 85

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una esencialización metafísica (de la comunidad). En este sentido, tanto liberales como comunitaristas serían esencialistas y, en tanto tal, ninguna de las tradiciones parece tener herramientas para salir de esta trampa. Así, la propuesta de este trabajo supone que es necesario superar la discusión precedente y llevarla al terreno de la disputa entre enfoques esencialistas y no-esencialistas. Por ello, este capítulo indagará en las formas deconstructivas de la esencia comunidad llevada adelante por varios pensadores contemporáneos para luego, en el próximo capítulo, profundizar el pensamiento del feminismo crítico, el cual se ha transformado en el principal denunciante de la metafísica individualista. Son varios los pensadores que desde diferentes tradiciones han encarado la crítica al holismo cultural y a la presunta homogeneidad del colectivo. Por mencionar algunos: Seyla Benhabib (2002), quien puede ser una fiel representante de una crítica heredera de la teoría de la acción comunicativa habermasiana; Néstor García Canclini (2001), quien agrega un enfoque transdisciplinario con elementos de la sociología, la antropología y la comunicación; Homi Bhabha (1994), quien aporta la mirada de aquella tradición poscolonial crítica del punto de vista de aquellas minorías con reivindicaciones liberales y Jean Luc Nancy (1983) y Roberto Esposito (1998) entre otros.25 En el caso de estos últimos, representantes de la tradición francesa e italiana respectivamente, son parte de una línea que puede encontrar en la crítica nietzscheana a la metafísica, el principio desde el cual encarar la problemática de la comunidad.

Incluir sólo dos autores de la línea francesa e italiana puede interpretarse como un recorte arbitrario, lo cual no deja de ser cierto. Con todo, puede considerarse que, de elegir entre los más representativos, Nancy con La comunidad inoperante, tal como reconocen sus pares, no puede obviarse. Algo similar sucedería con Esposito. Para quien considere que resulta preciso ahondar en esa línea se recomienda realizar lecturas de Blanchot (1983), Derrida, (1994, 1998), Agamben (2002), Cacciari (1994, 1997). Asimismo podrían agregarse Nancy (2000) y Esposito (2004). 25

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Benhabib, aunque demasiado apegada a los presupuestos universalistas de la comunicación habermasiana, denuncia con claridad las reificaciones y esencializaciones de las culturas y comunidades tanto de sectores conservadores como progresistas. García Canclini, adopta el concepto de hibridez para poder dar cuenta de los cruces no sólo de culturas, religiones o lenguas, sino también para mostrar de qué modo la modernidad y la posmodernidad atravesaron las culturas coloniales generando híbridos, esto es, identidades impuras, contradictorias y en continuo proceso de reacomodación. Por su parte, influenciado por Foucault, Derrida, Lacan y Deleuze, Bhabha estructura una teoría de la identidad en el entre (in between) que busca eliminar el pensamiento binario propio de Occidente que trabaja con pares de oposiciones (colonizado/ colonizador, femenino/masculino, incluido/excluido, nosotros/ los otros) introduciendo conceptos tales como negociación, disemiNación, ambivalencia y mímesis, entre otros. El desarrollo de estos conceptos permitirá, a los fines de este trabajo, aportar a la clarificación de algunas de las nociones que promoviera Gilles Deleuze, en especial, las de simulacro y nomadismo. Por su parte, Esposito, en particular en Communitas, realiza un profundísimo rastreo etimológico de la comunidad para denunciar a las grandes mitologías comunitaristas. Tal visión, sin duda, es deudora del enfoque de Nancy quien deja en claro la impronta cristiana de la noción de comunidad y la crítica a aquellas teorías que buscan de manera romántica la recuperación de un presunto origen común perdido que habría que recuperar a través de una esencialización que puede venir en formato étnico/ lingüístico, religioso o político.

Globalización e identidades de resistencia Como se indicaba en el primer capítulo de este trabajo, la paradójica situación de los últimos veinticinco años, en la que paralelo al proceso globalizante como aquel que elimina fronteras políticas, económicas y comunicacionales se yerguen grupos par87

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ticularistas que realzan el valor de su identidad, ha sido eje del debate en casi todas las áreas de las disciplinas humanísticas y sociales. De estos trabajos ha surgido con claridad que es necesario distinguir dos planos: el descriptivo y el normativo. Esto tiene que ver, por un lado, con que los comunitaristas, tanto como los liberales suponen el dato de la individualidad, asumen como un hecho la tensión al interior de las sociedades emergentes de las estructuras modernas de los Estados-Nación. En este sentido, la multiculturalidad, tras la paulatina disolución de las formas soberanas clásicas, ya no es un problema de los otros o de los de afuera sino que se ha transformado en un problema interno. Los Estados se han convertido en estructuras multinacionales que albergan diversos grupos cuyas creencias, rituales o estilos de vida muchas veces son de difícil conciliación. Para apoyar aún más lo dicho, y como se observaba con el desarrollo de los puntos de vista comunitarista, el hecho de la multiculturalidad, diagnóstico sobre el cual se erige buena parte del edificio del discurso colectivista, puede ser visto desde un punto de vista sociológico como el que plantea Manuel Castells (1997). Según éste hay tres tipos de identidad: rLa identidad legitimadora: introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar la dominación frente a los actores sociales [...] rLa identidad de resistencia: generada por aquellos actores que se encuentran en posiciones/condiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación, por lo que construyen trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad [...] rLa identidad proyecto: cuando los actores sociales, basándose en los materiales culturales de los que disponen, construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura social [...]. (Castells, 1997: 30)26 88

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Está claro que ningún grupo queda necesariamente circunscripto a un tipo de identidad y la posibilidad de los cambios estará atada al devenir histórico. Por citar sólo un ejemplo, el movimiento indigenista en Bolivia era hace unos años, claramente, una identidad de resistencia que, podría pensarse, se ha convertido en una identidad proyecto con capacidad transformadora que está avanzando en la institucionalización de sus reivindicaciones transformándose en identidad legitimadora. Asimismo Castells agrega que la identidad legitimadora genera una “sociedad civil”, mientras que la de resistencia genera “comunas” y la de proyecto genera “sujetos”. Tras esta descripción, en una tesis controvertida, Castells afirma que las condiciones de desarticulación de la sociedad red favorecen la proliferación de identidades de resistencia (fundamentalismos religiosos, nacionalismos, identidad étnica e identidad territorial) y que las transformaciones sociales (las identidades proyectos) ya no provendrán, como así lo hicieran en la modernidad, de la sociedad civil, sino de las comunas de la resistencia. Llegados a este punto cabe centrarse, entonces, en este elemento transformador que son las comunas de resistencia. Según Castells, estas identidades de resistencia tienen 3 características: r "QBSFDFO DPNP SFBDDJPOFT B MBT UFOEFODJBT TPDJBMFT imperantes, a las que oponen resistencia en nombre de las fuentes autónomas de sentido. r 4PO  EFTEF FM QSJODJQJP  JEFOUJEBEFT EFGFOTJWBT RVF funcionan como refugio y solidaridad, para protegerse contra un mundo exterior hostil.

Probablemente puedan realizarse críticas a la clasificación de Castells. Sin embargo, a los fines de este capítulo, se considera que esta clasificación comprende correctamente el tipo de identidad sobre la que se quiere hacer hincapié, esto es, la identidad de resistencia. 26

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r&TUÃODPOTUJUVJEBTEFTEFMBDVMUVSBFTUPFT PSHBOJ[BEBTFO torno a un conjunto específico de valores, cuyo significado y participación están marcados por códigos específicos de auto-identificación: la comunidad de creyentes, los íconos del nacionalismo, la geografía de la localidad. (Castells, 1997: 88) Estas identidades de resistencia reaccionan contra la globalización entendida como elemento que disuelve la autonomía de las instituciones particulares, los límites de la pertenencia y los mecanismos de construcción social tradicionales. Castells hace un juicio estrictamente descriptivo y no de valoración positiva respecto a la idea de que los agentes transformadores de la sociedad sean las identidades de resistencia. De aquí que él advierta:

El surgimiento de las identidades proyecto de tipos diferentes no es una necesidad histórica: muy bien pudiera ser que la resistencia cultural permaneciera encerrada en las fronteras de las comunas. Si esto es así, y donde y cuando lo sea, el comunalismo encerrará el círculo de su fundamentalismo latente sobre sus propios componentes, provocando un proceso que quizás transforme los paraísos comunales en infiernos celestiales. (Castells, 1997: 90)

A diferencia de Castells, los pensadores colectivistas o comunitaristas no se quedan en el plano descriptivo del hecho de la multiculturalidad sino que se trasladan al plano normativo de la política del multiculturalismo. Desde esta perspectiva pareciera que cualquier particularidad es buena en sí misma y debería protegerse.27 Resulta claro que el ataque liberal apuntará a señalar que la defensa indiscriminada de cualquier colectivo en tanto tal y la pretensión colectivista de privilegiar el todo sobre la parte, es un claro riesgo para los derechos individuales que pueden ser vulnerados “en nombre de la voluntad general” o “el bien público”. 90

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Las identidades de resistencia, bajo el pretexto, por cierto muchas veces real, de la amenaza de la cultura mayoritaria, estructurarían, así, un sistema represivo con pretensiones homogeneizantes al interior de la comunidad. De este modo, los multiculturalistas especialmente a través del otorgamiento de derechos en tanto minorías, buscan defender la particularidad cultural incluso al precio de un potencial sometimiento de la voluntad individual. Claro está que en la medida que conceptualmente se considere a la identidad como determinada por la pertenencia al grupo, al mejor estilo rousseauniano, no habrá diversidad de criterios al interior de una voluntad general que es más que la suma de partes. Quien opina diferente simplemente está equivocado (y debe ser corregido). Como se vio en los capítulos anteriores, esto es lo que planteaba Kymlicka cuando advertía acerca de la posibilidad de las restricciones internas. Pero, sin duda, por motivos expositivos, se postergó para este capítulo una elucidación de ciertos presuspuestos esencialistas latentes en el comunitarismo. En otras palabras, lo que se presenta entonces es, a partir del hecho de la multiculturalidad, una esencialización de la comunidad, una hipostatización del colectivo cuya representación es arrogada por el constructo discursivo de la clase dominante. Sin embargo, conscientes de esta esencialización de lo colectivo, la cual conceptualmente no difiere de la esencialización del individuo que realiza el liberalismo, se erigen pensadores que apuntan a romper con la lógica esencialista y con las naturalezas fijas e inmutables que presupondrían los paradigmas liberales y comunitaristas.

Esto parece seguirse, como se verá a continuación, aun de pensadores moderadamente liberales como Kymlicka (1995a) cuando aboga por la defensa de toda cultura societal y bien puede plantearse como un elemento ni descriptivo ni normativo sino valorativo (Ver Giraudo, 2007). 27

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Lo que ni el multiculturalismo ni los intentos de repensar la democracia ponen en discusión es la existencia de las culturas; en esta literatura, el punto de partida es, a lo sumo, la presunta relación que existiría entre las supuestas “culturas” entendidas como formas estables de identidades “naturales”, históricamente dadas, que se dan tanto dentro del Estado como a nivel internacional. Sin embargo, a partir de los estudios etnográficos desarrollados en el siglo XX, se ha vuelto cada vez más evidente que la identidad cultural es sólo una condición conjetural, no tiene nada de esencial [...] Por lo tanto no es una realidad estable y coherente, y por eso un patrimonio “clásico” a conservar en una vitrina y a proteger de la invasión de los agentes externos, sino en un continuo proceso, una continua innovación, fruto de la específica capacidad de actuar e interactuar de todo individuo. (Lanzillo, 2006: 102)

Pasado y presente de la cultura esencial La mayoría de las teorías que reivindican el valor de las culturas en sí hacen, en mayor o menor medida, referencia a la teoría de Johann Gottfried Herder (1772, 1774, 1784). Se trata, claro, de uno de los representantes más conspicuos de la revuelta romántica frente al iluminismo del siglo XVIII. A los contractualistas y enciclopedistas franceses como Voltaire y Diderot, quienes depositaban su confianza en una razón universal que carecía de fronteras y que era garante del progreso ilimitado de la humanidad, Herder oponía la reacción particularista de quien veía en aquella actitud el intento de imposición de una serie de valores foráneos. Según Berlin (1976), el pensamiento político herderiano puede caracterizarse de la siguiente manera: se trata, en primer lugar, de un pensamiento populista, entendiendo por tal la creencia en el valor de la pertenencia de un individuo a un grupo o cultura; en segundo lugar se puede entrever en Herder el expresionismo propio de los románticos, esto es, la doctrina que afirma que la 92

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actividad humana (especialmente la artística) de un pueblo o un individuo expresan la personalidad de aquel/los que la realizan. Por último y en tercer lugar, se encuentra su pluralismo entendido no sólo como el factum de la pluralidad de comunidades o valores sino la apuesta por una inconmensurabilidad de los mismos.28 Centrémonos, entonces, por ahora, en el concepto de comunidad que está estrechamente ligado al de Volkgeist (espíritu del pueblo) en tanto sus límites coinciden. Lo que hace que una comunidad sea tal es el hecho de compartir una historia, un lugar, un conjunto de valores y una religión. A su vez, todos estos elementos se articulan en el marco de una lengua común. Cada comunidad (entendida como nación) es un fin en sí mismo y cualquier tematización de la historia que ubique a una comunidad como un medio para un fin determinado desobedece el plan de la providencia. Además, cada comunidad tiene su propio centro de felicidad, atmósfera o ethos. Como indica Parekh (2000), Herder retoma de Leibniz la idea de mónada y la aplica a la comunidad. La comunidad se presenta, entonces, como algo cerrado, autosuficiente y aislado de cualquier elemento externo. El Volkgeist, en el caso puntual de Herder, no se apoya en aspectos tales como una raza, una etnia o un color sino más bien en el idioma, es decir, aquel elemento que concretiza el abstracto espíritu del pueblo.29

Cabe aclarar que la interpretación que realiza Berlin no es la más común pues, por momentos, pareciera que el creador del Volkgeist hubiera sido un antecedente de cierto pensamiento posmoderno, escéptico y relativista. Existen pasajes en la obra de Herder capaces de ser interpretados en esa línea pero también existen otros en los que se puede encontrar el germen de un punto de vista jerárquico que pone a los pueblos del norte de Europa en un estadio superior de un desarrollo de la humanidad dictado por la Providencia. 29 En esta línea, Berlin lee a Herder como un nacionalista lingüístico no político, esto es, un nacionalismo no estatal. Esto significa que, para Herder, siguiendo la línea hobbesiana que luego retomará Hegel, es la propia lógica de los Estados la que conlleva guerras de manera tal que sólo un nacionalismo 28

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Ahora bien, si a esto se le suma la adhesión herderiana al pensamiento político típico de la Grecia clásica en el que se rescata a la comunidad como aquel elemento formador de la identidad sin el cual el individuo no puede realizarse, es posible empezar a estructurar el pensamiento de un antecedente obligado de cualquier teoría nacionalista. A diferencia del pensamiento universalista de la Ilustración que escinde la razón universal de los aspectos contextuales e históricos de los sujetos, Herder, en la crítica que luego retomarán los comunitaristas de finales del siglo XX, afirma que el sujeto es un todo encarnado y que cualquier análisis que se apoye en separar lo aparentemente universal de las particularidades concretas, expresa, al menos, un punto de vista sesgado. Si bien resulta claro que los pensadores comunitaristas contemporáneos están influenciados por las tesis herderianas, según el punto de vista de este trabajo, resulta curioso que incluso varios liberales presupongan, más allá de no reconocerlo, un concepto de comunidad como entidad cerrada. Este es el caso, entre otros, de Kymlicka que si bien prescinde de la carga metafísico-teológica del alemán, utiliza de manera solapada la controvertida tesis herderiana para justificar el otorgamiento de derechos colectivos cuyos titulares serían las culturas y/o comunidades. Según Kymlicka, una de las razones por la que es justo otorgar derechos especiales a una comunidad es la estrecha relación entre identidad y vínculo comunitario que cualquier individuo humano posee: el individuo sólo puede realizar su autonomía como sujeto encarnado históricamente. Pero en lugar de hablar de comunidad introduce el concepto de “cultura societal” que es definido así:

cultural/lingüístico no estatal, sería una forma no beligerante de realzamiento del valor de lo propio.

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Una cultura que proporciona a sus miembros unas formas de vida significativas a través de todo el abanico de actividades humanas, incluyendo la vida social, educativa, religiosa, recreativa y económica, abarcando la esfera pública y privada. Estas culturas tienden a concentrarse territorialmente, y se basan en una lengua compartida. Las he denominado “culturas societales” para resaltar que no sólo comprenden memorias o valores compartidos, sino también instituciones y prácticas comunes. (Kymlicka, 1995a: 112)

Esta defensa de la comunidad o “cultura societal” como elemento esencial para la constitución identitaria no afirma nada acerca de cuál debería ser la comunidad a resguardar. En otras palabras, expresado así, sólo dice que no hay individuo independiente de su comunidad pero esto no pone trabas a la imposición etnocéntrica de los valores de una comunidad por sobre los de otra. De aquí que Kymlicka deba dar un paso más y justificar por qué esta teoría no avalaría un mundo en el que prevalezca una sola cultura que haya eliminado a todas las demás. Según el canadiense, la razón por la cual es bueno preservar las culturas societales es que es traumático el traspaso a otra.

[...] Aun cuando es posible lograr la plena integración, no resulta nada fácil. Es un proceso costoso, y es legítimo preguntarse si se puede exigir a las personas que paguen estos costes a menos que voluntariamente decidan hacerlo [...] en este sentido, la elección de abandonar la propia cultura se puede considerar análoga a la elección de hacer votos de pobreza perpetua y de ingresar en una orden religiosa. No es imposible vivir en la pobreza. Pero de ello no se sigue que una teoría liberal debiera, en consecuencia, considerar el deseo de un nivel de recursos materiales por encima de la mera subsistencia simplemente como algo de lo que las personas concretas gustan y disfrutan aunque

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ya no pueden decir que sea algo que necesitan. [...] Abandonar la propia cultura, aunque es posible, se considera más bien como renunciar a algo a lo que razonablemente se tiene derecho. (Kymlicka, 1995a: 124)

Dicho esto, Kymlicka afirmará que la defensa de una cultura societal a través de derechos específicos en función de grupo no sólo no se encuentra reñida con el liberalismo sino que es una condición de posibilidad del ejercicio de los principios liberales. En palabras del autor: “mi objetivo es demostrar que el valor liberal de la libertad de elección tiene determinados prerrequisitos culturales, y por tanto, estas cuestiones de pertenencia cultural deben incorporarse a los principios liberales” (Kymlicka, 1995 a: 112). Probablemente el lector atento podrá preguntarse por qué Kymlicka privilegia a los grupos nacionales en lugar de otras formas grupales determinantes para la identidad. Esto es, ¿por qué no es posible pensar, por ejemplo, derechos especiales de representación para proletarios, mujeres o gays? Kymlicka respondería con su definición de cultural societal como el horizonte más amplio de sentido a través del cual se desarrolla la autonomía individual pero una definición muchas veces es la excusa perfecta para detener la argumentación. En este sentido, como ya se vio anteriormente, no sería tan simple disuadir a un homosexual de exigir derechos especiales de representación indicándole que la creencia de que su horizonte de sentido está determinado por su objeto de deseo antes que por su pertenencia societal, es falsa o insuficiente. Lo mismo sucedería con las feministas para las cuales el clivaje decisivo para el reconocimiento de derecho es la pertenencia a un género. Está claro que estas minorías no estarían interesadas en un derecho lingüístico especial o en el autogobierno30, pero sí podrían estar, en principio, deseosas de algún tipo de representación especial en las legislaturas, siendo, como ya se vio, el cupo femenino una muestra de esto. Con todo, el presupuesto nacionalista del liberalismo de Kymlicka resulta funcional para distinguirse de la interpretación que él hace del pensamiento comunitarista de MacIntyre, Taylor 96

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y Sandel, entre otros. Según Kymlicka, el comunitarismo de estos autores hace mayor énfasis en la forma en que la identidad individual es determinada por pertenencias mucho más “cercanas” como ser una iglesia, un sindicato, un vecindario. Y estas unidades pequeñas no dejan espacio para una revisión crítica de la pertenencia como lo supone cualquier teoría liberal que ponga como principio el ideal de autonomía. En ese sentido, que sea la nación o la cultura societal el horizonte de sentido y no las comunidades más pequeñas que atraviesan toda forma social, le permite al canadiense justificar el compromiso liberal con un mayor espacio para la libre elección. De hecho indica que el liberalismo en general, más allá de que la tradición no lo reconozca, se encuentra comprometido con una defensa de la nacionalidad a tal punto que menciona el caso del Rawls de Liberalismo político para mostrar hasta qué medida la propuesta de la justicia como imparcialidad se sostiene en la idea de que la libertad es ejercida y derivada a partir de las condiciones históricas de la comunidad (estadounidense). El compromiso con la variable nacional llega a tal punto en Kymlicka que en un libro varios años posterior (Kymlicka, 2001) define su propuesta como la de un “culturalismo liberal” o, a veces, un “nacionalismo liberal”. Esta propuesta se enmarca en lo que Mullhal y Swift señalan como liberalismos comprensivos o liberalismos de la continuidad que incluirían a pensadores como Raz o Dworkin. Se trata de, a diferencia de lo que podría indicar Rawls, mostrar que el liberalismo es una concepción de la buena vida y de que, al fin de cuentas, no existe un espacio de neutralidad “política” sobre el cual acordar. En esta línea, la supuesta neutralidad liberal derivada de

Más allá de las fantasías sexuales de los hombres occidentales de ser capturados por una tribu de ninfómanas amazonas o la insólita propuesta de algún cardenal de llevar a los homosexuales a una isla para que vivan allí según sus propias leyes. 30

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la separación entre Iglesia y Estado es falsa pues no hay Estado que no esté comprometido con la promoción de, como mínimo, un ideal de la buena vida. Es justamente por ello que Kymlicka entiende que los derechos de las minorías deben ser la respuesta que un Estado liberal le otorga a las minorías nacionales ante la posibilidad cierta de que éste esté comprometido con la cultura mayoritaria y desatienda las reivindicaciones de los otros grupos nacionales que habitan ese territorio.

He señalado antes que el culturalismo liberal, en su formulación más general es el punto de vista que sostiene que los Estados liberal democráticos no sólo deberían hacer respetar el familiar conjunto de habituales derechos civiles y políticos de ciudadanía, sino adoptar también varios derechos específicos de grupo o medidas dirigidas a reconocer y acomodar las distintivas identidades y necesidades de los grupos etnoculturalres. (Kymlicka, 2001: 70)

Por último, una vez más, un importante presupuesto que avalaría una injustificada preeminencia en Kymlicka de las identidades nacionales, tiene que ver con el rol que se le asigna a la lengua. Aquí el canadiense parece seguir linealmente el punto de vista del romanticismo alemán de Herder y Von Humbolt (1836) en cuanto a la idea de que la lengua es la manifestación concreta del espíritu del pueblo. En otras palabras, ante las dificultades de la defensa de un nacionalismo no político, estos autores acaban recurriendo a la lengua materna como el criterio para establecer los límites concretos de la comunidad. Esto, además, se enmarca en la línea expresada por la etnolingüística, la famosa hipótesis Sapir-Whorf para la cual cada lengua expresa una particular visión del mundo y determina la experiencia del hablante. Es sólo bajo estos presupuestos que se puede comprender la importancia que Kymlicka le da a los derechos lingüísticos:

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Uno de los principales factores que determinan la supervivencia de una cultura es si su lengua es o no la lengua del gobierno; es decir, la lengua de la escolaridad pública, de los tribunales, los poderes legislativos, los organismos encargados del bienestar público, los servicios sanitarios, etc. Cuando el gobierno decide la lengua en que se imparte la enseñanza pública, está proporcionando la forma de apoyo probablemente más importante para las culturas societales puesto que garantiza que la lengua y sus correspondientes tradiciones y convenciones pasarán a la siguiente generación. (Kymlicka, 1995a: 156)

El ejemplo de Kymlicka muestra que los presupuestos metafísicos de Herder se encuentran hoy presente incluso en autores liberales. Sea expresado en términos de Volkgeist, sea expresado en términos de cultura societal, lo que se encuentra, en el fondo, es una idea de homogeneidad, fijeza y esencialismo cultural que permite reconocer sin conflictos ni divergencias, cuáles son los intereses de la comunidad. Si alguna vez existió homogeneidad cultural, algo de lo que podría dudarse, podría decirse que, en todo caso, no hay duda de que se está hablando de un pasado más o menos lejano que poco tiene que ver con la realidad multicultural reinante.31

Las falacias esencialistas de la comunidad Diferentes tradiciones de la teoría política han reaccionado frente a este punto de vista esencialista y romántico que presupone una homogeneidad amenazadora de las diferencias y, apa-

Se verá más adelante, con los desarrollos de Nancy y Esposito, que este ideal de homogeneidad aparentemente perdido no es más que un mito. 31

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rentemente, de las libertades individuales fundamentales para las sociedades republicanas liberales. Aunque atravesados por diferentes contextos, como se indicará más adelante, una importante cantidad de pensadores ya desde los años 80, reaccionaron ante esta “emergencia de la comunidad”. Tales elaboraciones, claramente, no sólo tienen que ver con la problemática del multiculturalismo y los Estados multinacionales, sino con las consecuencias que Nancy o Esposito le adjudican a estas visiones holistas en lo que tiene que ver con los procesos totalitarios que llevaron a las guerras del siglo XX. A la hora de hacer un repaso por esta heterogénea lista de pensadores que denuncian los peligros de una comunidad sin fisuras que disuelve la individualidad en tanto entidad superadora de la suma de átomos, se puede hallar a Seyla Benhabib. Dentro de la tradición liberal-democrática, y seguidora de la ética del discurso habermasiana, esta autora es una de las pensadoras que identifica con claridad al holismo presupuesto tanto en las versiones conservadoras (aquellas que sostienen que la mezcla de culturas puede afectar la estabilidad de las sociedades occidentales y generar un “choque de civilizaciones”) como en las progresistas (aquellas que afirman que hay que preservar las culturas de la amenaza del imperialismo mayoritario).

Sean conservadores o progresistas [los “teóricos de la cultura”] comparten premisas epistémicas falsas: 1) que las culturas son entidades claramente delineables; 2) que las culturas son congruentes con los grupos poblacionales y que es posible realizar una descripción no controvertida de la cultura de un grupo humano; 3) que, aun cuando las culturas y los grupos no se corresponden exactamente entre sí, y aun cuando existe más de una cultura dentro de un grupo humano y más de un grupo que puede compartir los mismos rasgos culturales, esto no comporta problemas significativos para la política o las “políticas” (...) Esta perspectiva corre el riesgo de esencializar la idea de cultura como la propiedad de un grupo étnico o de

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una raza; reificar las culturas como entidades separadas al poner un énfasis excesivo en su carácter definido y delimitado; enfatizar demasiado la homogeneidad interna de las culturas en términos que potencialmente puedan legitimar demandas represivas de conformidad interna. Y por último al tratar a las culturas como insignias de identidad grupal, esta postura tiende a fetichizarlas en forma tal que quedan fuera del análisis crítico. (Benhabib, 2002: 27, 28)

Benhabib muestra, entonces, que las culturas son abiertas y en constante proceso de reformulación. Lejos de ser un todo homogéneo, existen contradicciones internas e intereses divergentes en los miembros de la misma comunidad. Las tensiones inherentes a las culturas se presentan como resueltas sólo en la narración del discurso homogeneizador de las elites pero no reflejan la diversidad real de aquello que se presenta como un todo sin fisuras.

La respuesta en los debates recientes sobre el relativismo cognitivo y moral apunta casi siempre a una visión holística de las culturas y las sociedades como totalidades internamente coherentes y sin fisuras. Esta perspectiva nos ha impedido percibir la complejidad de los diálogos y los encuentros civilizacionales globales con los que nos toca lidiar cada vez más, y ha alentado los pares binarios del tipo “nosotros” y “el (los) otro (s) [...] Este capítulo aboga por un reconocimiento de la hibridación radical y lo polivocidad de todas las culturas. En sí mismas, ni las culturas ni las sociedades son holísticas, sino que son sistemas de acción y significación polivocales, descentrados, fracturados, que abarcan varios niveles. En el nivel político, el derecho a la autoexpresión cultural debe estar basado en los derechos de ciudadanía universalmente reconocidos, en lugar de considerarse una alternativa de los mismos. (Benhabib, 2002: 61)

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A pesar de estos supuestos claramente antiesencialistas, el hecho de suscribir a una ética del discurso en la línea habermasiana es pasible de ser criticado con los mismos argumentos que se expusieron a su mentor, esto es, la acusación de un liberalismo que en los presupuestos de la ética del discurso esconde los vestigios de la moral universal kantiana. Pero existen pensadores que desde otras líneas teóricas también conciben la idea de pensar las identidades desde una perpsectiva dinámica.

Las culturas híbridas y la caída de la ilusión de la pureza El concepto de hibridación aplicado a la cultura probablemente tiene en García Canclini a su referente máximo, al menos en Latinoamérica. A partir de su ya célebre Culturas híbridas (1990), el concepto de hibridez y los procesos de hibridación debieron empezar a ser tenidos en cuenta a la hora de tematizar la identidad y la globalización. Como indica el propio García Canclini en la Introducción a la nueva edición de 2001, el concepto de hibridación se ha aplicado a procesos culturales que van desde las relaciones interétnicas y colonizado-colonizador (como se verá en Bhabha) hasta las fusiones artísticas, comunicacionales y los viajes. Además de la dificultad que acarrea la utilización de un concepto en diferentes áreas con la consecuente adquisición de plurivocidad, uno de los desafíos de la hibridación aplicada a los estudios sociales es deshacerse del sentido que el término tenía en biología. En esta disciplina, originalmente, este concepto estuvo asociado a la idea de esterilidad hasta que irrumpió Mendel con su trabajo sobre plantas, la fertilidad y la riqueza de los cruces genéticos. De esta manera, García Canclini define a la hibridación como “los procesos socioculturales en los que las estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas” (García Canclini, 2001: 14). En esta amplia definición comienzan a aparecer algunos de los rasgos que interesan para este trabajo. Particularmente la idea de “estructuras o prácticas discretas”, (esto es, formas fijas, puras, 102

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en las que se presentaría una nación, una identidad, una cultura, etc.), es denunciada por García Canclini pues como él mismo se encarga de subrayar, para ser precisos, no existe lo estrictamente “discreto o puro”: la mezcla es, en realidad, “mezcla de mezcla”32.

Estos procesos incesantes, variados, de hibridación llevan a relativizar la noción de identidad. Cuestionan, incluso, la tendencia antropológica y de un sector de los estudios culturales a considerar las identidades como objeto de investigación. El énfasis en la hibridación no sólo clausura la pretensión de establecer identidades “puras” o “auténticas”. Además, pone en evidencia el riesgo de delimitar identidades locales auto-contenidas, o que intentan afirmarse como radicalmente opuestas a la sociedad nacional o la globalización. (García Canclini, 2001:17)

Al disolverse las identidades étnicas, nacionales o de clase, se socava el concepto mismo de identidad como objeto de estudio. De aquí que la mirada deba dirigirse a estos procesos que generan hibridaciones interculturales en proceso y continua reacomodación sin reconciliación dialéctica. De esta manera, las comunidades, ya sean étnicas, nacionales, de clase, de género, políticas, etc. dejan de pensarse desde un sentido ahistórico. La hibridez, entonces, viene a mostrar que la homogeneidad de los relatos de las comunidades no es otra cosa que la forma en que un discurso hegemónico construyó su propia narración al mejor estilo de la tradición de la historia Whig.

El ejemplo de García Canclini en este punto es el del Spanglish que se presenta como una mezcla entre el idioma inglés y el español como si éstos fueran formas puras e inmutables y no tuvieran deuda alguna con el griego, el latín, el árabe y las lenguas precolombinas. 32

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En palabras de Di Tullio:

La nacionalidad es una creación consciente de cuerpos de personas que la han elaborado y revisado con el propósito de dar sentido a lo que los rodea social y políticamente [...] La voluntad de conformar un Estado soberano obedece a menudo a circunstancias políticas internas y/o externas o a intereses de una elite que necesitan ser legitimados mediante las condiciones étnicas o lingüísticas [...] [Incluso] La formación de una lengua nacional no se explica por motivos lingüísticos (la superioridad intrínseca de un dialecto sobre otro) sino que obedece a razones sociopolíticas: una lengua es un dialecto con suerte, lo que enunciado más crudamente significa un ejército y una flota. (Di Tullio, 2003: 25 y 29)

Asimismo, cabe aclarar que el hecho de que la hibridación no suponga una reconciliación dialéctica permite pensar la idea de resistencias, conflictos y contradicciones que coexisten al interior de una comunidad y que se encuentran en permanente estado de negociación. De este modo, García Cancilini se separa de los teóricos comunitaristas y colectivistas pregonando por una interculturalidad que reemplace a la idea de multiculturalidad: “La hibridación, como proceso de intersección y transacciones, es lo que hace posible que la multiculturalidad evite lo que tiene de segregación y pueda convertirse en interculturalidad” (García Canclini, 2001: 20). La hibridación de García Canclini se diferencia de otras formas de entrecruzamiento como el mestizaje (en su sentido biológico, cruza entre razas, y en su sentido cultural, cruza de hábitos, creencias y rituales de colonizadores y colonizados); el sincretismo (mezcla de creencias o religiones) y el creolismo (mezcla de lenguas). Esto tiene que ver con que, para García Canclini, el concepto de hibridación es más adecuado para dar cuenta del fenómeno que a él le interesa desarrollar, esto es, los productos 104

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de las mezclas de razas, de culturas, de religiones y de lenguas más las tecnologías y los procesos sociales propios de la modernidad y la posmodernidad. De esta manera, a diferencia de las estrategias posmodernas, García Canclini no desea salirse de la modernidad ni plantear un momento de superación. Se trata más bien de tematizar la forma en que la modernidad fue recibida en los países colonizados y de observar que la modernidad no es sólo el proyecto iluminista a partir del cual se puede juzgar simplificadamente qué naciones han entrado en la modernidad y cuáles no en la medida en que hayan cumplido o no con ese ideal. Más bien, la modernidad parece haberse caracterizado por “modernidades paralelas” que negocian, se adaptan y se asimilan de manera dispar.

Una de las tareas de este libro es construir la noción de hibridación para designar las mezclas interculturales propiamente modernas, entre otras las generadas por las integraciones de los Estados nacionales, los populismos políticos y las industrias culturales [...] Preferí concebirla [a la posmodernidad] como un modo de problematizar las articulaciones que la modernidad estableció con las tradiciones que intentó excluir o superar. (García Canclini, 2001: 23)

Asimismo, la idea de hibridez también se presenta de manera más o menos explícita en pensadores de la tradición estructuralista y posmoderna que, eliminando la idea de toda referencia trascendente, rompen con la lógica esencialista y disuelven la idea misma de identidad. Este es el caso de Homi Bhabha.

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Negociación, hibridez y ausencia de reconciliación La idea de un cruce sin reconciliación puede servir para penetrar en el pensamiento de uno de los máximos representantes de lo que se conoce como estudios pos-coloniales: Homi Bhabha. Bhabha utiliza una serie de conceptos (negociación, hibridez, estereotipo, mímesis, disemiNación, tercer espacio) con una sola estrategia: romper con la idea de identidades puras, homogéneas y esenciales tanto en el plano individual como en el plano colectivo. De este modo su antiesencialismo arremete tanto contra los liberales (individualistas) como contra los comunitaristas (colectivistas). Este es un punto importante, porque ante la necesidad de reivindicar la cultura de los pueblos colonizados Bhabha va un paso más allá que los comunitaristas, y pone en tela de juicio la visión transparente, clara y cognoscible de la cultura y la identidad sojuzgada. Heredero, entre otras líneas de pensamiento, de la tradición psicoanalítica de Lacan, Bhabha afirma que la conciencia no es monológica y que la identidad individual no puede prescindir del otro. Sin embargo, no apela simplemente a la una dialéctica del reconocimiento en el sentido en que Charles Taylor (1992) retomara de Hegel (1807) y de Kojéve (1947). En otras palabras, no se trata simplemente de la dialéctica del amo y el esclavo porque ésta supone dos polos que más allá de la interrelación se encuentran dados y son claramente delineables; ni de la mirada precisa e identificable del amo blanco y el esclavo negro. Se trata más bien de que en ambos la mirada está atravesada por su opuesto de lo cual se sigue que la identidad se construye en un tercer espacio o identidad en “el entre” (in between). Este híbrido es construido en un tercer espacio esencialmente contradictorio y ambivalente en la medida en que es un proceso en que los polos continuamente proyectan las imágenes de un otro que al introyectarse convive en una constante tensión productora que lo modifica y lo proyecta como una entidad nueva, sin referencia.

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No es el Yo colonialista o el Otro colonizado sino la perturbadora distancia Inter-media [in-between] la que constituye la figura de la otredad colonial: el artificio del hombre blanco inscripto en el cuerpo del hombre negro. Es en relación con este objeto imposible que emerge el problema liminar de la identidad colonial y sus vicisitudes. (Bhabha 1994: 67)

En esta misma línea, pero específicamente hablando del concepto de hibridez Bhabha indica:

La hibridez no tiene esa perspectiva de profundidad o verdad que dar: no es un tercer término que resuelve la tensión entre dos culturas o las dos escenas del libro, en un juego dialéctico de “reconocimiento”. El desplazamiento del símbolo al signo crea una crisis para cualquier concepto de autoridad basado en un sistema de reconocimiento: la especularidad colonial, doblemente inscripta, no produce un espejo donde el yo se aprehende a sí mismo; es siempre la pantalla escindida del yo y su duplicación, el híbrido. [...] Lo que es irremediablemente distanciador en la presencia del híbrido [...] es que la diferencia de culturas ya no puede ser identificada o evaluada como objetos de contemplación epistemológica o moral: las diferencias culturales no están simplemente ahí para ser vistas o apropiadas. (Bhabha, 1994: 143)

El proceso identitario como esencialmente contradictorio es también explicado por Bhabha en términos de lo que él llama negociación. Aquí hay, nuevamente, un claro intento de separarse del pensamiento hegeliano que está a la base de varios de los pensadores comunitaristas, porque la identidad no supone un momento de negación que luego será superado por el tercer momento de la dialéctica, sino de negociación. 107

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Cuando hablo de negociación más que de negación, es para transmitir una idea de temporalidad que hace posible concebir la articulación de elementos antagónicos o contradictorios: una dialéctica sin la emergencia de una historia teleológica o trascendente [...] En esta temporalidad discursiva, el advenimiento de la teoría se vuelve negociación de instancias contradictorias y antagónicas que abren sitios y objetivos híbridos de lucha, y destruyen esas polaridades negativas entre el conocimiento y sus objetos, y entre la teoría y la razón práctica-política. (Bhabha 1994: 46)

La idea de negociación resulta central porque abre una temporalidad que no cesa, una suerte de imposibilidad del producto (terminado). La negociación, como se la entiende en este trabajo, supone un proceso en sí inacabable de tensión entre elementos contradictorios. Esta idea se puede aplicar claramente al supuesto de homogeneidad de cualquier colectivo. De hecho, Bhabha dedica en El lugar de la cultura, un capítulo entero a tematizar la idea de nación moderna desde el punto de vista de un concepto que tiene mucho de juego de palabra: disemiNación (SIC). La disemiNación carga nuevamente contra la esencialidad y la homogeneidad que los discursos de la modernidad han intentado imprimir sobre las poblaciones configuradas estatalmente. En este sentido, en numerosos pasajes, Bhabha denuncia que la homogeneidad impuesta omite la perspectiva de los discursos minoritarios y las contradicciones inherentes a cualquier sociedad eliminando, con ello, la posibilidad de transformaciones más o menos radicales.

El problema no es simplemente la “mismidad” de la nación como opuesta a la alteridad de otras naciones. Nos enfrentamos con la nación escindida dentro de sí misma, articulando la heterogeneidad de su población. La nación barrada Ella/Misma, alienada de su eterna autogenera-

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ción, se vuelve un espacio significante liminar que está internamente marcado por los discursos de minorías, las historias heterogéneas de pueblos rivales, autoridades antagónicas y tensas localizaciones de la diferencia cultural. [...] Las contranarrativas de la nación que continuamente evocan y borran sus fronteras totalizantes, tanto fácticas como conceptuales, alteran esas maniobras ideológicas a través de las cuales las comunidades imaginadas reciben identidades esencialistas. (Bhabha 1994: 184-185)

Por último, aplicado tanto al esencialismo individual como al colectivo, Bhabha utiliza conceptos tales como ambivalencia, estereotipo y mímesis en una misma línea: acabar con las identidades fijas y el pensamiento dualista.

Estereotipar no es alzar una imagen falsa que se vuelve el chivo expiatorio de prácticas discriminatorias. Es un texto mucho más ambivalente, de proyección e introyección, de estrategias metafóricas y metonímicas, de desplazamientos, sobredeterminación, culpa, agresividad; el enmascaramiento y escisión de los saberes “oficiales” y fantasmáticos para construir las posicionalidades y oposicionalidades del discurso racista. (Bhabha, 1994: 107)

Tanto el yo como el otro, en este juego de constante negociación, se ven desplazados hacia ese tercer espacio que es, por definición, ambivalente e inasible. De este modo la noción de identidad se disuelve.

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El origen vacío, la común nada La lectura que hace Espósito en su rastreo etimológico es por demás interesante. Si bien sus interlocutores privilegiados no parecen ser los comunitaristas de la tradición sajona,33 sino, más bien, las formas esencialistas de la comunidad que llevaron a los grandes totalitarismos del siglo XX, por las razones que se vienen exponiendo y que se desarrollarán a continuación, parece haber buenas indicios para dar cuenta de cómo aun los autores que reivindican la idea de comunidad desde un punto de vista liberal, siguen presos de presupuestos de un colectivismo metafísico que puede poner en peligro las libertades individuales. Lo que Esposito expone puede utilizarse para apuntar al núcleo duro de las visiones comunitaristas. Esto es, si para estos autores, la identidad individual se constituye históricamente en la relación con otros como parte de un universo común, el italiano afirma que la etimología de la communitas arrojaría más bien una comunión en la nada. Para apoyar esto se sirve de la idea de que lo común (communis) aparece como lo contrario a lo propio, pues significa “lo que es de más de uno”, lo “público”, en tanto opuesto a lo “privado”. Asimismo, de este término se puede rescatar el sentido de munus cuyo espíritu puede interpretarse como de naturaleza enteramente jánica para significar tanto don como deber. Es vinculando este sentido de munus con el término commmunitas que Esposito llega a la pregunta central que es

No obstante, en la página 2 de su libro Esposito menciona a Sandel e indica “Lo que en verdad une a todas estas concepciones es el presupuesto no meditado de que la comunidad es una “propiedad” de los sujetos que une […] O inclusive, una “sustancia” producida por su unión […] sujetos de una entidad mayor, superior o inclusive mejor, que la simple identidad individual, pero que tiene origen en ésta y, en definitiva, le es especular. Desde este punto de vista […] la sociología de la Gemeinschaft, el neocomunitarismo americano y las diversas éticas de la comunicación (e incluso […] la tradición comunista), están de este lado de la línea, la misma que los relega al carácter impensado de la comunidad” (Esposito, 1998: 22-23). 33

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aquella vinculada a eso en común que compartirían los miembros de una comunidad. Pero qué sería eso común se pregunta Esposito. ¿Sería alguna sustancia, algún bien? Y es aquí donde el italiano comienza a atar los cabos refiriéndose al sentido original de communis entendido como “quien comparte una carga”. De ello concluye:

Communitas no es el conjunto de personas a las que une, no una “propiedad”, sino justamente un deber o una deuda. Conjunto de personas unidas no por un “más” sino por un “menos”, una falta, un límite que se configura como un gravamen, o incluso una modalidad carencial, para quien está “afectado”, a diferencia de aquel que está “exento” o “eximido”. (Esposito, 1998: 29-30)

Que no haya ningún elemento positivo que se comparta, ninguna posesión, sino solo deudas, o dones-a-dar, desnuda que aquellos pensamientos nacionalistas o, en términos generales, esencialistas, que van en búsqueda de la “comunidad original perdida”, se basan en un mito construido para llenar el espacio de una falta, de un deber. Asimismo cabe hacer énfasis en que esta deuda no es una deuda de un sujeto constituido previo a su relación con la comunidad como supondría el liberalismo pues, de hecho y dado que la comunidad es el reino de aquello común ausente, la primera damnificada es la subjetividad, esto es, lo estricta y, en última instancia, únicamente propio. Es ella la que acaba siendo desapropiada por esa carencia original.

Una desapropiación que inviste y descentra el sujeto propietario, y lo fuerza a salir de sí mismo. A alterarse. En la comunidad, los sujetos no hallan un principio de identificación, ni tampoco un recinto aséptico en cuyo interior se establezca una comunicación transparente o cuando

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menos el contenido a comunicar […] No sujetos. O sujetos de su propia ausencia, de la ausencia de lo propio. (Esposito, 1998: 31)

Se da así, paradójicamente, que la comunidad se funda en un origen que es ausente, que es nada, pues lo que se comparte es el mero vacío. Este vacío, sin duda, acaba siendo tentador y pasible de ser rellenado por diferentes sustancias. Al fin de cuentas se trata de la incertidumbre que provoca la desaparición de esos orígenes míticos, esos archés que Nietzsche derribó con la muerte de Dios. En esa ausencia cabe cualquier cosa: una etnia, una religión, una raza, una lengua que, desde ya, son impuestas desde un presente que reconfigura un pasado que nunca ocurrió. Pero también podría leerse a Espósito como alguien que va más allá y que, especialmente como se verá en el capítulo dedicado a la noción de persona, no va a dejar sin revisar el modo en que esta noción de communitas afecta a las pretensiones liberales fundadas en los principios de la modernidad. Esto es lo que constituye la idea central de otro de sus libros y que viene sin duda a complementar lo dicho hasta aquí. Se trata, claro está, de Immunitas (2002). La idea central que se relaciona con lo sostenido en las hipótesis de este trabajo, es que la modernidad individualista no es más que una de las propuestas metafísicas que vino a intentar rellenar ese vacío del munus y que frente a esta pretensión introdujo la idea de inmunización, término que, paradójicamente viene a ser exactamente la contraparte de communitas. Rellenar el vacío de lo común de la comunidad con la inmunidad. Esto significa que el individuo moderno ha intentado quitarse de encima esa carga del deber, de la deuda y el don que eran inherentes a la comunidad. Y lo hizo a través de la posibilidad de eximirse de las cargas para con los otros, un espacio de individuación y de protección frente a los otros.

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La modernidad se afirma separándose violentamente de un orden cuyos beneficios no parece ya compensar los riesgos que comporta […] Los individuos modernos llegan a ser tales […] rodeados por unos límites que a la vez los aíslan y los protegen, sólo habiéndose liberado preventivamente de la deuda que los vincula mutuamente. En cuanto exentos, exonerados dispensados de ese contacto que amenaza su identidad exponiéndolos al posible conflicto con su vecino, al contagio de la relación. (Esposito, 1998: 40)

Sin embargo, para Esposito, claro está, la propuesta moderna está lejos de ser una solución para ese vacío. En todo caso, la problemática de la relación con los otros parece intentar resolverse en la modernidad a partir de la mera eliminación de esa instancia. Ya no hay ni otro ni con-otro porque no hay yo constituido. Esto es lo que Esposito desarrollará con diferentes autores modernos entre los que se puede destacar Hobbes. Allí aparece con claridad cómo todo vínculo social desaparece en el único vínculo: aquel que verticalmente une a los individuos con el soberano en una relación de protección-obediencia. Y es aquí donde se observa lo que podría llamarse algo así como “la culpa individualista”, algo que, incluso, llega hasta nuestros días. Se trata de una suerte de necesidad de retomar y realzar el valor del vínculo con los otros en contextos de creciente atomización. Esto significa que el moderno fracasó en su intento de eliminar ese vacío del munus y que tal vacío florece a través de todo tipo de síntomas. Dicho esto, tanto liberales como comunitaristas son formas esencialistas de llenar este vacío pero ambos entrañan violencia: los primeros en la forma del individuo autónomo por encima de todo vínculo y los segundos en la prepotencia de un colectivo mítico que busca excusas en el pasado de las ficciones que le permitan legitimar un poder presente.

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La comunidad imposible La posición de Esposito desarrollada en los párrafos anteriores sin duda es deudora de la visión de Jean-Luc Nancy quien con su libro La comunidad inoperante marcó el punto de inflexión para que las tradiciones italianas y francesas tengan su propio desarrollo respecto de la emergencia de la comunidad como problema. Aquí, una vez más, la cuestión de la comunidad está menos ligada a la presencia del multiculturalismo que al drama de los totalitarismos europeos, en particular el nazismo. Para Nancy, como se veía en Esposito, la irrupción de la problemática de la comunidad encierra un callejón peligroso pues supone reimplantar la idea de un necesario retorno que no es otra cosa que aquel vacío que quedaba desnudo en la búsqueda etimológica del autor de Communitas. Así, refiriéndose a la comunidad afirma:

No es una comunión que fusione los mí-mismos en un Mímismo o en un nosotros superior. Es la comunidad de los otros. La verdadera comunidad de los seres mortales, o la muerte en cuanto comunidad, es su imposible comunión. La comunidad ocupa luego este lugar singular: asume la imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de un ser comunitario en cuanto sujeto. (Nancy, 1983: 39)

Resuena no sólo Esposito, sino los diversos autores desarrollados en este capítulo, en esta afirmación que resulta una clara advertencia ante aquellos puntos de vista que elevan la colectividad más allá de los individuos que la componen y rellenan ese vacío intrínseco con valores sustantivos que conllevan jerarquía, diferenciación y requisitos de admisión cada vez más exigentes. Esto no supone, claro está, la propuesta de superar la temible prepotencia de la comunidad por la pretendida libertad asociativa de los sujetos racionales que forman sociedad según su 114

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propio interés. En este punto Nancy es claro y no deja espacio para una lectura ilustrada de su pensamiento pues, aun cuando en la disputa en torno a la comunidad, el blanco predilecto sea el romanticismo tal como fue desarrollado aquí a partir de Herder, el liberalismo, hijo del sujeto moderno y del siglo XVIII aparece, al igual que se vio antes con Esposito, como una de las formas en que se intentó rellenar ese vacío. En este sentido se pueden afirmar dos cosas: por un lado, la sociedad moderna es sólo uno de los falsos ídolos de nuestro particular zeitgeist34 y, por el otro, tal artificio no se erigió sobre un pasado comunitario autosuficiente y armónico que les fue arrebatado a los hombres.35 Expuesto así quedaría en claro la profunda impronta cristiana que hay en esta idea de comunidad original asociada a la unidad de los hombres para una posterior caída de la cual se sigue una teleología del deber, de la falta y de la incompletitud.36

Se lo mencionaba algunas líneas atrás con la célebre muerte de Dios expuesta en Así hablaba zaratustra (1883) pero aún podría remontarse algunas décadas más atrás para alcanzar los desarrollos de Max Stirner (1845) autor cuyo pensamiento sin duda debe presentarse como un antecedente de Nietzsche. 35 Es interesante observar esto en aquella obsesión de la civilización, especialmente profundizada en el siglo XIX, por encontrar la lengua perfecta que, desde ciertos puntos de vista, no era otra cosa que la lengua de Dios, aquella que les habría sido dada a los hombres y que fue extraviada como castigo en aquel carnaval de la confusión que fue Babel. Para profundizar esta idea, ver Eco (1993) y Olender (2005). Se ha trabajado este punto también en Palma, D. (2010). 36 No es casual que Nancy entienda que Rousseau sea el primer pensador de la comunidad y que en su propuesta política haya claras reminiscencias cristianas en la idea de aquel orden originario armónico que fue corrompido por la instancia moderno-individualista, y de la cual es necesario salir a través de un contrato social que restituya esa comunión en una instancia de superación de los dos momentos anteriores (Ver Rousseau, 1762). 34

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La comunidad no tuvo lugar […] No tuvo lugar donde los indios Guayaqui, no tuvo lugar en la edad de las cabañas, no tuvo lugar en el espíritu de un pueblo hegeliano, ni en el ágape cristiana. La Gesellschaft –con el Estado, la industria, el capital– para disolver una Gemeinschaft anterior […] La Gesellschaft ocupó el lugar de algo para lo que no tenemos nombre ni concepto, […] La sociedad no se hizo sobre la ruina de la comunidad […] De modo que la comunidad lejos de ser lo que la sociedad habría roto o perdido es lo que nos ocurre –pregunta, espera, acontecimiento, imperativo– a partir de la sociedad. (Nancy, 1983: 33-34)

Para concluir, entonces, este capítulo partió de la hipótesis de que el debate se da, en realidad, no entre liberales y comunitaristas sino entre esencialistas y antiesencialistas. De este nuevo taxón surge la necesidad de una reagrupación de los términos en juego. Así, tanto liberales individualistas como colectivistas se encuentran dentro de la misma categoría dado que suponen una idea esencialista que tanto en su versión individualista como en su versión colectivista se presenta como un producto fijo, homogéneo y cognoscible. El capítulo que viene irá en la misma línea aunque, claro está, la metafísica denunciada ya no será la de la comunidad sino la del individuo. Por lo pronto, la inmensa lista de autores mencionados en este capítulo intentó mostrar cómo, desde diferentes puntos de vista, se intenta atacar el mito de la comunidad holista, de lo cual se seguiría que los principales fundamentos de los comunitaristas, en particular, aquellos que apuntan a dar cuenta de las reivindicaciones minoritarias a través de derechos de titularidad colectiva, quedan seriamente cuestionados. En otras palabras, la titularidad colectiva parece basarse en una homogeneidad descriptivamente falsa y normativamente peligrosa.

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CAPÍTULO 5 IDENTIDAD Y ACCIÓN POLÍTICA EN LOS MOVIMIENTOS QUEER Y POSTFEMINISTAS

En el capítulo anterior se desarrolló la forma en que se podía deconstruir la esencialidad de la comunidad dejando expuestos los supuestos comunitaristas. Sin embargo, en los primeros capítulos se observaba que eran los liberales los que recibían la crítica de apoyarse en principios metafísicos acerca de la identidad. Se mencionaba allí que el atomismo liberal parece llevar las de ganar en lo que respecta a la problemática de la referencia. En otras palabras, el individualismo dice apoyarse en el dato empírico de la autonomía de los cuerpos individuales, algo que no puede esgrimir el colectivismo. En esta línea, para el liberalismo, los derechos individuales serían la consecuencia normativa del dato biológico de la autonomía de los cuerpos. Eso es lo que lleva a los individualistas a afirmar que lo existente viene “en frasco individual”. Más allá de la crítica del comunitarismo que responde con esencialismo colectivo al esencialismo individual, en este trabajo se considerará que un verdadero ejercicio crítico supone examinar la relación existente entre la conciencia moderna y el cuerpo como receptáculo de ésta. Al fin de cuentas, deconstruir la conciencia no 119

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alcanza. Hace falta deconstruir también el cuerpo si se pretende llegar hasta el fondo de la metafísica. En esta línea de ir “por el cuerpo” resulta inevitable profundizar la línea de pensadores y pensadoras de la sexualidad. Por ello, este capítulo se centrará particularmente en la problemática de las minorías queer y el nuevo feminismo. El término queer que, en general, suele asignárseles a las minorías sexuales (gays y lesbianas), será interpretado a la luz de la filosofía desustancializadora propuesta por Deleuze para designar no sólo a los homosexuales sino a los descategorizados, esto es, seres que no encajan en ninguna de las categorías conocidas: travestis, transexuales, niños con malformaciones genitales, etc. En este sentido, los queer rechazan todo tipo de identidad y, de la mano de ello, todo tipo de reconocimiento en lo que a derechos refiere, como sí lo pretenden los tradicionales movimientos de reivindicación homosexual. Según la teoría queer, los movimientos homosexuales y multiculturales, situándose en el lugar de lo otro, no pueden apartarse de la lógica binaria que impuso la ratio occidental. Como se intentará mostrar, un grupo importante de conceptos deleuzianos son reivindicados por este movimiento. De aquí que la manera de pensar la constitución del individuo a través de intensidades preindividuales, el acento sobre una identidad molecular en detrimento de una identidad molar, la idea del cuerpo sin órganos y, especialmente, la noción de simulacro como embestida contra la idea de representación propia de la modernidad y contra la estructura Modelo-Copia como fundamento instituido por Platón, sean los principios que amparan la construcción teórica del movimiento queer. Por otra parte, estos conceptos deleuzianos también aparecen claramente en lo que se conoce como nuevo feminismo o postfeminismo. Se trata de un feminismo postmetafísico que también se opone a la acción de las feministas tradicionales en tanto mera búsqueda de reconocimiento del sistema que llama falogocéntrico37. Las postfeministas como Haraway o Butler indicarán así que reivindicar una noción tal como la feminidad no deja de responder a una noción metafísica y sustancialista tan nociva y arbitraria como la criticada. Esta discusión entre visiones esencialistas y antiesencialistas de la identidad resulta relevante no sólo en el ámbito teórico sino también en el práctico. En este sentido, se debe tener en cuenta 120

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que detrás de los debates al interior de los movimientos feministas y homosexuales está la idea de generar un espacio de igualdad, respeto, derechos y garantías en relación a la cultura mayoritaria. Así, como bien indica Butler (1999), la definición de la identidad está estrechamente ligada a la adjudicación de derechos a las minorías puesto que “no hay representación si no hay sujeto”. De aquí que tenga sentido preguntarse por el “qué son las mujeres” o el “qué son los homosexuales”. En otras palabras, la pregunta es hasta qué punto es posible adjudicar esa ilusión de unidad que estos grupos reivindicaban en los 50 y los 60, es decir, ¿se pueden omitir, como bien denuncian las autoras “pos colonialistas”, las variables de clase, etnia, religión y nacionalidad, a la hora de definirse como mujeres u homosexuales? Hay diferentes respuestas a este interrogante y, consecuentemente, diferentes cursos de acción política. De aquí que en este capítulo se intente contraponer una visión como la de Rosi Braidotti, que, al menos sólo estratégicamente, resalta la importancia de rescatar la identidad mujer, frente a posiciones más radicalizadas como la de Beatriz Preciado que lleva la estrategia deconstructivista al extremo de disolver la supuesta organicidad de los cuerpos Hombre y Mujer.

El simulacro y la inversión del platonismo Las líneas de pensamiento post feministas y queer, más allá de sus diferencias internas, parecen coincidir en criticar una forma de pensar la identidad que parece cara al pensamiento occidental: se

Esta es la crítica a las minorías liberales cuyo emblema es el de los movimientos por los derechos civiles en Estados Unidos a lo largo de la década del 50 y el 60. A tales minorías se las acusa de no comprender que el Estado es aquel que lleva adelante la segregación de lo cual debiera seguirse que exigirle derechos sólo puede llevar a una adaptación estatal con el fin de domesticar la fuerza emancipatoria de las reivindicaciones. 37

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trata de la idea platónica de un mundo que se divide en Modelos (perfectos, ahistóricos, inmutables, ideales, etc.) y sus copias (imperfectas, ahistóricas, mutables, corruptibles, etc.). Frente a esta forma de clasificar el mundo se erigen varios pensadores contemporáneos de los cuales interesa destacar a Gilles Deleuze quien ha creado una gran cantidad de conceptos que resultan muy útiles para los nuevos movimientos queer y postfeministas. Tómese en cuenta, por ejemplo, el primer apéndice de La lógica del sentido (1969) titulado “Simulacro y filosofía antigua”. Allí Deleuze se propone tematizar aquella propuesta de la filosofía nietzscheana de “invertir el platonismo”. Esto, que a simple vista parece indicar una apuesta por rescatar y hacer prevalecer el mundo sensible en detrimento del inteligible, es algo mucho más complejo que eso. Según Deleuze, Nietzsche, al invertir el platonismo, realiza una genealogía en pos de hallar la verdadera motivación de la filosofía platónica, esto es, seleccionar, discriminar entre el Modelo y la Copia, entre el Modelo y el pretendiente. Esta voluntad de seleccionar es vehiculizada a través del método de la división. Contrariamente a lo que Deleuze llama el aspecto irónico de la división, esto es, la creencia ingenua en que este método es simplemente la división de un determinado género en especies para de esa manera poder subsumir una entidad bajo alguna categoría y así poder definirla, el francés encuentra aquí un método funcional a la selección de linajes. Ahora bien, como bien indica Deleuze, un método con la capacidad de seleccionar debe poseer alguna referencia dado que la noción de pretendiente se encuentra indisolublemente ligada a ésta. Esta referencia es el rol que cumple el mito en, por ejemplo, Fedro y El político.

El mito, con su estructura siempre circular, es ciertamente, el relato de una fundación. Es él quien permite erigir un modelo con el que los diferentes pretendientes pueden ser juzgados. Lo que ha de ser fundado es siempre una pretensión [...] Así, en Fedro, el mito de la circulación expone lo que las almas pudieron ver de las Ideas antes

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de la encarnación [...] Lo mismo sucede en El Político: el mito circular muestra que la definición del político como “pastor de los hombres” sólo se ajusta literalmente al dios arcaico; pero un criterio de selección se desprende de ahí. (Deleuze, 1969: 256)

Siguiendo esta idea, Deleuze se posa en un aspecto que el lector desprevenido podría obviar: de los tres grandes textos que se ocupan de la división, esto es, Fedro, El político y El sofista, sólo los primeros dos poseen un mito fundador. Según Deleuze, esto se debe a que en El Sofista, el método de la división ya no es utilizado para identificar al justo pretendiente sino para desenmascarar al falso. Este falso pretendiente es el simulacro. ¿Cuál es la característica del simulacro? ¿Es una copia de tercera como la imagen en la Alegoría de la línea? Claramente no: la copia de copia sigue refiriendo, en última instancia, al Modelo. La diferencia entre las copias y los simulacros no es, entonces, de grado sino esencial.

Las copias son poseedoras de segunda, pretendientes bien fundados, garantizados por la semejanza [respecto del Modelo]; los simulacros están, como los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud y poseen una perversión y una desviación esenciales [...]. (Deleuze, 1969: 258)

Interpretado a la luz de estos términos, la selección del linaje no es otra cosa que la pretensión de asegurar la supremacía de la copia sobre el simulacro. El simulacro no debe poseer una gran diferencia para distinguirse de los modelos y las copias. La diferencia puede ser pequeña pero el punto está en que esa pequeña diferencia sea la única referencia. Como bien señala Deleuze, en esta ontología de los modelos y las copias, el platonismo instituye el modelo de pensamiento de 123

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la representación. Pero el simulacro entendido como una fuerza positiva niega tanto los originales como las copias. Esto parecería llevarnos a pensar un modelo alternativo (aquello que antes se observaba como modelo de la diferencia o filosofía de lo Otro en contraposición a la filosofía del yo liberal). Sin embargo, Deleuze rechaza explícitamente esta idea. No se trata de negar un modelo particular sino de negar la idea misma de Modelo. El simulacro, entonces, rechaza toda referencia, y es, en palabras de Deleuze, un “devenir- loco” inasible e incategorizable.

Una reconstrucción conceptual del pensamiento feminista Reseñar pormenorizadamente la historia del movimiento feminista con todos sus matices excede los límites de este trabajo. Es por ello que sólo se retomarán algunas categorías conceptuales que permitan agrupar las diferentes posiciones para luego sí desarrollar particularmente la postura de, tal vez, una de las principales feministas seguidoras de Deleuze: Rosi Braidotti (1994). Según Frances Olsen (2000), una buena manera de entender las corrientes del pensamiento feminista gira en torno a la manera en que estos subgrupos interpretan la relación entre los dualismos que parecen inherentes a la estructura de pensamiento occidental. Como se esbozó algunas líneas atrás, el pensar dualista y binario es blanco de numerosas críticas. En lo que respecta al feminismo, podría decirse que, en general, este movimiento encuentra en la estructura de pensamiento dual tres datos: en primer lugar, que el dualismo está sexualizado. Esto significa que uno de los opuestos del par es identificado con lo masculino mientras que el otro con lo femenino. Así, lo racional, universal, objetivo, activo, etc. pertenecería a lo masculino mientras que, como contraparte, lo emocional, particular, subjetivo y pasivo sería parte de lo femenino. Cabe destacar que esta distinción no es meramente descriptiva sino también normativa: no sólo es un dato acerca de cómo son sino también de cómo deberían ser los hombres y las mujeres. 124

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En segundo lugar, otro dato que es inherente a esta estructura dual es que la relación dentro de los pares es una relación de jerarquía: en todos los casos, uno de los opuestos tiene un valor positivo en detrimento de su opuesto. Por último, el tercer dato es que el derecho se identifica con el lado masculino de los opuestos en tanto pretende ser racional, universal, objetivo y justo. Según Olsen, de estos datos se siguen las diferentes estrategias que permitirán establecer distintas categorías de feminismos. La primera estrategia rechaza la sexualización del dualismo. Esto significa que estas feministas no se ocupan de negar las jerarquías entre los opuestos, sino más bien de mostrar que las mujeres pueden ser tan racionales, objetivas y activas como los hombres. La segunda estrategia no rechaza la sexualización ni que exista una jerarquía pero sí aboga por la inversión de esta jerarquía. En otra palabras, aceptan la descripción de que las mujeres son irracionales, pasivas, etc. y que se identifiquen con un lado de los opuestos, pero indican que estas características tienen más valor que las que se les atribuyen a los hombres. Así, lo irracional y pasivo es más valorado que lo racional y activo. Por último, la tercera estrategia rechaza tanto la sexualización como la jerarquía: ni lo masculino y lo femenino están identificados siempre con uno de los opuestos, ni uno de los opuestos tiene un valor positivo respecto del otro. El rechazo tanto de la sexualización de los dualismos como de la jerarquización establecida entre los dos lados de los dualismos es a menudo acompañado por un rechazo de todos los dualismos y una ruptura de los papeles sexuales convencionales [...] Desde hace no mucho tiempo, mujeres influidas por el pensamiento posmoderno, y especialmente por algunos movimientos deconstructivistas, han comenzado a cuestionar las dicotomías básicas. Esta estrategia desafía el límite entre los dos términos en cada uno de los dualismos, poniendo en duda la oposición directa entre ellos y negando sus separaciones. (Olsen, 2000: 33)

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De aquí que, acertadamente, Olsen llame a esta posición andrógina en los dos sentidos en que se puede interpretar el término, esto es, tanto como conteniendo los polos del dualismo (la mujer racional e irracional en analogía al andrógino que tiene al mismo tiempo los dos sexos), como negando el propio dualismo (la mujer ni racional ni irracional en analogía al andrógino que no posee ninguno de los dos sexos). En la práctica, cada una de las estrategias feministas manifiesta un curso de acción particular más allá de que la relación nunca sea necesaria o deductiva. La primera estrategia, esto es, la que denunciaba la sexualización de los opuestos sin rechazar el valor superior de lo racional, objetivo, etc., critica al derecho, justamente, cuando éste se comporta de manera injusta, no universal y poco objetiva. En otras palabras, esta estrategia, vinculada con los movimientos feministas tradicionales, apunta a una igualdad formal de derechos entre hombres y mujeres e indica que cualquier legislación contraria a esta idea no es objetiva y no se corresponde al comportamiento adecuado del derecho. La segunda estrategia, la que denunciaba la sexualización e invertía la jerarquía, interpreta al derecho como esencialmente masculino en tanto universal, objetivo, etc. y, en este sentido, critica el accionar de las feministas de la primera estrategia por adecuarse a la estructura patriarcal del derecho. Para este segundo grupo de feministas, la búsqueda de reconocimiento de derechos no hace más que avalar el status quo patriarcal del derecho y, lejos de posibilitar un cambio en éste, sólo busca su cobijo. La tercera estrategia, la andrógina, coherentemente indicará que el derecho no es masculino, ya que hablar en esos términos implica un presupuesto esencialista que este grupo de feministas no está dispuesto a aceptar. El derecho sería para éstas, una institución histórica más, constituida a través de la práctica y, en ese sentido, modificable. Desde el punto de vista de este trabajo, es sobre este último grupo que hay que situarse si se quiere encontrar el legado deleuziano en cierta interpretación de algunas postfeministas y en la teoría queer. Adelantando algunos de los puntos que siguen, 126

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Deleuze y estas feministas posmodernas indicarían que tanto el primero como el segundo grupo de feministas no pueden salirse del pensamiento dualista binario. Las primeras sólo buscan reconocimiento y las segundas sólo invierten la jerarquía de los opuestos. Éste será uno de los elementos centrales para comprender el camino emprendido por la feminista Braidotti y por la teoría queer de Preciado (deudora del pensamiento feminista lesbiano de Monique Wittig) que se desarrollará a continuación.

Los descategorizados La teoría queer puede situarse como un emergente de la desviación que produjo el lesbianismo dentro del pensamiento feminista siendo uno de sus exponentes más radicales la filósofa Beatriz Preciado (2002). En la propia descripción que realiza Preciado acerca de la teoría queer se puede entrever el legado deleuziano. Para esta autora, la cultura queer europea se diferencia de la norteamericana en la medida en que se apoya en una desontologización del sujeto y tiene como base la cultura anarquista. Porque en E.E.U.U., lo queer designa a los homosexuales en general. Además, los movimientos homosexuales norteamericanos no buscan otra cosa que reconocimiento de iguales derechos especialmente en lo que respecta a la no discriminación, a la posibilidad de contraer matrimonio y a la adopción de niños. Según Preciado, y en esto es muy útil recordar la clasificación conceptual de los feminismos que realizó Olsen y que se puede extender a los movimientos homosexuales, estos movimientos no dejan de presuponer algún tipo de identidad esencialista. En otras palabras, la exigencia de igualdad de derechos se realiza en función de la diferencia basada en un “soy homosexual” o “soy mujer”. Contra estos movimientos, Preciado propone la noción de multitud como clave para designar a los nuevos movimientos minoritarios y diferenciarlos de las minorías liberales que sólo buscan igualación de derechos por parte del Estado. 127

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Es necesario, entonces, especificar que queer en un sentido europeo –tal como se indicara al principio del capítulo– es un término que incluye a los descategorizados, esto es, a aquellos seres que desde la construcción del discurso del biopoder son pensados como monstruosidades o anormalidades:

Una multitud de cuerpos: cuerpos transgéneros, hombres sin pene, bolleras lobo, cyborgs, [...] maricas lesbianas [...] La multitud sexual aparece como objeto posible de la política queer [...] Estas diferencias no son “representables” dado que son “monstruosas” y ponen en cuestión por eso mismo no sólo los regímenes de representación política sino también los sistemas de producción de saber científico de los “normales”. (Preciado, 2003a: 1)

Ahora bien, para poder comprender de manera más precisa la influencia deleuziana en estos movimientos será necesario indagar en los principales conceptos que el francés, junto a su compañero Guattari, utilizaron especialmente en Mil Mesetas (1980) y que conllevan a una revolucionaria teoría de la individuación.

Hacia una teoría de la individuación El ataque a lo binario se percibe también en otras conceptualizaciones centrales de Deleuze y Guattari (de ahora en más D+G) que tienen, por cierto, una gran relevancia a la hora de pensar la política, el derecho y la identidad. Según D+G la vida se encuentra atravesada por tres tipos de líneas: las líneas de segmentariedad molar, molecular y las líneas de fuga. La segmentariedad molar marca, delimita y planifica un territorio estático. En otras palabras, esta línea de segmentariedad que D+G también llaman “dura”, permite dividir, categorizar y asir a partir de una apropiación estructurante del flujo de la vida. 128

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Ejemplos típicos de este tipo de líneas serían los Estados y las instituciones en general. Pero también son las líneas que determinan la identidad y la transforman en una categoría ahistórica a partir de la cual es posible clasificar linajes. Sin embargo, D+G encuentran un segundo tipo de línea que a diferencia de la mencionada se caracteriza por ser flexible y fluyente, estableciendo relaciones menos estáticas, menos localizables y en constante cambio: las líneas de segmentariedad moleculares. En términos de los autores, es posible distinguir estas líneas a partir de la oposición entre dos tipos de políticas: una macro y una micropolítica:

[...] Hay dos tipos de relaciones muy distintas: relaciones intrínsecas de parejas que ponen en juego conjuntos o elementos bien determinados (las clases sociales, los hombres y las mujeres, tal o cual persona) [Estas serían las relaciones que se establecen a partir de la líneas de segmentariedad dura] y relaciones menos localizables, siempre exteriores a ellas mismas, que conciernen más bien a flujos y partículas que se escapan de esas clases, de esos sexos, de esas parejas [Es decir, las relaciones determinadas por las líneas de segmentariedad molecular]. (Deleuze y Guattari, 1980: 201)

Ahora bien, D+G encuentran a su vez un tercer tipo de línea que ya no establece segmentos: las líneas de fuga. Este tipo de líneas no territorializan como las líneas molares ni desterritorializan para luego reterritorializar como lo hacen las líneas moleculares. En todo caso, se trataría de la desterritorialización absoluta, la pérdida de referencia total, el puro devenir. Es esta última línea la que va a describir mejor las intenciones del postfeminismo y de los queer, dado que sólo a partir de ésta se puede entender la identidad como una desidentificación siempre fluctuante. La línea de fuga, entonces, en tanto desterritorialización absoluta, rompe el molde de la identidad y se dirige directamente al corazón de la metafísica occidental moderna. 129

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Las líneas de fuga son para D+G las más peligrosas para el Estado pues como línea de fuga puede haber un individuo o un colectivo que construye nuevas armas contra contra él e incluso contra la sociedad misma. Sin embargo, no se trata de que el individuo o el colectivo sigan a la línea de fuga sino que ellos mismos en su actividad de fuga la constituyen. No hay una línea de fuga a la espera de los que escapan sino que son los que escapan los que la construyen, es la identidad que “se hace siendo”. El pensar arborescente contra el que se dirige Deleuze encuentra su apogeo en todo método que pretenda reconocer un individuo en referencia a un universal. En otras palabras, la manera en que Platón y, especialmente, Aristóteles logran llegar a la individuación es a través de lo que suele conocerse como proceso de especificación, esto es, una clasificación que, partiendo del género y ramificándose en diferentes especies, llega por fin al individuo. Según D+G, esta forma taxonómica aprisiona a lo singular que es, por definición, irreductible a lo universal. Para apoyar esta idea, recurren a un concepto de Duns Scoto: la haecceitas o haecceidad. Este concepto, en la metafísica aristotélica no designaría otra cosa que los accidentes que inhieren en la sustancia (por ej. el color verde de una mesa). Sin embargo, Duns Scoto intenta rescatar el aspecto individualizante de esas variaciones de intensidad, de grado y de velocidad. En palabras de D+G:

Existe un modo de individuación muy diferente del de una persona, un sujeto, una cosa o una sustancia. Nosotros reservamos para él el nombre de Haecceidad. Una estación, un invierno (...), una fecha, tienen una individualidad perfecta que no carece de nada, aunque no se confunda con la de una cosa o un sujeto. Son haecceidades, en el sentido de que en ellas todo es relación de movimiento y de reposo entre moléculas o partículas, poder de afectar y de ser afectado. (Deleuze y Guattari, 1980: 264)

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Ahora bien, esta manera de entender el proceso de individuación a través de las haecceidades no sólo va en contra de toda taxonomía que tenga una referencia última a las que las diferentes ramificaciones remiten, sino que también abre el espacio para una nueva manera de entender los cuerpos que será vital para los desarrollos posteriores de las teorías queer y postfeminista. La haecceidad rompe con la posibilidad de establecer relaciones de semejanza y analogía entre los cuerpos en tanto singularidades que mantienen sólo una relación extrínseca pero también permite pensar, incluso, la posibilidad de relacionar partes de los cuerpos (una boca, un ano, un brazo) de manera independiente y más allá de su aparente función natural. De esta manera, no sólo se deshacen las clasificaciones genérico-específicas sino también las orgánico-funcionales. En este punto se llega a lo que D+G llaman “Cuerpo sin órganos” (CSO). El CSO, aniquilando el concepto de cuerpo como receptáculo de una conciencia y una identidad, apunta directamente a la disolución del yo.

Poco a poco nos vamos dando cuenta de que el CSO no es en modo alguno lo contrario de los órganos. Sus enemigos no son los órganos. El enemigo es el organismo. El CSO no se opone a los órganos, sino a esa organización de los órganos que llamamos organismo [...] El CSO [...] se opone a la organización orgánica de los órganos. (Deleuze y Guattari, 1980: 163)

El CSO se hace organismo cuando se molariza, esto es, cuando se produce un fenómeno de acumulación y de sedimentación que le impone formas y organizaciones jerárquicas fundamentadas en una trascendentalidad. Cuando los órganos son organizados, se hacen funciones de un sujeto que acaba con el circuito fluyente de conjunciones de intensidades. Ahora bien, la idea de un CSO con órganos sin organismo que pueden entrar en relaciones de intensidad y velocidad con otros órganos se hace inteligible introduciendo el concepto de desterritorialización. 131

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La pregunta, algo simplificada, podría ser: ¿de qué manera un órgano puede separarse de su aparente función natural para expresar otra cosa? La respuesta es: a partir de una desterritorialización entendiendo por tal la liberación de ciertas potencialidades funcionales para su ejercicio gratuito. Esta desterritorialización de los elementos, si bien puede ser absoluta en tanto continuo devenir, suele reterritorializarse en funciones diferentes (por ejemplo, un ano que pueda servir para tomar objetos, un ano prensil). Bajo esta conceptualización, el enemigo es la territorialización entendida como nivel no dinámico, estático y referencial.

Devenir nómade Rosi Braidotti es una de las filósofas feministas más reconocidas hoy en día y es posible englobarla en la corriente del nuevo feminismo. Braidotti expresamente dice retomar a Deleuze aunque de manera crítica. No es casualidad, entonces, que uno de sus libros más importante tematice el problema de la identidad femenina titulándose Sujetos nómades. El gran desafío de Braidotti es cómo retomar las principales categorías deleuzo-guattarianas que fueron apropiadas por el pensamiento posmoderno, sin ser relativista. Y ésta no es, por cierto, una tarea fácil. En un punto sobre el cual se volverá después, a Braidotti le interesa de D+G no tanto lo que ellos afirman acerca de las mujeres, la sexualidad o el cuerpo; más bien le interesa la nueva visión que aportan acerca de la subjetividad y que plantea una alternativa al discurso falogocéntrico del sujeto moderno. De aquí que Braidotti rescate la visión nómade de la subjetividad propuesta por los autores. A su vez, el sujeto nómade de Braidotti es deudor de una de las propuestas que más asombro causó dentro del debate feminista posmoderno. Se trata de la figura del Cyborg ideada por Donna Haraway (1995). Militante de izquierda y seguidora crítica de Foucault, Haraway retoma los análisis foucaultianos acerca del cuerpo y los actualiza. El discurso de Foucault es desplazado 132

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así por ser anacrónico, en tanto basado en el viejo sistema de producción, y androcéntrico. Según Haraway, el nuevo escenario postindustrial ha actuado sobre el cuerpo femenino y son las nuevas tecnologías las que inscriben sobre los cuerpos una red simbólica que posterga a la mujer. Por ello, Haraway propone la figura del Cyborg: término acrónimo que surge de la conjunción de cibernética y organismos. El Cyborg es un mito fundador para la nueva identidad feminista y Braidotti lo describe así:

Como un híbrido, o como una máquina-cuerpo, el cyborg es una entidad que establece conexiones; es una imagen de la capacidad de interrelacionarse, de la receptividad y de la comunicación global que, deliberadamente, borra las distinciones de las categorías (humano/máquina; naturaleza/cultura; varón/mujer; edípico/no edípico). Es un modo de pensar la especificidad sin caer en el relativismo. (Braidotti, 2000: 124)

La figura del Cyborg, más allá de ser metafórica y cumplir el rol de mito fundador de una nueva identidad, obliga a repensar a qué materialidad se hace referencia cuando se habla de cuerpo. El cuerpo en la modernidad no era otra cosa que la condición necesaria, aunque no suficiente, para entender la identidad y la constitución de la subjetividad. Sin embargo, como se analizó anteriormente, para D+G el flujo de intensidades y las velocidades que atraviesan el plano de inmanencia tiene como objeto partículas preinidividuales y no órganos organizados en función de un organismo. Ahora bien, el tema del cuerpo es central para el feminismo de Braidotti y para la corriente feminista en general porque las jerarquizaciones dualistas suelen apoyarse en el aparente sustrato natural que es el cuerpo. Siguiendo esta línea de argumentación, la sexualidad restringida a la genitalidad pasa a ser interpretada como un dato biológico objetivo que conlleva a una jerarquización natural de la sociedad. De aquí que, siguiendo a D+G, Braidotti indique que “el cuerpo no es una esencia y mucho 133

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menos una sustancia biológica; es un juego de fuerzas, una superficie de intensidades, simulacros puros sin originales”38(Braidotti, 2000: 132-133). Ahora bien, si la subjetividad no es otra cosa que una contingencia vinculada a las relaciones de intensidad entre partículas preindividuales, y la molarización esencialista debe dejar lugar a una molecularización de las identidades, el concepto de devenir parece uno de los aspectos centrales a tener en cuenta. El ser partículas vinculadas introduce en un juego de vértigo constante en que se puede (y se debe) devenir mujer, devenir niño, devenir animal, etc. Se instituye así una nueva subjetividad nómade vinculada con el constante devenir. Ahora bien, desde el punto de vista de este trabajo, se considera que la coherencia en la teoría deleuzo-guattariana implicaría que este flujo de devenires pudieran derivar en cualquier tipo de formación sin ningún orden, jerarquía o prioridad. En otras palabras, no debiera haber un orden lexicográfico, ni lógico formal, ni práctico por el cual alguna identidad, algún devenir, debiera tener prioridad sobre otro. Sin embargo, D+G establecen aquí un orden controvertido, esto es, la necesidad, dentro del devenir minoritario39, de devenir, antes que nada, mujer.

Esta misma idea se encuentra en Butler cuando denuncia al aparato jurídico moderno que separa al género del sexo y ubica a este último como una estabilidad biológica, natural y prediscursiva: “El género no es a la cultura lo que el sexo es a la naturaleza. El género también es el medio discursivo/cultural a través del cual la “naturaleza sexuada” o “un sexo natural” se forma y establece como “prediscursivo”, anterior a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura” (Butler, 1999: 55-56). 39 La utilización del término minoritario en lugar de minoría manifiesta una diferencia esencial. Porque hablar de minorías hace referencia a la cantidad de individuos que forman un grupo y D+G reservan este término para aquellos grupos que, ocupando un lugar postergado en la sociedad, aspiran a una condición de trato igualitario. El devenir minoritario, en cambio, no aspira a un trato igualitario dado que es una concepción antisistémica que intenta huir de los patrones de la axiomática moderna. No tiene que ver con el número del grupo devenido sino con la relación que establece con la axiomática. 38

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Ahora bien, si todos los devenires son ya moleculares, incluido el devenir mujer, también hay que decir que todos los devenires comienzan y pasan por el devenir mujer. Es la llave de los otros devenires. (Deleuze y Guattari, 1980: 279)

Tomando como sinónimos el devenir-mujer y el devenir-minoritario, Braidotti se centra en la problemática de la prioridad que le dan D+G al devenir mujer. Desde punto de vista de este trabajo, esta controvertida jerarquización propuesta por D+G tiene origen, probablemente, en un pensamiento que tiene muchas veces como interlocutor al psicoanálisis.

El problema es en primer lugar el del cuerpo [...] Pues bien, a quien primero le roban ese cuerpo es a la joven: “no pongas esa postura”, “ya no eres una niña”, “no seas marimacho”, etc. A quien primero le roban su devenir para imponerle una historia o una prehistoria, es a la joven. El turno del joven viene después, pues al oponerle la joven como ejemplo, al mostrarle la joven como objeto de deseo, le fabrican a su vez un organismo opuesto, una historia dominante. (Deleuze y Guattari, 1980: 278)

Si bien se volverá sobre este punto, los autores parecen mezclar el plano conceptual con el práctico. Basándose en la ontología psicoanalítica otorgan una cierta prioridad conceptual a lo que simplemente podría ser una prioridad práctica (como intenta mostrarlo Braidotti). Desde aquí se considera, más bien, que en tanto necesidad práctica y no conceptual, el devenir alguna minoría postergada varía con las condiciones históricas: probablemente en sociedades Islámicas donde la religión no se encuentra separada del Estado, el devenir-mujer sea una prioridad práctica. Pero en un país del tercer mundo como la Argentina, tal vez la prioridad debiera tenerla el devenir-pobre, de la misma manera que en la Sudáfrica del Apartheid, la prioridad estaría en el devenir-negro. 135

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En este sentido, Braidotti hace una particular reapropiación de Deleuze: por un lado, al tomar como sinónimos el devenir minoritario y el devenir mujer posterga otras posibilidades de devenires minoritarios. Siguiendo a Goulimari (1999), se considera que esta interpretación de Braidotti si bien no obvia la relevancia de la raza, la etnia, o de las identidades que surgen de las formaciones sociales o económicas, incluye a estos elementos sólo como subtipos del devenir minoritario principal que es el devenir mujer. Esta prioridad arbitraria que otorga Braidotti parece dar lugar a una interpretación de D+G en clave no deconstructivista. Sin embargo, por otro lado, Braidotti también interpreta el pensamiento de D+G como un deconstructivismo posmoderno cuya teoría iría en contra de los intereses de las mujeres.

El valor de la diferencia sexual Más allá del rescate de la prioridad del devenir mujer, Braidotti ve a Deleuze como un posmoderno que busca la deconstrucción total del sujeto mujer, aspecto que se ve claramente en la crítica del francés al feminismo molar. A su vez, en este punto, la distinción entre un plano teórico y uno práctico, si bien en algunos pasajes es confundida, no es omitida por Deleuze.

Deleuze se queja de que las feministas exhibimos la irritante tendencia a negarnos a descomponer el sujeto “mujer” [...]. Para decirlo de otro modo, las feministas están erradas en el plano conceptual, aunque tienen razón en el plano político, al afirmar una sexualidad específicamente femenina. (Braidotti, 1994: 137)

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Ahora bien, en este punto Braidotti cree que Deleuze está equivocado:

No me convence en absoluto este reclamo de la disolución o descomposición de las identidades sexuadas mediante la neutralización de las dicotomías de género, porque creo que este camino ha sido históricamente peligroso para las mujeres. (Braidotti, 1994, 139)

Aquí Braidotti se hace eco de la crítica que Luce Irigaray hiciera a Deleuze en tanto la filosofía deconstructiva de este último impediría la redefinición del sujeto femenino. Braidotti, entonces, rescata la noción de diferencia sexual como clave para pensar la mujer feminista postergando en parte la tarea deconstructiva. El rescatar la diferencia sexual tiene aspectos positivos pero también problemáticos. Pero antes de indagar sobre este punto es preciso señalar que Braidotti afirma que la diferencia sexual tiene una prioridad tanto en la práctica (como núcleo significante alrededor del cual se sitúan las mujeres) como en lo conceptual. De aquí que critique a Deleuze en ambos frentes: El “devenir mujer” de Deleuze amalgama a los hombres y a las mujeres en una sexualidad nueva, que supuestamente está más allá del género; esto es problemático, porque no condice con el sentido que dan las mujeres a sus propias luchas históricas: quiero destacar hasta qué punto es importante aquí el factor tiempo [...] Me parece que la teoría del devenir de Deleuze está evidentemente determinada por su localización como un sujeto corporizado masculino para quien la disolución de identidades basadas en el falo consiste en pasar directamente por alto el género, para alcanzar una sexualidad múltiple. Sin embargo, ésta puede no ser la opción que mejor se ajuste a los sujetos corporizados femeninos. (Braidotti, 1994: 144, 146)

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Esta crítica a Deleuze es la misma que desde la visión que se adopta en este trabajo aleja a Braidotti de Butler dado que la autora de El género en disputa, afirma, siguiendo a Foucault, que la identidad mujer es una ficción creada por la institución derecho, creación que nunca es reconocida y, que más bien, es presentada como dato natural y prejurídico. La crítica de Butler llega a tal punto que ella considera que ni siquiera debe utilizarse la identidad mujer con fines estratégicos: 40

Este problema se agrava si se recurre a la categoría de la mujer sólo con finalidad estratégica, porque las estrategias siempre tienen significados que sobrepasan los objetivos para las que fueron creadas. En este caso, la exclusión en sí puede definirse como un significado no intencional pero con consecuencias, pues cuando se amolda a la exigencia de la política de representación […], ese feminismo se arriesga a que se lo acuse de tergiversaciones inexcusables. (Butler, 1999: 51)

Ahora bien, el problema que se le plantea a Braidotti es cómo eludir el esencialismo que la noción de diferencia sexual tuvo en muchas de las pensadoras del movimiento feminista como De Beauvoir. Este riesgo de caer en una posición esencialista aparece, por ejemplo, en estas palabras de Foucault cuando hace referencia a la necesidad de nuevas identidades gays:

Si la identidad no es más que un juego, si no es sino un procedimiento para favorecer relaciones, relaciones sociales y relaciones de placer sexual que crearán nuevas amis-

Se volverá sobre este particular en el último capítulo donde diversas clarificaciones arrojarán, como consecuencia, la necesidad de matizar esta afirmación. 40

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tades, entonces es útil. Pero si la identidad llega a ser el problema mayor de la existencia sexual, si las gentes piensan que deben “desvelar” su “identidad propia” y que esta identidad debe llegar a ser la ley, el principio, el código de su existencia, si la cuestión que perpetuamente plantean es “¿es esto acorde con mi identidad”?, entonces pienso que retornarán a una especie de ética muy próxima a la de la virilidad heterosexual tradicional. (Foucault, 1994: 1050)

Consciente de esta dificultad, Braidotti interpretará la diferencia sexual en clave nómade como un proyecto que tiene como objetivo redefinir la subjetividad femenina en términos de corporalidad, y conectar la teoría con la práctica. Esta conexión se establece en la medida en que el proyecto de Braidotti apunta tanto al plano de la subjetividad, en el sentido de acción política históricamente situada, como a la identidad, entendida como aquel carácter personal constituido por lo consciente y lo inconsciente. Así, se hablará de mujer para pensar la identidad y de feminista para denotar el sujeto de la acción política. En este sentido, siguiendo a Teresa de Lauretis, Braidotti propone tomar conciencia de la distinción entre la mujer como representación o significante codificado a través de una oposición binaria que la ubica como segundo sexo, y las mujeres de la vida real como aquellos sujetos de acción que pueden modificar esa representación tanto en el plano simbólico como en el práctico. Este sujeto nómade históricamente anclado y tributario de la teoría deleuziana de un sujeto formado a través de una multiplicidad de partículas, parece poseer, entonces, la capacidad de dar cuenta de las nuevas visiones del feminismo poscolonialista que introduce las variables de la etnia, la raza y la condición económica y social como factores no sólo relevantes sino ineludibles a la hora de reflexionar sobre la práctica y la identidad de las mujeres “de carne y hueso”. El énfasis en el contexto histórico y la situación particularmente localizada de la mujer, se pone de manifiesto en varios pasajes de Braidotti donde se alude a la necesidad práctica de

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afirmar la diferencia sexual. Así parece distanciarse de D+G en el sentido de estar más celosa de la práctica y tener una visión pragmático-estratégica. En este sentido, afirma que es necesario reapropiarse de los viejos modelos del feminismo esencialista en función del proyecto nómade. Como bien reconoce Braidotti, esto puede implicar que momentáneamente el feminismo nómade recaiga en los viejos errores de definirse como lo otro o entrar en un modelo mimético que tenga como referencia a lo masculino. Sin embargo ése sería el precio que se debería pagar en tanto la radicalización de la diferencia sexual implica, en esta coyuntura particular de comienzos del siglo XXI, un fortalecimiento de la acción política de las mujeres. Este reapropiarse del concepto la mujer es un punto a tener en cuenta en función de la identidad y es el complemento que debiera darse a una figura como la del cyborg que es muy útil al nivel de la subjetividad política pero es incapaz de dar cuenta del proceso de formación de identidad. El cyborg declara la obsolescencia de la identidad sexual dejando abierto el paso a una redefinición del sujeto femenino teniendo en cuenta otras variables, pero no da cuenta de los pasos que debe dar el plano identitario de las mujeres (donde hay un predominio del deseo y lo inconsciente) para ir de la mano de las transformaciones políticas que las mismas, en tanto sujetos de acción, realizan. Para finalizar, el proyecto de Braidotti establece el nomadismo como finalidad: en función de que es preciso transformarse en devenir continuo hay que apropiarse de una situación contextual que dista mucho de ser nómade: “Sólo el consumo metabólico de lo antiguo puede engendrar lo nuevo (...) No estoy dispuesta a abandonar el significante la mujer hasta tanto no hayamos analizado los múltiples estratos de significación –por fálicos que puedan ser– de este término”. (Braidotti, 2000: 203) Sin embargo se considera necesario problematizar aquí un aspecto. Si bien Braidotti critica y muestra el peligro histórico de la disolución del sujeto mujer, el establecer como sinónimos el devenir minoritario y el devenir mujer acerca a ésta mucho más a un aspecto de Deleuze que es una de las grandes tensiones de su teoría. La prioridad al devenir mujer que Deleuze otorga, parece ser 140

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reapropiada por Braidotti de lo cual se sigue que ambos cometen el mismo error: discriminar otras formas de minorías. Ahora bien, y como se dijo anteriormente, si bien Braidotti, especialmente, en Sujetos nómades, y a través de su idea de sujeto localizado, trata de tomar en cuenta las circunstancias de las etnias, las razas y las condiciones ecnonómico-sociales, éstas parecen ser un subtipo de categorías englobadas dentro de la diferencia sexual. La diferencia sexual mujer se transforma así en un devenir privilegiado lo cual no puede ser sostenido sin las claras reminiscencias metafísicas del psicoanálisis (Ver Goulimari, 1999).

Deconstrucción e identidad queer El movimiento queer interpreta la filosofía deleuziana de otro modo adoptando el “Deleuze posmoderno” que se aleja de la diferencia sexual y deconstruye la identidad. Como se dijo anteriormente, Preciado es deudora del feminismo lesbiano de Monique Wittig cuya filosofía, en palabras de Braidotti, puede definirse así:

Hoy la línea feminista de la diferencia antisexual ha evolucionado hacia la defensa de un tipo de subjetividad que se sitúe “más allá del género” o una subjetividad “posgénero”. Esta línea de pensamiento propone superar el dualismo sexual y las polaridades de género, a favor de una subjetividad nueva, sexualmente indiferenciada. Pensadoras tales como M. Wittig llegan a rechazar el énfasis en la diferencia sexual y a sostener que éste conduce a un renacimiento de la metafísica del “eterno femenino”. (Braidotti, 1994: 170)

Las categorías de Deleuze son recibidas más o menos explícitamente por Preciado. Así el CSO, las territorializaciones y desterritorializaciones de los órganos y, especialmente, la noción de simulacro, pueden entreverse a lo largo de sus escritos. 141

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En su Manifiesto contrasexual, Preciado aboga por una sociedad contrasexual caracterizada como aquella dedicada a la deconstrucción de la naturalización de las prácticas sexuales y del sistema de género. El prefijo contra remite a la idea foucaultiana de que la resistencia, más que la lucha contra una prohibición, es la producción de alternativas, en este caso, de formas de placer-saber. En este sentido introduce un elemento, al menos, polémico con claras reminiscencias del simulacro deleuziano: el dildo. Este elemento, conocido comúnmente como sexo (o pene41) de plástico es la base de una teoría contrasexual. Según Preciado:

La contrasexualidad afirma que en el principio era el dildo. El dildo antecede al pene. Es el origen del pene. La contrasexualidad recurre a la noción de “suplemento” tal como ha sido formulada por Jacques Derrida e identifica el dildo como el suplemento que produce aquello que supuestamente debe completar (Preciado, 2002: 20)42.

Se menciona aquí el término pene para que el lector pueda comprender mejor aquello a lo que la autora se refiere. Sin embargo, por las razones que se expondrán a continuación, se verá que se debe prescindir de este término. 42 Más adelante, Preciado desarrolla esta idea “Así, mientras que en un primer momento el dildo parece un sustituto artificial del pene, la operación de corte ya ha puesto en marcha un proceso de deconstrucción del órgano-origen. De la misma manera que la copia es la condición de posibilidad del original y que el suplemento sólo puede suplir en la medida en que es más real y efectivo que aquello que pretende suplementar, el dildo, aparentemente representante de plástico de un órgano natural, produce retroactivamente el pene original. Gracias a una pirueta macabra que nos tenía guardada la metafísica, el dildo precede al pene” (Preciado, 2002: 66). 41

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En otro apartado y tratando de establecer la noción de género, Preciado realiza una analogía con el dildo que realza aún más su relación con el simulacro:

El género es ante todo prostético, es decir, no se da sino en la materialidad de los cuerpos. Es puramente construido y al mismo tiempo enteramente orgánico [...] El género se parece al dildo. Porque los dos pasan de la imitación. Su plasticidad carnal desestabiliza la distinción entre lo imitado y el imitador, entre la verdad y la representación de la verdad, entre la referencia y el referente, entre la naturaleza y el artificio, entre los órganos sexuales y las prácticas del sexo. (Preciado, 2002: 25)

Incluso contra muchas de las interpretaciones psicoanalíticas que llevan a ciertos grupos de feministas y lesbianas que critican el uso del dildo tanto para sus relaciones íntimas como así también para la industria pornográfica en tanto mero imitador del simbólico falo patriarcal, Preciado afirma que el dildo no tiene como referencia al falo simplemente porque el falo no existe, esto es, es una mera hipóstasis del pene. Construida a partir del dildo como diferencia en sí sin referentes, y de una concepción del sexo como una tecnología aplicada sobre los cuerpos con la finalidad de dominación, la contrasexualidad es, por esto mismo, una teoría acerca del cuerpo que intentará ir más allá de los binarismos sexuales hombre/ mujer, femenino/masculino. En esta teorización del cuerpo que, para ejemplificar, será retomada de las diferentes prácticas contrasexuales que propone Preciado, es central la idea deleuziana del CSO. Una de las primeras prácticas que Preciado propone es la masturbación de un antebrazo (SIC) como corrimiento o descentralización de la sexualidad más allá de la genitalidad. Acerca de esta práctica, Preciado afirma “[su] meta [...] consiste en aprender a subvertir los órganos sexuales y sus reacciones biopolíticas” (Preciado, 2002: 49). 143

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Este descentramiento de los órganos hace que el dildo, como se decía anteriormente, lejos de ser una réplica de un miembro único y significante, sea un instrumento más al igual que un látigo o una lengua. La invención del dildo supone el final del pene como origen de la diferencia sexual. Si el pene es a la sexualidad lo que dios es a la naturaleza, el dildo hace efectiva, en el dominio de la relación sexual, la muerte de dios anunciada por Nietzsche [...] Se hace necesario filosofar no a golpe de martillo sino de dildo. No se trata ya de romper los tímpanos sino de abrir los anos [SIC]. (Preciado, 2002: 64).

En el plano político, esta descentralización de los órganos y la resignificación de un cuerpo más allá de las tecnologías biopolíticas, lleva a Preciado a manifestar la necesidad de devenir multitud. Este devenir multitud significa oponerse a toda normatividad y no es otra cosa que la consecuencia de una desontologización y la crítica a una identidad esencialista fuerte como aquella a través de la cual se exigen derechos y reconocimiento.

Ya no hay una base natural (“mujer”, “gay”, etc.) que pueda legitimar la acción política. Lo que importa no es la diferencia sexual o la diferencia de los homosexuales, sino las multitudes queer. Una multitud de cuerpos: cuerpos transgéneros, hombres sin pene, bolleras lobo, cyborgs, [...] maricas lesbianas. (Preciado, 2003a: 1).

La multitud formada por estos cuerpos no categorizables implica, entonces, estrategias diferentes a las de los tradicionales movimientos feministas y homosexuales y es deudora del anarquismo antes que de los teóricos del otro o de los neomarxistas. En el plano práctico, a la hora de comparar entre las posturas de Braidotti y Preciado se puede ver una diferencia importante en 144

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cuanto al diagnóstico: mientras para Braidotti el desplazamiento de la diferencia sexual como sujeto de la política feminista sería un error estratégico en un momento histórico donde el significante mujer es todavía relegado al status de segundo sexo, para Preciado, la desontologización y la desidentificación no es sólo una prescripción sino una descripción del presente. En este sentido, mientras para Preciado, la deconstrucción del sujeto es una acción que en tanto operante en el presente sólo hay que profundizar, para Braidotti, funciona sólo como ideal regulativo, como fin de un proceso que comienza con la reapropiación de la diferencia sexual como categoría impuesta por el sistema falogocéntrico.

Los interrogantes de la desidentificación A lo largo de este capítulo se intentaron mostrar los diferentes conceptos deleuzianos tal cual fueron recibidos por los movimientos postfeministas y queer. Fue la idea de simulacro, como oposición a un pensamiento que tiene como referencia un fundamento último y que se desarrolla de manera arborescente a partir de un modelo ideal que establece un pensamiento binario y jerárquico, una de las herencias que, junto al CSO, fue más visiblemente recibida. Sin embargo, también quedó esbozado que las categorías deleuzianas pueden ser interpretadas de diferentes maneras y pueden dar lugar a distintas opciones tanto teóricas como prácticas. En este sentido, las diferentes recepciones que estos grupos han realizado son el resultado de diversas maneras de pensar e interpretar a Deleuze. Habría entonces una primera interpretación posmoderna que aboga por una disolución completa de la identidad y una segunda interpretación moderna que sostiene, al menos en parte, algún tipo de necesidad de identidad. La interpretación posmoderna pregona por un devenir constante que derive en la imperceptibilidad. Contrariamente a esta idea, la interpretación moderna de Deleuze habla de una prioridad del devenir mujer justificándose en presupuestos claramente psicoanalíticos e introduciendo una prioridad de las variables sexuales 145

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sobre otro tipo de variables como podrían ser las económicas, sociales o étnicas. Pero Braidotti (que adopta la interpretación moderna) se parece mucho más a Deleuze de lo que cree dado que la desconfianza que ella tiene hacia el Deleuze posmoderno y que la lleva a pregonar por una estrategia de reapropiación de la diferencia sexual, también opera en Deleuze. Por citar sólo un fragmento:

Pero una vez más, cuánta prudencia es necesaria para que el plan de consistencia no devenga un puro plan de abolición, o de muerte. Para que la involución no se transforme en regresión en lo indiferenciado. ¿No habrá que conservar un mínimo de estratos, un mínimo de formas y de funciones, un mínimo de sujeto para extraer de él materiales, afectos agenciamientos? (Deleuze y Guattari, 1980: 272)

Asimismo son numerosos los pasajes en que Deleuze afirma que si bien la deconstrucción debe ser la finalidad de la identidad y el devenir minoritario la consecución de una práctica anti modélica, no por ello se deben desestimar los movimientos de reivindicación de derechos.

Una vez más, esto no quiere decir que la lucha al nivel de los axiomas carezca de importancia; al contrario, es determinante (a los niveles más diferentes, luchas de las mujeres por el voto, el aborto, el empleo; lucha de las regiones por la autonomía; lucha del Tercer Mundo; luchas de las masas y de las minorías oprimidas en las regiones del Este o del Oeste...). Pero también, siempre hay un signo que demuestra que esas luchas son el índice de otro combate coexistente. (Deleuze y Guattari, 1980: 474)

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De este modo, se ve que hasta el mismo Deleuze pone algunas reservas respecto de un deconstructivismo posmoderno radical más allá de que esto pueda generar algunas dificultades de compatibilidad con otros pasajes de sus obras. Esta tensión no se le presenta sólo a Deleuze. Si bien se desarrollará más adelante cabe anticipar que Foucault también resulta algo ambiguo al respecto. Porque, por un lado, rescata la utilidad de la disputa en torno a las reivindicaciones liberales de igualación de derechos: Los derechos del individuo concernientes a la sexualidad son importantes, y todavía hay muchos lugares en los que no son respetados. Actualmente no hay que considerar a estos problemas como ya resueltos. Es del todo exacto que se produjo un verdadero proceso de liberación a comienzos de los años setenta. Dicho proceso fue muy beneficioso. (Foucault, 1994: 1048)

Sin embargo, por otro lado, también advierte los riesgos de una esencialización o molarización. En este sentido, indica que la identidad sexual es útil pero también limitante y que, por ello, hay que establecer otras redes de relaciones que hagan énfasis no en la búsqueda de una identidad originaria perdida sino en el devenir creativo. No casualmente, en esta línea, Foucault entenderá al poder no en un sentido de pura restricción, pura negatividad exterior, sino como resistencia que es siempre potencialidad productiva y transformadora. Esta forma de entender el poder es la que permite a teóricos y activistas encontrar en el pensamiento de Foucault categorías útiles para sus reivindicaciones. (Ver, por ejemplo, Halperín, 2004, cap 1). Ahora bien, la cuestión deviene algo más dramática cuando en una entrevista se le pregunta a Foucault qué tipo de institución podría dar cuenta de este carácter creativo y no anclado en la lógica de la identidad esencial y allí responde: “La cuestión de saber qué tipo de instituciones debemos crear es capital, pero al respecto no puedo aportar ninguna respuesta” (Foucault, 1994: 1056). 147

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Volviendo a Deleuze, si bien esta tensión teórica entre la afirmación o no de identidades pudiera ganar en coherencia si se interpretara, como hace Braidotti, en clave de proyecto, esto es, reapropiarse de las identidades que produce el sistema sólo como medio para una futura desidentificación anti sistémica, el co-autor de Mil Mesetas también parece advertir sobre los peligros que la disolución completa de la identidades puede traer a los fines prácticos. Dicho en otras palabras, la identidad es para las minorías una categoría esencial para la exigencia de derechos, de aquí que el proyecto de desidentificación genere cierta perplejidad en lo que a aplicación refiere. En este sentido, la apropiación posmoderna de deconstrucción radical que realiza Preciado genera interrogantes acerca de su posibilidad en la práctica y su utilidad para proteger y reivindicar los derechos de quienes son desplazados por el sistema. Al fin de cuentas, los movimientos esencialistas de la identidad han conseguido que se concretizaran muchos de sus pedidos y han posibilitado la formación de sociedades que si bien distan de ser ideales, parecen más justas si se las compara con las de décadas atrás, al menos, en lo que a tratamiento de mujeres y homosexuales refiere. En esta línea, con miras al futuro, el gran desafío que se le presenta a las estrategias antiesencialistas es cómo articular coherentemente sus principios con sistemas jurídicos que asentándose sobre las bases modernas esencialistas de la identidad, y más allá de sus deficiencias, han implicado un avance en lo que a garantías y derechos refiere.

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CAPÍTULO 6 CUERPOS, SUBJETIVIDAD Y EMANCIPACIÓN. HACIA UNA POLÍTICA DE LA PERFORMATIVIDAD43

En los últimos dos capítulos se observó la posibilidad de encarar el debate ya no en términos de liberales contra comunitaristas sino de esencialistas contra no-esencialistas. Tomando este último eje y tras afirmar que tanto liberales como comunitaristas quedan presos de una metafísica esencialista individual y colectiva respectivamente, se ofrecían los conceptos de varios pensadores que desde diversas tradiciones permitían una deconstrucción de las sustancias presupuestas. Además, especialmente las pensadoras del feminismo crítico o de movimientos vinculados a las diversas formas de la sexualidad, intentaban seguir de sus desarrollos teóricos algunas propuestas prácticas, algo que tenía como

Este capítulo se basa en el artículo que publiqué en Contrastes. Revista Internacional de Filosofía bajo el título “Sujetos de derecho y cuerpos performativos. Interrogantes sobre un diseño institucional capaz de proteger a las minorías”. 43

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consecuencia elaboraciones acerca de la identidad, el proceso de individuación y la constitución de los sujetos de derecho. Dicho esto y considerando que las razones frente al esencialismo colectivista han sido suficientes, se profundizará en uno de los elementos centrales para el liberalismo y su fundamentación de la asignación de derechos a los individuos. Esto es lo que podría llamarse el problema de la referencia. Desde este punto de vista, como se indicaba en los capítulos anteriores, podría decirse que el liberalismo parece suponer una superioridad epistémica dado que si se tiene en cuenta que los derechos individuales tienen como referencia ontológica objetiva el cuerpo individual, la búsqueda de una referencia empírica del grupo no puede sumirnos más que en la perplejidad. Se indicaba, entonces, que el cuerpo individual parece ser muy efectivo como base sobre la cual depositar derechos, pero no resulta clara la entidad del grupo,44 sus límites y sus características puesto que la contrastación empírica simplemente arrojaría la existencia de una acumulación de cuerpos individuales que se dice parte de una entidad ficticia a la que denomina grupo. Pero expuesto así se caería en la trampa descriptivista. En otras palabras, suponer que la lógica de los derechos se relaciona con una ontología objetiva que porta derechos naturales que esperan ser descubiertos es uno de los errores más frecuentes provenientes de una matriz de pensamiento histórico de un sustancialismo individualista. Sobre este punto versará este capítulo siempre teniendo en cuenta que varias de las propuestas que se

Sobre este punto es interesante la postura de Butler que puede pensarse en diálogo con Laclau acerca del uso de los universales en política. Para la autora de El género en disputa, las categorías de identidad no son descriptivas sino normativas de lo cual se siguen que acaban generando exclusión. En otras palabras, el intento universalizador del colectivo mujer encierra una faccionalización que acaba imponiendo el criterio falsamente descriptivo que aparentemente es el distintivo del colectivo. Esto era lo que se veía algunos capítulos atrás con la crítica del poscolonialismo al feminismo liberal. Ver Butler, 1992: 32-33. 44

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siguen de la línea deconstructivista necesitan pensar un derecho que se erija sobre otro tipo de bases. En este sentido será clave indagar en el modo en que el derecho constituye la realidad y los sujetos a los cuales refiere sin que ello suponga una relación de adecuación entre enunciado y mundo.45 Tal indagación será un elemento central para pensar una teoría no representacionalista de la identidad y los derechos. Para poder quebrar, entonces, la matriz del pensamiento representacional propia de los sistemas jurídicos occidentales y transitar los senderos que pudieran abrirse en torno a la protección de las minorías, cabe profundizar aquí en una teoría que, especialmente a partir de los años 90, ha llevado al feminismo y a pensadores neomarxistas como Virno (2004) o neofoucaulteanos como Lazzarato (2006b), a repensar una noción cara al pensamiento anglosajón. Se trata pues del inmenso punto de inflexión que produjo la noción de acto performativo (o realizativo) que Austin desarrollara en las conferencias que fueron publicadas en 1962 con el sugestivo nombre de Hacer cosas con palabras46. Referida al campo de lo político, la idea de performatividad permite pensar la acción política, la libertad y la novedad por fuera de los puntos de vista más esquemáticos que suponen los esencialismos liberales y comunitaristas como así también el marxismo clásico preso de categorías tales como conciencia y clase. Las razones por la que tal noción pudo ser resignificada por tradiciones tan diversas es compleja pero, sin duda, pone de manifiesto que tras

Por ejemplo, refiriéndose al caso de la constitución de la identidad indígena en Colombia desde el momento de la colonización hasta la reforma constitucional del 91 en la que se reconoce jurídicamente a las diversas comunidades, Ariza afirma: […] El sujeto jurídico es el resultado de una maquinaria jurídica que recibe como insumo un saber sobre la alteridad y que, a cambio, emite un discurso sobre los rasgos que constituyen al sujeto que considera como el auténtico destinatario de las normas jurídicas (Ver Ariza, 2009: 55-56). 46 Además de los que se mencionarán a continuación, algunas referencias interesantes acerca de la noción de lo performativo se las puede hallar en Searle, (1969); Pratt (1977); Johnson (1980) y Felman (1983). 45

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el giro lingüístico parece difícil volver a pensar la política y la constitución de la subjetividad independientemente de la problemática del lenguaje.

Origen y presupuestos de la noción de performativo En las conferencias antes mencionadas, Austin realiza una distinción que será clave para aquellos que intentan arremeter contra la noción representacional que fue el centro del pensamiento moderno. El eje central gira en torno a la afrenta que Austin realiza al pensamiento paradigmático del neopositivismo que tiene en el primer Wittgenstein a uno de sus mayores exponentes.47 Se trata de la afirmación de que sólo tienen sentido aquellos enunciados que describen un estado de cosas y que, por lo tanto, son pasibles de ser verdaderos o falsos. Estos enunciados que Austin llamará “constatativos” deben distinguirse de otro tipo de enunciados que este profesor de Oxford llama realizativos (o performativos) y que se caracterizan por ser aquellos cuya mera enunciación, en determinadas circunstancias, supone la realización de un acto distinto al acto de enunciar. Son ejemplos paradigmáticos en este sentido una promesa, un juramento o la sentencia dictada por un juez. La forma más común de este tipo de enunciaciones lleva en el plano gramatical la forma de un verbo en la primera persona del singular del presente indicativo, voz activa. Así, una promesa podría formularse del siguiente modo: “Prometo que te voy a dar el regalo de cumpleaños el lunes”.

Es interesante aquel comentario de Searle acerca de la distinción entre dos perspectivas no incompatibles dentro de la filosofía del lenguaje: la que se ocupa de las expresiones del habla y la que se ocupa del significado de las oraciones. Si a Searle y a Austin se los ubica en el primer grupo, sin dudas, al primer Wittgenstein, esto es, el del Tractatus, se lo ubica en el segundo. Para profundizar en este punto ver Searle (1969: cap. 1). 47

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Las primeras conferencias compiladas en este libro problematizan el criterio a partir del cual es posible evaluar una expresión realizativa puesto que, aparentemente, predicar de ellas una verdad o una falsedad parece impropio. Así, Austin trata de establecer en qué sentido un enunciado realizativo puede ser desafortunado, esto es, no desarrollarse en el contexto de las circunstancias apropiadas. Decir “yo los declaro marido y mujer” sin ser juez, o habiendo una sola persona delante, etc., supone uno de los casos en los que el marco de la acción en el que se pretende realizar la enunciación, falla. Las conferencias subsiguientes vuelven a la cuestión de la necesidad de trazar una distinción entre enunciados descriptivos y performativos, desarrollo que lleva casi a la perplejidad a Austin puesto que muestra que la diferencia que parecía tan tajante no es tal y que los realizativos no pueden prescindir completamente de alguna conexión con lo verdadero, tanto como los constatativos deben cumplir con el requisito de ser afortunados. En este contexto es que Austin se repregunta qué se quiere decir cuando se afirma que existen enunciaciones que suponen la realización de un acto distinto del acto de enunciación. Es en este punto que desarrolla la ya clásica distinción de las dimensiones del acto de habla. En otras palabras, en el acto de enunciar se halla una dimensión locucionaria, una ilocucionaria y una perlocucionaria. En lo que respecta a la dimensión locucionaria se trata del acto de emitir sonidos que pertenezcan a cierto vocabulario respetando determinado orden y con algún sentido. En cuanto a la dimensión ilocucionaria48 del acto, se trata del acto que se lleva

La dimensión ilocucionaria es la que más le interesa a Searle y en su Actos de Habla, hace una lista de los verbos en castellano que suponen actos ilocucionarios. Allí menciona: enunciar, describir, aseverar, aconsejar, observar, comentar, mandar, ordenar, pedir, criticar, pedir disculpas, censurar, aprobar, dar la bienvenida, prometer, objetar, solicitar, argumentar. Más allá de que excede este trabajo, cabe mencionar que el propio Searle duda de la distinción austiniana entre actos locucionarios e ilocucionarios. Ver Searle, (1968) y (1969: cap 1). 48

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a cabo al decir algo, esto es, el acto de prometer, felicitar, amenazar, etc. Y por último, la dimensión perlocucionaria, es aquel acto que se provoca en el otro, por ejemplo, conformar, reflexionar, etc.49 No es éste el espacio para problematizar estas nociones. Simplemente mencionar, por ejemplo, la crítica de Derrida (1971) que será central para la reelaboración que Judith Butler realizará de la idea de lo performativo como estrategia de resignificación del sujeto Mujer por fuera de la lógica falogocéntrica. En Firma, acontecimiento, contexto, Derrida parte de la crítica a una definición de comunicación como el lugar de paso de un único sentido claramente definible. Sobre esta base, Derrida trabajará sobre la problemática de la escritura para mostrar que la definición, antes indicada, de comunicación, posee una serie de presupuestos inadmisibles. Más específicamente, Derrida señala que la idea de performatividad de Austin se sustenta en una base que considera que es posible definir con claridad y univocidad los contextos en los cuales los actos performativos tienen lugar50.

Más allá de que excede este trabajo, cabe mencionar, por ejemplo, la utilización que hace un pensador marxista y materialista como Paolo Virno, de la noción de performatividad. Pues él entiende que los enunciados performativos permiten realizar un acto sin referencia alguna o línea causal. Es por eso que quien toma la palabra está dando inicio a un evento único e irrepetible. Incluso, como se verá a continuación, Virno intenta ir bastante más allá que Butler para poder afirmar la existencia de lo que él denomina el “performativo absoluto” cuya única forma es el “yo hablo”. Este “yo hablo” es anterior a cualquier acto performativo y manifiesta la supremacía del acto por sobre el contenido de lo que se dice. Asimismo este performativo anómalo, en términos del propio Virno, es incapaz de ser desafortunado porque no depende del contexto histórico-institucional en el que se formule. En este sentido, la afirmación “yo hablo” nunca puede estar viciada pues su mera enunciación supone el cumplimiento de la acción. 50 El elemento contextual, la dimensión social, es central en el performativo a punto tal que un pensador como Lazzarato (2006b) lo destaca para estructurar su propio punto de vista y a su vez distinguirse del de Virno. Para Lazzarato, el performativo absoluto de Virno, el “yo hablo”, no tiene en cuenta la verdadera potencia del performativo, esto es, la obligación social que genera y, con ello, su fuerza creadora y transformadora. 49

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Asimismo, Derrida señala que estrechamente vinculada a esta suposición de un contexto claramente determinable, está la trampa del lenguaje a la que Austin no pudo escapar, esto es, una metafísica de la presencia, de la conciencia y de la intención. En términos de Derrida, la noción de performatividad de Austin supone, entonces, un sujeto previo al acto lingüístico con una determinada voluntad que según el contexto logrará que ese acto performativo sea o no eficaz. Los análisis de Austin exigen un valor de contexto en permanencia, e incluso de contexto exhaustivamente determinable, directa o teleológicamente; y la larga lista de fracasos (infelicities) de tipo variable que pueden afectar al acontecimiento del performativo viene a ser un elemento de lo que Austin llama el contexto total siempre. Uno de estos elementos esenciales –y no uno entre otros– sigue siendo clásicamente la conciencia, la presencia consciente de la intención del sujeto hablante con respecto a la totalidad de su acto locutorio. Por ello, la comunicación performativa vuelve a ser comunicación de un sentido intencional, incluso si ese sentido no tiene referente en la forma de una cosa o un estado de cosas anterior o exterior. (Derrida, 1971: 363-364)

Dicho esto, Derrida toma el ejemplo de la escritura elaborando una teoría que será muy útil a Butler. Se trata de mostrar que una de las particularidades de la escritura es que funciona en ausencia de su emisor y de su destinatario. Esto significa que lo esencial de la escritura es su posibilidad de ser repetible en el sentido de que sólo así funcionará independientemente de la presencia. Esta capacidad de repetición es la que Derrida llama el carácter iterable de la escritura, lo cual significa que no es una mera repetición de un signo sino una repetición que siempre supone un iter, un otro, una alteridad. De aquí que ninguna repetición sea igual a la otra pues siempre incluye un resto algo que no estaba 157

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presente anteriormente. Esto se vincula claramente con la cuestión del contexto antes mencionado pues el signo escrito tiene una materialidad, una marca que le permite exceder largamente el contexto en el que fue creado y hace que pueda ser injertado en un contexto distinto que, en tanto tal, supone una modificación del sentido original que tuvo aquel signo en su origen. Este potencial de repetición infinito es lo que Derrida también llama “citabilidad del signo”, esto es, la posibilidad de poder ser citado y, por ello mismo, ser descontextualizado.

Todo signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario de oposición), en una unidad pequeña o grande, puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable. Esto no supone que la marca valga fuera de contexto, sino al contrario, que no hay más que contextos sin ningún centro de anclaje absoluto. (Derrida, 1971: 361-362)

De este modo, Derrida concluye que la presencia, la conciencia y el acto de habla no son más que efectos a ser analizados y que de ninguna manera se puede pensar en voluntades e intencionalidades claramente determinables. Esta es la base que le será útil a Butler pues ella intentará construir una estrategia feminista que evite caer en las posiciones extremas del feminismo de la diferencia sexual (que presupone un sujeto mujer perfectamente identificable), y del constructivismo lingüístico que afirma que lo real está determinado de manera absoluta por el lenguaje.

Judith Butler y la performatividad como estrategia Butler retoma la idea de performatividad atravesada por la advertencia derridiana y por el pensamiento de Foucault. Especialmente con este último, a Butler le interesa aplicar la noción 158

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de lo performativo a su punto de vista de la problemática del feminismo. Para la autora de Deshacer el género, la distinción entre un cuerpo biológico y un género cultural es funcional a la objetivación patriarcal. Así, lo que se entiende por cuerpo no es un dato natural sino también una construcción cultural de lo cual se sigue que no tiene sentido distinguirlo de la noción de género. La estructura lógica binaria del pensamiento occidental y patriarcal es la que performativamente ha determinado los sujetos a los cuales refiere. El cuerpo no estaba ahí esperando ser nombrado sino que por haber sido nombrado “apareció ahí”. De este modo, Butler sigue a Foucault en cuanto a la centralidad que le otorga al plano discursivo como aquel que provee los significantes que determinan lo real. Desde esta perspectiva, el lenguaje configura la realidad y el lenguaje de la política y el derecho configuran los sujetos a los cuales refieren. La postura de Butler, entonces, realiza una genealogía para desenmarañar una red naturalizada que presenta a la política y al derecho como legítimos emergentes de la necesidad de unos sujetos preexistentes. No hay sujeto, ni conciencia ni voluntad reclamando ser reconocida como sujeto de derecho.51 Foucault afirma que los sistemas jurídicos de poder producen a los sujetos jurídicos a los que más tarde representan. […] Los campos de representación lingüística y política definieron con anterioridad el criterio mediante el cual se originan los sujetos mismos y la consecuencia es que la representación se extiende únicamente a lo que puede reconocerse como un sujeto. Dicho de otra forma,

Tomando, por ejemplo, la línea liberal de la tradición contractualista, los sistemas jurídicos buscan positivizar una serie de derechos naturales que son poseídos desde un principio por los individuos. Esta misma idea es la que sostiene la política de Derechos Humanos al afirmar que todo hombre independientemente del tiempo y el espacio en que le toca vivir posee una serie de derechos que no pueden ser vulnerados. 51

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deben cumplirse los requisitos para ser un sujeto antes de que pueda extenderse la representación […] El problema del sujeto es fundamental para la política y concretamente para la formación feminista, porque los sujetos jurídicos siempre se construyen mediante ciertas prácticas excluyentes que, una vez determinada la estructura de la política, no se perciben. (Butler, 1999: 46-47)

El acento en la performatividad de un lenguaje creador de sus propios referentes aparece también en Haar, quien retoma de Nietzsche la crítica a la metafísica de occidente y a las consecuentes ficciones sustantivistas que reproduce la gramática:

Todas las categorías psicológicas (el yo, el individuo, la persona) proceden de la ilusión de identidad sustancial. Pero esta ilusión regresa básicamente a una superstición que engaña no sólo al sentido común, sino también a los filósofos, es decir, la creencia en el lenguaje y, más concretamente, en la verdad de las categorías gramaticales. La gramática (la estructura del sujeto y el predicado) sugirió la certeza de Descartes de que el “yo” es el sujeto de “pienso” cuando más bien son los pensamientos los que vienen a “mí”; en el fondo la fe en la gramática sólo comunica la voluntad de ser la causa de los pensamiento propios. El sujeto, el yo, el individuo son tan sólo falsos conceptos, pues convierten las unidades ficticias en sustancias cuyo origen es exclusivamente una realidad lingüística. (Haar, citado en Butler 1999: 78)

Esta idea de “sujeto a posteriori” de la política y el derecho se traslada tanto contra la versión liberal como la colectivista. En otras palabras, hay ficción en la idea de un sujeto colectivo pero también hay ficción en la idea de un sujeto individual puesto que el cuerpo no es otra cosa que una materialidad simbólica en la 160

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cual se inscribe el lenguaje del derecho. Para dar cuenta de esto, Butler utiliza a Foucault especialmente en su análisis del caso del hermafrodita Herculine. Este punto es interesante porque arremete contra el cuerpo sexuado y su naturalización basada en la aparente objetividad de las diferencias morfológicas. En esta línea, Butler y Foucault denuncian también la operación de construcción del género y el sexo, y el carácter performativo de estas nociones. A partir de su interpretación sumaria de Herculine, Foucault propone una ontología de atributos accidentales que muestra que la demanda de identidad es un principio culturalmente limitado de orden y jerarquía, una ficción reguladora. (Butler, 1999: 78) Este énfasis en el carácter construido del cuerpo es aquel en el que Butler hace especial hincapié en un libro posterior al Género en disputa cuyo título resulta bastante elocuente: Cuerpos que importan (1993). Allí Butler se encarga de profundizar la idea de que lo performativo es claramente extensible a la materialidad del cuerpo. No hay una morfología ontológicamente privilegiada del sujeto mujer sino que el cuerpo femenino es el efecto de una continua repetición de normas que, a través de los discursos epocales, ha sedimentado un conjunto de signos de los cuales se ha olvidado su origen.

La autoridad se constituye haciendo retroceder infinitamente su origen hasta un pasado irrecuperable. Este diferimiento es el acto repetido mediante el cual se obtiene legitimación. La referencia a una base que nunca se recobra llega a constituir el fundamento sin fundamento de la autoridad. (Butler, 1993: 164)

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Sin embargo, presentado así, Butler no diferiría de las teóricas constructivistas que piensan el lenguaje como un determinante total de lo real. Según el punto de vista de este trabajo, es con la intención de salir de la incomodidad del presunto nihilismo al cual llevaría la postura constructivista, que Butler ensaya una argumentación compleja para afirmar que existe una materialidad independiente del lenguaje pero que esta materialidad no supone una ontología privilegiada que permita justificar objetivamente la diferencia entre los sexos. La interpretación que se hará aquí de esta estrategia, la vincula con la dificultad propia de los pensamientos neomarxistas que entienden que ya no es posible pensar que el sujeto revolucionario está en la clase proletaria. Ésta parece ser la preocupación de autores como Zizek (2003), Laclau (2003, 2005) Mouffe (2007) o Negri (2000). En el caso de Butler se trata de un pensamiento que obviamente no busca revitalizar el sujeto femenino tal como fue concebido originalmente allá por los años cincuenta. Más bien, su intención es encontrar dentro del pensamiento feminista un espacio para lo otro, esos seres cuyo cuerpo y objeto de deseo no es el convencional. Esto no es otra cosa que lo que Butler llama los “cuerpos abyectos”, esto es, los cuerpos de los transexuales, los travestis, los “malformados”, y de aquellos cuyo objeto de deseo se desvía de la norma heterosexual.52 Ahora bien, Butler no ahorra argumentaciones eclécticas para justificar la identificación de estos grupos como aquellos que podrían cambiar el orden de cosas. Para ello recurre, como muchos de los autores mencionados, no sólo a los elementos ya indicados de Foucault y de Derrida, sino a los grandes pensadores de la semiótica y, particularmente, al psicoanálisis lacaniano.

Independientemente de si este punto de vista de Butler es correcto no, se encuentra aquí un elemento que Lazzarato parece pasar por alto en su crítica. Para el italiano, Butler, es una constructivista que olvida la necesidad de una materialidad exterior a la lengua. En esta línea, Lazzarato considera que el performativo de Butler no toma en consideración las resistencias materiales que le pueden aparecer a la suposición omnipotente del performativo (Ver Lazzarato, 2006a: 21). 52

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Si bien no se desarrollarán en profundidad estos presupuestos debe aclararse que, con Lacan, Butler muestra que todo discurso, para dar inteligibilidad, necesita de un exterior constitutivo. En este sentido no son pocos los análisis que en política muestran que no hay nosotros sin un ellos. El punto es que aquello que queda afuera es, para Butler, algo innombrable, ininteligible, de aquí que ella se sirva de la categoría lacaniana de lo real como aquel espacio que no puede ser puesto en palabras. Es en este punto donde Butler dice sortear el problema del constructivismo radical pues ella indica que ese afuera innombrable e ininteligible posee una materialidad que, si bien resulta indescifrable a los ojos de este discurso que constitutivamente la arrojó más allá, existe. Eso que está por fuera del discurso y del lenguaje es, justamente, la materialidad de los cuerpos abyectos que en tanto límite exterior siempre está en una relación de tensión fronteriza con ese interior.

Liberar desde la norma: la paradoja de la sujeción Llegado este punto cabe mencionar alguna de las problematizaciones que introduce Butler, muchas de las cuales tendrán consecuencias en los desarrollos posteriores. El primer punto que se puede señalar es el que ella denomina “paradoja de la sujeción” (Butler, 1993) y que abre un interrogante acerca de cuál es la estrategia de emancipación adecuada para el feminismo. La paradoja se produce puesto que si se considera que, siguiendo a Foucault, la matriz de los discursos históricos es la que constituye y a la vez brinda la condición de posibilidad de los sujetos, cualquier estrategia liberadora depende de este constructo generado a partir de las normas que se intenta subvertir. La perplejidad radicaría en preguntarse si el discurso de la separación binaria de los sexos admite una estrategia rupturista que permita irrumpir lo nuevo. Esta paradoja del sujeto por el cual su posibilidad de des-sujeción depende de la misma normativa que lo sujetó, tiene obviamente consecuencias importantes a la hora de pensar la identidad y las estrategias minoritarias. 163

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Lo interesante es que esto supone la aceptación de que toda disputa acerca de la identidad se hace sobre la base de cierta normatividad histórica constitutiva de lo cual se sigue, aunque parezca una obviedad, que la deconstrucción se hace siempre sobre lo construido. En términos más precisos, la diferencia sexual es falsa descriptivamente, pero su instauración a través de la lógica performativa del discurso es un dato ineludible. Todo intento de transformación, debe partir de esa base. Esto es claramente reconocido por Butler cuando afirma:

El “sexo” siempre se produce con una reiteración de normas hegemónicas. Esta reiteración productiva puede interpretarse como una especie de performatividad. La performatividad discursiva parece producir lo que nombra, hacer realidad su propio referente, nombrar y hacer, nombrar y producir. Paradójicamente, sin embargo, esta capacidad productiva del discurso es derivativa, es una forma de iterabilidad o rearticulación cultural, una práctica de resignificación, no una creación ex nihilo. (Butler, 1993: 162-163).

Se sigue de aquí que Butler debe recurrir a la noción de iterabilidad derridiana para poder justificar que si bien las condiciones históricas hacen que la emancipación deba provenir de este sujeto ficcional que construyó el discurso moderno, es posible, desde allí, establecer una estrategia de desestabilización de la norma. Esto tiene que ver con que para Butler, el aspecto ilocutivo no se instaura en un acto único. Así, como forma de denuncia a aquella diferencia sexual que no es más que el sedimento cristalizado de una inmensa cantidad de repeticiones, Butler propone pensar el ser del sujeto como un verbo y no como un sustantivo pues es el lenguaje el que nos obliga a pensar en términos de sustancia. Dicho esto, la propuesta de Butler pasa por una acción que se torne repetición paródica: realizar una performance, actuar el género, actuar el sexo como una parodia, reapropiarse de los significan164

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tes para resignificarlos. Esto sólo puede ser posible una vez que Butler hace suya la noción derridiana de iterabilidad, esto es: las repeticiones nunca son repeticiones de lo mismo puesto que cada intento de actuar lo mismo aporta una diferencia que hace que todo acto sea irrepetible53. Esta pequeña diferencia, que no supone una jerarquía propia del pensamiento platónico del modelo y la copia, es la que en sucesivas repeticiones puede aportar un cambio sustancial y es lo que puede operar como un acto, a la larga, liberador y transformador.54 Probablemente, esta idea le debe bastante a la expuesta por Borges en “Pierre Menard, autor del quijote”, donde el personaje del cuento se propone transcribir el texto de Cervantes palabra por palabra sin incurrir en un plagio, algo que sólo resulta posible en la medida en que se concibe que una obra nunca está terminada sino que recibe continuas resignificaciones según el lector de cada época. Pierre Menard, parece así un candidato a ser el sujeto de la subversión paródica de Butler. Alguien que hace lo mismo pero diferente y donde no hay más que contextos sin sujetos.

La noción de iterabilidad le sirve a Butler para reflexionar también acerca de los discursos del odio racistas y para encarar la performatividad del discurso de la pornografía que acaba subordinando a las mujeres y el cual, como todo discurso discriminatorio, estaría avalado por la no sanción por parte del Estado. Para profundizar sobre la controversia en torno al discurso de la pornografía y el modo en que afecta a sus destinatarios, ver Mac Kinnon (1993) y Butler (1997). 54 Butler entiende que la utilización de la iterabilidad derrideana la distingue del punto de vista de Foucault: “Foucault caracteriza la ley lacaniana como performativa jurídica: ‘habla y esa es la norma’; esta ley es ‘monótona y está aparentemente condenada a repetirse’. Aquí Foucault supone que esta repetición es una repetición de aquello que es idéntico a sí mismo. De modo que Foucault entiende que las acciones performativas y repetitivas de la ley lacaniana producen sujetos uniformes y homogéneos; los sujetos normalizados de la represión (Butler, 1993: 48). 53

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La protección en el mientras tanto de la parodia Como se indicó a lo largo de este trabajo, la noción de performatividad tal como fue planteada originalmente por Austin ha sufrido una serie de críticas que han puesto énfasis especialmente en aquellos presupuestos modernos, esas trampas del lenguaje que llevan a considerar que detrás de todo acto hay un sujeto, una conciencia y una voluntad. Esto fue especialmente lo que señaló Derrida y que resultó central para la interesante propuesta de Butler en torno a las posibilidades que lo performativo puede tener para una estrategia emancipatoria contra la matriz heterosexual. Sin embargo, hay en Butler un interés explícito en desembarazarse de lo que se presentó aquí como los dos extremos del debate al interior del feminismo, esto es, la corriente que presenta que hay un aspecto distintivo de la mujer fundado en la especificidad objetiva de las diferencias morfológicas, y la tradición del constructivismo lingüístico radical que indica que no existe ninguna materialidad independiente del lenguaje. Fue así que Butler, en la búsqueda del sujeto que pueda subvertir el orden, se sirvió de la noción lacaniana del afuera innombrable y constitutivo de todo discurso para depositar allí a esos cuerpos abyectos que desde la frontera buscarán desestabilizar lo dado. El punto aquí es, ya que Butler evidentemente está pensando en una teoría con fines prácticos anclada en el horizonte más o menos preciso del siglo XXI, cómo podría llevarse adelante esta irrupción de lo abyecto. De hecho, recuérdese que existe un claro reconocimiento de que todo intento transformador debe partir de la base sedimentada de signos de un discurso jurídico para el cual resulta imposible poder pensar sin remitirse a una noción de agencia, responsabilidad, y sujeto. De esta manera, la repetición paródica con el fin de dar nuevos sentidos no parece alcanzar para explicar la forma en que el derecho podría acoger esta novedad. Si bien resulta claro que Butler, como buena parte del pensamiento feminista, denuncia al derecho en tanto reproduciría la lógica patriarcal y heterosexista, resulta de un nivel de abstracción imperdonable soslayar lo que sucedería en el mientras tanto de las repeticiones paródicas. En otras palabras: ¿qué 166

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tipo de protección tendrían estos cuerpos ininteligibles? Aun tomando en cuenta el ejemplo de Herculine en el que se mostró que la norma produce y obliga a los cuerpos a que se acomoden a ella, con todo, existen protecciones básicas que, como se indicaba en capítulos anteriores, son un logro de la modernidad. De hecho, parecen haber logrado mayor visibilidad aquellos movimientos de minorías que han intentado una igualación de derechos, es decir, un reconocimiento dentro de las normas vigentes las cuales debieron acomodarse a la reivindicación de estos grupos. En este sentido, que el artículo constitucional acerca del matrimonio en Argentina haya modificado la cláusula “hombre y mujer” por “contrayente” parece un ejemplo donde más que parodia hubo una disputa que se dio tanto en el orden cultural como en el institucional. Estos grupos minoritarios tuvieron que jugar el juego que el sistema les proponía, con reglas que suponen que la visibilidad se da sólo a través de un agenciamiento puesto que no hay derechos sin sujeto, y, en algún sentido, quizás no profundamente radical, pudieron modificar el orden de cosas. Más difícil resulta pensar las consecuencias que podrían traer aparejadas un aluvión informe e ininteligible de cuerpos abyectos. No porque el status quo presente una panacea para ellos sino porque la opción de una política des-agenciada puede ser una posibilidad teórica pero una incógnita en la práctica. Sobre este punto, se profundizará al final de este trabajo.

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CAPÍTULO 7 LAS FICCIONES EN EL DERECHO Y SUS IMPLICANCIAS EN LA DISCUSIÓN SOBRE LA PROTECCIÓN DE LAS MINORÍAS

La utilización de la noción de performatividad por parte de Butler, como ya se vio, abre una serie de posibilidades a las teóricas del feminismo y sus derivaciones son múltiples. Así, parece haber coincidencia en cuanto a que resulta necesario deconstruir las nociones modernas que establecen como datos naturales y objetivos la idea de que existen cuerpos sexuados con determinadas funciones y que a su vez éstos son receptáculos de una conciencia individual perfectamente delimitada. Sin embargo, en los dos últimos capítulos, se hizo frente a lo que parece ser, si no un callejón sin salida, un espacio de perplejidad puesto que en caso de disolver la noción de sujeto de derecho que ha permitido, al menos en Occidente y dentro de los sistemas jurídicos liberales, acceder a una igualación de derechos, se corre el riesgo de debilitar al colectivo minoritario sea mujer, gay o indígena. Como se verá, esta perplejidad será resuelta a partir de la idea de un esencialismo estratégico que desde el punto de vista de este libro puede ser rescatado y utilizado con buenas perspectivas. Asimismo, se considerará aquí que la posibilidad de un cambio sustancial en el status de las minorías tiene que ver con una batalla en el marco 169

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de las instituciones de la época, con particular énfasis en el derecho, por las razones que se expondrán en los capítulos que siguen. En este punto, resultará clave, apoyado sobre la base de las posibilidades que la noción de performatividad permitió, tematizar la noción de ficción en el derecho para así evaluar las posibilidades que se le abren a las propuestas transformadoras de la identidad para instalar su punto de vista en un marco institucional. Retomando la idea de que los derechos, sean colectivos o individuales, no responden descriptivamente a una ontología de manera tal que la adjudicación de éstos sea parte de una relación de correspondencia entre las afirmaciones del derecho y la realidad, en este capítulo se intentará profundizar la propuesta en el marco de una teoría anti-representacionalista que entiende que el lenguaje en general, y el lenguaje del derecho en particular, antes que hacer referencia a una realidad objetiva y dada, actúa performativamente sobre aquello que se considera mundo exterior. La noción de lo performativo, como se indicaba en el capítulo anterior, fue introducida por Austin en aquellas conferencias que fueron publicadas bajo el nombre Hacer cosas con palabras y en la actualidad son varios los pensadores que incluso desde tradiciones diversas, como ser lo que se da en llamar “izquierda lacaniana”55, se basan en tal noción para dar cuenta del complejo fenómeno de la construcción de identidades. De todos estos autores, como se indicó anteriormente, interesaba en particular el caso de Judith Butler quien problematizó la noción de derechos de las mujeres tomando como eje central la performatividad del lenguaje y la controversia en torno a la agencialidad y al sujeto pasible de obtener derechos. Pero la idea de que el lenguaje del derecho construye los sujetos a los cuales refiere es vicaria de una teoría del lenguaje que

Se puede englobar bajo esta denominación a Butler, Laclau, Mouffe y Zizek entre otros. Para profundizar en esta línea existe el muy buen trabajo de Stavrakakis (2007). 55

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se intentará exponer aquí y que en el ámbito de lo jurídico puede ser rastreada a partir de la tradición que se encargó del problema de las ficciones en el derecho. Dicho de otra manera, una teoría anti representacionalista que pueda pensar al lenguaje como performativo debe tematizar la plausibilidad de la separación clásica entre un lenguaje literal y uno metafórico pues de allí se sigue que un tipo de sentencias describan la realidad y otro no. En este sentido, es propósito de este capítulo desarrollar los principales argumentos de aquellos pensadores del carácter ficcional del derecho de manera tal de dejar el terreno limpio para una propuesta en la que se pueda avanzar en la ampliación y la inclusión de derechos a hombres y mujeres con diversas identificaciones y pertenencias.

Las ficciones en el derecho Si bien la cuestión de las ficciones podría incluirse en la discusión célebre entre lo que es y lo que aparece, entre lo verdadero y lo falso, o entre lo literal y lo metafórico, es necesario dirigirse a pensadores mucho más cercanos en el tiempo para profundizar la particularidad de lo ficcional. En esta línea, recién a comienzos del siglo XX se encuentra un estudio con pretensiones totalizadoras acerca de las ficciones.56 Se

Antes existieron elaboraciones más generales acerca de la relación entre verdad y falsedad que obviamente incluían a la ficción como una de las formas de esta última a tal punto que muchas veces era difusa la diferenciación entre una serie de categorías que en el mundo contemporáneo tienen una especificidad. Un ejemplo es la famosa discusión en torno a la expulsión de los poetas en República y si bien Aristóteles fue menos taxativo con la ficción y resaltó, por ejemplo, la utilidad catártica de la misma, resulta claro que en la antigüedad sería impensable encontrar perspectivas que pudieran vincular de algún modo a la ficción con el proceso de conocimiento y de llegada a la verdad. 56

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trata del trabajo de Hans Vaihinger publicado en 1911 cuyo título resulta lo suficientemente descriptivo: La filosofía del ‘como si’. Este alemán, quizás más conocido por ese breve artículo que Kelsen (1919)57 le dedicara, se inscribe en la tradición de los nominalistas ingleses que deriva en el pragmatismo del siglo XIX y XX para realizar una reconstrucción encomiable acerca de cómo las ficciones se encuentran presentes en los diferentes ámbitos de la vida, y son centrales en todas las disciplinas científicas. Hay ficciones en el derecho, quizás el ámbito donde más rápidamente se ha tomado conciencia de la utilidad de las mismas, pero también existen ficciones en la matemática y en las ciencias naturales, esto es, aquellas disciplinas que aparentemente serían dependientes del tribunal de los hechos. Vaihinger intenta enumerar y clasificar los diferentes tipos de ficciones entre las cuales aparecen varias nociones cercanas cuya especificidad podría obviarse a los fines de este trabajo. Se encuentran, entonces, las semificciones de las “clasificaciones artificiales” cuyo ejemplo saliente sería la categorización que crea Linneo para dividir el sistema natural y que poco tiene que envidiarle a la hilarante e informe propuesta de la Enciclopedia china de Borges (1952) que sirvió de inspiración a Foucault en Las palabras y las cosas. Lo mismo sucedería con lo que podría traducirse como “ficciones de sesgo” para identificar aquellos recortes arbitrarios que todo punto de vista realiza acerca de lo real. En este sentido, Vaihinger menciona la forma en que Adam Smith hace hincapié en el aspecto egoísta del Hombre en detrimento de “la buena

Más allá de que, como se verá a continuación, existen claramente diferencias entre uno, el giro en torno a la naturaleza de la Norma Fundamental sólo puede entenderse a la luz de la propuesta de Vaihinger. En palabras del propio Kelsen: “La norma básica de un orden jurídico o moral […] no es ninguna norma positiva, sino sólo pensada, o sea una norma fingida […] Como tal es una ficción auténtica o “propia” en el sentido de la filosofía del “como si”, de Vaihinger, que se caracteriza no sólo por el hecho de que contradice la realidad, sino que es en sí misma contradictoria” (Ver Marí, 2002: 357). 57

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voluntad”. Si se dejan de lado estas ficciones que bien podrían equipararse a aquella figura retórica de la sinécdoque, Vaihinger reserva un capítulo para las ficciones Tipo, Esquemáticas, Paradigmáticas y Utópicas. Primas hermanas de las anteriores, este tipo de ficciones pretenden, antes que ocultar una parte, más bien des-ocultar el esqueleto que sostiene lo real (ficciones esquemáticas); crear experimentos mentales para evaluar determinadas circunstancias que difícilmente puedan darse en la realidad (ficciones paradigmáticas); funcionar como ideales regulativos en el sentido de los modelos ideales de República de Platón, Utopía de Moro, o La Ciudad del Sol de Campanella (ficciones utópicas); o la construcción de tipos ideales que sirvan de referencia para comparar los organismos particulares (ficciones Tipo). También existen ficciones simbólicas (analógicas) que Vaihinger encuentra en Schleiermacher, Fichte y Hegel entre otros, o la característica función del derecho, esto es, la ficción de subsumir un caso particular a una regla general. Asimismo, no debe dejarse de soslayo la hipostatización, esto es, personificar, dotar de voluntad a determinadas entidades para interpretar sus movimientos análogamente a los de un ser humano. Ejemplos en este sentido van desde la Idea y la astuta Razón hegeliana, pasando por el secreto plan de la Naturaleza de Kant, hasta la euforia y las depresiones que sufren los Mercados. A esto deben sumárseles las ficciones heurísticas, las ficciones prácticas como las de “la libertad” y otros ejemplos muy cercanos a los mencionados.58 Sin embargo, esta auto adscripción a la tradición de Occam, Berkeley y Hume tiene sus límites pues su punto de vista, que él denomina “ficcionalismo”, aun teniendo mucho en común con el pragmatismo, posee una diferencia importante: mientras para el

En un apéndice titulado “Nietzsche und seine Lehre von bewusst gewollten Schein” (La voluntad de ilusión en Nietzsche) agregado a la segunda edición de 1913 de La filosofía del ‘como sí’, Vaihinger realiza un análisis exhaustivo de los diferentes pasajes en los que Nietzsche denuncia buena parte de las ficciones que son sistematizadas en su libro. 58

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pragmatismo lo que es útil en la práctica se convierte en verdadero en la teoría, el ficcionalismo de Vaihinger afirma que una idea teóricamente falsa puede ser útil en la práctica. Si bien no se puede obviar que el punto de vista de Vaihinger podría generar escándalo en una época en la cual el positivismo lógico era dominante, parece necesario matizar en parte la radicalidad de su propuesta. En este sentido, podría decirse que la contracara de esta monumental reconstrucción de los diferentes tipos de ficciones que atraviesan el conocimiento del mundo, no deriva necesariamente en un escepticismo cognitivo ni en la negación del lenguaje como instrumento para alcanzar lo real. De hecho, podría decirse que la cara oculta de la afirmación “existen ficciones” es “existe la Verdad”. En este sentido, la ficción ocupa junto al error y a la mentira el ámbito de lo “no real”, lo “no verdadero”. Sin embargo, la ficción tiene una especificidad que la hace por demás interesante pues sería trivial construir una teoría cuyo principio general indicase simplemente que hay errores y mentiras en las diferentes ciencias. La ficción no es un error porque la ficción es consciente de su no correspondencia con lo real y tampoco es una mentira porque en ningún momento intenta engañar haciéndose pasar por una verdad. En este sentido, la forma lingüística “como si” está dando a entender que se va a referir a una entidad que no tiene una correspondencia empírica pero que se utiliza por alguna razón. Esta “alguna razón” será central para el desarrollo que se intentará seguir aquí pues, cabe preguntarse, qué sentido tiene la utilización de falsedades conscientes59. Dicho de otra manera, y dado que es

Vaihinger, una vez más, rastrea en Nietzsche esta clave de la ficción que será su carácter de “falsedad consciente”. Sin embargo, la tematización de las ficciones realizada por el autor de Humano demasiado humano merece ser desagregada. En esta línea Vaihinger encuentra que en los escritos de juventud de Nietzsche, la utilización de la ficción o ilusión parecía restringida al arte, algo que cambia en el período de escritos póstumos de su período juvenil para abarcar el campo del conocimiento en general. Es allí donde se empieza 59

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posible que este tipo de utilizaciones den lugar a mal entendidos, ¿no sería más razonable eliminar de cuajo este tipo de figuras? Varias respuestas podrían darse a esta pregunta: la primera, la cual se examinará más adelante, podría, bajo una concepción particular del lenguaje, indicar que es imposible eliminar este tipo de figuras puesto que son constitutivas de la forma en que los humanos representan lo real. Es más, podría decirse que desde este punto de vista y en la medida en que nunca el lenguaje puede representar la realidad tal cual es, la diferencia entre lo verdadero y lo falso debe vincularse más bien a la memoria y a la conciencia, es decir, será verdadero todo concepto del cual se haya olvidado su origen ficcional y será falso todo concepto del cual se tenga conciencia de su imposibilidad de fidelidad representacional. Pero esta respuesta no sería la de Vaihinger, dado que no hay en su pensamiento una teoría del lenguaje en la cual se afirme que originalmente todo lenguaje fue ficcional y sólo la costumbre “convirtió” en verdaderas y literales determinadas proposiciones. Más bien lo que él respondería es que si bien es posible hallar un lenguaje que represente la realidad tal cual es, las ficciones no deben eliminarse pues éstas pueden resultar útiles en el camino hacia la verdad. De hecho éste es el punto que más valoriza Kelsen de la propuesta de Vaihinger. En este sentido, lo que el autor de la Teoría pura del derecho rescata es que en la propuesta del pensador del “como si”, la ficción no aparece circunscripta al

a vislumbrar que para Nietzsche la ficción es constitutiva del modo en que los hombres aprehenden lo real. Luego habría un segundo período caracterizado por cierta tensión probablemente fruto de las incoherencias o imprecisiones de la pluma nietzscheana en la que conviven una suerte de crítica a la necesidad de utilización consciente de la falsedad con el modo en que Nietzsche hace referencia explícita a las ficciones propias de las matemáticas, de las ciencias naturales en general e, incluso, de categorías centrales para la política y la filosofía, como libertad, sujeto y ser. Esta última línea se profundiza en lo que sería un tercer período que incluye especialmente escritos póstumos de adultez donde Nietzsche se inclinaría por la reivindicación de la utilización consciente de la ficción y de la utilidad de las mismas (Vaihinger, 1913).

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campo de lo artístico indiferente a cualquier pretensión de verdad. Más bien, todo lo contrario, es decir, lo que Kelsen resalta es que la concepción de la ficción en Vaihinger apunta a darle a ésta un valor cognitivo (Ver Kelsen, 2003). Para Vaihinger, entonces, la razón por la que tiene sentido mantener una ficción es su utilidad. Así, es la ficción inútil la que correría el destino de los errores y de las mentiras. A tal punto Vaihinger no pone en tela de juicio la noción de correspondencia con lo real que afirma que las ficciones deben ser siempre temporarias. Ninguna ficción que se eterniza puede ser defendible. Sólo aquella que opera como una suerte de transición hacia la verdad se transforma en útil.60

Una ficción es un arbitrario desvío de la realidad, un punto de transición para la mente, un lugar temporario de detención del pensamiento. Lo que distingue básicamente a una ficción es el expreso reconocimiento de su carácter de tal, la ausencia de cualquier reclamo de realidad. En las ficciones el pensamiento comete errores deliberadamente. Pero se trata de un error especial: consciente, práctico y completamente fructífero. Cada ficción debe justificar en sí misma el servicio que presta, el papel que cumple. (Marí, 2002: 305).61

Empiezan a vislumbrarse aquí las dificultades respecto a tomar, sin más, la visión de Vaihinger para aplicarla a la problemática de los derechos. Pensar que los sujetos de derechos pueden ser, al principio, determinados a través de una ficción cuyo sentido es una transición hacia una verdad supondría quedar presos del ideal representacional. ¿Qué espacio quedaría para el nuevo sujeto que intenta construir el feminismo crítico si el límite de esa ficción, al fin de cuentas, chocará con la “realidad objetiva” del cuerpo “mujer” en tanto receptáculo de los derechos liberales y occidentales? 61 Sobre este punto, Kelsen discrepa amparado en que la ficción puede pensarse tanto como una contradicción con la realidad natural como con el derecho entendido como objeto de una ciencia jurídica. En este sentido, considera que las ficciones del derecho no son provisionales sino definitivas. Este carácter definitivo de la ficción es el que lo lleva a afirmar que no deben admitirse las ficciones jurídicas (de la legislación y la aplicación) en el derecho (Ver Kelsen, 2003: 43-46). 60

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Un elemento de apoyo a la afirmación precedente por la cual se indicó que Vaihinger en ningún momento renuncia a una idea de verdad, la da uno de los ejes centrales de su libro, esto es, la distinción entre ficción e hipótesis. Así, en el capítulo XXI de La filosofía del ‘como si’, Vaihinger afirma que la hipótesis se encuentra dirigida hacia la realidad, tiene la pretensión de coincidir con el mundo externo y allí tienen su valor. En otras palabras, una hipótesis científica tiene sentido en la medida en que pueda pasar el test del tribunal de los hechos, esto es, en la medida en que pueda verificarse (Vaihinger, 1911: 85). En cambio, la ficción es una construcción sin pretensiones de verificabilidad. Se asume que no hay nada en el mundo que pueda corroborar el contenido de la ficción. Sin embargo, suponer que determinado aspecto de lo real puede pensarse como si fuese otra cosa, es uno de los mecanismos más útiles para llegar a lo que la realidad definitivamente es. Hobbes no creía que tras salir del estado de Naturaleza para ingresar al campo jurídico, los hombres de carne y hueso firman un pacto por el cual crean una bestia marina llamada Leviatán; tampoco un matemático espera encontrarse con una recta o un círculo perfecto en la mesa real de su cocina ni Adam Smith teme que una mano invisible le birle la billetera de su bolsillo al ingresar al mercadito del barrio; menos que menos, los biólogos o los físicos serios debieran creer que los términos con que se refieren a lo real tiene pretensión de hallar correspondencia. Pero en todos los casos, tales construcciones teóricas son útiles para intentar asir y clasificar la realidad. Para dejar bien en claro la distinción, es ilustrativa la oposición que maneja Vaihinger entre el descubrir y el inventar. La hipótesis tiene un objetivo teórico que es el de establecer relaciones causales entre los fenómenos. En este sentido, una hipótesis corroborada podría denominarse un descubrimiento, quita el velo sobre algo que “estaba allí”, en el mundo. La ficción, en cambio, no quita el velo de nada. No pretende ser la manifestación de una ontología escurridiza. La ficción no descubre; la ficción inventa. De aquí que Vaihinger afirme que las hipótesis deben “verificarse” y las ficciones “justificarse” en el sentido de dar cuenta de la razón por la que se la utiliza62. 177

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En resumen, Vaihinger otorga a la ficción 4 características que podrían sintetizarse del siguiente modo: la primera tiene que ver con la violencia. La ficción es violenta porque somete lo real a la forma de la ficción. Intenta hacerlo encajar cuan “Lecho de Procusto” en su “como si”; en segundo lugar, como se acaba de indicar, la ficción es transitoria; en tercero, una ficción de la cual no se tenga conciencia no puede denominarse como tal; y, por último, toda ficción debe justificarse en un sentido utilitario. Si no es útil, es preferible no arriesgarse a la posibilidad de un error.

Bentham y la ficción como un problema del lenguaje Si bien el libro de Vaihinger es de lectura obligatoria para cualquiera que se interese en la problemática de las ficciones, existe un elemento central que el alemán parece haber pasado por alto: el rol decisivo del lenguaje. En otras palabras, si bien Vaihinger parece dar un paso hacia la problemática del lenguaje cuando analiza en su capítulo XXII la forma lingüística de la ficción, distintos comentadores aciertan en la afirmación de que no existe en Vaihinger una teoría del lenguaje robusta y explícita que funcione de soporte de sus avances en torno a la ficción (Ver Marí, 2002 y González Piñeiro, 2005). Es ante esta carencia que no resulta casual que se deba retroceder algunas décadas en el tiempo para detenerse en el punto de vista de Jeremy Bentham pues en su prolífica obra (reunida en aproximadamente 70 volúmenes) es posible recuperar aspectos relevantes a la hora de analizar las ficciones.

Contra el uso de ficciones en el derecho está la postura del realismo jurídico de Alf Ross quien cita a Vaihinger para mostrar que la definición de ficción como suposición conscientemente falsa es contradictoria. Para Ross si la ficción es una proposición que ha sido aceptada conscientemente se caería en la paradoja de que alguien considera que una misma proposición es falsa y verdadera a la vez. Sobre la postura de Ross, ver Ross (1971); Marí, (2002); Kelsen, Fuller y Ross (2003). 62

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En primer lugar, es necesario, como indica Marí, hacer una distinción entre un primer y un segundo Bentham. El primero es aquel que en Fragmento sobre el Gobierno define a la ficción como un pestilente aliento, una sífilis, un juguete para niños o un taimado diablo (Marí, 2002: 287). Sin embargo, esta guerra frontal contra la ficción debe circunscribirse al contexto particular de la disputa con uno de los juristas más importantes de la época: William Blackstone.

Blackstone sintetizaba, entre otras especulaciones, la ficción política de Los dos cuerpos del Rey. Divulgada por los juristas ingleses a partir de la época de los Tudor, el texto de Blackstone insistía en el hecho de que el Rey, como persona privada, estaba sujeto a enfermedades, a la vejez y a la muerte. Como persona pública, en cambio, “el Rey nunca muere”. (Marí, 2002: 285)

De aquí emergía un absolutismo ejercido no por un Estado abstracto, ni por una idea abstracta del derecho como en la alta Edad Media, sino por una ficción fisiológica que no parece haber encontrado paralelo alguno en el pensamiento secular. La descripción fantástica y sutil de Blackstone completaba la ficción de que el rey es inmortal porque “legalmente” no puede morir –o no puede ser menor de edad– con la no menos sorprendente de que “no solamente es incapaz de errar, sino que ni siquiera puede pensar mal, o concebir una acción indebida: en él no cabe ni la locura ni la debilidad” (Marí, 2002: 285). Dicho esto se puede comprender cómo, para este primer Bentham, la ficción era repudiable en tanto resultaba funcional para justificar el statu quo al que el pensador utilitarista tanto criticaba. Por otra parte, al menos en un primer vistazo impreciso, en la disputa entre iusnaturalismo y positivismo, la ficción, en tanto irreverente frente al tribunal de los hechos, pareciera estar moviéndose con mayor holgura dentro de los parámetros de los pensamientos de los defensores de la idea de que el derecho debe estar subsumido a la moral. 179

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En este contexto puede observarse que, siguiendo la tradición positivista que tuvo su punto sobresaliente en los desarrollos del neopositivismo a comienzos del siglo XX, este primer Bentham interpreta a las ficciones como una de las formas de engaño a las que habitualmente somete el lenguaje y a la que se debe eliminar si se pretende hacer una verdadera ciencia.63 Sin embargo, como se indicaba algunas líneas atrás, también es posible hablar de un segundo Bentham en el cual la ficción resulta rescatada y alcanza otro valor. Este cambio, extrañamente, no ha sucedido a partir de algún momento particular de su elaboración en la cual habría renegado de su punto de vista anterior. Más bien se fue dando entremezcladamente con los textos más críticos de manera tal que no sería descabellado afirmar que los vaivenes de Bentham respecto de la ficción tienen bastante que ver con el interlocutor de las polémicas en las que éste se embarcaba. Dado que la transformación no puede precisarse cronológicamente parece más adecuado hablar de “Bentham” y “el otro Bentham” aun a riesgo de sugerirle subrepticiamente al lector un principio de esquizofrenia. Este “otro Bentham” es el que aparece, por ejemplo, en la edición que realizó Charles Kay Ogden la cual recopila fragmentos de los once volúmenes en los que Bowring, discípulo de Bentham, había compilado los escritos de su maestro. Esta obra póstuma de Bentham, editada por Ogden en 1932, lleva como título Teoría de las ficciones y allí se puede observar cómo encara la problemática de la ficción a partir de su teoría del lenguaje, algo que, quizás paradójicamente, lo acerca al punto de vista de Vaihinger por el cual la ficción es un escalón indispensable en nuestro camino hacia un lenguaje complejo acorde a la realidad. Como bien indica González Piñeiro (2005), en uno de los estudios introductorios a la edición castellana de esta obra, no re-

Para un análisis exhaustivo de las diferentes tradiciones y escuelas que niegan el papel cognitivo de la ficción, ver Olivier, 1975. 63

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sulta casual el interés de Ogden por el punto de vista benthamiano pues, aunque resulte extemporáneo, el compilador estaba tras las huellas de la construcción de un lenguaje filosófico universal para lo cual, claro está, hace falta estar apoyado en una teoría del lenguaje robusta.

El rasgo peculiar y distintivo del conjunto de estos trabajos, en lo que alude a nuestro problema es que, contrastados con el nivel anterior, no se niega aquí ya la necesidad de las ficciones. A la base de todo el fundamento del lenguaje humano, real o posible, está la distinción entre los nombres de entidades reales y los nombres de entidades ficticias. Los primeros, se vinculan con lo real mediante conceptos simples. Los segundos designan indirectamente a los primeros y, según su relación, deben clasificarse de términos ficticios de primero, segundo y tercer grado […] Las ficciones son ahora significados complejos cuya autoridad de empleo Bentham no niega aunque denuncia, cuando cupiere, su eventual confusión con las entidades reales. Son productos nominales del lenguaje, y ningún lenguaje puede prescindir de ellas. Es al lenguaje y sólo a él al que deben su existencia. (Marí, 2002: 300-301)

En lo que a este trabajo compete, si bien se volverá sobre este asunto, cabe indicar que Bentham piensa a los derechos como un tipo de ficción pues para éste, las entidades reales o ficticias se denominan por medio de un sustantivo de manera tal que existe la posibilidad de que se pueda interpretar como real algo que es ficticio. De este modo, en una afrenta directa a la realidad que observan los defensores iusnaturalistas en los derechos naturales del Hombre, Bentham denuncia que las entidades derechos son creadas por un factor lingüístico. Esta afirmación, sin duda, abre la puerta hacia una necesaria elaboración acerca de en qué sentido puede afirmarse que una 181

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de las características del lenguaje es crear los objetos a los cuales se refiere y nos traslada a la ya mencionada teoría de la performativos de Austin. Sin embargo cabe hacer énfasis en un punto más que permitirá ingresar en la teoría más radical de separación entre lenguaje y realidad, esto es: Austin, finalmente y más allá de la revolución que produjo su noción de performatividad en el contexto en que el positivismo lógico parecía ganar la partida, sigue considerando, al fin de cuentas, que, si bien existen enunciados realizativos, de ello no se sigue el fin de la capacidad del lenguaje para describir. Así, para Austin sigue existiendo un ámbito para lo literal y, con ello, para la noción de verdad por correspondencia entre lenguaje y realidad. Es este el punto en el que, a continuación, se hará hincapié.

El lenguaje como ilusión: el escepticismo radical de Fritz Mauthner Enmarcado en el espíritu del positivismo lógico de las primeras décadas del siglo XX, Wittgenstein menciona a un pensador no del todo conocido que desarrolló una teoría crítica del lenguaje. Con la precisión que caracteriza al Tractatus, Wittgenstein, en una de las definiciones de lo que él entiende por filosofía, menciona una vez a Fritz Mauthner con una sentencia que no parece dar lugar a dudas: “Toda filosofía es crítica del lenguaje, pero no, por cierto, en el sentido de Mauthner” (Wittgenstein, 1921, 4.0031). Wittgenstein se refería especialmente a una de las obras de este versátil pensador de origen checo que fue también escritor, periodista y hasta actor. Se trata de su Contribuciones a una crítica del lenguaje, publicado en 1901-1903. A ojos actuales, Mauthner podría ser descrito como el antecedente de un deconstructivista posmoderno, o un seguidor de la escuela sofística del escepticismo radical. En esta línea, como bien indica Marí, lo que Mauthner hubiera dicho en caso de haber leído Tractatus, sería que se “trata de la propuesta de un ocioso fanático del orden del lenguaje que correlaciona nombres con objetos” (Marí, 2002: 160). 182

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No casualmente, un lector de Mauthner como Jorge Luis Borges, quien, desde el punto de vista de quien escribe, bien podría ubicarse en la línea de un escéptico respecto a la posibilidad de que el lenguaje describa lo real, escribe ese maravilloso fragmento titulado “Del rigor en la ciencia” donde podría interpretarse que se intenta dejar en ridículo la pretensión del primer Wittgenstein de hallar un lenguaje que sea una pintura de la realidad bajo el presupuesto de que debe haber una similaridad estructural entre las proposiciones básicas y los hechos atómicos del mundo.

Con el tiempo […] los colegios de cartógrafos levantaron un mapa del imperio, que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al Estudio de la Cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas. (Borges, 1960: 119)

Sin embargo, curiosamente, Mauthner fue rescatado del olvido por la crítica, justamente, a partir del giro de Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. La idea de hacer hincapié en el uso del lenguaje y la noción de juego bien puede acercarse al punto de vista de Mauthner puesto que con elementos del nominalismo y el ficcionalismo llama a liberarse de la tiranía de las palabras para demoler el optimismo neopositivista. Claro que Mauthner va un paso más allá y partiendo de que todo lenguaje es individual infiere de allí que la comunicación es imposible: las percepciones del dolor, de los colores etc., son estrictamente propias y no hay garantía de que la abstracción llamada lenguaje represente y sea capaz de comunicar con precisión esas sensaciones. En esta línea, y en clave Nietzscho-stirneriana, Mauthner indica:

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Aquello que sostienen, no solamente el cura y el pueblo acerca del lenguaje, lo que sobre él escriben casi todos los lingüistas, uno tras otro, esto es, que el idioma sea un instrumento de nuestro pensar (un admirable instrumento, además) me parece una Mitología. Según esta representación, aún hoy comúnmente aceptada, está sentada en un lugar cualquiera del cauce del lenguaje una divinidad, figura de hombre o de mujer, el llamado “Pensar”, y domina bajo las inspiraciones de una divinidad análoga, la Lógica, sobre el lenguaje humano, con la ayuda de una tercera divinidad sirviente, la Gramática. Yo lo tendría como el más orgulloso resultado de mi investigación si pudiera convencer a la humanidad de lo falso e inútil de estas 3 divinidades, pues el servicio de los dioses falsos exige siempre sacrificios y, por consiguiente, es nocivo. (Mauthner, 1901-1903: 35-36)

Caídos los falsos dioses, lo que queda es la inconmensurabilidad, la indeterminación y la arbitrariedad de toda clasificación como muestra maravillosamente también Borges en el ejemplo de la clasificación de los animales en “El idioma analítico de John Wilkins”. En esta línea, Mauthner, en un pasaje que recuerda el ejemplo del “gavagai” de Quine, lo dice así:

Si la interrogada expresión “mano”, significa mano derecha o dedos, cinco dedos, cinco, o Yo juro, o suplico paz, o te quiero matar, etc. Esto solamente por un cuidadoso método en preguntar puede saberse; y en la naturaleza de la cosa está, que el sentido de formación de sílabas o formas análogas y que la función de las reglas de sintaxis sean aún mucho más difíciles de averiguar que los vocablos de cosas concretas; y que las abstracciones, a menudo, sean irresolubles por ser las representaciones de un pueblo diferentes a las de otro. (Mauthner, 1901-1903: 50-51)

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El lenguaje se muestra así como una mera ilusión y su pretensión descriptiva es denunciada casi burlonamente. La metáfora pictórica tan utilizada desde el Crátilo64 de Platón hasta el Círculo de Viena aparece como arbitraria representación de un afuera inalcanzable.

Nunca podrá ser el lenguaje fotografía del mundo, porque el cerebro del Hombre no es una cámara oscura verdadera y porque en el cerebro se albergan fines, y el lenguaje se ha formado según razones de utilidad. (Mauthner, 1901-1903: 89)

Esta idea del lenguaje como fotografía del mundo es resumida por Marí en las siguientes palabras que le deben mucho sin duda, al ejemplo de Borges citado unas líneas atrás:

Estos, a la manera de pequeños grafitos, constituyen una realidad física por medio de la cual se representan efectivamente imágenes antropomorfas. Los animales, por su parte, no aceptan los dibujos como verdades y, de hecho, la doctrina de que jamás será posible obtener conocimiento alguno por medio de una operación, trabajo o tiranía de las palabras aparecerá más clara si se las compara con los dibujos que ilustran un texto científico. Así, añade, tendríamos por mentecato al individuo que quisiera hacer un viaje de investigación por África, no sobre el terreno sino sobre un mapa. (Marí, 2002: 165)

De hecho, en este diálogo, el personaje Sócrates recurre a la analogía entre la actividad del que nombra y la actividad del que pinta. Ambas son vistas como formas de representación. 64

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Pero en la propuesta de Mauthner aparecen elementos más ricos aún: por un lado, bajo esta concepción, el checo borra el límite de lo literal y descansado en un relativismo profundo afirma que todo acercamiento al mundo desde la palabra, es metafórico. En esta línea se anticipa a una serie de teorías sobre la metáfora65 muy interesantes, algo que puede sintetizarse en la frase “[…] al final, se ha perdido su sentido [el de la palabra] y sin sentido, se la toma en serio” (Mauthner, 1901-1903: 93-94). Esta frase muestra que lo que se considera literal no es más que una metáfora fosilizada por el tiempo, una metáfora que aparece como literal simplemente porque se ha olvidado su origen metafórico. Más allá de estas deficiencias, el lenguaje resulta útil pues, con todas sus dificultades permite algún tipo de imprecisa comunicación. En todo caso, el error está en suponer que el lenguaje es un instrumento del conocimiento. En este punto Mauthner es preciso: circunscríbase el valor del lenguaje como medio artístico pero niéguense sus cualidades cognoscitivas. Si se permite una licencia literaria más, una última referencia a Borges, puede ilustrar la contribución de Mauthner. Se trata de uno de los pasajes más corrosivos y sorprendentes para aquellos optimistas que confían penetrar en el esqueleto del mundo tal cual es a partir del lenguaje, esto es, las líneas en las que Borges describe los fundamentos que se encuentran a la base de los idiomas de Tlön (1944). Podría indicarse que en este cuento Borges no hace más que profundizar la perplejidad a la que puede llevar Mauthner al denunciar que detrás de idiomas como los herederos del griego y el latín, idiomas con fuertes presupuestos sustantivistas, hay una carga metafísica controvertida que no tiene un acceso privilegiado al mundo. Así, que en Tlön haya un idioma cuya base sean los verbos, u otro donde los sustantivos son ficcionales

Para un análisis exhaustivo de la problemática de la metáfora ver el libro de Héctor Palma (2004) 65

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puesto que no son más que la consecuencia de la acumulación de adjetivos, lleva inmediatamente a otro libro de Mauthner cuyo título resulta bastante descriptivo: Las tres imágenes del mundo: ensayo de crítica del lenguaje.

Minorías ficcionales sin correspondencia Llegados a este punto, Mauthner puede dar razones para la perplejidad pero al mismo tiempo deja un terreno fértil para el desarrollo de la hipótesis de este trabajo. En otras palabras, el punto de vista de los teóricos de la ficción e incluso del padre de la noción de performatividad, otorgaba la llave de una puerta en la que su apertura no alcanzaba aún para el ingreso de la problemática de las minorías. Es decir, sostener el carácter performativo del lenguaje del derecho a la par de mantener una distinción tajante entre lenguaje literal y metafórico permite justificar, todavía, una teoría representacionalista de los derechos. De este modo, sería posible determinar objetivamente quiénes son los receptáculos naturales a los cuales el lenguaje de los derechos refiere con pretensión de correspondencia. De sostenerse esta pretensión descriptivista, la performatividad sería limitada pues tendría que desarrollarse siempre dentro de las posibilidades que la realidad le otorga. Es por eso que una propuesta robusta de construcción de identidades y sujetos de derecho debe basarse en un escepticismo respecto de las posibilidades que el lenguaje tiene de asir lo real pues si los hechos acaban siendo un tribunal incontrovertible, cualquier intento de creación de nuevas agencialidades alcanzaría un recorrido demasiado acotado. El escepticismo radical no es explicitado por Butler ni siquiera por Foucault si bien en este caso su pretensión de realizar una “historia de la verdad” y el señalamiento de las fluctuaciones de los espacios de veridicción y los a priori históricos bien parecen contrariar la noción de correspondencia tan cara al sentido común. Sin embargo, desde aquí se considera que sólo la eliminación de la distinción entre lo literal y lo metafórico puede permitir a los teóricos de la performatividad avanzar libremente en un 187

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nuevo lenguaje del derecho que sea capaz de contener las nuevas identidades sin funcionar como un corset y sin forzarlas a ingresar en alguna de las categorías que se presentan como representantes fidedignas de un dato de lo real. Este campo abierto a las posibilidades del lenguaje del derecho, sin duda, conlleva la amenaza del relativismo y el riesgo de que, en pos de mejorar la situación de hombres y mujeres individualmente o grupos específicos se acaben perdiendo los importantes logros conseguidos en lo que a protección y garantías refiere. Este parece el principal desafío pero la propuesta específica en este sentido, será motivo de los capítulos que siguen.

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CAPÍTULO 8 EL CONCEPTO DE PERSONA

Como se dejó entrever anteriormente, llegado este punto parece necesario profundizar la problemática de la ficción en el derecho con una noción que no sólo será útil para ejemplificar con claridad el carácter performativo del derecho sino que, justamente, resulta el elemento nuclear de este trabajo y de lo que aquí se discute. Se trata, claro, del concepto de persona cuya evolución, como se verá más adelante, lo ha hecho coincidir con la noción de sujeto de derecho. Hay acuerdo en cuanto al significado original del término persona y, más allá de que para encontrar un antecedente de su fisonomía actual cabe remontarse al derecho romano, persona es el equivalente a máscara. A pesar de las dudas acerca del origen del término66, parece claro que el sentido que adoptó en el derecho

“It does seem that the original meaning of the word was exclusively that of “mask”. Naturally the explanation of latin etymologists, that persona, coming from per/sonare, is the mask through which (per) resounds the voice (of the 66

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romano lo vinculaba a la máscara del actor griego que servía para amplificar su voz. Sin duda, el sentido común y el habla vulgar equiparan individuo a persona pero la idea de máscara muestra con claridad que la cualidad de persona no es atributo natural de los hombres sino un artificio. En palabas de Kelsen:

Y si la persona, que originalmente había sido creada como un simple recurso mental específico para aprehender el orden jurídico, como un andamiaje frente a éste, es planteada como un ser real, es decir, como una especie de objeto natural, esta ficción acrecentada de la persona significa incluso una contradicción con la realidad natural, lo cual sólo es posible si se rebasan abusivamente las fronteras de una teoría del derecho que se imagina tener como objeto a hechos reales de la naturaleza. (Kelsen, 2003: 28)

De lo dicho se sigue que el hombre con máscara no es idéntico a su cuerpo biológico individual sin máscara. Es “algo más”. El punto aquí, claramente, es ver si ese “algo más” no coincidente estrictamente con la naturaleza biológica, es un artificio que puede estar al alcance de todos los hombres. De no ser así, habrá que interrogarse acerca de cuáles son los requisitos para alcanzar esa máscara y, por supuesto, indagar cuál es el sentido que ésta ha tomado desde el punto de vista del derecho romano. Como se

actor) is a derivation invented afterwards[…] In reality the word does not even seem from a sound latin root. It is believed to be Etruscan origin, like other nouns ending in “na” […] Meillet and Ernout´s Dictionnarie Etymologique compares it to a word farsu, handed down in garbled form, and M. Benveniste informs me that it may come from a Greek borrowing made by Etruscans “perso”.Yet it is the case that materially even the institution of masks, and in particular of masks of ancestors, appears mainly to have had its home in Etruria. The Etruscans had a “mask civilization” (Mauss, 1985: 14-15).

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indicó en las primeras líneas de este capítulo, se sabe que, en la actualidad, persona es el equivalente a sujeto de derecho y que, en ese sentido, resulta un eslabón clave de disciplinas tales como el derecho, la antropología, la lingüística, etc. Sin ir más lejos, basta observar las tapas de los diarios para entender cómo todas estas disciplinas confluyen en los profundos debates actuales como, por ejemplo, los vinculados con la problemática bioética del aborto, la eutanasia, etc. La pregunta acerca de cuándo se empieza a ser persona, vinculada a la posibilidad de interrumpir al embarazo, y la pregunta acerca de cuándo se termina de ser persona vinculado a la posibilidad de interrumpir una vida adulta que “no merece ser vivida”, muestran que, aun en la actualidad donde se supone que el concepto de persona tiene un alcance universal, la máscara del sujeto de derecho no coincide necesariamente con el individuo que la porta. A tal punto existe esta suerte de dualidad o escisión en el individuo humano, como se verá con el análisis de Esposito, que hay interesantes desarrollos de pensadores liberales como Peter Singer que abogan por la posibilidad, absolutamente contraintuitiva, de hablar de personas no humanas y humanos no personas, esto es, animales (no humanos) sujetos de derecho, y humanos sin derechos. (Singer, 1975)

Haciendo cosas y personas Volviendo al derecho romano, y retomando la idea del carácter excluyente de la noción de persona lo cual supone, obviamente, que existen no personas, esto es, sujetos sin derechos, un elemento central que buena parte de los estudiosos señalan es una distinción que ha marcado un punto de inflexión en la cosmovisión occidental. Se trata de la separación entre personas y cosas. Una vez más, contrariando el sentido común, lo que se intentará mostrar es que la distinción entre cosas y personas que establece el derecho no obedece a una descripción precisa de lo existente en el mundo. Más bien, a través de diferentes ejemplos, lo que quedará claro es que el lenguaje del derecho actúa performativamente y la naturalización de los objetos a los cuales refiere 193

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es sólo la consecuencia del olvido de este carácter activo del lenguaje jurídico romano. Un buen resumen de lo dicho hasta aquí se puede encontrar en el sugestivo y descriptivo título de una compilación muy interesante realizada por Alain Pottage y Martha Mundy: Law, antropology and the constitution of social. Making persons and things. En esta compilación se agrupan una serie de trabajos teóricos y de campo muy útiles a los fines comparativos especialmente porque permiten mensurar similitudes y diferencias entre tradiciones y regiones diversas.

Many of the essays describe legal techniques of personification and reification which, precisely because they do not express a more fundamental division of the world into the two registers of persons and things, suggest that law makes persons and things by actualizing undifferentiated potentialities. And if nothing in this medium has an essential, ontological, vocation to be person or thing, this in turn suggests that the actualization of potencialities is a radically creative operation […] Minimally, and most importantly, this means that the legal person has no necessary correspondence to social, psychological, or biological individuality. (Pottage, 2004: 10)

A tal punto Pottage avanza, que va mucho más allá de la idea de construcción de la oposición cosa/persona en el derecho romano y extiende su ficcionalismo al sexo, el género y la autoría, entre otros. Así, siguiendo la contribución que realiza Thomas (2004) en el libro, afirma “fictions in roman law implied somthing very different from the modern idea of a correspondence between norm and nature. Rather, the construction of Roman law was based on “a radical non-relation between the institution and the world of natural effects”. (Pottage, 2004: 13) Casi como indicaba Borges en el cuento ya mencionado, aquel que narraba la creación de una enciclopedia en la que un grupo de 194

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hombres daba vida a un mundo ficcional con una región idealista llamada Tlön y en el que ese idealismo acababa interactuando con el mundo real hasta borrar los límites que lo distinguían, el carácter performativo del derecho romano operó sobre el mundo y lo transformó adecuando la ontología a la descripción jurídica que se hacía de ella. Aparece así la idea de una autorreferencialidad del lenguaje del derecho, lo cual por supuesto, no excluye que ese vínculo que establece consigo mismo en búsqueda de coherencia sistémica no repercuta en el exterior.

Thomas´ theory of the innate autonomy of roman legal institutions develops the notion that legal concept sor categories are the resources from which res and personae are fabricated. The competences and capacities of persons and things are contained in the semantic potential of these categories, and are drawn out by rhetorical techniques which actualize the potential of a given convention or formula by means of argumentation. In that sense, the entities that surface in legal procedure are really artefacts of the procedure itself rather than descriptions of external social or psychological events. (Pottage, 2004: 25)

El carácter arbitrario de la distinción entre persona y cosa tiene como ejemplo paradigmático al esclavo pues basta observar el derecho romano para tomar la dimensión de cómo este sujeto fluctuaba todo el tiempo entre su condición de cosa y de persona según la discrecionalidad de las categorías jurídicas y no, obviamente, por un cambio físico. Por un lado, en tanto siervo, el esclavo es poseído por el patrón como si fuese una cosa; sin embargo, también se le otorga cierta responsabilidad para, en algunos casos, recibir una pena. Asimismo, quien eventualmente matase a un esclavo podía ser acusado de homicidio como sucedería frente al asesinato de una persona. Un caso interesante de esta dualidad es el que menciona Esposito. Se trata de la manumissio y está vinculada a la cuestión de la posibilidad de hacer del esclavo un hombre libre. 195

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Lo que caracteriza en todas las formas al procedimiento de manumisión es siempre su índole inacabada, es decir, la distancia residual, graduada según precisas medidas, respecto de la condición de libertad efectiva. Una vez iniciada, la liberación podía quedar condicionada a un acontecimiento posterior, a falta del cual quedaba suspendida a la espera de su cumplimiento; hasta entonces, el esclavo, todavía tal pero próximo a la libertad, era definido como statuliber […] Ningún ser humano era persona por naturaleza, en cuanto tal. No lo era, por cierto, el esclavo, pero tampoco el libre, que antes de convertirse en pater, esto es, sujeto de derecho, había tenido que pasar por el estado de filius in potestae –como confirmación de que, en el dispositivo móvil de la persona, el hombre, que arribaba a la vida desde el universo de la cosa, podía siempre volver a ser arrojado hacia éste. (Esposito, 2007: 116-117)

Lo mismo sucedía con la ambigüedad que atravesaba la condición del filius. En la etapa más arcaica, algo que luego siguió pero de manera restringida, el padre tenía la potestad de matar a sus hijos o aun venderlos. Incluso es posible ir más allá, en algo que será muy útil para los párrafos que siguen, y repensar la cosificación arbitraria que, como herencia del derecho romano, aun hoy se manifiesta en la naturalización de presupuestos controvertidos. Un párrafo aparte merece el comentario de Esposito acerca de los debates actuales dentro de la bioética y la denuncia de que las dos grandes tradiciones que parecen pugnar por imponer su cosmovisión poseen una concepción reificadora del cuerpo que no ha sido sometida a crítica. En este sentido, la postura de la Iglesia afirmando que el cuerpo y la vida son intocables pues son propiedad de Dios (o, en su versión laica, de la Naturaleza o del Estado) comparte, con la visión liberal de quienes consideran que el cuerpo es algo pasible de ser administrado y modificado por el individuo que lo porta, la idea del cuerpo como una cosa que tiene un propietario sea divino o terrenal.67

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Entre la zoé y el bíos Por cierto, resulta por demás interesante el desarrollo que Roberto Esposito hace en uno de sus últimos libros, esto es, La Tercera persona. El autor italiano retoma la problemática de la persona en la actualidad haciendo un rastreo histórico con clara impronta de la genealogía Nietzscheano-foucaultiana para luego denunciar al concepto de persona como aquella construcción moderna que ha escindido al Hombre. Lo que a Esposito más le interesa es la impronta de la persona en el derecho moderno, esto es, el papel central que la noción de sujeto de derecho ocupa en la evolución del derecho occidental y su carácter claramente subjetivo. Para Esposito, interesado en el punto de vista biopolítico, es necesario mostrar cómo a partir del siglo XIX una lógica propia del campo de la biología fue abriéndose e impregnando otros campos del saber como la incipiente sociología de Comte, la antropología y la lingüística. El punto de inflexión es una noción que, él mismo reconoce, puede rastrearse hasta Aristóteles sin olvidar, claro está, el dualismo cartesiano. Se trata de la elaboración de Xavier Bichat quien destacó, dentro del saber estrictamente médico, una clara distinción entre una suerte de doble estrato biológico. Un nivel vegetativo e inconsciente y un segundo nivel de carácter cerebral y consciente, capaz de interactuar y modificar el mundo exterior al sujeto; la zoé y el bíos. Como bien indica Esposito, hacer énfasis en uno u otro nivel resulta una elección que tiene consecuencias políticas profundas. Desde el punto de vista de este trabajo, a Esposito le interesa esta distinción porque su enemigo es el racionalismo, esto es, la tradición que es el antecedente obligado del liberalismo moderno y de

De hecho Esposito va bastante más allá e incluye al nazismo en esta idea de un cuerpo objetivado y pasible de ser administrado. La diferencia radicaría en que mientras el liberalismo delega en el individuo la potestad de dominio sobre su cuerpo, la biocracia nazi la ejerce sobre la especie humana en su conjunto. 67

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la política universalista de los derechos humanos. Asimismo, la distinción que realiza Bichat le resulta interesante para argumentar en la línea de los críticos de la modernidad que encontraron en el psicoanálisis la tercera herida narcisista del Hombre. En otras palabras, lo que Esposito intenta rescatar es que existe un ámbito en la propia individualidad que escapa a los designios de la razón, que está más allá y que opera desde las sombras. En Freud, claro está, ese lugar lo ocupa el inconsciente; en Bichat, la vida vegetativa. De ser así, obviamente se estaría dando un golpe al núcleo de la teoría política moderna basada en el experimento mental del contrato llevado adelante por hombres con voluntad y racionalidad bajo el presupuesto de que la verdadera condición humana está en la continua progresión por la cual el Hombre se aleja de la animalidad vegetativa para ingresar en el otro nivel, el de la razón.

Lo que condujo a los resultados, a la vez anárquicos y despóticos, de los años de la revolución fue la idea ilustrada de que la organización de la sociedad podía depender de las libres voluntades de los individuos o de los principios normativos emanados de la mente de un legislador. Por el contrario, unas y otras son el resultado histórico y natural, a la vez, de un orden ya dado que los hombres pueden, y desde luego deben, perfeccionar, pero no pueden deformar de manera arbitraria. El sujeto en suma, no puede crear el mundo desde cero. (Esposito, 2007: 50)

Pero independientemente de las condiciones históricas que inclinarán la balanza hacia un nivel u otro, lo central es la idea de una división al interior, en este caso, del individuo, esto es, lo que se considera persona no coincide fielmente con el mero viviente, y esa es la justificación que permite suponer que sólo los vivientes humanos son capaces de ser sujetos de derecho68. Y si de balanzas se trata, es muy interesante el énfasis que Esposito pone en la importancia del nazismo y en la interpretación 198

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que esta ideología totalitaria hizo de la dualidad de lo humano. Según el autor de Communitas, el nazismo es el fruto de una evolución con profundas ideas racistas propias de un clima de época que dio fundamento a una completa aniquilación de la persona en nombre de la animalidad. En otras palabras, el nazismo interpretó lo humano desde el punto de vista estrictamente biológico: los perseguidos por el régimen nazi no tenían otra dimensión que la física/vegetativa. Tal operación de exterminio, como se dijo anteriormente, es parte de la compleja evolución que en la antropología y la lingüística fue heredera de Herder y Von Humboldt. Así, no era de extrañar que apareciese la idea de la lengua, la sociedad y la raza como organismos vivos preexistentes a toda existencia individual.69

En este caso, el ser viviente llamado “Hombre”, entendido como su pura determinación de raza o especie, es lo que queda de la destrucción de la forma personal –la abolición de la máscara– con que la filosofía moderna la había vestido. Cuando los nazis reclamaron para sí el derecho de operar incisivamente en el continuum biológico de la

Agamben (1994) también va en esta línea cuando desarrolla la relación existente entre el derecho y la vida para dar cuenta de su enfoque biopolítico. En este sentido, se sirve de la figura del hábeas corpus, esto es, la figura que exige la presencia física, para mostrar hasta qué punto el sujeto de derecho, la persona, necesita indefectiblemente de un cuerpo que pueda ser el depositario de esos derechos. En otras palabras, hay derechos si y sólo si hay cuerpo y es aquí donde el campo de la máscara y la nuda vida parecen no sólo vincularse sino superponerse. 69 Sólo a partir de la idea del volkgeist preexistente, en este caso, “hecho carne” en una lengua nacional, puede entenderse que “el régimen nazi llevó a un grado nunca antes alcanzado la biologización de la política: trató al pueblo alemán como un cuerpo orgánico necesitado de una cura radical, consistente en la extirpación violenta de una parte de él muerta ya espiritualmente […] [El nazismo] dirige sus dispositivos protectores contra su propio cuerpo, tal como sucede con las enfermedades autoinmunes” (Esposito, 2004:19). 68

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especie para salvarla de su incipiente degeneración, llevaron a su extremo resultado el proyecto, ya adoptado como propio por la antropología alemana de ese tiempo, de despojar al cuerpo viviente de toda mediación formal para hacerlo objeto de decisión política. (Esposito, 2007: 89-90)

Una vez más, la distinción entre cosa y persona puede servir pues más allá del exterminio físico de los individuos, el exterminio de la persona en nombre de poner de relieve la mera instancia biológica, fue también una operación del lenguaje y se transformó en algo central en los debates actuales acerca de la discriminación, lo cual, claro está, no hace más que reforzar el carácter performativo del mismo. Carentes de derechos, los cuerpos vivientes prisioneros en los campos de concentración eran cosificados para así vivir una vida que coincida plenamente con un cuerpo desnudo sin máscara.

La revancha moderna tras el horror de la tanatopolítica Claro que si el elemento vegetativo visto desde el punto de visto específico y racial tuvo su momento de apogeo durante el proceso biopolítico de control sobre la vida biológica del nazismo, la caída del régimen y el quiebre cultural que produjo el lanzamiento de la bomba atómica, tuvo, al menos para Occidente, casi la natural consecuencia del retorno de aquella división que Esposito había encontrado en los albores del siglo XIX a partir del punto de vista de Bichat. A esto podría agregarse que el avance atroz de los regímenes totalitarios que atentaron contra la libertad individual hizo necesario que el freno al avance de lo colectivo fuese expuesto en un conjunto de derechos entendidos como trincheras infranqueables. Esto que puede plantearse como el “regreso del ciudadano”, trazando una línea que podría llegar a la polis griega pero que sin duda le debe mucho al liberalismo moderno, es verdadero sólo en parte, pues el movimiento fue más complejo. Dicho en otras pa200

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labras, los derechos individuales de los que todos los ciudadanos gozan bajo el régimen político al que pertenecen, fueron modificados siguiendo una línea que se deriva del liberalismo aunque no necesariamente. Se trata del punto de vista universalista que se comentaba en capítulos anteriores. En este sentido, la noción de derechos humanos borra los límites de las soberanías estatales en tanto todos los hombres forman parte de un “demos planetario” al cual los sistemas jurídicos particulares deben adecuarse. No es este el espacio para entrar en esta discusión pero, naturalmente, los más optimistas, seguidores del punto de vista kantiano como Habermas (1996, 2004) por ejemplo, han visto en este proceso cuya institución principal es la Corte Penal de La Haya, el inicio de una República Mundial basada en una moralidad compartida; mientras que, por otro lado, otros como Hardt y Negri (2000) encuentran en este proceso la forma que adopta hoy el imperio. Si bien en la verba poco técnica se suele pensar que la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos allá por el año 1948 supone una total coincidencia entre derechos individuales y cuerpos biológicos, siguiendo la lógica de Esposito resulta claro que esto no es así. En otras palabras, no se está frente a una descripción, esto es, una suerte de lenguaje del derecho que por fin se adecuó a la naturaleza sino frente a la intención de ampliar la máscara a todo cuerpo viviente humano. Se mantienen así los dos planos, el de la diferencia biológica ante la evidencia de que “no todos los hombres son iguales” y el “racional” por el cual, en tanto actores mascarados, todos los hombres son personas. La desigualdad étnica, cultural y morfológica se resuelve en una igualdad formal que es ficcional y que obviamente no corresponde a la naturaleza de sujeto de derecho. De este modo se da una paradoja pues los derechos humanos parecen tener como referencia aquello común que nos hace hombres y sin embargo sólo refiere a esa máscara que no es más que una ficción. Se habla de derechos del Hombre y sin embargo el Hombre como tal, esto es, el del nivel vegetativo, acaba siendo excluido. Esta interesante idea es retomada por Esposito a partir de las elaboraciones que Hanna Arendt hiciese en The origins of totalitarianism, en las que ésta acusa al derecho de tener una lógica 201

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excluyente, una suerte de esencia que delimita lo que está dentro y lo que está fuera: “El derecho admite en su interior sólo a quienes forman parte de alguna categoría –ciudadanos, súbditos, incluso esclavos, con tal que integren una comunidad política”. (Esposito, 2007: 104) En este sentido, algo que puede ser muy útil para comprender la profunda crisis actual de un mundo en el que cada vez existen más hombres y mujeres que han sido expulsados del sistema, Esposito afirma con gran lucidez que el único espacio que tienen aquellos descategorizados para ingresar al derecho es por la vía negativa, esto es, infringiendo la ley. El paria, el apátrida, el lumpen, el desclasado, sólo puede transformarse en persona violando la ley y siendo castigado por la misma. El humano ajeno al derecho empieza a gozar de los beneficios de ser persona en el preciso instante en que la policía lo arresta y le empieza a “leer sus derechos”. Esta paradoja y este “olvido del hombre en cuanto tal” es retomado por Esposito a partir de las palabras de Arendt:

La concepción de los derechos humanos naufragó en el momento en que aparecieron individuos que habían perdido todas las demás cualidades y relaciones específicas, excepto su cualidad humana […] si un individuo pierde su status político, debería encontrarse, si nos atenemos a las implicaciones de los innatos e inalienables derechos humanos, en la situación contemplada por las declaraciones de los derechos que los proclaman. Ocurre exactamente lo opuesto: un hombre que no es más que un hombre parece haber perdido las cualidades que impulsaban a los demás a tratarlo como un semejante. (Esposito, 2007: 103-104)

Para poder entender mejor esto y afianzar la idea de separación, Esposito muestra la particularidad del origen del término persona en su doble influencia tanto ilustrada como teológica. Claramente, el cristianismo tiene como eje central la problemáti202

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ca de la persona a partir de la necesidad de dar cuenta de la idea de Trinidad divina y lo que vincularía este punto de vista con el concepto moderno, tal como se lo conoce hoy día, es la concepción del derecho natural que habría ido desde un punto de vista sobrenatural y trascendente a un criterio laicizado en el cual, al menos en Hobbes, los derechos tienen una justificación terrenal. Esta idea es bien ejemplificada con la concepción de autonomía, elemento central de buena parte de la tradición liberal como se mostraba, por ejemplo, con Kymlicka, puesto que una forma de interpretar tal fundamento es a partir de un dios que otorga al hombre la soberanía sobre sí mismo. El punto que Esposito quiere señalar en la línea de otros pensadores contemporáneos que hacen eje en la impronta teológica de la política moderna, es que la noción de persona nunca logró independizarse totalmente de esa carga cristiana y que, al fin de cuenta, es esa misma carga la que le ha garantizado el éxito y la justificación de la separación de lo estrictamente biológico.

En definitiva, aun interpretada en sentido laico, la idea de persona no es nunca reducible por completo al sustrato biológico del sujeto al que designa; adquiere su significado más pleno, espiritual o moral, que la hace algo más que ese sustrato biológico, sin coincidir tampoco del todo con el individuo autosuficiente de la tradición liberal. Ella es, en realidad, el lugar más intenso de la combinación de ambos, la relación indisoluble entre cuerpo y alma en una única entidad abierta a la relación con otras personas. (Esposito, 2007: 106)

Ni yo ni tú, sólo la im-persona Este background teórico le permite a Esposito constituir una faz menos reconstructiva y, en algún sentido, propositiva. Sin embargo, nuestro trabajo no acompañará la propuesta del italiano pues el hecho de la irrupción de la lógica universalista de los derechos 203

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humanos tras la tanatopolítica del nazismo, es profundamente atacada por Esposito. A partir del factum de que el discurso de los derechos humanos no redunda en que todos los hombres del mundo estén protegidos, Esposito se interroga acerca de cuál sería la razón de esta injusticia y, evitando lo obvio, esto es, afirmando que hay fuerzas/sistemas/gobiernos/poderes fácticos que aún resisten una verdadera universalización, indica que es la propia lógica del universalismo de la persona la que produce esta exclusión inherente al desenvolvimiento natural del derecho occidental. En otras palabras, la causa de millones de individuos arrojados fuera del sistema de protección de los derechos sería el regreso de la distinción nociva entre mero viviente y voluntad racional.

Lo que Weil capta, vinculando su raíz con el dispositivo excluyente de la persona, es el carácter de por sí particularista, al mismo tiempo privado y privativo, del derecho. Este, para tener sentido, para distinguirse del mero hecho, no puede sino proteger a determinada categoría de personas respecto de todos aquellos que no forman parte de ella. (Esposito, 2007: 146)

Claro que la postura de Esposito no es un regreso a la disolución de la persona realizada por el nazismo sino un retorno en el que se interprete al Hombre como una unidad de vida. Es esto lo que él llama impersonal y a lo que dedica el último capítulo de su libro. Para dar cuenta de esto, Esposito retoma los análisis de Benveniste acerca del yo, el tú y el él para mostrar que la primera y la segunda persona son complementarias aunque no así la tercera. Todo yo es un tú para otro yo y todo tú se transforma en yo cuando toma la palabra. Distinto es, en cambio, el status del él, pues supone una ausencia, una tercera persona que escapa a la lógica especular de las primeras dos personas. Este carácter impersonal de la tercera persona es lo que le interesa: 204

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La tercera persona escapa a esta dialéctica, por cuanto no sólo se diferencia de las dos primeras, sino que abre un horizonte de sentido ajeno por completo a ellas. Con la tercera persona ya no está en juego la relación de intercambio entre una “persona subjetiva” del yo y una persona “no subjetiva”, representada por el tú, sino la posibilidad de una persona no personal, o más radicalmente, una no-persona. (Esposito, 2007: 154)

En esta línea, la tercera persona es la única verdaderamente plural pues el vosotros y el nosotros no son más que extensiones del yo y el tú, generalizaciones que surgen de la amplificación de los yo y de los tú. El “ellos”, en cambio, es esa ausencia que incluye lo singular y lo plural y que a Esposito le sirve para pensar una comunidad ajena a la escisión de lo personal. Para profundizar esta propuesta, el italiano recorre diferentes ideas que desde diversos puntos de vista se vinculan con la necesidad de erigir un campo de la no-persona. Desde Kojeve, pasando por Blanchot, Levinas, Foucault y Deleuze. Ahora bien, a qué tipo de sociedad lleva este intento de sutura entre persona y vida es una incógnita. De hecho, el propio Esposito menciona el vacío que dejó Foucault en ese sentido:

Sólo a partir de [la vida] sería concebible una relación intrínseca entre humanidad y derecho, sustraída por el corte subjetivo de la persona jurídica y reconducida al ser singular e impersonal de la comunidad. Cómo puede darse, qué pasos comporta, este “derecho común”, Foucault no lo dice. (Esposito, 2007: 202)

Al fin de cuentas, Esposito ha hecho todo este recorrido para alcanzar, como se mostró en este trabajo, ese punto de discordia que atraviesa el accionar feminista, esto es, qué tipo de acciones implica la liberación del sujeto mujer. La deconstrucción teórica 205

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es prolífica como ejercicio filosófico, pero en la práctica no es tan simple acordar que es preciso romper con la lógica de la persona y los derechos pues no parece haber, hasta ahora, una alternativa superadora. Esto, claro está, no erige a la lógica de lo personal y a sus ya harto demostrados presupuestos metafísicos como la única opción posible pero, como se desarrollará más adelante, no resultaría descabellado afirmar que la ficción del sujeto de derecho supone un paso adelante en la historia de la humanidad y en la protección sobre las minorías. Tal valoración está cargada de profunda subjetividad y es controvertida pero en el último capítulo se darán razones para justificarla. El vínculo de Esposito con lo que se desarrollaba aquí en los capítulos anteriores no es casual pues, justamente, el italiano culmina su propuesta remitiendo a Gilles Deleuze, en especial, a las ideas que él desarrollase en Mil Mesetas y que fueron pilares de la lucha feminista. De este modo, la noción de tercera persona e impersonal no hace nada por ocultar su hermandad con las categorías deleuzianas de “hecceidad”, “partículas preindividuales”, “cuerpo sin órganos”, “línea de fuga”, “acontecimiento” y “devenir animal”. Este último concepto gana todavía más fuerza en el intento de Esposito de resaltar el valor de la animalidad frente al reinado de la racionalidad moderna, tanto como para cierto feminismo crítico, el devenir mujer y devenir minoritario eran banderas de la lucha. (Ver Braidotti 1994) Así, Esposito hace suyas las siguientes palabras de Deleuze cuando éste hace referencia al concepto de hecceidad:

Él no representa a un sujeto, sino que diagrama una concatenación. Él no sobrecodifica los enunciados, no los trasciende como las dos primeras personas, sino que, por el contrario, les impide caer bajo la tiranía de las constelaciones significativas o subjetivas, bajo el régimen de las redundancias vacías. No, pues, yo, tú, –no sujetos propietarios y cuerpos dominados–, sino ´Hans convertirse en caballo´, ´una muda llamada lobo´, ´avispa encontrar orquídea´. 70 (Esposito, 2007: 214)

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Antes de entrar en el desarrollo de Foucault, especialmente en lo que tiene que ver con la problemática de la verdad y la relación entre discurso y realidad, en el intento de justificar aún más el carácter ficcional, performativo y creador del lenguaje, parece necesario señalar, una vez más, que la propuesta deleuziana que Esposito hace suya pudiera ser inadecuada para minorías de carne y hueso que sufren día tras día el acoso mayoritario de un sistema que, efectivamente, acaba excluyendo a vivientes de su carácter de persona. Decirle a un miembro de la comunidad qom que para evitar caer en la dialéctica liberal hay que decir “Benetton convertirse en propietario”, seguramente no resultará satisfactorio. Tampoco parece alcanzar para conformar a una travesti del segundo cordón de la Provincia de Buenos Aires que no consigue trabajo por su condición y que no es atendida en hospitales públicos por no coincidir su apariencia con el nombre de su documento. Seguramente, este viviente con apariencia de mujer no quedará satisfecho con la propuesta de desustancializarse para dejar de ser un yo y simplemente decir “Nicolás buscar identidad”71.

Con todo, como se verá a continuación, Esposito reconoce su desorientación respecto a qué tipo de sociedad lleva este intento de sutura entre persona y vida, y hace parte de esta desorientación al propio Foucault. Pero a favor, podrían retomarse las palabras de Gandal cuando afirma que “Aquellos que busquen en la obra de Foucault soluciones políticas se verán frustrados. Su proyecto –tanto en su política como en sus historias– no era ofrecer soluciones, sino identificar y caracterizar problemas. (Gandal, 1986: 122-124; 129). Para profundizar más en este aspecto ver Halperín (2004). 71 Estas mismas dudas acerca de la desustancialización se siguen, incluso, de un crítico feroz de las repúblicas liberales como Agamben quien, a pesar de llegar a la temeraria afirmación de que el nazismo y el fascismo siguen siendo actuales en Occidente, admite que su propuesta no busca “desvalorizar las conquistas y los esfuerzos de la democracia” (Agamben, 1995: 18). 70

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CAPÍTULO 9 DISCURSO, VERDAD Y CONSTITUCIÓN DE LA SUBJETIVIDAD

Uno de los pensadores contemporáneos más importantes y que, como se ha visto, ha servido de referencia para reformular la problemática de los derechos y las identidades ha sido Michel Foucault. Su obra fue por demás prolífica si se toman en cuenta los cursos del College desde 1970 hasta su muerte pero por razones expositivas se comenzará con el análisis de aquellos escritos en los que Foucault analiza la problemática del discurso y el carácter productivo del lenguaje y el poder. En este sentido hay, al menos, dos textos insoslayables: la lección inaugural del College de France del 2 de diciembre de 1970 que ha sido publicada con el nombre El orden del discurso, y uno de sus libros más reconocidos, publicado un año antes: La arqueología del Saber. Por supuesto que esto no significa que haya que pasar por alto Las palabras y las cosas y varios pasajes de cursos posteriores que al menos tangencialmente retoman o amplían algunos de sus desarrollos. Lo primero que cabe preguntarse al encarar la lectura de El orden del discurso y La Arqueología del saber es, al estilo de los pensadores que fueron desarrollados anteriormente, qué tipo de teoría del lenguaje desarrolla Foucault. Y aquí empiezan los 209

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inconvenientes puesto que tal teoría del lenguaje nunca resulta explicitada. Sin embargo, ésta puede claramente inferirse de la forma en que Foucault encara el problema de la verdad. Siguiendo a Nietzsche, Foucault hace una suerte de historia de la verdad, o más bien, de las verdades. Así, el trabajo de la filosofía sería de diagnóstico y no de búsqueda de una “Verdad” atemporal con mayúscula. (Ver Castro, 2004: 344) Una primera pista algo más explícita en este sentido, Foucault parece darla cuando, sin nombrarla, se opone a la concepción neopositivista que supone que el trabajo de la filosofía es una crítica del lenguaje que despoje a éste de toda la escoria de los lenguajes naturales para alcanzar la correspondencia verdadera con un mundo objetivo que está “allí” esperando ser descubierto.

No resolver el discurso en un juego de significaciones previas, no imaginarse que el mundo vuelve hacia nosotros una cara legible que no tendríamos más que descifrar; él no es cómplice de nuestro conocimiento; no hay providencia prediscursiva que los disponga a nuestro favor. (Foucault, 1970: 53)

La verdad se transforma en un asunto histórico en el cual intervienen una serie de múltiples variables. Cada sociedad tiene, entonces, un régimen de verdad que se manifiesta en y con su mismo discurso, y que es complementado por las instituciones, esto es, el poder de cada época y cada geografía. Según Edgardo Castro, Foucault describe su concepción de la verdad en 5 proposiciones:

1) Por “verdad”, entender un conjunto de procedimientos reglados para la producción, la ley, la repartición, la puesta en circulación y el funcionamiento de los enunciados; 2) La “verdad” está ligada circularmente con los sistemas 210

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de poder que la producen y la sostienen y por sus efectos […]; 3) Este régimen de verdad […] ha sido una condición de la formación y el desarrollo del capitalismo; 4) El problema político esencial para el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos ligados con la ciencia […], sino saber si es posible constituir una nueva política de la verdad; 5) No se trata de liberar la verdad de todo sistema de poder, lo cual sería una quimera porque la verdad es en sí misma poder, sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía sociales, económicas y culturales. (Castro, 2004: 346)

Esta última caracterización resulta de una claridad meridiana a los fines de este trabajo pues allí Foucault da a entender que la visión clásica de la verdad como correspondencia entre lo que se dice y lo que es, no es otra cosa que ilusión. En este sentido, no sería descabellado incluir a Foucault en la línea de pensadores escépticos y relativistas respecto al lenguaje que encuentra en Gorgias, Protágoras y Mauthner a sus principales referentes. Incluso, como se verá más adelante, su concepción de “a priori histórico” y de “verdad histórica” no lo aleja demasiado de la tradición anglosajona del coherentismo pragmatista de, por ejemplo, Richard Rorty (1979, 1989, 1991) o de los enfoques de la historia de la ciencia que realizara Thomas Kuhn (1969). Es en esta línea que puede entenderse lo que quiere decir Foucault cuando toma el ejemplo de Mendel y se pregunta qué es lo que pasaba en el siglo XIX para que los botánicos de esa época no pudieran ver lo que Mendel vio. La explicación pasa por el rescate que hace Foucault de la noción canguilheniana de estar “en” la verdad, la cual resulta bastante similar a la de “paradigma” kuhniana:

Mendel decía la verdad, pero no estaba “en la verdad” del discurso biológico de su época: no estaba según la regla que se forman de los objetos y de los conceptos biológicos,

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fue necesario todo un cambio de escala, el despliegue de un nuevo plan de objetos en la biología para que Mendel entrase en la verdad y para que sus proposiciones apareciesen entonces, (en buena parte), exactas. (Foucault, 1970: 37)72

Como se sigue de esta referencia y así se analizará a continuación, no es posible entender la noción de verdad foucaultiana sin adentrarse en su concepción de discurso. Sin embargo, antes de entrar allí, y aún a riesgo de afirmar una obviedad, cabe remarcar que si la verdad es poder no puede ser representación objetiva. Es decir, detrás de la idea de la verdad como emergente histórico de la trama del poder, está la suposición de que no existe posibilidad de una adecuación objetiva entre el lenguaje y el mundo pues la adecuación sería infinitamente más persuasiva que cualquier imposición. Lo que se entiende por “adecuación” será, entonces, siempre relativo a las prácticas discursivas propias de una época. Así la distinción central en la teoría del conocimiento occidental de un Aristóteles que distingue entre lenguaje literal y lenguaje metafóri-

Compárese ese pasaje con estas dos afirmaciones que realiza Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas: “La educación científica inculca lo que la comunidad científica conquistó anteriormente con dificultad: una profunda adhesión a un modo particular de contemplar el mundo y de practicar la ciencia en él […] Al definir para el científico los problemas que es menester investigar y el carácter de las soluciones aceptables para ellos, tal adhesión es realmente constitutiva de la investigación. Normalmente el científico se dedica a resolver problemas, como el jugador de ajedrez, y la adhesión que induce la educación recibida es lo que le proporciona las reglas del juego que se juegas en su época (Kuhn, 1969: 349); […] Quienes se dedican a una especialidad científica madura adhieren profundamente a una manera de considerar e investigar la naturaleza que se basa en un paradigma. Su paradigma les dice qué tipo de entidades pueblan el universo y el modo en que se comportan los miembros de esa población; además, les informa de las cuestiones que pueden plantearse legítimamente sobre la naturaleza y de las técnicas que pueden usarse apropiadamente en la búsqueda de respuestas a dichas cuestiones” (Kuhn, 1969: 359). 72

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co resulta obsoleta por no decir, simplemente, falsa. Lo literal y lo metafórico está siempre en relación al horizonte temporal. Y es esto lo que Foucault trabaja cuando afirma que en ese poder, en esa voluntad de verdad que se disputa en el propio discurso, existen 3 principios de exclusión: la palabra prohibida (por ejemplo, la prohibición sobre la sexualidad); la separación y el rechazo (la distinción binaria entre locura y razón, a partir de la cual se rescata a esta última, y se rechaza a la primera); y, lo que aquí interesa, la distinción entre lo verdadero y lo falso. Es en este punto donde Foucault afirma que aquello que se entiende por verdadero o falso es discernible sólo en relación a un discurso y nunca desde un punto de vista externo a él.

Desde luego si uno se sitúa en el nivel de una proposición, en el interior de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se sitúa en otra escala, si se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cuál es constantemente, a través de nuestros discursos esa voluntad de verdad que ha atravesado tantos siglos de nuestra historia, o cuál es en su forma general el tipo de separación que rige nuestra voluntad de saber, es entonces, quizás, cuando se ve dibujarse algo así como un sistema de exclusión (sistema histórico, modificable, institucionalmente coactivo). (Foucault, 1970: 19)

Hay, entonces, una voluntad de decir verdad que es siempre excluyente pues su condición misma es la de excluir una no-verdad. Y este decir verdad es propiciado por instituciones tales como la pedagogía, los libros, las bibliotecas, los laboratorios, etc. Asimismo, la forma actual de esta voluntad de verdad se trasviste de aparente objetividad y neutralidad, lo cual hace más difícil su detección. De estos principales tipos de exclusión, Foucault resalta el último, el de lo verdadero y lo falso, pues, al fin de cuentas, los otros acaban siendo dependientes de éste. 213

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Por su parte, a estos 3 sistemas de exclusión del cual se destacó el de decir verdad, hay que agregarle una serie de principios de exclusión que no se ejercen desde el exterior de los discursos sino desde su interior. Estos son, por un lado, el grupo de los procedimientos de clasificación, ordenación y distribución y por el otro, el grupo que incluye el comentario, el principio de autor y la disciplina. Todos estos grupos son definidos como formas de coacción de lo cual Foucault infiere que frente a ese punto de vista que presenta a Occidente como la civilización de la palabra y el discurso (Vernant, 1962), se trata más bien de su contrario, es decir, Occidente es la civilización de la logofobia que intenta asir y controlar con distintos procedimientos a los discursos. De este análisis concluye que es necesario restituir al discurso su carácter de acontecimiento eliminando así la idea de discurso demostrativo73, desnudando la voluntad de verdad que se ejerce en cada discurso y borrando la soberanía del significante. Es esta idea, justamente, la que hace que Foucault encare el problema de la historiografía en La Arqueología del Saber. Se trata de mostrar que es un error suponer que una disciplina puede acumular indefinidamente conocimientos en una línea continua de objetividad. Ese tipo de líneas, en este caso, de la Historia, son siempre trazadas desde el presente y dirigidas según los intereses que el poder tiene en ese presente. No hay hecho ni documento objetivo. Hay contornos para los cuales es necesario un acercamiento que no sea genealógico en el sentido de remitir a una primera verdad original que permanece oculta debajo de una marea de acontecimientos. Se trata de un enfoque arqueológico que analiza las capas, la superposición y las rupturas de los discursos de la verdad desde los discursos mismos. La arqueología es, entonces, una modalidad de análisis del discurso (Ver Castro, 2004: 92).

Lo cual no es otra cosa que la crítica al ideal correspondentista o representacional que se venía desarrollando aquí. 73

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Foucault refiere en este libro a la problemática de la historiografía y de los historiadores, aunque aquí tampoco su idea diste demasiado de aquella que Kuhn utilizara para clasificar la historia de las disciplinas científicas naturales. En este sentido, el francés arremete contra el punto de vista tradicional de la historiografía, algo extensible, al resto de las disciplinas empíricas, en lo que respecta a su pretensión de hallar continuidades, líneas causales y un encadenamiento lógico y racional de los hechos. Frente a este punto de vista, Foucault se reivindica parte de una línea rupturista que hace énfasis en los quiebres y las interrupciones y a partir de lo cual las preguntas originarias de cualquier investigación cambian:

El gran problema que va a plantearse […] no es ya el de saber por qué vías han podido establecerse las continuidades […]; [ni] el de la tradición y el rastro sino el del recorte y el límite; no es ya el del fundamento que se perpetúa, sino el de las transformaciones que valen como fundación y renovación de las fundaciones. (Foucault, 1969: 14)

En este sentido, Foucault opone el punto de vista de la “Historia global”, esto es, el enfoque clásico, al nuevo punto de vista que llamará “Historia General”, que no supone construir historias paralelas de las disciplinas como ser la economía, la política, o la psiquiatría; más bien se trata de todo lo contrario, es decir, se trata de hacer especial énfasis en un análisis al interior de los discursos epocales para ahondar en su especificidad, sus jerarquías y, por sobre todo, en sus relaciones: “Una descripción global apiña todos los fenómenos en torno a un centro único: principio, significación, espíritu, visión del mundo, forma de conjunto. Una historia general desplegaría, por el contrario, el espacio de una dispersión”. (Foucault, 1969: 21) Aquí, una vez más, Foucault se confiesa deudor de la tradición que encuentra en Nietzsche y en Freud a dos de sus principales representantes y que realiza una crítica profunda a la centralidad 215

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de la construcción moderna en torno al sujeto, algo que se vio en el capítulo anterior con el desarrollo de Esposito acerca de la idea de persona. Así, para Foucault, la historia global con características centrípetas no es más que una de las manifestaciones centralizadoras que operaron en la modernidad desde que Descartes “descubrió” el cogito ergo sum. En esta línea, una lectura perspectivista de Nietzsche le permite a Foucault tener una referencia precisa para arremeter contra las formas naturalizadas de la subjetividad moderna. En otras palabras, el elemento que se destaca del autor de La gaya ciencia, es la necesidad de denunciar al sujeto moderno en tanto primer fundamento que vino a reemplazar al Dios muerto del cristianismo. Se trata entonces de romper con la lógica de los sistemas archicos y no sólo de llevarse al Dios cristiano pues éste no es más que un invitado en una estructura de pensamiento que se construye verticalmente a través de la violencia del huésped ocasional que hace de primer fundamento y dador de sentido del resto del sistema. Asimismo, en la Verdad y las formas jurídicas, particularmente, a Foucault le interesa rescatar la crítica al conocimiento que realiza Nietzsche y es imposible pensar tal crítica si con ello no se arremete contra su garantía, esto es, el sujeto cartesiano/ kantiano. De hecho, no es casual que también aparezca en el autor de La genealogía de la moral, la noción de “invención”, como contrapartida de “origen”, además de las recurrentes menciones a la máscara o a la necesidad de construir ficciones.

En mi opinión, hay en este análisis de Nietzsche una doble ruptura muy importante con la tradición de la filosofía occidental […] La primera se da entre el conocimiento y las cosas. En efecto, ¿qué aseguraba en la filosofía occidental que las cosas a conocer y el propio conocimiento estaban en relación de continuidad? ¿Qué era lo que aseguraba al conocimiento el poder de conocer bien las cosas del mundo y de no ser indefinidamente error, ilusión, arbitrariedad? ¿Quién sino Dios garantizaba esto en la filosofía occidental? […] Si no existe más relación entre

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el conocimiento y las cosas a conocer; si la relación entre éste y las cosas conocidas es arbitraria, relación de poder y violencia, la existencia de Dios en el centro del sistema de conocimiento ya no es indispensable […] En segundo lugar, si es verdad que entre el conocimiento y los instintos […] hay solamente ruptura, relaciones de dominación y subordinación, relaciones de poder, quien desaparece entonces no es Dios, sino el sujeto en su unidad y soberanía. (Foucault, 1978: 24-25)

De este modo, Foucault hace suya la idea de que en el conocimiento, más que relación de correspondencia, hay violencia. Así, la verdad, más que una relación de adecuación, es una relación de poder. Volviendo al análisis de la Arqueología del saber, específicamente a la cuestión del discurso de la linealidad y la causalidad como grandes fundamentos de la forma clásica de pensar la historiografía, es necesario retomar el primer objetivo de Foucault en este sentido, esto es, deshacer todos aquellos supuestos de continuidad. De aquí que establezca agrupaciones en función de 3 criterios: categorías que relacionan discursos, categorías que clasifican discursos y categorías que garantizan una continuidad infinita. (Castro, 2004: 93) En el primer grupo, Foucault ubica a la tradición como referencia de linealidad por antonomasia, la influencia y la evolución, idea, esta última, que presupone una continuidad con relación a un estadio superado. Lo mismo sucede con el segundo grupo. Allí se encuentra la noción de autor que supone una continuidad del discurso en tanto vinculado a un mismo sujeto; la idea de obra que compele a hacer un análisis totalizante poco afecto a la admisión de rupturas, y la de género, entendiendo que existe algo común en todas las obras que pertenecen a una determinada categoría. Por último, el tercer grupo hace referencia a las nociones de origen e interpretación, términos que suponen que existe algo por detrás de la mera apariencia, sea un principio remoto fundador o la intencionalidad del sujeto. 217

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Una segunda parte del trabajo arqueológico sobre los discursos tiene que ver con la descripción de los hechos discursivos, sus relaciones, y las unidades que los conforman. Aquí, Foucault, con fines propedéuticos, ensaya una serie de hipótesis para luego rechazarlas. Así indica que es posible que la unidad de los discursos tenga que ver con la unidad de su objeto, con su estilo, con la permanencia de determinados conceptos o en la identidad de determinados temas. Frente a estas posibilidades, responde con uno de los enfoques de interés para este trabajo pues lo que extrae del análisis de estos candidatos a ser las unidades privilegiadas del discurso, es la existencia de las reglas del discurso, esto es, reglas de carácter performativo que son la condición de posibilidad de la existencia de tales unidades. De este modo, cada discurso produce sus propias unidades, de lo cual se sigue que ninguna es exterior a él ni puede oficiar de referente de una posterior adecuación. Foucault, entonces, muestra la importancia de las reglas de formación de objetos, de las modalidades enunciativas, de los conceptos y de las estrategias discursivas. De hecho, la misma idea es la que lleva adelante Foucault en la segunda parte del libro cuando se interroga acerca del valor del enunciado. Aquí, otra vez, se trata de pensar si es posible la existencia objetiva de alguna unidad atómica a partir de la cual podría erigirse deductivamente la construcción discursiva. En este sentido, Foucault arremete contra la tradición anglosajona y contra “los ingleses”, esto es, la tradición de los speech act que tiene en Austin y Searle a sus principales representantes. Así, siguiendo la línea de la primera parte, Foucault ataca a la noción de enunciado como unidad desde diferentes ángulos siempre teniendo en la mira los pensamientos correspondentistas. En este punto, entonces, afirma que el enunciado no tiene como correlato un estado de cosas del cual pueda seguirse por adecuación una verdad.

Un enunciado no tiene frente a él un correlato […] como una proposición tiene un referente […] Está ligado más bien a un “referencial” que no está constituido por “co-

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sas”, por “hechos”, por “realidades”, o por “seres”, sino por leyes de posibilidad, reglas de existencia para los objetos que en él se encuentran nombrados […] El referencial del enunciado forma el lugar, la condición, el campo de emergencia, la instancia de diferenciación de los individuos o de los objetos […]; define las posibilidades de aparición y de delimitación de lo que da a la frase su sentido, a la proposición su valor de verdad. (Foucault, 1969: 120-121)

De aquí se sigue que cualquier análisis lógico o semántico sea inútil y se infiere una crítica que Foucault hace explícita, crítica que, a su vez, se encuentra presente también en el interior del paradigma anglosajón y que tiene como eje la simplificación en la que habrían caído los neopositivistas a la hora de pensar la relación entre lenguaje y mundo. Así, frente a la pretensión de encontrar las unidades básicas del lenguaje que puedan adecuarse a los aspectos últimos y más simples de lo real, Foucault, cercano a lo que podrían indicar Quine (1960), Kuhn (1969) o un “último Popper”74, indica que ningún enunciado es independiente ni puede ir solitariamente a enfrentarse a la verificación.

No hay enunciado en general, enunciado libre, neutro e independiente sino siempre un enunciado que forma parte de una serie o de un conjunto, que desempeña un papel en medio de los demás, que se apoya en ellos y se distingue de ellos: se incorpora siempre a un juego enunciativo, en el que tiene su parte por ligera o ínfima que sea. (Foucault, 1969: 130)

Este “último Popper” que avalaría la idea del convencionalismo de los enunciados básicos es el que se sigue de la interpretación de Lakatos (1968). 74

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El desarrollo de Foucault prosigue interrogando acerca de la posibilidad de asir al enunciado en una materialidad volviendo a la cuestión que algunas líneas atrás se mencionaba acerca de los supuestos de la interpretación y la existencia de un sujeto que pueda estar por detrás de toda enunciación. Pero la respuesta es la misma y es la que permite a Foucault precisar más una definición de lo que él entiende por “práctica discursiva”:

No se la puede confundir con la operación expresiva por la cual un individuo formula una idea, un deseo, una imagen; ni con la actividad racional que puede ser puesta en obra en un sistema de inferencia; ni con la “competencia” de un sujeto parlante cuando construye frases gramaticales; es un conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre determinadas en el tiempo y en el espacio, que han definido en una época dada y para un área social, económica, geográfica o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa. (Foucault, 1969: 154)

El a priori histórico Los enfoques como los de Foucault o Kuhn, enfoques que hacen énfasis en la ruptura antes que en la continuidad, poseen una dificultad que los defensores de la visión clásica de la historia y de la ciencia en general no poseen. Se trata del criterio para marcar el límite, el fin de algo y el comienzo de la novedad. Dicho de otro modo, se trata de encontrar qué es lo que le da unidad a ese discurso y puede ser distintivo de una época. Cualquier afirmación taxativa al respecto será tan errónea como suponer que es posible delimitar con algún hecho objetivo, o algún “signo de la historia”, la línea de quiebre. Para adentrarse en la idea de unidad de un discurso que no tiene que ver con encontrar una continuidad ni con hallar el átomo fundamental que lo sostenga, Foucault indagará en un concepto cuya síntesis resulta un hallazgo. Se trata de la idea de a priori histórico, esto es, un a priori 220

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que, en tanto tal, remite a las condiciones de posibilidad de un discurso pero que en tanto histórico no presupone la metafísica racional-universalista de una propuesta como la de Kant. Para ingresar en esta idea, Foucault habla de la “positividad de un discurso” y con ello identifica aquello que le da unidad a través del tiempo. Esta positividad no designa quién se acerca más a una verdad transhistórica ni tiene una referencia objetiva acerca de los principios fundamentales a los que debe obedecer, por ejemplo, una determinada ciencia. Más bien se trata de mostrar los lineamientos centrales de lo que antes se llamaba estar “en la verdad”, ser parte de una misma forma de representar el mundo. Es sobre una forma de discurso, sobre un campo de positividad del discurso, que es posible definir unidades, comportamientos, establecer relaciones y continuidades. De aquí que esta positividad discursiva funcione como un a priori histórico:

Entiendo designar con ello un a priori que sería no condición de validez para unos juicios, sino condición de realidad para unos enunciados. No se trata de descubrir lo que podría legitimar una aserción, sino de liberar las condiciones de emergencia de los enunciados, la ley de su coexistencia con otros, la forma específica de su modo de ser, los principios según los cuales subsisten, se transforman y desaparecen. Un a priori no de verdades que podrían no ser jamás dichas, ni realmente dadas a la experiencia, sino de una historia que está dada, ya que es la de las cosas efectivamente dichas. […] [Este a priori] ha de dar cuenta del hecho de que el discurso no tiene únicamente un sentido o una verdad, sino una historia, y una historia específica que no lo lleva a depender de las leyes de un devenir ajeno. (Foucault, 1969: 167)

Como en la noción de paradigma kuhniana y sus reformulaciones ulteriores haciendo hincapié en el lenguaje y hablándonos de léxico, categorías taxonómicas o kantismo posdarwiniano 221

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(Kuhn, 1990), Foucault entenderá este a priori histórico como el conjunto de reglas que conforman la práctica discursiva de una época.

Nuevos capítulos de la historia de la verdad Recapitulando, si bien Foucault no explicita una teoría del lenguaje subyacente a sus análisis, no sería descabellado indicar que de su pensamiento debería seguirse algo así como una suerte de escepticismo respecto de la posibilidad de hallar un lenguaje capaz de corresponderse con lo real. En otras palabras, si la verdad es el fruto de una correspondencia circunscripta a las condiciones de posibilidad de una época, no es posible erigir un lenguaje trans-histórico válido para todo tiempo y espacio. Asimismo, como se mostraba en La arqueología del saber, para pensar la relación de Foucault con la verdad no puede dejarse de soslayo que la pretensión de construir una historia de la verdad no transita los senderos de un sentido whig de acercamiento progresivo y acumulativo, sino de las condiciones históricas, las relaciones que hicieron posible que en determinado momento un conjunto de enunciados proposicionales hayan sido valorados como verdaderos.

La hipótesis que me gustaría formular es que en realidad hay dos historias de la verdad. La primera es una especie de historia interna de la verdad, que se corrige partiendo de sus propios principios de regulación: es la historia de la verdad tal como se hace en o a partir de la historia de las ciencias. Por otra parte, creo que en la sociedad, o al menos en nuestras sociedades, hay otros sitios en los que se forma la verdad, allí donde se definen un cierto número de reglas de juego a partir de las cuales vemos nacer ciertas formas de subjetividad, dominios de objeto y tipos de saber. (Foucault, 1978: 15)

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Desde el punto de vista de este trabajo, Foucault ha expresado este aspecto de diversas formas y con diferente terminología aunque siempre tendiente al objetivo no correspondentista. Entre todos ellos, resultará interesante destacar algunos. Se puede tomar, por ejemplo, la interesante idea de la veridicción como algo distinto de lo verosímil y de lo verdadero. Ha sido especialmente en sus últimos cursos en el College que Foucault trabajó esta idea desde diferentes puntos de vista. La veridicción no tiene que ver con una verdad objetiva sino que se trata de la forma en la que refiere a las formas históricas de decir verdad. En este sentido resulta interesante la hipótesis del curso que lleva el nombre de Nacimiento de la biopolítica, por la cual, circunscribiéndose a la discusión en torno a los orígenes del liberalismo, Foucault afirma que el mercado pasó de ser un lugar de jurisdicción, de justicia, en el que se determinaba el precio adecuado de un objeto, a ser un espacio donde se “verificaba” el buen o mal obrar del gobierno. Así, el mercado, pasó a ser el tribunal de verdad, el juez que lanza diariamente su veredicto acerca de las decisiones gubernamentales. En esta línea puede entenderse la visión neoliberal que siguiendo los lineamientos del Consenso de Washington subsumió la política a la economía. Asimismo, es justamente en este curso donde Foucault parece anudar varias de sus intuiciones, algunas de las cuales, resultan de suma utilidad para este trabajo. En primer lugar, aclara que la cuestión de la veridicción no es más que una de las formas de encarar una historia de la verdad. Además, afirma que tal historia de la verdad se vincula, desde su origen, con una historia del derecho (a decir verdad) y de los sistemas jurídicos y penales en particular, como se desarrollará a continuación. En este sentido es que se pueden vincular estas afirmaciones con lo que Foucault indicaba en El orden del discurso donde mostraba los sistemas de exclusión que operan desde el interior del discurso y que resultan constitutivos de la subjetividad y de aquello que se entiende por realidad.

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Se trataría de la genealogía de regímenes veridiccionales, vale decir, del análisis de la constitución de cierto derecho de la verdad a partir de una situación de derecho, donde la relación derecho y verdad encontraría su manifestación privilegiada en el discurso, el discurso en que se formula el derecho y lo que puede ser verdadero o falso; el régimen de veridicción, en efecto, no es una ley determinada de la verdad, sino el conjunto de reglas que permiten, con respecto a un discurso dado, establecer cuáles son los enunciados que podrían caracterizarse en él como verdaderos o falsos. (Foucault, 2004a: 53)

Sin duda, el intento por trazar una historia de las condiciones de posibilidad que hicieron que se instalara en un momento histórico determinado, un régimen de veridicción, no sería una historia de los errores que la humanidad progresivamente fue eliminando. No hay tribunal de hechos externos que pueda juzgar como más verdaderos que otros a los momentos de la veridicción.

Los regímenes de verdad jurídicos como constitutivos de la subjetividad En cuanto a la prevalencia que Foucault le da al lenguaje jurídico por sobre otro tipos de lenguajes hay, asimismo, bastante para decir. Específicamente, porque es la puerta de entrada a, quizás, la principal preocupación de Foucault a lo largo de toda su obra y resulta un elemento central para este trabajo, a saber, la problemática de la constitución de la subjetividad y la impronta determinante que los discursos juegan allí. Es entonces recién aquí que es posible vincular historia de la verdad, relevancia de los discursos y constitución de la subjetividad.

Las practicas judiciales –la manera en que, entre los hombres, se arbitran los daños y las responsabilidades; el

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modo en que, en la historia de occidente, se concibió y definió la manera en que podían ser juzgados los hombres en función de los errores que habían cometido; la manera en que se impone a determinados individuos la reparación de algunas de sus acciones y el castigo de otras; todas esas reglas, o, si se quiere, todas esas prácticas regulares modificadas sin cesar a lo largo de la historia– creo que son algunas de las formas empleadas por nuestra sociedad para definir tipos de subjetividad, formas de saber y, en consecuencia, relaciones entre el Hombre y la verdad que merecen ser estudiadas. Esta es pues, la visión general del tema que me propongo desarrollar: las formas jurídicas y, por consiguiente, su evolución en el campo del derecho penal como lugar de origen de determinado número de formas de verdad. (Foucault, 1978: 16)

El punto central aquí es que sumado a lo desarrollado por las críticas feministas, el concepto de persona como sujeto de derecho y la controversia acerca del status de las personas colectivas pueden ser repensadas a la luz de este punto de vista.75 Esto puede ser importante para pensar las posibilidades que tiene una propuesta como la de Butler, en lo que respecta a una efectiva incidencia práctica y no un mero discurrir teórico. Al fin de cuentas, la idea de que las formas del discurso del derecho son constitutivas puede ser una de las razones para desde allí poder pensar nuevas formas de subjetividad alejadas de las estructuras actuales que, aun en Occidente, siguen postergando a las mujeres.

Y también, claro está, puede ser muy útil aun para las identidades de las comunidades ancestrales. Pues lo indígena no es un dato sino la consecuencia performativa de discursos sociales y jurídicos. A tal punto la identidad no es un referente objetivo que no es casual que la gran mayoría de los censos acaben permitiendo que sea el propio consultado el que se autodefina. (Ver Gros, 2000) 75

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En el caso de Foucault, el énfasis en la prioridad al discurso del derecho se expresa especialmente en Vigilar y Castigar y en La verdad y las formas jurídicas:

Esto es en mi opinión lo que debe llevarse a cabo: la constitución histórica de un sujeto de conocimiento a través de un discurso tomado como un conjunto de estrategias que forman parte de las prácticas sociales […] Entre las prácticas sociales en las que el análisis histórico permite localizar la emergencia de nuevas formas de subjetividad, las prácticas jurídicas, o más precisamente las prácticas judiciales, están entre las más importantes. (Foucault, 1978: 15)

Esta afirmación, se inscribe, claro está, en el recordado desarrollo de su idea de sociedades disciplinarias cuyo ejemplo emblemático es el edificio panóptico. Esta cárcel ideada por Bentham, aquella donde el que ve no es visto, sería la representación de una sociedad que interpreta el delito como una afrenta contra ella misma y que ha depositado toda su fuerza punitiva sobre los cuerpos individuales. La pena tiene una doble faz: cumplir una pena por el daño infringido pero, a su vez, impedir la potencial repetición. Este tipo de enfoques separa la ley penal de la falta moral o religiosa. Pero para Foucault, el siglo XIX da un giro y profundiza su acento en el individuo quitando en parte el énfasis en la utilidad social.

De modo cada vez más insistente, la penalidad del siglo XIX tiene en vista menos la defensa general de la sociedad que el control y la reforma psicológica y moral de las actitudes y el comportamiento de los individuos. (Foucault, 1978: 101)

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Como ya se indicó, la persona no se inventó en el siglo XIX pero el correlato de estas modificaciones en la ley penal bien parecen haber profundizado las ideas individualistas que se desarrollaron a partir de la noción de sujeto moderno y que podrían seguirse del trabajo de historia de las ideas que Esposito realizara para encontrar el modo en que el discurso biológico fue impregnando el resto de las disciplinas de la época. Pero como podría inferirse de lo dicho algunas líneas atrás, una clave de lectura de la obra de Foucault podría dirigirse a su obsesión por las formas constitutivas de la subjetividad, algo que, por si todavía no ha quedado claro aún, resulta central para dar cuenta de la preeminencia del sujeto individual de derecho. De aquí que éste sostenga que el modelo panóptico no quedó circunscripto a una forma carcelaria sino que se generalizó hasta alcanzar los hospitales, los colegios y una pluralidad de instituciones. Este conjunto de espacios son determinantes para modelar formas de subjetividad pues resultan instituciones que se encuentran presentes constantemente en la vida de los hombres y mujeres de las sociedades modernas. Más allá de hacer un juicio de valor acerca de las mismas, lo que no se puede negar es que este tipo de instituciones afectan, modelan y construyen estructuras de la representación de la autoconciencia además de transformarse en una red cuya lógica permite que sea el mismo individuo el que reproduzca las condiciones de su sujeción, algo que se ve perfectamente en el ejemplo del panóptico cuando se muestra que la estructura que hace que el vigilador vea sin ser visto produce en el observado una internalización de la conducta “adecuada” aun cuando de hecho no esté siendo observado. En la línea de las formas de constitución de subjetividad, aunque anterior a la sociedad disciplinaria, se encuentra, a su vez, un elemento que puede ser útil para pensar la prioridad del sujeto de derecho individual. Se está hablando, claro está, del origen histórico del alma como parte de un proyecto de economía política que se ejerce sobre los cuerpos. En este sentido, el sistema panóptico aparece como condición de posibilidad a partir de la estructuración de un sujeto 227

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con un cuerpo y una conciencia capaz de apresar y vigilar a su propio cuerpo. De este modo, Foucault arremete no sólo contra el alma cristiana sino también contra nociones que él considera derivadas de ella como psique, subjetividad, etc., que acaban siendo pilares del humanismo moderno cuyo principio central podría ser el de la libertad individual de la conciencia. Este Hombre que se presenta como racional y libre no es más que el efecto de unas relaciones de poder y de sujeción.

Esta alma real e incorpórea no es en absoluto sustancia; es el elemento en el que se articulan los efectos de determinado tipo de poder y la referencia de un saber […] Sobre esta realidad-referencia se han construido conceptos diversos y se han delimitado campos de análisis: psique, subjetividad, personalidad, conciencia […] Pero no hay que engañarse: no se ha sustituido el alma, ilusión de los teólogos por un hombre real, objeto de saber, de reflexión filosófica o de intervención técnica. El hombre de que se nos habla y que se nos invita a liberar es ya en sí el efecto de un sometimiento mucho más profundo que él mismo. Un “alma” lo habita y lo conduce a la existencia, que es una pieza en el dominio que el poder ejerce sobre el cuerpo. El alma, efecto e instrumento de una anatomía política, el alma, prisión del cuerpo. (Foucault, 1975: 36)

Sociedad de seguridad y de control Sin embargo, resulta necesaria una mínima descripción de las transformaciones que han operado en las sociedades modernas occidentales, cambios que han abierto el campo a una línea de trabajo muy prolífica en torno a lo que podría denominarse paradigma biopolítico. El carácter biopolítico de las organizaciones sociales de la actualidad es parte de lo que Foucault llama “sociedad de segu228

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ridad” y Deleuze denomina “sociedad de control”. Se trata de una nueva técnica de gobierno que, por supuesto, coexiste con las rémoras de las sociedades disciplinarias pero que conceptualmente es posible diferenciar. Para Foucault, si las sociedades disciplinarias se caracterizan por instituciones donde lo que prima es el encierro, las sociedades de seguridad, aunque resulte paradójico a primera vista, están pensadas para favorecer la libre circulación. En términos de Lazzarato:

La disciplina impide, la seguridad permite, incita, favorece y solicita. La primera limita la libertad, la segunda –dice Foucault– es productora de libertad. La disciplina es centrípeta, concentra y encierra; la seguridad es centrífuga porque lo que hace es ampliarse para integrar incesantemente nuevos elementos en el arte de gobernar. (Lazzarato, 2006b: 71-72)

Pero para profundizar más las diferencias entre ambos tipos de sociedades puede resultar ilustrativo una contraposición entre los modos en los que en la actualidad funcionan los emblemas institucionales de la sociedad disciplinaria. En este sentido, resulta de gran utilidad ese pequeño artículo que Deleuze (1990) llamó “posdata a las sociedades de control”. Para el coautor de Mil Mesetas, la mutación de un capitalismo menos preocupado ya por la producción de bienes pero más solícito al ofrecimiento de servicios, genera profundas transformaciones que se pueden encarnar en la paradójica figura del deudor: se le ofrece al ciudadano, ahora transformado en simple consumidor, el acceso a bienes y servicios a través de créditos y se lo incita a mantener indefinidamente esa condición de deudor. Tal característica debe leerse, a su vez, a la luz de la disolución de las fronteras políticas estatales y de las identidades nacionales. De aquí que hoy en día sea más importante, a la hora de la circulación, una tarjeta de crédito que un pasaporte.76 229

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Ya no hay ciudadanos encerrados sino consumidores endeudados. Se trata sin duda, de una forma diferente del control y generalmente aquellos pensadores que interpretan las sociedades actuales no hacen un juicio de valor comparativo con las sociedades disciplinarias. En todo caso, el control es sólo una nueva forma de ejercer el poder para el cual “ya no se trata de temer o esperar sino de buscar nuevas armas” (Deleuze, 1990: 116). Ahora bien, ¿cómo ha influido este paradigma de la seguridad en las todavía sobrevivientes instituciones disciplinarias? La comparación resultará elocuente y confirmará el modo en que el poder en la actualidad ya no cesa, no tiene límites y, paradójicamente, se ejerce por fuera de los ámbitos de encierro. Si se toma el caso de la fábrica, está claro que el modelo de producción mecánico fordista que en la repetición generaba la alienación que advertía el marxismo hoy ha sido sustituido por un modelo de trabajo en el que cada vez son menos las fábricas: las que siguen en pie tienen menos empleados y, por sobre todo, el trabajo ya no tiene por qué realizarse dentro de un espacio común. Incluso, el símbolo de la fábrica, la organización del espacio y el tiempo a través de los horarios de entrada y salida, también se ve modificado por una lógica en la que el trabajo no se realiza por horario sino por objetivo. Así, no hace falta un jefe observador ni una tarjeta que controle los horarios: se trata de cumplir con el objetivo, probablemente, a través de una computadora, desde la propia casa del empleado aunque con la posibilidad de que su trabajo se extienda mucho más que ocho horas.

Recuerda Sibilia “En algunos de esos relatos de William Gibson, por ejemplo, los personajes dejan de usar el pasaporte como documento personal de identidad. […] En un sentido semejante se puede interpretar la ironía de un enorme cartel que dominaba, en los años noventa, el sector de migraciones del principal aeropuerto de Nueva York. Una publicidad de la tarjeta de crédito American Express saludaba así a los ciudadanos de diversos países que hacían largas filas para ingresar legalmente a los Estados Unidos: “si usted tiene American Express, no necesita visa”, un juego de palabras evidente con la marca Visa –principal competidora de la compañía anunciante– y el término visa (Sibilia, 2009: 30-31). 76

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En el caso de la escuela sucede algo similar. Si bien los chicos siguen asistiendo a ese lugar común, la revolución tecnológica y la formación entendida como mercancía ha hecho que en los niveles iniciales se fantasee y se aplique, al menos en parte, el proyecto de una educación sin profesores y sin compañeros; una educación solitaria a través de diversos programas instalados en una computadora personal. Asimismo, en los grados superiores, la misma noción de deuda desplaza la formación hacia la adquisición a veces inútil u obsoleta de infinitos títulos de posgrado a los cuales es posible acceder a través de los sistemas “a distancia”. Por otra parte, en el caso del hospital, la posibilidad de la manipulación genética con su consecuente capacidad de prever las propensiones al desarrollo de determinadas enfermedades, es sólo una muestra más de que cada vez hay menos razones para permanecer en el encierro disciplinario del diseño hospitalario. Pero incluso, yendo bastante más allá, resulta también muy ilustrativo otro ejemplo que utiliza Sibilia para dar cuenta del modo en que la vida medicalizada actual escapa a los límites que se le imponía algunos siglos atrás:

Los organismos oficiales de Estados Unidos, por ejemplo, aprobaron un chip subcutáneo identificador para usar en emergencias médicas. Fabricado por una empresa con sede en Florida, el Verichip contiene un código de 16 dígitos que puede ser leído con un escáner y proporciona datos sobre el paciente, agilizando el acceso a sus registros clínicos. Del tamaño de un grano de arroz, se inserta bajo la piel del brazo o de la mano con una jeringa. (Sibilia, 2009: 30)

Por último, la institución disciplinaria por antonomasia no sólo no ha dejado de existir sino que, generalmente, los países donde más se ha desarrollado este tipo de formas de control son aquellos que mayor porcentaje de detenidos tienen en sus cárceles. Sin embargo, las nuevas formas de espionaje a través de imágenes satelita231

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les, redes informáticas y teléfonos celulares que permiten conocer la ubicación de cualquier sujeto esté donde esté, se complementa con las formas de externalización que suponen las detenciones domiciliarias bajo el sistema del collar electrónico que permite seguir los pasos de quien lo posee. Como se indicara algunas líneas atrás, estos ejemplos muestran dos campos de acción del poder: uno que Foucault llamaría microscópico y que se inscribiría sobre los cuerpos individuales y otro omniabarcador que se dirige al control de la vida biológica en general de lo que es el nuevo objeto de estas nuevas sociedades: la población. Si bien resulta difícil esquematizar las transformaciones del pensamiento de Foucault no sería improcedente afirmar que su punto de vista acerca de las sociedades de seguridad y el modo en que se ejerce el poder en ellas, tuvo como proceso paralelo un cambio en el modo en que él teorizó el poder. Dado que este último punto se encuentra a la base de varios de los pensadores que se desarrollaron en este trabajo y resulta útil para las conclusiones del mismo, el próximo apartado se dedicará, justamente, a una breve conceptualización del poder.

Diálogos sobre el poder productivo Si bien existe una tentación a describir el pensamiento filosófico de Foucault como un pensamiento cuyo eje vertebrador ha sido la temática del poder, su autoreflexión aleja de este lugar común y lo vincula más con uno de los temas centrales de este trabajo:

Ante todo, quisiera decir cuál ha sido el objeto de mi trabajo de estos veinte años. No ha sido analizar los fenómenos de poder ni echar las bases para este análisis. Traté, más bien, de producir historia de los diferentes modos de subjetivación del ser humano en nuestra cultura. (Castro, 2004: 263) 232

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Pero más allá de esto, no se puede negar la importancia que Foucault le da al poder a la vez que, como indica Edgardo Castro (2004), resultaría injusto dar por cerrado su punto de vista, antes de la publicación de la totalidad de los cursos del College. Con todo, existen elementos capaces de ayudar a delinear una teoría o al menos unos ejemplos históricos que pudieran derivar en algo similar a un punto de vista coherente acerca del poder77. El primer aspecto de carácter metodológico es, en todo caso, la negación de una visión totalizadora del poder. En este sentido resulta interesante realizar la comparación con otros pensadores y otras teorías que tematizaron el poder y, probablemente, la respuesta que Foucault daría, guarda relación con su propio punto de vista acerca de las estrategias minoritarias. Por otro lado, dejando el campo metodológico y su rechazo a un gran relato del poder al estilo Escuela de Frankfurt, puede resultar útil notar cuáles son los interlocutores de Foucault y es allí que se encuentran lo que el autor de Hay que defender la sociedad llama concepción economicista y jurídica del poder. Este punto de vista entiende el poder desde la perspectiva de la soberanía y, paradójicamente, lo comparte tanto la tradición liberal como la marxista. Ambas miradas entienden el poder como una posesión y que, en tanto tal, adquiere carácter de absoluto.78 De aquí las

“Foucault no ha escrito una teoría del poder, si por teoría entendemos una exposición sistemática. Más bien nos encontramos con una serie de análisis, en gran parte históricos, acerca del funcionamiento del poder” (Castro, 2004: 262). 78 Es interesante la autocrítica que Foucault realiza respecto a la concepción errada que tenía del poder y el modo en que la fue modificando. Así, en una entrevista de 1977 afirma que en 1969 cuando dio aquella conferencia titulada “El orden del discurso” estaba en un momento de transición respecto de su idea del poder “Hasta ese momento aceptaba la concepción tradicional del poder, el poder como mecanismo esencialmente jurídico, lo que dice la ley, lo que prohíbe, aquello que dice no, con toda una letanía de efectos negativos: exclusión, rechazo, barrera, negaciones, ocultaciones, etc. Ahora bien, considero inadecuada esta concepción” (Foucault, 1992: 164). 77

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discusiones de los contractualistas acerca de la legitimidad del poder y la problemática jurídica del contrato, los derechos que se delegan, la retroversión de la delegación, etc. Asimismo, los marxistas lo han entendido también en términos absolutos aunque en este caso, el Estado y el pacto a partir del cual éste tuvo lugar no son más que la ficción por la que una clase social se impone y logra mantener las relaciones de producción. Por otro lado, un segundo interlocutor acerca del poder sería cierta línea del psicoanálisis atravesado por un sesgo marxista que entiende el poder en términos de represión. Sobre este punto, Foucault concibe que el psicoanálisis, entendido como una suerte de discurso liberador, no es más que un tipo de dispositivo que concibe al sujeto como una naturaleza dada que recibiría pasivamente las consecuencias del poder.

Así como no hay que suponer un individuo natural, explicar cómo éste se convierte en sujeto jurídico, sujeto de derecho y, por consiguiente, cómo se genera el soberano y el Estado, tampoco hay que suponer una naturalidad del deseo que la sociedad capitalista vendría a reprimir aliada a la religión. La individualidad no es algo pasivo, dado de antemano, sobre lo cual se aplica el poder […] el individuo es a la vez receptor y emisor del poder. (Castro, 2004: 264)

Pero lo interesante en este sentido es que tanto la visión economicista y jurídica del poder como la freudiana entienden el poder en términos de un bloque homogéneo, una suerte de totalidad de la cual sólo es posible liberarse in toto. En otras palabras, si el poder se presenta como una forma compacta y exterior la única salida es el cambio revolucionario, esto es, la institución de un punto cero, el aniquilamiento total de la totalidad. Contra esto, siguiendo a Castro, Foucault habría paulatinamente dejado de lado la hipótesis Nietzsche que entendía al poder como lucha para ir adoptando finalmente el poder entendido como el problema del gobierno. La problemática del gobierno, 234

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claro está, no refiere al campo jurídico/estatal79 sino que refiere al modo en que el poder funciona, y es allí donde se puede entrever que el poder se relaciona con conducir conductas, la de los otros y la de uno mismo80 :

El poder, en el fondo, es menos del orden del enfrentamiento entre dos adversarios o del compromiso de uno frente a otro que del orden del gobierno […] El modo de relación propio del poder no habría que buscarlo, entonces, del lado de la violencia y de la lucha ni del lado del contrato o del nexo voluntario (que a lo sumo sólo pueden ser instrumentos) sino del lado de este modo de acción singular, ni guerrero ni jurídico que es el gobierno (Foucault, citado en Castro, 2004: 264).

Dicho esto, Foucault intenta mostrar que entiende el poder como una relación y no como aquello que poseerían sujetos con una racionalidad previa e independiente de sus cursos de acción. De esto modo, el poder no se ejerce sobre otro sino sobre las acciones de ese otro que es un otro no cerrado y que se constituye como tal sólo mediante la acción y la relación que establece con un yo (que tampoco está dado).

Incluso Agamben, un pensador que recogió el desarrollo de la biopolítica, parece quedar sumergido en una concepción del poder jurídica. Esto es lo que podría inferirse de la preponderancia que le da al Estado moderno y al derecho al momento de considerar la lógica biopolítica del occidente actual. En este sentido, el universalismo de los derechos humanos descansaría en una moralidad que se manifiesta en un Estado en que la vida natural acaba siendo incorporada en el ámbito del derecho. Ver, por ejemplo, Agamben, 1995: 148. 80 No casualmente uno de sus últimos cursos llevó el título de “El gobierno de sí y de los otros”.Tanto en éste como en El coraje de la verdad aparece el interés por la parresía entendida como el concepto que permite darle unidad a la dimensión ética (con uno mismo) y la dimensión política (con los otros). 79

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A esto agrega Foucault que el poder está en todas partes, lo cual no quiere decir que se presente como totalidad ni que sea imposible resistirlo. Tampoco significa que el poder resida o se circunscriba al Estado sino que hay poder en toda la red de relaciones sociales que atraviesan los hombres y que acaban siendo constitutivas de la subjetividad.

Y todo ello coexiste con numerosos fenómenos de inercia, de desniveles, de resistencias; que no conviene pues partir de un hecho primero y masivo de dominación (una estructura binaria compuesta de “dominantes” y “dominados”), sino más bien una producción multiforme de relaciones de dominación que son parcialmente integrables en estrategias de conjunto. (Foucault, 1992: 181)

No obstante, un punto central es que no toda relación es una relación de poder. En este sentido, la relación de poder se ejerce sobre sujetos libres, lo cual implica que siempre hay posibilidad de decidir resistir, de modificar o de retrovertir esa relación. Cuando no hay libertad, se está frente a una relación de dominación o de coerción física. La novedad de este punto de vista es que abre una serie de caminos que es preciso transitar. En primer lugar, libertad no se opone a poder. En segundo lugar, la liberación no supone necesariamente una revolución política. Por último, en tercer lugar, Foucault deja atrás una concepción negativa del poder para encarar la faz positiva, esto es, el carácter productor del poder y el modo en que éste repercute en la subjetividad. Finalmente, este aspecto productivo es el que también se vincula con la idea de lo performativo y es aquello que permite dar espacio a la posibilidad de resistencias identitarias y transformaciones de la práctica política.

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El camino hacia la estrategia El pensamiento de Foucault resulta relevante para poder encarar la problemática de los sujetos de derecho por fuera de las teorías correspondentistas. En esta línea, la desaparición de la pretensión de una Verdad con mayúscula expresada en la idea de una historia de las formas de la veridicción puede complementarse con el escepticismo cognoscitivo de una teoría del lenguaje como la de Mauthner o los sofistas. Al fin de cuentas, cuando Foucault muestras las formas de exclusión inherentes a todo discurso parece estar presuponiendo que no hay forma de asir lo real que pueda llevar en algún momento a alcanzar una “verdadera verdad” superadora de las veridicciones impuestas por el poder. Asimismo, el pensamiento del autor francés, haciendo especial énfasis en el discurso jurídico, puede dar una buena pauta de la imposición de un modelo individualista en el derecho occidental y, por sobre todo, del presupuesto materialista del cuerpo como receptáculo indivisible de autoconciencia y, por tanto, de derechos. El ejemplo de la invención del alma ha sido, en este sentido, un hallazgo. Dicho de otro modo, el análisis del modelo de la sociedad disciplinaria cuyo paradigma es el panóptico de Bentham, muestra el efecto normalizador de las reglas, lo cual, sin duda, ha sido uno de los fundamentos de los cuales se sirvieron las teóricas feministas para poder hablar de una operación performativa sobre los cuerpos. Este vínculo entre lenguaje y formas de subjetividad puede inferirse de buena parte de la obra de Foucault y queda expresado sin dudas en la elaboración acerca de la parresía que se indicó algunas líneas atrás. Resta, en todo caso, ahora, retomar la pregunta inicial y repensar, hecho este desarrollo, cuál será la mejor forma de proteger a las minorías desde un punto de vista no correspondentista y anclado en un tiempo y espacio sin pretensiones de erigirse en modelo universal y sin compromiso alguno con una metafísica ni individual ni colectiva. Esto es lo que se desarrollará en el último capítulo de la mano de un concepto controvertido: el esencialismo estratégico. 237

CAPÍTULO 10 EL ESENCIALISMO COMO ESTRATEGIA

A lo largo de este trabajo se trató de mostrar cómo el debate entre liberales y comunitaristas alcanzó una especificidad propia en la discusión en torno al sujeto de derecho. Allí se desarrolló la crítica liberal al colectivismo y a sus profundos presupuestos metafísicos que al darle prioridad a lo comunitario por sobre lo individual, acababan abriendo una suerte de caja de Pandora en la que la conquista de la formulación de unos derechos humanos que salvaguardan a los individuos, puede ser amenazada. En esta línea, el liberalismo heredero del pensamiento típicamente moderno parecía llevar las de ganar si se encaraba el tema de los derechos como emergente de la correspondencia con los sujetos individuales. Sin embargo, como se vio a partir del carácter performativo que se sigue del análisis foucaultiano respecto a la verdad y el modo en que el discurso del derecho constituye realidad, algo que se expuso con claridad en la historización de la noción de persona, la aparente objetividad del cuerpo individual como depositario de conciencia y de derechos puede ser puesta en tela de juicio. De hecho, estos intentos deconstructivistas pusieron en evidencia que tanto liberales como colectivistas comparten 239

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presupuestos esencialistas que, en principio, parecerían incapaces de dar cuenta de las nuevas necesidades de las minorías. En este sentido, las feministas críticas o poscolonialistas que denuncian a aquel feminismo liberal que solo representa a las mujeres blancas, occidentales y de clase media cuya única pretensión es la igualdad de derechos, acercaron una gran batería de conceptos transdisciplinarios para permitir expresar la postura de “aquellos/as otros/ otras” descategorizados/as. La deconstrucción del sujeto mujer burgués o del gay liberal se presenta, entonces, como una interesantísima apuesta teórica pero, como ya se indicara, abre un interrogante respecto a los cursos de acción y a la ampliación de derechos de las minorías. En todo caso, las teóricas deconstructivistas se enfrentan al riesgo de, en la necesidad de quebrar la esencialidad de identidades cuyas reivindicaciones en ningún caso resultan antisistémicas o revolucionarias, disolver las identidades minoritarias y, con ello, desprenderse de la base última de unidad y fuerza grupal. Dicho de otro modo, los movimientos de igualación de derechos de los años 50 en Estados Unidos, pudieron estar guiados por paradigmas reformistas que no alcanzaban a trastrocar el statu quo, pero, sin embargo, sus logros no pueden ser despreciados. Incluso sería faltar a la verdad afirmar que estos grupos reunidos en torno a géneros, etnias u orientación sexual, estén actualmente en una situación peor que aquella en la que estaban antes de sus grandes luchas.

Una idea y varios malentendidos Son varias las feministas que aun desde un punto de vista claramente deconstructivo observan las dificultades que podría acarrear la completa disolución del sujeto. Sin embargo, de todas ellas, el caso de Gayatri Spivak parece ser el paradigmático a tal punto que hacia fines de los años 80 formuló uno de los conceptos por la que ha resultado más reconocida: el esencialismo estratégico. Spivak afirma que si la tensión se da entre, por un lado, una esencialidad minoritaria que por su constitución acaba siendo 240

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mayoritaria hacia el interior del grupo (por ejemplo, las mujeres blancas que acaban excluyendo a las negras) y, por otro lado, una disolución de la identidad que evita las nuevas exclusiones pero al riesgo de retroceder el camino transitado en lo que a derechos refiere, la opción es un esencialismo que sea consciente de tal y que se use con fines estratégicos, esto es, para lograr objetivos determinados en coyunturas particulares. El carácter estratégico de esta forma de esencialismo parece presuponer la idea de las identidades ficcionales y la performatividad, ambas desarrolladas anteriormente. Para dar cuenta de este asunto se pueden tomar algunos ejemplos cercanos: en 1991 Argentina fue pionera en la sanción de la ley de cupo femenino para los cargos legislativos, ejemplo que se amplificó a decenas de países. Este tipo de acción afirmativa cuyo objeto era el colectivo mujeres venía a poner fin a toda una historia de discriminación (Ver Borner, Caminotti y Marx, 2007). Se trata, claramente, de pretender una igualación de derechos, pues en ningún momento se intentó generar una transformación radical de las instituciones de la República, sino simplemente alcanzar una ley que pudiera empujar lo que las estructuras políticas reaccionarias intentaban taponar. Sin embargo, desde el punto de vista deconstructivista podrían realizarse varias críticas, entre ellas, que el cupo femenino sólo garantiza la participación de mujeres cuyos intereses o bien son comunes a los de los varones, o bien no son lo suficientemente amplios para incluir al resto de las mujeres. ¿Hay espacio para una mujer indígena, pobre y lesbiana? La ley no lo impide pero de hecho lo que se da es que esas “minorías dentro de minorías” siguen padeciendo la discriminación de otrora81. Sin embargo, estratégicamente, el colectivo

Como se indicase en el capítulo 3, en varios países existe la reserva fija de escaños, aunque siempre vinculado a minorías étnicas y no, por ejemplo, a minorías sexuales. Es el caso de Bután, Croacia, Chipre, Etiopía, Fiji, Mauritania, Nueva Zelanda, Nigeria, Samoa, Singapur, Eslovenia, Suiza y Venezuela, entre otros (Ver Htun, 2004: 441-442). 81

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mujeres ha permitido dar un paso importante. Esto no significa que tal colectivo sea una entidad ontológicamente precisa y delineable. Una vez más, no se trata aquí de volver a un ingenuo descriptivismo, pero podría darse el caso de que conscientes de la ficción de toda identidad individual y grupal, las circunstancias coyunturales inviten a una acción colectiva que gana en capacidad de presión si actúa “como si” fuese una unidad homogénea.82 Un caso parecido es la reciente sanción del matrimonio para personas del mismo sexo. Es posible achacarles a los movimientos de homosexuales que lucharon por la sanción de la norma que se trata de los intereses propios de homosexuales preocupados más por formar un tipo de familia “convencional” con todos los derechos propios de las familias heterosexuales y, por sobre todo, con un fin económico que no aparece en el horizonte de las clases menos aventajadas, esto es, la posibilidad de heredar83. Tal logro no representa los intereses de

En el caso de Argentina, la ley de cupo femenino sancionada en 1991 ha generado una transformación total en la fisonomía del cuerpo legislativo. En la cámara de diputados, en la década anterior a la entrada en vigencia de la ley, la participación femenina osciló entre 4,3% y 6,3%. Sin embargo, desde 1991, se dio primero un salto a 13,6% (período 1993/1995), luego a 28,4 (período 1997/1999) para llegar a 35,8% en la última medición de 2005/2007. Esto, incluso, muestra que la ley ha generado un cambio cultural puesto que el porcentaje de mujeres supera ampliamente el cupo de 30%. En la Cámara de Senadores sucede algo similar: de un 4,2% en el período 1992/1995 a un 42,3% en 2005/2007. Ver Borner, Caminotti y Marx, (2007: 81, 83). 83 Esto se sigue, por ejemplo, de la propia Butler en una entrevista del año 2001 que menciona Mattio (2009): “El haber tomado el derecho al matrimonio como el ítem más importante de la agenda política gay, supone cuatro cuestiones problemáticas: (1) prescribe, alienta y protege relaciones maritales monógamas de larga duración cuando muchos miembros del colectivo GLTTTBI establecen otras formas de intimidad y alianza sexual; (2) rompe su alianza con las personas GLTTTBI solteras, con los heterosexuales fuera del matrimonio, con los padres y madres solteros, y con formas alternativas de parentesco que tienen su propia dignidad e importancia; (3) parece abandonar su interés por el SIDA para producir una imagen pública de nosotros mismos como un conjunto de parejas decentes más que como una comunidad todavía preocupada por los efectos de una epidemia, cuyo adecuado tratamiento sigue siendo escasamente disponible para quienes no tienen medios adecuados; (4) al insistir en la importancia del 82

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miembros de la comunidad que viven en situación de extrema marginalidad y vulnerabilidad. Sin embargo, estratégicamente, la sanción de la ley parece un paso adelante en el reconocimiento de una problemática que eventualmente puede extenderse hacia esas otras reivindicaciones que hoy permanecen sin respuesta. En todo caso, el triunfo cultural que impuso tanto la ley de cupo femenino como la ley de matrimonio igualitario (2700 parejas casadas en el primer año), resulta suficiente para ser optimistas respecto del futuro. La propuesta de esencialismo estratégico se circunscribe, en el caso de Spivak, al marco de los estudios sobre grupos subalternos en el horizonte de la problemática de la descolonización de la India. Probablemente influenciada por su particular historia de vida, historia que incluye ser mujer, feminista, neomarxista y haber nacido en la India pero vivir en los Estados Unidos, Spivak formula una hipótesis bastante incómoda para varios de los desarrollos anticolonialistas. En este sentido, el sujeto que, siguiendo a Gramsci, ella llama “subalterno” y que se encuentra en los márgenes del discurso, no es un sujeto transparente, claro, preciso y puro. Menos aún se trata de un sujeto estable pues esto la acercaría a aquel humanismo que ella explícitamente ataca y que hace derivar la identidad de los presupuestos metafísicos de la conciencia transcendental moderna. El subalterno, en todo caso, alcanza una conciencia histórica “impura” que incluye no sólo su perspectiva sino también la de la mirada de aquel “otro”, del colonizador84.

status marital para el logro de los beneficios relativos a la seguridad social, se argumenta como si quienes están fuera de la pareja tradicional –ya porque no tienen pareja estable, ya porque forman alianzas no tradicionales–no fueran dignos de percibir tales beneficios”. 84 Es muy interesante el artículo de Chakrabarty (2002) en torno al modo en que surgen los estudios sobre subalternidad, desde el intento allá por principios de los años 80 de conformar el comité editorial de una revista cuya pretensión era desarrollar debates en torno a la escritura moderna de la india, hasta aquello en lo que se ha transformado hoy, esto es, un campo de especialización académica que tiene departamentos en las universidades de todo el mundo y que ha sido del interés de buena parte de los teóricos del poscolonialismo.

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Pensar que la resistencia del subalterno debe alcanzar una supuesta esencia que permaneció oculta por las fuerzas que lo sojuzgaron es, como mínimo, una ilusión ingenua dentro de las “reglas de la modernidad” que no puede quebrar la noción de sujeto, conciencia y voluntad, algo que aquí se vio con el desarrollo de Esposito; y responder al esencialismo moderno con otro esencialismo que habría permanecido sojuzgado, no es respuesta aceptable para el punto de vista deconstructivista de esta heredera de Derrida. Sin embargo, por lo que se decía algunas líneas atrás, esto no implica que la conciencia subalterna sea inútil en determinando momento de la disputa contra el colonizador, de lo que se sigue la importancia de asumir la conciencia subalterna como el fruto consciente que deriva, ya no de una esencia por descubrir, sino de una ficción teórica. En términos posestructuralistas, la autora [Spivak] supone que la conciencia subalterna –siempre mediada por el discurso de las elites– sólo es recuperable como el “efecto-de-sujeto-subalterno”. Es decir, el agente detrás de la acción, aquello que parece obrar como sujeto no es más que el resultado de una abigarrada red discontinua en la que confluyen numerosas hebras políticas, ideológicas, religiosas, históricas, etc. Sólo el hábito metafísico continuista y homogeneizante nos hace concebir al efecto como una causa fija y estable; sólo por una operación metaléptica se postula detrás de las acciones rebeldes la existencia de un sujeto soberano y determinante, de una conciencia subalterna, objeto de la indagación historiográfica. Leyendo a contrapelo, Spivak entiende que el proyecto de recuperación de la conciencia de los subalternos sabe de dicha metalepsis que sitúa al efecto-de-sujeto como subalterno; en cuyo caso, dicho recurso metodológico ha de ser interpretado como “un uso estratégico del esencialismo positivista en aras de un interés político escrupulosamente visible”. (Mattio, 2009: 2)

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En términos de Spivak, podría decirse que el mundo posdeconstrucción que arroja que lo existente no es más que efecto, genera un interrogante en la práctica de adquisición de derechos de las minorías pues el lenguaje del derecho, como ya se ha indicado, se encuentra comprometido con una idea particular de la agencia, la identidad y la voluntad. Dicho de otra manera, un mero efecto no puede reivindicar derechos de manera que esa pendiente resbaladiza que el paradigma moderno compele a realizar y que obliga a suponer lógicamente que detrás de un efecto debe haber una causa, no es una descripción objetiva del mundo pero sí una idea capaz de adquirir las cualidades para poder exigir derechos. La conciencia subalterna como tal no existe pero sólo si se hace “como si” existiese, podrá recibir la protección de un sistema jurídico moderno. En el ya citado In Other worlds, Spivak refuerza su idea de esencialismo estratégico, hablando de una suerte de “deconstrucción afirmativa”, esto es, una tarea que no sólo es crítica sino propositiva:

If it were embraced as a strategy, then the emphasis upon the “sovereignity,… consistency and …logic” of “rebel consciousness” can be seen as “affirmative deconstruction”: knowing that such an emphasis is theoretically non-viable, the historian then breaks his theory in a scrupulously delineated “political interest”. If on the other hand, the restoration of the subaltern´s subject-position in history is seen by the historian as the establishment of an inalienable and final truth of things, then any emphasis on sovereignity, consistency, and logic will, as I have suggested above, inevitably objectify the subaltern and be caught in the game of knowledge as power. (Spivak, 1987: 207)

Esta misma idea aparece en una entrevista que ella dio un año antes, en 1986, donde se pronuncia sin ambages: “Since one cannot not be an essentialist, why not look at the ways in which one 245

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is essentialist, carve out a representative essentialist position, and then do politics according to the old rules whilst remembering the dangers in this”. (Spivak, 1990: 45) Por último, la misma lógica estratégica aparece en otra entrevista realizada también en 1986 cuando resulta interpelada respecto del lugar de la mujer. Allí, cuando era de esperar que una deconstructivista radical afirmara que el esencialismo mujer como opuesto a varón, debiera ser ciego a las diferencias al interior del grupo, Spivak hace un llamado a una contextualización de la disputa y a una evaluación coyuntural que pudiera arrojar el mejor camino a seguir. Una vez más, Spivak está pensando en términos prácticos en un momento en el que los derechos de las mujeres han avanzado pero que están lejos de alcanzar la igualdad con los hombres. En este sentido, más allá de las diferencias al interior del grupo, el enemigo es el falocentrismo y no la sinécdoque por la cual un grupo de mujeres en condiciones favorecidas generaliza sus reivindicaciones y aparece como representando el conjunto del colectivo mujer.

It seems to me that if one´s talking about the prime task, since there is discursive continuity among women, the prime task is situational anti-sexism, and the recognition of the heterogeneity of the field, instead of positing some kind of woman´s subject, women´s figure, that kind of stuff. (Spivak 1990, 57-58)

Sin embargo, como se indicó algunas líneas atrás, el particular itinerario nómade de Spivak hizo que la idea de esencialismo estratégico haya sido puesta en cuestión por ella misma en entrevistas que diera algunos años después. Así, paradójicamente, Spivak acaba renegando de uno de los conceptos que más notoriedad le dio. No obstante, como suele suceder a menudo, varios teóricos son reconocidos por una suerte de caricaturización de sus propias ideas, precio que en muchos casos parece el costo inevitable de una divulgación masiva. 246

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Como no podía ser de otra manera, el diagnóstico de una mala utilización de una idea eminentemente práctica y sus consecuencias en el campo de batalla, hicieron que, ya en el año 1993, Spivak advirtiera que deseaba despojarse de la idea de esencialismo estratégico, pues según ella, ésta fue utilizada y acabó siendo funcional a los sectores del feminismo que intentaba combatir. En otras palabras, la idea de una esencia provisoria atada a una determinada coyuntura fue la excusa perfecta para los feminismos más conservadores que hicieron de la esencialización su rasgo distintivo. Así, del esencialismo estratégico sólo quedó el esencialismo y con ello una noción claramente excluyente del resto de las identidades, sean étnicas, de clase, de nacionalidad o de objeto de deseo, que conviven dentro del colectivo mujeres.

When in the United States, the statement “the personal is political” came into being, given the socio-intellectual formation, it really became quite quickly “only the personal is political”. In the same way, my notion just simply became the union ticket for essentialism. As to what is meant by strategy, no one wondered about that. (Spivak, 1993: 35)

Frente a esto, entonces, Spivak abogó por ideas que se desarrollaron en este mismo trabajo, esto es, la apuesta por un “tráfico provisional” de esencias, algo que, por cierto no la aleja demasiado de su visión estratégica. Si bien ella misma parece identificarlo cuando indica que va a renegar del término esencialismo estratégico por el uso que se le dio, pero que no piensa renunciar a su idea en tanto proyecto (Spivak, 1993:35), cabe reforzar que la mala interpretación, o el uso abusivo de tal concepto no lo invalida pues la crítica no debe caer sobre el concepto sino, justamente, sobre su uso abusivo. Probablemente las continuas reformulaciones de las ideas de Spivak, algo que, más que avergonzarla, es interpretado como la lógica propia de un coherente y constante deconstructivismo, no 247

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hayan ayudado a echar luz sobre la propuesta estratégica más allá de que, con otra terminología, no son pocas las teóricas que la utilizan. Sin ir más lejos, Butler, en un texto que recoge una charla de 1992 en el que también intervienen Stanley Aronowitz, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Joan Scott y Cornel West, realza el valor de aquel grupo de feministas que ayudaron a reconsiderar el esencialismo. Si bien Butler no se siente parte de este grupo que incluye a Spivak, Schor y Fuss, le reconoce el mérito de explorar la inevitable centralidad que el esencialismo puede tener como fundamento de resistencia contra-hegemónico en las sociedades de hoy. A Butler le incomoda la idea de esencialismo estratégico, si bien probablemente esta incomodidad se deba a una mala interpretación. Para ser más específico, da la sensación de que Butler interpreta al esencialismo estratégico como el llamamiento a agenciarse para siempre en un tipo de discurso que reivindica una identidad fija e inmutable. Sin embargo, desde el punto de vista de este trabajo, la idea misma de estrategia impide tal interpretación pues supone que es posible “cambiar de esencia” a los fines prácticos de determinada coyuntura. Un esencialismo estratégico anclado en una única identidad fija e inmutable hablaría más de una limitación antes que de una posibilidad. En términos de Butler: “I prefer to think about the invocation of identity as a strategic provisionality, using the term, but knowing when to let it go, living its contingency, and subjecting it to a political challenge concerning its usefulness” 85. (Butler, Aronowitz, et al, 1992: 110) Pero independientemente de si Butler interpreta mal o bien la idea de Spivak, está claro que está intentando separarse de cual-

De hecho, en esta misma charla Mouffe acusa a Butler de que su postura no evita las debilidades de la noción spivakiana de “esencialismo estratégico” (Butler, Aronowitz, et al., 1992: 115-116). 85

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quier tipo de esencialismo que pudiera derivar en una identidad heredera de los ideales de la modernidad. Por ello, si es que hay algún tipo de esencialismo que reivindicar, éste sería, para Butler, aquel que podría seguirse del punto de vista de Schor y que sería una suerte de esencialismo mimético, algo que resulta funcional al desarrollo de la performatividad que se hizo algunos capítulos atrás y que incluye nociones derridianas como iterabilidad y citacionalidad. Pensar el género como algo dado, cerrado y previo al lenguaje y a las performances, es una ilusión riesgosa.

En un deseo comprensible de forjar vínculos de solidaridad, el discurso feminista se ha basado frecuentemente en la categoría mujer como un presupuesto universal de una experiencia cultural cuya universalidad estatutaria entraña la falsa promesa ontológica de una probable solidaridad política. (Butler, 1998: 303)

Sin embargo, como ella misma aclara unas líneas más adelante, el enemigo no es la estrategia o la provisionalidad sino los riesgos de que aquello que fue en un momento un uso práctico anclado en una coyuntura, acabe sedimentándose y naturalizándose. El pasaje recién citado da a entender que estratégicamente, en un horizonte claramente patriarcal, había una necesidad de ficcionar una unidad del colectivo mujer más allá de que los triunfos en cuanto a igualación de derechos refieren, puedan haber sido la excusa para invisibilizar las diferencias al interior del grupo. Con razones similares a las que esgrimió Spivak para rechazar la utilización del esencialismo estratégico, Butler afirma:

En una cultura en que se ha considerado la mayor parte de las veces el falso universal “hombre” como co-extensivo de la humanidad misma, la teoría feminista ha buscado con éxito traer la especificidad de la mujer a la luz y reescribir la historia de la cultura en términos que reconozcan

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la presencia, la influencia y la opresión de las mujeres. No obstante, en este esfuerzo para combatir la invisibilidad de las mujeres como categoría, las feministas corren el riesgo de traer a la luz una categoría que puede ser o no ser representativa de la vida concreta de las mujeres. (Butler, 1998: 303)

Por último, en referencia explícita a Spivak, Butler intenta desmarcarse de las consecuencias que acarrearía su propuesta de “esencialismo estratégico”, intención que, como se indicase más arriba, es, desde el punto de vista de este trabajo, producto de la interpretación errónea que efectúa la autora de El género en disputa.

Spivak ha argumentado que las feministas necesitan contar con un esencialismo operacional, una falsa ontología de las mujeres como categoría universal, para avanzar en un programa político feminista. Ella sabe que la categoría de “mujeres” no es plenamente expresiva, que la multiplicidad y la discontinuidad de las referencias burlan e impugnan la univocidad del signo, pero sugiere que puede ser utilizada con un fin estratégico […] Pero una cosa es utilizar el término y conocer su insuficiencia ontológica, y otra cosa muy distinta es, para la teoría feminista, articular una visión normativa que celebre o emancipe una esencia, una naturaleza, o una realidad cultural compartida imposible de encontrar. La opción que estoy defendiendo no es la de redescribir el mundo desde el punto de vista de las mujeres. Yo no sé qué es ese punto de vista, pero sea cual fuere, no es singular, y no está en mí adoptarlo. (Butler, 1998: 312)

En síntesis, tanto Spivak y Butler reconocen que el esencialismo es el precio necesario para la estrategia emancipadora de las minorías, en este caso, de las mujeres. En este sentido, el desacuerdo es sólo aparente y es producto de la incorrecta interpretación que pensadoras como Butler hicieron de la propuesta 250

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original spivakiana del esencialismo estratégico.86 Han sido este tipo de malas interpretaciones las que obligaron a la autora de Can the subaltern speak, a rechazar la utilización del término sin rechazar su proyecto, el cual no diverge ni del de Butler ni, podría afirmarse desde aquí, de aquel de Braidotti que se desarrollara algunos capítulos atrás. Se trata, entonces, de llevar adelante una política de liberación que en el plano teórico supone una deconstrucción de las identidades sedimentadas para mostrar que éstas no son naturales ni previas a las determinaciones del lenguaje y de la cosmovisión occidental. La finalidad de la intervención política, claro está, no es la mera igualación de derechos liberales sino quebrar esa lógica sistémica. Sin embargo, más allá de que obviamente no opere en estas autoras una concepción teleológica, el esencialismo como estrategia es un paso necesario en la coyuntura actual. La única advertencia, en todo caso, es el esfuerzo de asumir que el proceso de liberalización de los cuerpos generizados no acaba allí y que debe seguir hasta quebrar la lógica binaria que lo encorseta.

El sujeto moderno detrás de la voluntad performativa Las razones por las cuales el esencialismo, aun en su carácter estratégico, no puede transformarse en la forma adecuada de una real liberación, ha sido desarrollada en los capítulos anteriores

Puede interpretarse como sintomático que un téorico y activista gay como David Halperin llame a una reapropiación estratégica del pensamiento de Foucault, esto es, de probablemente, uno de los máximos referentes de Butler y Spivak: “Gradualmente los gays de Estados Unidos hemos comprendido que lo que debemos enfrentar para sobrevivir en esta era genocida no son sólo los agentes específicos de opresión […] sino más bien las estrategias pregnantes y polimorfas de homofobia que modelan los discursos públicos y privados […] Los discursos homofóbicos funcionan más bien como piezas de estrategias más generales y sistemáticas de deslegitimación. Si hay que resistirlos, debemos hacerlo estratégicamente –es decir, combatiendo una estrategia con otra” (Halperin, 2004: 55). 86

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pero para retomar tal cuestión puede ser útil encarar una crítica que, al fin de cuentas no es demasiado distinta a la que Derrida le formulara a Austin en lo que respecta a la impronta moderna que supondría que detrás de cada acto performativo hay una voluntad, una conciencia, un sujeto. Esta misma crítica es la que realiza Laclau en la conversación citada algunos párrafos antes. (Ver Butler, Aronowitz, et al, 1992) El autor de La razón populista por un lado advierte acerca de la plurivocidad del término esencialismo, el cual desde algunas corrientes filosóficas es interpretado como aquello incapaz de ser corruptible. En este sentido, hablar de un esencialismo estratégico pareciera impropio pues la estrategia supone la posibilidad de modificación. Por otro lado, en lo que se mencionaba algunas líneas atrás y es la crítica más importante, la idea de estrategia descansa en la posibilidad de manipulación y no existe manipulación en sí sino que la estrategia es siempre estrategia de un algo que está por detrás. Ese algo, claro está, es el sujeto. Lo interesante es que esta crítica se le hace a Butler y no a Spivak, de lo cual se seguiría que Laclau entiende que la propuesta de Butler no difiere de la autora de origen indio. Sin embargo, la respuesta de Butler es la misma que utilizó para desmarcarse de Austin y es la que fue desarrollada aquí en capítulos anteriores, esto es, la performatividad del género y del cuerpo entendida como una sucesión de actos sin sujeto preexistente: puros efectos que dan a entender una (falsa) causa. Sin embargo tampoco resulta fácil aceptar la postura de Butler porque no resulta claro qué entidad es la que decide llevar adelante esa sucesión de actos performativos liberalizadores e iterables cuyas repeticiones nunca son idénticas y que podrían a la larga derivar en una nueva identidad. Desde el punto de vista de este trabajo, se considera que efectivamente Butler queda presa de la idea de sujeto moderno, algo que se vislumbra con claridad cuando reconoce que el sujeto capaz de producir el cambio es un “sujeto sujetado” dentro de las categorías metafísicas binarias de occidente. Sin embargo, se puede considerar que esto no tiene por qué resultar problemático. En este sentido, ante las críticas que Derrida o Laclau pudieran hacerle a Austin, la respuesta que desde aquí se daría es “sí, efectivamente, se presupone 252

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un sujeto detrás de la acción performativa”. Tal presupuesto no es una elección sino el dato producto de la sedimentación de acciones performativas desde las cuales indefectiblemente parte cualquier elaboración en el siglo XXI. Obviar esto supondría la contradicción de intentar establecer una propuesta con incidencia práctica y que al mismo tiempo se encuentre completamente desvinculada del mundo y la tradición de la cual es parte. Es necesario, entonces, partir de ese “sujeto sujetado” para erigir desde allí una estrategia emancipatoria que seguramente pueda ir mucho más allá que la mera igualación de derechos liberal. Qué es ese “más allá” es algo imposible de responder desde aquí pero se puede otorgar el beneficio de esa posibilidad. Mientras tanto, (y cuánto será ese “mientras tanto” tampoco es algo que se sepa a ciencia cierta), estratégicamente el esencialismo de la persona afincada en la metafísica del sujeto moderno con su idea de voluntad, conciencia, etc., es la plataforma necesaria para desde allí exigir una igualdad de derechos que objetivamente ha mejorado la condición de los hombres y mujeres que forman parte de minorías. Renunciar a esto sería un retroceso en nombre de una supuesta necesidad de deconstrucción identitaria que raramente surge como propuesta de los propios damnificados. No se ha escuchado a refugiados de la ex Yugoslavia ni a los parias que escapan hacia las costas de Europa encima de neumáticos, exigir la deconstrucción de su identidad y denunciar el sistema de los derechos liberales. Tampoco se observan gitanos o kurdos promoviendo la idea de una identidad deconstruida que es “puro efecto”. Más bien aparece la necesidad de ser reconocidos por el Estado porque esa es la llave a la posibilidad de recibir los mismos derechos que cualquier otro ciudadano. Plantear que estas exigencias derivarán en una esencialidad fija que no permite la diferencia es una ofensa a todos estos seres humanos87.

Aun Butler, que, como se observó, es una de las críticas más feroces a los esencialismos humanistas liberales, reconoce la importancia de la lucha en torno a la igualación de derechos: “Dentro del feminismo parece haber cierta necesidad política de hablar como y para las ‘mujeres’, y yo no disputaría esa 87

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Palabras finales: lineamientos para una propuesta estratégica sin metafísica Llegando a la última parte de este trabajo cabe mencionar que se considera haber dado importantes elementos para corroborar las hipótesis que se mencionaron en un principio. Así, a partir de lo dicho en los capítulos donde se atacaba tanto al holismo culturalista, como a la presunta natural unidad del cuerpo individual, se entiende que se han dado buenas razones para sustentar que tanto el comunitarismo como el liberalismo se apoyan en arraigados principios metafísicos incapaces de justificarse públicamente en sociedades multiculturales como las actuales. Dicho esto y a manera de resumen, entonces, podría indicarse que, retomando lo desarrollado en los últimos capítulos, debería quedar claro que la advertencia en torno a que tanto liberales como comunitaristas poseen fuertes cargas de metafísica esencialista, derivó en la necesidad de una tarea deconstructiva que, sin embargo, no parecía ofrecer lineamientos prácticos superadores que pudieran significar una verdadera protección para las minorías implicadas. En este sentido, los no esencialistas brindan una interesantísima batería de conceptos para allanar la elaboración y desnaturalizar el presunto descriptivismo del lenguaje del derecho; sin embargo, en qué tipo de derechos derivaría la desidentificación es una incógnita. En esta línea, más allá de los ejemplos dados, es preciso mencionar el testimonio de una teórica negra que en primera persona permita un ejercicio empático que ayude a repensar estrategias.

necesidad. Seguramente, ésa es la manera en la que la política representativa opera, y en este país los esfuerzos del cabildeo son virtualmente imposibles sin recurrir a políticas de identidad, así que estamos de acuerdo en que las manifestaciones y esfuerzos legislativos y los movimientos radicales necesitan hacer reclamos en el nombre de las mujeres” (Butler, 1992: 32).

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Para los negros, entonces, la batalla no es la de la deconstrucción de los derechos, en un mundo de no derechos; tampoco la de construir afirmaciones sobre necesidades en un mundo de abundantes y obvias necesidades. Más bien, el objetivo es encontrar un mecanismo político que pueda enfrentar la negación de la necesidad. El argumento de que los derechos son inútiles, incluso perjudiciales, trivializa este aspecto específico de la experiencia negra, así como la de cualquier persona o grupo cuya vulnerabilidad ha sido verdaderamente protegida por el derecho […] Para los históricamente impotentes, la concesión de derechos es símbolo de todos los aspectos de su humanidad que le han sido negados: los derechos implican un respeto que lo ubica a uno en el rango referencial de “yo” y otros, que lo eleva del status de cuerpo humano al de ser social (Brown y Williams, 2003: 53-55).

En esta misma línea, respecto a la lucha que significó para los oprimidos la adquisición de derechos, Williams afirma:

Es verdad que los negros nunca creímos del todo en los derechos. Pero también es verdad que los negros creímos en ellos tanto y tan fuertemente que creamos vida donde no había; nos asimos a ellos, pusimos la esperanza de ellos en nuestros vientres, fuimos sus madres, no las madres de sus conceptos. Y este proceso no fue el seco proceso de la reificación, en el que la vida se exprime y la realidad se desvanece a medida que el determinismo conceptual se endurece alrededor; sino su opuesto. Fue la resurrección de la vida entre cenizas de cuatrocientos años. Crear algo de la nada exigió mucho fuego alquímico –la fusión de toda una nación y encender a varias generaciones […] Al descartar los derechos completamente, uno descarta un símbolo demasiado arraigado en la psiquis de los oprimidos como para que se pierda sin trauma y mucha resistencia. (Brown y Williams, 2003: 70-73)

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Por otra parte, a partir del capítulo 5 se dieron las razones por las que se considera que el lenguaje performativo del derecho arroja como consecuencia el carácter estrictamente ficcional de la idea de persona. Esto, claro está, no sólo sirve para poner en tela de juicio la referencia empírica de una titularidad colectiva, sino que también socava el representacionalismo liberal que descansa en los presupuestos de unidad del sujeto humano, unidad que incluye a la voluntad, la conciencia y la racionalidad como inherentes al receptáculo pasivo que es el cuerpo. Por último, por lo dicho en este último capítulo, se considera que existen buenas razones para suponer que la deconstrucción teórica de estos esencialismos no lleva a una propuesta política plausible para la defensa de los derechos de las minorías. En este sentido, la perplejidad que puede generar el haber desenmascarado los presupuestos metafísicos de las tradiciones en pugna en paralelo al ejercicio deconstructivo y desidentificatorio que no deja espacio para una política de protección efectiva, conlleva a la necesidad de la defensa de un esencialismo estratégico tal como se indica en una de las hipótesis de este trabajo. Pero, entonces, en este punto, cabe preguntarse qué se puede derivar de aquella controversia en torno a los derechos individuales y colectivos y, en todo caso, qué utilidad puede tener ésta a la hora de proteger minorías. En todo caso, debería colegirse de lo dicho en este trabajo que la estructura de los sistemas jurídicos con esta tensión entre derechos cuya titularidad difiere, obligaría a rediagramar un sistema que esté más allá de ellos. Sin embargo, como se sigue de la última hipótesis, se considera que tal estrategia sería un error. En este sentido sería interesante retomar algunas de las ideas de Kymlicka para, tras realizar sustanciales modificaciones, erigir algunos lineamientos para una propuesta. El canadiense evaluaba que era necesario, a la hora de proteger minorías, otorgar a éstas lo que él llamaba “derechos en función de grupo” que no funcionasen como restricciones internas. A partir de aquí se observó cómo las restricciones internas son propiedad de algunos tipos de derechos cuyo objeto es particular pero que, en todo caso, la principal controversia se da con aquellos cuya titularidad es co256

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lectiva. Se seguía de allí que eran bienvenidos todos los tipos de derechos ejercidos por grupos pero cuya titularidad seguía siendo individual. En el caso de Kymlicka, claro está, tal idea acababa justificándose en su explícito liberalismo que erige a la autonomía como el valor máximo. Asimismo, como se vio en los capítulos posteriores, el individualismo propio del liberalismo descansa en principios metafísicos controvertibles y fue el ejercicio deconstructivo que se realizó especialmente a partir de los capítulos posteriores hasta llegar a la historización de la verdad realizada por Foucault, lo que permitió desnudar la falsa pretensión descriptivista del cuerpo como receptáculo objetivo de derechos. Dicho esto, se considera que la propuesta de Kymlicka es adecuada, esto es, debiera permitirse todo tipo de derecho en función de grupo que pudiera ayudar a la concreción de varias de las reivindicaciones minoritarias. Sin embargo, a diferencia del canadiense, se entiende que tal afirmación se basa no en un presupuesto metafísico liberal sino simplemente en una estrategia. Esto quiere decir que en el contexto actual de ingreso a la segunda década del siglo XXI y teniendo en cuenta el proceso de profundas transformaciones que se dieron a lo largo del siglo XX, la protección de los derechos individuales es la mejor manera que se ha encontrado hasta el día de hoy para dar cuenta de la situación de las minorías. Que muchos de estos grupos sean vistos como seres humanos de tercera clase no es un problema de los derechos individuales sino, en todo caso, de su incumplimiento. ¿Esto compromete con una visión del cuerpo como dato objetivo prejurídico y prelinguistico? No, pues se es consciente que la noción de persona descansa en las ficciones performativas erigidas desde el derecho romano hasta nuestros días. Como indicaba Vaihinger, para que la ficción tenga sentido debe ser útil, algo que parece haberse probado en la incontrovertible mejora que han recibido importantes proporciones de la humanidad desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En este sentido, las razones para no adoptar aquellos derechos de titularidad colectiva no obedecen a su desprecio por la metafísica liberal sino a que la historia del siglo XX ha demostrado que frente a la prepotencia de los colectivos Estados, el único freno ha sido la promulgación 257

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de un conjunto de derechos individuales. Tales derechos no son trascendentes ni emergentes de una moral universal. Son productos históricos, consecuencia de una lógica y de una voluntad de verdad propia del mundo occidental y seguramente, en tanto coyunturales, variarán en un futuro. Sin embargo, al día de hoy resultan profundamente útiles. De este modo, se considera que la claridad con la que se ha demostrado que el lenguaje del derecho no es descriptivo de una ontología objetiva y que ha sido éste quien performativamente ha creado los sujetos a los cuales refiere, no implica que el único curso de acción sea una total desidentificación revolucionaria. Se trata de asumir los condicionamientos históricos y reconocerse, para bien o para mal, como sujetos herederos de la modernidad. En este sentido, la denuncia de una ontología y una metafísica violenta y ordenadora a partir del lenguaje del derecho, no debe suponer como consecuencia necesaria la renuncia al lenguaje de los derechos y a las identidades herederas de la modernidad. Quienes consideren poseer una estrategia superadora de la lógica individualista que admite derechos de grupo siempre y cuando sean de titularidad individual, son los que llevan la carga de la prueba y los que deben demostrar en la práctica que las minorías vivirían mejor bajo un nuevo paradigma. En este sentido, si la idea de persona genera una igualdad que independientemente de ser ficcional es funcional a la protección de una importante porción de hombres y mujeres del mundo, ¿es relevante la crítica, por cierto, descriptivamente verdadera, que denuncia que la máscara no es más que un artificio creado por el derecho occidental? Dicho esto y para finalizar, se considera necesario indicar algunas líneas que pueden derivarse de este trabajo y que eventualmente desembocarían en desarrollos posteriores. En este sentido, para investigaciones futuras cabe profundizar en una perspectiva que aparece en esta tesis pero que puede ser profundizada. Se trata de adoptar la perspectiva de las propias minorías y la de los sujetos en general para indagar en los modos en los que la acción individual o colectiva puede afectar las instituciones. En otras palabras, se trata de determinar si la 258

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performatividad del lenguaje del derecho deja intersticios que permitan prever la posibilidad de algún tipo de acción transformadora desde el punto de vista de los sujetos. En esta línea, podría retomarse uno de los aspectos centrales de este trabajo, a saber, la noción de “paradoja de la sujeción” (Butler, 1993). Como se vio anteriormente, tal paradoja se produce puesto que si se considera que, siguiendo a Foucault, la matriz de los discursos históricos es la que constituye y a la vez brinda la condición de posibilidad de los sujetos, cualquier estrategia liberadora depende de este constructo generado a partir de las normas que se intenta subvertir. Tal idea resultó estimulante porque permitía justificar una de las propuestas de este trabajo, esto es, aquella vinculada a la necesidad de reconocer no sólo que cualquier intento transformador parte del sujeto presente sino que más allá de la impronta metafísica del sujeto, la lógica de los Estados modernos, con su énfasis en una matriz jurídica, puede ser una interesante plataforma desde donde partir, especialmente si se la compara con la situación de la humanidad previa a la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Pero más allá de la propuesta de Butler, como se indicara más arriba, el trabajo aquí presentado hace especial énfasis en la perspectiva que va de la institución al sujeto, dejando para futuras investigaciones, la elaboración que va en sentido contrario, esto es, la que adopta la perspectiva que va desde el sujeto a la institución. Esto es lo que se sigue de los análisis de los últimos cursos de Foucault especialmente en los puntos donde se hace hincapié en el cuidado de sí. En este sentido, al menos en esta última etapa, el francés parece entender que la constitución del sujeto no es completamente determinada por las relaciones de poder y las prácticas históricas de la verdad sino que existen intersticios donde intervienen las prácticas éticas del sujeto. Este margen o espacio de libertad es coherente con esa concepción del poder que elude el modelo soberano-súbdito y amo-esclavo, para hacer énfasis en las relaciones y en el modo en que el poder se encuentra diseminado como una red. 259

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En este sentido, sería relevante para futuras investigaciones indagar en las posibilidades de constituir nuevas subjetividades explorando las dimensiones éticas (entendidas como el cuidado y el gobierno de sí) y políticas (entendidas como el cuidado y el gobierno de los otros) (Foucault, 1984, 2002, 2008, 2009) en el marco de una matriz jurídica que, a pesar de haber actuado performativamente sobres sus destinatarios, puede ser la base desde la cual es posible subvertir ese orden de modo que sea más permeable a las nuevas reivindicaciones identitarias. En esta línea, algunos objetivos de una futura investigación podrían ser profundizar la relación existente entre los modos de fundamentar la libertad del sujeto y el discurso institucional del derecho articulado especialmente a través del desarrollo histórico de la noción de persona entendida como sujeto jurídico; explorar las consecuencias que acarrearía para la idea de libertad del sujeto una concepción del poder entendida de modo bilateral, alejada de los esquemas clásicos soberano-súbdito, y realizar un análisis comparativo de las diferentes propuestas contemporáneas en torno a las posibilidades de acción ética y política (en el sentido que les da Foucault) de los sujetos. Seguramente respondiendo a estos interrogantes podrá erigirse una teoría y una práctica que, indagando en el modo en que pueden influir los actos performativos constituyentes de subjetividad en la lógica institucional del derecho occidental, sea capaz de constituir una plataforma desde la cual las nuevas formas identitarias encuentren un espacio y nuevas categorías de derechos capaces de absorber las transformaciones y la complejidad de un mundo en el que la norma parece ser la diversidad.

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2014, en la ciudad de La Plata, Buenos Aires, Argentina

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