El símbolo del camino en Rosalía de Castro y Antonio Machado

Share Embed


Descripción





ABAD, Alfredo Andrés, «Rimbaud, desplazamiento y nomadología», en A Parte Rei: Revista de Filosofía, 63, Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia, 2009. Extraído de
VVAA, Acordes, Zaragoza, Gabinete de ediciones artísticas, en imprenta.
«Rosalía de Castro: su autoconcepto como poeta y como mujer», en Actas do Congreso Internacional de estudios sobre Rosalía de Castro e o seu tempo (I), Santiago de Compostela: Consello da Cultura Galega/Universidade de Santiago de Compostela (1986), 65 – 72.
«Rosalía de Castro's En las orillas del Sar: A Psychoanalytical Interpretation», Symposium, 1972
«'Saudades' as Structure in Rosalía de Castro's En las orillas del Sar», Hispanic Journal, V, 1 (1983), 29 – 41.
Esto podría ser bastante perturbador para una sociedad impregnada de dogmatismo cristiano, y más para una sensibilidad como la de Rosalía
«Breve nota sobre la morriña en Rosalía», en Presencia de Rosalía: Homenaxe no noventa cabodano de seu pasamento, Vigo, 1971.
Madrid, Gredos, 1974.
Ibíd., 59.
Ibíd., 59.
«Rosalía de Castro: imagen y poesía», en Actas, (II), 90.
«En torno al simbolismo de En las orillas del Sar: raíces pitagórico-platónicas y estoicas de los temas literarios de Rosalía de Castro», en Actas (I), 143.
Ibíd., 144.
Ibíd., 143.
Ibíd., 147 – 148.
En contraposición a la figura del burgués moderno, frente al que se rebelaron. Inconformismo que caracterizó el movimiento romántico. Véase George Clarke, El héroe trágico romántico, rescatado de
< https://www.academia.edu/2115907/El_h%C3%A9roe_tr%C3%A1gico_r%C3%B3mantico>
Bouza Álvarez señala, sin embargo, que «el Romanticismo trágico difiere substancialmente del antiguo puritanismo en el hecho fundamental de que no concibe las pasiones y afectos corporales en insalvable contradicción con la Idea a la que aspira; por el contrario, es a través de tales impetuosos movimientos del alma y cuerpo la manera por la cual consigue el poeta ascender hacia el Absoluto» (148), y sigue diciendo que «al hallarse desprovisto del trascendentalismo religioso y de la rígida e infranqueable escisión universal entre materia y espíritu […], [el Romanticismo trágico] no puede considerarse un puritanismo, sino como un humanismo con claras concomitancias con el heroísmo trágico griego y renacentista» (148 – 149). Personalmente, si se me permite, y compartiendo del todo la idea expuesta en la primera cita, no comparto en absoluto que el Romanticismo esté desprovisto de trascendentalismo religioso. El Romanticismo, y sobre todo en sus orígenes alemanes, ha sido un campo muy fértil para el desarrollo de ideas religiosas vinculadas a la concepción unitaria del arte y la vida. La sensibilidad intuitiva del absoluto que Schleiermacher destila a partir de la teología de sus Discursos es una prueba de ello. Estoy de acuerdo en que Romanticismo no es puritanismo, la rebeldía es una de sus señas; que no escinde el cuerpo y la mente, la exaltación, el desbocamiento y el arrojo que aúnan pasión y acción también son sus señas; pero la falta de trascendencia creo que sólo podría acusarse considerando que el Romanticismo la mutó en inmanencia, la bajó a la superficie de la tierra unificando la pasión y el cuerpo, situando la religión aquí, cerca y entre los hombres, y no en un más allá, idealizada. El Romanticismo dejó de ver la religión como un medio, para verla como el mismo fin. Todo esto, claro, desde la perspectiva de Schleiermacher, cuyos textos, sin embargo, fueron muy influyentes. Para un ligero acercamiento al tema véase el capítulo 7 de Rüdiger Safranski, Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, Tusquets, Barcelona, 2009.
Matilde Albert Robatto, art. cit., 95.
art. cit., 71.
José Luis Bouza Álvarez, art. cit., 144.
En Rosalía de Castro, Obra poética, Madrid, Diario EL PAÍS, 2005. En adelante, la página de los versos citados irá entre paréntesis.
Marina Mayoral, en su libro, dedica todo un capítulo a la figura poética rosaliana de los fantasmas. Bebiendo de un folklore popular gallego por el que la poeta siente un gran cariño y un ansia de conservación y transmisión, estos fantasmas son un elemento de relevante presencia en las creencias supersticiosas y ultraterrenas de la región, a menudo llamado sombras cuando encarnan temores inconscientes, pero que siendo blanqueadas podrían simbolizar las almas de los seres queridos.
Aunque a lo largo del trabajo no me detenga en los pormenores de las licencias poéticas y las figuras retóricas de que se vale Rosalía de Castro, lo que podría ser tema para otro monográfico, invito al lector a que trate de identificarlas y analizarlas, ya que el magistral manejo que de ellos demuestra tener la poeta devienen en ocasiones interpretaciones nuevas de las composiciones. Sin embargo no alteran la lectura que propongo en este trabajo. Encabalgamientos, aliteraciones, saltos de versos… no son en absoluto empleados arbitrariamente. Rosalía de Castro es una escritora que sabe trabajar muy bien el lenguaje. Véase, por ejemplo, el artículo de Isabel Paraíso, «La audacia métrica de Rosalía de Castro (En las orillas del Sar)», en Actas (II), 285 – 293.
«imagen» en su sentido religioso, se ha de entender, por lo que sigue.
Llama la atención en este reclamo el masculino «huérfano». Derribada ya la frontera entre la realidad y la ficción, y consumada la identificación entre el viajero y Rosalía («arrodillada» en femenino, por ejemplo), ese masculino no puede hacer referencia a la figura poética del errante. Así que la segunda parte de este reclamo bien podría hacer referencia al fantasma del hijo muerto, deseando que no quede atrapado aquí abajo, en un vagar perdido, y sin encontrar la luz de la paz eterna y, si trascendiese, que no cayese en el vacío. Considerando las supersticiones y creencias folklóricas gallegas, de raíz espiritista, es lógico.

op. cit., capítulo 3, 61 – 69.
Con respecto a esta figura, Mayoral dice: «El dichoso no es […] un ser que desconozca el dolor; pero es un mimado de la fortuna; sus dolores son pasajeros, ligeros, no dejan rastro».
«Rosalía de Castro (1837 – 1885). Entre la nostalgia y la celebración», en Mujeres en sus voces poéticas, rescatado de
Xosé Luis Couso Cadahya, «Las dos miradas en la poesía de Rosalía de Castro», en Actas (II), 109.
Llama la atención el femenino en «la mató», así como el corte de verso primero, como si fuese el hombre de la pareja quien asesinase a la mujer al descubrir lo que esta pensaba. Sin embargo, el segundo verso invierte la lectura, y entra en juego la confusión ambigua del lenguaje. ¿Quién muere realmente, él o ella? Quizá ambos.
La exaltación y exagerada autoestima que a veces parecen caracterizar los versos de esta sección, probablemente animaron a algunos a hablar de ese orgullo que ostentaba la poeta gallega.
Javier Gómez-Montero, «El paisaje, el viajero, el camino blanco y otros motivos poéticos recurrentes en Rosalía de Castro y en Antonio Machado», en Actas (II), 118.
Edición de Manuel Alvar, Madrid, Espasa-Calpe, 1988.
No voy a entrar en la problemática de la etiqueta generacional. Aquí lo pertinente es que estos autores desarrollaron su quehacer literario entre la muerte de Rosalía y la entrada al mundo poético de Machado, y manifestaron una sensibilidad poética que bebe en parte de la primera y que deja huella en el segundo.
Véase J. A. Ríos Carratala, «¿Por qué razón Azorín 'amó' a Rosalía?», en Actas (II), 245 – 250; y también Pilar Suelto de Saenz «Rosalía de Castro, anticipación del '98», en Actas (II), 453 – 460. Otros autores defienden también la influencia que la poeta gallega ha ejercido incluso en la promoción de los poetas modernos, véase R. A. Cardwell, «Rosalía de Castro, ¿precursora de "los modernos"?», en Actas (II), 439 – 452; y también A. Sánchez Romeralo, «Rosalía de Castro en Juan Ramón Jiménez», en Actas (II), 213 – 222.
Véase el apartado II (Concepciones espaciales) de la tercera parte de Modernismo frente a noventa y ocho, Madrid, Espasa-Calpe, 1979, 218 – 240.
Díaz-Plaja, op. cit., 218.
Ibíd., 227.
La influencia de la pintura impresionista se revela en muchas composiciones de Antonio Machado, llegando a emplear el término «lienzo» en más de una ocasión para conferir a los paisajes el carácter de un cuadro. Véase la introducción de Manuel Alvar, op., cit., 33 – 35.
Véanse José María Valverde, Antonio Machado, Madrid, Siglo XXI, 1975; y también Mohamed Abrighach, «La teoría poética de Antonio Machado y la tradición romántica», en Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado, 2010, rescatado de http://www.abelmartin.com/critica/abrighach.htm.
«El pensamiento poético de Antonio Machado (primera época: hasta 1907)», en Revista de Filología de la Universidad de La Laguna, 17 (1999), 211.
Amelina Correa Ramón, «Antonio Machado en el ámbito del modernismo andaluz», en Hoy es siempre todavía: Curso Internacional sobre Antonio Machado, Córdoba, 2005, 87 – 138.
Esta institución se caracterizó, entre otras muchas cosas, por un empeño en restaurar el contacto directo entre el alumno y la naturaleza en las clases prácticas de las materias científicas.
Dean Simpson, «Algunos vínculos de la simbología paisajista de Castilla en Unamuno y Antonio Machado», en Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado, 2010, p. 3, extraído de http://www.abelmartin.com/critica/simpson.html

Analogía muy enraizada también en la literatura popular.
Imagen también muy popular en la lírica, tipificada desde antiguo en la fórmula cogito, virgo, rosas.
Véanse, por ejemplo, Richard L. Predmore, «El tiempo en la poesía de Antonio Machado», en PMLA, vol. 63, nº 2 (junio 1948), 696 – 711; Víctor Cantero García, «Antonio Machado o la representación simbólica del tiempo en "Soledades, Galerías y otros poemas" (1907)», en Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, vol. 29 (2011), 43 – 67; Armando López Castro, «La vivencia del tiempo en Antonio Machado», en Estudios Humanísticos. Filología, nº 26 (2004), 287 – 300.
Alma vieja, ¿atávica? Recordando el fuerte influjo de la poesía popular en Antonio Machado, lírica que el poeta admira, esta alma «vieja» podría asociarse también al alma de la misma humanidad, con la que el hombre lleva existiendo en el mundo desde sus orígenes, alimentándola de experiencia y sabiduría colectivas.
«El paisaje, el viajero, el camino blanco y otros motivos poéticos recurrentes en Rosalía de Castro y en Antonio Machado», en Actas (II), 119.

Art. cit., 122.
6





El símbolo del
· C A M I N O ·
en la poesía de
ROSALÍA DE CASTRO
y
ANTONIO MACHADO














Julio del Pino Perales
Literatura Española Contemporánea I
Prof. Ángeles Ezama Gil
Filología Hispánica
Universidad de Zaragoza · 2015
ÍNDICE

Resumen 3
El camino como símbolo poético 4
El camino de Rosalía de Castro 6
El camino de Antonio Machado 32
Conclusiones al final del camino 49
Bibliografía 53



















RESUMEN

Montañas con cumbres y valles. Ríos largos y serpenteantes, que van a dar a mares turbulentos y caprichosos, donde las travesías no terminan de encontrar un puerto fijo si no es el último. Moradas preñadas de galerías, áticos, pasillos y sótanos. Viajes, en definitiva, por tierra, mar y aire, en interior o en exterior, a escala regional, planetaria o intergaláctica. Todo ha servido, en algún momento, como símbolo artístico de la vida y su devenir, pero ninguno ha gozado de mayor validez como el camino, un itinerario ineludible que toma forma desde el momento en que el hombre se pone en pie y realiza su movimiento más inherente: caminar.
El camino cuenta con una larga y enraizada tradición como imagen en poesía, y en el arte en general. En el caso de la poesía española destacan dos poetas en el empleo de este símbolo: Rosalía de Castro y Antonio Machado. En este monográfico me propongo analizar las distintas formas en que cada autor lo trata en su obra, para finalizar con una serie de conclusiones que esclarezcan el valor del camino para cada uno de ellos.













EL CAMINO COMO SÍMBOLO POÉTICO

Es fácil comprender el camino como analogía cuando el ser humano es un ser en constante movimiento. Desde sus orígenes nómadas a las campañas de conquista y descubrimiento o las rutas comerciales, la travesía y el itinerario han sido fundamentales para configurar la civilización tal y como la conocemos. Y hoy más que nunca, en un mundo globalizado, el planeta está constantemente navegado, sobrevolado y caminado. El carácter imprescindible del desplazamiento humano lo ha integrado en la imaginería cultural a un nivel tal que ha encontrado su tratamiento irremediable en las manifestaciones artísticas. Junto a esto, habría que tener muy en cuenta las concepciones de jerarquía espacial espiritual que las distintas religiones fueron implantando consigo, estableciendo planos superiores e inferiores a los que se ha creído llegar adoptando una vía moral u otra, así como la misma base de que se sirvieron la mayoría de ellas: la dicotomía pitagórico-platónica. Puntos, básicamente, separados por un espacio transitable. Transitabilidad, en fin, que configura la concepción humana del mundo.
Pero el camino, como he comentado más arriba, cuenta con una preferencia especial: la que le otorga su primigenia existencia. El camino fue hecho antes que la rueda, el carro, la barca y el avión, porque el camino, como dice Machado en uno de sus versos más citados, se hace al andar.
Esto se explicita cuando en literatura, que es lo que me ocupa aquí, diversidad de autores emplean la imagen del camino para enmarcar sus historias o dar forma a sus sentimientos. La travesía de Ulises (tanto el de Homero como el de Joyce), el río manriqueño, las rutas quijotescas o la infinidad de viajes que surcan la Biblia, sin ir más lejos, son grandes ejemplos. El desplazamiento, aunque sea recordado o imaginado a lo Delibes o a lo Proust, aunque sea psicológico o abstracto, es un elemento imprescindible en la expresión literaria. De hecho, por lo general, no se concibe ya una historia sin un movimiento, físico y psicológico, realizado por el protagonista. Y no debemos dejarnos engañar por la aparente sencillez de sus empleos más antiguos, porque todo movimiento no es el mero desplazamiento de un punto de origen a un punto de meta, sino también el cambio interior que conlleva para quien lo realiza. De esta forma, el caminante o viajero que parte no es el mismo que el que llega. Esto encuentra su ejemplo perfecto en el paradigma de la aventura heroica, plagada de viajes, umbrales y superaciones.
Pero esto en cuanto a la narración de historias. ¿Qué habría que decir en cuanto a poesía? La poesía se diferencia de otras formas literarias en su carga de subjetividad emocional, en la expresión de los sentimientos que alberga quien la escribe. Por eso mismo, es consecuente pensar que la poesía se decantará más por la expresión del aspecto psicológico del desplazamiento, es decir, el viaje emocional interno que realiza el poeta al realizar el camino. Y en el caso de la poesía se puede dar la particularidad de que el protagonista, en este caso el poeta, o más bien el yo poético, hable de caminos sin andarlos más que en un sentido emocional, teniendo en cuenta que la experiencia vital del autor estará determinada también por los desplazamientos que lleve a cabo en vida. En los ejemplos de los autores que trato en este trabajo, Machado y Rosalía, sus vidas están de hecho marcadas por frecuentes viajes y traslados. Pero en otros autores se da el caso de forma más completa, como la conjugación que Arthur Rimbaud, coetáneo de Rosalía, lleva a cabo entre el nomadismo físico y la experiencia psiconauta, al igual que Allen Ginsberg, Jack Kerouak y otros autores beat ya en los años 40 y 50 del siglo xx.
En cualquier caso los poetas, por la naturaleza subjetiva y experimentada en primera persona de su actividad literaria, llevan el empleo de la imagen del camino a un nivel de mayor maduración emocional, de mayor sublimación conceptual, y por tanto se trata de un camino más sutil que el realizado físicamente y que merece un profundo estudio. No encuentro desacertadas las palabras de Ana Alcolea cuando dice que el hombre tiende a trascender las cosas, y que la poesía es un buen camino para lograrlo.
Dicho esto, pasaré a analizar las distintas formas en que Rosalía de Castro y Antonio Machado emplean laimagen del camino en su obra poética.






EL CAMINO DE ROSALÍA DE CASTRO

Para valorar el significado del símbolo del camino en el poemario En las orillas del Sar de Rosalía de Castro (1837 – 1885) habría que considerar una serie de premisas. En primer lugar, y a riesgo de caer en la topicidad de la imagen que de la mujer se tenía en el siglo xix (doméstica, modesta, sencilla, empática y, preferiblemente, con escasas aspiraciones intelectuales), la personalidad de Rosalía es de justificado conocimiento, como el de cualquier autor para el estudio de su obra, si queremos comprender sus poemas. Para no extender este apartado más de lo debido, simplemente daré una serie de pinceladas a este respecto.
Cabe señalar lo que dice Martha Lafollette Miller al aunar el cuadro psicoanalítico que realizara Kessel Schwartz de Rosalía a partir de su poesía, alguna pincelada de Mayoral, cuatro palabras de Robert Havard y las teorías de Alice Miller. A grandes rasgos, la poeta posee una psicología tenebrosa que se centra en el tratamiento del sufrimiento, el dolor y la muerte, debido a su carácter depresivo, explicado por una serie de fuertes sentimientos encontrados tras la muerte de sus padres, de dos de sus hijos y el difícil afecto que sentía hacia una madre tan seca y fría como idealizada y necesaria, y que para más inri, concibió a Rosalía fuera del matrimonio. En el otro extremo de esta aventurada valoración del carácter de la autora, destaca Martha Lafollette lo que algunos autores (como Camilo José Cela) reconocen una mezcla de orgullo exacerbado (a un tiempo de su tierra gallega y de su propia persona) y modestia. Esto se resolvería en el trasvase de una serie de elementos relevantes de la personalidad de Rosalía a los rasgos principales de En las orillas del Sar, a saber: orfandad, desolación, martirio y pecado. De cualquier forma, Martha Lafollette valora lo que Rosalía expone en el prólogo a Follas Novas, donde la poeta «se identifica con la sensibilidad emocional asociada en su época con lo femenino», y donde resulta llamativo la frase en que, con respecto a las mujeres, dice lo siguiente: «Nosotras somos arpa de sólo dos cuerdas: la imaginación y el sentimiento». Ciertamente, cuando el lector comienza a leer En las orillas del Sar, no es difícil asimilar el sentimiento que, más allá de sus múltiples y variadas manifestaciones, preside el poemario: la melancolía.
En segundo lugar, hay que tener muy en cuenta la vertiente religiosa en la poesía de Rosalía de Castro. Marina Mayoral, en su libro La poesía de Rosalía de Castro, dedica un capítulo entero a la religiosidad, aspecto que matiza mucho los versos de esta poeta, además de constituirse en un tema de observable tratamiento y evolución a lo largo de la obra. En este sentido, acusa la presencia de la fe cristiana desde una perspectiva de «venda bienhechora perdida», perspectiva que podría ser explicada por el carácter de la autora. Lo cierto es que los sentimientos impresos en el poemario son, en su conjunto, oscuros, y salpicados en otras ocasiones de exaltaciones espirituales, fruto del «conflicto entre la idea del Dios justo y consolador y los golpes absurdos e injustos del Destino». También Matilde Albert Robatto ve clara la presencia del elemento religioso:

Para Rosalía la experiencia religiosa fue conflictiva: si bien abundan más bien en sus primeras composiciones las alusiones religiosas de naturaleza convencional o folklórica, también aparecen, casi desde el comienzo […] composiciones que evidencian una penosa lucha por mantener la fe religiosa. Intentar omitir esta faceta de Rosalía me parece que sería escamotear el valor de la obra y empequeñecer la dimensión humana de la autora.

En Rosalía de Castro se da entonces una lucha interna de valores en la que se ven enfrentados los injustificados dolores de la vida y la necesidad de una fe religiosa que ilumine la desesperanza que parece subyacer tras la existencia humana. Esta dolorosa tensión existencialista se traslucirá en el tono de una voz poética muy propia y auténtica.
Pero aceptando la religiosidad patente en la obra rosaliana, José Luis Bouza Álvarez ahonda en el tema y subrayará que «difícilmente podr[emos] comprender el mundo poético-simbólico de Rosalía […] sin el concurso de la historia de las religiones, es decir, sin situar su persona y su obra en el marco general de la historia de las ideas y las representaciones del mundo». Es por esto que encuadra el pensamiento de Rosalía de Castro en una concepción «puritana pitagórico-platónico-cristiana», añadiendo que, precisamente esta representación del mundo conduce al individuo «escindido» por el dualismo a

un estado de febril angustia y desgarro interior, una desoladora sensación de extrañamiento y extranjería de sí mismo y del mundo que le lleva a concebir la vida como lucha sin cuartel, combate titánico por recuperar la totalidad de su ser y superar así la escisión que le desazona.

Me interesa el artículo de Bouza Álvarez, además, porque logra establecer una estrecha relación entre estas representaciones filosófico-religiosas de origen antiguo de que bebe la cristiana y el empleo del símbolo del camino en la poesía rosaliana. Subrayando el dualismo de base que caracteriza estas visiones, denuncia una ruptura en la tranquilidad del hombre desde el momento en que oponen de forma excluyente la actividad del cuerpo y de la mente. Esto trajo consigo la jerarquización de los binomios cuerpo/mente y vida/muerte, valorizando los segundos a base de vulgarizar los primeros. En última instancia, se comprendería la vida como trayecto transitorio, algo que venció la perspectiva que de ella tenían los griegos hacia un pesimismo existencial. Así, Bouza Álvarez conecta a Rosalía con los clásicos en varios términos: por una parte, y como defiende desde el comienzo de su artículo, Rosalía revitaliza «una de las más elevadas maneras de concebir la vida y el mundo […]: la mentalidad trágico-heroica del artista romántico, el hombre fragmentado que anhela poéticamente la recuperación y la unidad perdidas», un fragmentarismo interno que escinde al hombre desde el momento en que este escinde el mundo que habita. Pero esta forma de concebir el mundo no es nueva, si situamos esta escisión (desde la civilización occidental, no hay que olvidar) en la Grecia antigua. Por otra parte, no sólo relaciona la forma de ver, sino la representación metafórica con que se literaturiza esa visión desde entonces por parte de Platón y sus discípulos: mediante «una travesía marítima». El mar no será esa única «asociación natural», otros colocarán al héroe justo, fragmentado y sufridor, en busca de la integridad perdida, en una «penosa ascensión a través de un camino angosto y áspero […], desértico».
Los artistas románticos se identificarán con facilidad y en buena medida con esta figura del hombre escindido, del héroe justo pero fragmentado, en constante búsqueda (y por tanto en movimiento) de la paz que trae consigo la recuperación de la integridad espiritual. Así, expresarán sus angustias existenciales recurriendo a los símbolos y las metáforas que se han usado desde entonces. De esta forma, se encuentra en el camino de Rosalía de Castro una fundamentación filosófica y religiosa, que será emprendido, sobre todo, con el objeto de aliviar una angustia de vivir que genera en la poeta un extrañamiento, un complejo de extranjerismo en casa.
Rosalía emprende un camino, de acuerdo, pero ¿de qué tipo, y cómo? El camino, obviamente es simbólico, aunque situado, como se verá más adelante, en el escenario de su Galicia natal. Pero la naturaleza lírica del símbolo del camino contiene, además, la forma en que la poeta habrá de transitarlo: la creación artística como medio, como el camino en sí. Y aunque pudiera parecer una forma más indirecta de ser el camino, no se debe considerar en absoluto secundaria:

Si Rosalía se reconcilia con la idea de la existencia de Dios, no es por medio de complicados silogismos, sino gracias a la experiencia artística: para ella el arte, la poesía, son manifestaciones de la divinidad. Una vez más la imagen religiosa […] y la certeza de la palabra poética conmueven su interior y poseen la virtud de devolverle la fe

Para localizar la causa individual, el punto de origen particular, de la fragmentación de Rosalía, regresaré al texto de Martha Lafollette para rescatar una cita bastante ilustrativa:

Su queja poética […] revela la persistencia de la herida que sufrió en la infancia Rosalía; la vaguedad de su búsqueda, como cierta confusión y fragmentarismo en otras obras suyas, revela también lo difícil que es para ella vivir plena y espontáneamente, sin miedo y con precisión, una variedad de emociones definidas. Ella ha matado, en la infancia, gran parte de sí misma

Y es en la infancia, una infancia en retrospectiva que asoma desde el inconsciente, donde toma posición la poeta para emprender el curso de un camino, una vía hacia la búsqueda del equilibrio interior y emocional y, en concreto, a través del poder redentor que a la palabra poética atribuyeron los románticos. Una búsqueda además que, lejos de prometer el placer de un viaje, como toda incursión en el abismo personal,

rematará inevitablemente en la caída a lo profundo […], pero [con] la firme convicción de que en el desesperado despliegue creativo de voluntad y energía heroicas que comporta el esfuerzo por la recuperación de la plenitud perdida, es donde el poeta solitario y desdichado […] halla su propia identidad trágica y manifiesta su virtud.

Por último, hay que ser consciente de que el orden de los poemas en el libro En las orillas del Sar responde al criterio individual de alguien a quien la crítica, por el momento, no consigue dar nombre (Rosalía, Manuel Murguía…), si bien fue su marido quien corrigió (o adulteró) muchos de sus versos antes de su publicación. No se sabe quién dispuso los poemas en este orden, pero debió de hacerlo de forma muy consciente, porque de él se puede extraer una lectura muy interesante que propongo al final de este capítulo dedicado a Rosalía.

Aclaradas estas premisas, que considero necesarias, procederé a analizar la forma en que es empleada y caracterizada la imagen del camino a través del poemario En las orillas del Sar.
Ya en el poema II se presenta la figura de un viajero, con quien se identifica la autora, evocando indirectamente la imagen del camino:

Otra vez, tras la lucha que rinde
y la incertidumbre amarga
del viajero que errante no sabe
dónde dormirá mañana,
[…] (167).

La simbología senderil de Rosalía en este libro se abre con un caminante incierto, que yerra sin saber hacia dónde se dirige, cuál es su destino, pero que sabe cierta la necesidad de partir («Oigo el toque sonoro que entonces / a mi lecho a llamarme venía», 168), incitado por «visiones con alas de oro / que llevaban la venda celeste / de la fe sobre sus ojos…» (168). Alas de oro, celeste, fe… Referencias cristianas que aderezan la motivación de la partida del viajero y evidencian el carácter de su travesía. Rosalía establece un paralelismo entre la dimensión artística y la dimensión vital (empírica) que, por el modo espiritual en que la poeta trabaja y experimenta ambas, tienen su nexo de unión en la religión. De tal forma, el acto de escritura poética (acto empírico) encuentra su correlato en la travesía del viajero (acto figurado), un viajero al que dota la autora, no olvidando lo dicho anteriormente, con la inquietud que siente de forma empírica, fuera del texto poético. Pero para emprender esta marcha hace falta una buena motivación, aunque en apariencia incierta, no ausente: la promesa de la religión. Poesía y experiencia, pues, unidas en la religión.
Seguidamente, a lo largo de los primeros poemas, se irá caracterizando esa senda por la que va la solitaria errante:

Cual si en suelo extranjero me hallase,
tímida y hosca contemplo
desde lejos los bosques y alturas
y los floridos senderos
donde en cada rincón me aguarda
la esperanza sonriendo (168).

Blanca y desierta la vía
entre los frondosos setos
y los bosques y arroyos que bordan
sus orillas, con grato misterio
atraerme parece y brindarme
a que siga su línea sin término (169).

Senderos frondosos, acompañados de la vida de los arroyos, vacíos de más viandantes, atractivos en un principio a los sentidos y secretamente listos para ser recorridos, que llaman y prometen alegremente lo que a la viajera le falta: una meta. Sin embargo, el aspecto de la vía que evoca y toma irá cambiando poco a poco:

Bajemos, pues, que el camino
antiguo nos saldrá al paso,
aunque triste, escabroso y desierto,
y cual nosotros cambiado,
lleno aún de las blancas fantasmas
que en otro tiempo adoramos (169).

El calificativo «antiguo» denota lo ancestral del mismo. Manteniendo la hipótesis por la que el camino rosaliano representa la búsqueda del equilibrio existencial perdido, se trata pues de un camino existente desde milenios y recorrido ya por muchos. Esa redención a través de la poesía que reconocieron y abanderaron los románticos. Pero un camino ahora «triste, escabroso y desierto», que comienza a revelar su andadura como un atisbo de sacrificio. Y en estos tres calificativos, intuitivamente, se puede reconocer una localización: el interior de la poeta. Un viaje hacia dentro de sí misma, triste y escabroso por lo que habrá de enfrentar (recuerdos, miedos, remordimientos), y desierto por la escala individual que lo delimita, aunque no tan desierto cuando aún lo llenan los blancos fantasmas.

Tras de inútil fatiga, que mis fuerzas agota,
caigo en la senda amiga, donde una fuente brota
siempre serena y pura,
y con mirada incierta busco por la llanura
no sé qué sombra vana o qué esperanza muerta,
no sé qué flor tardía de virginal frescura
que no crece en la vía arenosa y desierta (169).

Aun contando con la intuitiva presencia de almas amigas, por blancas, Rosalía admite haber emprendido la marcha de la vía desde la incertidumbre, pero logrando nombrar una «esperanza», aunque «muerta», y «una flor tardía de virginal frescura» con traslúcidas reminiscencias juveniles e infantiles que, anhelada desde el presente de la madurez implicada en plena vida, ya «no crece». No es tanto un lamento de la juventud perdida, como la ingenuidad y felicidad que la dota de gracia y belleza, como la virginidad psicológica, se podría decir, irrecuperable. Más adelante, la marcha comenzará a endurecerse y a oscurecer el sendero:

El viajero, rendido y cansado,
que ve del camino la línea escabrosa
que aún le resta que andar, anhelara,
deteniéndose al pie de la loma
[…] (173)

El camino ya resulta «escabroso» en lo que queda por recorrer, el viajero ya siente cansancio y piensa en rendirse y, en contraste con la motivación que acompañaba a la idea de emprenderlo al principio del poema, anhela detenerse. Pero ¿qué sucedería si realmente dejase de andar, si abandonase el camino que ya ha tomado? Quedaría inmovilizado, una inmovilidad que se antoja placentera comparada con la angustiosa marcha, pero que Rosalía condena en una elocuente gradación que parece contener una sentencia: «de repente quedar convertido / en pájaro o fuente, / en árbol o en roca» (173). Detenerse no es una opción, y puesto que seguir en lo que parece una huída hacia delante comienza a asustar, el viajero habrá de sacar fuerzas de flaqueza y no perder el norte, buscando mayores motivaciones que compensen el sufrimiento. Entre las que encuentra, por ejemplo, estará el reencuentro con los seres queridos que ya no están («mi niño, tierna rosa»):

Tú te fuiste por siempre; mas mi alma
te espera aún con amoroso afán,
y vendrás o iré yo, bien de mi vida,
allí donde nos hemos de encontrar.
[…]
En el cielo, en la tierra, en lo insondable
yo te hallaré y me hallarás (174).

En el nombrar Rosalía a su hijo, las fronteras que habría levantado a través de la palabra poética entre lo lírico y lo empírico, se difuminan para identificar con mayor claridad la figura del viajero con la poeta. Pero, sinceramente, no sabría reconocer en el recuerdo del pequeño, hasta qué punto su imagen es una motivación o un fantasma doloroso en su travesía. También se difuminan estas delimitaciones, siendo ambas cosas al mismo tiempo. En cualquier caso, lo que sí parece es que recordar a su hijo ha traído consigo un gran dolor, y este terrible golpe resulta lo suficientemente duro como para sacudir a la poeta que, por primera vez, se detiene y se «arrodilla ante la tosca imagen» para interrogar y clamar al cielo:

¿Qué somos? ¿Qué es la muerte?
[…]
¡Qué horrible sufrimiento! ¡Tú tan sólo
lo puedes ver y comprender, Dios mío! (175)

Si en versos anteriores Rosalía reconoce al fantasma de su hijo que «algo ha quedado tuyo en mis entrañas» (174), cuando dice que sólo Dios puede ver y comprender ese horrible sufrimiento, aventurándonos en una profunda interpretación cristiana, podría estar equiparando la unión con su hijo a la unidad del Dios Padre y el Dios Hijo. La poeta recurrirá a Dios para pedir un consuelo al dolor de este fantasma aparecido en el camino:

[…] Señor, entonces,
piadoso y compasivo
vuelve a mis ojos la celeste venda
de la fe bienhechora que he perdido,
y no consientas, no, que cruce errante,
huérfano y sin arrimo,
acá abajo los yermos de la vida,
más allá las llanadas del vacío (175).

Pero Rosalía no halla respuesta («[…] siempre mudo / e impasible el divino rostro […]. Silencio siempre», 176), y termina perdiendo la fe a que antes apelaba para poder seguir caminando, expresado en una de las mejores estrofas del poemario:

Desierto el mundo, despoblado el cielo,
enferma el alma y en el polvo hundido
el sacro altar en donde
se exhalaron fervientes mis suspiros,
en mil pedazos rotos
mi Dios cayó al abismo,
y al buscarle anhelante sólo encuentro
la soledad inmensa del vacío (176).

La potencia de estos versos explota en una nigredo lírica, nihilista y fatalista, que inaugura una auténtica noche oscura del alma, muy difícilmente no asociable a la experiencia vital de Rosalía de Castro, quien sin duda ya conoce con certeza el camino que ha tomado y que no podrá abandonar si no es concluyéndolo. El camino, a partir de esta estrofa, se explicita también como senda en el interior de la autora. ¿Cómo seguir entonces por ella sin fe? Oyendo las palabras de unos ángeles que la miraron con tristeza:

«Pobre alma, espera y llora
a los pies del Altísimo;
mas no olvides que al cielo
nunca ha llegado el insolente grito
de un corazón que de la vil materia
y del barro de Adán formó sus ídolos» (176).

Desde el fondo del abismo de su alma, Rosalía hasta admite la materia de que está hecha su corazón que llora: barro. Y de esa materia no está hecha lo que ha de llegar a lo alto, como tampoco el suelo que pisará cuando concluya el camino, aún, de barro. Rosalía, como digo, se reconoce en el abismo, y no por nada las estrofas que siguen lo confirman con simbolismos: anuncian la llegada de la noche y la caída de las hojas con el otoño. La poeta no pierde la esperanza, sin embargo:

¡Y quién sabe también si tras de tantos
siglos de ansias y anhelos imposibles,
saciará al fin su sed el alma ardiente
donde beben su amor los serafines! (178)

Y cuenta en siglos este anhelo imposible de paz y unidad. Siglos que pueden medir la edad de un alma o, también, la de un proyecto conjunto emprendido por la humanidad desde el origen de su escisión y fragmentación internas. No importa. Apostando por la inmortalidad de su alma o incluyéndose en el proyecto colectivo de la humanidad, Rosalía de Castro no pierde la esperanza. Y llegando a poner en duda su fe, habla sin embargo de «serafines» al final del camino.
Una vez reconocida en el abismo de su alma, la poeta verá puesta sobre sus ojos otra venda que viene a sustituir la de la «fe bienhechora», más oscura y pesimista, que la hará fijarse en cosas en que podría no haber reparado antes con tanto detenimiento. Así, el poemario abre una serie de versos titulado Los tristes. Marina Mayoral dedica también a esta figura un capítulo entero:

Una idea que en Rosalía adquiere la categoría de creencia es que existen seres predestinados al dolor, seres que viven en el sufrimiento y a quienes están negados los placeres de la vida. […]: son los tristes.
Esta creencia la encontramos desde su primera obra; pero allí el triste no ha adquirido todavía sus perfiles definitivos.

Un perfil que sí parece definirse en este poema. Dice Mayoral sobre los tristes que su existencia es la evidencia de que «el destino humano es inapelable: nada puede hacerse para cambiarlo». Resalta la sustantivación del adjetivo, categorizándolo como una comunidad humana en la que, además, «Rosalía se siente formando parte», y eliminando su carácter de transitoriedad para establecerlo como estado de ánimo permanente. «Seres […] en quienes la tristeza se ha hecho naturaleza». Mayoral también comenta en el mismo capítulo el poema Los tristes, en el que

[…] Rosalía se rebela contra la incomprensión: a los que en el reparto de la vida les han correspondido sufrimientos y goces, fracasos y triunfos, los que son capaces de olvidar el mal pasado, nada pueden saber de los seres condenados a un perenne sufrimiento.
[…] Rosalía desarrolla ampliamente notas que hemos visto desperdigadas a lo largo de su obra: la no participación del triste en los dones de la naturaleza, el carácter desesperanzado e inmutable de su tristeza; en suma, su predestinación inapelable al dolor.

Aunque la figura del triste constituya en la simbología poética de Rosalía una condición innata de algunos seres humanos (al menos así lo interpreta Mayoral), no me voy a detener mucho en ella. Sí considero, en cambio, para el tema que me ocupa (el símbolo del camino), que esa permanencia de la tristeza como estado de ánimo en estos seres llamados tristes, perfectamente podría simbolizar una parada indefinida en el camino por el que transita Rosalía de Castro, y en concreto en el tramo más oscuro, el abismo del alma adonde no llega la fe. Es decir, a riesgo de fallar en un acusado masoquismo poético-depresivo sin solución, se puede interpretar la figura del triste como un estadio de suspensión en el camino rosaliano, cuya duración dependerá de la resistencia de cada caminante. Esto no quita que Rosalía, habiendo experimentado esta tenebrosidad psicológica, haya reconocido a los tristes, y hasta se haya alineado y empatizado con ellos para aprovechar y denunciar la figura que encarna el extremo opuesto: los dichosos.
A lo largo del poema Los tristes, Rosalía caracterizará esta figura con particular fatalismo, profundo pesimismo y la irreversible anulación de todo posible rebrote de esperanza, legitimando sólo el aspecto o la consecuencia negativa de todo cuanto le rodea:

Cuando de un alma atea
en la profunda oscuridad medrosa
brilla un rayo de fe, viene la duda
y sobre él tiende su gigante sombra (180).

Cada vez huye más de los vivos,
cada vez habla más con los muertos,
ya es que cuando nos rinde el cansancio
propicio a la paz y al sueño,
el cuerpo tiende al reposo,
el alma tiende a lo eterno (181).

Detenerse en el camino, como auguraba antes, equivale a morir. Recriminará, por otro lado, al dichoso por no compadecer al triste, despreciando el favoritismo de la fortuna para con aquel e increpándole que digne a guardar silencio cuando vea a uno de estos, en lugar de reprenderle y acusarle de impertinente:

Dichosos mortales a quien la fortuna
fue propicia… ¡Silencio, silencio!
[…] (182).

Ese odio con que Rosalía se dirige a los dichosos, odio del que no se distingue con claridad si es la empatía o la envidia que lo incita, confirma la identificación de la poeta con los tristes. Tristes y dichosos contrastan en este poema, pero aparecerán más veces a lo largo de En las orillas del Sar. En otras ocasiones denunciará la ausencia de trascendencia en el dichoso:

[…], todos los dichosos
cuyo reino es de este mundo,
y dudando o creyendo en el otro
de la tierra se llevan sus frutos; (222)

Sin embargo, Los tristes no es el último poema de En las orillas del Sar, no es este el final del camino, no se detiene como ellos, y Rosalía continúa escribiendo versos. En Los robles, rememora la hermosura de su Galicia natal en tiempos pasados, de donde cabe rescatar esta estrofa:

Del antiguo camino a lo largo,
ya un pinar, ya una fuente aparece
que, brotando en la peña musgosa
con estrépito al valle desciende,
y brillando del sol a los rayos
entre un mar de verdura se pierde,
dividiéndose en limpios arroyos
que dan vida a las flores silvestres
y en el Sar se confunden, el río
que cual niño que plácido duerme,
reflejando el azul de los cielos,
lento corre en la sombra a esconderse (188).

Y considerando el pozo que supone el tramo del camino en que Rosalía se encuentra, desde donde, no hay que olvidar, ve el mundo con una venda aún oscura, rescata del recuerdo un paraíso perdido localizado en el pasado de la región norteña. Julia Manzano, que también traza una breve línea analítica por el itinerario de la figura del viajero a lo largo de En las orillas del Sar, considera que la poeta recurre al paisajismo de su región porque «cree poder encontrar en sus lares primitivos un nido para refugio de su alma». También habla Manzano, sobre el conjunto de poemas Los robles, en términos de «celebración panteísta de la naturaleza». Se lamenta la poeta de lo que ve ahora:

[…] pero al fin, cuando
la amarga realidad, desnuda y triste,
ante ella se abrió paso, en luto envuelta,
presenció silenciosa la catástrofe,
cual contempló Jerusalén sus muros
para siempre entre el polvo sepultados.

¡Profanación sin nombre!
[…]

[…] ¡nunca!, ¡nunca!
con su acerado filo osado pudo
el hacha penetrar, ni con certero
y rudo golpe derribar en tierra,
cual en campo enemigo, el árbol fuerte
de larga historia y de nudosas ramas,
que es orgullo del suelo que le cría
[…]

Y sin embargo…
nada allí quedó en pie.
[…] (190)

¡Todo por tierra y asolado todo!
Ya ni abrigo, ni sombra, ni frescura;
[…] (191)

Y hace gemir con ella a todo el paisaje. Han huido los pájaros al no tener ya morada y el viento aúlla. Rosalía pena por ese «bello / lugar en donde con afán las almas / buscaban un refugio» (192), y termina reclamando el retorno del paraíso que su tierra fue: «Torna, roble, árbol patrio» (186). Porque en la Galicia que ahora reconoce no cabe el camino favorable; el camino que ella anda es triste y escarpado, también, y en su versión más física, porque la tala ha mancillado su tierra. Y cuando el hogar se vuelve hostil e insuficiente, la mirada se vuelve hacia otros lugares: «¡Mas no importa! A lo lejos otro arroyo murmura» (196):

El sediento viajero que el camino atraviesa
humedece los labios en la linfa serena
del arroyo que el árbol con sus ramas sombrea,
y dichoso se olvida de fuente ya seca (196).

Así, Rosalía enmarca su región, desde su dolor y la indignación, en el tópico del paraíso perdido. Un dolor, por otra parte, que la dota de visión y determinación para denunciar lo que ahora ve, y ante lo que levanta su voz, como sin tener nada que perder ya desde la negrura del fondo en que se encuentra. Llevado a sus últimas consecuencias, el hogar degradado es condenado al abandono de quienes lo habitan:

¡cuánto en ti pueden padecer, oh patria,
si ya tus hijos sin dolor te dejan! (198)

Y en el poema que sigue, ¡Volved!, insta a los que un día se marcharon a regresar a su tierra, prometiéndoles un futuro de esplendor (poema II), que parece añadir a las causas que alientan su travesía por este largo camino.

Una de las raíces de la tristeza [de Rosalía] es la vividura [sic] de un mal entre los más antiguos y devastadores de esta tierra: la emigración. La poetisa lo sufrió en carne propia […]. Comprendió y cantó, como nadie, la tragedia del que se va y la desdicha del que se queda.

Es en este poema donde se incluye uno de los más populares de Rosalía de Castro:

Camino blanco, viejo camino,
desigual, pedregoso y estrecho,
donde el eco apacible resuena
del arroyo que pasa bullendo,
y en donde detiene su vuelo inconstante,
o el paso ligero,
de la fruta que brota en las zarzas
buscando el sabroso y agreste alimento,
el gorrión adusto,
los niños hambrientos
las cabras monteses
y el perro sin dueño…
Blanca senda, camino olvidado,
¡bullicioso y alegre en otro tiempo!,
del que, solo y a pie, de la vida
va andando su larga jornada, más bello
y agradable a los ojos pareces
cuanto más solitario y más yermo.
Que al cruzar por la ruta espaciosa
donde lucen sus trenes soberbios
los dichosos del mundo, descalzo,
sudoroso y de polvo cubierto,
¡qué extrañeza y profundo desvío
infunde en las almas el pobre viajero! (200 – 201)

De esta pieza se pueden extraer varias conclusiones. En primer lugar, los trenes de los dichosos de que habla Rosalía, bien podrían representar la modernización de la región en la época (segunda mitad del xix) en detrimento del medio rural. De la comparación de semejante adelanto técnico, como fue el ferrocarril, con el arcaico carro o el pobre andante, se derivan los dos últimos versos. El naturalismo exaltado que rodea al camino, «desigual, pedregoso y estrecho» frente a la ingeniería artificial y matemática de las vías ferroviarias, refuerzan el valor positivo que confiere la poeta a un estadio más arcaico y áureo, más en contacto con la naturaleza, que desea para su región patria. Al menos un estadio anterior a la emigración. El exilio de los hijos del hogar podría situarse en el comienzo del éxodo rural, el abandono de los campos y la marcha hacia las fábricas.
En cualquier caso, y considerando lo dicho hasta ahora, hay que subrayar que Rosalía, en el tránsito de su camino, y más allá de su propio dolor, aprovecha para denunciar injusticias (violación de su tierra), señalar males (emigración) y defender a seres desgraciados (los tristes) ante los que parece haber desarrollado una percepción que su sensibilidad anticipaba en obras anteriores.

[…]
¿cómo contener, cómo, en el labio la queja?
¿Cómo no desbordarse la cólera en el alma? (202)

Pero son estos males externos a la propia Rosalía. Aún le quedará por enfrentar los propios. Como el fantasma del hijo muerto que le arrebató antes la venda de la fe de sus ojos, más adelante surgirán los demonios del amor pasado.
Entre el poema Los robles y el de Santa Escolástica, tiene cabida una larga serie de poemas que, en su conjunto, abordan el tema del amor. No profundizaré mucho en esta sección, pero señalaré una serie de puntos que considero importantes en cuanto constituyen un estadio en el camino que es el poemario En las orillas del Sar. Aquí Rosalía medita un amor que podríamos aventurar de tiempos pasados, imaginado al menos, y pronuncia unas conclusiones contundentes y reveladoras. El amor tampoco escapa al funesto destino porque está sometido, después de todo, al «flaco y débil corazón humano» (206), que resulta ser «inconstante» y «liviano». Y, sin embargo, resuena a lo largo de estas composiciones la promesa alegre e ingenua del amor primero: «tú sólo, y para siempre», una y otra vez, junto a la imagen del amante que ya no está, por abandono, infidelidad o muerte, como una «sombra, remordimiento o pesadilla» (209). En otras ocasiones chocan los amores de dos amantes distintos (el pasado y el presente), con la tormenta emocional que conllevan los sentimientos encontrados del amor, el remordimiento, el autoengaño y la traición, tan bien expresados en estrofas como estas:

[…]
¿Quién lo recuerda en la mudable vida,
ni puede asegurar si es que la herida
del viejo amor con otro se ha curado? (207)

Más tú, engañada recordando al muerto,
pero también del vivo enamorada,
te olvidaste del cielo y de la tierra
y condenaste al alma (209).

Emponzoñada estás, odios y penas
te acosan y persiguen,
[…] (209).

¡Mas, vengativo, al cabo yo te amaba
ardientemente, yo te amo todavía!
Vuelvo para dejarte
ver otra vez mi incrédula sonrisa (210).

Demonios personales, en fin, que debía enfrentar también en este itinerario de alquimia y depuración espiritual hacia la trascendencia. Pero Rosalía sabe tomar perspectiva de ellos y, para no perder su objetivo entre las sombras del recuerdo del amor trágico, los convierte en meditaciones de la protagonista del siguiente poema, el comprendido entre «A la sombra te sientas…» y «… la pena de saberlo» (211). En esta composición se alternan las voces masculina y femenina de una pareja que entabla un diálogo, en el que él, «¡curiosidad maldita!», se empeña en saber en qué está pensando ella. Ella se resiste por lo amargo de sus pensamientos, y concluyen que a veces lo que se piensa es tan doloroso que es mejor no saberlo. Baste decir que esta composición podría representar, dentro de las facetas más oscuras de la realidad que ahora Rosalía está desentrañando, confesando y expurgando, una realidad muy cierta: que a veces pensamos, o descubrimos, cosas tan dolorosas, tristes y devastadoras que, por mucha confianza que tengamos con nuestro ser amado, no podemos pronunciar en voz alta. Las consecuencias de hacerlo las graba Rosalía en los dos últimos versos: «Y cuenta que lo supo, y que la mató entonces / la pena de saberlo».
Cinco poemas más adelante, y como si se detuviese a recapitular después de tanto viaje interior, reitera su meta:

Yo no sé lo que busco eternamente
en la tierra, en el aire y en el cielo,
yo no sé lo que busco, pero es algo
que perdí no sé cuándo y que no encuentro,
aun cuando sueñe que invisible habita
en todo cuanto toco y cuanto veo.

Felicidad, no he de volver a hallarte
en la tierra, en el aire, ni en el cielo,
¡aun cuando sé que existes
y no eres vano sueño! (213 – 214)

«Felicidad». Por primera vez en todo el poemario, Rosalía nombra directamente, y comenzando un verso, lo que tanto anhela: «Felicidad». A partir de este momento, la actitud del poemario, el rumbo del camino, cambiará por completo.
Santa Escolástica abre la (pen)última etapa de En las orillas del Sar, y ya el título, como si fuera un alarido de salvación, da una idea al lector de lo que va a encontrar. Rosalía narra el último tramo de su camino. Su deambular la ha llevado hasta la urbe, Compostela, que se le descubre un «cementerio de vivos», triste, desierta y soñolienta bajo la lluvia. Pero un edificio le llama la atención: la catedral. Meta, destino de su larga travesía, entra en el templo y sucumbe sin remedio a la grandiosidad de una revelación religiosa, transcrita en el que merece considerarse uno de los mejores poemas en lengua castellana, el IV, comprendiendo el conjunto de la obra poética en que se inserta. No es necesario reproducir aquí la composición en su totalidad, de muy recomendable lectura por otra parte, pero sí algunos fragmentos destacados para dar una idea de a lo que el sacrificio de emprender este duro camino ha conducido a Rosalía de Castro:

[…] conmovióme aquel silencio místico
que llenaba el espacio de indefinidas notas,
tan sólo perceptibles al conturbado espíritu.

[…], despertó en mis sentidos
de tiempos más dichosos reminiscencias largas.

Y… ¡No fue vano empeño ni ilusión engañosa!...
Suave, tibia, pálida la luz rasgó la bruma
y penetró en el templo, cual entra la alegría
de súbito en el pecho que las penas anublan.

¡Ya yo no estaba sola!... En armonioso grupo,
como visión soñada, se dibujó en el aire
de un ángel y una santa el contorno divino,
[…]

aquel grupo que deja absorto el pensamiento,
que impresiona el espíritu y asombra la mirada,
me hirió calladamente, como hiere los ojos
cegados por la noche la luz blanca del alba.

Sentí otra vez el fuego que ilumina y que crea
los secretos anhelos, los amores sin nombre,
[…]

Y orando y bendiciendo al que es todo hermosura,
se dobló mi rodilla, mi frente se inclinó
ante Él, y conturbada exclamé de repente:
¡Hay arte! ¡Hay poesía!... Debe haber cielo. ¡Hay Dios! (218 – 219)

Poco se puede añadir a estos versos que expresan un éxtasis religioso en toda regla, y el que muy probablemente, entre otras cosas, le valiese a Rosalía el sobrenombre de «la santa». No podemos saber si este éxtasis tuvo lugar más allá de los límites del papel en blanco, pero en cualquier caso da término a un viaje de sacrificio que se revela peregrinación, ya que concluye en Santiago de Compostela. Una peregrinación en busca de la recuperación de una fe cuya pérdida motivó la misma peregrinación.

El camino, nombrado y sin nombrar, no es sólo un mero símbolo para Rosalía de Castro, es el eje central que vertebra el libro En las orillas del Sar. A poco que se medite el mismo título del poemario, puede uno caer en la cuenta de que el río Sar, naciendo en Santiago de Compostela (donde termina su viaje Rosalía) y desembocando en Padrón (el hogar de la poeta, donde al menos pasó los últimos años de su vida) da nombre al libro porque es el camino de Santiago que realiza Rosalía de Castro. Un camino de Santiago personal, hecho desde el otro lado de la capital gallega.
En las orillas del Sar se convierte así en el testimonio poético de ese camino de Santiago emprendido por Rosalía de Castro. Y si bien es verdad que se desconoce quién ordenó las composiciones de este libro, el sentido que propongo para él no mengua por esto en validez. El camino como símbolo poético queda trascendido por este libro en una de sus más completas sublimaciones conceptuales, estableciendo multitud de correlaciones y paralelismos que Rosalía ha sabido mantener y configurar.
Desde su pérdida de la fe, provocada por el dolor inherente a la existencia humana, llena de contradicciones perceptibles por sensibilidades como la de la autora, Rosalía siente la necesidad de emprender un viaje, sin saber muy bien hacia dónde, en un principio, pero trascendente en todo momento. En su anhelo de superar la escisión y la fragmentación emocional que provoca la actividad vital, Rosalía, en los últimos años de su vida, se repliega hacia su interior, dispuesta a realizar ese trayecto no en los exteriores paisajes de su querida Galicia, sino en los pliegues más oscuros del paisaje de su alma. El sufrimiento siempre proviene del interior de cada uno, y para superarlo es necesario encarar las sombras subconscientes que lo generan. San Juan de la Cruz lo llamó la «noche oscura del alma», por ejemplo, los alquimistas «nigredo». Distintos nombres para lo que no deja de ser un camino hacia lo más profundo de uno mismo.
Allí, Rosalía de Castro tuvo que encarar fantasmas de episodios horribles de su pasado (el fallecimiento de un hijo, tormentos amorosos) y frente a los cuales no pudo estar en condición de recuperar esa fe perdida. Pero este camino al abismo no la exilió totalmente del mundo ya que la dotó, en cambio, de una nueva forma de ver las cosas. Una nueva perspectiva y sensibilidad frente a lo que, como demuestra en obras anteriores, ya era capaz de percibir, pero que en En las orillas del Sar se arma de la valentía suficiente para nombrarlas y denunciarlas más alto (la defensa y compasión de los tristes, la destrucción del idílico medio rural, el exilio de los gallegos). Finalmente, cuando parece que la desesperanza no puede ser mayor, y se llegan a pensar cosas cuya confesión es capaz de matar de pena a quien se las revele (ejemplificado en el diálogo de la pareja), la autora llega al fondo del abismo, al final del camino (Santiago, donde nace el río Sar). Y es en ese escenario, donde ya no puede uno hundirse más, cuando milagrosamente la autora tomó el impulso y ascendió de nuevo y de vuelta al mundo. Y digo milagrosamente por tratarse de una revelación religiosa, según el poema, pero la explicación puede hallarse en una estrofa clave de Santa Escolástica:

¡Oh, majestad sagrada! En nuestra húmeda tierra
más grande eres y augusta que en donde el sol ardiente
inquieta con sus rayos vivísimos las sombras
que al pie de los altares oran, velan o duermen.

Estrofa de la que puede destilarse la idea de que lo divino brilla más visto desde la tiniebla que desde la luz del día.
Rosalía fue protagonista en este punto de un éxtasis divino, y supo transferirlo al que considero el más hermoso y exaltado de los poemas en todo el libro.
Así termina la obra. Un camino, ciertamente, de Santiago. Y un camino además que no podemos saber si lo realizó Rosalía físicamente, pero que, por lo pronto, sí realizó a través del acto de creación poética, como parece señalar en el último verso del poema IV de Santa Escolástica:

¡Hay arte! ¡Hay poesía!... Debe haber cielo. ¡Hay Dios!

La unidad que anhela el hombre fragmentado se resuelve al fin en la comunión revelada de la poesía, la vida y Dios.
Por último, unos apuntes con respecto a los poemas que concluyen En las orillas del Sar. Los caminos son finalizados por sus caminantes, pero estos últimos no terminan con el camino. El libro podría haber terminado con el último verso citado, pero no es así. En las orillas del Sar termina con la visión del mundo que tiene Rosalía a la vuelta del camino ya hecho. La autora cobra conciencia de la nueva forma de ver que trae consigo, incluso valora la posibilidad de que otros digan al verla «ahí va la loca soñando / con la eterna primavera de la vida y de los campos». Una de las estrofas más esclarecedoras es la siguiente:

¡Recuerdo… lo que halaga hasta el delirio
o da dolor hasta causar la muerte!...
No, no es sólo recuerdo,
sino que es juntamente
el pasado, el presente, el infinito,
lo que fue, lo que es y ha de ser siempre. (220)

Y a partir de aquí, Rosalía entra en un plano discretamente metapoético, por el que restablece su posición, ahora, de nuevo en el plano de la creación poética, y desde el cual medita una serie de pensamientos sobre su propia actividad de escritura poética.

[…]
todo halla un eco en las cuerdas
del arpa que pulsa el genio. (221)

Seguidamente, se regresa a la confrontación de las figuras del triste y el dichoso, que bien pudiera haberse incluido en el poemario Los tristes, de no ser por la entrada ahora de la figura del poeta. Ya con una fuerza renovada, Rosalía ahora se identifica con este último personaje, en quien reconoce una labor muy importante:

¡Poeta!, en fáciles versos,
y con estro que alienta los ánimos
ven a hablarnos de esperanzas,
pero no de desengaños (222).

Con la voz reforzada tras una larga noche de autosacrificio, el poeta regresa ahora para traer esperanza al mundo y levantar el ánimo de los tristes y, al mismo tiempo, condenar con mayor contundencia una verdad que se acepta con resignación: que en el mundo triunfan los dichosos, caracterizados también como «brutos». Y manteniendo ese odio hacia ellos, Rosalía demuestra encarar la pena y el tormento que han aquejado siempre su alma con mayor integridad, positivismo y fortaleza:

¡Atrás pues, mi dolor vano […]
¡Atrás!, y que el denso velo de los inútiles lutos,
rasgándose, libre paso deje al triunfo de los Brutos […]

¡Huye, pues, del alma enferma! Y tú, nueva y blanca aurora
toda de promesas harta, sobre mí tus rayos tiende.

¡Pensamientos de alas negras!, huid, huid azarosos
[…]

¡Pensamientos de alas blancas!, ni gimamos ni roguemos
como un tiempo, y en los mundos luminosos penetremos,
[…] (223).

Y mi voz […]
se alzó robusta y sonora […]
hace creer al que espera, y hace esperar al que ama,
que hay un cielo en donde vive el amor eternamente (224).

La voz poética de Rosalía ha vuelto ahora como la voz de la esperanza, pronunciada para el triste, no el dichoso, y acercarles a ellos la promesa que les falta, como a la poeta le faltara en otro tiempo.
Los poemas que siguen, hasta terminar el libro, sirven a Rosalía para recapitular su viaje. Baste decir que, a modo de resumen y conclusión, la poeta narra su aventura, habla a veces de la actividad poética, manifestando la renovada integridad, la paz recuperada que ha alcanzado:

¡Con qué pura y serena transparencia
brilla esta noche la luna! (228)

Y la configuración de una percepción de la vida, sin embargo, que ya no la engaña cuando acepta con resignación el dolor inherente a la existencia que, por otro lado, constituye parte de su hermosura:

No hizo Dios, cual mi patria, otra tan bella
en luz, perfume y frescura,
sólo que le dio en cambio mala estrella,
dote de toda su hermosura (230).

En verano o en invierno, no lo dudes,
adulto, anciano o niño,
y hierba y flor, son víctimas eternas
de las amargas burlas del destino (231).

[…] el amor y el odio han lastimado
su corazón de una manera igual (235).

Rosalía acepta las cosas como son, acepta la vida con todas sus verdades, el dolor y la alegría y el engaño también. Pero entre todas reconoce la mayor de las certezas:

¡Morir! Esto es lo cierto,
y todo lo demás mentira y humo… (237)

Y remata su obra con unos versos que no resuelven nada, como tampoco nada resuelven las meditaciones que podamos hacer en vida. En cualquier caso, consuela adoptar expectativas positivas:

Lo que encontró después posible y cierto
el suicida infeliz, ¿quién lo adivina?
¡Dichoso aquel que espera
tras de esta vida hallarse en mejor vida! (237)
















EL CAMINO DE ANTONIO MACHADO

El camino que emprende Antonio Machado (1875 – 1939), aunque bastante distinto al de Rosalía de Castro, presenta notoria semejanza. El estudio que realizaré en este capítulo no será tan extenso como el de Rosalía, básicamente porque si el camino es trascendido como símbolo en el caso de la poeta gallega a estructura organizadora de todo un libro de poemas, no ocurre lo mismo con Antonio Machado. Éste se limitará a un uso más sencillo, para nada desdeñable sin embargo, propio de un símbolo tradicional de la lírica.

[…] en la poesía de Rosalía encarna la figura del viajero el fracaso ante la vida. Machado ofrece una abstracción más radical, con lo que su figura alcanza un carácter de general validez simbólica, pues Rosalía ejemplifica sin escrúpulo alguno en su viajero una problemática muy personal.

Para el análisis de la obra de este autor me valdré de sus Poesías Completas. Partiré trayendo a colación un grupo de autores cuya sensibilidad bien puede valer como gozne entre ambos poetas. La actividad poética de Rosalía fue practicada a lo largo de la segunda mitad del siglo xix hasta su muerte, en 1885, a quince años de concluir el siglo. Por su parte, la obra de Antonio Machado comienza a publicarse recién inaugurado el siglo xx. Entre ambos, la historia de la literatura dio cabida a la generación del 98, un grupo de autores entre cuyos antecedentes algunos incluyen a Rosalía de Castro. Uno de los rasgos con que Guillermo Díaz-Plaja caracteriza la retórica noventayochista es la percepción que se tiene del paisaje a partir de una revalorización de la naturaleza, mediante una «interpretación suprasensorial, por la que la tierra cobra una significación trascendente». Para este grupo de autores, «la tierra se valora en función de un mensaje extraestético. Se la advierte cargada de historia, rica de valores morales […]. La emoción que levanta tiene un carácter suprasensorial», lo que no quita, como también advierte Díaz-Plaja, que en otras ocasiones se incluya el paisaje con la mera función de un escenario naturalista en que enmarcar la acción de sus novelas. Los noventayochistas se lamentaban de la situación de decadencia en que se encontraba España, y glorificaban su pasado para alentar el alma que atribuían a sus paisajes. Por esto mismo, a modo de herencia literaria, se pueden encontrar en varios poemas de Antonio Machado referencias a un pasado histórico glorioso no vigente en el presente del autor, sobre todo en lo que concierne a Castilla la Vieja:

Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
[…]
La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,
madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.
Castilla no es aquella tan generosa un día
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,
[…] (152).

Una buena representación machadiana, sin ir más lejos, de la degradación nacional finisecular es la leyenda, luego poetizada, de La tierra de Alvargonzález (174). Díaz-Plaja, además, comenta que «las raíces inmediatas del sentimiento del paisaje […] se hallan en el Romanticismo», apuntando que «heredan únicamente el interés, pero no las maneras paisajísticas del Romanticismo». Eso podría explicar que estos autores, así como Antonio Machado, contemplen el paisaje, lo incluyan en sus textos literarios, pero sin trascenderlo tanto (aspecto este que también caracteriza a los noventayochistas, sin embargo) como los románticos. Así, descubriendo el alma del paisaje español y estableciendo una relación del mismo con su historia, lo emplean para reflejar también su descontento con la situación en la que entonces se hallaba sumido el país. Por extensión, el paisaje se convertiría en el reflejo del estado de ánimo del poeta, correspondencia simbólica que deben por completo a los presupuestos artísticos románticos, claro está. Es en el Romanticismo donde se comenzó a dar personalidad y carácter a la naturaleza, trasladando las exaltaciones y caídas del espíritu del poeta a fenómenos atmosféricos como el crepúsculo o la tormenta, o a escenarios como ruinas invadidas por la maleza, campos yermos, jardines sombríos, cumbres vertiginosas o mares embravecidos. Todo esto alimentará la imaginería de Antonio Machado, cuya poesía está plagada de campos solitarios y horizontes brumosos, situados muchas veces en la melancolía de un atardecer impresionista. No faltan tampoco estudios que confirman la herencia romántica en la poesía machadiana.
Miguel Martinón señalará también que Antonio Machado, junto a Juan Ramón Jiménez, «tuvieron siempre consciencia de su común raíz becqueriana», correspondiendo a ambos «el mérito histórico de haber cultivado una lírica cada vez más simbolista que parnasiana en el contexto de la poesía modernista de la época». Por otra parte, también los hay que defienden la base modernista que impulsa la poesía machadiana.
De la misma forma que con Rosalía de Castro me detuve a puntualizar una serie de rasgos a tener en consideración para apoyar la lectura y la comprensión de sus versos, Antonio Machado merece también, si quiera, un apunte:

Machado debe su formación y aprecio al paisaje a varios factores: su instrucción en la Institución Libre de Enseñanza, su conocimiento de las descripciones paisajísticas de otros escritores, principalmente de Unamuno y Azorín, y sus años en Soria […].

No hay que olvidar tampoco los traslados realizados en vida por el poeta (Soria, Baeza), y su conocida costumbre de pasear por los aledaños campestres de las ciudades. Pero partiré, para no extenderme más, de una base desde la que tendré en cuenta una mezcla de influencias conscientes del Romanticismo (español y francés) y del modernismo, una reconocida admiración por la poesía popular, junto a un marcado empeño por cultivar una lírica de vertiente claramente simbolista.

Con lo dicho hasta ahora, se induce un empleo doble de la imagen del camino. Por influencia de la tradición popular, reflejada en las formas y en los temas de muchas de sus composiciones, Machado recurre a la imagen como alegoría de la vida. Por influencia postromántica y noventayochista, al camino se le suma, además, la carga de ornamento naturalista impregnado de emoción: se inserta en los escenarios paisajísticos que el poeta contempla y recorre, en los que se sitúa y tiñe a partir de su estado de ánimo. Ambas formas de poetizar la imagen del camino, sin embargo, estarán en la mayoría de las ocasiones estrechamente entrelazadas.
El punto de partida del camino machadiano no podría ser más elocuente: un poema fundacional titulado el viajero.

Está en la sala familiar, sombría,
y entre nosotros, el querido hermano
que en el sueño infantil de un claro día
vimos partir hacia un país lejano.
Hoy tiene ya las sienes plateadas,
un gris mechón sobre la angosta frente;
y la fría inquietud de sus miradas
revela un alma casi toda ausente (87).

Machado habla de un viajero que vuelve a casa y que resulta familiar a la voz poética, quien le viera partir un día. Sin embargo no es el mismo: canas, frente angosta, mirada fría y alma ausente. Una figura caracterizada de forma inquietante como alguien que un día se marchó lejos y que hoy no vuelve entero. A través de este augurio, Machado abre su obra con un personaje cuyas travesías lo han curtido en experiencias. Más adelante, los presentes en el poema guardan silencio para oírle hablar:

He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas;
he navegado en cien mares
y atracado en cien riberas.
En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra
y pedantones al paño
que miran, callan, y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestándola tierra… (88)

En la despersonalización de este individuo, aunque parezca familiar, se generaliza ese viaje, y el camino se convierte en la vida, en su más amplia concepción. La perspectiva que adopta la voz poética mediante ese «infantil» que remonta a tiempos pasados, con esa expectación con que escucha al que ha regresado, rejuvenece frente al viajero, aunque resulte ser su hermano. Las «sienes plateadas» parecen convertir al viajero en un anciano, y la voz poética, como convertida en nieto, guarda silencio (reproduciéndola a la vez) para escuchar la voz de la experiencia. Se anticipan muchas cosas, y entre estas, el itinerario poético de Machado a lo largo de sus libros. Quien regresa, o termina su trayecto, ha envejecido. Además, el camino es lo suficientemente largo como para poder toparse con «mala gente», «pedantes», «soberbios» y «melancólicos», pero también «gentes que danzan o juegan, / cuando pueden, y laboran / sus cuatro palmos de tierra» (88). El bullicio del gentío variado puebla la vida, pero en otras ocasiones puede resultar solitario, y esta soledad melancólica dominará la obra.
La autonomía en el emprendimiento del camino rosaliano es reconocible, sobre todo cuando sus causas son descubiertas. Pero el camino machadiano es una implicación inherente al mero acto de vivir. En el camino de Machado estamos todos implicados, porque es un camino-símbolo abstraído, a un nivel universal, de la misma vida. La realidad que supone no haber otra alternativa más que recorrer esta senda, Machado la asume con mucha resignación.
En cuanto a la partida, lo más cercano que el poeta conserva es el recuerdo de la infancia y la juventud. La juventud, que en las más de las veces viene caracterizada como una primavera, es una etapa de la vida que ha quedado atrás, y por cuya recuperación Machado suspira muchas veces. Un suspirar, en primer lugar, porque su recuerdo viene teñido de quimeras, sueños, alegrías e ilusiones que el poeta ya no experimenta en su edad presente. La juventud es una edad dorada de felicidad, en la que se ve el mundo bajo otra luz, «la buena luz del mundo en flor, que he visto / desde los brazos de mi madre un día» (LXVII).
Un suspirar, en segundo lugar, porque sólo hay una, y una vez vivida es irrecuperable, quedando sólo el recuerdo de esa edad dorada:

Pregunté a la tarde de abril que moría:
¿al fin la alegría se acerca a mi casa?
La tarde de abril sonrió: La alegría
pasó por tu puerta –y, luego sombría
Pasó por tu puerta, dos veces no pasa. (XLIII)

Sin placer y sin fortuna
pasó como una quimera
mi juventud, la primera…
la sola, no hay más que una […]. (XCV)

Pero un suspirar, también, porque no la vivió por completo, porque no la supo aprovechar:

Me dijo un alba de la primavera:
Yo florecí en tu corazón sombrío
ha muchos años, caminante viejo
que no cortas las flores del camino. (XXXIV)

¡Juventud nunca vivida,
quién te volviera a soñar! (LXXXV)

Se trata de una juventud en la que Machado no cogió flores, no experimentó el amor, y por eso desea con tanta fuerza volverla a vivir, enmendando sus errores:

¡Ah, volver a nacer, y andar camino,
ya recobrada la perdida senda!
Y volver a sentir en nuestra mano
aquel latido de la mano buena
de nuestra madre… Y caminar en sueños
por amor de la mano que nos lleva. (LXXXVII)

[…], yo he maldecido
mi juventud sin amor. (LXXXV)

Pero sin embargo, no termina de perder la esperanza cuando, ante la visión de otras primaveras, se siente insuflado de fuerzas y motivación:

Tras de tanto camino es la primera
vez que miro brotar la primaveras,
dije, y después, declamatoriamente:
-¡Cuán tarde ya para la dicha mía!-
Y luego, al caminar, como quien siente
alas de otra ilusión: -Y todavía
¡yo alcanzaré mi juventud un día! (L)

El lamento por una juventud pasada que ansía recuperar y vivir de nuevo lleva inherentemente asociado el tema del paso del tiempo, muy presente en Machado también, pero no el único. En numerosos poemas se reconoce que la marcha por el camino la matiza el carácter depresivo del poeta con una angustia vaga, indeterminada, pero presente:

[…] es esta vieja angustia
que habita mi usual hipocondría.
La causa de esta angustia no consigo
ni vagamente comprender siquiera;
pero recuerdo y, recordando, digo:
-Sí, yo era niño, y tú, mi compañera. (LXXVII)

Una angustia a la que se le suma el hastío del vivir monótono, que hace que «un día [sea] lo mismo que otro día», y que «hoy [sea] lo mismo que ayer» (LV). Machado se horroriza con este aburrimiento que, además, domina lo cotidiano:

Y yo sentí el estupor
del alma cuando bosteza
el corazón, la cabeza,
y… morirse es lo mejor. (LVI)

Así, la suma de estas realidades dolorosas, hacen de la marcha por la senda de la vida un itinerario cansino («Yo caminaba cansado», XIII), cuya amargura llega a pesar en el corazón («¡Amargo caminar, porque el camino / pesa en el corazón!», LXXIX). Pero en todo caso, detenerse, como pensara Rosalía de Castro también, no puede ser una opción. Detenerse en el camino implicaría decantarse por una materialidad que resuelve aún menos el sinsentido de la vida y, lo que es peor, se apartaría a un lado el dolor que hace de la voz doliente voz de poeta («Guitarra del mesón de los caminos, / no fuiste nunca, ni serás, poeta», LXXXIII). Machado alaba el desdeño de la comodidad material, la promesa de la parada confortable, porque suspende la progresiva cercanía al destino del caminante:

Muy cerca está, romero,
la tierra verde y santa y florecida
de tus sueños; muy cerca, peregrino
que desdeñas la sombra del sendero
y el agua del mesón en tu camino. (XXVII)

Además, el reposo de la parada puede llegar a atormentar al homo viator, invadiendo sus meditaciones con paroxismos sobre la vida, y el horror que conlleva, aun con todo, la llegada al final del camino:

Al borde del sendero un día nos sentamos.
Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita
son las desesperantes posturas que tomamos
para aguardar… Mas Ella no faltará a la cita. (XXXV)

¡Ay del noble peregrino
que se para a meditar,
después de largo camino
en el horror de llegar! (XXXIX).

Por eso hay que seguir en una huída hacia adelante, una huída desde la que se siente el único placer posible, «¡Este placer de alejarse!», aunque tampoco consuele concluirla («lo molesto es la llegada», CX).
Definitivamente, en Machado es muy vago, ambiguo, indeterminado el dolor que siente al caminar, al vivir. Nada resuelve su amargura. Echando la vista atrás, el recuerdo de una juventud pasada, mal vivida y, para más inri, sin posibilidad de recuperación y de enmienda, lo apena. Meditando sobre la marcha de la travesía, siente el pesar y el cansancio de caminar indefinidamente, aunque reconoce el placer de alejarse de allá donde se proceda, y se alienta con quimeras, sueños de primaveras e ilusiones que se obliga a creer, y que parecen esperar al final del camino:

[…]
imágenes amigas,
a la vuelta florida del sendero,
y quimeras rosadas
que hacen camino… lejos… (XXII)

¡Primavera soriana, primavera
humilde, como el sueño de un bendito,
de un pobre caminante que durmiera
de cansancio en un páramo infinito! (CII)

Detener la marcha, por otra parte, no vale como alternativa. ¿Parar, acomodarse? No sólo no resuelve lo que espera, sino que además anula la legitimidad de la voz del poeta que canta el dolor de vivir. Pero echando, más tarde, la vista hacia delante, le horroriza la llegada, porque la sabe mortal. Por tanto, al poeta no le queda más remedio que la resignación. Machado se regocija en el dolor, porque lo comprende consustancial al camino, inherente a la vida. Vivir es sufrir, y Machado termina amando el dolor y aferrándose a él como la prueba irrefutable de que sigue con vida. El dolor, por otra parte, lo reconoce implícito en el amor, y por tanto preferiría vivir en amor por mucho dolor que conllevase, a no contar con él. Esto lo demuestra muy al comienzo de su obra, sin embargo, cantando esta convicción mientras camina:

"En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón".
[…]
La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
"Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada". (XI).

Por tanto, amar y vivir implican sufrir; el dolor forma parte de esto. Y aunque se sufra, es preferible a vivir como un fantasma sin corazón. Antonio Machado no desea el dolor, pero no aceptarlo lleva consigo el sacrificio de no aceptar tampoco el amor y la vida, y los caminos de esta última se terminan disolviendo. Y es esa reconciliación con lo doloroso de la existencia lo que le empuja al camino, en su búsqueda. El sueño de la juventud le advierte, en un poema que conviene ser reproducido al completo:

Me dijo una tarde
de la primavera:
Si buscas caminos
en flor en la tierra,
mata tus palabras
y oye tu alma vieja.
Que el mismo albo lino
que te vista, sea
tu traje de duelo,
tu traje de fiesta.
Ama tu alegría
y ama tu tristeza,
si buscas caminos
en flor en la tierra.
Respondí a la tarde
de la primavera:
Tú has dicho el secreto
que en mi alma reza:
yo odio la alegría
por odio a la pena.
Mas antes que pise
tu florida senda,
quisiera traerte
muerta mi alma vieja. (XLI)

La felicidad indica abiertamente al poeta que para vivir en paz ha de aceptar todas las caras de la existencia, así su cara amable como su cara más dolorosa. Y Machado responde que por repudiar el dolor, repudia la otra cara de la moneda vital: la alegría. No es posible entonces, y el hombre que así se condena no vive. Hay que olvidarse de retóricas melodramáticas, de palabras, y acudir al interior de uno mismo para rescatar la esencia de un corazón que por mucho dolor y por mucho sin vivir, persiste en su latido. Buscar en el alma vieja para encontrar el secreto que la mantiene viva. Machado parece asegurar que así lo hará, prometiendo traer muerta su alma vieja. Está dispuesto al sacrificio, y este sacrificio guardará relación con el que emprendiera Rosalía en sus poemas de En las orillas del Sar. Si la poeta gallega inició un descenso a lo más hondo de su alma, el poeta sevillano lo hará también. En este marco de introspección cobra sentido un símbolo que, en analogía con el camino exterior de la vida, representa el camino interior del alma: las galerías, que dan nombre a todo un poemario, incluido en un libro cuyo título da algún indicio, Soledades. Ya en la introducción de la sección de las galerías, Machado descubre, en su autoconciencia de poeta, lo que esta condición de autor lírico implica:

Leyendo un claro día
mis bien amados versos,
he visto en el profundo
espejo de mis sueños
que una verdad divina
temblando está de miedo,
[…].
El alma del poeta
se orienta hacia el misterio.
Sólo el poeta puede
mirar lo que está lejos
dentro del alma, en turbio
y mago sol envuelto. (LXI)

Machado cuenta con un don, el del poeta, que le permite trascender hacia lo lejos, ahondar en lo profundo y despertar frente al misterio. En este misterio cabe aceptar una significación espiritual, desde el momento en que los dos poemas inmediatamente anteriores a la introducción de Galerías (LXI), dan muestra de una esperanza inusitada en Antonio Machado, despertada por un elemento religioso:

[…]
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón. (LIX)

No, mi corazón no duerme.
Está despierto, despierto.
Ni duerme ni sueña, mira,
los claros ojos abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio. (LX)

Abre así Machado su particular introspección por las galerías de su alma. Pero siguiendo con el poema introductorio, coloca al poeta con respecto a este duro trabajo, en una posición privilegiada:

En esas galerías,
sin fondo, del recuerdo,
[…]
allí el poeta sabe
el laborar eterno
mirar de las doradas
abejas de los sueños.
Poetas, con el alma
atenta al hondo cielo,
en la cruel batalla
o en el tranquilo huerto,
la nueva miel labramos
con los dolores viejos,
la veste blanca y pura
pacientemente hacemos,
y bajo el sol bruñimos
el fuerte arnés de hierro. (LXI)

Es decir, los poetas llevan a cabo una labor importante, que es sublimar los sufrimientos de la existencia en el canto de la voz lírica, comparando esta labor con la de las abejas, ya sea meditando o luchando, para revestir al hombre de los valores que lo hacen hombre. ¿Y por qué los poetas? Porque son almas inquietas, soñadoras, como no lo son todas. Sin embargo, todas necesitan de la labor del poeta:

El alma que no sueña,
el enemigo espejo,
proyecta nuestra imagen
con un perfil grotesco.
Sentimos una ola
de sangre, en nuestro pecho,
que pasa… y sonreímos,
y a laborar volvemos. (LXI)

Pero en esa bajada a los abismos internos, como en Rosalía de Castro, hay sombras que el poeta tendrá que enfrentar. En esto Machado no se explaya: da un ligero testimonio de los horrores que el alma también alberga en sus rincones más oscuros, arrastrado de la mano por un «demonio del sueño» («Y en la cripta sentí sonar cadenas / y rebullir de fieras enjauladas», LXIII), para reencontrar inmediatamente el camino que le lleve al alma:

Desde el umbral de un sueño me llamaron…
Era la buena voz, la voz querida…
-Dime: ¿vendrás conmigo a ver el alma?...
Llegó a mi corazón una caricia.
-Contigo siempre… Y avancé en mi sueño
por una larga, escueta galería,
sintiendo el roce de la veste pura
y el palpitar suave de la mano amiga. (LXIV)

Es curioso, no obstante, que Machado caracterice toda esta experiencia espiritual como un sueño, confiriendo un aura vaga y efímera a estas composiciones. No supone un trayecto extenso esta sección, y no tarda el poeta en expresar hallazgos y revelaciones. Es consciente de la búsqueda en vano de un consuelo a su dolor, y aunque «hoy sólo qued[en] lágrimas para llorar» (LXIX), se resiste a perder la compostura y a caer en plantos lacrimógenos. Encarará al dolor y adoptará una postura más sincera consigo mismo, en uno de los poemas más reveladores de su obra:

Y no es verdad, dolor, yo te conozco,
tú eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.
Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino […]
así voy yo, borracho melancólico,
[…]
siempre buscando a Dios entre la niebla. (LXXVII)

Un Dios que se tiene también por un camino sobre el mar (El Dios ibero, CI) al que van a dar los ríos de la vida (imagen manriqueña homenajeada en su Glosa, LVIII), y al que más tarde apelará reiteradamente desde el dolor de la amada fallecida:

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra lamía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar. (CXIX)

Parece Machado terminar recurriendo también a una fe cristiana, como Rosalía, pero disolviéndose este aspecto espiritual en una vaguedad que no termina de resolverse o alcanzar una cumbre de revelación, sino que se limita a establecerse como una vaporosa sospecha de respuestas, o apenas entelequia, en el final del camino.

Ayer soñé que veía
a Dios y que a Dios hablaba;
y soñé que Dios me oía…
Después soñé que soñaba. (XXI de Proverbios y Cantares, de Campos de Castilla)

Es por eso, que todas las apelaciones del poeta a una respuesta divina buscada, terminen en suspiros de frustración.

O tú y yo jugando estamos
al escondite, Señor,
o la voz con que te llamo
es tu voz.

Por todas partes te busco
sin encontrarte jamás,
y en todas partes te encuentro
sólo por irte a buscar. (Tres cantares enviados a Unamuno, XXVIII S)

Yo amo a Jesús, que nos dijo:
Cielo y tierra pasarán.
Cuando cielo y tierra pasen
mi palabra quedará.
¿Cuál fue, Jesús, tu palabra?
¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?
Todas tus palabras fueron
una palabra: Velad. (XXXIV en Proverbios y Cantares, de Campos de Castilla)

Aun con todo, no se convencerá de la posibilidad de la nada al término del trayecto:

[…]
¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,
la vieja vida en orden tuyo y nuevo?
¿Los yunques y crisoles de tu alma
trabajan para el polvo y para el viento? (LXXVIII)

O dicho en otras palabras, ¿tanto camino se habrá hecho para nada? El poeta lo pone en duda, y termina descubriendo que a falta de respuestas mayores, la certeza del caminar, la certeza de hacer la vida, es lo único de lo que puede dar testimonio verdadero el hombre: «el caminante es suma del camino» (Esto soñé, en Nuevas Canciones).
En definitiva, la poesía de Antonio Machado es una poesía de resignación y de frustración. La frustración de no hallar respuestas certeras a las que asirse en el transcurso de una vida dolorosa y de aparente sin sentido. La resignación en el sufrimiento de la vaguedad existencial, porque mientras se sufra se vive, y mientras se vive se lucha en una batalla a dos bandas, cuya tensión resulta ser lo más parecido a un sentido que se le pueda dar a la vida:

Todo hombre tiene
dos batallas que pelear:
en sueños lucha con Dios;
y despierto, con el mar. (XXVIII de Proverbios y Cantares, en Campos de Castilla)

Y frente a esto, la única realidad que tiene el hombre entre sus manos: a sí mismo. El hombre que, viviendo, sufriendo, luchando, se constituye sentido y fin de la experiencia vital. Lo que se traduce, por analogía de la vida con el camino machadiano, en sus versos más populares:

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar. (XXIX de Proverbios y Cantares, en Campos de Castilla)


























CONCLUSIONES AL FINAL DEL CAMINO

El camino es un símbolo lírico tradicional que une a dos grandes poetas de la talla de Rosalía de Castro y de Antonio Machado, pero del uso que ambos hacen del mismo se derivan dos itinerarios distintos. Ambos comienzan su marcha desde un mismo punto de partida: un malestar existencial. Pero ¿por qué el camino? Javier Gómez-Montero piensa lo siguiente:

La problemática existencial adquiere su plena perspectiva dramática cuando el hombre aparece en su status viatoris. La pérdida de la unidad metafísica de su mundo, debida a la caída de Dios y a la emancipación de la conciencia, origina el movimiento interior de búsqueda de un destino adecuado. La trágica inseguridad del hombre que busca y no encuentra es expresada mediante una perfecta metáfora: los caminos que Rosalía y Machado divisan y recorren incesantemente en los libros que nos ocupan.

El malestar de Rosalía tiene su fundamento en la fragmentación interna del individuo que genera el modelo de representación cristiana, en el que coexisten de forma excluyente el sentimiento y el cuerpo del hombre. Esta visión establece una jerarquía de valores que da primacía a la esfera espiritual frente a la material, lo que endurece la transitoriedad de la vida en el mundo con el peso del pecado, el dolor y el pesimismo. Además, legitimando en el más allá una voluntad superior, divina, el hombre se descubre encadenado al fatalismo de un destino prefijado e inmutable. De esta forma, Rosalía pierde la fe a fuerza de los duros golpes que le asesta el destino, y conviene en emprender un viaje interior, pero en el que la religiosidad, la espiritualidad, juegan un papel protagonista.
Por su parte, el malestar machadiano es menos trascendente, sin dejar de serlo, y más terrenal, más físico. No deja de tener vagos ecos religiosos, en este caso más en consonancia con esa «emancipación de la conciencia» de la que habla Gómez-Montero, y propia de un tiempo en que el mal du siècle que pudiese haber afectado a Rosalía se supera en el comienzo de la resignación nihilista. Esta emancipación de la conciencia del hombre que empieza a dudar y comienza a tender más hacia la inmanencia que hacia la trascendencia, se traduce en la soledad del hombre sin Dios en el mundo. Pero, sea como fuere, el dolor del poeta viene de los mismos golpes del destino que recibiera Rosalía: la muerte del ser amado y una melancolía irresoluble inherente a la existencia. Sin embargo, Machado no trasciende su sufrimiento a un nivel tan personalizado como el alcanzado por Rosalía, y en lugar de rematar en la exaltación, se admite en una melancólica conformidad que en parte da sentido a la existencia.
Javier Gómez-Montero es también consciente de esto:

El motivo del dolor es idéntico en ambos casos: la soledad, la falta de amor, la lucha vital. Sin embargo, la actitud ante esta vivencia es distinta: Rosalía se queja apasionadamente y resigna sabiéndose compañera eterna de la tristeza; Machado, en cambio, se complace en esos movimientos interiores que sin duda le causan dolor pero no le atormentan.

Rosalía y Machado comparten la naturaleza de sus caracteres: sensibles (hipersensibles incluso), meditabundos, introspectivos y melancólicos. Pero es la trascendencia, característica en ambos también ya sólo por el mero hecho de haber sentido la llamada del verbo poético, la piedra angular de sus divergencias.
El ejercicio que practica Rosalía es una nigredo personal de proporciones épicas, que deviene y configura todo un libro de poemas (En las orillas del Sar). Comprende que el descenso al abismo de su alma atormentada es en sí, y de forma figurada, un camino, pero lo refuerza cimentándolo en otro camino más material, un camino que se revela (descifrando el repertorio de imágenes que lo acompañan) de Santiago, y que probablemente haya sido encriptado en el propio título del libro. Por último, el ámbito empírico, externo al lírico, del acto de creación poética establece un plano más en la estructura de su obra. El ensamblaje de esta diversidad de niveles (espiritualidad, metáfora, escritura) es lo que confiere a la obra una totalidad rotunda. La poeta gallega emprende un duro camino de purgación espiritual de la mano, a un tiempo, de la poesía y de la fe religiosa. Con respecto a la poesía, contará con su poder redentor efectivo para quien la escribe; en cuanto a la fe, aunque parezca no tenerla en un principio, no la pierde tampoco de vista durante todo el trayecto. Sin contar con esa fe religiosa, el mundo se despuebla de esperanza, y la oscuridad se despliega ante los ojos de la poeta. Los seres más desgraciados, las injusticias que asolan su tierra, los pensamientos más perturbadores y los demonios personales más dolorosos (no hay que olvidar que el viaje rosaliano es a la vez por el mundo y por su mundo), se vuelven visibles. Rosalía alzará su voz para denunciar y combatir todo ese dolor, y cuando parezca quedar sin fuerzas tras tanta lucha, cuando, como se dice, se toca fondo, entonces coge impulso y vuelve a ascender. En este punto, Rosalía llega a Santiago, entra en su catedral, como una peregrina, y es testigo directo de la existencia de Dios. La revelación no sólo devuelve a la poeta la fe cristiana, sino que también dota a su poesía de efectividad y grandiosidad, por haber sido el medio del que se ha valido para realizar su gran viaje, un viaje que ha elevado el símbolo del camino a una completa, individual e intransferible experiencia espiritual.
Esta trascendencia desmedida no se da, en cambio, en Antonio Machado. Por supuesto que su obra no está exenta de trascendencia, pero el camino machadiano es un símbolo menos completo, menos personalizado también, que el de Rosalía, y adquiere matices más vagos y ambiguos en cuanto a posibilidad de respuestas. El poeta sevillano, aunque hable desde el alma, no implica tanto su individualidad, por lo que el camino se abstrae, se universaliza y generaliza a todo el mundo, convirtiéndolo en el camino que recorremos todos: la vida. Personaliza, en cambio, las causas de su dolor: una juventud que no aprovechó y que anhela recuperar para vivirla con un amor que le faltó, para volver a contemplar el mundo desde esa luz de sueños, ilusiones y felicidad. Un dolor, también, de fuerte raíz nihilista muy propia de su tiempo, y que, junto a su inevitable tradición cristiana, silencia la voz de un Dios al que se sigue apelando como ser sufridor.
La imagen del camino puede vertebrar la obra poética de Antonio Machado también, pero de una forma más liviana, de fondo, más inasible por abstracción, y sin embargo igual de empírica. Machado caracteriza la vida como un camino que transitamos sin término hasta que la muerte acude a la cita. Hasta ese momento, caminamos y caminamos, cantando, meditando (recorriendo galerías internas también), lamentando la perdida primavera juvenil y procurando no pensar en el «horror de llegar». Además, al camino Machado lo aderezará con las pinceladas impresionistas del naturalismo que bebe de su formación krausista y de su influencia noventayochista.
En resumen, Rosalía de Castro y Antonio Machado emprenden caminos que comparten, más allá de caracterizaciones que pueden revelar en el segundo el testigo que toma de la primera (camino blanco, fantasmas…), una experiencia espiritual que se descifra en dos actitudes diferentes. Por un lado, la revelación como salvación en el final de un camino del que se vuelve con renovadas fuerzas. Por otro, la resignación ante un silencio de Dios que, sin embargo, confirma al hombre emancipado como sentido y fin de la vida. Una vida que implica la aceptación, a un tiempo, del dolor y la felicidad.













































BIBLIOGRAFÍA

BIBLIOGRAFÍA PRIMARIA

DE CASTRO, Rosalía. Obra poética, Diario EL PAÍS, Barcelona, 2005.

MACHADO, Antonio. Poesías completas. Manuel Alvar ed., Madrid, Espasa-Calpe, 1988.

BIBLIOGRAFÍA SECUNDARIA

Actas do Congreso Internacional de Estudios sobre Rosalía de Castro e o seu tempo, 3 volúmenes, Santiago de Compostela: Consello da Cultura Galega / Universidade de Santiago de Compostela (1986). Artículos:

- ALBERT ROBATTO, Matilde. «Rosalía de Castro: imagen y poesía», vol. II, 89 – 97.
- BOUZA ÁLVAREZ, José Luis. «En torno al simbolismo de En las orillas del Sar: raíces pitagórico-platónicas y estoicas de los temas literarios de Rosalía de Castro», vol. I, 143 – 154.
- CARDONA-CASTRO, Ángeles. «Simbolismo europeo y Rosalía: En las Orillas del Sar», Vol. II, 267 – 277.
- CARDWELL, R. A. «Rosalía de Castro, ¿precursora de "los modernos"?», Vol. II, 439 – 452.
- COUSO CADAHYA, Xosé Luis. «Las dos miradas en la poesía de Rosalía de Castro», Vol II, 105 – 112.
- GÓMEZ-MONTERO, Javier. «El paisaje, el viajero, el camino blanco y otros motivos poéticos recurrentes en Rosalía de Castro y en Antonio Machado», Vol. II, 113 – 125.
- LAFOLLETTE MILLER, Martha. «Rosalía de Castro: su autoconcepto como poeta y como mujer», vol. I, 65 – 72.
- PARAÍSO, Isabel. «La audacia métrica de Rosalía de Castro (En las orillas del Sar)», Vol. II, 285 – 293.
- RÍOS CARRATALA, J.A. «¿Por qué razón Azorín 'amó' a Rosalía?», Vol. II, 245 – 250.
- SÁNCHEZ ROMERALO, A. «Rosalía de Castro en Juan Ramón Jiménez», Vol. II, 213 – 222.
- SUELTO DE SAENZ, Pilar G. «Rosalía de Castro, anticipación del '98», Vol. II, 453 – 460.

Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
URL del sitio: http://www.abelmartin.com/
Artículos:

- ABRIGHACH, Mohamed. «La teoría poética de Antonio Machado y la tradición romántica», en Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado, 2010, rescatado de http://www.abelmartin.com/critica/abrighach.htm.
- SIMPSON, Dean. «Algunos vínculos de la simbología paisajista de Castilla en Unamuno y Antonio Machado», en Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado, 2010, p. 3, extraído de http://www.abelmartin.com/critica/simpson.html

CELA, Camilo José. «Breve nota sobre la morriña en Rosalía», en Presencia de Rosalía: Homenaxe no noventa cabodano de seu pasamento, Vigo, 1971.

CLARKE, George. «El héroe trágico romántico», rescatado de https://www.academia.edu/2115907/El_h%C3%A9roe_tr%C3%A1gico_r%C3%B3mantico

CORREA RAMÓN, Amelina. «Antonio Machado en el ámbito del modernismo andaluz», en Hoy es siempre todavía: Curso Internacional sobre Antonio Machado, Córdoba, 2005, 87 – 138.

DÍAZ-PLAJA, Guillermo. Modernismo frente a noventa y ocho, Madrid, Espasa-Calpe, 1979.

HAVARD, Robert. «'Saudade' as Structure in Rosalía de Castro's En las orillas del Sar», Hispanic Journal, V, 1 (1983), 29 – 41.

MANZANO, Julia. «Rosalía de Castro (1837 – 1885). Entre la nostalgia y la celebración», en Mujeres en sus voces poéticas, rescatado de http://www.tindon.org/julia_manzano/voces_poeticas/4_ROSALIA_DE_CASTRO.pdf

MARTINÓN, Miguel. «El pensamiento poético de Antonio Machado (primera época: hasta 1907)», en Revista de Filología de la Universidad de La Laguna, 16 (1999), 197 – 230.

MAYORAL, Marina. La poesía de Rosalía de Castro, Madrid, Gredos, 1974.

SCHWARTZ, Kessel. «Rosalía de Castro's En las orillas del Sar: A Psychoanalitical Interpretation», Simposyum, 1972.

VALVERDE, José María. Antonio Machado, Madrid, Siglo XXI, 1975.



Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.