El rizoma oculto de la psicología profunda. Gustav Meyrink y Carl Gustav Jung

June 28, 2017 | Autor: Luis Montiel | Categoría: Psychoanalysis And Literature, History of deep psychology
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Descripción

LUIS MONTIEL

EL RIZOMA OCULTO DE LA PSICOLOGÍA PROFUNDA. GUSTAV MEYRINK Y CARL GUSTAV JUNG

MADRID 2012

La investigación en que se basa este libro, así como su edición, han contado con la ayuda económica dee la Subdirección General de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación a través del proyecto HAR 2008-04899-C02-02

© Frenia S.C. © Luis Montiel ISBN: Depósito Legal: Imprime: GRÁFICAS LOUREIRO, S.L. • Teléf.: 91 611 59 94 - [email protected]

ÍNDICE Págs.

——— HISTORIA Y PROPÓSITO DE ESTE LIBRO .........................

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GUSTAV MEYRINK: EL HOMBRE, EL ESCRITOR, EL BUSCADOR DE SÍ MISMO ...........................................................

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UNA BIOGRAFÍA «OCULTA» ......................................................... GUSTAV MEYER EN BUSCA DE SÍ MISMO ................................. EN MANOS DEL PILOTO ................................................................ UN CAMINO DE ESPINAS ............................................................... LA CLAVE ......................................................................................... EL YO MÁS ÍNTIMO ......................................................................... DEL MUNDO OCULTO AL «MUNDO PSI» .................................... PERO LA MAGIA… ......................................................................... EL FINAL (¿PROVISIONAL?) ..........................................................

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LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL COMO ENFERMEDAD DEL ESPÍRITU: EL JUEGO DE LOS GRILLOS Y LA NOCHE DE WALBURGA ............................................................................................

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LA HISTORIA DE EUROPA IRRUMPE EN LA OBRA ................... DE CÓMO SURGIÓ EL JUEGO DE LOS GRILLOS ............................ DE CÓMO JUGAR CON GRILLOS SE CONVIERTE EN JUGAR

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CON FUEGO ......................................................................................

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ÍNDICE

Págs.

——— DE CÓMO EL JUEGO DE LOS GRILLOS SE CONVIERTE EN UNA NOCHE DE WALBURGA DE DIMENSIONES CÓSMICAS .. SOBRE LA MAGIA COMO «FUERZA DEL ALMA» Y SOBRE LA CONDICIÓN ENERGÉTICO-MATERIAL DE LO PSÍQUICO ......... LA GUERRA COMO EPIDEMIA PSÍQUICA (O COMO SÍNTOMA DE UNA EPIDEMIA DE ESTE TIPO) ............................................... EL PASADO VAMPÍRICO (LA HISTORIA COMO HAUNTED HOUSE) ............................................................................................... AWEYSHA: LA PARASITACIÓN PSÍQUICA ....................................

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DEL OCULTISMO A LA PSICOLOGÍA PROFUNDA A TRAVÉS DEL SUEÑO: CÁBALA, ALQUIMIA Y ARQUETIPOS JUNGUIANOS EN EL GOLEM ............................

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EL GOLEM LEGENDARIO Y EL DE GUSTAV MEYRINK .......... EL ACCESO AL INCONSCIENTE .................................................... LA IRRUPCIÓN DE LA SOMBRA .................................................... EL ENCUENTRO CON EL ANIMA ................................................... EL DESCENSO A LOS INFIERNOS ................................................. LA CONQUISTA DEL SÍ-MISMO ....................................................

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DEL OCULTISMO A LA PSICOLOGÍA PROFUNDA CON LOS OTROS Y EN LA HISTORIA: EL ROSTRO VERDE ....................................................................................................

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SUB SPECIE AETERNITATIS. UNA VISIÓN AHASVÉRICA DE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD .....................................................

UN MAPA FALSIFICADO: LAS DOCTRINAS ESOTÉRICAS ........ CAMARADERÍA ITINERANTE ....................................................... EURÍDICE EN BUSCA DE ORFEO .................................................. LAS BODAS QUÍMICAS DE FORTUNAT HAUBERRISER ...........

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ÍNDICE

Págs.

——— EL RESCATE DE LO RECHAZADO: EL MAL EN EL DOMINICO BLANCO ..........................................................................

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LA HERENCIA Y EL DESTINO ........................................................ LOS ANTEPASADOS Y LOS MUERTOS ......................................... EL LUGAR DE LA RESURRECCIÓN .............................................. LOS DOS PRINCIPIOS ...................................................................... EL INSTANTE ÁUREO .....................................................................

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ADVERTENCIAS DESDE EL ÚLTIMO RECODO: EL ÁNGEL DE LA VENTANA DEL OESTE Y LA CASA DEL ALQUIMISTA .......................................................................................

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UN ESPEJO MÁGICO PARA GUSTAV MEYRINK ....................... LOS COMIENZOS DE UNA VIDA NÓMADA ................................. EN BUSCA DEL MÁS ALLÁ ............................................................. EL ÁNGEL DE LA VENTANA DEL OESTE .................................... EN EL CORAZÓN MÁGICO DE EUROPA ..................................... DECADENCIA Y MUERTE .............................................................. EL ESCRITOR EN EL ESPEJO .......................................................... VIRIDITAS .......................................................................................... UNA MIRADA POSTRERA A LOS PELIGROS DEL PSICOANÁ-

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LISIS ....................................................................................................

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EPÍLOGO ................................................................................................

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APÉNDICE .............................................................................................

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BIBLIOGRAFÍA .....................................................................................

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HISTORIA Y PROPÓSITO DE ESTE LIBRO Hace ya casi veinte años que comencé a estudiar la obra de Gustav Meyrink después de haberla descubierto de manera casual. Lector apasionado de los escritos de Carl Gustav Jung1, cuando El Golem cayó en mis manos quedé fascinado por el extraordinario parentesco que encontraba entre la historia onírica que narraba y varios temas centrales del acontecer psíquico denominado por Jung «proceso de individuación»2; fascinación que se debía no tanto a dicha similitud como al hecho de que la novela era anterior a la formulación cabal de la teoría jungiana, en esos años aún in statu generandi. En 1998 publiqué un primer libro, en cuya estela se sitúa el que aquí comienza, en el que analicé desde esta perspectiva tres de las

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1 Soy miembro fundador de la Fundación Carl Gustav Jung de España y durante algunos años trabajé en el comité científico de la edición española de su Obra Completa, realizada por la editorial Trotta. 2 Recientemente he sabido que mi «descubrimiento» no era tal en el sentido más estricto del término: Gilbert Durand lo había anunciado en una conferencia Eranos en 1976, de la que no he tenido noticia hasta hace unos días, cuando este libro estaba listo para entrar en máquinas, a través de mi amigo y colaborador Gustavo Pis Díez, que acababa de encontrar el dato en la traducción que citaré a continuación. Con gusto pago mi tributo a este admirado autor, especialmente por cuanto, en las seis páginas dedicadas al asunto, escribe: «nos falta sitio aquí para entrar en los detalles de una obra -que sin embargo lo merecería- en la que lo fantástico y sus procedimientos desembocan en extrañas consonancias ontológicas». DURAND, G. (2011) 209. «Sitio» —y tiempo— es mercancía de la que he dispuesto para pagar nuestra deuda con el escritor austríaco. La conferencia en cuestión lleva por título: «La ética del pluralismo y el problema de la coherencia»

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novelas publicadas por Meyrink3. Desde entonces he vuelto con frecuencia sobre la obra del escritor austríaco, y también sobre su biografía, que como explicaré en el lugar correspondiente sólo en los últimos años ha llegado a ser aceptablemente conocida. Había mucho más que contar, había que escribir un nuevo libro: éste. Un factor incorporado a última hora ha resultado decisivo para mi propósito. Decidí poner a prueba el proyecto convirtiéndolo en el tema del programa que impartí durante el curso académico 2010-2011 en el Máster en Psicoanálisis y Teoría de la Cultura de la Universidad Complutense. La respuesta de los participantes en el mismo fue tal que consideré llegado el momento de pasar a la acción, pues no sólo encontré en ellos interés sino también sugerencias, comentarios e ideas que dinamizaron mi reflexión. Conste aquí mi gratitud. Antes de comenzar la aventura —pues aventura es, aunque intelectual— conviene familiarizarse con el lenguaje, con el estilo, con el pensamiento que va a desplegarse ante nuestros ojos, empezar a conocer —si es que no se conoce ya— a ese excitante escritor, a ese inquietante personaje que fue Gustav Meyrink, y a perfilar el modelo de análisis que presidirá mi lectura de su obra. Un modelo que, sin prescindir del rigor académico y de la mirada crítica, se apoya en una íntima complicidad con el autor estudiado. Para ello nada mejor que transcribir las primeras palabras del prologo de su novela El dominico blanco: El señor X o el señor Y ha escrito una novela... ¿Qué significa esto?4

La respuesta que el escritor da a su pregunta es que, al menos en este caso, en su caso, el autor sólo puede considerarse mero instrumento. Alguien —alguien que no es esa parte de él mismo que dice «yo»— guía su mano al escribir, le impone nombres y peripecias. Pienso que sería un error, y un error grave, atribuir a un afán mistificador una declaración como la precedente; en primer lugar, porque —como espero demostrar— esto equivaldría a cometer una injusticia con el escritor; y en se-

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MONTIEL, L. (1998). WD 7.

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gundo término, porque de ese modo perderíamos una extraordinaria ocasión de conocer algo más, tal vez mucho, de ese territorio desconocido que albergamos en lo más profundo de nosotros mismos, del que Meyrink fue explorador pionero. Fue precisamente Jung quien, en 1930 —nueve años después de publicarse esta novela de Meyrink— describió como sigue el estilo creativo que denominó «visionario»: [En el modo visionario] el material o la vivencia que se convierte en contenido de la creación no es nada conocido; es de esencia foránea, de naturaleza de trasfondo (...); una vivencia primordial ante la que la naturaleza humana amenaza sucumbir de debilidad e incomprensión5.

Pues bien: entre los autores a quienes menciona para ilustrar su idea de arte visionario se cuenta Meyrink, y entre sus obras «fundamentalmente el no subestimable Rostro verde»6. No es ésta la única ocasión en que Jung trae a colación la obra del escritor austríaco en apoyo de sus tesis7, y en todos los casos en que lo hace resalta el carácter «visionario» de sus creaciones. Sin embargo, dado que sus intereses y metodología no iban preferentemente por este camino, el fundador de la psicología analítica no profundizó en el reconocimiento de las extraordinarias concomitancias que se dan entre su doctrina psicológica y la narrativa de Gustav Meyrink. Mi objetivo es precisamente éste: postular el valor de prueba que estas novelas poseen respecto de la compleja construcción doctrinal de Carl Gustav Jung. Creo que puedo hacerlo porque en estas novelas se encuentra detallado en el nivel de la vivencia —por más que se trate de la vivencia de seres de ficción— cuanto en buena prosa teórica hallaría cabida en la obra de Jung... algún tiempo —a veces bastante— después de que dichas novelas se publicaran. Lo que quiero decir es que resulta imposible

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5 JUNG, C.G. (1971-1983) 15, § 139. Todas las citas de la obra de Jung proceden de la edición alemana que aparece en la bibliografía. Citaré de manera abreviada, mencionando solamente volumen y parágrafo. 6 JUNG, C. G. (1971-1983) Bd 15, § 142. 7 JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 6, § 205, §426, §163, § 630; Bd. 7,§ 153, § 520; Bd. 12, §53, § 103, § 341 n. 22; Bd 9/I, §405 n. 22; Bd. 14/III, § 592 n.3, §420 n. 70; Bd. 15, § 142;

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que Meyrink pudiera tomar tan extraordinario caudal de ideas sobre el inconsciente de la psicología analítica, lo cual, por otra parte, de haber podido darse revelaría una inteligencia y una sensibilidad fuera de lo común. El mismo Jung reconoce esta imposibilidad en su estudio Sobre la psicología del inconsciente, donde, después de mencionar dos obras de Gustav Meyrink en apoyo de sus afirmaciones sobre el arquetipo del «zauberische Dämon», el demón mágico, advierte: Naturalmente Meyrink no ha aprendido esto de mí, sino que eso es algo que se ha formado libremente a partir de su inconsciente8.

A partir de su inconsciente, desde luego. Pero que eso haya sido posible se debe, en medida máxima, a la determinación, en algún momento casi suicida, con la que Meyrink se lanzó a bucear en su inconsciente, a despertar capacidades psíquicas que en un comienzo vinculó con la magia, emprendiendo un largo viaje por caminos donde muchos se han extraviado. Y este es otro aspecto que me interesa señalar desde el primer momento. También en esta perspectiva se comporta Meyrink como una antena —metáfora que gustaba de utilizar9—, como un receptor excepcionalmente sensible a las influencias del ambiente. Fueron legión los hombres y mujeres que experimentaron una enorme desazón ante el modo de ser en el mundo que su época les ofrecía y buscaron otras opciones en el universo de la mística, generalmente de una mística entre comillas. En esta perspectiva el escritor y su obra se muestran a la vez como síntoma de una enfermedad de la cultura y como ejemplo de un singular proceso de curación; proceso que desemboca en el mismo lugar en el que lo hace una cierta medicina de la mente. No pretendo, al sostener las tesis que acabo de enunciar, afirmar que con esta prueba se demuestre que la psicología junguiana revela la verdad en detrimento de otras psicologías, antropologías y religiones, ni que el psicoanálisis provenga del ocultismo. Pero sí creo que puede, en todo caso, confiarse un poco más en la veracidad del enfoque junguiano,

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 7, § 153. WD 7.

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y, sobre todo, darse por segura su adecuación, incluso su necesidad —aunque esta necesidad no sea compartida por todos— en un momento histórico con unas coordenadas sociales y culturales determinadas, que en muy buena medida son aún las nuestras. Un médico con amplia formación humanística y que atiende tanto a enfermos mentales como a sanos cuyo psiquismo se ha vuelto problemático, y un estudioso de las ciencias ocultas que se dedica a escribir novelas, describen detalladamente, de manera independiente, un proceso psíquico extraordinariamente complejo, que ni siquiera en los casos más afortunados llega a consumarse en el curso de una vida humana. El hecho da que pensar; al menos ha dado que pensar a quien esto escribe, como muestran las páginas que se suceden intentando detectar las pasmosas similitudes. Y quizá desde esta perspectiva sea posible recuperar a un escritor cuyo nombre raramente aparece en las enciclopedias y en los tratados de Historia de la Literatura, pese a que, en ese mismo prólogo del que arranca el mío, había dejado escrito algo que necesariamente habría tenido que hacer reflexionar a sus críticos si no hubieran elegido el cómodo expediente de tomarlo por una boutade: ¿Quién sabe? Quizá el inconsciente y la Madre de Dios son una y la misma cosa. No quiero decir que la Madre de Dios sea solamente el subconsciente, no: el subconsciente es la «Madre» de «Dios»10.

Estas frases, escritas en el pórtico de una novela esotérica —su subtítulo reza: del diario de un invisible— me sirven para poner de relieve otro aspecto de la obra de Meyrink que considero especialmente relevante: con ella, su propio recorrido desde el ocultismo hacia la psicología profunda puede ser compartido por miles de lectores. No digo que lo haya sido realmente, pero pienso que al menos contribuyó de algún modo a que la época fuese más sensible, más proclive a la aceptación de un psicoanálisis que acababa de nacer, lo que me lleva a hablar de un rizoma

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oculto —y ocultista— del novedoso pensamiento sobre el psiquismo humano11. «Si consigo que un sólo ser humano despierte para la inmortalidad [gracias a lo que he escrito], mi existencia habrá tenido un sentido»12: esta frase, que Gustav Meyrink pone en labios del protagonista de El rostro verde, traduce sin duda su más íntima esperanza, de cuyo cumplimiento da cuenta este libro; para el ser humano que lo escribe, la vida de Meyrink no ha sido inútil. Con la humildad a que obliga estar hablando —o escribiendo— sobre lo recibido de otros, quiero aplicar esa misma frase a este escrito, fruto de varios años de profunda relación con las novelas de este autor «de segunda fila». Debo añadir que, si mi interpretación de la obra de Meyrink no es errónea, incluso este calificativo se revestiría de un significado nuevo, pues, tal como Jung advierte repetidamente, el punto de partida para el opus chymicum es la piedra despreciada por todos13. En todo caso, quien tenga la paciencia de leerlo hasta el final sabrá que es lo que significan, desde la perspectiva compartida por Meyrink, Jung y su estudioso, esos conceptos, aparentemente desaforados, de «inmortalidad» y del inconsciente como «Madre» de «Dios».

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11 No olvidemos que, al menos en el caso de Jung, la existencia de este rizoma resulta tan indiscutible, tan naturalmente aceptable, tan evidente, que su tesis doctoral tiene por materia las experiencias realizadas con una prima suya con dotes de médium, Hélène Preiswerk: Zur Psychologie und Pathologie sogenannter okkulter Phänomene (1902). 12 GG 201. 13 Cfr. JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 12, § 103.

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GUSTAV MEYRINK: EL HOMBRE, EL ESCRITOR, EL BUSCADOR DE SI MISMO

Los dioses están sometidos al hombre. El mago medieval Agrippa von Nettesheim acuñó esta frase: «nos habitat non tartara sed nec sidera coeli: spiritus in nobis qui viget, illa facit» (…) Ni las estrellas, ni el inframundo: es el espíritu en nosotros quien lo hace todo.

I. UNA BIOGRAFÍA «OCULTA». Como si de una estrategia publicitaria se tratase, la biografía de Gustav Meyrink, probablemente el creador de la novelística esotérica más compleja del siglo veinte, está llena de lagunas, de preguntas sin respuesta, y en no pocos casos de preguntas con respuestas dispares, pues buena parte de ellas proceden de testimonios de sus contemporáneos, a menudo contradictorios. Parece increíble que no haya podido escribirse una biografía cabal de un personaje bastante notorio que vivió en fechas tan relativamente próximas a nosotros (1868-1932) hasta prácticamente ayer. Autores más antiguos cuentan con estudios biográficos donde apenas quedan aspectos en la sombra, excepción hecha de aquellos demasiado íntimos que probablemente el biografiado ha querido ocultar. Quizá sea aquí precisamente donde haya que

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buscar una respuesta, por más que sea provisional, a la pregunta por lo extraordinariamente difícil que ha resultado encontrar datos sobre algunos eventos, incluso públicos, de la vida de Meyrink. Pues generalmente los escritores que se sabían reconocidos tenían buen cuidado de construir en vida su catafalco espiritual para el culto de las generaciones venideras. En cambio, nuestro autor no tuvo ningún interés en levantar acta de los sucesos externos a su vida espiritual, refiriéndose, por el contrario, sus pocos escritos autobiográficos, a los que podríamos llamar internos14. En este sentido la coherencia entre la biografía y la obra es máxima. Añádase a lo anterior la sospecha más que razonable de que en sus escritos de carácter autobiográfico haya un cierto grado de estilización, una cierta voluntad de acentuar, o de presentar de manera «literaria» algunas experiencias de cuya veracidad, por otra parte, no parece razonable dudar, al menos en lo esencial, a juzgar por la trayectoria vital de su protagonista. Me parece importante señalar que esta manera de concebir el relato de la propia vida guarda ya una estrecha similitud, sin duda no buscada, con la elegida por C.G. Jung en su peculiar autobiografía —tan peculiar que fue redactada, aunque al dictado, por así decir, por Aniela Jaffé— Recuerdos, sueños, pensamientos. En ella el médico y psicólogo suizo declara:

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14 La biografía más completa es la de Hartmut Binder, publicada en fecha tan reciente como 2009. Su autor se ha beneficiado del trabajo previo de desbrozamiento de media docena de estudiosos, que en ocasiones recurrieron a la historia oral. El estudio pionero en esta línea es el de Eduard Frank (1957); pero el trabajo de Binder también se ha visto dificultado precisamente por las trampas de ese tipo de testimonio. Hay que reconocer como uno de los méritos de la biografía por él redactada la exigente crítica a que ha sometido a estos materiales. La más madura de las precedentes, la de Frans Smit (1986, publicada originalmente en holandés; manejo la edición alemana de München, Langen Müller, 1988) ya reconocía la existencia de datos contradictorios en las fuentes que pueden utilizarse para una biografía de nuestro autor, y Mohammad Qasim, en su tesis doctoral de 1981: Gustav Meyrink. Eine monographische Untersuchung (Stuttgart), refiriéndose a las cartas, que Meyrink controló para la posteridad —señalando cuáles debían preservarse y cuáles destruirse— advierte que el escritor era consciente de que las circunstancias de su vida llegarían a interesar; y que no quiso que pudiera escribirse una biografía suya al uso. Tomo este último dato de BOYD, A. Ch. (2005) 17.

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GUSTAV MEYRINK: EL HOMBRE, EL ESCRITOR, EL BUSCADOR DE SÍ MISMO

Así pues, me he propuesto hoy, a mis ochenta y tres años, explicar el mito de mi vida. Sin embargo, no puedo hacer más que afirmaciones inmediatas, sólo «contar historias». Si son verdaderas no es problema. La cuestión consiste solamente en si este es mi cuento, mi verdad15.

Por todo lo señalado, en cuanto sigue no tendré más remedio que emplear de vez en cuando el «probablemente» y el «es de suponer» en lo relativo a las peripecias de la existencia social del escritor, así como en lo que se refiere a algunos de sus propios testimonios. Por otra parte, no me propongo ofrecer al lector español una biografía detallada de Meyrink, sino tan sólo dar a conocer aquellos aspectos señeros de la misma que permitan contextualizar mejor su provocativa obra de creación. El primero de ellos es el relativo a las circunstancias de su nacimiento.

II. GUSTAV MEYER EN BUSCA DE SÍ MISMO. El diecinueve de enero de 1868 nacía en el Hotel «Zum blauen Bock» de Viena, hijo de la actriz Maria Wilhelmine Adelaide Meyer, soltera, el que habría de pasar a la historia de la literatura como Gustav Meyrink. Cuando fue bautizado, el cinco de marzo del mismo año, se le impuso dicho nombre de pila, quedando inscrito en el Registro Civil con el apellido de la madre; es decir, nació a la existencia civil como Gustav Meyer. Su padre, el barón Friedrich Karl Gottlieb Varnbühler von und zu Hemmingen, era ministro de Württemberg y, aunque no reconoció al niño, contribuyó económicamente16 a su sustento y formación y, más tarde, a procurarle una sólida posición que el futuro artista se encargaría de arruinar, bien es cierto que no sin bastante ayuda exterior, como luego veremos. Su infancia y juventud fueron bastante agitadas al tener que desplazarse de acuerdo con las exigencias del trabajo de su madre; así, comenzó sus estudios en Mú-

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JUNG, C.G. (1982) 10. BINDER, H. (2009), 24.

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nich (1874-1880), prosiguiéndolos en Hamburgo (1881-1883) y finalizándolos en la Escuela de Comercio de Praga (1883-1889), la ciudad que acabaría siendo su auténtica patria espiritual17. Allí fundó en 1889, en asociación con un cierto Johann David Morgenstern —a quien, hasta fechas recientes, se había tomado erróneamente por sobrino del poeta Christian Morgenstern18— la Banca Meyer y Morgenstern. Para ello empleó los fondos dejados en custodia por su padre hasta que alcanzara la mayoría de edad. En 1894 Morgenstern decidió separarse, sin duda a causa de la escasa habilidad de su socio para los negocios, lo que unido a su talante derrochador hacía temer por el futuro de la institución19, y Meyrink quedó como único propietario del que era conocido como «el primer banco cristiano de Praga»20. Tal vez los motivos de tal calificativo tuviesen también que ver con la quiebra que se produjo en 1902 aunque, como ya adelanté, otros sucesos colaboraron en gran medida en la bancarrota. Pero, por otra parte, tales sucesos, o más bien sus causas, son los primeros anuncios de aquello en lo que el inhabitual banquero va a convertirse, y fueron gestándose desde los comienzos de su vida pública en esa ciudad. Para la sociedad praguense —o más exactamente, para la clase dominante alemana— el señor Gustav Meyer era un parvenu, que por lo demás no se esforzaba en absoluto por resultar agradable. Cierto es que tenía amigos y que frecuentaba distintos círculos, especialmente deportivos y literarios, pero no ocultaba su antipatía por otras personas e incluso tenía fama de duelista impenitente. Se comportaba como un auténtico snob y gozaba provocando a la buena sociedad. Además, desde 1891 manifestó un gran interés por el esoterismo, que le llevó, en este mismo año, a fundar una logia teosófica con el nombre de «La estrella azul». Una constelación de factores que, a medio plazo, debía

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17 Tres de sus novelas: Der Golem, Walpurgisnacht y Der Engel vom westlichen Fenster se desarrollan en esta ciudad, que en buena medida es protagonista, y no sólo escenario de la acción. 18 BINDER, H. (2009), 83. 19 BINDER, H. (2009), 92-93. 20 BINDER, H. (2009), 83.

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resultar trágica para él, aunque también le abrió las puertas a una nueva forma de vivir. En 1892 se casó con su primera esposa, Hedwig Aloisia Ertel y, en el curso de los cuatro años siguientes, se entregó con especial devoción a los estudios ocultistas, así como a la ardiente correspondencia con logias de la más diversa índole. Por su propio testimonio conocemos los nombres de algunas de ellas: Ancient Primitive Rite of Masonry; Societas Rosicruciana, de cuyo Mago Supremo, W. Wynn Westcott, conservaba una carta; The Royal Oriental Order of Apex and of the Sat Bhai; Orden der Illuminaten, Bruderschaft der alten Riten vom heiligen Gral im grossen Orient von Patmos. Aún más tarde, en la década de los veinte, mantendrá correspondencia con una cierta Altgnostischen Kirche von Eleusis, una Aquarian Foundation, una Weisse Loge y, probablemente, la muy famosa Golden Dawn. En este apartado me interesa sobremanera señalar la existencia de dos documentos; uno en inglés de 1893, titulado Mandale of the Lord of the Perfect Circle, en el que se nombra al «Hermano Gustav Meyer de Praga» «uno de los siete Archicensores» y le impone el «nombre espiritual y místico» de Kama. En el otro, una carta procedente de la citada orden del Apex y del Sat Bhai se le impone un nuevo nombre, Theravel, explicándole que traducido al inglés, significa «I go, I seek, I find», y proponiéndoselo como «motto de tu vida futura»21 . Desde nuestro privilegiado punto de vista, podemos confirmar este bizarro pronóstico, pues ciertamente tal pudo ser el motto de la vida de Meyrink; y nótese que en este caso digo Meyrink con toda intención, en el sentido de que, paralelamente a sus bautismos «místicos», impuestos por sus lejanos cofrades, el nacido Gustav Meyer se dará a

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21 SMIT, F. (1988), 154-155. Me tomo la libertad de traducir los términos en idiomas extranjeros para mayor comodidad del lector: «Antiguo Rito Primitivo de la Masonería»; «Sociedad Rosicruciana»; «Real Orden Oriental del Apex y del Sat Bhai»; «Orden de los Iluminados»; «Hermandad de los Ritos Antiguos del Santo Grial en el Gran Oriente de Patmos»; «Iglesia Gnostica Antigua de Eleusis»; «Fundación de Acuario»; «Logia Blanca»; «Amanecer Dorado». El documento en el que se le nombra Archicensor se titula: «Mandala del Señor del Círculo Perfecto», lo que parece una tautología dado que mandala significa, precisamente, círculo; y el significado del nombre «Theravel», traducido al español, sería: «voy, busco, encuentro».

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sí mismo ese apellido en torno a 1900. Lo que empezará siendo un seudónimo literario —la primera incursión de Meyrink en este dominio tiene lugar en 189722— se convertirá progresivamente en el nombre sentido como propio, como revelador de un cambio fundamental en la biografía de quien a sí mismo se lo impone, de modo que, al cabo de un pesado proceso judicial, nuestro autor conseguirá, en 1917, que ese apellido le sea oficialmente reconocido. El dato es importante por dos motivos. En primer lugar porque, al socaire del éxito conseguido con El Golem, la familia paterna declaró estar dispuesta a admitirle en su seno y a permitirle usar el apellido Varnbühler, a lo que se negó resueltamente. Y en segundo, por cuanto revela, a mi modo de ver, la deuda que Meyrink tiene para con sus aventuras esotéricas y, al propio tiempo —lo que es más importante— su capacidad para descubrir que lo fundamental para una auténtica transformación espiritual es que sea autónoma. Ni Kama, ni Theravel —por más que, como advertí, el presunto significado de este nombre sea aplicable a nuestro autor— harán de Gustav Meyer quien está llamado a ser; pero sí Meyrink. En relación con lo anterior existe un texto autobiográfico inédito que resulta revelador. En él Meyrink escribe, supuestamente en edad avanzada, lo siguiente: Cuando aún era joven y con ardiente celo exhumaba todo aquello que se parecía de lejos a los secretos de la magia y del yoga, entré en docenas de hermandades y debí prestar juramentos que podrían poner la piel de gallina; juramentos de silencio sobre cosas que ya entonces me parecía que de por sí podían llegar a ser del conocimiento común. Finalmente me negué a ser iniciado en tan «terribles» secretos, con la incómoda sensación de que a la postre habría que mantener secreto que dos por dos es cuatro23.

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22 Se trata del relato titulado Tiefseefische , redactado al parecer en esa fecha, aunque publicado más tarde. De hecho su primera publicación parece ser el relato «Der heisse Soldat» —«El soldado ardiente»— publicado en la revista satírica Simplicissimus el 29 de octubre de 1901. SMIT, F. (1988), 69. 23 Se trata de Die Tretmühle —La noria— , que forma parte de la colección de documentos Meyrinkiana, depositada en la Bayrischer Staatsbibliothek de Múnich. SMIT, F. (1988), 154.

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Tanto en su obra narrativa como en otros fragmentos autobiográficos, el Meyrink maduro rechazará explícitamente las propuestas esotéricas. Sin embargo, las experiencias cosechadas en estos años y especialmente las lecturas realizadas van a ser fundamentales para la configuración de su personal estilo literario, e incluso para la construcción del entramado de sus obras mayores. Como ya he señalado, su primera incursión en el mundo de la literatura se produce en 1897, y ya en 1901 su presencia en este dominio empieza a ser más que anecdótica, colaborando con relatos en la famosa revista satírica Simplizissimus entre este año y 1909; relatos que eran esperados con auténtica fruición por los lectores de la revista a causa del extraordinario talento —y la no menos notable audacia— de Meyrink para la sátira cultural y política24. En 1904 accede al puesto de redactor jefe de otra revista satírica, vienesa en este caso, Der liebe Augustin25. Pero, en el ínterin, han sucedido eventos decisivos para el ulterior destino del incipiente escritor. En primer lugar, en 1896 conocerá a la que llegará a ser su segunda y definitiva esposa, Philomena (Mena) Bernt, a la que de momento convertirá en su amante. En 1901, y de nuevo en circunstancias no muy claras, tendrá lugar un proceso judicial promovido por el propio Meyrink por una cuestión de honor: según parece, un oficial negó el saludo en la calle a la todavía esposa del aún banquero; Meyrink le retó en duelo, algo a lo que, según el ofensor, no había lugar dada la condición innoble de hijo natural del presuntamente ofendido. Esto habría excitado hasta el extremo la cólera de Meyrink, llevándole a exigir una reparación judicial. En el curso del proceso, para su desgracia, consiguió enemistarse con toda una asociación de militares, Markomannia26, a la que pertenecía su

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BOYD, A. CH. (2005) 150. El nombre de la revista está tomado de una canción popular vienesa de corte estoico y a la vez humorístico aparecida en el curso de una epidemia de peste en el siglo diecisiete. 26 El nombre de esta asociación despide un notable tufo racista, pues el marcomano era un pueblo de Germania, emparentado con los suevos. Derrotados por Druso en el año 9 a.C., los marcomanos emigraron hacia el este y el sur, ocupando, precisa25

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adversario, y con un amigo de éste, funcionario de policía de origen checo, Olic, que habría de tener un papel determinante en el inmediato futuro de Meyrink. Pues, al año siguiente, sería el principal artífice de su encarcelamiento y de la quiebra del banco. Me parece interesante resumir los datos de que se dispone referentes a este turbio personaje. Pese al inequívoco origen checo de su apellido —y quizá precisamente a causa de ello— Olic, que trabajaba en la sección política de la policía de Praga, hacía ardiente profesión de su condición de austríaco, y para mejor refrendarla se distinguía en la persecución de los nacionalistas checos, muchos de los cuales terminaron en prisión por los buenos oficios del policía. Más tarde, en el curso de la Primera Guerra Mundial se convirtió en un ferviente nacionalista. ¿Veía, tal vez, aproximarse el fin del imperio de la doble corona? En todo caso, en 1902 no era más que un lacayo del orden establecido que disponía del poder que el régimen imperial le atribuía y lo utilizó para vengarse de su adversario, que probablemente lo era en más de un sentido, pues se especula con la posibilidad de que también Olic tuviese pretensiones sobre Philomena Bernt. Consiguió llevarle a juicio por un presunto delito económico, haciendo que una cliente le acusara de haber hecho desaparecer unos títulos de crédito depositados por ella en el banco. Meyrink ingresó en prisión preventiva, ocasión que aprovechó su perseguidor para intentar complicar su situación, lo que hizo consiguiendo autorización para un registro domiciliario cuyos resultados, que nada tenían que ver con el motivo del proceso, fueron oportunamente aireados por los enemigos del banquero. Toda la parafernalia gótica de su vivienda, nada escasa, así como los escritos ocultistas en ella encontrados, se convirtieron en motivo de exhibición para arrojar una imagen inconveniente del acusado. No es demasiado sorprendente; oigamos a ese incomparable enamorado de Praga que fue Angelo Ripellino, e intentemos hacernos una idea de lo que, no sin íntima fruición, pensarían los enemigos de Meyrink al airearse sus rarezas:

———— mente, Bohemia. Recuerde el lector lo ya apuntado acerca de la clase dominante alemana en la Praga de la época.

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Siempre en el ámbito del pintoresquismo de Praga, destaca el misterioso Nikolaus de una novela de Leppin27, es decir Meyrink (...) en cuya remota casa, cerca del gasómetro, se amontonaba «un gran número de singulares e insólitos objetos, Budas de bronce con las piernas cruzadas, dibujos mediúmnicos colgados en marcos metálicos, escarabajos y espejos mágicos, un retrato de la Blavatsky y un confesonario auténtico». En las memorias de Brod28 se recoge cómo Meyrink contaba entre sus amistades con un coleccionista de moscas muertas y un ropavejero que revendía volúmenes raros tan sólo con la aprobación de un cuervo alicortado29 .

El proceso, que duró casi dos meses —del 18 de enero al 3 de marzo— se resolvió de forma oficialmente favorable para Meyrink, pues se pudo probar la falsedad de la acusación, pero repercutió de forma desastrosa en su actividad financiera, pues el escándalo desatado de consuno por las sospechas del comienzo y por el conocimiento de las rarezas del banquero desembocó en la bancarrota de la institución. Con todo, este cambio marcó el inicio de una serie de ellos que iban a convertir a Meyer en Meyrink, el Meyrink que conocemos a través de sus escritos.

III. EN MANOS DEL PILOTO. En primer lugar, un cambio de residencia: de Praga, la ciudad amada —a pesar de la inquina de ciertos praguenses— a Viena, la gran capital de la cultura, en 1904. Allí, como queda dicho, se incorpora al mundo literario a través de la jefatura de redacción de Der liebe Augustin. A continuación, en 1905, se separa de su primera esposa

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27 LEPPIN, P. (1914) Severins Gang in die Finsternis. Ein Prager Gespensterroman [El camino en las tinieblas de Severin. Una novela de fantasmas en Praga]. 28 Se refiere al escritor Max Brod, editor de la obra de Franz Kafka a la muerte de éste. 29 RIPELLINO, A. M. (1991) 49. Alfred Schmid-Noerr, amigo y ocasional colaborador de Meyrink, añade a lo anterior la descripción de un techo decorado con los signos del zodíaco y, en una pared pintada de negro, la figura de un ser humano que parece estar atravesando el muro. Cfr. BINDER, H. (2009), 89.

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para casarse con la que será su compañera de por vida y madre de sus hijos, Philomena Bernt. A estas alturas el exbanquero es ya relativamente conocido como escritor, pues ha publicado dos volúmenes de relatos: Der heisse Soldat und andere Geschichten (1903) y Orchideen (1904). En 1907 el nuevo matrimonio, con su primera hija, Sybille Felizitas, nacida en 1906, se traslada a la otra gran capital literaria del mundo germánico, Múnich, donde Meyrink publica otro volumen de relatos, Wachsfigurenkabinett, en 1907. Este mismo año nace su hijo Harro Fortunat y comienza la redacción de El Golem. En este punto nos vemos obligados a hacer alto, pues lo que El Golem representa difiere sustancialmente de lo exhibido hasta ahora en los relatos fantásticos, de terror o satíricos de los tres primeros volúmenes, y requiere una vuelta atrás, al menos hasta 1891, año en el que se produce un hecho que, al decir de Meyrink, será decisivo en su vida, aunque sus efectos no se dejarán ver —al menos en lo puramente literario— hasta llegar precisamente al Golem. Se trata de la irrupción en su vida de un personaje al que, en un escrito publicado póstumamente, llama der Lotse —el práctico, el piloto que conduce los barcos al fondeadero evitando los bajíos—. Faltaba un día para que se renovara para mí por vigesimocuarta vez el día de la Asunción de María a los cielos; me encontraba en Praga, sentado ante mi escritorio en mi habitación de soltero, introducía en el sobre la carta de despedida que había escrito a mi madre y cogía el revólver que ante mí tenía; pues quería emprender el viaje sobre el Stix, quería arrojar de mí una vida que me parecía hueca, sin valor y pobre en consuelos para el futuro. En ese instante subió a bordo del barco de mi vida «el piloto con la capucha de la invisibilidad sobre el rostro», como le llamo desde entonces, y tomó el timón. Escuché un leve ruido junto a la puerta de la habitación que daba al descansillo, y al darme la vuelta vi que algo blanco se deslizaba en la habitación a través de la rendija sobre el umbral. Era un cuadernillo impreso. Cuando dejé el revólver, lo recogí y leí el título, no me movía ni la excitación de la curiosidad ni el deseo secreto de escapar a la muerte: mi corazón estaba vacío. Leí: «Acerca de la vida después de la muerte».

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«¡Notable casualidad!», es el pensamiento que quería abrirse paso en mí. Pero apenas salió de mis labios la primera de estas palabras. Desde entonces no he vuelto a creer en la casualidad, sino en el... piloto30.

De entrada este testimonio nos muestra al futuro escritor como uno de esos europeos enfrentados a una sensación de vacío existencial que Max Weber atribuyó, con giro afortunado, al «desencantamiento del mundo». Y el folleto en cuestión ofrece literatura espiritista, eso sí, del mayor nivel: Las experiencias de los grandes investigadores en ese campo: William Crookes, el profesor Zöllner, Fechner y otros con el médium Slade, Eglington, Home, etc31.

Concretamente la referencia a las experiencias realizadas por el astrofísico Zöllner, en presencia de los psicólogos Ernst Heinrich Weber, Gustav Theodor Fechner y Wilhelm Wundt —anatomista, además, el primero, y fisiólogo el último— con el médium estadounidense Slade constituyen el punto de partida del espiritismo con mayores pretensiones —concebido como un campo de investigación científica— en Alemania32. El caso es que en ese momento crucial Gustav Meyer decide concederse una prórroga que, afortunadamente para él y para sus lectores, será indefinida. A partir de ese momento se lanzará a una pesquisa espiritual que durará toda su vida y que le llevará

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30 L 286. La traducción más correcta para Lotse sería «piloto de bajura» o «práctico de un puerto». He preferido dejar en el texto traducido solamente «el piloto» para no destrozar el efecto literario buscado -y conseguido- por Meyrink, pero me parecía esencial añadir esta nota no sólo por un prurito de literalidad sino para resaltar el valor de la metáfora elegida por el artista, pues el práctico del puerto es el que conoce al dedillo los bajíos ocultos bajo las aguas poco profundas y aparentemente nada peligrosas en las que, sin embargo, es tan fácil zozobrar. 31 L. 287. 32 Dichas experiencias han sido estudiadas en detalle por TREITEL, C (2004) 3-12. Daniel Douglas Home y William Eglington eran, como Slade, médiums famosos. En cuanto a William Crookes (1832-1919) fue físico y químico de renombre universal, y también uno de los iniciadores del estudio científico del espiritismo.

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desde el espiritismo propiamente dicho, a través del ocultismo, hasta la configuración de una vía de evolución psicológica absolutamente personal que presenta una afinidad extraordinaria con la naciente psicología profunda y que trasladará a su obra literaria; una obra que llegará a miles de lectores33 a quienes sin duda sensibilizará frente a los mensajes de dicha psicología. Para ello, como ya he advertido, será preciso que cambie la banca por la creación literaria, y lo que acabamos de ver es el comienzo de la revolución interior que, asociada a los hechos exteriores ya mencionados, convertirán a Meyer en Meyrink. Entre el episodio del suicidio abortado (1891) y los del encarcelamiento y la quiebra (1902) median descubrimientos decisivos en el ámbito espiritual de los que daré cuenta en las páginas siguientes. Pero no sin antes escuchar lo que el propio autor nos dice sobre el papel de ese misterioso enmascarado en ese cambio de orientación: La figura embozada sólo me hacía pequeños gestos, pero fueron como inspiraciones. Fueron suficientes para hacer, de la noche al día, de un comerciante un escritor. Luego explicaré cómo se produjo esto. Se debió a la transmutación de la sangre34.

A esto me refería al comienzo de este apartado al señalar que detrás del cambio de nombre había algo más profundo que el mero cambio de actividad profesional. Veamos, pues, a qué se refiere su protagonista con esa tan ambiciosa como ambigua locución: la transmutación de la sangre (die Verwandlung des Blutes)35

————

33 Concretamente la primera edición de Der Golem tuvo una tirada de 20.000 ejemplares, que se vendieron rápidamente, a pesar de que previamente el relato había aparecido publicado por entregas a partir de 1913 en la revista Die weissen Blätter. En 1922 la cifra de ventas había alcanzado los 165.000 ejemplares, lo que se considera una cifra «gigantesca» para la época. SMIT, F. (1988) 112-113. 34 VB 210. 35 Este es el título del más importante texto autobiográfico de Gustav Meyrink: un texto sin fecha, pero redactado con toda probabilidad a finales de los años 20 que, con toda evidencia, fue redactado para su publicación pero que, finalmente, quedó inédito por razones desconocidas. No se sabe si su autor decidió guardarlo o si no encontró editor para él. Descubierto en la colección de documentos denominada Meyrinkiana,

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IV. UN CAMINO DE ESPINAS. El catálogo editorial en cuestión, llegado a sus manos en circunstancias tan especiales, puso en marcha una pesquisa que cabría calificar de obsesiva dada la duración de la misma —prácticamente toda la vida, pero si se quiere concretar más un largo período de trece años— y la enorme energía puesta en ella; una energía que, como el mismo Meyrink reconoció, se cobró un alto precio en salud. Volveré sobre este tema pues es esencial para mi propósito. El hecho es que a partir de ese mismo momento el aún banquero comenzó a buscar y a poner a prueba el tipo de información que le ofrecía el folleto puesto en sus manos por el destino. Sí: por el destino; no soy yo quien lo sostiene, sino él mismo, y esto es muy importante en la perspectiva de este estudio. Recuérdese lo que dice sobre la casualidad en la cita de Der Lotse previamente transcrita, o véase, por ejemplo, lo que afirma en Das Zauberdiagramm (El diagrama mágico, 1928) y casi con idénticos términos en Die Verwandlung des Blutes: La casualidad, el destino viajando de incógnito, como dijo una vez de manera muy acertada un escritor ruso36.

———— propiedad de la Bayrischer Staatsbibliothek de Munich, fue editado en 1976 por Robert Karle. Citaré a partir de la edición realizada por Eduard Frank en un volumen que recoge los relatos de Meyrink agrupados bajo el título Fledermäuse. Debo añadir, aunque me extraña que ninguno de mis predecesores lo haya tenido en cuenta, que a partir de un dato que figura en el manuscrito redactado por Meyrink la fecha exacta podría ser 1927, todo lo más 1928. Esto es lo que dice el fragmento en cuestión: «Hace 36 años que intuí por primera vez la presencia de esa figura embozada, misteriosa, entre los bastidores de la vida» (p. 209 de la edición de Eduard Frank). He decidido traducir Verwandlung por «transmutación» a causa de las connotaciones alquimistas del término español, que pienso hacen justicia a la intención de Meyrink, quien en el curso de su pesquisa místico-psicológica recurrió entre otros medios a la alquimia, tanto a nivel teórico: Alchimie oder die Unerförschlichkeit, [1925], como práctico Wie ich in Prag Gold machen Wollte, [1928].Véase la citada edición de Eduard Frank: MEYRINK, G. (1993), 302-331 y 293-301. 36 Z 264. En términos casi idénticos se pronuncia en VB 211.

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En una primera etapa buscó respuestas, siguiendo la pista ofrecida por el catálogo, en el espiritismo y a través de él en las sociedades secretas, de muchas de las cuales fue miembro activo, en particular en la Sociedad Teosófica. Llegó a mantener correspondencia con Annie Besant y con Henry Steel Olcott, cofundador éste de la Sociedad con la célebre Helena Petrovna Blavatsky y heredera aquella del liderazgo de la fundadora37. Fue Annie Besant quien le convenció de la necesidad de tener un «guía», un «gurú», para alcanzar los más altos niveles de evolución espiritual38. Esta búsqueda del guía le llevó a asociarse con personajes de toda laya, desde «estafadores de la mística»39 hasta, en su opinión, auténticos iniciados, y se convirtió, andando el tiempo, en la piedra de toque de la evolución de Gustav Meyrink. Véase lo que escribió al respecto en la última década de su vida: Hoy, a los 50 años de su fundación, el negocio de los gurús florece de un modo que nadie habría podido imaginar (…) ¿Existen realmente auténticos gurús? Puede ser. Pero yo no he encontrado ninguno40.

Otros escritos suyos contradicen esta afirmación, o al menos la matizan. Concretamente en esa pieza especialmente testimonial que es Die Verwandlung des Blutes transmite una idea muy diferente de uno de los maestros espirituales a los que frecuentó, a quien llama «Johannes» y que ha sido identificado sin posibilidad de error como Alois Mailänder, un iletrado tejedor de Hesse al que Meyrink etiqueta como «rosacruz». Además de una técnica de concentración al parecer muy eficaz, consistente en la repetición murmurada de palabras, dice deberle el conocimiento de una clave decisiva para su evolución espiritual: la idea de que todo cuanto se haga en este dominio tiene que partir del cuerpo e implicar —nunca rechazar— al cuerpo. En su escri-

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VB 212-213. Z. 265. Ya en un escrito de 1907 menciona esta misma creencia compartida por cuantas personas consultó en su época de aprendizaje. F 234. 39 Hochstapler der Mystik es precisamente el título de uno de los escritos de Meyrink dedicado a transmitir sus experiencias de aquellos años. 40 HM 353. 38

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to Meyrink reconoce que aunque sólo fuera por esto tendría que estarle agradecido de por vida41. Esto es importante porque, en sus escritos autobiográficos, Meyrink no niega la eficacia de las prácticas propugnadas por unos y otros, sino más bien todo lo contrario. Pero esa eficacia opera en muchos casos en un sentido negativo. La recitación de mantras, como en algún tipo de yoga y en la «escuela» de Mailänder, los ejercicios respiratorios característicos así mismo del yoga, pero también de otras tradiciones42, los ayunos43, la ingestión de alucinógenos como el hachís funcionan. Pero el hecho de que funcionen no garantiza la consecución del objetivo buscado, sino a menudo lo contrario: la aniquilación de la persona que los practica. En el último caso mencionado —las experiencias con hachís, realizadas en 1894 con la ayuda de un amigo médico en Praga44— este riesgo quedó, por así decir, pericialmente probado, en la medida en que el médico en cuestión, al enterarse de que el escritor había abandonado la pauta por él establecida de administración de tinctura cannabis indica, sustituyéndola por la ingestión de treinta gramos de hachís disueltos en café, se limitó a decirle: «Encárgate rápidamente un ataúd, aunque creo que no te dará tiempo»45. Según parece los efectos de la agresión tóxica a su sistema nervioso duraron varios días, aunque a cambio se produjeron pasmo-

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VB 228-229. Concretamente en las obras de un personaje poco conocido, un masón alemán del período romántico, Johann Baptist Krebs, más conocido por su seudónimo, Kerning. Meyrink se refiere a él en VB 262-263. Llegó a editar una de sus obras, titulada Testament, usando para ello uno de sus propios seudónimos ocultistas. «Archicensor Kama». 43 «Desde aquél instante [la correspondencia con Annie Besant] hasta mi éxtasis, unos tres meses más tarde, llevé la vida de un casi loco. Viví solamente de vegetales, apenas dormía, ‘degustaba’ dos veces al día una sopa que llevaba una cucharada sopera de goma arábiga (esto me fue ardientemente recomendado por un francés perteneciente a una orden ocultista para despertar la clarividencia astral), practicaba noche tras noche ejercicios de asana durante ocho horas (…) conteniendo la respiración hasta que experimentaba temblores mortales». VB, 212-213. El éxtasis al que se refiere es el que describe en 213-215. 44 HH 249. 45 HH 249-250. 42

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sos fenómenos de clarividencia descritos en el artículo, de entre los cuales el más llamativo fue el espectacular pronóstico de las futuras cotizaciones de diez valores en bolsa: de diez acertó seis, y los cuatro pronósticos fallidos correspondieron a valores de los que el propio Meyrink tenía acciones. En cualquier caso esto no sorprende a nuestras mentes, no menos materialistas que las de los contemporáneos del escritor. Se trata aquí de la acción química de una sustancia bien conocida sobre el cerebro. Pero según Meyrink también las técnicas puramente psicológicas, y en algún caso gimnásticas —como el yoga, según una visión reduccionista del mismo— pueden producir daños irreparables tanto en la esfera psicológica como en la puramente física. Según cuenta en Die Verwandlung des Blutes, coincidiendo con el comienzo del año 190046 se le declaró una dolorosa y limitante enfermedad neurológica que fue diagnosticada como «parálisis espinal de Erb con sede en las meninges de la región lumbar» por algunos de los neurólogos más reconocidos de la época, como Arnold Pick y Richard von Krafft-Ebing47. Meyrink atribuye esta grave enfermedad a los ejercicios de concentración basados en la repetición de «murmullos» realizados en el círculo de Mailänder. No es mi intención entrar en este asunto, sino simplemente mostrar que en esta etapa de trece años que el escritor denominó su «camino de espinas» (Dornenweg)48 los sufrimientos que debió afrontar no fueron sólo espirituales, sino también físicos. Pero también otras experiencias, propias y ajenas, le llevaron a la convicción de que la práctica totalidad de las técnicas que buscaban lo que, en un sentido amplio, podemos denominar «éxtasis» implicaba enormes peligros

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46 La cifra no puede ser más simbólica. Parece que, como en el relato de su tentativa de suicidio en Der Lotse, también en este caso Meyrink se deje llevar por una cierta voluntad de estilización, enfatizando el carácter simbólico, como de punto de inflexión, del hecho que refiere. La investigación más reciente (ver nota siguiente) parece poder retrasar los primeros síntomas a principios de 1897 y su aparición definitiva a la primavera de 1899.Su propia descripción de su enfermedad y su interpretación de la misma se encuentran en VB, 241-244. 47 BINDER, H. (2009), 241-243. 48 VB, 225.

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para la salud. Así, por ejemplo, al referirse al yoga sostiene que quienes lo practican sin comprender su significado profundo (volveré sobre esto) se arriesgan a caer en la locura, «especialmente en el delirio de persecución»49. Otros sufren «escisión de la consciencia» (Bewusstseinspaltung)50 o bien histeria, aunque en este caso, matiza, «la ciencia médica [emplea este término] sin saber, naturalmente, qué es, en el fondo, la histeria»51. De lo anterior se desprende la idea, correcta desde luego, de que en su madurez, cercano ya el final de su vida, Meyrink consideraba que cuanto había realizado durante esos trece años recorriendo el «camino de espinas» era sumamente peligroso. Pero no es ésta la única lectura que el escritor hace de esa aventura espiritual. El término por él elegido para describirla tiene una conocida raigambre cultural, quizá especialmente en el lenguaje de la religión, y evoca el conocido dictum latino que afirma: «per aspera ad astra». Meyrink, ya lo advertí al referir su opinión sobre Mailänder, reconoció que sin estas experiencias no habría alcanzado lo que buscaba. Pero las experiencias solas —las prácticas, los rituales— no conducen al fin perseguido. Entonces, la pregunta más importante es: ¿qué es lo que permitió a Meyrink conseguir su objetivo, evitando su caída en la «histeria», el «delirio de persecución» o la «escisión de la consciencia», además de superar su enfermedad neurológica? Pues parece claro que lo consiguió. Léase, si cabe alguna duda, lo que escribió en una página de un diario publicada por primera vez en 1952, es decir, veinte años después de su muerte: En modo alguno puedo considerar un error todo cuanto he intentado y hecho mediante el yoga a lo largo de la vida. Creo, más bien, que todos esos esfuerzos son necesarios para conocer lo que hoy, 7 de agosto, ha llegado a estar claro para mí52.

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49 F, 243. En su escrito Yoga und der Westen Jung sostiene el mismo punto de vista acerca del significado último del yoga, y acerca de sus riesgos, para los occcidentales. Cfr JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 11, § 859-876. 50 VB, 218, 220. 51 VB, 230. 52 T 347.

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V. LA CLAVE. Repito, pues, mi pregunta: ¿qué fue lo que permitió a Meyrink salir indemne —más o menos, a la vista de lo referido; indemne sobre todo en el ámbito psicológico— de estas sirtes? La propia metáfora que acabo de emplear orienta hacia la respuesta: el piloto, der Lotse. Él mismo lo reconoce en el texto que lleva ese título y en otros lugares; pero no basta con decir simplemente esto. En primer lugar hay que explicar cómo, y luego, pues se trata de lo más complicado, de dejar claro de una vez por todas qué hemos de entender por der Lotse. Quizá la primera labor que haya que realizar sea separar el grano de la paja. No digo que Meyrink procediera de un modo tan racional y sistemático, sino que un estudio como éste parece requerir esta disciplina metodológica. Pero el caso es que, entreverado con otros descubrimientos, el ajuste de cuentas con las falsedades y con los errores involuntarios de los ocultistas a los que frecuentó representa una tarea higiénica de primera magnitud. No es extraño que buena parte de esta información se encuentre en su escrito de 1927 titulado Estafadores de la mística. Ante todo es necesario identificar el auténtico objetivo de Meyrink. El mero hecho de saber en qué circunstancias inició lo que terminaría siendo un «camino de espinas» no explica qué era lo que esperaba encontrar al final del mismo. Afortunadamente lo dejó claramente formulado: «apropiarse del reino de la plenitud»53. No es extraño —aunque luego matizaré este aserto, al dictado del propio Meyrink— que esta formulación recuerde a las de la mística; él mismo habla de mística en este contexto, pero para dejar claro que el camino del místico no desemboca en el del ocultista, pero la corriente del ocultismo fluye hacia el océano de la mística54.

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HM 351. ADGJ 372.

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Para empezar, pues, éste debe ser el sentido de la marcha. El ocultismo no es un fin, sino un medio, y además lo que denomina «mística» tiene un significado muy particular: la verdad superior a la que se aspira … no se sitúa en el ámbito de lo religioso, como el lego, engañado por las resonancias de la palabra «mística», podría creer, sino más bien en el de la psicología55.

Con esto empiezo a enseñar mis cartas, aunque aún no es momento de jugarlas de manera decisiva, pues de lo que se trata es de esclarecer, hasta donde es posible, a través de la figura de Meyrink el paso del ocultismo a la psicología profunda. Sigamos, pues, la vía que acabamos de tomar. Pretendemos saber cómo no abismarse «en las aguas oscuras del ocultismo», como con lenguaje admonitorio diría en su día Freud a Jung; cómo no naufragar en los bajíos ocultos por estas aguas. Meyrink reconoce deber impagables enseñanzas en este campo al «hermano Johannes», Alois Mailänder, y el resto a ese consejero secreto al que en distintos lugares llama «el piloto» —der Lotse— o «el embozado» —der Vermummte56—. Lo que declara haber aprendido de su guía de carne y hueso es el reconocimiento del error en que incurre la mayoría de ocultistas, no sólo —pero especialmente— los «estafadores» que pretende descubrir en su ensayo. Casi ninguno de ellos se ha preocupado por estudiar, por adquirir conocimientos sobre tan peliaguda materia, por reflexionar acerca de la tremenda complejidad de sus propósitos y objetivos; y cada vez que el neófito Meyrink pregunta a sus nuevos compañeros de movimiento, o de secta, qué es lo que en definitiva sabe el supuesto maestro, se le responde con una mezcla de asombro, temor y respeto: «Er kann austreten!» —«¡sabe ‘salir’ (de su cuerpo, se entiende)»; sabe provocar el éxtasis —tal es lo que etimológicamente, según se apresura a explicar el escritor, significa Austreten—, dejando viajar su alma lejos de su cuerpo. «También las brujas de la Edad Media conocían métodos para austreten», comen-

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HM 351. Esta es la denominación que utiliza preferentemente en VB.

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ta Meyrink sin darle al hecho mayor importancia, sobre todo porque sabe que es posible conseguir ese efecto mediante drogas y ejercicios, y hasta con la oración57. No sólo lo ha aprendido a través de lecturas, sino que, a lo largo de su vida, tendrá ocasión de experimentarlo en sí mismo, como demuestran no pocos de los textos citados. Pues bien; Mailänder desaprobaba los supuestos o reales trances extáticos de sus discípulos, y en opinión de Meyrink la más valiosa enseñanza del «hermano Johannes» es que el alma no se encuentra en el cuerpo para abandonarlo, sino para transformarlo58. Nada, pues, de renuncia al cuerpo. Lo que haya de hacerse habrá de llevarse a cabo con él, desde él. En adelante el escritor se declarará convencido de que el éxtasis coincide con el grado superior del mediumnismo, pero no es otra cosa que escisión de la conciencia. Por esa razón, refiriéndose a los idealizados —y mal conocidos— cultos mistéricos de la antigua Hélade, puede llegar a esta conclusión: Los antiguos griegos no eran, pues, por extraño que pueda sonar, en el curso de sus misterios, otra cosa que víctimas de una enfermedad59.

Pero no se limita a esta crítica. ¿Por qué, parece preguntarse, tantos y tantos, y no los peores, han seguido a lo largo de la historia el camino equivocado? ¿Por qué Buda, al que admira profundamente y admirará cada vez más, hasta llegar a reconocerse budista, predica la huida del mundo? En la respuesta que se da se encuentra la clave de su salvación, o bien, para no ser grandilocuente, de su afortunada llegada a puerto: porque lo que decían aquellos místicos —o lo que sobre ellos nos han transmitido otros— debe significar algo diferente, … al menos para un hombre actual. Yo soy tan libre de pensar de otra manera en estos temas como los elevados ejemplos del pasado. El pasado es siempre venenoso cuando se acepta como un dogma60.

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HM 362-363. VB 232-233. VB 233. VB 234.

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Aceptación del propio cuerpo más acá de todo idealismo espiritualista; afirmación de la propia autonomía; rechazo de la interpretación literal de los textos espirituales. Me atrevería a afirmar que este trípode sustenta la cosmovisión que Meyrink va a configurar a partir de sus trece duros años de aprendizaje en el mundo del ocultismo. A la postre siempre ha sabido que lo más importante era rendir cuentas ante sí mismo, como atestigua la respuesta a la pregunta acerca de si todo eso ha tenido sentido. «Habría carecido de sentido —dice— si no hubiese llevado en el corazón la pregunta ¿para qué?»61. Un humilde corderillo de la grey religiosa, u ocultista, no se formula esa pregunta. El resumen de su aprendizaje se enuncia en pocas líneas: Instintivamente luché contra el aturdimiento. De no haberlo hecho sería hoy, con toda probabilidad, un infortunado médium o padecería algún tipo de escisión de la conciencia, tal vez incluso locura religiosa. Pero me mantuve firme en un conocimiento valioso (en el conocimiento que constituye una piedra preciosa en la doctrina budista): ¡mantente siempre consciente!62.

Pero hasta ahora no hemos hablado más que de la enseñanza más positiva de Mailänder, y habíamos anunciado que buena parte de la tarea tenía que ver con la ayuda del «embozado», del «piloto», que aún no ha aparecido en escena. ¿Verdaderamente? ¿Con qué palabra comienza la cita precedente? ¿Qué es el instinto sino un guía interior? Desde que comenzó su andadura, «el piloto con la capucha de la invisibilidad sobre el rostro» ha tomado el timón de la nave de la vida de Meyrink, como se espera de él; y parece evidente que el escritor se ha dejado conducir por él mucho más que por cualquier guía humano, reconociendo que no tiene motivos para lamentarlo: El embozado —¿o debo llamarlo un destino benévolo?— me ha advertido del riesgo de ser destrozado o desgarrado por los éxtasis, co-

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VB 246. VB 220.

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mo todos esos infortunados (o afortunados, si llegan a alcanzar su objetivo) que sufren de escisión de la conciencia, tienen estigmas o ven la ‘luz’ y (…) se imaginan que han encontrado a Dios como un objeto, olvidando que el único Dios del que siempre hablan solamente puede ser sujeto. Me parecen madres que llevan dentro de sí un hijo y mueren cuando lo dan a luz63.

Nuestro próximo paso consistirá, pues, en descubrir el rostro embozado del piloto.

VI. EL YO MÁS ÍNTIMO. Como en el apartado precedente comenzaremos por descartar las explicaciones erróneas en el sentir de Meyrink, es decir, dejando claro lo que no es, para él, el «piloto». Los espiritistas, asegura nuestro autor, lo identifican equivocadamente con el «espíritu controlador» — Kontrollgeist—, es decir, la supuesta presencia venida del más allá para «explicarles qué es lo que se ve al otro lado del Styx, en lugar de aprender cómo puede cruzarlo uno mismo». A cambio los «piadosos» cristianos —en esta caso es Meyrink quien entrecomilla el calificativo, con inequívocas intenciones—, dicen que «Jesucristo es el piloto»64. Ya hemos tenido ocasión de atisbar lo que Meyrink opina de las religiones, pero por fortuna tenemos declaraciones suyas aún más explícitas al respecto. Algunas siguen siendo un tanto oscuras, por metafóricas: ¿Quién es el Jacob del Antiguo Testamento que luchó durante toda una noche con el Ángel del Señor hasta que le venció? Respuesta: ¡uno que no sigue el camino del martirio de la fe teística!65.

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VB 218. L 289. VB 222.

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Recordemos que de todos los métodos que puso a prueba a lo largo de su «camino de espinas» el más valioso con diferencia fue, para él, el yoga. Y como advierte en Die Verwandlung des Blutes, el yoga no tiene nada que ver con Dios. ¡Los budistas no tienen dioses en su sistema y sin embargo practican el yoga!66.

Es decir: Jesucristo, incluso si se acepta que era hijo del Dios cristiano, no tiene nada que ver con lo que Meyrink está buscando y al parecer ha encontrado. Del mismo modo se separa de los espiritistas: estos creen que los fenómenos mágicos —por emplear la terminología de nuestro autor, que prefiere no complicarse la vida en este punto con disquisiciones teóricas— sólo pueden ser realizados por «espíritus de seres invisibles, muertos, etc.», mientras que «los asiáticos» creen que el cuerpo de los seres humanos posee esas capacidades, pero dormidas, de modo que hay que despertarlas mediante el yoga67. ¿Adónde nos conduce esto? Sólo a un lugar: el propio interior; un interior del cuerpo, en el cuerpo, que es cuerpo, aunque, como veremos, tan sólo en la medida en que, para Meyrink, como para tantos otros antes y después de él, el cuerpo es espíritu. En su escrito titulado En las fronteras del más allá cita ampliamente a Paracelso como el más sabio de sus precursores occidentales, y en una ocasión para hacerle decir: El espíritu es el señor, la imaginación su herramienta y el cuerpo la materia susceptible de adoptar formas68.

Pronto veremos, aunque sin detenernos lo más mínimo en ello, que el pensamiento neoplatónico del Renacimiento concilia perfectamente con las creencias de nuestro autor. Por ello no es casual que en otro de sus escritos cite al autor de la Philosophia oculta:

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VB 240. HM 360. ADGJ, 381.

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El mago medieval Agrippa von Nettesheim acuñó esta frase: ‘nos habitat non tartara sed nec sidera coeli: spiritus in nobis qui viget, illa facit’ (...) Ni las estrellas, ni el inframundo: es el espíritu en nosotros quien lo hace todo69.

¿A qué me refiero al buscar una raigambre neoplatónica para el pensamiento del Meyrink maduro? Pues nada menos que a lo que transmite una frase como la que cito a continuación: No existe una realidad objetiva, sino solamente una subjetiva. Todo lo que tiene forma es sólo subjetivo, desde mi punto de vista, real, pero nunca real-objetivo70.

Este conocimiento es, en todo caso, muy anterior a la época en la que Meyrink decide publicar sus pensamientos de manera ensayística. En una carta fechada en junio de 1917 puede leerse: Lo único que merece la pena buscar es el Yo más íntimo, ese yo que somos y siempre hemos sido, sin ser conscientes de ello. Este yo es siempre sujeto, es puro espíritu, libre de la forma, del tiempo y del espacio (...) El yo más íntimo es delicado como una mariposa; y uno debe marchar hacia lo más íntimo a través de lo completamente sutil, fino, delicado, evidente. «Ganar el reino de los cielos por la fuerza» es hoy inapropiado, sólo para fakires. Cada época tiene su otro camino. El camino más puro hacia lo más íntimo es delicado (...) La mejor llave se llama... ¡alegría! Confianza alegre: «sé que tú, mi yo, eres omnipotente, aunque no te encuentre; sé que nada de lo que hago es pecado a tus ojos;

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MT 281. ADGJ, 392. De todos modos la afirmación que acabo de realizar —este modo de pensar es neoplatónico- sólo parcialmente es correcta; lo es en la medida en que se corresponde con la recuperación del pensamiento del propio Platón —apenas es preciso evocar su «mito de la caverna»—. Pero, como ha puesto de relieve James Hillman, el auténtico pensamiento neoplatónico, el de un Marsilio Ficino, es notablemente menos subjetivista, al reconocer la existencia de un anima mundi que hace que todas las cosas estén tan vivas como los seres humanos. Cfr. HILLMAN, J. (1999 a) 159, 165 (Las referencias pertenecen al texto titulado Anima mundi, publicado a continuación del que presta su título al volumen, pp. 129-188. 70

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haz obrar la palabra mágica en mí» (...) Dios es el yo. Fuera del yo no hay ningún dios. Esto mismo dice, en el fondo, la Cábala, aunque de forma oculta71.

En la carta dirigida a un cierto Müller en julio de 1917, que, según parece, acompañaba a un folleto cuyo fin era, precisamente, favorecer la inmersión en el propio interior abstrayéndose de lo circundante, escribe Meyrink: Le adjunto el folleto mencionado. No preste atención a los detalles accesorios. Le aconsejo que transcriba los ejercicios del yo [«Ich»Übungen en el original] y, si los practica diariamente, sin dejar de repasarlos de vez en cuando, se irá deslizando de forma singular. El mandato violento está muy bien, pero sólo para aquellos que están intimidados por un dios (un ídolo) exterior. Quien, como usted, busca desde hace tanto tiempo, encuentra mucho más fácilmente lo más íntimo mediante una sutil delicadeza. Lo más íntimo es aún más interno que lo gráficamente íntimo; es como un tímido animal salvaje que huye cuando uno mueve la mano. Lo más íntimo no está condicionado por el espacio ni por el tiempo, y sólo es perceptible por sus efectos. Usted debe adoptar este punto de partida: ya está aquí, no necesito buscarlo; si lo busco, es que tengo dudas acerca de su presencia (...) Y no hay que pretender disminuir lo más íntimo sometiéndolo al yugo de los propios deseos. Pues es su voluntad, y sólo su voluntad, la que actúa, y es una voluntad más certera. No existe un dios ajeno. Los dioses están sometidos al hombre72.

Aún más explícito es nuestro autor con un interlocutor diferente: Me ha llamado usted «buscador de Dios». No me parece acertado; no soy alguien que busca a Dios, soy alguien que pierde a Dios. No sabemos nada sobre Dios, ni sobre el fantasma que construimos en nuestra fantasía, el ídolo al que llamamos «Dios», que solamente nos obstruye el

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Cit. en SMIT, F. (1988) 226 Cit. en SMIT, F. (1998) 227-228

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paso hacia el único al que podemos encontrar: el camino hacia uno mismo73.

Su descubrimiento arranca a Meyrink tonos poéticos, que no sólo esmaltan la prosa de sus cartas, sino que, años más tarde, se infiltrarán también en el lenguaje de sus ensayos: ¿Quién es, en el fondo último, el hado? (…) Tú mismo eres tu hado. ¿Yo? ¿Quién soy yo? Respuesta: «¡tú no eres el que nada dando vueltas, enredado por la conciencia diurna en la red de los efectos, y no en la de las causas! ¡Tú eres una sombra carente de libertad, que se imagina, para su desgracia, que es el más secreto, el ‘embozado’ que proyecta la sombra. Si encuentras el camino hacia el fondo originario del que surgen las cosas serás libre, y podrás arrancar de sus bisagras tu estrella del destino y darle un nuevo camino, el que prefieras!»74.

¡Sí, hay que descubrir el rostro del embozado… para encontrar que no es otro que «el yo más íntimo»! Sólo entonces se puede comprender por qué los guías exteriores conducen en la mayor parte de los casos a la destrucción, y desde luego nunca a la verdad, aunque en algún caso —Mailänder— sean capaces de transmitir algo, de levantar una punta del velo, porque ellos mismos han sido, tal vez sin saberlo, fieles a su «embozado». La conclusión se formula en pocas palabras: Uno debe aprender mediante «ósmosis» espiritual: a través de lo que se le ocurre. Sobreviene desde el más íntimo y propio yo hasta el ser humano corpóreo-anímico75.

¿Puede causar sorpresa, a la luz de todo lo anterior, mi propuesta de considerar al ocultismo como una vía —extraña, si se quiere, y tortuosa: un vericueto— hacia el psicoanálisis?

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Cit. en SMIT, F. (1988) 230. TT 334. HM 364.

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Pues aún no está todo dicho. Falta por ver qué relación guarda ese personaje misterioso, «el embozado», «el piloto», con la figura central de la psicología profunda: el inconsciente.

VII. DEL MUNDO OCULTO AL «MUNDO PSI». Que Gustav Meyrink terminó por saber que la suya era una pesquisa psicológica es algo que queda palmariamente claro en una de las citas previamente transcritas (la que corresponde a la nota 43). Pero que, en su opinión, la psicología a la que se refiere es muy diferente a la de escuela, incluso a la más novedosa, el psicoanálisis, no es menos evidente; y sin embargo creo que puede sostenerse que hay profundas similitudes entre lo aprendido por el escritor y lo que estaba comenzando a proponer la psicología profunda, no sólo el psicoanálisis propiamente dicho, sino también, y especialmente, la psicología analítica de Carl Gustav Jung. Pero volvamos a la actitud de Meyrink frente al psicoanálisis, o a lo que de él pudiera conocer. En Der Lotse se burla de aquellos que podrían interpretar su búsqueda mediante el uso de términos como «psicoanálisis, histeria, mística, alma, magia, búsqueda de Dios, renacimiento espiritual, vida interior»76; toda una panoplia de estrategias muy diferentes, aunque no deja de ser un dato interesante que las sitúe en el mismo horizonte. Probablemente esta resistencia a permitir que su pesquisa se asocie con la analítica tenga que ver tanto con el hecho de que la ha realizado en solitario y mediante un método que podríamos denominar de ensayo y error espirituales, como con el origen médico, es decir, científico, de la doctrina de Freud. En su escrito titulado «Magia en el sueño profundo», comentando el hecho de que casi nadie se hace la pregunta: «¿qué sucede realmente en el sueño profundo?», dice encontrar sorprendente que, en los pocos casos en que eso ocurre,

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L, 288.

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… se pide la respuesta ¡a un médico! Lo mismo daría dirigirse a un abogado. Quien no investiga por sí mismo este y semejantes territorios no alcanzará ninguna sabiduría. Todo lo más conseguirá con el tiempo enriquecer su vocabulario con un barbarismo griego acuñado por la ciencia de la psicología o de la fisiología77.

No es que Meyrink tenga nada en contra de la medicina; o más exactamente, lo que ocurre es que desconfía de la medicina en tanto que ciencia, cuando de lo que se trata, como se dice en la frase citada, es de sabiduría. Pero el caso es que Meyrink emplea en una ocasión una metáfora bien conocida de Freud, por más que éste sea sin duda el médico o uno de los médicos, en los que el escritor está pensando cuando se desmarca del psicoanálisis del modo que hemos visto. Los automatismos cardíaco, respiratorio y digestivo, así como la incapacidad de controlar los propios sentimientos y estados de ánimo, deberían convencernos —sostiene— «de que el ser humano no es, en absoluto, el señor de su casa»78. Exactamente lo mismo que Freud dice del Yo. Ahora bien: Meyrink no comparte la estructura tripartita de la psique —Yo (Ich), Superyó (Über-Ich), Ello (Es)- defendida por Freud, ni mucho menos la prioridad concedida, en la perspectiva de la salud, al primero de estos términos —«donde estuvo el Ello debe advenir el Yo»79—. Véase lo que dice en el citado fragmento de diario publicado por Eduard Frank: Cuanto más completo llegue a ser él (er) tanto más podrá ayudarme (mir helfen). ÉL (ER) es, pues, el adepto, y yo llegaré a formar parte [de la condición de adepto] en la medida en que él llegue a mezclarse con-

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MT 274. VB 240. La frase de Freud dice: «la investigación psicológica actual demostrará al yo que ni siquiera es señor de su propia casa». FREUD, S. [1917] (1970-75) 284. En este caso, como puede verse, la prioridad cronológica corresponde al médico, no así en el que mencionaré a continuación. 79 «Wo es war, soll ich werden», FREUD, S. [1933] (1970-1975) 516. 78

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migo, pues en el fondo él es mi yo más propio: «Él debe crecer y yo, a cambio, desaparecer» (¡Éste es el significado de la frase del Bautista!)80.

En eso cifra el escritor su éxito al final del «camino de espinas»: «el embozado ha ejercido todo su poder sobre mí; su voluntad ha sido más fuerte que la mía»81. Ha llegado, pues, el momento de preguntarse quién es, a fin de cuentas, «el embozado» del que habla Meyrink. De hecho tenemos ya pistas más que sobradas para dar una respuesta concreta, pero disponemos de algunas aún más explícitas, en las que con alguna frecuencia aparecen los nuevos términos clave del discurso psicológico, y más concretamente del psicoanalítico. Aunque en opinión de nuestro autor no haya que preguntar al médico, sino a uno mismo a través del yoga, es interesante escuchar de él en qué consiste, propiamente, esta ancestral técnica, o mejor, cuál es su auténtico objetivo: Yoga significa en alemán lo mismo que ‘unión’. Un yogui como Ramakrishna o, para mencionar a un europeo: Ruysbroek, creían haberse unido a Dios en el éxtasis, pero podríamos perfectamente decir que todo lo más vivenciaban una escisión de la consciencia. La ‘unión’ que pretende alcanzar el yogui es más bien la indisoluble unificación del ser humano consigo mismo, [pues] todo ser humano está escindido en su consciencia (…) La unión que el yoga pretende es la unificación del subconsciente o supraconsciente, si se quiere aceptar este término, con la consciencia diurna del ser humano 82.

Efectivamente esto tiene poco que ver con Freud, aunque parece claro que los lectores de la obra de Meyrink podían, gracias a ella, estar familiarizados con algunos de los tópicos fundamentales del nuevo discurso psicológico. Pero desde luego podrían llegar a estarlo

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80 T 346. La frase del Bautista aparece citada con idéntica intención en WD 202. En este punto Meyrink parece incluso saltar por encima de Jung para llegar hasta Hillman, una de cuyas tesis sostiene que en la etapa fundacional del psicoanálisis se puso un énfasis excesivo y poco acertado en la subjetividad individual y en el papel del yo. 81 VB 211. 82 VB 239-240.

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mucho más con el pensamiento del más célebre de sus primeros disidentes, Carl Gustav Jung. En Die Verwandlung des Blutes transcribe Meyrink una frase que atribuye a Buda comentándola del modo siguiente: «Las cosas salen del corazón, nacen del corazón y se concilian en él» (…) Esta frase (…) es el concepto central de toda una filosofía, un conocimiento de que todo aquello que creemos percibir como exterior y objetivo en la tierra y en el cosmos material no es materia, sino un estado de nuestro sí mismo (Selbst). La frase constituye igualmente la clave más sutil de la verdadera magia y encierra conocimientos no sólo teóricos83.

Como es sabido, ese Selbst es la clave de bóveda de la filosofía analítica de Carl Gustav Jung. Más profundo que el yo, y más sabio, constituye el objetivo de la tarea personal de cada cual que el médico y psicólogo suizo denominó «proceso de individuación». Un destino que no todos alcanzan, suponiendo que sea alcanzable; que, en muchos casos, ni siquiera buscan; e incluso quienes buscan pueden acabar extraviados84. «Sólo por eso escribo este libro», confiesa Meyrink en Die Verwandlung des Blutes: para evirtar que buscadores como él caigan en el error mortal. Para hacerles comprender que el yoga es la verdadera religión, en el sentido etimológico del término: unión. Pero —advierte— … debo repetir una vez más que no es con un dios, sino con algo muy «similar a dios»: con aquél que cada cual debe llegar a ser; con aquél que cada cual es sin llegar a saberlo al estar cegado y mutilado por la esquizofrenia85.

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VB 215. Una vez más debo señalar que, por más que la palabra clave, Selbst, nos remita al pensamiento de Jung, la frase en su totalidad parece llevarnos, por encima de él, hasta la «segunda ola» del movimiento junguiano, en concreto a su jefe de fila, James Hillman, pues más que al Selbst lo enunciado por Meyrink evoca la noción de anima mundi del estadounidense. 85 VB 247. 84

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El caso es que este texto a la vez autobiográfico y didáctico no pudo cumplir su objetivo, al menos de inmediato, por quedar, como ya he dicho, inédito durante cuatro décadas. Por otra parte habría que preguntarse si habría llegado a ser un best-seller o si solamente habría tenido por destinatarios algunos individuos como el propio Meyrink o sus a menudo dudosos compañeros ocultistas. Pero, como ya adelanté, las novelas que publicó en vida son verdaderos compendios de sus experiencias, conocimientos y teorías, y sobre todo una de ellas, Der Golem, llegó a ser un increíble éxito de ventas. El hecho de que en todas ellas existan mensajes que sólo podían ser comprendidos por sus compañeros de aventura espiritual —y dudo que por todos— no invalida el efecto que las historias de sus personajes provocaron sin duda sobre sus lectores contemporáneos, que lo fueron también de los inicios de la psicología profunda. Como ya advertí el propósito de este libro no es otro que demostrar que el «camino de espinas» recorrido por el escritor y su traducción literaria cubren de manera sorprendente el trayecto que conduce del ocultismo a la psicología profunda.

VIII. PERO LA MAGIA… Traicionaría, empero, a Gustav Meyrink si me limitara a un planteamiento puramente ortodoxo, a la postre racionalista —aunque de un racionalismo de nuevo cuño— de su pensamiento, pues nunca dejó de pensar en términos de «magia», aunque entendida del modo que ha quedado señalado. Por otra parte escamotearía al lector algunos de los eventos más singulares de la biografía de nuestro personaje, que él mismo se ocupó en dejar registrados. Eventos sorprendentes, que nos autorizan sin mucho esfuerzo a emplear con tanta cautela como pueda desearse el calificativo de «mágicos». Magia psicológica, o espiritual, si se quiere —y si se admite esta heterodoxa asociación— que para él resultaba perfectamente posible siempre que se ejercitase con tenacidad esa misteriosa y poderosa unidad que componen el cuerpo y el espíritu. Seguramente la primera experiencia que le llevó a creer en la existencia de ese género de fenómenos misteriosos fue la realizada,

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junto con algunos compañeros, en Levico, en el norte de Italia. El escritor proporciona una sucinta información en dos de sus textos, Das Zauber-Diagramm y An der Grenze des Jenseits, pero contamos con información complementaria de Karel Weinfurter, un teósofo praguense del círculo de Meyrink. La experiencia en cuestión no está fechada, pero cabe pensar que tuvo lugar en 1898. Un oficial conocido de Meyrink se alojó, junto con un conmilitón, en un cierto Palazzo Amonti, hoy inexistente. El segundo militar, que había llegado unos días antes, tuvo la sensación de que en el palacio había fantasmas. El conocido de Meyrink tenía dotes de médium y organizó sesiones a las que éste acudió. A su regreso a Praga Weinfurter le estaba esperando en el andén, pero Meyrink tardó varios días en contarle los sucesos que había presenciado y que le habían impresionado extraordinariamente. Al parecer se habría aparecido un cierto Conde Amonti, declarando que estaba ligado a la casa y que no podría descansar si no mataba a uno de los presentes. En ese momento la mesa a la que estaban sentados los congregados se movió violentamente y golpeó con fuerza al escritor, que creyó morir. Se escucharon explosiones y al encender las luces los asistentes pudieron comprobar que la mesa estaba volcada y que muchos cuadros habían caído de la pared. Meyrink insistió en continuar, pues decía sentirse protegido. Amonti volvió a aparecer y Meyrink se dirigió a él para explicarle que su lamentable situación se debía probablemente a que en ese lugar se cometió algún asesinato. Esta declaración provocó un pavoroso estrépito, acompañado del vuelo de diversos objetos, que ponía en peligro a los asistentes, lo que obliga a suspender la sesión86. Hasta aquí el testimonio de Weinfurter. En An der Grenze… Meyrink asegura que vio objetos y personas suspendidas en el aire a plena luz, objetos moviéndose en zigzag, manos que aparecían y desaparecían, arañas del tamaño de un puño caer desde el aire; y por si esto fuera poco declara haber realizado varias veces la experiencia de hacerse atravesar su propia mano por una pequeña pastilla de jabón87.

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BINDER, H. (2009) 122-124. ADGJ, 390. Cfr. BINDER, H. (2009) 123.

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Más adelante referirá en varios textos numerosos fenómenos sorprendentes. Ya se ha comentado lo relativo a su experiencia con el hachís, y pasaré por alto algunas otras menos llamativas. Mencionaré solamente dos a las que él mismo concede gran importancia por estar relacionadas con el sueño: la que constituye el tema de Magie im Tiefschlaf (Magia en el sueño profundo) y la referida en Telefonverbindung mit dem Traumland (Conexión telefonica con el país de los sueños). En el primero de estos textos refiere cómo, hallándose de viaje, cayó de súbito en la cuenta de que había olvidado realizar un trámite en el banco, olvido que podía acarrearle un grave problema. Al no disponer de teléfono en su casa no podía avisar a Mena para que lo hiciera en su lugar. Pensó entonces en la telepatía, y tras realizar unos ejercicios respiratorios de yoga adoptó una postura de alerta, con una mano en alto, concentrándose en la idea de que su imagen aparecería en uno de los espejos de su casa ante su esposa. Al regreso de su viaje se apresuró a preguntar a Mena si se le había ocurrido ir al banco a resolver aquel problema. Le respondió afirmativamente, diciéndole que había sido advertida por él. «¿Has visto mi imagen en un espejo?», le preguntó Meyrink. «No, me asusté al verla en la superficie pulida de un armario», fue la respuesta. Mena declaró haberle visto vestido de blanco, con la mano alzada como en un signo de advertencia, y entendió que tenía que acudir sin falta a remediar su olvido. En el segundo texto es Mena la protagonista. Gustav Meyrink acababa de comprar un automóvil de segunda mano y pensaba hacer un viaje con él, llevando a toda su familia, y Mena soñó que se precipitaban por un barranco a causa de una avería del coche. Su marido hizo revisar el vehículo, sin resultado. Pidió entonces el auxilio de un conductor profesional y al acercarse al lugar soñado por Mena le indicó que condujera especialmente despacio, casi parado. En el punto en el que Mena había visto en sueños el accidente el eje delantero se rompió, pero la bajísima velocidad impidió que el vehículo siguiera lanzado y se despeñara. Parece que la confianza de Meyrink en el «piloto» —der Lotse, no el chauffeur— tenía su razón de ser. Al menos acabó resultándole bastante beneficiosa. Aunque he dejado para el análisis de la obra el intento de explicación psicológica de los grandes temas «mágicos» u «ocultistas» de Mey-

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rink, no puedo limitarme en este punto a la mera descripción de algunos de los fenómenos sorprendentes de los que el escritor fue protagonista o testigo y sobre los que levantó acta. Me interesa referirme concretamente, por lo que enseguida se verá, a su capacidad visionaria o profética, que también se pone de manifiesto en algunas partes de su narrativa, así como en sus capacidades telepáticas, que ponen en cuestión las ideas establecidas de espacio y tiempo. En su estudio sobre la melancolía, Lázsló Földényi dedica algunas páginas a una de las manifestaciones más reconocidas —y reconocibles— de la condición melancólica entre los griegos de las épocas arcaica y clásica: la capacidad visionaria. Basándose en textos de la época, Földényi sostiene que …no hay que figurarse al adivino en el sentido actual, es decir, como alguien anclado en el presente capaz de predecir acontecimientos futuros, sino como alguien que se encuentra fuera del tiempo (…) Para Calcante [un adivino que aparece en la Ilíada] no existe una diferencia esencial entre el pasado, el presente y el futuro: quien lo ve todo claro, todo lo ve y todo lo oye al mismo tiempo88, de tal modo que para él la importancia de lo temporal es absolutamente secundaria89.

Pero —y esto viene especialmente al caso— pronosticar el futuro no es otra cosa que enunciar el destino; y a la postre el destino se encuentra en germen en el interior de cada uno; de aquí se sigue que la adivinación —como la magia según Meyrink— podría ser solamente —y nada menos— una capacidad psicológica, innata tal vez, pero sin duda susceptible de ser entrenada; y la profecía, una lectura del destino individual o colectivo basada en el conocimiento de lo que se oculta, latente, en el interior: De hecho el verdadero adivino no es quien predice el mañana, sino quien dice el presente; quien nos revela nuestro más profundo interior, y no quien nos confronta con un yo externo que en algún momento puede plasmarse en la realidad. «Conócete a ti mismo»: estas palabras podían

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88 Compárese esta idea con la descripción que hace Meyrink de su primera vivencia visionaria de noche, en un banco junto al Moldava, en VB 213-215. 89 FÖLDÉNYI, L. F. (2008), 32.

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leer los griegos en la fachada del oráculo de Delfos. El futuro está dentro de nosotros, no fuera: nosotros hacemos futuro el futuro; es decir, no estamos expuestos al tiempo, sino única y exclusivamente a nosotros mismos. El verdadero adivino, enseñó San Francisco al hermano León, «no sólo sabría revelar el futuro, sino también decir los secretos más oscuros del alma»90.

Sostengo que Meyrink fue un adivino así.

IX. EL FINAL (¿PROVISIONAL?) Del resto de su biografía «exterior» hay poco que resulte interesante para los fines de este libro. Sobre su actitud hacia la política y las consecuencias que le acarreó algo diré en el capítulo dedicado a sus relatos sobre la Primera Guerra Mundial. Fuera de esto creo que lo verdaderamente importante es lo que tiene que ver con el final de su vida. Durante sus últimos años sus obras dejaron de interesar91, lo que podría venir en apoyo de mi hipótesis de que fueron síntomas de un tiempo muy especial, y pasó por dificultades económicas, en parte propiciadas que le obligaron a vender su Haus zur letzten Latern92 y mudarse a una vivienda más barata. Pero el evento más importante, que tal vez incluso pudo precipitar su propio fin, fue la muerte de su hijo Harro Fortunat. En 1932 el joven acababa de licenciarse como ingeniero químico y se tomó un pequeño descanso antes de incorporarse a un período de prácticas en una empresa. El seis de marzo sufrió un accidente de esquí que le ocasionó una fractura de columna, dolorosa e invalidante. El doce de julio por la noche abandonó la vivienda paterna, se

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FÖLDÉNYI, L. F. (2008) 35. Según parece su última novela, cuyo manuscrito se conserva, titulada Salz, fue rechazada. Por otra parte, a partir de 1917 fue perdiendo lectores a causa de la feroz campaña de prensa desatada contra él por considerarle un escritor antipatriota, basándose en sus escritos satíricos de preguerra sobre el militarismo. BOYD, A. Ch. (2005) 212. Me ocuparé más detalladamente de este asunto en el próximo capítulo. 92 Un hermoso chalet a orillas del lago de Starnberg. El nombre —La casa junto al último farol— es el de un lugar mágico que aparece en El Golem. 91

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internó, con ayuda de sus muletas, en el bosque, y se suicidó abriéndose las venas. Tardaron días en encontrar su cadáver93. El escritor declaró no poder sentir pena alguna por la pérdida de su hijo. Confiesa que se le ocurrió, recordando a su personaje protagonista del Golem, Athanasius Pernath, ponerse el sombrero de Harro y enseguida sintió que de algún modo el alma de su hijo entraba en él, provocándole una gran tranquilidad, alegría incluso. Sea como fuere la diabetes que padecía al menos desde la época de su enfermedad neurológica se fue agravando, y con ella las lesiones renales que condujeron a un cuadro de uremia que trajo consigo un rápido deterioro de su salud94. El dos de diciembre, sintiendo que la muerte se acercaba pidió a su esposa y a su hija que no le dieran calmantes, pues quería permanecer lúcido hasta el último momento. Hizo colocar un sillón frente a la ventana y allí murió. En su tumba del cementerio municipal de Starnberg se colocó, tal como había dejado ordenado, una lápida, hoy casi totalmente cubierta de hiedra, la planta de Dioniso y símbolo de la vida. Sólo hay un espacio descubierto en el que puede verse grabado en bronce un círculo dividido en cuatro sectores por dos diámetros perpendiculares, que forman una cruz. En cada sector hay grabada una letra: V-I-V-O. Juntas componen la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo latino vivere: «yo vivo»95.

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BINDER, H. (2009) 679. BINDER, H. (2009) 680, lo atribuye a globo vesical enorme de causa neurológica. 95 Este aserto deja de parecer disparatado en la perspectiva psicológica que gobierna mi interpretación y tiene precedentes claros en la historia de la cultura occidental (por no hablar de lo que sucede fuera de ella). En su estudio histórico-filosófico sobre la melancolía escribe Földényi refiriéndose a los antiguos griegos: «La resurrección (…) no necesariamente sigue a la muerte: así como el adivino contempla la naturaleza del tiempo humano desde una posición atemporal, la resurrección constituye también un acto que no se produce dentro del tiempo. Va más allá tanto de la vida como de la muerte. Y así como la muerte no implica para todos la resurrección, son también pocos los que en vida acceden a ella. La resurrección, como lo indica la propia palabra, es un fenómeno psíquico-físico; el equivalente griego significa asimismo «despertar» (…), es decir, «salir» del estado anterior. Y puesto que el «salir» (…) se relaciona con el instante, se caracteriza también con el presente absoluto (no sólo en el sentido gramatical). Podemos deducir de nuestra argumentación que la resurrección es dada a quienes reconocen las leyes no sólo de nuestra existencia temporal, sino también de la atemporal, y ven sus posibilidades y limitaciones». FÖLDÉNYI, L. F. (2008) 42. 94

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LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL COMO ENFERMEDAD DEL ESPÍRITU: EL JUEGO DE LOS GRILLOS Y LA NOCHE DE WALBURGA.

Una vez al año, el 30 de abril, se celebra la noche de Walburga. Y entonces, tal como piensa el pueblo, el mundo de los fantasmas queda en libertad. ¡También hay noches cósmicas de Walburga, excelencia! Se encuentran demasiado separadas en el tiempo como para que la humanidad pueda recordarlas, de ahí que siempre parezcan nuevas, fenómenos que nunca habían existido Ahora se ha desatado una de esas noches cósmicas de Walburga.

I. LA HISTORIA DE EUROPA IRRUMPE EN LA OBRA. Si bien, como ha quedado señalado, la obra de Meyrink, inseparable de su biografía, está volcada hacia el interior, era imposible que eventos tan decisivos, tan estremecedores como la Primera Guerra Mundial y la Revolución bolchevique que ayudó a nacer no tuvieran algún reflejo en su narrativa. Precisamente por tratarse de hechos históricos, reales en el más concreto sentido del término, he decidido ocuparme de las dos obras a mi juicio fundamentales sobre este asun-

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to a continuación de la sucinta biografía expuesta en el capítulo precedente. El contexto del relato breve y de la novela objeto de este capítulo hacen necesario acercarse, por más que sea de manera sumarísima, a algún aspecto de la biografía «pública» de su autor que, por razones técnicas, ha sido pasado por alto en las páginas que anteceden a éstas, lo que permitirá completar, hasta donde ello es posible, el perfil del escritor. Por otra parte apenas hay que forzar el esquema cronológico para comenzar por estos dos textos el análisis de la obra. El relato breve es sin duda contemporáneo de la primera y más famosa de las grandes novelas, El Golem. En cuanto a La noche de Walburga, se publica solamente dos años después y meses más tarde de aparecer El rostro verde, es decir, en un período de efervescencia creativa en el que varios asuntos se disputan al unísono la atención del escritor. Pero sobre todo es esa unión de vida, historia y literatura lo que me mueve a comenzar con ellas el análisis de la obra para, luego, lanzarme de lleno a la pesquisa interior que constituye el núcleo de la escritura meyrinkiana. Pienso, además, que lo que en este capítulo referiré hará más comprensible lo que propongo en los subsiguientes. Comencemos, pues, con la provocativa interpretación «ocultista» (el sentido de las comillas se entenderá al final de la lectura) de la llamada Gran Guerra.

II. De cómo surgió El juego de los grillos. Meyrink publicó Das Grillenspiel el 17 de agosto de 1915, es decir, en la misma época que Der Golem, lo que nos permite dar por sentado que el trasfondo psicológico de esta novela, del que me ocuparé pormenorizadamente en el capítulo siguiente, necesariamente debe estar presente también en el relato breve. No pretendo con esto asegurar que el escritor sea absolutamente consciente de cuanto sabe, pero sí que, aun cuando en Das Grillenspiel el decorado ocultista es más evidente, no sería razonable pensar en una «recaída» en el más crédulo esoterismo, sobre todo porque, el trabajo del escritor en la dirección tomada en Der Golem no se interrumpió en los años siguientes. Lo que

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ocurre, sin ningún género de duda, es que en la obra que voy a analizar, como en la totalidad de la obra —y de la vida— de Meyrink, lo psicológico se manifiesta con la indumentaria de lo esotérico. Y en este caso, además, lo que sabemos acerca del origen del relato lo muestra en grado sumo. Una vez más, como siempre que el escritor se plantea un tema verdaderamente acuciante, lo inconsciente irrumpe en forma de visión, lo más íntimo se presenta como foráneo, de tal modo que la narración de la experiencia de la que surgió Das Grillenspiel contribuye en gran medida a comprometer la credibilidad que un lector racionalista podría decidirse a otorgarle. Dicha narración se publicó bajo el título Meine merkwürdigste Vision —La más notable de mis visiones— en la recopilación póstuma realizada por Eduard Frank en 1973 bajo el título Das Haus zur letzten Latern96. En síntesis, lo que en esas páginas refiere Meyrink es que, encontrándose un día del otoño de 1915 reflexionando sobre las causas de la Guerra Mundial, se le apareció un extraño personaje con aspecto asiático, tocado con un extraño gorro de color rojo, cuyos rasgos dio luego el escritor al personaje del Dugpa de su relato, del que me ocuparé en breve. La interpretación que dio a su visión fue esta: Los ocultistas asiáticos aceptan que existe una secta chino-tibetana, llamada de los Dugpas, que actúa como instrumento directo de las fuerzas destructivas «diabólicas» en todo el mundo97.

A partir de esta visión escribió el relato que enseguida comentaré, y lo publicó en Simplizissimus. Pero lo extraño de la historia de sus orígenes no acaba aquí; pues, meses más tarde, recibió la carta de un desconocido, un arista pintor de Breslau llamado Höcker, quien le refería una visión idéntica que él mismo había tenido, y que le había impulsado a

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MMV MMV 282-283. En una nota a su edición francesa del artículo de Meyrink «Mon éveil à la voyance», Yvonne Caroutch ha señalado en este punto un error de Meyrink que atribuye a una información incorrecta procedente de los escritos teosóficos de Mme. Blavatsky. Los Dug-Pa constituyen, en efecto, una secta secreta que practica la magia negra; pero el gorro rojo es característico de los Drug-pa, rama de los Kagyupa o «gorros rojos», budistas tántricos tibetanos. CAROUTCH, Y. (1976) 116-118. 97

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echarse a la calle en busca de la revista. Cuando, en respuesta a su demanda, intentaron venderle el último número, tuvo la certeza de que no era aquél el fascículo que buscaba y consiguió dar con el número atrasado en el que aparecía el relato. Todo esto —aseguraba— lo había hecho sin saber por qué, y preguntaba al escritor si podía darle una explicación satisfactoria. Meyrink declara haber pensado, en un primer momento, que se trataba de una superchería: «otro que pretende hacerse el interesante», escribe, recordando sin duda pasadas experiencias de ese jaez. Pero entonces cayó en la cuenta de un detalle singular: en el relato el Dugpa inicia el macabro «juego de los grillos» concentrando la luz del sol con un prisma. En la visión de Meyrink el personaje no llevaba en la mano un prisma, sino un diapasón; él mismo pudo confirmarlo al cotejar las notas que había tomado en el momento, aunque luego, por razones literarias, decidió sustituir el instrumento por el cristal mineral. Y en la carta de Höcker estaba escrito, negro sobre blanco, que la criatura de su visión llevaba un diapasón en la mano98. Estos extraños precedentes dan pábulo, desde luego, a la sospecha de que el escritor no se ha liberado aún del lastre ocultista; pero tal sospecha no está justificada. En primer lugar, porque en las líneas del texto que acabo de transcribir el vocablo diabólicas, aplicado a las fuerzas del mal, aparece entrecomillado. En segundo, porque justo antes, al describir la figura humana que identifica como perteneciente a un Dugpa, escribe: «me pareció que la visión era una especie de respuesta simbólica»99 . Pero, además, hay otro entrecomillado pocas líneas más lejos, y en un contexto en el que tal artificio casi resulta ocioso: compruébelo por sí mismo el lector: Entonces —es decir, después de la visión— me senté y escribí el relato Das Grillenspiel, en el que explicaba las causas «ocultas» de la guerra. Elaboré las circunstancias escenográficas a partir de otras visiones que siguieron a la del hombre. El marco de la historia lo construí a base de pura fantasía100.

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MMV 285. MMV 282. MMV 283.

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En mi opinión la lectura atenta y libre de prejuicios del breve texto muestra, como tantas otras veces, que Meyrink «sabe» más de lo que parece, pero lo «sabe» de otro modo: inconscientemente. El mensaje de su cuento cruel no es: «una secta secreta tibetana de adoradores del diablo ha puesto en marcha, con sus sortilegios, las fuerzas de la destrucción», como algunos parecen creer101, sino otro bien distinto. En apoyo de esta afirmación traeré a colación otro relato de nuestro autor —Der violette Tod («La muerte violeta»)— , publicado algunos años antes y recogido en la recopilación realizada en 1913 bajo el título Des deutschen Spiessers Wunderhorn102. En «La muerte violeta» aparecen esos mismos Dugpas tibetanos, pero en este caso al servicio de una intención satírica, casi cómica, del escritor; aunque como siempre que se habla de sátira hay que sospechar la presencia de una crítica, incluso de una moraleja. O bien el punto de vista de Meyrink sobre la realidad de los poderes de estos individuos ha cambiado radicalmente en un par de años, o tenemos que considerar que las libertades que con ellos se toma están, en efecto, al servicio de intenciones concretas y diferentes en cada caso, que perfectamente pueden desbordar los márgenes de la mera técnica literaria. También en la última novela de Meyrink, Der Engel vom westlichen Fenster —El ángel de la ventana del oeste (1921)— aparece un Dugpa, y que debe considerarse a todos los efectos como una figura simbólica, igual que, por ejemplo, el Golem de la novela homónima. Pero vayamos, por fin, al relato.

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101 Después de sugerir interesantes interpretaciones simbólicas del relato, el autor del único trabajo que he conseguido encontrar sobre el mismo las descarta, considerando que la intención de Meyrink fue exclusivamente la de dar rienda suelta a sus creencias ocultistas. MEISTER, J. Ch. (1988). 102 DSW 332-340. El título de la colectánea, eminentemente satírico, remite al de una de las obras emblemáticas del Romanticismo alemán, Des Knaben Wunderhorn, recopilación de poemas populares realizada por Ludwig Achim von Arnim y Clemens Brentano.

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III. DE CÓMO JUGAR CON GRILLOS SE CONVIERTE EN JUGAR CON FUEGO. La narración comienza con la descripción, fuertemente satírica, de una reunión de naturalistas en la sala de un museo. Todos están pendientes de las noticias que su presidente va a darles de un colega enviado en busca de ejemplares entomológicos desconocidos al sur de China y norte de la India. El nombre del aventurero está, para mí, cargado de significado103: Johannes Skoper. Pienso que el apellido hace referencia al verbo griego skopein —mirar—, del que procede una de las desinencias más utilizadas en el vocabulario científico y tecnológico: estetoscopio, oftalmoscopio, radioscopia.... El microscopio ha sido durante mucho tiempo el instrumento emblemático de la ciencia natural, como muy bien supo mostrar E.T.A. Hoffmann en su Meister Floh (Maese Pulga, 1822), donde nos muestra a dos naturalistas de ficción, aunque portadores de apellidos auténticos y venerables —Leeuwenhoek y Swammerdamm104— peleando a golpes de dicho instrumento. De este modo, Johannes Skoper podría significar «Juan Observador»... o «Juan Mirón». Y conviene no olvidar la larga nómina de personajes legendarios castigados por mirar lo que no debían. Pues bien: este Johannes Skoper, a quien razonablemente hay que dar por muerto, ha hecho llegar a sus colegas algunos escritos, entre los que destaca una carta en la que informa de la aventura funesta que constituye el argumento del relato, y un único frasco que contiene un ejemplar desconocido, una nueva especie de grillo de color blanco. La carta está fechada, como señala el director de la reunión, Doctor Goclenius, «en Buthan, Tibet sudoriental, el uno de julio de 1914, es decir, cuatro semanas antes del comienzo de la guerra»105. De inmediato se menciona en el escrito el grillo blanco «que los chamanes

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103 Más adelante encontraremos numerosos ejemplos de esta forma de proceder de Meyrink en sus novelas. También en los relatos se encuentran sin excesivo esfuerzo: por ejemplo, un viejo profesor muerto de hambre se llama Hiob Paupersum (Job Soypobre). 104 Meyrink utilizó así mismo este apellido para uno de los personajes de su novela Das grüne Gesicht (1916). 105 Gr, 54.

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utilizan con fines mágicos y que denominan Phak106, palabra que designa igualmente de manera injuriosa todo aquello que se parece a un europeo o a un hombre de raza blanca», así como la noticia llevada a su campamento por unos peregrinos de que en las cercanías se encontraba «un Dugpa muy importante, uno de esos sacerdotes del diablo temidos en todo el Tibet» que «afirman ser descendientes directos del demonio de las amanitas». ¿Por qué negarse a ver, en este último dato, un guiño psicológico del autor? Para nosotros, «el demonio de las amanitas» es la muscarina, el alcaloide tóxico y alucinógeno producido por las variantes venenosas de estos hongos, de tan larga tradición religiosa en la historia de la humanidad107. Otro relato de Meyrink lleva por título «Bal macabre»108 y describe, en medio de un ambiente inquietante, alucinado, una intoxicación colectiva por este alcaloide; de hecho las víctimas forman parte de un selecto y casi secreto «Club Amanita». Así, «un descendiente directo del demonio de las amanitas» podría perfectamente significar «el resultado de una alucinación de origen psicodélico». De ser correcta esta hipótesis quedaría abierta la posibilidad, rechazada por Meister (el autor citado en la nota 101), de una interpretación alegórica del cuento. En este sentido apunta también otra información transmitida por los peregrinos: se trataría «de un ser que no puede definirse como humano109 y que puede ‘separar y unir’; en una palabra, alguien para quien, gracias a su capacidad para reconocer el espacio y el tiempo como ilusiones, nada es imposible sobre esta tierra»110. De inmediato el «descubridor» —Skoper— manifiesta su deseo de conocer a tan singular personaje, a lo que su guía se opone argu-

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106 No quisiera llevar demasiado lejos mi pesquisa etimológica; tal vez Meyrink ha inventado sin más pretensiones este nombre; pero no deja de ser curioso que guarde, como Skoper, cierta similitud con el vocabulario oftalmológico. Phakos es el vocablo griego para nombrar el cristalino del ojo, y ello porque el cristalino es una lente, y phakos significa en griego «lenteja» y, por extensión, todo lo que tenga aspecto lenticular. 107 MARTINEZ PEREZ, J.; GONZALEZ DE PABLO, A. (1989) 63. 108 Incluido también en DSW 62-69. 109 Esta noción será tratada con todo detalle en el próximo capítulo, al analizar Der Golem. 110 Gr 55.

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mentando que alguien así jamás manifestaría sus poderes a un blanco. Y el motivo no es la simple xenofobia, sino el hecho de que «no asumiría la responsabilidad» implicada en el ejercicio de los mismos a demanda de un infiel. Al ser interrogado sobre qué responsabilidad es esa, el guía, que declara ser un iniciado en los misterios, explica: A causa del desorden provocado en el reino de las causas se vería de nuevo implicado en el torbellino de la reencarnación, o bien en algo aún más grave111.

La mención de la reencarnación lleva al sabio europeo a preguntar a su guía sobre sus creencias acerca del alma. Surge así un diálogo112 en el cual, además de poner de manifiesto las discrepancias entre la espiritualidad occidental y la oriental, Meyrink aprovecha para deslizar de nuevo su creencia en una instancia psíquica que desborda los límites del «Yo» hacia un territorio fronterizo en el que se roza, sin confundirse con ella, la noción clásica de la divinidad: – Según tus creencias —pregunta Skoper—, ¿un hombre tiene un alma? – Sí y no (...) – Si te mato, ¿seguirás viviendo o no? – No puedes matarme. – ¡Sí! – ¡Prueba! (...) No puedes quererlo. Detrás de tu voluntad se encuentran tus deseos, de los cuales conoces algunos, y desconoces otros. Y ambos son más fuertes que tú.

El tosco caravanero acaba de mostrar el inconsciente al orgulloso científico. Pero está a punto de desvelarle algo más: – ¿Qué es, entonces, el alma según tu religión? ¿Tengo yo alma? – Sí. – Y si muero, ¿mi alma seguirá viviendo?

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Gr 56. Gr 57-58.

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– No. – Pero tú crees que tu alma seguirá viviendo después de la muerte. – Sí. Porque tengo un... nombre. – ¿Cómo que tienes un nombre? ¡Yo también tengo un nombre! – Sí. Pero tú no conoces tu verdadero nombre, y entonces no lo posees. Lo que tienes por tu nombre no es más que una palabra vacía de sentido que tus padres han inventado. Cuando duermes, lo olvidas. Yo no lo olvido cuando duermo. – Pero cuando estés muerto, ¡tampoco tú lo sabrás! – No; pero el maestro lo conoce y no olvida, y cuando él lo pronuncie resucitaré. Pero sólo yo, y ningún otro; pues soy el único que posee ese nombre. Nadie más lo lleva. Lo que tú llamas tu nombre, muchas gentes lo tienen en común contigo: como los perros.

Para la sociedad de la que procede, Johannes Skoper se caracteriza por su rol y, aunque valorado, es perfectamente reemplazable: si él no los consigue, ya irá otro especialista a buscar los ejemplares deseados por su comunidad científica. Parafraseando lo que, años más tarde, escribirá su creador en El dominico blanco113, cualquiera puede ser no ya un Juan, sino sobre todo un «Skoper». Como la gran mayoría de occidentales, vive en el mundo de lo concreto, de las acciones, y probablemente el único nombramiento que espera y desea, para ser reconocido y reconocerse, es el de miembro distinguido de alguna academia. Muy diferente a ésta es la aspiración del guía, en la que es fácil encontrar algún parentesco con el misterioso «V-I-V-O» de la tumba de Meyrink: El verdadero maestro está en todas partes, y puede no estar en ninguna si lo desea (...) Un nombre sólo está cuando se le pronuncia, y deja de estar cuando no se le pronuncia.

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113 «Cualquier hombre es un Taubenschlag (palomar), pero no todos son Christopher» (cristóforos, portadores de Cristo). WD 11. La frase citada hace referencia al nombre del protagonista, expósito al que se da el apodo de Taubenschlag, cuya peripecia espiritual le lleva a ganar el nombre de Christopher.

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Así, cuando muera, el guía será uno con el maestro. Entonces —le pregunta Skoper— ¿habrá dos maestros?, a lo que responde el asiático: «¿crees que puede haber dos cosas perfectamente idénticas sin ser una sola y misma cosa?». En el fondo la religión occidental ha sostenido lo mismo durante dos milenios. La diferencia es que en la opción unilateral por un Dios del Bien, abrumadoramente inhumano —pues, ¿qué ser humano hace sólo el bien?— no ha habido más remedio que llevárselo fuera, e incluso muy lejos. Pero el temible maestro asiático parece estar, por el contrario, muy cerca, si bien se trata de un maestro de «la vía de la mano izquierda (...) un camino espiritual lleno de horror y de abominación»114. No es extraño que Skoper se sienta atraído, como tampoco que, finalmente, su guía consienta en conducirle a su presencia, bajo la expresa condición de que será el europeo quien asuma toda la responsabilidad de cuanto pueda suceder. Cuando por fin se produce el encuentro, el Dugpa, cuya figura describe Meyrink con los rasgos que presentaba en su visión, vuelve a interrogar a este respecto a Skoper, subrayando que su aceptación incluye el desconocimiento de las responsabilidades que asume. Una vez que esto queda claro el misterioso personaje le pregunta si desea presenciar el sortilegio de los grillos. En el escrito dirigido a sus colegas declara Skoper haber presenciado semejante truco, realizado por charlatanes, en algunas ciudades orientales, aunque, decidido a seguir la corriente al Dugpa, acepta sin hacer ningún comentario. El místico del mal le conduce entonces hasta un pequeño relieve del terreno semejante a una mesa y le pide un pañuelo blanco con el que cubrirlo. El científico rebusca en sus bolsillos y lo único que encuentra semejante a lo demandado es un mapa de Europa. Entonces, el Dugpa hace sonar una campanilla de plata y, de todos los agujeros visibles y menos visibles del suelo comienzan a aparecer millares de grillos. Skoper,

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114 Gr 55. En sus escritos sobre las religiones Jung señaló a menudo como uno de los defectos psicológicos de la construcción religiosa cristiana el «cuarto excluido»: al lado de una Trinidad del bien faltaba un ingrediente de lo verdaderamente humano, el principio del desorden —si se quiere, del mal—. Y no puede haber experiencia psíquica de la totalidad sin el trato con el mal.

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que reconoce que esto es lo que esperaba, por haberlo visto en los bazares de aquellas ciudades, se ve en todo caso sorprendido por la ingente cantidad de ejemplares, así como por el hecho de que pertenecen «a una especie desconocida por la ciencia» —luego sabremos que se trata de los Phak, los grillos blancos—, y en medida no menor por su comportamiento: En cuanto se subían al mapa (...) comenzaban a describir círculos al azar. Luego formaban grupos y se examinaban mutuamente con desconfianza.

En ese momento el Dugpa, por medio de un prisma de cuarzo, concentra los rayos del sol sobre la masa de grillos que cubre el mapa de Europa; y esto es lo que sucede: Un par de segundos después los grillos, hasta entonces tranquilos, se transformaron en un amasijo de cuerpos de insectos desgarrándose mutuamente de la manera más abominable que quepa imaginar. No puedo describir este espectáculo tan repugnante (...) Ordené al Dugpa que lo detuviera al instante. Había guardado ya el prisma y se contentó con encogerse de hombros. Me esforcé en vano por separarlos con un bastón; pero su loco instinto sanguinario no conocía límites. Nuevas cohortes de grillos llegaban sin cesar y se amontonaban sobre la horrible masa movediza que se elevaba cada vez más, hasta alcanzar la estatura de un hombre. Hasta donde llegaba la vista el suelo hormigueaba de insectos que se habían vuelto locos. Una masa blancuzca de grillos que se aplastaban mutuamente afluía hacia el centro, animada por un solo pensamiento: matar, matar, matar. Algunos grillos, medio destrozados, que habían caído del montón sin poder volver a incorporarse a él, se laceraban con sus propias pinzas115.

Poco a poco, por obra de esa salvaje destrucción, el número de grillos disminuye, hasta que la masacre se detiene. Skoper, aún conmovido, pregunta a su guía mientras contempla al Dugpa, ajeno al

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Gr 63-64.

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espectáculo, profundamente concentrado, como con la mente en otra parte, qué es lo que hace éste a la sazón. Y el guía le contesta: «separa y une»116. A partir de ese momento Skoper no deja de obsesionarse con esas palabras y con la pregunta lancinante sobre su auténtico significado. Reconoce haber quedado sentado durante largas horas, ante el inmóvil Dugpa, hasta que, en el crepúsculo —escribe— , la torturante frase «se convirtió en algo horrible en mi cerebro: imaginé que el movedizo montón de grillos se transformaba en millones de soldados muertos»117.

IV. DE CÓMO EL JUEGO DE LOS GRILLOS DESEMBOCA EN UNA NOCHE DE WALBURGA DE DIMENSIONES CÓSMICAS. Como ya he señalado, los pocos críticos que se han ocupado de la obra —al menos los pocos de quienes he llegado a tener noticia— han interpretado el relato desde el punto de vista del pensamiento mágico. Y no les faltan razones para hacerlo. Desde el comienzo he advertido que Gustav Meyrink no fue un individuo corriente y que sus descubrimientos en el dominio de lo inconsciente, nada científicos por pertenecer de lleno al terreno de la vivencia, llegaron por los complicados caminos del ocultismo y de la mística, y a menudo mediante sus técnicas y con su lenguaje. Sin embargo, creo que la lectura del relato permite una interpretación que va más allá —¿o más acá?— de la técnica literaria de lo fantástico (como sostiene Meister) y de la pura defensa, literaria o teórica, del gran principio de la magia, la actio in distans, como parece defender Eduard Frank.

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Gr 65. Se ha señalado el papel de Leitmotiv de esta frase en el relato. Cfr. MEISJ.Ch., (1988), 37, 40, 43, y FRANK, E. en el Nachwort a su citada edición de Fledermäuse, 405, aunque en ambos casos atribuyéndole un significado mágico. Yo pienso que hace referencia a una de las artes ocultas que Meyrink investigó y practicó, y que luego fue interpretada en perspectiva psicológica por Jung: la alquimia, ars spagyrica, arte de la separatio y la ulterior coniunctio. 117 Gr 65. TER,

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Para ello, nada mejor que regresar al texto. Después de su terrorífica experiencia, Johannes Skoper declara sentirse obsesionado «por un sentimiento de responsabilidad monstruoso que (...) [le] torturaba tanto más cuanto más en vano [se] esforzaba por encontrar sus raíces»118. ¿Puede, acaso, sorprendernos esta declaración, sin salirnos de la lógica del relato? ¿No ha asumido él mismo toda la responsabilidad de lo que pudiera ocurrir, fuera esto lo que fuese? Es posible que, desde un punto de vista literario, haya que considerar la frase «separa y une» como Leitmotiv de la narración; pero, ¿es, acaso, el único? ¿No se repite también, hasta la extenuación, el motivo de la «responsabilidad»119? Casi tengo la impresión de que los escasos —y por otra parte, muy buenos— estudiosos de Meyrink se han dejado «tentar» por el demonio tibetano para permanecer ciegos y sordos a la noción de «responsabilidad», malévolamente deslizada por el escritor en su cuento cruel. Si algo se afirma con la más absoluta claridad, incluso machaconamente, en el relato es que Johannes Skoper es el único responsable de cuanto ocurre. Así, la tesis de que habrían sido las fuerzas ocultas de lo demoníaco, puestas en obra por una secta de adoradores del diablo asiáticos, las responsables de la guerra cae por tierra sin remisión. ¿Cómo interpretar, entonces, el relato en toda su complejidad —una complejidad que, por otra parte, no parece haberle sido reconocida?— A mi parecer, el personaje de Skoper representa, más aún que el grillo llamado Phak, al hombre occidental cuyas limitaciones en el campo de lo espiritual desea poner de relieve Meyrink, por creer que a ellas les corresponde una parte enorme, no reconocida, en la responsabilidad por la guerra. El europeo unilateralmente racional, volcado hacia lo visible y hacia la manipulación técnica del mundo —recuérdese lo dicho al comienzo— desdeña todo aquello que no accede a su cerebro

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Gr 65. La misteriosa frase: «er löst und bindet» , escrita de ésta o de otra forma, se repite cinco veces; la noción de Verantwortung —responsabilidad- aparece también en cinco ocasiones, aunque la palabra se repite en dos de ellas; con lo cual se deja escuchar siete veces en las catorce páginas del relato. Y mientras que la sentencia mágica está rodeada de un halo de misterio —lo que, por otra parte, parece lógico—, la noción moral se afirma en cada caso enfáticamente —lo que, por otra parte, parece muy peligroso—. 119

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a través del cristalino —phakos— del ojo. Lo invisible es, para él, inexistente. Y lo inconsciente es invisible; peor aún: es algo que produce efectos —sueños, visiones, alucinaciones— sin causa, es decir, opera igual que la magia, lo que equivale a decir que nada tiene que ver con la ciencia, y por tanto debe ser relegado al dominio de la superstición. Tal es, por otra parte, la actitud de muchos científicos contemporáneos respecto del psicoanálisis, el mayor esfuerzo intelectual por comprender los aspectos inconscientes del psiquismo humano, con todas las limitaciones que hay que reconocerle a este dominio de la investigación psicológica y médica en su situación actual120. La culpa de «Skoper» —del europeo— consiste en hacerse alegremente responsable de las consecuencias de la puesta en marcha —de la puesta en libertad— de algo en lo que no cree y que, por lo tanto, no controla. Está seguro de su moral, porque su moral tiene su fundamento en la única roca sólida que puede concebir: el pensamiento racional, y aún más, científico. Esta es su hybris, su soberbia. Y si la soberbia es, como enseña la iglesia católica, el pecado luciferino por antonomasia, quizá sea él, y no el Dugpa, quien desata las fuerzas de lo diabólico. O quizá el Dugpa no es sino la ocasión para que se haga patente su soberbia; la cristalización externa —el efecto sin causa visible— de sus demonios interiores —a esto me refería al comparar esta figura con la del Golem—; y, en la dimensión simbólica del relato, de los demonios interiores de Europa. Skoper ha querido «experimentar» con la «magia». Un castizo —y cauto— refrán castellano dice: «los experimentos, con gaseosa», dando a entender que hay que ser prudente cuando no se sabe con qué puede uno encontrarse. Pero Skoper no se ha parado en barras, no se ha limitado a la «gaseosa»; a falta de un pañuelo se ha lanzado a ciegas a un experimento realizado sobre el mapa de Europa, en lugar de re-

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120 Nietzsche puso de relieve este prejuicio del pensamiento occidental ya en 1881, en Morgenröthe. Gedanken über die moralischen Vorurtheile (Aurora. Pensamientos sobre los prejuicios morales). Esto es lo que dice en el fragmento 128, titulado «El sueño y la responsabilidad»: «¡De todo queréis ser responsables, excepto de vuestros sueños! ¡Qué miserable debilidad, qué falta de consecuencia! ¡Nada os es más propio que vuestros sueños!». Cit por la edición de Colli y Montinari (1999), Berlin/ New York, De Gruyter, Bd. III, 117.

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nunciar hasta mejor ocasión. Para su pensamiento materialista un mapa es sólo un símbolo, sólo guarda una relación ideal —de hecho, convencional— con lo que representa. Para él lo que está a punto de suceder en el momento en que despliega el mapa es, como se dice tópicamente, «sólo un juego». Pero aquí se esconde otro de los mensajes de Meyrink, que ha utilizado este término, «juego», desde el título; pues Meyrink sabe que para las culturas aún vinculadas a lo sagrado, el juego no es algo desdeñable o inane, sino un símbolo del acontecer cósmico121. Por eso, además de estar al servicio de la decoración esotérica del relato, el recurso del mapa sirve a Meyrik para alcanzar sus fines, a saber, la comprensión de las razones más ocultas de la guerra europea. Y esto no significa el rechazo de las otras, más explícitas, más vinculadas a lo real— material, a la economía, a la política. Significa la reivindicación de otras razones, imponderables si se quiere, pero que también se han puesto en juego: las psicológicas. La mutua desconfianza —los grillos se agrupan sobre el mapa y miran con recelo a sus vecinos—, las inquinas, los rencores, incluso una desconocida voluntad de matar y de matarse —los psicoanalistas hablarían de un «impulso tanático»122— serían, pues, otros tantos motivos, quizá más poderosos en tanto que desconocidos o negados y, por consiguiente, sin remisión. Desde los días en los que Meyrink escribía su relato —un relato que, como puede verse, ha tenido escasísima repercusión— las cosas no parecen haber cambiado. El europeo y, en general, el occidental, el hombre de raza blanca, sigue queriendo ser solamente un Skoper, un Phak, y renegando de esa parte de sí mismo que resulta ingrata a su narcisismo. Nada se aprendió de la Gran Guerra, y el mundo tuvo que asistir, horrorizado, a un segundo Juego de los Grillos aún más sangriento y bestial. Apenas extinguidas las llamas del gran incendio, pequeños, pero terribles focos se reactivaron aquí y allá, hasta llegar al

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121 Cfr. FINK, E. (1960), o el más conocido, aunque menos explícito, de HUIZINJ. [1944] (1987) 122 No de otro modo interpretó Freud la Primera Guerra Mundial en sus Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, redactadas, según James Strachey, editor de la obra de Freud en inglés y gran conocedor de su biografía, entre marzo y abril de 1915. Cfr. CHAMORRO, E. (1991) 110.

GA,

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día de hoy, cuando nuevos e irredentos Skoper acaban de desplegar sobre la mesa mágica del Dugpa un mapa del planeta que ha dejado de gustarles, asumiendo con arrogancia unas responsabilidades en las que no creen. Algunos, bastantes creo —pero sin fuerza suficiente— escuchamos en torno nuestro … el zumbido de miles y miles de alas que producen un sonido fuerte, como un canto que penetra hasta la médula de los huesos, un estridor que no se puede olvidar, en el que se mezclan un odio infernal y los atroces tormentos de la muerte123.

Y no podemos dejar de recordar otras palabras escritas por Meyrink en la novela de la que nos ocuparemos a continuación: Una vez al año, el 30 de abril, se celebra la noche de Walburga. Y entonces, tal como piensa el pueblo, el mundo de los fantasmas queda en libertad. ¡También hay noches cósmicas de Walburga, excelencia! Se encuentran demasiado separadas en el tiempo como para que la humanidad pueda recordarlas, de ahí que siempre parezcan nuevas, fenómenos que nunca habían existido. Ahora se ha desatado una de esas noches cósmicas de Walburga. Lo superior se trastoca en lo inferior. Los acontecimientos se enfrentan sin causa aparente; y de nada valen ahí los razonamientos «psicológicos» (...) De nuevo ha llegado el momento en que pueden destrozar sus cadenas los perros del cazador salvaje124.

V. SOBRE LA MAGIA COMO «FUERZA DEL ALMA» Y SOBRE LA CONDICIÓN ENERGÉTICO-MATERIAL DE LO PSÍQUICO. Para comprender la extraña teoría del contagio psíquico que está en la base de La noche de Walburga y que constituye su principal moti-

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123 Gr 64. He alterado los tiempos verbales pasándolos del pretérito imperfecto al presente de indicativo. 124 W 101.

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vo de interés desde nuestro punto de vista es necesario comenzar por conocer el pensamiento de su autor acerca de la condición «mágica» de la psique, o tal vez más bien de la condición psíquica de lo que llamamos magia. Para ello hemos de volver a las páginas del más detallado y comprometido de sus textos dedicados a describir y valorar sus experiencias ocultistas, Die Verwandlung des Blutes, donde encontramos una frase que para mí tiene un valor crucial para afrontar esta tarea. La frase en cuestión representa una crítica contra la unilateralidad del progreso intelectual del pensamiento occidental. Nuestra cultura, sostiene Meyrink, ha realizado grandes avances en lo que concierne al esclarecimiento de las leyes naturales, pero no sólo no ha progresado de manera semejante, sino que incluso ha retrocedido, en lo que atañe «al instinto». A continuación afirma que para el pensamiento contemporáneo «cuanto tiene que ver con la magia y las demás fuerzas ocultas del alma o no existe o carece de importancia»125. Obsérvese que el escritor no asocia la magia a poderes sobrenaturales o al menos ajenos al propio ser humano, como sucede en la interpretación tradicional, sino que la considera una más entre diversas «fuerzas ocultas del alma»: una capacidad psíquica. Ciertamente sólo en esta perspectiva tiene sentido su crítica a la ciencia, pues ésta parece dar por sentado que la magia no sería materia suya, sino, en el mejor de los casos, de la religión: un asunto diabólico o divino. Evidentemente Meyrink no está solo en esta manera de interpretar los fenómenos considerados mágicos; el ocultismo en su conjunto es un empeño más o menos explícito en borrar las fronteras entre el ser humano concreto y lo que genéricamente puede denominarse «el más allá»126. Pero es necesario tomar esta declaración como punto de partida para interpretar correctamente la obra de Meyrink, como también lo es advertir en esa frase que no todas las supuestas fuerzas ocultas del alma se subsumen bajo el nombre de «magia»: la adivinación, la premonición, la capacidad visionaria, asuntos éstos documentados por Meyrink en diversos escritos, no son para él, creo entender, «ma-

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VB 205. TREITEL, C. (2004) 8, 14-16.

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gia». ¿Por qué, si no, hacer esa distinción en la frase citada? Magia sería —aunque él no lo diga de manera explícita— la capacidad de modificar la realidad sin la mediación de un agente material, es decir, mediante lo que clásicamente se ha denominado —y se ha considerado la esencia del proceder mágico— actio in distans. Pero en opinión de Meyrink no hay por medio pacto alguno con el reino infernal, sino mera actividad espiritual, por lo que resulta imprescindible preguntarse qué entiende el escritor exactamente por «espíritu». En efecto: se trata de una palabra demasiado cargada de significado, incluso de significados cambiantes a lo largo de la historia y dependiendo de las creencias de cada cual, de modo que es fácil entender cosas diferentes cuando se pronuncia o se escribe, y lo que es peor, que cada cual la amolde a su propio pensamiento. Una pista para comprender qué quería decir Meyrink cada vez que se refería a ese dominio de lo humano, se encuentra en su escrito titulado Fakirpfade —Senderos de fakir—. En él nos describe el resultado de sus propias experiencias extáticas resultantes de la práctica del yoga. Dichos éxtasis, que en el texto denomina, de manera más cruda y menos ambiciosa, «catalepsia», se experimentan como una escisión radical, en la que el ser humano se ve dividido en una parte corporal y una fuerza sin figura. Advierte que esta es, en el fondo, la situación real de cualquier persona, que está continuamente rodeada por figuras invisibles que, cuando se perciben —por ejemplo al ingerir sustancias alucinógenas o mediante el yoga—, se toman erróneamente por espíritus de difuntos. Cuando se produce esa escisión y se cobra conciencia de ella es porque se ha liberado una desconocida fuerza espiritual, que vivifica esas imágenes de un modo similar —dice— a como lo hace la electricidad con la rana de la experiencia de Galvani. Pero con los ejercicios de yoga —añade— estas figuras son aniquiladas, como las cabezas de la hidra por Hércules127. De entrada podemos ver en esta declaración cómo nuestro autor se desvincula explícitamente —y de manera radical— del que podríamos llamar núcleo duro del ocultismo: el espiritismo. Las presen-

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F 236.

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cias inmateriales que algunos perciben no son espíritus de difuntos, sino emanaciones espirituales —creo que puede leerse «psíquicas»— de la propia persona; emanaciones que, en la lógica de la concepción energética de la psique de la que Meyrink hace aquí profesión de fe, necesariamente están siempre presentes aunque sólo se perciban en circunstancias muy especiales. Y de este modo comenzamos a entender qué significa para él «espíritu»: algo que acompaña al cuerpo material de manera extremadamente sutil —hasta llegar a ser por lo común imperceptible— y secretamente fluida, moviéndose tanto dentro de él como en su entorno, como si fuera una emanación del propio cuerpo. ¿O es más bien el cuerpo una emanación, una figura grosera pero también fugaz, del espíritu? Pienso que esta es la opinión, la creencia, de Gustav Meyrink, como traduce una referencia suya, que ya conocemos, a uno de los grandes del hermetismo occidental: El mago medieval Agrippa von Nettesheim acuñó esta frase: ‘nos habitat non tartara sed nec sidera coeli: spiritus in nobis qui viget, illa facit’ (...) Ni las estrellas, ni el inframundo: es el espíritu en nosotros quien lo hace todo128.

Pero el enunciado dista de ser sencillo: «el espíritu que vive en nosotros». Una vez más hay que volver la mirada hacia sus críticas al espiritismo para ver hasta qué punto es exigente su concepción de lo humano, que no se adscribe ni a las tesis puramente materialistas ni a las puramente espiritualistas. En el texto titulado An der Grenze des Jenseits —En las fronteras del más allá— escribe de nuevo sobre estas figuras sólo perceptibles en situaciones especiales, que los espiritistas identifican como fantasmas, sosteniendo que son tan materiales como los cuerpos de los seres humanos y pertenecen al reino de lo material. ¿En qué quedamos, pues? ¿Son espíritu o son materia? La respuesta sería: ambas cosas. Lo que ocurre es que tanto el pensamiento como la palabra se quedan cortos para representar esos

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MT 281.

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fenómenos que, por definición, están en el margen. Son espíritu, pero emanado del «espíritu que vive en el cuerpo», un espíritu encarnado que es y no es a la vez lo que denomina «lo espiritualmente puro», «la causa eterna»129. En tal medida esos fenómenos «espirituales» están indisolublemente ligados a lo material, hasta poderse decir de ellos que «son tan materiales como los rayos Röntgen»130: «fuerzas ocultas del alma»; y como es sabido en la tradición occidental, el alma es la sutilísima entidad anfibia que vive a la vez en el espíritu y en el cuerpo y que, viviendo, realiza la vida de ambos en el tiempo, más acá de una supuesta eternidad. Sumariamente, aunque con la seguridad que da la remisión a las declaraciones del propio escritor, hemos podido explicar de qué modo concibe Meyrink la capacidad mágica; una concepción que, aunque no de manera exclusiva, se basa fuertemente en lo psíquico entendido como algo puramente natural. Esto es lo que diferencia su cosmovisión del que podríamos llamar ocultismo «popular», pero también le confiere una peculiaridad muy concreta frente al «científico», condicionado a su pesar por las reglas de juego de la ciencia experimental de cuño materialista131. Meyrink no va a necesitar de aparatos de laboratorio para razonar su creencia en ese conflictivo dominio espiritual, remitiéndose en último término, como ya hemos visto, a sus propias experiencias, de las que sólo es garante su propia subjetividad y en algún caso observaciones ajenas. Sólo desde esta perspectiva puede parecer digna de interés su convicción de que determinadas convulsiones en la historia de la humanidad deben ser interpretadas, en el sentido más literal del término, como epidemias psíquicas; literal, insisto en ello, y no metafórico, pues la tesis que subyace a esta creencia es que existe, realmente, lo que podría llamarse una infección psíquica, un contagio causado

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MT 281. AGDJ 372-373. Probablemente esta mención de los rayos Röntgen tenga que ver con una experiencia pública realizada en el Teatro Urania de Berlín en el contexto de lo que podríamos llamar espiritismo científico. Cfr. BOYD, A. (2005) 71-72. 131 TREITEL, C. (2004) 8-12. 130

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por un agente sobre un organismo paciente mediante algo tan sutilmente material como es ese espíritu encarnado que le permite entender la magia como «fuerza oscura del alma». Esta idea no nos resulta del todo extraña después de haber conocido la fuerza, comúnmente etiquetada de «magnética», ejercida por los totalitarismos del pasado siglo, especialmente el hitleriano132. Mas, con todo, nuestra forma de entender ese contagio psíquico no pasa del nivel de la mera sugestión, concepto en que se basó la racionalización decimonónica del conflictivo magnetismo animal convirtiéndolo en hipnosis terapéutica. Meyrink es más ambicioso, pues la sugestión no es, ni puede ser magia, entendida como actio in distans en sentido más o menos lato: para ejercer la sugestión hay que estar, de algún modo, cerca; tiene que haber un contacto, aunque sólo sea verbal u óptico y gestual, entre agente y paciente, mientras que la idea de Meyrink es que ese contagio es mucho más difuso, ambiental, si se quiere, con lo que su noción de contagio se aproximaría más a la miasmática anterior a la bacteriología que a la microbiana hoy vigente. No se puede ser más anticuado. O al menos eso parece.

VI. LA GUERRA COMO EPIDEMIA PSÍQUICA (O COMO SÍNTOMA DE UNA EPIDEMIA DE ESTE TIPO). Gustav Meyrink apenas tuvo ocasión de ver en acción a Adolf Hitler, puesto que murió en 1932. Tampoco lo necesitó para formular su teoría epidémica de la guerra; para ello le bastó con ser espectador de la llamada «Grande», la Primera Guerra Mundial. Muchos años

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132 El propio Hitler se describió a sí mismo en alguna ocasión como «un sonámbulo», en el sentido popularizado por el magnetismo animal. KERSHAW, I. (1999) 517. Ya en el romanticismo, en pleno apogeo del magnetismo animal en medicina, el escritor E.T.A. Hoffmann realizó una lectura en buena medida política de la figura del magnetizador en su relato Der Magnetiseur. Cfr. BARKHOFF, J. (1995) 197- 210. Uno de los médicos románticos más comprometidos con el estudio del magnetismo animal también se planteó el riesgo de su utilización política: KIESER, D.G. (1826) 442-443; cfr. MONTIEL, L. (2003).

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después se supo reconocer —siempre metafóricamente, desde luego— el carácter febril, la excitación, el eretismo de las masas de jóvenes que en todos los países de Europa se alistaban y embarcaban en trenes rumbo a un frente de batalla concebido como una fiesta. Pero pocos de los contemporáneos consideraron explícitamente morbosa, en el sentido estricto del término, esa actitud. Meyrink sí lo hizo, y eso, añadido a su radical antimilitarismo, puesto de relieve en no pocos de sus relatos satíricos publicados en las muy leídas revistas Der liebe Augustin y Simplicissimus, le acarreó una seria persecución y un boicot que pudieron llegar a poner en peligro su supervivencia y la de su familia en los años centrales y finales de la guerra133. Después de su muerte sus libros fueron objeto de pública incineración en el marco de las saturnales nacionalsocialistas por considerarse antipatrióticos. Pero, insisto, más allá de su crítica sociológica, compartida por otros escritores, hay que recalcar su convicción de que en el origen de la guerra había algo más de lo que usualmente podían contemplar los más críticos; y ese algo más pertenecía al mundo del espíritu en el sentido señalado. En uno de sus ensayos ya citados advierte Meyrink que muchos han considerado el ocultismo una consecuencia moral de la guerra. Se equivocan, sostiene, y no sólo por razones cronológicas fácilmente comprobables, sino porque ambos fenómenos, el ocultismo y la guerra, son fruto de una misma «hora»134. Este es el término que emplea, y creo que debe entenderse en un sentido histórico. Habría existido, pues, algo en el ambiente responsable de la aparición de ambas enfermedades, o de ambos síntomas de la misma enfermedad. El ocultismo, entendido como fenómeno de masas —lo dice alguien que ha sido, al menos durante algún tiempo, un ocultista— es para él «una epidemia psíquica que está ante nuestras puertas», comparable a las locuras colectivas medievales y renacentistas135. Emplea el mismo término para otro tipo de movimientos cuya relación con la

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BINDER, H. (2009) 558-567. BOYD, A. (2005) 162-181. ADGJ 374. F 230.

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violencia y la guerra es mucho más explícita —«lo que llamamos epidemias espirituales, como el bolchevismo»136—. Para él, el ocultismo y la revolución comparten un origen: la búsqueda ciega en el mundo de lo espiritual; pues, basándose en su propia experiencia, está convencido de que determinadas prácticas esotéricas pueden acabar con la salud mental de quien las realiza, y no sólo eso, sino que pueden, también, actuar inconscientemente en el «mundo invisible de las causas» poniendo en el mundo una especie de veneno para el cerebro responsable de dichas «epidemias»137. Epidemias psíquicas. De carácter metafísico-religioso en un caso, ideológico-político en el otro, en el fondo dos manifestaciones del mismo desequilibrio en la fisiología colectiva, pues ya hemos visto que en este caso no se puede desligar la psique de lo fisiológico. Con el bolchevismo nos acercamos a la guerra de manera más clara que con el ocultismo, aunque para Meyrink, como acabamos de ver, la separación de ambos fenómenos es falaz. De hecho el bolchevismo representa el motivo visible de la guerra, o más concretamente de la insurrección sangrienta, en la novela de 1917 Walpurgisnacht, aunque precisamente esta novela subraya de manera insistente el origen más remoto, hasta resultar inconsciente, de aquella ideología y de la carnicería de la que, en el relato, es escenario una Praga más onírica que real138. Antes de comenzar el análisis de la novela creo conveniente delinear la posición de Meyrink no sólo respecto del «bolchevismo», sino en general de las ideologías políticas dominantes en su contexto. Como ya he señalado, el escritor no sólo se distancia, sino que literalmente se enfrenta al nacionalismo militarista de cuño reaccionario que constituye la atmósfera cultural de la germanidad en las primeras décadas del siglo pasado139; pero, como igualmente ha podido verse en las líneas precedentes, considera una epidemia su alternativa

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VB 218. VB 218. 138 «No es una novela histórica en el sentido habitual, pero sí una obra que proyecta luz sobre la historia de Praga». HARMSEN, Th. (2009) 143. 139 Varios de los relatos breves reunidos en DSW satirizan descaradamente la patriotería y el militarismo. 137

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extrema, el comunismo. Según parece declaró alguna vez que echaba de menos la existencia de un Unabhängige Egoisten Partei (Partido independiente de egoístas)140, lo que no hay que interpretar como muestra de un cómodo distanciamiento de la política: los relatos citados en la antepenúltima nota, algunos fragmentos de su novela Das grüne Gesicht (El rostro verde, 1916) y la que ahora nos ocupa, Walpurgisnacht, constituyen otras tantas pruebas de su compromiso personal con un tema tan serio, especialmente en ese momento, como el combate ideológico. Una autora estadounidense ha llegado a sostener que los dos relatos de Gustav Meyrink más estrechamente relacionados con la Primera Guerra Mundial, Das Grillenspiel (El juego de los grillos,1915) y Die vier Mondbrüder (Los cuatro hermanos lunares, 1915) representan una crítica enmascarada bajo un ropaje esotérico a los poderes que se benefician de la guerra141. Pero yo me permito discrepar de esta opinión, pues pienso que la manera de entrar en la lid no podía ser independiente de sus creencias más acendradas, y de ello da prueba no solamente su literatura, que, en cualquier caso, podría ser deudora de muy permisibles licencias artísticas, sino también alguna anécdota de su vida, como la relativa a su profecía sobre el destino de su amigo y también escritor Erich Mühsam. Cuando éste fue movilizado y destinado al frente Meyrink le dijo que no temiera por su vida, pues siempre se había opuesto a la guerra; pero esta frase, que podría tomarse como una peculiar forma de consuelo, llevaba aneja una advertencia: teme más bien a la revolución que llevas en la sangre, pues esa sí puede matarte. Pues bien: Mühsam sobrevivió a la Gran Guerra, intervino activamente en el fallido proyecto de Räterepublik de Baviera, concluido con un baño de sangre, y con estos antecedentes, al llegar los nazis al poder fue internado en el campo de Oranienburg, donde falleció en 1934142. Creo, pues, que no es acertado limitar el alcance del análisis de Meyrink al dominio puramente metafórico. Otra cosa, bien distinta,

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HARMSEN, Th. (2009) 145. BOYD, A. (2005), 186. HARMSEN, Th. (2009) 144-145.

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es que en sus textos dedicados al asunto sea preciso rastrear algunas metáforas e intentar desvelar su significado para entender su punto de vista y el mensaje que intenta transmitir; es lo que acabo de hacer en el análisis de Das Grillenspiel. Pero estoy convencido de que, aunque nos resulte turbador, ya sea porque ello podría reforzar la imagen de un Meyrink «irracionalista» o porque nos confronte con hipótesis difíciles de digerir, sólo podemos ser fieles al texto si le damos una interpretación casi literal (y subrayo el «casi»). Gustav Meyrink, digámoslo de una vez por todas, creyó firmemente que la Primera Guerra Mundial y el comunismo tenían su origen, o al menos uno de sus orígenes, en una nefasta constelación de fuerzas espirituales, mágicas en el sentido ya explicado, es decir, a la postre psíquicas. Veremos de qué modo presenta estas fuerzas en Walpurgisnacht para intentar, si ello es posible, extraer alguna consecuencia importante para un pensamiento como el nuestro, menos distante de la «magia» meyrinkiana de lo que podría pensarse.

VII. EL PASADO VAMPÍRICO (LA HISTORIA COMO HAUNTED HOUSE). Desde las primeras líneas del relato su autor nos sitúa ante una concepción de la historia que no dejará de reforzarse a lo largo del mismo. Esta concepción, presente en la mayoría de novelas concebidas en el mismo período histórico, es la de un fin de etapa, de época incluso, que adopta los rasgos claramente identificables de la decadencia, lo que, por otra parte, parece haber sido un sentimiento generalizado entre los europeos143. Casi todos los personajes pertenecen a la nobleza bohemia —o al funcionariado a su servicio, caso del personaje central, el médico Taddhäus Flugbeil— o guardan una estrecha relación, a veces ignorada, con ella —el joven Ottokar Vondrejk, hijo no reconocido de la condesa Zahradka—, y viven en el arcaico marco del Hradschin en un encierro voluntario. En ese inicio de la novela uno de los personajes comenta con admiración teñida de horror que

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BLOM, PH. (2010) 13-16, 28, 29-38, 552-553.

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«el Consejero Áulico ha estado en el mundo»144, entendiendo por ello en Praga, pero fuera del barrio del castillo, a lo que la condesa replica que ella no ha estado jamás en ese lugar donde decapitaron a sus antepasados, referencia a la Guerra de los Treinta Años, tal vez incluso a las guerras de religión del siglo XIV que, a través de la evocación de la figura de Jan Zizka, tan presentes están en el relato. En la declaración de Zahradka se dan cita los dos elementos que constituyen la trama de la vida: el espacio, como acabamos de ver, y el tiempo: «nunca», dice. Y ello se debe a que, para ella, es como si la muerte violenta de sus antepasados «hubiera ocurrido hoy» (9). En cierto sentido también los nobles protagonistas están muertos: en un lugar del que no se sale y, al menos en lo que a ellos se refiere, fuera del tiempo. O quizá sea más exacto decir que han decidido vivir como muertos, pero el tiempo —la historia— va a irrumpir violentamente en sus vidas. El médico, Flugbeil, comparte sólo parcialmente esta situación, pues en su juventud tuvo un amorío con una prostituta, apodada «die böhmische Liesel» —Liesel la bohemia— que a la sazón, atrozmente envejecida, vive en el barrio significativamente conocido como «el Nuevo Mundo»145. El reencuentro de ambos personajes en el palacio de la condesa al comienzo del relato llevará a Flugbeil a salir del encierro para conocer cómo vive la mujer de la que un día se enamoró, aunque protegiéndose de inmediato de este sentimiento con la huida y el olvido. Esta condición anfibia, si así puede decirse, de Flugbeil es lo que le confiere el carácter de figura central en el relato, pues es el único que no está solamente a un lado de la frontera; de una frontera que, como pronto veremos, puede compararse perfectamente a un espejo. Precisamente es Liesel quien tiene la clave del sentido de la historia en que se fundamenta el relato, o al menos del diagnóstico de la enfermedad histórica frente a la que Meyrink desea alertar a sus contemporáneos. Visitada por el joven Ottokar por su fama de bruja y

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W 7. En adelante citado en el texto solamente con el número de página. BOYD, A. (2005), 220, señala que los personajes que abren las puertas al mundo esotérico viven en el llamado «Nuevo Mundo», y sugiere que este hecho tiene un sentido simbólico. 145

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adivinadora del porvenir, Liesel enuncia taxativamente ese diagnóstico de fin de época: «no hay futuro» (46). Y esa ausencia de futuro tiene que ver con un pasado patológico cuyo fundamento se hunde en la oscuridad: «Bohemia es la cuna de todas las guerras» (47), y ello se debe a que … todos en Praga están locos (…) Creo que es debido a los aires misteriosos que emanan del suelo (…) [En el Hradschin] hay otra especie de locura (…), algo así como una locura petrificada (50-51).

Esos «aires misteriosos que emanan del suelo» no pueden dejar de evocar la teoría miasmática sobre el contagio defendida hasta finales del siglo diecinueve por una autoridad en el campo de la higiene pública como fue Max von Pettenkofer (1818-1901); una teoría derrotada en el debate científico sobre el cólera por la teoría bacteriana sostenida principalmente por Robert Koch (1843-1910) a partir de su descubrimiento del vibrio cholerae en 1883. ¿Por qué, pues, la elige Meyrink en una fecha tan tardía como 1917? Sin duda porque en este caso hablamos de un contagio no material, el contagio de la «locura»; y en opinión del escritor en este caso sería erróneo descartar la hipótesis «miásmática» o «ambientalista», siendo la historia el ambiente mefítico responsable de la epidemia; o al menos, como pronto veremos, una de sus causas. El lugar —Praga en su conjunto, el Hradschin de manera particular— está contaminado, y lo está por las semillas del pasado: en lo que concierne a Bohemia, la guerra y el fanatismo religioso; en lo que atañe al castillo, el asesinato, como se irá desvelando en la novela; concretamente el del conde a manos de su esposa, Zahradka. La morada en la que viven los protagonistas de la tragedia —la ciudad, el castillo— es, pues, una haunted house, y los fantasmas que la habitan y hostigan a sus moradores son presencias del pasado, de la historia, que perduran, como vampiros, a expensas de la sangre de sus descendientes. Esta situación está representada de manera particularmente explícita en la novela en el personaje de la joven Polyxena, quien se percibe a sí misma como habitada por su terrible antepasada, la condesa asesina Polyxena Lambua (111-

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112). Ottokar y ella se amarán, con lo que de incestuoso tiene esta relación —no olvidemos que el joven es hijo de la condesa Zahradka y Polyxena su sobrina—, pero ya antes de conocer a la Polyxena real el joven se había enamorado de la figura de la antepasada, conservada en un cuadro que se guarda en una habitación cerrada, como si con ello se quisiera dar a entender que la antepasada está de algún modo reencarnada en el cuerpo de la joven contemporánea146. Esta creencia deja, por otra parte, en mal lugar a la noción, tan valorada por el pensamiento occidental, de libre albedrío, representando una novedosa versión del concepto clásico de fatum o ananke, donde la fuerza que llamamos destino no tendría tanto que ver con lo sobrehumano cuanto con lo humano inconsciente, a nivel individual pero también, y tal vez sobre todo, colectivo: una teoría «miásmática» de la actividad del espíritu. Pero aún hay más: según la teoría médica uno de los posibles orígenes de los miasmas es la putrefacción de los cadáveres bajo tierra, lo que dio origen a la práctica consistente en apartar de las ciudades los cementerios. Ya he señalado que la condesa Zahradka mató a su marido, que permanece enterrado bajo el suelo de su mansión, lo que explica la «peste de las moscas» —la aparición repentina de espesos enjambres de moscas en el palacio— sucedida poco antes de desencadenarse la revolución y con ella el sangriento desenlace del relato (165). Otros cadáveres, en cambio, no se dejan enterrar, como ya expliqué de la antepasada de Polyxena. El escritor nos hace saber que cuando su joven descendiente contempló su retrato encerrado en la galería familiar sintió … que no se trataba en modo alguno de la pintura de un muerto, sino del reflejo de un ser que tendría que existir realmente en alguna parte, de un ser con más vida que cualquiera de los que había visto hasta entonces (…) En cierto modo, el retrato que colgaba de la pared era ella misma (…) [Pues] al hombre sólo puede parecerle que lo más vivo que existe en este mundo es él mismo (109-110).

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146 El desarrollo de esta idea constituye el nervio de la novela El dominico blanco, estudiada en el capítulo 6 de este libro.

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Pero en este caso los miasmas se comportan como los seminaria imaginados por el médico humanista italiano Girolamo Fracastoro (1483-1553): como su nombre indica, no serían otra cosa que semillas que sólo esperan caer en un suelo apropiado para germinar. Y esa es también la metáfora que emplea Meyrink: En cierto modo, el retrato que colgaba de la pared era ella misma. Así como la semilla lleva dentro de sí la imagen de la planta en la que habrá de convertirse algún día, imagen clara en todas sus particularidades orgánicas, aún cuando sus manifestaciones exteriores se encuentren ocultas, así se había aferrado Polyxena desde su infancia a aquel retrato, que se convirtió en la matriz determinante por la que habría de ir creciendo su alma en cada fibra y en cada célula, hasta meterse en ella y ocupar los resquicios más ocultos de sus formas (109-110).

La historia común como miasma; luego la historia individual como seminarium —semillero—. Y la historia de la medicina nos hace saber que, andando el tiempo, la puramente especulativa teoría de Fracastoro se revelará en cierto sentido profética, pues la ciencia descubrirá que, efectivamente, hay gérmenes —¿y qué significa germen sino semilla?— que infectan los cuerpos provocando enfermedades individuales y colectivas. Pero, en el caso que nos ocupa, esos gérmenes, aunque tienen que ver con la historia —pues tienen historia— no son, hablando con propiedad, la historia misma. La historia suministra el ambiente mefítico. Los seres humanos transmiten los gérmenes patógenos por contacto, contagium, por más que, en el caso que estudiamos, el contagio no se produzca entre los cuerpos, sino entre las almas: un contagio psíquico.

VIII. AWEYSHA: LA PARASITACIÓN PSÍQUICA. Ya en Der Golem el insaciable estudioso de la tradición mística que fue Meyrink había dado cabida a la idea de que un principio psíquico ajeno podía apoderarse de la mente de un ser humano a partir de la doctrina cabalística de la Ibbur, «la preñez del alma», en este caso

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para desencadenar en él una evolución espiritual147. Esta misma idea se convierte en clave de la explicación de la revolución «bolchevique» escenificada en Walpurgisnacht bajo la forma, esta vez, de otra modalidad de infiltración, parasitaria en esta caso, a diferencia de lo que sucede con Ibbur, que denomina Aweysha, y que remite turbiamente al mundo esotérico asiático148. Una vez que se nos explica qué debemos entender por Aweysha caemos en la cuenta que ha estado presente en el relato, actuando, gobernando las acciones de todos los personajes, desde el comienzo, puesto que su instrumento es el actor/sonámbulo llamado Zrcadlo —vocablo que en checo significa «espejo»—, con cuya irrupción en el salón de la condesa Zahradka comienza el relato. La circunstancia en que el doctor Flugbeil recibe la revelación de la existencia del Aweysha precisamente de labios de Zrcadlo no puede ser más significativa. De noche, en el reservado de un restaurante, el solitario médico contempla su imagen en el espejo y medita, recordando lo que aprendió sobre las leyes de la reflexión: «¡Es asombroso que en un único punto diminuto pueda ocurrir infinitamente más que en un espacio amplio!»149. Este pensamiento le resulta tan turbador que renuncia a seguir especulando sobre ello por miedo a … llegar a la penosa conclusión de que el hombre era absolutamente incapaz de emprender algo a partir de una voluntad consciente, de que era más bien la máquina desvalida de un punto enigmático situado en el interior de su ser» (82-83).

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Véase el capítulo siguiente. No he podido encontrar información sobre la procedencia del término ni sobre el significado del mismo más allá de la novela, por lo que no puedo saber si se trata de una invención del escritor o bien procede de alguna de las fuentes esotéricas por él consultadas. 149 Este pensamiento, como la inquietante figura de ese «espejo» que es Zrcadlo, parece anticipar este aserto de Hillman: «La verdad es el espejo; no lo que hay en él o detrás de él, sino la acción misma de reflejar: las reflexiones psicológicas. La conciencia de la fantasía, que agrieta el cemento normativo de nuestra realidad cotidiana formando siluetas nuevas». HILLMAN, J. (1999 b) 239. 148

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En esas circunstancias se le aparece Zrcadlo (espejo), que adopta los rasgos de Flugbeil niño, y se identifica, en una larga tirada poética, como «su yo más íntimo»150, aun cuando después dice ser «un manchú» que utiliza el cuerpo de Zrcadlo como mero instrumento. Flugbeil no está dispuesto a creerlo, por lo que quien le habla tiene que recordarle que hace un momento su propio «yo más íntimo» (el de Flugbeil) le ha hablado desde el cuerpo del actor porque desde hace mucho tiempo ha sido negado, confundido con su viejo cuerpo —y con su ordenada mente— de médico de palacio: Hace poco se ha preguntado… o mejor dicho, ha pensado: ¿me ha abandonado mi propio «yo» y se ha pasado al actor…? Le responderé que el «yo» auténtico sólo puede ser reconocido por sus efectos. Carece de extensión, y precisamente por carecer de ella se encuentra… en todas partes (…) No ha de admirarle que su llamado «yo propio» hable con más claridad desde otro que desde usted mismo. Desgraciadamente, al igual que la inmensa mayoría de las personas, se encuentra desde niño apresado en el error de tomar por «yo» a su cuerpo, a su voz, a sus facultades mentales (…) El «yo» fluye a través del hombre, por eso hay que aprender a pensar de nuevo para poder reencontrarse a sí mismo en el propio «yo» (98-99).

El «yo» fluye —obsérvese que en todo momento Meyrink escribe «yo» entre comillas, como dando a entender que se trata solamente de una forma de hablar; una forma incorrecta de hablar—; y porque fluye puede apoderarse del cuerpo de quien, por así decir, no tiene mucho

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150 Estas páginas, que se cuentan entre las más fascinantes de Meyrink, traducen la influencia que sobre él ejerció otro buscador como él, el pintor y escritor Joseph Anton Schneiderfranken, quien firmaba sus obras como Bô-Yin-Râ. Meyrink le visitó en Görlitz, donde estaba movilizado, mientras escribía su novela, y según parece le impresionó lo que oyó de sus labios. El capítulo «En el espejo», que incluye un poético fragmento sobre la alegría, reproducido como apéndice al final de este libro, refleja su influencia. BINDER, H. (2009) 569-570. Algunos llegaron a acusar a Meyrink de plagio, acusación de la que le defendió el propio Bô-Yin-Râ en un escrito publicado en 1933 en la revista Die Säule. Cfr. BÔ-YIN-RÂ. Dans le miroir. Une nécessaire mise-au-point. En: CAROUTCH, Y. (1976) 170-172.

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«yo»: del cuerpo de un sonámbulo, o de un «muerto en apariencia», ein Scheintoter, como dirá poco más tarde otro personaje a quien se encomienda la explicación más concreta del Aweysha, el turco Molla Osman, que trabaja en el palacio como mozo de cuadra (116). Sería muy tentador dar a la creencia que transmite Molla Osman una interpretación alegórica que nos permitiera asumirla desde nuestra lógica, como de hecho intenta Polyxena, una de las oyentes de esta explicación, cuando Molla Osman atribuye la guerra al Aweysha: Polyxena: ¿Sería, entonces, posible que la guerra…? Molla Osman: ¡Ciertamente! (…) Todo cuanto los hombres hacen en contra de sus deseos proviene del Aweysha (…) El día en que los hombres se lancen unos contra otros como tigres, ¿crees acaso que lo harán si en ellos no hay ningún Aweysha? P: Lo hacen, pienso, porque… bueno, precisamente porque están entusiasmados por… por algo, por cualquier cosa; por… por una idea, quizás. MO: Pues bien, eso es justamente el Aweysha. P: ¿Así que el entusiamo y el Aweysha son la misma cosa? MO: ¡No! Lo primero es el Aweysha; de ahí surge luego el entusiasmo (…) Algunas personas pueden inducir el Aweysha en otras por el simple hecho de pronunciar un discurso (…) [Pero] ninguna persona de este mundo puede hacer Aweysha con alguien que sólo confía en sí mismo (117-118).

Leídas a un siglo de distancia estas afirmaciones parecen menos increíbles al considerar hasta qué punto poseen un contenido profético: recuérdese que fueron escritas en 1917, es decir, entre diez y quince años antes de que el chamán más poderoso del siglo realizara su Aweysha con un éxito sin precedentes sobre decenas de miles de Scheintöter. A la ciencia le gustan tan poco las profecías como esta teoría del contagio psíquico que Meyrink propugna en su novela, pero habremos de reconocer la lucidez —¿se me admitirá «clarividencia»?— de que hace gala en la última frase de la cita. Pero no hay por qué asustarse. Del mismo modo que podemos racionalizar, al menos parcialmente —y al menos en este caso; pues hay otros bastante más

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difíciles—, las dotes proféticas de Gustav Meyrink, podemos sin duda hacer una lectura más tolerable para nuestra sensibilidad del concepto de «epidemia psíquica» basado en la noción de posesión/parasitación que en la novela se denomina Aweysha. Y llama la atención el hecho de que la manera de conseguirlo pueda calificarse, al menos parcialmente, de freudiana. Quien preside la masacre con la que termina la novela es el Diablo; un diablo que hace redoblar un tambor histórico, o si se prefiere legendario; tanto da, desde el punto de vista de mi argumentación: aquél que, según se cuenta, ordenó fabricar el agonizante Jan Zizka con su propia piel una vez muerto. No es casual que esta imagen fuera la elegida para la portada de la primera edición de la novela. Pues bien, ese mismo Diablo se ha presentado no hace mucho ante Thaddäus Flugbeil prometiéndole el renacimiento, su más íntimo deseo; un deseo que el Diablo conoce mejor que él mismo porque, asegura, … yo soy el único entre los dioses que lleva taparrabos; los demás son asexuados. Sólo yo puedo comprender los deseos; quien no tiene sexo ha olvidado para siempre lo que son los deseos. La raíz más profunda y desconocida de todo deseo reposa en el sexo (155).

Por una parte este diablo se parece bastante al de las Litanies de Satan de Baudelaire: Yo soy el único compasivo entre los dioses. No existe deseo alguno que no pueda oír y cumplir inmediatamente (155).

Pero difiere de aquél en un aspecto esencial: Mas son tan sólo los deseos del alma los que escucho y saco a la luz. De ahí que me llame luci-fero (155).

En el caso del médico el deseo arraigado profundamente en su alma —tan arraigado que ni él mismo lo conoce, como le ocurre con su yo más íntimo— es lo que en el texto se denomina «la eterna juven-

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tud» acerca de la cual este diablo del inconsciente no nos permite interpretaciones simplistas: La eterna juventud es el futuro eterno; y en el reino de la eternidad también el pasado despierta como presente eterno (156).

Más adelante explicaré con mayor detalle, a la luz de la psicología analítica de C.G. Jung, lo que esto significa en el dominio psicológico: la renovación, el descubrimiento del fondo más íntimo de la personalidad, que Jung denominó Selbst y que sin duda equivale a ese «yo más íntimo» anunciado por Zrcadlo en Walpurgisnacht. Cercano ya el final del relato, cuando el médico ultima sus preparativos para abandonar Praga, recibe las visitas sucesivas de sus antiguos amigos —el Barón Elsenwanger, la Condesa Zahradka— que acuden a despedirse. Y esto es lo que siente al volver a quedarse solo: ¡Los fantasmas de mi vida se despiden de mí! ¡Es horrible! ¡Horrible! ¡Una ciudad de locura y crimen me ha rodeado y ha devorado mi juventud! Y ni he oído ni visto nada. Estaba sordo y ciego (169).

Ahora ha abierto los ojos a otra realidad. Por desgracia las cosas son diferentes en el caso del resto de personajes, nominados e innominados, de la novela. No buscan hacer germinar su yo más íntimo, cuya mera existencia desconocen, o niegan (Polyxena), sino que permiten e incluso promueven la implantación de los miasmas y la germinación de los seminaria del pasado, y al ritmo obsesivo del funesto tambor del diablo permiten la propagación por contagio de la locura y la muerte. Por cierto: ¿de dónde ha salido ese tambor? De la historia, habremos de responder. De esa historia emponzoñada, mal digerida, que antes he presentado como haunted house. De la historia de las patrias y las religiones; de la historia de las guerras y las masacres. Pues, ¿no se trata del famoso tambor de Zizka? Pero también ha surgido del inconsciente. De un inconsciente salvaje, malamente evocado, que se manifiesta no como el yo más

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íntimo, sino como fantasma. Bien claro lo explica Liesel de Bohemia a su amado Flugbeil en su última visita: ¿Oyes? ¿Lo estás oyendo? ¡Ya vienen…! ¡Rápido! ¡Ocúltate…! ¿Oyes cómo tocan el tambor…? ¿Lo oyes? ¡Tocan de nuevo! ¡Es Zizka! ¡Jan Zizka von Trocnow…! ¡Zrcadlo! ¡El demonio…! ¡Se apuñaló…! Le arrancaron la piel. ¡En mi casa…! ¡En mi cuarto…! Así lo quiso él mismo… Y la utilizaron para hacer un tambor… Lo fabricó el curtidor Havlik (177-178).

Así pues, el tambor está fabricado con la piel de uno que no es nadie y puede ser cualquiera, todos. Por eso el infortunado curtidor Havlik lo hará sonar poco tiempo. Muerto de un tiro, será remplazado por su auténtico propietario, que sólo llega a ser visto por Polyxena: … la vaga figura de un hombre que se desliza, asomándose unas veces, para desaparecer otras, ora aquí, ora allá. Está desnudo, según parece, y lleva una mitra en la cabeza, pero no puede distinguirlo con claridad. Va moviendo las manos delante del pecho, como si batiera un tambor invisible (207).

¿El diablo? Naturalmente. Pero también, como comprende Polyxena, … es la serpiente que vive en los hombres y que cambia su piel cuando mueren (208).

El diablo. Zrcadlo. El inconsciente. El señor del Aweysha.

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DEL OCULTISMO A LA PSICOLOGÍA PROFUNDA A TRAVÉS DELSUEÑO: CÁBALA, ALQUIMIA Y ARQUETIPOS JUNGUIANOS EN EL GOLEM

Supón que el hombre que llegó a ti, y al que tú llamas el Golem, significa el despertar de lo muerto a través de la más interna vida espiritual. Son las escaleras estrechas y ocultas la que nos llevan a la patria perdida.

I. EL GOLEM LEGENDARIO Y EL DE GUSTAV MEYRINK La criatura que da nombre a la primera novela del escritor austríaco posee una genealogía legendaria que se extiende a lo largo de varios siglos. De hecho, lo que el Golem de Meyrink comparte con sus antepasados es poco, más bien nada, más allá del nombre. Pero no es por azar por lo que Meyrink da este nombre a su creación, pues su intención es vincular el pensamiento que desea exponer en su novela a la tradición — Kabbalah— judía. Veamos, pues, en primer lugar, el nacimiento y alguno de los principales avatares de la leyenda hasta llegar al más reciente, objeto de nuestra pesquisa.

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En primer lugar hay que preguntarse qué significa en el idioma hebreo la palabra golem. Este vocablo designa a una criatura hecha de arcilla, de barro, y animada por uno o varios sabios cabalistas, por obra del poder mágico de la palabra escrita. La leyenda más conocida, aunque no la única referente al golem, es la que narra la creación de dicha criatura infrahumana por el rabí Löw, de Praga, en el siglo dieciséis. Refiere la leyenda que el rabí dio vida a un golem para que le ayudase en ciertos menesteres de menor entidad; una palabra mágica escrita en un fragmento de papel que ponía entre los dientes de la estatua obraba el prodigio y, cada noche, el rabí debía retirar el papel para que la estatua de barro volviese a su previo estado inerte. En una ocasión olvidó hacerlo y el golem, enloquecido, recorrió el gueto poseído de furia destructora, hasta que su creador, enfrentándose a él, le arrancó la palabra y, con ella, la vida151. Meyrink conocía, sin duda, esta versión, pues la pone en labios de uno de sus personajes; mas pronto veremos en qué difiere su golem de éste tradicional. De momento me interesa recalcar que, con ser el más conocido, este argumento no resume toda la historia del golem. Debemos remontarnos mucho más atrás en el tiempo, hasta el mismísimo relato de la creación: En la Aggadah talmúdica (...) Adán es designado en determinado estadio de su creación como golem. Golem es una palabra hebrea, que en la Biblia sólo aparece en un lugar, en el salmo 139 (...) Golem significa aquí probablemente, y desde luego en las fuentes más tardías, lo no configurado, lo informe (...) La literatura filosófica medieval lo toma como un término hebreo para nombrar la materia, la hyle informe, y esta pregnante significación se mantendrá parcialmente en interpretaciones sucesivas. El Adán aún no tocado por el aliento de Dios será llamado en este sentido golem152.

No debe pasarse por alto la conexión etimológica existente entre el nombre por el que conocemos a este antepasado primordial —Adán,

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RIPELLINO, A.M. (1991) 186-189. SCHOLEM, G (1953) 238-239.

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Adam— con el que recibe la tierra, adamah153. Un fragmento del Talmud, en el que se describen las primeras doce horas de la vida de Adán, establece de forma aún más clara esta relación: En la primera hora la tierra fue amontonada; en la segunda fue un golem, una masa todavía informe...154.

El destino del golem que llegaría a ser Adán, el primer hombre, estudiado en las páginas siguientes del citado artículo, nos interesa empero menos que el de esos otros de los que se dice que fueron creados por algunos rabinos. A la vista de lo anterior, lo que Scholem puede afirmar ya al comienzo de su investigación es que lo que subyace a la idea de la creación humana del golem es, precisamente, el relato de la creación de Adán por el Dios de la Biblia, de manera que ... el poder creador del hombre se recorta sobre el fondo del poder creador del mismo Dios, ya sea como imitación o como enfrentamiento con él155.

La investigación sobre las fuentes parece avalar más bien la primera y más positiva de ambas posibilidades, aun cuando los riesgos inherentes al empeño son, como muestra el relato del rabí Löw, muy elevados. Al parecer, el texto fundamental para la historia del golem es el Sefer Jezirah, o Libro de la creación, de datación incierta —parece tratarse de un texto neopitagórico judío compuesto entre los siglos III y VI—. En él se estudian por primera vez el significado y la función de «los treinta y dos caminos de la sabiduría», constituidos por los diez sefiroth o números primordiales y las veintidós consonantes del alfabeto hebreo. En el mito de la creación del golem intervienen tan sólo las letras, «elementos» de lacreación que representarían —siempre según Scholem en el pensamiento judío sobre la naturaleza algo análogo, si no idéntico, a los elementos

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SCHOLEM, G. (1953)237. SCHOLEM, G. (1953) 239. SCHOLEM, G. (1953) 237.

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—agua, aire, tierra y fuego— de los presocráticos156. Desde esta perspectiva, la creación de un golem por el hombre puede tener un valor positivo, simbolizar la iniciación en un saber oculto —el secreto de la creación— al que el hombre es capaz de acceder como criatura privilegiada de su Dios. Un comentario medieval al Jezirah (ca. 1200) sostiene que la creación de un golem simboliza la sabiduría, la recta comprensión de los libros sagrados —en particular el propio Jezirah157—; pero esta facultad mágica no siempre es considerada moralmente positiva; cierto que, para el citado Libro de la creación, ... la sabiduría mágica es, pues, un saber puro (…) que corresponde a la naturaleza humana precisamente por ser imagen de Dios. [Pero] esta opinión, que domina totalmente los comentarios, instrucciones y leyendas objeto de nuestro estudio, debe distinguirse estrictamente de la opinión específica de la Cábala sobre la magia, tal como fundamentalmente se encuentra en el Zohar. En él aparece la magia como una facultad producida por la caída del primer Adán; una facultad que, a través de la decadencia, a través de su ligazón a la tierra, de la que procede, vincula al hombre a la muerte158.

Tampoco es fortuito, en este dominio en el que las palabras y las letras gozan de tal poder configurador, el hecho de que la palabra mágica que anima al golem, en algunos relatos grabada sobre su frente de arcilla, sea emeth, que significa «verdad», y que, cuando se borra la aleph inicial —lo que, en la mayoría de estas narraciones, acaba con la existencia del golem— quede la palabra meth, que significa «muerte»159. La discrepancia entre las opiniones del Jezirah y del Zohar sobre la magia, así como este peligroso parentesco entre verdad y aniquilación, hacen del golem una figura profundamente ambigua. Desde un punto de vista estrictamente religioso, no mágico, los riesgos inherentes al acto creador del golem fueron justamente evaluados por los talmudistas medievales: en el

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SCHOLEM, G. (1953) 247. SCHOLEM, G. (1953) 257-258. SCHOLEM, G. (1953) 255. SCHOLEM, G. (1953) 260.

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caso de quien da vida al golem, la hybris, la soberbia que viola los límites prescritos a la naturaleza humana, que puede inducir al hombre a considerarse no sólo semejante, sino igual a su creador; y, para quien contempla la obra del sabio, la posibilidad del retorno al politeísmo y la idolatría160. En suma: la creación del golem representa, en cierto sentido, un extraordinario logro intelectual, e incluso moral. Pero por otra parte arrastra consigo peligros no menos extraordinarios en el dominio del espíritu. Tal vez sea esto último lo que, esencialmente, comparten el mundo legendario del golem y la novela de Meyrink; pues el golem novelesco no es, en absoluto, un hombre de barro animado por una palabra mágica. Y tal vez esto sólo bastaría para juzgar con alguna prudencia la obra del escritor austríaco, que abandona el camino trillado para aventurarse por otro casi inexplorado. Lo que trataré de demostrar en las páginas que siguen es lo que anuncié al comienzo, a saber: que Meyrink va a mostrarnos algo que aún no era conocido, o empezaba apenas a serlo por unos pocos, pero que ya estaba presente entre sus contemporáneos en un momento de crisis espiritual e histórica. Esta presencia inadvertida, que Meyrink llamará golem basándose en la tradición judía centroeuropea, había comenzado a ser llamada «inconsciente» por los románticos un siglo antes; y la singular creación intelectual que Meyrink lleva a efecto en torno a su figura —tan diferente, como queda dicho, de la tradicional— coincide, como ya he avanzado y espero probar ahora— de forma sorprendente con lo que, años más tarde, Jung denominará «proceso de individuación», de modo que lo que podría haber sido menos que una rancia novela gótica consigue la suficiente profundidad como para ser citado por el propio Jung con el fin de ilustrar algunos aspectos concretos de su doctrina psicológica161. Y no constituye la menor sorpresa, ni el menor mérito de la novela, el hecho de poner de relieve de que este saber estaba ya crípticamente expuesto en otros textos que en ella se mencionan, la Cábala y el Tarot, y en otros que, sin ser expresamente mencionados, pueden reconocerse sin dificultad: los escritos sobre alquimia.

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SCHOLEM, G. (1953) 262-263. Fundamentalmente en JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 12, § 53.

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Singulares textos, estos a los que acabo de referirme: el primero es, fundamentalmente, un método de desciframiento de la Sagrada Escritura basado en la combinación según ciertas reglas de las veintidós consonantes que posee el alfabeto hebreo; el segundo constituye un método adivinatorio basado principalmente en las veintidós figuras —«arcanos mayores»— de una baraja de cartas. Veintidós cartas, tantas como consonantes tiene el alfabeto hebreo y que para la Cábala constituyen otros tantos «senderos en el jardín del corazón»162. Y, por fin, el gran libro de la alquimia, iniciado cuando menos en el Egipto y la Grecia antiguos y abandonado en el siglo XVIII. Textos todos ellos crípticos, a los que la novela somete a un primer desvelamiento haciéndolos encarnarse en la figura del protagonista, ese innombrado que, casi a todo lo largo del relato, recibe el nombre prestado de Athanasius Pernath, y a los que este comentario, bajo los auspicios de la psicología junguiana, intentará hacer, si cabe, más transparentes. Cábala, Tarot, novela, psicología: secuencia de un viaje que el espíritu científico no emprende sin reticencias, pero en cuyo curso pueden descubrirse paisajes apenas sospechados; los paisajes de una arquitectura troyana, en la que cada ciudadela asienta sobre otra más antigua hasta llegar a aquella que hunde sus cimientos en la tierra.

II. EL ACCESO AL INCONSCIENTE. El brevísimo, condensado primer capítulo de la narración, auténtico pórtico de acceso al mundo arcano, lleva por título: «Sueño». Extremadamente fluido, parece escaparse por entre los dedos, que quisieran atraparlo, del intelecto del lector. Fluido y condensado: como una gota de mercurio, el metal de los filósofos, aquél del que debe arrancar el opus chymicum, objeto, años más tarde, de la investigación del psicoanalista suizo163 e identificado por éste como un símbolo más del proceso de

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SATZ, M. (1989). Desde 1925 Jung tuvo sueños que le indicaban que su pesquisa sobre el inconsciente debía enriquecerse con el estudio de los textos de la alquimia desde la perspectiva analíti163

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individuación. Este mercurio de los filósofos —que no es metal, sino logos, verbo y escritura—, constituye así mismo el punto de partida de la aventura espiritual del innominado protagonista, que escribe en primera persona. Lo primero que de él sabemos es que se halla por completo sumergido en el dominio del inconsciente, no sólo por su situación —comienza a dormirse, se encuentra en un estado hipnagógico—, sino por el hecho de que sus primeras palabras sirven para poner de relieve el señorío de la luna, el astro nocturno, sobre sus operaciones intelectuales: La luz de la luna cae al pie de mi cama y se queda allí como una piedra grande, lisa y blanca. Cuando la luna llena empieza a arrugarse y su lado derecho decrece, como un rostro que entra en la vejez (...) a esa hora de la noche, se apodera de mí una inquietud sombría y angustiosa164.

La luna de la que se nos habla no es, no puede ser, simplemente, el satélite de la tierra: pues éste no se encoge a determinada hora de la noche; de modo que tampoco es una noche real esa de la que se nos habla. Más bien parece una «noche del alma» como las descritas por los místicos cristianos. Una noche de la conciencia en el seno de la cual repta hacia fuera, desde las simas del sueño, el inconsciente: la misma luna va perdiendo, paulatinamente, su lado derecho, el de la consciencia. Lanzado por este camino, a la búsqueda de sí mismo, aunque todavía no puede ni siquiera imaginárselo, el soñador siente revivir en sí todo lo que constituye el poso de sus recuerdos, hasta el extremo que le resulta difícil esclarecer su procedencia: No estoy dormido ni despierto, y, en el estado de duermevela, se mezclan en mi alma lo vivido con lo leído y lo oído, como corrientes de distinto brillo y color que confluyeran(9). Recuerda, así, haber leído antes de acostarse un fragmento de una biografía de Buda en el que se narraba una parábola: una corneja se pre-

———— ca. Sin embargo, hasta 1954 no publicó la primera obra dedicada a este asunto, Psychologie und Alchemie. WEHR, G. (1991) 242-243. 164 MEYRINK, G. [1915] (1989) 9. En adelante citado en el texto solamente con el número de página.

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cipita sobre una piedra que parece un apetitoso trozo de grasa; comprobando su equivocación, vuela hacia otra parte, como hacen los hombres cuando descubren que la vía del iluminado no conduce al placer, sino al esfuerzo del autoconocimiento. La luz de la luna sobre la cama parece una piedra; y así comienza la jornada onírica del protagonista: Y la imagen de la piedra que parece un pedazo de grasa crece monstruosamente en mi mente: camino por el lecho seco de un río y recojo guijarros lisos (...) Y quiero arrojar estos guijarros lejos de mí, pero una y otra vez se me caen de las manos, y no puedo apartarlos de mi vista. Aparecen a mi alrededor todas las piedras que han jugado un papel en mi vida. Algunas se esfuerzan desmesuradamente por surgir de la tierra a la luz —como grandes cangrejos ermitaños de color pizarra, cuando la marea se retira, como jugándose el todo por el todo para atraer mi mirada hacia ellos y decirme cosas de importancia infinita (9-10).

Trata de pasar por el tamiz de la conciencia «todas las piedras que han jugado un papel en su vida», algunas de las cuales —como señala con expresión extraordinariamente gráfica— pugnan por «surgir de la tierra a la luz» llevando consigo mensajes, aún indescifrables, pero que se intuye que poseen «importancia infinita»; a este respecto me limitaré a recordar al lector el papel simbólico, crucial, de la piedra —lapis— en la alquimia, esa «piedra que no es piedra» —lapis non lapis— cuyo significado ha estudiado Jung165 y que más adelante volveremos a encontrar. Algunas de estas piedras —nos dirá enseguida— «vuelven a caer, sin fuerza, en sus agujeros y renuncian a hablar». La búsqueda se torna progresivamente angustiosa, obsesiva, sin que el soñador encuentre la piedra que parece grasa, hasta alcanzar «una insoportable sensación de desamparo». Luego escribe: No sé lo que ha pasado después. ¿He abandonado por mi voluntad toda resistencia, o ellos, mis pensamientos, me han dominado y amor-

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165 Fundamentalmente en Psychologie und Alchemie, en los textos que componen el volumen 13 de la citada edición de obras completas, que lleva por título Studien über alchemistische Vorstellungen y en Mysterium coniunctionis.

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dazado? Sólo sé que mi cuerpo yace dormido en la cama y que mis sentidos se han separado y ya nada los une a él. De repente quiero preguntar quién es ahora «Yo»; y es entonces cuando me acuerdo de que ya no poseo órgano alguno con el que formular preguntas, y temo que esa tonta voz vuelva a despertar y comience desde el principio el eterno interrogatorio sobre la piedra y la grasa. Y así me alejo (11).

Arrastrado al dominio del sueño, del inconsciente, el narrador se siente perdido, disgregado. Desearía reencontrar la unidad de su yo, y comprueba que no puede hacerlo; al menos no por un camino cómodo. Los órganos de su cuerpo, que, en estado de vigilia, servirían al menos para formular la pregunta: «quién es Yo» se revelan, ahora, inoperantes, de modo que pregunta y respuesta habrán de venir por otro camino. Y así se aleja de su yo consciente el narrador, y nosotros con él. Pero antes de acceder a la vida prestada —prestada, ¿por quién? Pues lo que espero demostrar es que esa vida es al menos tan auténticamente suya como la que conoce— que vivirá en el sueño, me interesa señalar que, ya en las breves líneas que constituyen este pórtico, tal vez ha aparecido, aunque sin ser nombrada, una de las páginas de ese libro simbólico que es el Tarot: me refiero al arcano número XVIII, «la luna»; en él figuran dos símbolos que aparecen también en el citado capítulo: la luna, naturalmente, y el cangrejo ascendente, que pugna por salir de las aguas del inconsciente166. Además, éste no es un cangrejo cualquiera, sino un pagurus bernhardus, un cangrejo ermitaño, acerca del cual Jung escribe lo siguiente: El cangrejo ermitaño, que permanece escondido e inatacable en su concha de caracol, significa precaución, y al mismo tiempo previsión de los sucesos futuros. «Depende de la luna y se acrecienta con ésta». [Esta última frase es cita de Masenius: Speculum imaginum veritatis occultae, 1714] (...) Toma, a causa de su característico movimiento hacia atrás, el papel de un animal aciago en la superstición (...) Cáncer se denomina la imagen zodiacal en la que el sol emprende su retirada167.

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166 Existe un amplio estudio del Tarot desde la perspectiva de la psicología analítica: NICHOLS, S. (1989). En concreto, la carta a la que me refiero se estudia en las pp. 433-448. 167 JUNG, C.G. (1975-1986) Bd. 9/I, § 604.

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El soñador se aleja. Ha abandonado el nivel superficial de la claridad y de la conciencia y penetra en un submundo en el que hormiguean arcaicas formas de artrópodos. En este estrato más profundo encuentra, por primera vez un nombre que no reconoce como suyo, pero que, en adelante, le pertenecerá; y con él, las vivencias de su titular. Semiconsciente por última vez, sacudido por el nombre por el que se oye llamar en el sueño, recuerda: ¿Dónde he leído ese nombre? ¿Athanasius Pernath? Yo creo, creo que hace mucho, mucho tiempo, en alguna parte, tomé otro sombrero, por confusión, comprobando asombrado que me sentaba tan bien, teniendo, como tengo, una cabeza de forma tan especial. Y miré en el sombrero ajeno y entonces... Sí, sí, allí estaba en letras doradas la etiqueta sobre el forro blanco: ATHANASIUS PERNATH (21).

El lugar donde se ha producido el cambio es —lo sabremos casi al final del relato— «la catedral del Hradschin (...) durante la misa mayor» (269): el Hradschin, el castillo cuyos muros contemplaron las operaciones del cabalista John Dee y el alquimista Edward Kelly en busca de la proyección, de la transmutación del plomo en oro, bajo los auspicios del emperador Rodolfo II168; el centro del poder —tanto que el mismo emperador quiso, probablemente, convertirlo en centro místico del cosmos169— ante el que se alzó, precisamente, la leyenda del golem del rabí Löw, la respuesta del gueto, del reino sojuzgado. Y, en este lugar, la misa, la ceremonia religiosa que Jung interpreta, desde una perspectiva exclusivamente psicológica —exclusiva, que no excluyente de otras posibles— como un símbolo más del proceso de individuación, lo que permite establecer fecundas comparaciones de su ritual con las doctrinas gnósticas —las visiones de Zósimo, las Acta Joannis—170 y con la simbología utilizada por algunos alquimistas —Raimundo Lulio, Melchor Ci-

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168 Precisamente esta historia forma parte de otra novela de Meyrink, El ángel de la ventana del oeste, que será objeto de estudio en un capítulo posterior. 169 RIPELLINO, A.M. (1991) 101-153. 170 Estos textos fueron detenidamente estudiados por Jung, especialmente el primero de ellos: JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 13, § 85-144..

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binense, George Ripley, el desconocido autor de la Aurora consurgens—171. A esto se añade que precisamente este fragmento sobre el trueque de sombreros aparece citado por Jung en la segunda parte —«Símbolos oníricos del proceso de individuación»— de Psicología y alquimia (1943), en relación con uno de los sueños referidos por un paciente suyo. La interpretación de Jung es la siguiente: El sombrero recubre como una representación superior toda la personalidad y le participa a ésta su significación. La coronación imparte al soberano la naturaleza divina del sol; (...) un sombrero ajeno procura una naturaleza ajena. Meyrink se sirve de este motivo en El Golem, donde el héroe se pone el sombrero de Athanasius Pernath y, a causa de ello, es transferido a una vida ajena. Se ve con claridad suficiente en El Golem que es el inconsciente el que introduce al héroe en experiencias fantásticas (...) Se trata del sombrero de un Athanasius, de un inmortal, de un ser intemporal que, en calidad de tal, se ha de considerar un ser de validez general, siempre existente, que se diferencia del individuo único, por decirlo así172.

Al final del relato sabremos que, en efecto, Pernath es lo que su nombre —Athanasius— anuncia desde el comienzo: un inmortal, como dice Jung. No es casual que su profesión sea la de tallador de gemas; así, Pernath resulta ser un personaje que da forma —y forma bella— a la materia, o mejor: que revela la forma oculta en la piedra. En cuanto al tema del sombrero, destaca el hecho de que éste ajusta perfectamente en la peculiar cabeza del narrador, como si estuviese hecho para él; como si Athanasius Pernath fuese su alter ego, su Doppelgänger, figura ésta que no ha sido, ni mucho menos, inventada, ni tan siquiera descubierta por los psicólogos, sino que ya era conocida —y bien conocida— por la tradición gnóstica, que tantos puntos comparte con la Cábala y con la alquimia. Gilles Quispel, uno de los más prestigiosos analistas del gnosticis-

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171 Jung se ocupó de este tema particularmente en el cap. V. de Psychologie und Alchemie, Bd. 12, § 447-515, así como en Das Wandlungssymbol in der Messe, Bd. 11, § 296-448. La última de las obras citadas en el texto, Aurora consurgens, fue traducida e interpretada por M.L. von Franz como volumen complementario a Mysterium coniunctionis. Como tal figura en la ed. cit. de obras de Jung como volumen 14/3. 172 JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 12, § 53.

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mo —y que no por azar formó parte del círculo que Jung reunió en torno a las Eranos Tagungen— escribe al respecto: La relación con el Sí-mismo superior (höherer Selbst) era el punto central del mito trágico de Valentin. [Este Sí-mismo] es ese ángel que acompaña al hombre y, durante su vida, le regala la gnosis (...) Este ángel simboliza el Sí-mismo trascendente del hombre, el espíritu de Cristo en cada individuo173.

Esta vivencia, compartida por el cristianismo primitivo y por el judaísmo, pervive en el mundo iniciático de la Cábala, de modo que no es casual que Gustav Meyrink arrastre a su personaje —con toda seguridad un goy, un gentil— al gueto de Praga, y a una época pasada, aunque relativamente reciente, según se advierte al final de la novela. En cuanto a la traducción psicoanalítica de esta mudanza, nada resulta más ilustrativo que contemplar la topografía interna —tal vez sea más exacto decir: la arquirtectónica— de este estrato más profundo que el anterior; el soñador, convertido en Athanasius Pernath, describe así su situación: De repente me hallaba en un lóbrego patio y miraba por una puerta rojiza hacia el frente, al otro lado de una calle estrecha y sucia (12).

Comparemos esta descripción con la que Ch. Baudouin, en su exposición de la doctrina de Jung, suministra de los arquetipos que, en dicha doctrina, reciben el nombre de «acompañantes del Yo»: Persona y anima son situadas, en relación con el yo, la una como fachada, mirando hacia el exterior, la otra detrás, en los segundos planos de la intimidad; la una, valga la expresión, está en la calle, la otra, en el patio interior174.

El yo del que sueña desciende, aún sin saberlo, en busca del «sí mismo» —Selbst—, para lo que necesita, entre otras cosas, encontrar su anima, y su búsqueda comienza —¡curiosa coincidencia!— en un patio

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QUISPEL, G. (1968) 9. BAUDOIN, Ch. (1967) 89.

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interior. Desde éste lugar atisba el nuevo mundo que se abre ante él, y que se caracteriza por una singular indefinición: las figuras que se mueven en este gueto del inconsciente desvelan a medias ocultos parentescos de carácter genealógico, pero sin que nunca pueda seguirse esta genealogía hasta las capas más recientes e iluminadas: Puedo diferenciar claramente, entre los rostros judíos que veo asomar cada día en la calle Hahnpass, diferentes estirpes que no se dejan ocultar por los estrechos parentescos de cada individuo (...) Nunca es posible decir: esos dos son hermanos, o padre e hijo. Este pertenece a aquella estirpe o a aquella otra, eso es todo lo que se puede leer en los rasgos de sus facciones (13).

Sólo lo más profundo, lo arcaico, lo impersonal, lo colectivo —en el sentido que este término posee en el pensamiento de Jung— se pone de manifiesto en este sórdido lugar. Y la apariencia de orden no es sino ilusión para quien ya vive en el interior del gueto onírico: Estas estirpes mantienen entre sí una repugnancia y aborrecimiento ocultos, que rompen incluso las barreras del estrecho parentesco de sangre: pero saben ocultarlas al mundo exterior, del mismo modo que se guarda un secreto peligroso (13).

En efecto, la pesquisa onírica —inconsciente— del protagonista se halla bajo el signo del riesgo, de un peligro «interior» que permanece oculto, latente, hasta que una circunstancia especialmente violenta lo pone de manifiesto. Esta morada arcana que es el gueto —y, aún más, la casa de Athanasius— aparecerá más lejos comparada a los estratos más profundos, arcaicos, groseros del sistema nervioso central, cuya actividad, desligada morbosamente del control de los niveles más elevados, se reduce a la más pavorosa imagen del anonadamiento, aquella que espantaba al Zarathustra nietzscheano175 y que, para Freud, constituía el modelo de la neurosis176: la repetición, el movimiento circular sin objeto:

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175 Cfr. el episodio «De la visión y el enigma» (Vom Gesicht und Rätsel) de la tercera parte del Zarathustra. 176 El tema aparece tratado en su escrito de 1926 Inhibición, síntoma y angustia.

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El destino se mueve en esta casa en círculo y vuelve una y otra vez al mismo punto, pensé por un momento, y me vino a la memoria la espantosa imagen, que una vez vi, de un gato con un hemisferio cerebral herido, dando vacilantes vueltas en círculo (55).

Pero este peligro es uno con la posibilidad de alcanzar el conocimiento que necesita el que sueña para alcanzar esa metáfora de la salud, de la libertad, que es la inmortalidad simbolizada por el nombre de Athanasius; los alquimistas denominaban circumambulatio177 al movimiento inicial hacia ese objetivo que situaban fuera de sí mismos, pero que hoy sabemos que se encontraba en su interior. Peligro y salvación también forman parte de un círculo.

III. LA IRRUPCIÓN DE LA SOMBRA. El periplo del soñador por este mundo se inicia con un movimiento hacia lo más íntimo y oculto: su habitación. Y nada más comenzar su marcha hacia lo desconocido experimenta, como un atisbo de lo que advendrá, como una promesa, algo que paradójicamente es una reminiscencia: De repente, al subir las gastadas escaleras hacia mi vivienda y pensar superficialmente sobre el aspecto grasiento de los peldaños, me vino la idea de que en algún sitio he debido de leer u oír algo sobre la singular comparación entre una piedra y un pedazo de grasa (12).

En este corto trayecto encuentra a Rosina, muchacha vagamente emparentada con el maligno chamarilero Aaron Wassertrum, que tiene su tienda y su morada justo enfrente. La chica aparece caracterizada de inmediato como encarnación de una sensualidad no exenta de cierta crueldad, lo que podríamos llamar sadismo. Sorprendentemente, la presencia de la muchacha parece tranquilizar al lapidario, sobre todo cuan-

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 12, § 186.

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do, como al soñador del que procede su figura, le asalta la voz que pregunta por la piedra: ¡Sí, la cara de Rosina! Es más fuerte que la susurrante voz; y ahora que voy a volver a nacer en mi habitación de la calle Hahnpass, puedo estar totalmente tranquilo (21).

Vana esperanza, como sabe todo lector de la novela, pero extraordinariamente interesante para nosotros, que estamos obligados a preguntarnos por el significado de las manifestaciones de este onírico Athanasius Pernath. Una frase como la anterior puede orientarnos más que páginas enteras de explicaciones: aunque equivocado, el escindido protagonista del relato se siente seguro en su refugio del inconsciente, por el que deambula el fantasma de lo sexual, disponible, al que podría abandonarse si quisiera —«Rosina (...) está esperando afuera en la oscuridad, quizá deseosa de que la invite a pasar» (16)—; al menos más seguro que en esa duermevela en el seno de la cual una voz imperativa le reclama para una tarea incomprensible —la búsqueda de una piedra que parece grasa— pero que se intuye difícil y peligrosa. Por otra parte, en la frase citada aparece un aserto que da la impresión de pasar inadvertido por el mismo que lo formula: «ahora que voy a volver a nacer». Casi parece que este «Athanasius Pernath» ha comprendido el desafío. Desde nuestra privilegiada posición sabemos que, en efecto, lo que le espera en su habitación de la calle Hahnpass es un renacimiento. Sin embargo, el ulterior desarrollo del relato nos permite comprobar que el protagonista está muy lejos de saber, o si se prefiere, de ser consciente de que esto es así. En el momento en que son pensadas, esas pocas palabras producen en el lector una enorme sorpresa: ¿comete el autor un auténtico desliz, adelantando algo que sólo más tarde puede saberse, o bien lo hace con toda intención, como insinuando con un guiño que, de algún modo, el soñante sabe para qué está soñando? Creo que podemos decantarnos por la segunda de las opciones. Lo cierto es que, en cualquier caso, la apariencia de seguridad de que Pernath goza se desvanecerá muy pronto; apenas sentado a su mesa de trabajo, recibe la visita del Golem, la figura en la que se concretan, se individualizan todas esas formas de lo profundo que pueblan el gueto:

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Entonces se abrió la puerta y entró él (...) Así se comporta cuando está en su casa, pensé, y me pareció muy normal que así fuera (...) Metió la mano en el bolsillo y sacó un libro (16).

El visitante abrirá el libro por el comienzo del capítulo cuya dorada inicial debe restaurar el lapidario. Su título es: Ibbur, la preñez del alma. Se trata, evidentemente —por lo que diré de inmediato—, de un texto cabalístico, pero también del símbolo de lo que, en realidad, va a acontecer al protagonista. El término Ibbur existe ya en la literatura talmúdica, en la que tiene un significado astronómico, pues denomina la correción necesaria para equiparar el año lunar al solar añadiéndole un mes178. Pero más adelante pasará a formar parte importante del discurso cabalístico, en el cual servirá en un principio para designar el «misterio de la transmigración» bajo la fórmula sod- ha ibbur179, y, más adelante —y éste será su significado definitivo— el «misterio de la preñez»180. Ambos misterios se refieren al alma: la transmigración de la que se habla en los textos cabalísticos más tempranos es la de las almas, así como del alma es la preñez o embarazo de que se habla en los escritos ulteriores. Esta preñez es, desde luego, del alma, pero también por el alma; se trata de la entrada en el alma de un ser humano de otra alma, y esto precisamente es lo que distingue la «preñez» de cualquier otra modalidad posible de transmigración; sólo el justo puede experimentar la preñez del alma bajo la forma de Ibbur181. No se trata de la entrada de un alma peregrina en un cuerpo humano en el momento de su concepción: esto, admitido también por los cabalistas, es Gilgul. El alma, en la Cábala, es preexistente al cuerpo, albergue sólo transitorio de aquella. Pero el justo, que ha recibido su alma de sus antecesores en el momento de la concepción, puede verse sometido a la experiencia del Ibbur, en la que el alma que posee — o más exactamente, a la que su cuerpo alberga— se ve «preñada» por un alma diferente, que acentúa su propensión hacia lo bueno y lo santo182.

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SCHOLEM, G. (1962) 298, n. 19. SCHOLEM, G. (1962) 204. SCHOLEM, G. (1962) 213. SCHOLEM, G. (1962) 220. SCHOLEM, G. (1962) 220.

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Traducidas ambas ideas en términos junguianos, podría decirse que equivalen a diferentes niveles de captación del inconsciente colectivo, que estaría presente en el individuo, sumido en un espeso silencio, desde su origen —Gilgul— y que, en momentos cruciales de su existencia, podría desbordar hacia su conciencia arrastrado por el inconsciente personal, preñándola de contenidos inesperados —bajo la forma de imágenes arquetipales— y frecuentemente atemorizadores —Ibbur—. No parece casual que, en el origen del término, se encuentre lo mismo que en el inicio del proceso anímico que relata la novela de Meyrink: la transición de lo lunar a lo solar, de lo oscuro y nocturno a lo claro y luminoso. La imagen del embarazo, de la presencia de algo vivo y casi autónomo, capaz de modificar extraordinariamente las condiciones de vida de quien lo recibe en su seno, es sin duda la más perfecta posible para representar el estado en que acaba de ingresar el protagonista de la aventura. Ciertamente, a partir de este mismo momento Pernath va a verse invadido por el Golem. Al leer este capítulo experimenta una serie de visiones, y, al volver a la consciencia —si de consciencia puede hablarse en algún momento, a excepción del último capítulo de la novela— tiene la sensación de que en verdad no ha leído, sino que todas esas imágenes estaban ya en su interior; y cae en la cuenta de la ausencia del desconocido que le ha entregado el libro. Quise [advierte] recordar su apariencia, pero no lo conseguí (...) Todas las imágenes que me creaba de él se deshacían, inconsistentes (...) De repente tuve una idea extraña. Era como una inspiración a la que no puede uno oponerse. Me puse el abrigo y el sombrero, salí al pasillo y bajé la escalera. Entonces volví lentamente a mi cuarto (...) e intenté imitar al desconocido, su paso y sus gestos (...) Mi piel, mis músculos, mi cuerpo se acordaron de repente sin comunicárselo al cerebro. Hacían movimientos no intencionados, que yo no deseaba (...) Yo tenía una cara extraña, sin barba y con barbilla pronunciada, y miraba desde unos ojos rasgados (26-28).

La vivencia resulta pavorosa para ese Pernath que la describe, como lo es, aunque ya casi no lo tengamos presente, para el narrador sin nombre que sueña, que bucea en su propio inconsciente; porque ambos -esos

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dos que son el mismo— se dan cuenta de que ha entrado en escena un tercero temible, que también es uno con ellos. El último, el más profundo de los dobles: Entonces supe cómo era el desconocido, y hubiera podido sentirlo de nuevo en mí (...) Me di cuenta de que era como un negativo, una forma hueca invisible, cuyas líneas no puedo captar, en la que me tengo que introducir yo mismo si quiero ser consciente, en mi propio yo, de su figura y de su expresión (28).

Y lo más terrible es la oscura convicción de que lo que se vive es real, de que, aun perteneciendo al mundo del sueño, no se trata de algo que vaya a disiparse con el primer rayo de sol: La voz que me rodea en la oscuridad buscándome para atormentarme con la piedra grasienta ha pasado por delante sin verme. Yo sé que viene del reino del sueño. Pero lo que he vivido ha sido real, por eso no logra verme y sé que me busca en vano (29).

¿Qué es esto? Athanasius Pernath piensa que es sueño lo que vive el soñador de quien ha nacido: el Golem es verdadero, y la pregunta por la piedra «viene del reino del sueño»... La experiencia onírica ha abierto la puerta a un mundo más real, hiperreal. Prontamente familiarizado con este mundo sorprendente —inmediatamente después de la primera visita del Golem— Pernath muestra una extraordinaria lucidez a la hora de interpretar los mudos mensajes que emiten las casas de esa onírica judería de Praga: A menudo soñaba que había espiado estas casas en sus movimientos espectrales y me había enterado con angustiado asombro de que ellas eran los verdaderos amos ocultos de esta calleja, que se podían deshacer de su vida y de su sentimiento, para volver a recuperarlos; se los prestan durante el día a los habitantes que viven aquí para exigírselos de nuevo a la noche siguiente con interés usurario. Y cuando estos extraños hombres que aquí viven como espectros, como entes —no nacidos de madre— (...) cuando pasan por mi espíritu, me siento más inclinado que nunca a creer que estos sueños esconden en

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sí oscuras verdades que, al estar despierto, permanecen latentes en mi alma solamente como impresiones de cuentos coloreados (32-33).

No parece aventurado asociar esta vivencia del narrador a la idea junguiana de «inconsciente colectivo»; también la metáfora utilizada por Pernath en el segundo de éstos párrafos para referirse a la existencia de los pobladores de la calleja —«viven como espectros», aunque el término alemán que Meyrink utiliza, Schemen, puede traducirse también por «sombras»— evoca el oscuro nombre que el psicoanalista suizo dio al inconsciente personal (der Schatten, la sombra), aquél que, cuando accede a la conciencia, lleva consigo, como oscura marea, parte de esa memoria arcana que es el inconsciente colectivo y enfrenta al hombre con la disolución, con la locura183. El Golem es la sombra de Pernath, o, más exactamente, la sombra de quien sueña llamarse Pernath y vivir en el gueto de Praga. Acerca de esto las pruebas que suministra el texto son, sencillamente, abrumadoras; pero es que el propio Pernath lo reconoce, lo atisba al menos tempranamente, así como comprende la radical homogeneidad de su Golem con esos amos oscuros e informes de la Praga nocturna: Vuelve a despertarse calladamente en mí la leyenda del golem espectral, de ese hombre artificial que hace tiempo construyera a partir de los elementos, aquí en el gueto, un rabino conocedor de la Cábala, quien lo convirtió en un ser autómata y sin pensamiento, al situar tras sus dientes una mágica cifra numérica. Y del mismo modo que aquel golem se convertía en una estatua de barro en el mismo segundo en que se quitaba de su boca la sílaba misteriosa de la vida, me parece que todos estos hombres se derrumbarían sin alma en el mismo momento en que se borrara cualquier mínimo concepto, quizás un deseo secundario en alguno, tras quitar de su mente cualquier inútil costumbre, o en otro sólo la oscura espera de algo indeterminado e inconsistente (33).

Constituye un singular acierto, que no hace sino confirmar la tesis de este estudio, que Meyrink dé a su criatura rasgos asiáticos, pues, co-

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mo Jung advertirá años más tarde, la sombra suele aparecer en los sueños bajo la figura de un hombre perteneciente a una raza que se considera más próxima a la naturaleza, por así decir, un hombre «inferior» o «profundo» —un negro entre los europeos, un indio en el caso de los americanos184—, lo que, en el caso del novelista se ve acentuado en el sentido de la distancia y de la antigüedad, y también adornado con los prestigios de lo migratorio e invasor: no olvidemos que fue una raza procedente de las estepas de Asia central la que llegó, hace setecientos años, muy cerca de Viena, hasta la misma Buda, en Hungría. Por otra parte, a medida que avanzamos en la lectura descubrimos que en el gueto casi todo el mundo sabe —mejor o peor— qué significa, quién es el Golem. No sólo el sabio archivero Hillel, que guarda tan gran parentesco con el arcano número nueve del Tarot —el ermitaño185— y que informa al atribulado neófito Pernath de lo siguiente: Supón que el hombre que llegó a ti, y al que tú llamas el Golem, significa el despertar de lo muerto a través de la más interna vida espiritual (80);

también las gentes humildes de este mundo de sombras pueden entender, y aún explicar con términos menos místicos y más próximamente antropológicos, más cercanos, en suma, a los del lenguaje que utilizamos en el mundo de la luz diurna, el oculto significado de este personaje del folklore judío. Así, por ejemplo, el titiritero Zwakh: Quizás está entre nosotros hora tras hora y nosotros no lo percibimos (...) Tal vez no sea más que una obra de arte anímica, sin conciencia interna..., una obra de arte que nace de lo informe, al igual que un cristal según leyes inmutables. ¿Quién sabe? ¿No podría ser que, del mismo modo que en los días de bochorno crece la tensión eléctrica hasta hacerse insoportable y formar el rayo (...) hubiera una descarga repentina e intermitente, una explosión anímica que sacase a la luz del día

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 5, § 267. Acerca del significado de esta imagen desde una perspectiva junguiana, v. NICHOLS, S. (1989) 233-250. 185

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nuestra conciencia onírica para, al igual que en la naturaleza el rayo, crear aquí un fantasma en todas y cada una de las cosas, el símbolo de un alma de la masa...? (...) También la difunta mujer de Hillel (...) vio al Golem (...) Ella decía que estaba firmemente convencida de que no había podido ser más que su propia alma (...) ni un solo momento la abandonó la seguridad de que ese otro no podía ser más que una parte de su más íntimo ser (51-54).

¿Cómo no evocar la idea junguiana de «inconsciente colectivo» al leer esas palabras, «el alma de la masa», que intuitivamente elige el titiritero? Pues bien: en el curso de la conversación —casi sería más adecuado llamarla «tertulia»— en la que Zwakh expone su teoría, otro de los amigos de Pernath manifiesta poéticamente su sospecha de que la conciencia no es más que una tenue superficie que oculta fuerzas desconocidas: Una vez estuve mirando en una plaza, en la que no había nadie y sin que se notara el viento, puesto que me hallaba a cubierto tras una casa, cómo unos grandes trozos de papel corrían girando como locos y se perseguían unos a otros, como si se hubiesen jurado la muerte (...) Entonces creció en mí una oscura sospecha: ¿Qué pasaría si, a fin de cuentas, los seres vivos fueran algo semejante a esos trozos de papel? ¿No es posible que haya un «viento» incomprensible e invisible que nos lleve de un lado para otro y determine nuestras acciones, mientras que nosotros, en nuestra simpleza, creemos vivir bajo nuestra propia y libre voluntad? (45-46).

Y así aparece ante nosotros, descrito por el titiritero, el Golem de Meyrink, tan diferente, como advertí, del Golem «histórico». Este Golem es una entidad que se manifiesta cíclicamente, cada treinta y tres años —la edad atribuida a Jesucristo en el momento de su muerte y su resurrección— apareciendo en la única ventana, enrejada por más señas, de una habitación sin puertas: un personaje de rasgos ahasvéricos186, cuyo significado iremos descifrando.

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186 Con este calificativo pretendo asociar la figura de este golem con la del judío errante, o eterno, Ahasvero, que tendrá un papel preeminente en la siguiente novela de Meyrink, El rostro verde.

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Es precisamente en este ambiente donde surge una nueva información sobre el soñado Athanasius Pernath: ha estado loco y, mediante la hipnosis, se ha destruido su memoria, el recuerdo de un dolor espiritual que había llegado a quebrantar su salud187. El lapidario, que ha oído esta revelación mientras quienes hablan de su caso piensan que duerme empieza a comprender ... ese extraño sueño, que vuelve de tiempo en tiempo, en el que estoy en una casa en la que hay una sucesión de aposentos cerrados, inaccesibles para mí (...) Había estado loco y se había utilizado la hipnosis para cerrar la «habitación» que me unía a las otras cámaras de mi mente (...) Y si consiguiera forzar la entrada de esa «habitación» cerrada, ¿no caería en manos de los fantasmas que han estado allí desterrados? (57-58).

De nuevo le asalta la sensación de peligro. Recuerda que Zwakh acaba de contar que en una ocasión un hombre intentó descolgarse desde el tejado de la vivienda misteriosa para atisbar el interior de la habitación golémica, pero la cuerda se rompió y el desventurado pagó su audacia con la vida: ¡Sí! También en mi caso se rompería la cuerda si quería intentarlo, si quería mirar por la ventana enrejada de mi interior (57-58).

Estamos, pues, asistiendo a la entrada de un soñador sin nombre en el mundo del inconsciente, donde reconoce a una turbadora figura agazapada a la espera: la del Golem, imagen en este caso del arquetipo de la sombra. Semejante reconocimiento no equivale, evidentemente, a una apropiación, y, en este punto, el soñador podría haber despertado —como tantas veces ocurre en la vida real— angustiado y sudoroso, gritando tal vez, o simplemente sacudiendo la cabeza, como si así se desprendiese de una idea inútil y estúpida que se desvanecerá a

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187 Pero esta terapia se revela errónea. Con ello Meyrink vuelve a coincidir con lo que, casi un siglo más tarde, dirá uno de los más creativos seguidores de Jung: «pero si los complejos son centros energéticos no pueden ser ‘curados’ sin dañar la vitalidad del paciente». HILLMAN, J. (2011) 143.

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la luz de la lamparita colocada sobre la mesilla de noche. Pero Meyrink no da por conclusa su tarea con esta visita onírica al gueto que existe debajo de la consciencia, con esta fugaz visión de la sombra, que bastaría para conceder a su relato un puesto de preeminencia en la historia de la literatura occidental, pero no para dar cuenta de lo exigente de su pesquisa. Athanasius Pernath, ese hombre soñado por otro hombre para servirle de intermediario entre su yo consciente y su sí mismo, no podrá liberarse tan simplemente de su incómodo visitante. Para que Pernath no tenga más remedio que enfrentarse a su sombra, será ésta quien, despierta de su silencioso sueño, se apodere primero de él. Y sólo una lucha titánica —como la de Jacob con el ángel— le permitirá convertirse, a la vez, en señorde ella y de sí mismo, ganando así el derecho a un nombre nuevo. Ya vimos de qué modo el protagonista se identifica con el Golem después de su primera visita, aquella en que le hace entrega del libro que debe ser restaurado. Esta identificación se verá reiterada dos veces en el curso de la noche en que sus amigos disertan del modo descrito. Primero, casi a modo de advertencia: el pintor Vrieslander talla un muñeco mientras Zwakh refiere la historia del Golem y Athanasius, desde su sopor, sigue con la mirada las maniobras de su amigo. Una vez terminada la talla, el lapidario reconoce, asustado, «la cara amarilla del desconocido que me había traído el libro», e inmediatamente advierte: Se había convertido en mí mismo y sobre el regazo de Zwakh miraba, acechante, en torno a sí. Mis ojos se paseaban por la habitación y una mano extraña movía mi cráneo (60).

Zwakh identifica el rostro tallado con el del Golem, y su inconsciente autor, negando esta semejanza, responde al desafío que Pernath se verá obligado a aceptar con una reacción apotropaica188: arroja la insi-

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188 Este término, que quizá sea desconocido para quien no esté familiarizado con el pensamiento antiguo sobre la magia, designa las actitudes u objetos que, supuestamente, desvían o rechazan las influencias maléficas. A juicio de Jung, semejantes actitudes se dan con frecuencia en la interpretación de la patología psíquica; así, por ejemplo, cuando el

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nuante cabeza de madera por la ventana. Pero como queda dicho, el protagonista ya no está en condiciones de huir tan fácilmente, pues la identificación con el Golem se ha producido de nuevo, acompañada esta vez de la sensación de estar poseído por él. El asalto definitivo de la sombra se producirá cuando sus amigos intenten, precisamente, conducirle a una salida apotropaica; cuando, para «animarle un poco», decidan llevarle a uncabaret. En medio del ambiente de disipación, el recuerdo de la cabeza tallada, asociado ahora a un asesinato a causa del cual la policía acude al establecimiento, desencadena la más violenta agresión que por parte del Golem sufre Pernath: Quiero gritar y no puedo. Dentro de mi boca dedos fríos retuercen mi lengua hacia dentro, contra los dientes, de forma que llena toda la cavidad como una bola y no puedo pronunciar una sola palabra. No puedo ver esos dedos, sé que son invisibles y sin embargo los siento como algo corpóreo. En mi conciencia está muy claro: pertenecen a la mano espectral que me entregó el libro Ibbur en mi habitación de la calle Hahnpass (75-76).

El enfrentamiento con la sombra presenta estos riesgos: el inconsciente personal, afirma Jung, al ser atraído a la consciencia arrastra consigo imágenes del inconsciente colectivo; ya hemos visto de qué modo los contertulios de Pernath asocian ambos niveles, individual y colectivo, a la figura del Golem. Y esas imágenes arcaicas y escasamente humanas pueden, como queda dicho, colocar al hombre al borde de la locura. Desde luego, el precario equilibrio de Pernath se ha quebrado; en demanda de ayuda se le conduce a la habitación de Hillel, cuyo nombre coincide —sin duda no por casualidad— con el de un rabino de la era precristiana (ca. 50 a.C.) apodado «el sabio»189.

———— médico dice a una paciente histérica: «usted imagina que sufre», como si de ese modo se conjurase, en nombre de la razón y la voluntad, el peligro en que esa persona se encuentra. Cfr. JUNG, C.G. (1971-1983) Bd 8, § 204, § 205. 189 En la actualidad se le considera el fundador del llamado «judaísmo clásico», del que se dice que «requiere más que justicia: requiere jesed, actos de lealtad, merced, interés, un espíritu de renunciamiento y de conciliación (...) El judaísmo clásico se desarrolló en

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Este personaje será, de inmediato y en adelante, el psicagogo de Athanasius Pernath, el guía de su alma a través de los peligros de la pesquisa en el inconsciente personal y colectivo. Para cumplir esta misión comienza por situar al neófito en el dominio en el que habrá de librar su combate espiritual: Cuando los hombres se levantan del lecho se imaginan que han alejado el sueño de sí y no saben que son víctimas de sus sentidos, convirtiéndose en presa de un nuevo sueño mucho más profundo que aquél del que acaban de salir. Sólo existe una única forma de vigilia y es a la que tú te acercas ahora (...) Tú sigues un camino y lo has tomado, además, por tu libre voluntad, aunque quizá ya lo hayas olvidado: tú has sido llamado por tí mismo. No te aflijas: poco a poco, cuando llega el conocimiento, llega también el recuerdo. Conocimiento y recuerdo son la misma cosa (80-81).

En estas frases del archivero aparece compendiado el plan del trabajo que aguarda al protagonista; un trabajo que, poco más lejos, será comparado por éste al castigo de Atlas —«llevar la cúpula del cielo sobre la cabeza» (84);— no debemos olvidar que este castigo, impuesto por haber pretendido alzarse hasta lo divino, constituye, por otra parte, desde ese momento, su rasgo de identidad más característico, lo que le singulariza, de modo que, sobre todo para un occidental del siglo veinte, su figura puede resultar —como la de Sísifo empujando sin cesar hacia arriba la piedra en la versión de Camus— una representación del hombre en dura, pero querida búsqueda de la emancipación. Conviene, así mismo, recordar que Hércules sostuvo por algún tiempo sobre su cerviz la cúpula de Atlas, y Hércules, esforzado autor de doce trabajos míticos, es también un personaje emblemático de la alquimia190. Y por último, a la vista de la evocación de lo divino, o de los dioses, que la figura de Atlas ha suscitado, es necesario tener en cuenta lo ya dicho acerca de la

———— oposición al poder político, al militarismo y al deterioro del sacerdocio oficial». GLATZER, N.N. (1972) 102. 190 Cfr. JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 12, § 119, § 457, § 469.

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noción de «Dios» y de «los dioses» del propio Meyrink a la que me referí en el primer capítulo. Esta esforzada tarea que ha caído, por así decir, sobre Athanasius implica, en primer lugar, el conocimiento de que existe una forma superior de vigilia, que no renuncia a la mitad onírica de la actividad de nuestro espíritu; y luego, que la decisión de vivir considerando esta otra mitad, la oscura, la oculta, la tan a menudo negada, procede de uno mismo, aunque uno mismo no sea consciente de ello. Por fin, en la última frase, que aparece subrayada en el texto y que está construida como un aforismo, corolario del razonamiento anterior, se identifica ese modo de conocimiento que consiste en la apropiación de sí mismo con el recuerdo, lo que nos hace pensar en la anámnesis platónica, pero también en esa otra anámnesis con la que comienza toda historia clínica. Pernath se sabe amputado de sus recuerdos, origen de ese sufrimiento suyo etiquetado por los otros como enfermedad, locura; pero también la ausencia de estos recuerdos, la privación de aquello que, un día, fue sentido como enfermedad, es enfermedad. Uno de los más cualificados y creativos sucesores de Jung, James Hillman, ha enfatizado la necesidad de la patología, del sufrimiento, para descubrir y «construir» o «hacer» alma191. La enfermedad, según él —y también según Jung— tiene su papel en la búsqueda de la salud espiritual. Lo que acecha en el inconsciente reclama sus derechos, y ya ha empezado a hacerlo con la ferocidad que atribuimos a lo subhumano. Pero, en este momento al menos, consolado por la palabra de Hillel, Pernath consigue distinguir el lado positivo de eso mismo que, desde otra perspectiva, es amenaza: ¿De dónde vienen [se pregunta] (...) los conocimientos gracias a los que puedes ganarte la vida? ¿Quién te ha enseñado a tallar las gemas, a grabar y todo lo demás? ¿Leer, escribir, hablar... y comer... y caminar, respirar, pensar y sentir?» (...) Una cosa había ganado para siempre: el conocimiento de que la sucesión de acontecimientos en la vida es un callejón sin salida, por muy ancho y fácil de caminar que parezca. Son las escaleras estrechas y ocultas las que nos llevan a la patria perdida: es lo

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que está grabado en nuestro cuerpo con letra muy fina, apenas visible, y no la horrible cicatriz que deja la escofina de la vida exterior, lo que esconde la solución de los últimos enigmas (83-84).

IV. EL ENCUENTRO CON EL ANIMA. El protagonista tendrá que recorrer estas escaleras. Lo hará impulsado por lo que sucede a algunos personajes del mundo onírico del que él mismo forma parte; personajes que guardan con él una relación estrecha, profunda, que no son meros comparsas como, en buena medida, ocurre con Zwakh, Vrieslander y Prokop, sino que pertenecen de manera mucho más radical a ese fondo sobre el que reposa precariamente su personalidad, como el Golem mismo. Si pretendo ser fiel al hilo conductor que viene siendo la teoría junguiana sobre el inconsciente, habré de advertir al lector que uno de estos personajes destaca sobre los demás: Mirjam, la hija del archivero Hillel; y que, a mi parecer, simboliza —al menos parcialmente— lo que el médico suizo denominará anima192. Pero temo que resultaría harto esquemático ocuparme de la compañera destinada a Athanasius Pernath para la eternidad sin explicar antes de qué modo se incardina su figura entre esas otras que obligan a actuar en determinado sentido al lapidario. Sobre todo, porque no es la única figura femenina del relato, ni tampoco la que más directamente le conducirá a esos territorios inexplorados. Hemos dejado a Athanasius ante la promesa, o la amenaza de unas escaleras estrechas que descienden a lo más profundo. En la novela, estas escaleras parten del estudio vecino a su propia habitación, que su amigo Zwakh ha alquilado a una pareja de enamorados: Angelina y el doctor Savioli. A mi modo de ver, el varón carece por completo de interés desde nuestra perspectiva; todo lo más sirve para suministrar un mo-

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192 «Anima y animus. Personificaciones de una naturaleza femenina en el inconsciente del hombre y de una naturaleza masculina en el inconsciente de la mujer». JAFFE, A. «Glossar» en JUNG, C.G.(1982) 408-409. Estos conceptos constituyen una de las más singulares aportaciones de Jung al estudio del inconsciente, y aparecen por doquier en su obra de madurez. Véase sobre todo Bd. 9/ II, § 20-42.

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tivo a la malevolencia del personaje que representa el principio maligno, destructivo, el cambalachero Aaron Wassertrum, que le odia por ser el causante próximo de la muerte de su hijo, médico sin escrúpulos desenmascarado públicamente por Savioli. Muy diferente es el caso de la mujer. Angelina forma parte de una tríada de personajes femeninos —de figuras femeninas en el inconsciente del soñador— caracterizados por un grado creciente de espiritualidad: nula en el ya citado caso de Rosina —no en vano está emparentada con Wassertrum—, máxima en el de Mirjam. Pero su importancia radica en el hecho de que, dentro de la peripecia onírica que constituye la novela, Angelina es la causa de la pasada locura de Pernath, el objeto de un amor irrealizable que la hipnosis ha borrado de la memoria de quien ahora bucea en busca de su pasado. Por su causa se internará el protagonista en los subterráneos del gueto —subterráneos en segundo grado, si así puede decirse— y descubrirá lo que más adelante será objeto de nuestra compartida reflexión. Sin embargo, del mismo modo que pospuse la aproximación a Mirjam, así propongo ahora al lector que aguarde un poco antes de que nos ocupemos de Angelina, pues pienso que la perspectiva que hemos adoptado, que no es otra que la que toma como punto de fuga a Athanasius Pernath, aconseja que sigamos esa gradación de espiritualidad creciente que acabo de señalar. Volvamos, pues, a Rosina, acerca de la cual algo quedó dicho páginas atrás. El viejo Zwakh, que parece la memoria colectiva del gueto, informa a sus amigos y a los lectores de la narración en el curso de esa misma conversación en la que cuenta su versión de la historia del Golem: Rosina la pelirroja es otra de esas de las que no es fácil liberarse y que aparece continuamente por todos los rincones y esquinas (...) Primero la abuela, después la madre... ¡y siempre la misma cara, ni un rasgo distinto! El mismo nombre, Rosina..., es siempre como una resurrección de la anterior (54).

Refiere al respecto una vieja historia que Athanasius verá actualizarse ante sus ojos casi al final de la novela:

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Había por aquel entonces un hombre medio tonto que iba por las noches de taberna en taberna y que, por un par de monedas, hacía una silueta de los clientes recortándola en papel negro. Cuando se emborrachaba se ponía indeciblemente triste y, entre lágrimas y sollozos, recortaba sin interrupción siempre el mismo marcado perfil de una muchacha hasta que se le acababa el papel. Por lo que se podía deducir de ciertos relatos que yo he olvidado hace mucho, amó, siendo todavía un niño, a una tal Rosina, probablemente la abuela de la actual, tan profundamente que por ello perdió la razón (54-55).

Cuando Pernath, al final del relato, busque a Hillel y a Mirjam encontrará al embrutecido Jaromir, uno de sus vecinos de la Hahnpassgasse, en un café, recortando la silueta de Rosina. Tal vez también esta metáfora —la de las siluetas recortadas en papel negro— hace referencia a la pertenencia de estos personajes al dominio de la Sombra, como igualmente ese carácter repetitivo de la figura de Rosina —abuela, madre, hija, y así... ¿hasta cuando? — que hace que Zwakh la recuerde al hablar del Golem. Rosina parece, pues, una figura salida del inconsciente colectivo, un arquetipo193, mientras que Angelina, sin dejar de serlo también, «pertenece» mucho más particularmente al individuo llamado Athanasius Pernath; es, como se ha visto, una parte de su pasado, la mujer de la que un día se enamoró. Ahora la encuentra en brazos de otro hombre mientras que él, sin saberlo todavía, está enamorándose de Mirjam. Si echara mano de una baraja de tarot como la que sabemos que tiene, o como la que encontrará al final de las escaleras que tendrá que descender, probablemente se sentiría retratado en el arcano número VI, L'amoureux —El enamorado—, indeciso entre dos mujeres que representan diferentes

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193 Aniela Jaffé no llega, en este caso, a dar una definición sencilla en el mencionado glosario de términos junguianos y prefiere citar a su maestro: «El concepto de arquetipo (...) se deriva de la observación repetida varias veces de que por ejemplo los mitos y los cuentos de la literatura universal contienen siempre en todas partes ciertos motivos. Estos mismos motivos los hallamos en las fantasías, sueños, delirios e imaginaciones de los indivisuos actuales. Estas imagenes y conexiones típicas se designan como representaciones arquetípicas» (JUNG, C.G. (1958) «Das Gewissen in psychologischer Sicht», en: Das Gewissen. Estudios del Instituto Jung de Zurich, p. 199 y ss.) JUNG, C.G. (1982) 410.

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contenidos del inconsciente194. Angelina es un amor frustrado; pero tal vez en esa frustración causante de una enfermedad del espíritu se revela una sabiduría que vela por la única salud que merece la pena195. Athanasius ha sufrido tanto por no poder unirse a Angelina —intuimos que por razones de clase— que ha enloquecido, de modo que su precaria curación implica el borramiento de su memoria. A cambio, Angelina ha superado el conflicto, se ha desposado con otro hombre a quien ha dado una hija y, además, tiene un amante. Pernath sigue enamorado en cierto modo de ella, y ella le utiliza para protegerse de Wassertrum; cuando ya no tiene nada que temer parece entregársele de modo juguetón e intranscendente, haciendo gala de una ingenua, pero también vacía sensualidad, y Pernath termina ese día en un burdel con Rosina. A la mañana siguiente decide ahorcarse, decisión que no podrá llevar a efecto al ser detenido por la policía acusado de un asesinato196. Todo esto, que el lector de la novela conoce tan bien como yo, es lo que me lleva a afirmar que la frustración sufrida otrora por Athanasius será, para él, incomparablemente más valiosa de lo que hubiera sido la consumación de su anhelo. Si volvemos la mirada, una vez más, a los escritos religiosos de Israel encontraremos una clave que puede ser de

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NICHOLS, S. (1989)185-197, en particular 187. De nuevo he de acudir a James Hillman, para quien la enfermedad psíquica — el sufrimiento del alma- no es algo que deba negarse sin más, «curarse», como se hace con las enfermedades del cuerpo, sino más bien algo que debe aprovecharse, usarse de manera creativa, pues el sufrimiento representa una de las formas de vida del alma y, en consecuencia, puede ser indispensable en la tarea que este autor denominó «soul making». Un alma inerte, que no sufre, está de algún modo muerta o subdesarrollada. Puede rastrearse esta tesis a lo largo de toda su obra. 196 Sin embargo la relación con el anima no debe tener nada de idealista, en el más tópico sentido del término. Cuando, como explicaré más adelante, Athanasius se encuentre con su «doble», el Habal garim, éste se le aparecerá una noche en la que se debate entre el deseo hacia Angelina, Mirjam y también Rosina, y cuando pida a esa nueva figura que le traiga a Angelina, el Habal garim se convertirá primero en la letra Aleph y luego en la mujer gigantesca que formaba parte de sus visiones cuando el Golem le entregó el libro (pp. 169-170); como si quisiera darle a entender que lo esencial es «lo femenino» en el más amplio sentido del término, y que no puede «elegirse» sin más (Angelina) o despreciar lo que parece inferior (Rosina). 195

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utilidad para comprender el papel de Angelina en el proceso de individuación del protagonista, como de punto intermedio entre lo más informe, lo representado por Rosina, y lo más espiritual, simbolizado por Mirjam. Hay un objeto que despierta en la memoria del amnésico reminiscencias que le llevarán a reconquistar su pasado: un corazón de coral rojo que, en aquel tiempo perdido, Angelina llevaba colgado del cuello. En varias ocasiones recuerda Athanasius un poema de un artista de Praga: ¿Donde está el corazón de piedra roja? Colgaba de una cinta de seda y brillaba en el rojo amanecer (96).

También el profeta Ezequiel habla de un corazón de piedra, y lo hace en los siguientes términos: Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos, y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne197.

Aunque él mismo no lo sepa, Pernath está ya en la lid por este otro corazón. Y es Mirjam quien lo posee. Mirjam es la compañera que está reservada a Athanasius para la eternidad, la que será inmortal con él, la que le hará inmortal. No es, ella sola —así pienso yo al menos— el anima; pero sí representa, a mi entender, su parte más noble, aquella que ha de ser conquistada por quien desea llegar a ser uno-mismo. Sin dejar de apropiarse lo que de Rosina y de Angelina tiene su anima, Pernath logrará salvarse por llegar hasta Mirjam. Y para alcanzar ese objetivo tendrá que cerrarse otros caminos. En la relación del lapidario con esta última Angelina —la amante de Savioli y potencial víctima de Wassertrum— el puente de piedra que cruza el Moldava desempeña un importante papel. Angelina ha ocultado en el gueto su amor adúltero, y allí ha encontrado casualmente a Athanasius; pero cuando desea hablar con él para pedirle

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Ezequiel, 11.19.

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ayuda le cita en su terreno, al otro lado del río, en la catedral del Hradschin; precisamente en el lugar donde el soñador de esta historia, aún despierto, cambió inadvertidamente su sombrero. Y también cuando, más tarde, decida pasar con él una tarde de amor. El mundo de Angelina está separado del gueto por un río, y unido a él por un puente de piedra. Athanasius, ahora, pertenece a la judería, pero atraído por su pasado cruza al menos en esas dos ocasiones el río, la primera de ellas sobre este puente. Lo que atrae su atención en ese momento no carece de interés: Caminé hasta el puente de piedra adornado por varias estatuas de santos además de la de Juan de Nepomuk. Debajo, el río formaba nubes de espuma, lleno de odio contra los pilares. Medio en sueños, mi mirada cayó sobre la hueca roca arenisca de Santa Luitgarda con sus «tormentos de los condenados» (88).

Nadie que haya viajado por Europa central se sorprenderá por el hecho de que un puente sobre un río esté adornado, o puesto bajo la advocación de San Juan Nepomuceno, quien murió ahogado precisamente en el Moldava mártir del secreto de confesión. Pero su figura, en este fragmento del relato, está resaltada por otras figuras de culpa y castigo, de pecado y tormento. Además, no podemos olvidar que el asunto que Juan de Nepomuk debió mantener en secreto, aun a costa de su vida, fue el presunto adulterio de la esposa del Emperador Wenceslao IV, de modo que su parentesco espiritual con el lapidario resulta notable, como lo es el existente entre los motivos de esta escultórica sacra descrita por el protagonista y los que constituyen nuestro tema de reflexión. Se menciona a «Santa Luitgarda» y «los tormentos de los condenados», lo cual produce cierta perplejidad al lector que haya podido contemplar las esculturas del Puente de Carlos, pues Meyrink parece mezclar en una dos tallas diferentes. La «roca horadada en cuyo seno gritan hombres encadenados no tiene nada que ver con la de Santa Luitgarda, representada en éxtasis —en una actitud que podría sugerir alguna connotación erótica— a los pies de un crucificado que

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tiende hacia ella una mano desclavada. Esta última imagen guarda sin duda una estrecha relación simbólica con el trance que viven Athanasius y Angelina, y en cuanto a ese presunto «error» en que Meyrink, mucho más praguense que austríaco, parece incurrir, quizá pretenda mostrar gráficamente la situación de confusión en que Pernath, víctima de las tensiones entre deseo erótico y culpa, se encuentra. A esto se añade que, por debajo de la obra de los hombres, esa obra que no sólo es racional y práctica, sino además bella, adornada como está con esas tallas que sólo tienen una finalidad estética y religiosa —esto es, cultural en el grado más elevado— discurre una fuerza de la naturaleza no exenta de malevolencia hacia ella. Más adelante, cuando Pernath se vea sometido a una prueba definitiva por las potencias de lo más profundo —el episodio de los granos, del que me ocuparé en detalle en su momento— el puente se hundirá arrastrado por el deshielo del Moldava. Podrá cruzarse el río por otros lugares; podrá, como piensa Athanasius, reconstruirse el antiguo puente; pero en lo que a la existencia toda del protagonista atañe, no cabe duda alguna: «Ya no sería el viejo, misterioso puente de piedra» (158). El puente que unía el pasado, reconocido ya, y la vida más superficial con lo más profundo, con el gueto, se ha roto, de modo que no cabe ya el viaje de ida y vuelta —ahora aquí, ahora allá— con el intermedio de confesión, penitencia y esperanza escatológica representado por las estatuas. Otra habrá de ser, en adelante, la relación entre las dos orillas. Llegamos, así, hasta Mirjam; es decir, hasta la Mirjam de Athanasius Pernath, pues, con su ejemplo a la vista, no parece tan fácil acceder a la Mirjam de cada uno. Atraído por ella, el lapidario acude a su habitación con el pretexto de tallar su efigie sobre una gema, pretexto nada fútil si volvemos la mirada a una de las pautas interpretativas que estamos utilizando: la simbología alquímica presente en la obra. De nuevo encontramos el motivo de la lapis en ésta que Pernath desea cincelar. De ella sabemos algunas cosas: se trata de un fragmento de hornablenda, mineral volcánico —esto es, procedente de las profundidades de la tierra—, dotado de reflejos azulados —siendo el azul el color «positivo» en la simbólica del inconsciente—; y Pernath

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le da el nombre de Mondstein, «piedra lunar» (125). No podemos más que compartir su satisfacción: Había sido una agradable coincidencia el que encontrara entre mi colección de minerales algo tan adecuado (125).

Esta adecuación reposa así mismo en correspondencias aún oscuras para el protagonista. Asegura haber pensado en esa piedra para representar la figura de Osiris, la deidad de la renovación, del renacimiento, cuya presencia se hace patente en distintos lugares de la novela; pero, como ya ocurriera a Vrieslander con la cabeza de la marioneta, la obra de arte surge como producto inesperado del inconsciente: Poco a poco descubrí, en los primeros cortes, tal parecido con la hija de Schemajah Hillel que todo mi plan se vino abajo (125).

Cuando Athanasius entra en la habitación de Mirjam apenas sabe nada de ella, y sin duda no puede imaginar que va a verse introducido en un mundo espiritual desconocido y apasionante. Desde el principio manifiesta un deseo de proteger a la joven que ésta no logra comprender; le parece triste que viva en el gueto, que pase el tiempo en su casa, sin apenas salir a la calle, que deje pasar de este modo su juventud. A cada una de estas preocupaciones de Pernath la muchacha responde con perplejidad no fingida, hasta que, sencillamente, explica su secreto: Los árboles son verdes y el cielo azul, pero todo esto me lo puedo imaginar aún mucho más bello cuando cierro los ojos ¿He de estar para verlos sentada en un prado? Y esas pequeñas necesidades, y... y... y el hambre... Todo eso está mil veces superado por la esperanza y la espera (...) La espera de un milagro. ¿No sabe usted lo que es esto? Entonces es usted un hombre muy, muy pobre (145).

De la mano de Mirjam, Athanasius empieza a enriquecerse con un saber cuya existencia ignoraba. La muchacha va a mostrarle un sentimiento religioso original, puro, distante —hasta ser casi lo contrario— del formalismo de las religiones positivas. Lo religioso en estado de vivencia, restaurado su prístino sentido de ligazón, de víncu-

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lo con lo sagrado, es lo que vibra en las palabras de la joven. Hasta ese momento, Pernath ha sabido tan poco de esto como aquellas amigas que, paulatinamente, fueron abandonando a Mirjam porque no eran capaces de comprenderla: Cuando quería explicarles que lo importante, lo esencial para mí en la Biblia y en las otras escrituras sagradas era el milagro y sólo el milagro, y no los preceptos de ética y moral (...) sólo sabían responderme con lugares comunes, pues temían confesarme que lo único que creían de las escrituras religiosas podía estar exactamente igual en los libros de leyes civiles. Sólo oír la palabra «milagro» les resultaba incómodo. Decían que se les abría la tierra debajo de los pies. ¡Como si pudiera haber algo mejor que perder la tierra debajo de los pies! (145-146).

¿No es ésta, por otra parte, la vivencia que está experimentando éste a quien, a falta de un nombre mejor, llamamos Athanasius Pernath? ¿Y no remite, de nuevo, esta similitud a los estudios de Jung? En tal medida era necesaria, inexcusable la presencia de Mirjam en la obra, pues necesaria e inexcusable es su presencia en esta otra Obra —utilizo la mayúscula con la misma intención que los antiguos alquimistas— emprendida, casi contra su voluntad, por el soñador del primer capítulo; ese Opus chymicum que ha de culminar con el esclarecimiento de la entidad de esa lapis que parece grasa198. De momento, el llamado Pernath no está maduro para el milagro, de modo que, aunque movido por la buena voluntad, o aún más: por el amor aún no reconocido que siente por Mirjam, va a cometer un error que, aparentemente, no tendrá consecuencias, pero que, en la perspectiva desde la que estamos considerando la fe de Mirjam en el milagro, casi debe juzgarse como un sacrilegio; en cualquier caso, constituye un atentado contra la pu-

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198 Los alquimistas sabían -aunque sin comprenderlo- que para la realización de la obra necesitaban de una soror mystica o «hermana mística», una figura femenina con la que pudiese alcanzarse una compenetración extrema, lo que, a juicio de Jung, no era sino una intuición del papel que corresponde al anima en el proceso de individuación. Cfr. JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 12, § 92; Bd. 14/ I, § 156, § 175.

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reza del proceso de autoconocimiento y autoapropiación sufrido por el protagonista. Esta torpeza consiste en la simulación de una serie de milagros, que no son sino otros tantos donativos, por no decir limosnas, innecesarios para quien los recibe, pues su riqueza no pertenece al mundo de la materia. Aquello que resulta valioso para el anima escapa a toda elaboración racional: Incluso si alguien resucitara o curase a los enfermos imponiéndoles las manos, yo no lo podría llamar milagro (...) Es el don lo que yo ansío; lo que yo pueda conseguir me es indiferente y tiene para mí tan poco valor como el polvo (172-173).

Lo que Mirjam llama «milagro» parece, a primera vista, algo por completo ajeno a la previsión, a la voluntad, incluso a la persona, o a esa complejísima unidad psicofísica dentro de la cual hasta el término «persona» designa algo parcial, concreto y limitado. Tal vez podamos comprender mejor de qué está hablando la hija de Hillel si comparamos su frase con este otro texto: Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviera amor soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviese el don de profecía y conociese todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviese tanta fe que trasladase las montañas, si no tuviera amor nada soy.

Este texto bien conocido, procedente de la Epístola de San Pablo a los corintios, nos remite de nuevo al dominio religioso que nunca hemos abandonado, pero también al del amor, al territorio de Psykhé199; y además arroja la necesaria luz sobre el críptico parlamento de Mirjam. Ella misma es símbolo de una de esas partes entre sí desconocidas que

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199 Cfr. HILLMAN, J. (1999 a) 64: «¿Acaso no se distinguía por su belleza la Psique del cuento [El asno de oro] de Apuleyo? ¿Y acaso no es Afrodita, la Hermosa, el alma del universo (psyché tou kosmou o anima mundi) que produce el mundo perceptible —según Plotino (III, 5.4)— y también el alma de cada uno de nosotros?».

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constituyen la totalidad a cuya búsqueda se ha entregado el protagonista, y no debe extrañarnos que reconozca la existencia de un principio diferente de ella misma que opera dentro de este microcosmos: Suponga (...) que alguien, digamos un habitante de otro mundo, me enseña y me muestra en una imagen de mí misma, con sus continuas transformaciones, no sólo lo alejada que estoy de la madurez mágica para poder vivir un «milagro», sino que me da la explicación lógica de las cuestiones que me preocupan durante el día (...) Un ser así (...) es para mí el puente que me une con el más allá, es la escala de Jacob por la que puedo ascender desde la oscuridad de lo cotidiano a la luz, es mi guía, mi amigo; toda la confianza en que no podré perderme en los oscuros caminos que recorre mi alma por la locura y la confusión la tengo puesta en él (173).

Este fragmento es extraordinariamente interesante, pues, a mi juicio, muestra bien a las claras lo que representa para el varón su anima: quien aquí habla, por boca de Mirjam, no me parece una mujer, sino, a lo sumo, lo femenino en el hombre: ¿de dónde, si no, la repentina contradicción entre ese afán por el don, por el milagro, y esa inquietud que se calma mediante esa desconocida voz razonable, paternal, clara y viril? El alma de Mirjam —si vale lo dicho hasta ahora, el alma del anima, curiosa reduplicación— recorre a diario «oscuros caminos por la locura y la confusión» y es ese alguien razonable y masculino quien conduce «hacia la luz»200. ¡Pero si esta Mirjam incluso llega a considerar «la mayor alegría» caer en una amnesia como la que padece el lapidario! No es extraño: es parte de él, y precisamente —como queda dicho— esa parte que se ve obligado a reconquistar. Pero esa reconquista pasa por la Escala de Jacob, poderosa protofigura antropológica que une el reino de abajo, el de las tinieblas, con el de arriba, el de la luz. Por otra parte, no es la primera vez que se habla de escaleras en

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200 Solamente si Mirjam fuese una mujer de carne y hueso, y no una figura del sueño, podríamos pensar que una vez más Meyrink se adelanta a Jung al describir la figura arquetipal de animus, correlato del anima en la psique femenina.

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esta novela, y recordemos que Athanasius tendrá que recorrerlas en primer lugar en sentido descendente.

V. EL DESCENSO A LOS INFIERNOS. Athanasius bajará estas escaleras impulsado por el principio maligno, destructivo, representado en la novela por Aaron Wassertrum, el chamarilero a quien Pernath compara al inicio del relato con «una araña humana, que siente el más ligero roce en su tela» (14). No parece casual que, inmediatamente después de establecer esta comparación, se pregunte: «¿De qué vivirá?». La respuesta insinuada, comprobada luego, es: de las vidas, y, sobre todo, de la aniquilación de la felicidad ajena. Pues bien: es por proteger a la mujer que ha desempeñado un papel fundamental en su pasado, Angelina, de las asechanzas de Wassertrum por lo que el lapidario se ve impelido a descender por las «escaleras estrechas y empinadas»201 que parten del estudio vecino a su habitación. Tras recorrer oscuros laberintos, desemboca en una habitación iluminada por la luz de la luna, sin otra entrada que la trampilla del suelo, en forma de estrella de seis puntas, por la que él mismo ha accedido al reducto. Una única ventana enrejada deja ver los tejados fronteros. En el suelo, un hato de ropa vieja que oculta un juego de tarots. De momento, a Pernath le parece grotesca la mera existencia de la baraja de cartas en ese calabozo. Ello es sin duda porque piensa en las cartas como elementos de un juego, que necesita al menos dos personas, preferiblemente ociosas, dispuestas a pasar el tiempo con un entretenimiento banal. Pero no es ésta la finalidad de tales cartas en dichos momento y lugar: se trata de cartas para un hombre solo, y por cierto que nada ocioso. El frío obliga al protagonista a cubrirse, venciendo su repugnancia, con las viejas ropas que

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201 El entrecomillado remite a la cita con la que cerré el apartado precedente, pues es en este punto de la narración donde adquiere plena actualidad por cuanto el protagonista realiza físicamente el descenso simbólico.

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acaba de encontrar. Entre tanto, una carta de la baraja atrae obsesivamente su atención: el Loco. Parecía, por lo que podía reconocer desde aquella distancia, pintada torpemente por un niño con acuarelas, y representaba la letra hebrea aleph, en la forma de un hombre vestido a la antigua usanza de los francos, con la entrecana perilla recortada, levantando el brazo izquierdo y señalando hacia abajo con el otro (109).

Incluso cree encontrar una gran semejanza entre el rostro dibujado y el suyo. Luego sabremos —cuando él lo recuerde— que fue él, el que ahora se llama Athanasius Pernath, quien pintó en la infancia aquella baraja, preparando sin saberlo el encuentro, como si ese sí-mismo que está obligado a buscar se hubiese anunciado ya en la niñez; como si la tarea fundamental de una vida, exactamente igual que aquellas capacidades innatas que hemos visto reconocía no ha mucho, se encontrase grabada con fino buril en un lugar oculto de su ser, esperando tan sólo la llegada de un rayo de luz para manifestarse. Poco a poco la carta va creciendo y tomando forma, hasta convertirse en el doble exacto de Athanasius. La vivencia de desestructuración del yo iniciada al comenzar el sueño alcanza así su acmé: Así nos estuvimos mirando a los ojos: uno el horrible reflejo del otro (...) Lo retuve (...) Paso a paso he luchado con él por mi vida, por la vida que es mía, porque ya no me pertenece (110).

«La vida que es mía, porque ya no me pertenece»: una vida más propia, más valiosa, imprescindible —«he luchado con él por mi vida»— que se caracteriza por no estar sometida —limitada— al señorío del yo, a ser sentida como «propiedad». Mi vida —ha descubierto Athanasius— es demasiado grande para ser abarcada por mi consciencia, y por eso mismo es admirable, en cierta medida sagrada. Así, en medio de esta lucha por la vida, transcurre la noche y, con el amanecer, el doble retorna a su estado precedente. Athanasius coge la carta y la mete en su bolsillo, realizando así, simbólicamente, un acto de apropiación que es un compromiso con su destino: la parte

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irracional, inconsciente, de su propio yo no será en adelante rechazada, sino que viajará con él, cabe decir bajo cierto control: en su bolsillo. Al fin oye voces y se asoma a la ventana para pedir ayuda, sin recordar lo que durante la noche ha intuido: que esa habitación sin puertas y con una sola ventana no puede ser otra que aquella en la que, cada treinta y tres años, aparece el Golem. La consecuencia es que los viandantes huyen dando gritos. «Comprendí —aventura Pernath— que habían pensado que yo era el Golem» (112). A estas alturas debería saber que no es sólo el decorado lo que puede confundir a quienes le contemplen en determinadas circunstancias. Ya en la calle, a la que accede a través de los subterráneos, es identificado como Golem por el primer hombre que se topa con él. Mencionaré de pasada el dato de que el encuentro se produce en una de las escasas calles que se nombran en la novela, y no por casualidad: el nombre de esta vía del gueto es Salniter, el mismo que en los textos alquimistas designa —entre otros muchos— a la prima materia de la Gran Obra202. Más importante para nosotros que este gesto de complicidad del autor resulta el hecho de que Pernath, aceptando o viéndose forzado a aceptar las vestiduras del Golem, tomando sobre sí esa otra figura del doble que es, como acabamos de ver, el Loco del Tarot, no se limita a sentirse interiormente como si sus rasgos y acciones fuesen las del Golem, ni necesita —valga la expresión— verse atacado por la sombra: el reconocimiento puede ya producirse, y son los demás quienes contemplan con un terror sagrado la transmutación espiritual experimentada por el lapidario, tan fácilmente equiparable a la descrita por ese otro praguense que se llamó Franz Kafka en la figura de su Gregor Samsa, aquél que se metamorfoseó en coleóptero. Hemos comenzado a ver de qué modo lee Meyrink ese libro de imágenes que es el Tarot. Más adelante volveremos a encontrar sus simbólicas figuras ligadas a la aventura de Athanasius Pernath. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la alquimia, nunca mencionada expresamente en la novela, el significado del Tarot y su vinculación con la Cábala merecen del escritor un tratamiento explícito, casi didáctico.

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 9/ I, § 535.

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En el capítulo siguiente a aquél en que sucede lo que acabamos de leer, Hillel explica a Zwakh en presencia de Athanasius —tal vez habría que decir: explica a Athanasius mientras simula hablar con el titiritero— esta oculta relación. Zwakh se queja de que sea tan difícil acceder a un saber que es «la clave para comprender la Biblia y para alcanzar la felicidad», pues, según se dice, está contenida en el Zohar, del que sólo existe un ejemplar «en el museo de Londres» (120). Hillel asegura que eso no constituye una dificultad, fundamentalmente porque un libro que sólo contenga respuestas —suponiendo que el Zohar fuese un libro así, como parece pensar su interlocutor— no sirve para alcanzar el auténtico conocimiento: Toda pregunta que un hombre pueda formular está resuelta en el mismo momento en que la plantea espiritualmente (...) Toda la vida no es nada más que preguntas que han tomado forma, que llevan en sí el germen de la respuesta, y respuestas que van preñadas de preguntas. El que vea en ella cualquier otra cosa es un loco (120-121).

Eso es lo que, a juicio de Hillel, explica que la Cábala opere solamente con las consonantes: Cada uno tiene que encontrar para sí mismo las ocultas vocales que le aclaren el significado hecho para él, pues la palabra viva no debe quedar congelada en un dogma muerto (121).

Este modo de entender la verdad —la verdad de cada uno— está en la base de la interpretación del Tarot tal como, cada uno a su modo, la ven el rabino de la novela de Meyrink y el psicoanálisis junguiano. Hillel sorprende a Zwakh descubriéndole que, en múltiples ocasiones, él mismo ha tenido el Zohar, o al menos un epítome del mismo entre las manos: ¿No le ha llamado nunca la atención que los tarots tienen veintiún triunfos, exactamente el mismo número que las letras del alfabeto hebreo? Además, no muestran claramente nuestras cartas bohemias una gran cantidad de imágenes que son obviamente símbolos: el loco, la

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muerte, el demonio, el juicio final? ¿Cuán alto desea en realidad que la vida le grite al oído las respuestas? (121-122).

A continuación advierte al titiritero acerca de los peligros que corre quien acepta el reto del Tarot, de la Cábala, de la búsqueda de sí mismo; esos peligros que ya ha experimentado su otro oyente, ahora silencioso y ávido de explicaciones: Se puede llegar a oscuros caminos de los que nunca se ha vuelto (...) Usted me dirá que otros se encontraron a sí mismos (...) se miraron a sí mismos a los ojos y no se volvieron locos. Pero en esos casos sólo se trataba de un reflejo de la propia conciencia y no del verdadero doble: no era eso que se llama el hálito de los huesos, el Habal Garim, del que se ha dicho: «tal y como fue a la tumba incorrupto, así resucitará el día del juicio final» (...) Nuestras abuelas decían de él: «vive muy alto sobre la tierra en una habitación sin puertas, con una sola ventana, desde la que es imposible comunicarse con los hombres. ¡El que sepa dominarlo y perfeccionarlo será un buen amigo de sí mismo! (122).

Hillel acaba de formular el proyecto ya iniciado por Pernath, anunciando al tiempo lo lejano y peligroso de su total cumplimiento. Pero el proceso ya no debe detenerse. Asumido, del modo que hemos visto, el inconsciente personal, el protagonista está maduro para enfrentarse con la criatura que habita en lo más hondo de la sima, con el inconsciente colectivo203, del que ya ha tenido algún atisbo por obra del Golem. Este tenía aún rasgos humanos, pero aquél tan sólo presentará una figura vagamente antropomórfica, ambigua y cambiante: como que se trata de un fantasma de niebla. Una visión tomada del natural, si así puede decirse, pues se corresponde con una experimen-

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203 En este punto el parentesco con Jung pasa de la obra a la persona, pues el psicoanalista suizo sufrió lo que algunos han llegado a calificar de brote esquizofrénico, y el denominó, tomando como precedente mítico a Odiseo, su nékya, su descensos ad inferos, justo antes de comenzar a producir lo más original de su obra, en el período en que redactó y dibujó su Libro rojo, recientemente editado. Cfr. WEHR, G. (1991) 177-195.

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tada por el propio Meyrink como resultado de su exigente práctica del yoga204 El capítulo en el que se narra la visita del fantasma de niebla lleva por título «Angst», «Miedo», y sus primeras páginas describen de mano maestra la sensación de terror presuntamente inmotivado, de ese terror que nace en el fondo de uno mismo y progresa hacia la conciencia como una marea que, en castellano, ha recibido de parte de los psiquiatras el nombre de «angustia» —tan semejante al término alemán— para distinguirlo de aquél otro que tiene su explicación en una causa arraigada en el mundo exterior. El lapidario acaba de entrar, de excelente humor, en su estudio, cuando experimenta una agudísima inquietud que trata de explicarse suponiendo una presencia extraña, deseando casi que esta suposición se trueque en realidad: Si hubiera visto algo, lo más horrible que se pueda uno imaginar, en un abrir y cerrar de ojos se me habría pasado el miedo (...) «Es el espanto que nace de sí mismo, el paralizante horror de la inabarcable nada, algo que no tiene forma y que sin embargo corroe los confines de nuestro pensamiento», comprendí borrosamente (...) ¿Y si saliera corriendo? ¿Qué me lo impedía? «Vendría conmigo», supe al momento con inevitable seguridad (152).

El expediente que, a continuación, utiliza para conjurar su pánico sólo consigue exacerbarlo hasta el paroxismo: Comencé a decirme a mí mismo palabras, tal y como me venían a la lengua: príncipe, árbol, niño, libro, y a repetirlas espasmódicamente, hasta que repentinamente se detuvieron frente a mí, desnudas como horribles sonidos sin sentido de una época bárbara y prehistórica, y tuve que hacer un tremendo esfuerzo de pensamiento para reencontrar su significado (...) ¿No estaría ya loco? ¿O muerto? (152).

Las palabras, creaciones del pensamiento, de la conciencia y, a la vez, entramado configurador de ese mismo pensamiento que las pro-

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VB 220.

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duce, han quedado, de repente, privadas de significado. Monosílabos alemanes —Prinz, Baum, Kind, Buch—, como los títulos de cada uno de los capítulos de la obra, los vocablos emitidos por Pernath evocan, en su sencilez, los gruñidos con los que, en un pasado remotísimo, los individuos de una especie en evolución comenzaban a comunicarse entre sí; y es esta recaída en un pasado que tanto tiene que ver con lo que Jung imaginó para su «inconsciente colectivo»205 lo que hace sentirse al protagonista en las garras de la locura206. Poco a poco, su terror adopta la figura de una criatura de rostro invisible, pues su cabeza entera está hecha de humo, de niebla, que le tiende la mano abierta ofreciéndole unos desconocidos granos207. Athanasius intuye que en ese ofrecimiento está contenido un mensaje de extraordinaria importancia, que la decisión de aceptar o rechazar los granos conlleva todo el sentido perdido por las palabras. Cierra los ojos, como buscando dentro de sí una inspiración, un indicio al menos; contempla entonces una larga cadena de rostros que identifica con los de sus ancestros. No es su memoria, sino algo más arcaico lo que le permite esta identificación, lo que hace posible este saber; su amnesia no ha desaparecido, pero algo en su interior comprende que

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205 «Más allá [del inconsciente personal] hallamos en el inconsciente también las propiedades no adquiridas individualmente, sino heredadas, como son los instintos, esos impulsos que nos mueven a realizar acciones, que se siguen sin una motivación consciente, porque resultan de una necesidad (...) En este aspecto 'profundo' de la psique hallamos también los arquetipos. Los instintos y los arquetipos (...) forman el inconsciente colectivo». JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 8, § 270. 206 Este recurso podría aludir igualmente a la técnica de concentración practicada por los discípulos de Mailänder, de la que hablé en el primer capítulo. También ésta podría ser la razón de que decidiera titular todos los capítulos de la novela con monosílabos. Sería algo así como un homenaje al único guía espiritual que le aportó algo valioso. 207 Este episodio aparece sumariamente comentado por Jung en Psychologie und Alchemie, Bd 12, § 103. Para él esas semillas que Pernath arroja al suelo pertenecen al mismo dominio simbólico que la piedra filosofal de los alquimistas, pues ésta es también la lapis in via eiectus, la piedra que se tira con desprecio. Hay que hacer notar que, como he señalado antes, en Die Verwandlung des Blutes Meyrink asegura haber visto una figura como la que aquí describe en un trance producido por la práctica del yoga (VB 220).

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... por mucho que pareciera cambiar la forma, era siempre la misma cabeza la que parecía levantarse de su tumba (...) a través de los siglos hacia mí, hasta que los rasgos se me fueron haciendo cada vez más y más conocidos y se fueron uniendo todos en un último rostro: el rostro del Golem, con el que se rompía la cadena de antepasados (155).

Y, como quedara anunciado páginas más atrás, es de este fondo de donde ha de sacar la respuesta de la que depende el éxito o el fracaso de su irrenunciable tarea. Los antepasados —más adelante sabremos que, en efecto, se trata de ellos— se han convertido ahora en irreales figuras vestidas con mantos azulados y rojizos, dispuestas en dos grupos, según el color de sus vestiduras, sobre dos círculos «que se entrecruzaban formando un ocho». Esta figura —la lemniscata— puede, tal vez, representar el símbolo matemático para el concepto de «infinito», o bien hacer referencia —ambas hipótesis no son mutuamente excluyentes— al valor simbólico de la cuaternidad, estudiado por Jung en varias de sus obras, especialmente las dedicadas a la alquimia. Cierto es que no se nos dice que sean cuatro los seres que ocupan cada círculo; pero el hecho de que la unión de ambos círculos configure un ocho permite al menos suponer una referencia a esa estructura inconsciente —la cuaternidad, la tétrada—, tanto más cuanto que luego seremos ilustrados al respecto de lo que cada grupo representa: los «azules» simbolizan lo positivo, el camino de la vida, mientras que los «rojos» pertenecen al dominio de la muerte, y su mutua correspondencia es necesaria para el equilibrio fundamental postulado por el saber más arcano: Como arriba, así es abajo. El hecho es que, dejándose guiar por lo que cree entender del lado de las criaturas azules, el protagonista no se decide a tomar ni a rechazar los granos. Sin sentirse del todo dueño de sus acciones, golpea por fin la mano del fantasma, con lo que los granos caen al suelo, lo que produce la desaparición de toda la comitiva fantasmagórica, a excepción del grupo ataviado con mantos azulados; estos rodean ahora al lapidario y guardan en su poder los granos que éste ha hecho caer al suelo. Mientras esto ocurre se desencadena una tormenta y el Moldava, bruscamente descongelado, rompe los puentes que lo cruzan, de cuyo significado ya he tenido ocasión de ocuparme. Pernath

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escucha sin comprender algunas palabras proferidas por sus remotos visitantes, entre las que solamente puede entender el nombre de Henoch. Y así sabemos que, aunque todavía deberá sufrir otras experiencias, todas ellas duras, en el camino de su iniciación, el proceso que había de convertirle en un inmortal —o dicho de otro modo: el proceso que le llevaría de una vida larvaria a la conquista del sí-mismo— ha culminado ya, o al menos está a punto de culminar, pues el simbolismo de su nombre, Athanasius, se ve refrendado ahora por el nombre del legendario séptimo patriarca antediluviano, aquél que, por su perfección, fue arrebatado de la tierra por Dios para que no conociera la muerte y volverá al fin de los tiempos para enfrentarse al Anticristo. Por otra parte, sabemos que, en tan remota fecha, Henoch no vendrá solo, sino acompañado por Elías, el profeta que fue igualmente arrebatado de la tierra antes de morir. Figuras paralelas entre sí, como lo es la de Elías en relación con otras estudiadas por Jung —Ahasvero, Chidher «el verdeante»208— que ... representan ciertamente al Sí-mismo. Sus propiedades [en el fragmento citado las de Chidher] lo califican como tal: debe haber nacido en una caverna, por consiguiente en lo tenebroso; es el «longevo» que, como Elías, se renueva constantemente. Como Osiris, es al final del día desmembrado, y por el Anticristo. Puede empero despertarse de nuevo a la vida. Es análogo al segundo Adán209.

Ahora podemos, con todo derecho, situar la obra que estudiamos en el lugar que le corresponde: ni escritura de evasión, ni novela ocultista y fantástica, sino expresión del ansia de renovación eternamente latente en el espíritu humano. Bildungsroman —«novela de formación»— en cierto sentido, en un sentido ambicioso, profundo, para el que la formación o construcción de la individualidad implica un renacimiento —al que, lo veremos, no se puede acceder sin una muerte

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208 Figura ésta que representará un papel similar al del Golem en la novela objeto del siguiente capítulo. 209 JUNG, C.G. (1971-1983) Bd 9/ I, § 247 Acerca de este personaje -cuyo nombre se transcribe también Chidr, Chidher, Jidr o al Jadir- puede verse, también, Bd. 5, § 282-293.

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previa— del que la aparición periódica del Golem constituye una primera metáfora; no olvidemos que ese rasgo ahasvérico está por completo ausente de toda la tradición anterior. Pero esta llamada de atención no es la única: en el fragmento de Jung que acabo de citar se menciona a una de las figuras del renacimiento más conocidas, el dios egipcio Osiris, y no por casualidad. La razón de esa referencia es la que descubrimos en uno de los parlamentos de Mirjam: Es uno de mis sueños (...) imaginarme como meta final que dos seres se fundan en uno... en eso que... ¿no ha oído nunca hablar del antiguo culto egipcio a Osiris? Que se conviertan unidos en eso que el hermafrodita debe significar como símbolo (...) Me refiero a la unión mágica de lo masculino y lo femenino en la figura humana del semidiós. Eso, ¡como meta final! No, no como meta, sino como principio de un nuevo camino, eterno... sin fin (179).

Esta figura del hermafrodita, y más precisamente del hermafrodita coronado, como dios-rey —el llamado Aenigma regis— constituye uno de los símbolos principales de la piedra filosofal en el críptico lenguaje de los alquimistas210.Ya al comienzo, cuando Pernath recibe el libro Ibbur de manos del Golem, el hermafrodita ha aparecido en medio de sus visiones; pero la ocasión en que esta figura adquiere mayor relevancia, en que su significación deviene transparente, coincide con la etapa en la que el lapidario está muerto y enterrado, o quizá vuelto a un oscuro e inhóspito claustro materno —el de la «madre terrible»211— del que, al fin, podrá renacer. Me refiero al período que el protagonista pasa en la cárcel, malévolamente acusado por Wassertrum de un asesinato del que es inocente212. En este lugar se encontrará con un asesino que será ejecutado, cuyo nombre —como en el caso

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JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 12, § 142 JUNG, C.G. (1971-1983), particularmente los capítulos V, VI y VII de la segunda

parte. 212 Experiencia ésta que es fácil reconocer como autobiográfica. Véase lo dicho en el capítulo dedicado a la biografía del escritor.

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del protagonista— delata empero su pertenencia a una esfera simbólica en último extremo positiva: Amadeus; Amadeus Laponder.

VI. LA CONQUISTA DEL SÍ-MISMO. Laponder será el último hermeneuta que el mundo arcano deparará a Athanasius; le corresponderá explicar el misterio de los granos, así como concretar la promesa del renacimiento, confirmando el nuevo nombre del protagonista, Henoch. Con su presencia se anuncia el próximo cierre del ciclo onírico, del que da cuenta el título del capítulo, «Mond», luna: bajo el influjo de la luna se inicia la búsqueda del soñador, y también bajo su poder se aproxima la consumación. La luz de la luna determina el sonambulismo de Amadeus Laponder, que se comporta como un médium entre Athanasius y su psicagogo Hillel, quien, por boca del criminal cuyo nombre proclama el amor a Dios, le confirma en su nuevo nombre, que no es ya simplemente el de «Inmortal» —Athanasius—, sino el de un inmortal arquetípico, el profeta Henoch (243). Despierto ya, Laponder explicará al lapidario el significado de la vivencia fantasmagórica de aquella noche en que se hundió el puente de piedra sobre el Moldava: Usted debe tomar, al menos en parte, lo que ha vivido como un símbolo (...) El círculo de hombres con resplandores azulados que le rodeaba era la cadena del «Yo» heredado, que todo nacido de madre lleva siempre consigo (...) Su alma está compuesta de muchos «Yoes», igual que un hormiguero está formado por muchas hormigas. Usted lleva en sí los restos anímicos de miles de antepasados: los primeros de su estirpe. En todos los seres es así. ¿Cómo podría encontrar su alimento un pollo recién salido del huevo artificialmente empollado, si no llevara dentro de sí la experiencia de millones de años? La existencia del «instinto» indica la presencia de los antepasados en el cuerpo y en el alma (247-248).

En el lenguaje de Laponder, los granos ofrecidos por el fantasma son «los poderes mágicos»; y ya hemos visto cómo entiende Meyrink la magia, de qué modo la explica al hacer hablar a Mirjam, y más

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tarde en sus escritos más teóricos. Estos «poderes» fueron aceptados, en situación similar, por Amadeus Laponder, y ello le ha llevado al crimen. Inconscientemente más sabio, Athanasius no los ha aceptado, pero tampoco ha permitido que el fantasma se los lleve para siempre. Así comenta el asesino la acción del protagonista: De esta forma, en cambio, rodaron por el suelo, como usted acaba de decir. O sea: estos poderes se quedaron aquí y sus antepasados los cuidarán hasta que llegue el momento de su germinación. Entonces revivirán los poderes que están dormidos en usted (247).

El inconsciente colectivo, el más profundo —pues no parece que sea otra cosa lo que Laponder acaba de describir—, hecho presente a la consciencia de Athanasius Pernath merced a la acción propedéutica del Golem —la sombra, el inconsciente personal— guarda estos gérmenes en espera del momento adecuado: de este preciso momento en el que el protagonista, él mismo un grano, una semilla, ha sido enterrado en el seno oscuro de la tierra y espera su germinación. Un momento no determinado por él, es decir, por su conciencia, por su voluntad, por aquello que dice «Yo». Incluso ese «Yo» debe desaparecer, o al menos ponerse entre paréntesis, ocultarse, ponerse como el sol cada atardecer. La muerte a la vida pasada precede al renacimiento, y de este modo interpreta Amadeus Laponder la muerte de la memoria de Athanasius: Parece casi necesario que en nosotros se imbriquen dos vidas, como el injerto noble en el árbol salvaje, para que pueda tener lugar el milagro de la resurrección. Lo que normalmente separa la muerte, lo separa así la extinción del recuerdo, a veces solamente mediante un repentino giro interior (250).

La esperanza en el renacimiento, que está en la base de toda experiencia religiosa, resulta, por fin, vinculada de forma explícita a la conquista del Sí-mismo, anclada la transcendencia en lo terrenal, en lo cismundano:

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La lucha por la inmortalidad es una batalla por el cetro contra los fantasmas y los clamores que llevamos en nosotros mismos; y la espera a que el propio «Yo» se convierta en rey es la espera del Mesías (250-251).

Laponder ha elegido el camino equivocado aceptando los granos y asesinando a una mujer, es decir: padeciendo una «inflación» del yo por la Sombra —véase lo que luego se dirá al respecto— y rechazando su anima. Estudioso, como se declara, de esos mismos fenómenos que Pernath se ha visto obligado a vivir, puede ahora entender sus errores y explicar a Athanasius sus involuntarios, inconscientes aciertos: Estoy muy por debajo de usted (...) Usted poseía la clave (...) Lo del hermafrodita era la clave (251).

La coincidentia oppositorum, la unión del Yo con el anima es lo que salvará a Athanasius, lo que le hará inmortal. Hasta el momento el soñador sin nombre al que ahora llamamos Athanasius ha sufrido varias muertes sucesivas: desintegración del Yo en el sueño, pérdida de un pasado poblado de fantasmas, encierro carcelario. Pero todas estas muertes, que han ido preparándole para el renacimiento anunciado por Laponder, deben completarse mediante un acto definitivo: la aceptación personal de la aniquilación ante la esperanza de esa vida más plena. Exonerado, al fin, de toda culpa, Pernath regresa a su casa. Ante su asombro, el gueto aparece prácticamente destruido. El cochero que le conduce le anuncia previamente que no podrá llevarle a la Hahnpassgasse, dado que el pavimento está levantado por todas partes, pues se está produciendo el «saneamiento» del barrio judío (258)213. Sólo escombros quedan de su casa, así como de la frontera morada de Wassertrum, y los personajes que, hasta ahora, le habían rodeado en el relato han desaparecido. Parece como si el recóndito barrio del inconsciente de Athanasius hubiera sufrido un terremoto cuya deseable

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213 Este es el único dato que permite fechar la historia soñada. El saneamiento del Josefov -o, más exactamente, la demolición del viejo gueto- tuvo lugar en 1893. Cfr. RIPELLINO, A.M. (1991) 176, y VILIMKOVA, M. (1990) 9.

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consecuencia sería ese esperado saneamiento y, al tiempo, no pocos de sus fantasmas —amigos y enemigos— hubiesen sido desplazados dejándole, en este momento crucial, solo consigo mismo, en una soledad que —como parece insinuar el retorno al gueto— implica la presencia indistinguible de todos esos otros que son, también, él mismo. Sólo se mantiene en pie el eje místico de la judería: la calle de la Vieja Escuela, «la única calle que había respetado el saneamiento del barrio judío» (265); y el edificio cuyas dos buhardillas alquila Pernath es precisamente aquél en el que, según la tradición, aparece cada treinta y tres años el Golem. Athanasius Pernath se encuentra, pues, en el corazón de su propio misterio, sospechando, perplejo, la inmaterialidad —que no la irrealidad— de todo lo vivido hasta el momento: Las palabras de Laponder, que a veces oía tan claramente dentro de mí (...) me afirmaban en la idea de que debió de ser algo puramente interno lo que antes me pareció una realidad tangible. ¿Acaso no había desaparecido y terminado todo lo que antes había poseído? El libro Ibbur, el fantástico juego de tarot, Angelina e incluso mis viejos amigos Zwakh, Vrieslander y Prokop (265).

Pero, en la noche de Navidad —cuando el viejo año está a punto de acabar, de dar paso a uno nuevo, cuando se festeja el solsticio— se produce un incendio que acaba también con este reducto. Coincidiendo con el inicio del siniestro, el lapidario recupera sus recuerdos y ve de nuevo a su doble, envuelto en un manto blanco y con una corona sobre la cabeza (267). Huyendo del incendio, sube al tejado de la casa, donde encuentra una cuerda que ata a la chimenea para intentar descolgarse. Al pasar ante su habitación en llamas descubre en su interior a Hillel y a su hija Mirjam, momento en el que, emocionado, suelta la cuerda, entregándose, así, a una muerte segura. Lo que a continuación sucede merece ser transcrito por la enorme densidad de su simbolismo: Por un momento cuelgo con la cabeza hacia abajo y las piernas cruzadas, entre el cielo y la tierra. La cuerda canta por la tensión. Las hebras se estiran con un crujido. Caigo.

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Pierdo el conocimiento. Al caer me agarro al borde de la ventana, pero resbalo. No ofrece sostén: la piedra es lisa. Lisa como un pedazo de grasa (268).

De nuevo encontramos la simbología del tarot: como en el arcano XVI —la Maison Dieu, también llamada Torre de la Destrucción— el fuego destruye un edificio que, en buena medida, es un encierro214, y su morador-prisionero se precipita, sin dar la impresión de que la caída le amedrente en modo alguno. Suspendido un momento en el aire, entre cielo y tierra, en la posición del Pendu —el arcano XII— Pernath, al tiempo que se hunde la casa del Golem, vislumbra su anima, con la que, como luego se verá, va a unirse para ser «inmortal»: en el máximo riesgo accede a la máxima libertad, y por eso es justo que descubra, como recompensa final de su periplo, la piedra que andaba buscando, esa que parece un pedazo de grasa: la lapis philosophorum, clave de la unio mystica, de la coincidentia oppositorum, de la que el andrógino —la unión del yo con su anima— constituye el correlato antropológico. A estas alturas, no es fácil llamarse a engaño en cuanto al significado de esa «inmortalidad», que no se refiere a un improbable carácter imperecedero de la persona, sino que traduce el sentimiento que experimenta quien se ha apropiado de sí mismo; en palabras de Jung: El autoconocimiento o —lo que es lo mismo— el impulso a la individuación reúne lo disperso y múltiple y lo eleva a la figura primitiva de lo uno, del ser humano primigenio. De ese modo se supera la existencia aislada, la permanente adherencia al yo; se amplía también el círculo de la conciencia y, al conciencializarse las paradojas, se secan las fuentes de conflicto. Este acercamiento al sí-mismo es una especie de pristinización o de apocatástasis, pues el sí-mismo, debido a su preexistencia inconsciente, anterior a la conciencia, tiene el carácter de incorruptibilidad y «eternidad»215.

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NICHOLS, S. (1989) 392 y 396. JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 11, § 401.

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No existe, pues, contrasentido en la afirmación precedente de que, al entregarse a la muerte —por más que sea en el curso de una vivencia onírica— el protagonista demuestra ser, en el citado sentido, inmortal, pues —siempre según Jung— «el poder sacrificarse a sí mismo indica que uno se posee a sí mismo»216. Ahora es cuando el sueño puede terminar: no de forma abrupta, interrumpido por el convulso movimiento de la mano hacia la luz de la mesilla; no con la deserción ante un enemigo que puede llegar a ser el mejor de los amigos, sino con la consumación de la tarea que, seguramente, nos está reservada a todos y cada uno de los seres humanos, aunque adopte para cada cual distintos avatares. Aquél innominado —¿el mismo Meyrink? — que soñaba a la luz de la luna ha sabido comportarse como recipiente adecuado, como auténtico vas hermetis, hasta el cumplimiento de la Obra. Y no podemos olvidar que, para muchos alquimistas, el recipiente era lo fundamental217. Una vez despierto, el soñador buscará al propietario del sombrero trocado para devolvérselo y reclamar el suyo, lo que, desde la perspectiva junguiana debe considerarase el más afortunado final para la historia, pues así el explorador onírico de sí mismo no caerá en la locura, entendida como identificación absoluta con los arquetipos del inconsciente218. Con este objeto interrogará a algunos desconocidos, así como a equívocos supervivientes del sueño —el músico judío ciego Nephtalí Schaffranek, el príncipe Ferri Athenstädt, convertido ahora en sirviente en la irreconocible taberna Zum alten Ungelt—, cuyo papel en este punto del relato parece no ser otro que el de señalar la trabazón existente entre el mundo onírico e inconsciente y el mundo de la consciencia. Esta investigación suministrará algunas informaciones no menos interesantes, como la inexistencia de un incendio real que hubiera devastado, en el pasado, la casa del Golem (277) y la identifi-

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JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 11, § 390. JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 13, § 113. 218 Lo que Jung denominó «inflación psíquica» -psychischer Inflation- representa el último gran peligro con el cual debe enfrentarse quien se busca a sí mismo. A este riesgo sucumbieron, por ejemplo, algunos de los maestros de la gnosis precristiana. Acerca del concepto de «inflación psíquica» véase: JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 7, § 227-231. 217

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cación en una sola persona de varios personajes diferentes de la aventura onírica. El príncipe venido tan a menos, interrogado por el soñador sobre «un cierto Athanasius Pernath» (275), responde: Si no me equivoco, era considerado en su época como un loco. En cierta ocasión afirmó que se llamaba... espere... sí, Laponder. Y después se hizo pasar por un tal Charousek (275)219.

Por fin, un barquero —de nuevo una figura que representa el cruce del río, y quién sabe si precisamente del Styx: ¿Caronte? ¿El barquero de las almas? — reconoce que circula el rumor de que un tallador de gemas llamado Pernath vive en la casa legendaria del Hradschin, a la que nadie en su sano juicio se acercaría. Tras conseguir que le lleve, a través del Moldava, a la zona antigua, recorrerá una calle ya transitada en sueños, la «Calle de los Alquimistas», y llegará a la morada de Athanasius Pernath, una casa «en la muralla, junto al último farol» —das Haus zur letzten Latern—, decorada con motivos basados en el culto de Osiris, presididos por la imagen del hermafrodita tallada sobre las hojas de la puerta, donde su propio sombrero le será restituido. Su última visión —si exceptuamos la del telúrico jardinero que le entrega su sombrero— será la de la pareja formada por el lapidario del gueto y Mirjam, su anima: Mirjam se vuelve por un momento, me ve, sonríe y murmura algo a Athanasius Pernath. Estoy fascinado por su belleza. Es tan joven como cuando, anoche, la vi en el sueño. Athanasius Pernath se vuelve lentamente hacia mí y mi corazón se detiene: Me siento como si me viera en un espejo, tan parecido es su rostro al mío. Se cierra la puerta y sólo puedo ver al brillante hermafrodita (279-280).

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219 Charousek, como recordará el lector de El Golem, es el apellido de un interesante personaje del que, a mi pesar, no he podido ocuparme aquí por no parecerme imprescindible para desarrollar del modo deseado este análisis. No obstante, en otro lugar le he dedicado la atención que merece: Cfr. MONTIEL, L. (1991).

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DEL OCULTISMO A LA PSICOLOGÍA PROFUNDA A TRAVÉS DEL SUEÑO

Gustav Meyrink consideró que no era preciso añadir una página más, y seguramente yo debería hacer lo mismo. Clausurar la obra con el Aenigma regis parece lo único apropiado. Sin embargo, lo que es válido para el autor no siempre lo es para su comentarista. A mi juicio, lo que Meyrink hace con su protagonista es perfecto; pero creo que yo no cumpliría en igual medida con mi cometido si no señalase un último, pero nada pequeño mérito de la novela. Creo que no cabe ninguna duda de que, al final de nuestra compartida lectura de El Golem, lo que hemos aprendido no concierne sobre todo a un individuo singular apellidado Pernath, que habría logrado algo extraordinariamente importante. También ese personaje al que Meyrink llamó Golem, y con él todos los que le rodean y habitan el gueto del inconsciente, han obtenido algo: Gracias al autosacrificio nos ganamos a nosotros mismos, ganamos el sí-mismo, pues sólo poseemos lo que damos. Pero, ¿qué gana el sí-mismo? Vemos que aparece, que se libera de la proyección inconsciente, que al aprehendernos entra en nosotros y pasa del confuso estado de inconsciencia al de conciencia y del estado potencial al actual. No sabemos qué es el sí-mismo en estado inconsciente; sabemos, en cambio, que ahora [es decir, cuando pasa a la consciencia] se ha vuelto hombre, se ha vuelto nosotros mismos220. Creo que ahora sí puedo dar por cumplida esta etapa del viaje. Concluye el sueño de una larga noche, y ante nosotros se extiende un día de duración imprevisible.

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JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 11, § 398.

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DEL OCULTISMO A LA PSICOLOGÍA PROFUNDA CON LOS OTROS Y EN LA HISTORIA: EL ROSTRO VERDE

Es una suerte para el mundo el hecho de que un hombre consiga franquear el «puente hacia la vida». Casi diría que significa más que la llegada de un Mesías. Pero un hombre solo no puede alcanzar la meta, para ello necesita... una compañera. Únicamente puede alcanzarse uniendo las fuerzas masculina y femenina. Este es el sentido secreto del matrimonio que la humanidad ignora desde hace milenios.

I. SUB SPECIE AETERNITATIS. UNA VISIÓN AHASVÉRICA DE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD. Lo que en El Golem era pesquisa íntima e intemporal —tan sólo la referencia al saneamiento del gueto permite centrar la historia en torno a 1873— se convierte en la segunda novela de Meyrink, El rostro verde —Das grüne Gesicht— (1916), en peripecia ligada al acontecer histórico y estrechamente vinculada a algunas existencias ajenas. El soñador de la primera novela vive su aventura en solitario; las presencias que pueblan el relato son otros tantos fragmentos de su personalidad, que

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momentáneamente, a través del sueño, cobran existencia autónoma. Por el contrario, el protagonista de El rostro verde se relaciona con hombres y mujeres de carne y hueso, aunque también lo onírico desempeña un papel fundamental en su historia. Esto, así como el hecho de que cuanto ocurre en el relato esté situado dentro del marco de una postguerra que, en la realidad, está aún por llegar, indica bien a las claras que su autor es consciente de las principales limitaciones de su extraordinaria novela anterior: su excesivo individualismo y su escenario casi exclusivamente onírico. Comprensible por la magnitud y dificultad del tema afrontado, estas limitaciones pueden y deben superarse, y a ello se entrega el escritor en las dos novelas a las que pienso dedicar, respectivamente, éste capítulo y el siguiente: la ya mencionada y Der weisse Dominikaner —El dominico blanco (1921)—. Por otra parte, aunque impremeditado, el orden seguido por Meyrink parece el más adecuado: la explicación consigo mismo, la apropiación de lo más íntimo, es lo único que puede permitir una relación adecuada y creativa con el prójimo y con la humanidad, una instalación nueva y fecunda en la sociedad y en la historia. Evidentemente, en la realidad estos hechos — la autoindagación, el amor, la responsabilidad histórica— no se dan aisladamente, sino enredados en una mezcla inextricable. No es casualidad que encuentren su lugar dentro de la aventura onírica de Athanasius Pernath, por más que no exista una Mirjam de carne y hueso y que los pobladores del gueto de Praga no estén censados en archivo alguno. Pero el escritor, que puede permitirse una cierta habilidad disectiva —si es que no está obligado a ella— es consciente de que debe volver sobre estos temas para darles el relieve que merecen. De la lectura aislada de El Golem podría extraerse la conclusión, a todas luces errónea, de que basta y sobra con estudiarse a sí mismo, y más precisamente con engolfarse en los sueños, para alcanzar ese estado que simbólicamente se asocia con la incorruptibilidad. Pues bien: Meyrink no esperará ni un año para dejar claro que no es eso lo que él mismo piensa. No puede existir equívoco alguno en lo que se refiere a la continuidad existente entre esta narración y la precedente. Desde que conocemos el nombre del protagonista sabemos que le aguarda un destino y una tarea en todo comparables a las de quien será rebautizado como Athanasius Pernath. El joven de quien vamos a ocuparnos se

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llama Fortunat Hauberrisser. Acerca del nombre de pila poco es preciso decir. Fortunat, afortunado. Lo cual no tiene solamente una lectura jovial, positiva; no se olvide que el instrumento tradicionalmente asociado a la fortuna es la rueda, sobre la que ascienden y de la que se despeñan las criaturas. Aunque en esta novela no desempeñe papel alguno —a diferencia de lo que ocurría en la precedente— no podemos olvidar que el Tarot, tan importante para Meyrink, cuenta con una carta en la que esta rueda aparece representada. No va a ser, como sin duda sabe el lector de Meyrink, un camino de rosas el que espere a este singular afortunado. En cuanto al apellido hay que señalar que su traducción más aproximada es «el que rompe gorros». Bastante grotesco, al menos a priori; pero lo es menos si tenemos en consideración que, en las religiones mistéricas, ... el estar envuelto significaba invisibilidad, es decir, ser espíritu. De aquí que se estuviera cubierto en los misterios. En la antigüedad se consideraba que los niños nacidos con la «capucha de la suerte» (membrana amniótica) estaban predestinados a la felicidad221.

Hauberrisser va a someterse, sin él mismo saberlo, a una iniciación, a un ritual mistérico, a cuyo comienzo se encuentra cubierto, oculto, como en el interior de un útero, mientras que, al final, habrá de romper la cubierta, el capuchón que le separa de la luz; vivirá un rito de paso, renacerá a una nueva existencia. Este proceso se inicia en circunstancias particulares que es preciso comentar. Como un anacoreta, Fortunat se ha alejado de su tierra, y en la ciudad extranjera en la que mora, Amsterdam, lleva una existencia tan apartada como es posible de todo contacto personal con otros individuos. Esta decisión no ha sido, como aprendemos desde las primeras páginas, fruto de una tendencia misantrópica, sino resultado de un profundo descorazonamiento nacido de esa crisis de la cultura ocidental que fue la Primera Guerra Mundial cuyo final, como queda dicho, anticipa el autor

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JUNG, C. G. (1971-1983), Bd. 5, § 291 n. 51.

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al comienzo del relato. No es extraño que sea un monólogo interior el recurso mediante el cual el protagonista se presenta ante el lector: Llevo ya tres semanas dando vueltas por Amsterdam; me empeño en no retener los nombres de las calles, no pregunto qué edificio es éste o aquél, adónde va este o aquel barco ni de dónde viene, no leo los periódicos para no enterarme de que la «última noticia» es algo que lleva sucediendo milenios. Vivo en una casa donde todo me es extraño y seré casi el único particular al que conozco (18).

Imposible ser más claro; el joven ha elegido la anachoresis. No debe engañarnos el hecho de que no se encuentre en el desierto vestido de pieles y alimentándose de saltamontes, lo que, al fin y al cabo, llega a plantearse, al menos metafóricamente, en su fuero interno para el caso de que «la vida» —esta vida que ha elegido— no sepa ofrecerle «lecciones más inteligentes»(20). Su existencia, cómoda, es en todo caso monacal, como se desprende de algunos datos acerca de su vivienda y de su modo de vida. Parece ir tirando de una renta que al menos le otorga la libertad espiritual que le servirá para que su anachoresis no se quede en una simple huida. Pero, más allá de lo anecdótico, su extrañamiento de su propio país y esta conducta esquiva en país ajeno permiten darle el título de eremita a causa de los motivos sobre los que reposan: ¿Por qué hago todo esto? Porque estoy harto de seguir trenzando la rancia coleta de la cultura, primero la paz para preparar la guerra, luego la guerra para reconquistar la paz, etc; porque quiero ver ante mí, al igual que Kaspar Hauser, una tierra nueva, totalmente desconocida; porque quiero aprender a maravillarme de una forma distinta, parecida a la de un crío que una noche se transformase en un hombre maduro; porque quiero convertirme en un punto final en vez de ser eternamente una coma (19).

De nuevo Meyrink se muestra extraordinariamente más explicito de lo que lo fuera en El Golem. Hauberrisser ha abandonado su tierra y su cultura porque la sensación de caducidad que esa cultura le produ-

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ce se le ha vuelto insoportable. Refutada cíclicamente por la guerra, la forma de vida occidental carece para él de todo atractivo espiritual. Lo que la Guerra Mundial ha roto no lo recoserá el viejo hilo; Fortunat aspira, por tanto, al renacimiento en una tierra nueva. Las metáforas de la súbita madurez nocturna y de Kaspar Hauser —el encerrado desde el nacimiento que descubre, de improviso, el mundo exterior ya en la edad adulta— son suficientemente expresivas: se trata de salir de un oscuro encierro, de una limitadísima minoridad, a un mundo luminoso y de márgenes inabarcables, a la complicada y rica existencia de una madurez que verdaderamente merezca ese nombre. No a lo transitorio de la coma, sino a lo definitivo del punto. Pero antes de conocer estos pensamientos del protagonista lo hemos encontrado, en las primeras líneas, plantado ante una tienda hasta la que ha llegado simplemente paseando, sin pretensión alguna. Si entra en ella es a causa de lo mismo que le ha llevado hasta la ciudad en que se encuentra: Por curiosidad, o por dejar de servir de blanco a los comentarios de la gente (...) Fue menos por el deseo de comprar que por escapar del olor a pescado que emanaba de dos jóvenes que estaban junto a él por lo que el forastero penetró en la tienda (11-12).

Extraño entre quienes le rodean, rechazado por la torpeza sin rostro del gentío y por el «olor a pescado» de los más próximos, se ve impelido, hasta cierto punto contra su voluntad, a entrar en esa tienda cuyo rótulo dice: «Salón de artículos de magia de Chidher Grün —Chidher Verde»—. Dentro del peculiar comercio, donde espera que alguien le atienda, reflexiona del modo que acabamos de ver hasta que sus pensamientos desembocan en la expresión de un deseo, en la formulación de un programa: Renuncio a la «herencia espiritual» de mis antepasados en beneficio del Estado. Prefiero aprender a ver las viejas formas con ojos nuevos en lugar de mirar, como hasta ahora, formas nuevas con viejos ojos; tal vez adquieran así la juventud eterna (19).

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¡La juventud eterna! He aquí una fórmula cuyo auténtico significado conocemos ya, de modo que no puede extrañarnos encontrarla asociada a esos «ojos nuevos» de resonancias apocalípticas, como no puede extrañarnos que, de inmediato, Hauberrisser comprenda que no es en un desierto natural donde debe buscar. Súbitamente amodorrado, su pensamiento sigue, en el sueño, el camino iniciado, de forma que, cuando despierta —o cree despertar— Fortunat recuerda al menos una críptica sentencia en la que parece desembocar su ensueño: Es más difícil ser capaz de sonreír constantemente que encontrar entre las innumerables tumbas de la tierra la calavera que uno llevó sobre los hombros en una vida anterior. Para saber mirar al mundo con ojos nuevos y sonriendo, el hombre tendrá que perder los viejos a fuerza de llanto (19).

El mensaje del sueño habla de muerte y renacimiento, y Hauberrisser, como quedó dicho, está dispuesto a irse al desierto a buscar esa calavera. Pero alguien va a intervenir en el curso de sus pensamientos; alguien de quien, de momento, el protagonista no sabe si es real o si surge de su propio sueño: un judío, que parece ser el dueño de la tienda, lo que, por otra parte, viene avalado por el juego de palabras que con su apellido —Grün— realiza para zaherir al neófito sentado ante él222 así como por el color oliváceo de su rostro. Los rasgos del judío responden a los que la tradición —sobre todo la más reciente, de los siglos XVIII y XIX— confiere a Ahasverus, el Judío Errante. El vendaje negro que, sobre la frente, oculta —como luego se dirá— una cruz ígnea, es, sin duda, el signo más fácilmente identificable. Esta aparición censura el proyecto de retirada al desierto que el protagonista acaba de formular, considerándolo muestra de una ingenuidad, de una inmadurez característica de un no iniciado. Él, el Judío, lo sabe, porque no es ya ningún neófito, aunque tampoco puede decirse que sea precisamente un iniciado: «he olvidado cómo se llora —dice de sí mismo— pero aún no he aprendido a sonreír» (20). Su sabiduría le viene de

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«Usted debería llamarse verde, y no yo» (20).

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su inmensa longevidad, de su condición de intermediario entre lo divino y lo humano, condición trágica en cualquier caso: Desde que la luna, la peregrina, gira por el cielo (...) estoy en la tierra. He visto seres que eran como simios y que llevaban hachas de piedra en la mano; de la madera venían y a la madera iban (...) de la cuna al ataúd. Hoy siguen siendo como simios y aún llevan hachas en la mano (20).

El Judío Errante, al menos en su encarnación meyrinkiana, es, sobre todo, un destino. Y, en buena medida, un testigo, atormentado y privilegiado a la vez —como ya lo fuera en la literatura de los siglos dieciocho y diecinueve223— de la historia de la humanidad; aunque, como veremos, en la novela de Meyrink le corresponde desempeñar un papel mucho más activo que el de mero observador. Probablemente sea acertado, ya que ha surgido este tema, actuar como lo hace el novelista y detenerse un momento en la descripción de la situación exterior, histórica, de la que poco más volveremos a saber pasado el tercer capítulo de la narración. El escarmentado protagonista encuentra en la tienda una colección de libros cuyos títulos evocan los más tediosos contenidos —«Historia del Orfeón Académico de Bonn», «Esbozo de la teoría del tiempo y el modo en la lengua griega»...—, pero, al hojear uno de ellos, encuadernado con el título: «Del aceite de hígado de bacalao y su creciente popularidad, tercer tomo», descubre que en realidad se trata de las «Confesiones de una alumna viciosa, continuación de la famosa obra El caracol púrpura», texto que forma parte —como al parecer los precedentes— de una cierta «Biblioteca de Sodoma y Gomorra». Su comentario al respecto podría, sin esfuerzo alguno, suscribirlo el mismísimo Sigmund Freud: «Uno creería de veras haber dado con los Fundamentos del Siglo XX» (16). La conciencia de que la doble moral constituye ese fundamento produce en Hauberrisser un efecto desasosegante, que le lleva a cuestionar incluso las llamadas obras de arte —lo cual, por otra parte, resulta extraordinario en un novelista y obliga a preguntar-

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ROUART, M.F. (1988) 61-68.

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se de qué modo entiende éste su quehacer; pregunta ésta a cuya respuesta va enderezado el presente trabajo—. Así describe el personaje lo que experimenta ante tales creaciones: Las repentinas ganas de vomitar también atacan cuando uno permanece demasiado tiempo en las galerías de arte. Tiene que haber algo como un mal de museo del que los médicos no saben nada aún. ¿O será por ese aroma a muerto que se desprende de todas las cosas hechas por el hombre, sean feas o hermosas? Que yo sepa, nunca me he mareado a la vista de un paisaje, por muy yermo que fuera, así que ese puede ser el motivo. Un sabor a lata de conservas está ligado a todo lo que se llama «objeto». Da escorbuto (18).

Una nueva búsqueda de lo verídico, de lo natural, es lo que el joven desea emprender, y para ello demanda ojos nuevos. La tierra ha preparado ya el escenario apocalíptico. En el «Congreso permanente de la paz» establecido en La Haya —según el narrador—, ... políticos de ambos sexos y de todas las razas (...) discutían sin fin acerca de la mejor manera de atrancar la puerta de un establo del que la vaca se había fugado ya para siempre (24).

Oleadas de emigrantes recorren los caminos de la destrozada Europa buscando un lugar aparentemente seguro, como esa misma Holanda en la que Hauberrisser ha encontrado ocasional refugio, o bien cruzan el Atlántico hacia el Nuevo Continente, ya no tan nuevo por otra parte. La sociedad postbélica, convulsa, se retrotrae hacia modelos para los que muchos no están preparados. Entre estos se cuentan fundamentalmente los intelectuales, espuma de las sociedades más desarrolladas, a veces lujo, otras necesidad no siempre reconocida, adornada malévolamente por sus críticos con las galas de lo superfluo. Arrastrados por la crisis económica, quienes no pueden demostrar la capacidad de realizar acciones eficaces a corto plazo derivan hacia la marginalidad: La humanidad de Europa había llegado al punto culminante donde la vieja maldición: «ganarás el pan con el sudor de tu frente», debía en-

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tenderse al pie de la letra más bien que de manera simbólica; los que sudaban «interiormente» se veían sumidos en la miseria y perecían por ausencia de metabolismo. El músculo era soberano, mientras que las secreciones de la glándula del pensamiento humano se cotizaban cada día menos (23).

El lector no debe caer en la tentación de atribuir a Meyrink o a su personaje la menor veleidad materialista, lo que tal vez podría hacer pensar esa imagen de las «secreciones de la glándula del pensamiento humano» —die Ausscheidungen der menschlichen Denkdrüse—, casi idéntica a la tan famosa del médico materialista Vogt224. Si la utiliza es más bien, pienso yo, para resaltar el tono irónico del párrafo. Por otra parte, no sólo los que trabajan con el espíritu están en deleznable situación; también lo están —como, por otra parte, es bien sabido por quien posee algún conocimiento sobre la sociedad europea de postguerra— todos aquellos que han puesto su confianza en el dinero. La inflación —que a la postre acabaría, por ejemplo, con la República de Weimar— ha producido el fenómeno que, en el mismo tono, describe el novelista: Aunque el dios Mammon se mantenía aún en su trono, su posición se había desestabilizado bastante: la cantidad de sucios pedazos de papel que se amontonaban a su alrededor contrariaban su sentido estético (23-24).

La actitud de la Europa superviviente a la catástrofe es caricaturizada en la figura de una dama impertinente que asedia a un amigo de Fortunat, el barón Pfeill. Primero le recrimina que no se ocupe de algo útil, como «todo el mundo»; y, ¿qué es esto tan meritorio que «todo el mundo» —vale decir la gente de orden— hace en este momento? Enumero brevemente lo que la respetable dama describe: «consolidar la paz, darle los consejos necesarios al presidente Taft, persuadir a los renegados a que vuelvan a su trabajo, acabar con la prostitución inter-

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224 En su libro Fe de carbonero y ciencia (Köhlerglaube und Wissenschaft, 1854) sostenía que el cerebro segrega los pensamientos del mismo modo que el hígado produce bilis o los riñones orina. LAIN, P. (1963) 482.

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nacional, reprimir la trata de blancas, fortalecer el sentido moral de los débiles, poner en marcha una recolección de cápsulas de estaño para ayudar a los mutilados de todos los pueblos» y, por fin, reunir «cosas inservibles para los huérfanos de guerra». Este programa regeneracionista encuentra escaso eco en el interpelado, que todo lo más que se permite es preguntar, al escuchar esto último: «¿tan alta es la demanda de cosas inservibles para los huérfanos de guerra?» (25-26). En este punto Meyrink sorprende a más de uno al realizar una declaración en cierto sentido revolucionaria; y utilizo este término en su dimensión política, pues parece evidente que nuestro autor apenas realiza declaraciones que no sean «revolucionarias», aunque en otro sentido, en sus novelas. Por más que en La noche de Walburga juzgue del modo que hemos visto la revolución proletaria, lo cierto es que su desprecio por los representantes del statu quo no es en modo alguno inferior. Invitado a participar en una fiesta benéfica, el barón Pfeill señala que uno de los atractivos que sin duda tiene para algunos ese tipo de actividad consiste en que ... los ricos encuentran un placer permanente en el hecho de que el pobre tenga que esperar el gran arreglo de cuentas (26).

Mas, como queda dicho, no es este «arreglo de cuentas» lo único que se encuentra en situación de expectativa. Europa entera, convulsa, se muestra como el vasto escenario de un próximo apocalipsis, que podemos considerar no consumado y del que la revolución bolchevique sería la manifestación más inmediata y resonante; resonante como una sinfonía inconclusa, como las notas de un preludio que no encuentra continuidad, que se enrosca sobre sí mismo hasta agotarse. Pero no es justo jugar con ventaja sobre Meyrink. Desde su instalación en el tiempo, la pintura que hace de la realidad —la tierra como una fruta podrida a punto de ver reventar su vieja piel— nos parece certera, adecuada, verídica. Y la actitud de un ser humano como su Fortunat Hauberrisser no puede ser sino la descrita. Unos ojos nuevos que aún no se poseen, pero se anhelan, desean ver una tierra nueva que todavía no ha nacido; pero al menos es cierto que se ve morir la

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vieja tierra. De todos modos, sería inútil pensar —esa es, al menos, la opinión de Meyrink— que la sacudida histórica sufrida por la humanidad tiene, sin más, el poder de producir un cambio esencial. Dicho sea entre paréntesis, ese parece haber sido el trágico error del que aún nos resentimos. Haber sufrido una Guerra Mundial, e incluso haberla visto agotarse, como falta de combustible, sólo puede producir una apariencia de cambio. El morboso afán de peregrinaje que Fortunat reconoce haber experimentado antes de la contienda, y que intentaba combatir con una exhaustiva dedicación al trabajo, le había parecido durante algún tiempo el sombrío presagio de la catástrofe por venir; pero, una vez cerrado el paréntesis bélico, la inquietud persiste: Se le había ocurrido la extraña idea de que podría vivir como un ermitaño, como un extranjero, indiferente, en una ciudad que de la noche al día y a causa de los cambios de la época había pasado de ser un mercado mundial a convertirse en una chamarilería internacional (...) Pero el antiguo cansancio volvía a apoderarse de él (...) multiplicado por el espectáculo de la multitud (...) Estas ya no eran las caras de otro tiempo (...) Ahora exhibían las primeras marcas de un incurable desarraigo (38).

Encontramos aquí, de nuevo, el Leitmotiv de la novela: no es posible —o mejor, es inútil— una existencia de ermitaño entendida solamente como huída ante lo atroz. No es humano vivir «como un extranjero, indiferente». Se puede ser insuperablemente extraño a los demás hombres, pero deseando todo lo contrario, nunca haciendo profesión de fe de esa indiferencia, de esa imperturbabilidad que, para Hölderlin, caracterizaba a los dioses y los hacía infinitamente ajenos a los mortales. Fortunat Hauberrisser no puede vivir ese tipo de existencia porque contempla los rostros de los hombres que le rodean, atemorizados, «como un rebaño de recién nacidos en la gran ciudad perdida y disuelta»225. Su malestar se le representa de forma singularmente significativa, y en esa representación se inicia ya el ajuste de cuentas consigo mismo que ha de llevarle a ganar sus ojos nuevos:

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De este modo ve Rilke a sus contemporáneos en El libro de la pobreza y de la muerte.

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Se le ocurrió que su cabeza era como una cárcel dentro de la cual él mismo estaba sentado, observando a través de sus ojos como por unas ventanas cada vez más empañadas, un mundo de libertad que se despedía para siempre (40).

Apenas es posible ser más explícito: el sí-mismo profundo, encarcelado en la casa de los pensamientos, siente que a causa de ese mismo cerebro, de esos mismos ojos que lentamente van cegándose, está a punto de perder un mundo de libertad apenas intuido. También la casa donde se encuentra la tienda de Chidher el Verde parece un cráneo semihundido en la tierra, y el desorden de los objetos heteróclitos que contiene le resulta comparable al de los pensamientos que se entrecruzan, tropezando entre sí, dentro del cráneo de los hombres (49), acerca de los cuales acaba de decirse lo siguiente: Uno se cree que el cerebro genera los pensamientos, pero en realidad son ellos mismos los que lo manejan a su antojo, y son más independientes que ningún ser vivo (28).

La existencia de al menos dos niveles diferentes empieza a abrirse camino en su pensamiento. Una puerta ignorada se ha abierto, o al menos, de momento, se ha entreabierto; pero probablemente el inconsciente necesita tan sólo de una rendija para empezar a manifestarse: mientras reflexiona del modo que acabamos de ver, Fortunat llega a su casa; ante la puerta, «la sensación de que alguien marchaba junto a él había llegado a ser tan clara —escribe Meyrink— que involuntariamente miró hacia atrás antes de entrar» (50). Dado que esa mirada le demuestra que nadie le acompaña, al lector sólo le cabe pensar que esa presencia que intuye procede del interior de sí mismo; que el individuo llamado Fortunat Hauberrisser ha dejado de poder autocalificarse —al menos con total exactitud— «individuo», pues de algún modo se ha desdoblado. Ahora se siente seguido por alguien a quien no puede ver; por una «sombra», en el sentido del término que ya conocemos.

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II. UN MAPA FALSIFICADO: LAS DOCTRINAS ESOTÉRICAS. Es en este momento cuando tiene lugar la gran novedad que distingue esta novela de la precedente y, por decir así, prosigue la tarea en ella iniciada. A partir de este punto aparecen con personalidad propia en el relato los personajes que van a acompañar a Hauberrisser en su metanoia226. Uno de ellos, el barón Pfeill, nos es conocido prácticamente desde el comienzo; ello se debe, probablemente, a su gran parentesco espiritual con Fortunat. En efecto, ambos personajes hablan el mismo lenguaje, están igualmente desencantados de la cultura que han heredado de sus mayores y han experimentado la visión del rostro verde. El protagonismo de Pfeill irá decreciendo a medida que avanza la narración, pero, en el punto de ella en que nos encontramos, desempeña el insustituible papel de puente entre Hauberrisser y los personajes que formarán parte del círculo místico al que se verá conducido, y en particular entre Fortunat y Eva van Druysen, personaje femenino de carne y hueso, y no de la materia de los sueños, como la Mirjam de El Golem. Prestemos, pues, por última vez nuestra atención a este aristocrático intermediario, a este involuntario Hermes de la ciudad de los canales. Como Hauberrisser, Pfeill se encuentra en manos de eso que suele llamarse destino y que algunos artistas han sabido vincular estrechamente al inconsciente. Su intención, cuando se separa del protagonista, es tomar un tren que le acerque a su casa de campo, en Hilversum. Pero «el azar» hace que no lo alcance. Aprovecha, entonces, la ocasión para visitar a un sabio amigo cuyo nombre, como la práctica totalidad de los que, en la novela, designan a los personajes

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226 Jung toma este término del lenguaje neotestamentario, y más en concreto de San Pablo. A través de las traducciones al latín ha llegado a nosotros, en ese contexto, como «arrepentimiento», aunque etimológicamente significa más bien «conversión» o «transformación». Es cierto, empero, que esa transformación lleva implícita la idea de arrepentimiento, de corrección de lo que se estima erróneo. Cfr. JUNG, C. G. (1971-1983), Bd. 9/ II, § 299. Lo que para él significaba este término en el seno de su doctrina psicológica aparece expresamente en Bd. 10, § 536: «Metanoia significa renacimiento en el espíritu».

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realmente importantes, tiene un significado que no puede escapar al lector: Sephardi; Doctor Ismael Sephardi. La conversación entre ambos hombres recuerda extraordinariamente algunas de las historias recopiladas por los médicos de orientación filosóficonatural del Romanticismo alemán. Algunas de estas historias, publicadas en revistas dedicadas —como la de C. Ph. Moritz— a la «ciencia experimental del alma», aparecen citadas por Gotthilf Heinrich von Schubert en su Simbolismo del sueño227, obra crucial de la literatura filosoficonatural del romanticismo alemán, en la cual muchos han visto un claro anuncio del psicoanálisis y sobre la que he tenido ocasión de reflexionar en otro lugar228. Si menciono esto es con el afán de ratificar la base empírica de ciertos hechos que la mentalidad positivista considera hijos de la fantasía o de la mistificación. En concreto, el primero de estos hechos de que se da cuenta en la conversación es el siguiente: Sephardi esperaba la visita del barón porque le había enviado un telegrama... a una dirección equivocada; pese a lo cual, el llamado acude. Entre ambos hechos no se da una relación causal, pero sí una de esas conexiones acausales que Jung situó bajo el dominio de la sincronicidad229, conexiones sobre las que, por ejemplo, reposa la teoría de la astrología renacentista. Esta interpretación no es caprichosa, sino que viene sugerida, e incluso acentuada, por lo que a continuación se dice: el motivo de la llamada de Sephardi no es otro que el «Rostro Verde», o más exactamente, el retrato del Judío Errante que, en una ocasión, Pfeill le dijo haber contemplado en el museo de Leyden. Repentinamente interesado por ese retrato de Ahasvero, Sephardi ha intentado comprarlo, recibiendo como respuesta del director del museo que ni ahora, ni nunca, ha estado expuesto en él dicho cuadro. A su vez, ambos personajes actúan en esta ocasión, sin saberlo, como intermediarios, aunque el trato

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227 SCHUBERT, G.H. [1814] La información sobre casos de adivinación, predicción de sucesos que sucederán en un futuro inmediato, etc., viene avalada por notas que remiten a publicaciones a veces científicas, a veces meramente divulgativas. 228 MONTIEL, L. (1995). Cfr. ELLENBERGER, H. (1976). 229 JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 8, § 816-958.

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dado por su creador a estos personajes a lo largo de la obra los preserva de parecer meros instrumentos. Ambos se separan, en el dominio espiritual, de ese tipo medio, e incluso mediocre, del que Fortunat está huyendo, sobre todo en sí mismo. Pero en esta ocasión serán los privilegiados mensajeros, los dignos correos de los dos protagonistas, Hauberrisser y Eva; pues es esta última quien ha suscitado ese repentino interés en Sephardi, a quien ha acudido en busca de consejo. El difunto padre de Eva, amigo del de Sephardi, habló a su hija en alguna ocasión de una aparición que desempeñó un importante papel en su vida espiritual. Así describe la joven aquél recuerdo: ... siendo niña, cuando interrogaba a mi padre sobre la religión o sobre el buen Dios, me solía decir que era inminente la llegada de una época en que la humanidad habría agotado sus últimos recursos y que entonces toda la obra humana sería barrida por un huracán espiritual. Los únicos que podrían sobrevivir a la catástrofe serían aquellos —estas son sus palabras exactas— capaces de contemplar en sí mismos el rostro verde del precursor, del hombre primordial que no conoce la muerte (56).

Aun cuando esto suponga adelantarse a los acontecimientos, no puedo dejar escapar la oportunidad de asirme, una vez más, a las palabras: el «hombre primordial», el anthropos, es, para el pensamiento gnóstico y, después, para la alquimia, un símbolo del sí-mismo; y esa cualidad que se le atribuye, el no conocer la muerte, no hace sino reforzar esa equivalencia230. Pues bien: la visión de este hombre primordial, que tan importante papel ha desempeñado, según acabamos de saber, en la vida del difunto Van Druysen; que, perdida en una nebulosa racionalización, parece también haber sobrevenido al barón Pfeill, acaba de visitar a Fortunat Hauberrisser. Pfeill ha rondado en torno al mundo del rostro verde sin encontrar la entrada al mismo. Su «visión» ha quedado cristalizada, congelada, en «retrato», en «cuadro». Otras aproximaciones al mundo del renacimiento y de la inmor-

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 12, § 456, § 475.

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talidad han quedado en otros tantos fogonazos que hacen de él un individuo singular, mucho más despierto que los que le rodean, pero aún no un iniciado. Uno de estos guiños del mundo arcano es el constituido por una vivencia juvenil que tuvo por marco una curiosa sociedad entomológica llamada «Osiris, sociedad de investigaciones biológicas». Una vez más, el hilo del relato nos obliga a realizar una pequeña desviación. Lo cierto es que no estaría justificado abandonar al borde del camino una indicación, un símbolo tan explícito como éste. Pues explícito es, en primer lugar, el nombre del grupo: Osiris, el mismo que el del dios egipcio del renacimiento; el muerto, el despedazado, el vuelto a la vida. Los románticos —y en particular los alemanes— fueron muy sensibles al simbolismo egipcio a la hora de enmarcar sus investigaciones científicas y espirituales. Por cierto, quien conozca someramente el pensamiento romántico no ignorará que, en ese período, la investigación sobre la naturaleza y la dedicada al espíritu estaban indisolublemente unidas. El fundador de la Sociedad Alemana de Naturalistas y Médicos —Deutsche Gesellschaft Naturforscher und Ärzte, Lorenz Okenfuss (Oken), fundó así mismo una revista, que había de ser el órgano de estos investigadores, cuyo nombre era el de la esposa de Osiris: Isis. En esta tradición parece haberse formado la sociedad entomológica que Meyrink inventa en su relato. Por otra parte, el nombre parece muy adecuado —sobre todo desde esa perspectiva— para una asociación dedicada al estudio de los insectos, animales que, por experimentar metamorfosis, han simbolizado desde tiempos pretéritos el renacimiento. En pleno período romántico lo recordará el ya citado Gotthilf Heinrich von Schubert, presentándolos como imagen alegórica del destino del alma231. Pienso que es en este sentido como hay que interpretar la chusca historia del personaje principal de esa asociación, Jan Swammerdamm —quien lleva el nombre de un famoso naturalista holandés del Barroco autor de una Biblia Naturae, de quien se destaca la profunda religiosidad pietis-

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SCHUBERT, G.H.v. [1814] 42 y 44.

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ta232—, que durante varios años no se cambió de ropa porque una extraña mariposa de largo ciclo vital había hecho su capullo en la bisagra de su armario. Para este personaje, la realidad material no debe ser obstáculo para el cumplimiento de la metamorfosis. Pero en él se dan la mano esta metáfora, actualizada por el romanticismo alemán, y otra simbología entomológica procedente de las religiones orientales —la egipcia en particular— actualizada, en este caso, por el ocultismo en auge a principios de siglo. Pues el objetivo de la infatigable investigación de Swammerdamm es un escarabajo. Un escarabajo verde: el insecto sagrado de los faraones. Pues bien: volviendo a lo acontecido a Pfeill; se trata, como ya sabe el lector de Meyrink, de un nuevo caso de sincronicidad. Habiendo tramado con un amigo una trampa para burlarse del viejo Swammerdamm, resulta que, sorprendentemente, éste encuentra por fin el escarabajo; y comenta, emocionado, a los perplejos jóvenes que la noche anterior su difunta esposa se le había aparecido para anunciarle el hallazgo (63). Como puede verse, es cierto que Pfeill ronda el mundo arcano —o que el mundo arcano le ronda a él—; pero, al ser incapaz de entrar en él de lleno, a lo más que puede aspirar es a servir de enlace entre quienes se dejarán arrastrar al interior de este mundo, Eva y Fortunat. Pfeill parece todavía demasiado dandy, demasiado decadente en comparación con Hauberrisser. Su ironía no es comparable a la crítica radical de éste; por eso puede aspirar a lo sumo a representar el papel de una flecha (Pfeil) que apunta hacia un objetivo que ella misma no ha determinado. Y tampoco Sephardi parece estar atravesando una crisis espiritual tan grave como la que sufren ambos protagonistas. Él todavía está en condiciones de actuar de consejero, luego no experimenta una vivencia de desamparo, de desarraigo, como la que ha llevado a Eva a consultarle. Tal vez por esta misma razón la ayuda que puede prestar a la joven no puede concretarse, y tiene que limitarse a una incierta pesquisa que comienza por la búsqueda del cuadro inexistente

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LAIN, P. (1963)165-166.

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y prosigue con la propuesta de visitar a los miembros de un reducido grupo de místicos al que pertenece el citado Swammerdamm. Precisamente en torno a esta esotérica comunidad —una comunidad que sin duda es reflejo de la creada en torno al «hermano Johannes, Alois Mailänder, de la que hablé en el capítulo biográfico, se desarrolla la parte fundamental del relato, tanto en lo que concierne a la mera peripecia narrativa, cuanto en lo referente al dominio simbólico objeto de nuestro interés. Los acontecimientos que se desencadenarán en adelante pondrán definitivamente en marcha el doloroso proceso de individuación de Eva y Fortunat —utilizo el singular por considerar que se trata de dos procesos íntimamente unidos—, al paso que permitirán a Meyrink exponer, bajo la vieja fórmula de la parábola, del ejemplo narrado, su doctrina al respecto sobre el telón de fondo de lo que, para él, constituye el modo trágicamente erróneo de proceder. Desde el primer momento Eva van Druysen comprende que lo que estos inocentes exponen no es, ni puede ser, la verdadera vía hacia el conocimiento de sí mismo: de «histeria» calificará las vivencias experimentadas por algunos de estos personajes, tal como le son referidas por Swammerdam, vivencias que culminan con la aparición de los estigmas de la crucifixión (65). Toda una teoría basada, mal que bien, en la Cábala, está en la base de tales experiencias. De la Cábala toman estos patéticos cofrades la noción del significado oculto, y mágico, de las palabras; así, por ejemplo, son capaces de mantener ante Eva y Sephardi una breve discusión sobre el auténtico significado del término «Bereschit», con el que comienza el Génesis (66). Pero, por otra parte, su manera de entender la mántica de las palabras tiene algo de oriental, pues recuerda fuertemente lo que caracteriza a ciertas variantes de yoga, por ejemplo al Tantra yoga, contra cuyo mal uso se manifiesta Meyrink en El ángel de la ventana de occidente. Cierto es que existe una corriente dentro de la Cábala que procede del modo como lo hacen los personajes del suburbio holandés, como lo es la referencia, que acabo de señalar, al método de Mailänder; pero me interesa señalar el «orientalismo» de esta práctica precisamente teniendo en consideración la relación, básica en este análisis, con la psicología junguiana: no podemos olvidar que, para Jung, pocas cosas pueden resultar más peligrosas, más disolventes para la mente occidental que caer de

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lleno en el mundo simbólico de un pensamiento religioso a la vez tan profundo y elaborado como distante, como es el oriental, y quizá en particular el hindú233. Este rasgo «oriental» se manifiesta en la creencia en que la repetición obsesiva de una palabra —en este caso el nombre secreto, místico, de cada uno de los personajes— conducirá a esa elevación espiritual que es el «segundo nacimiento». Verdaderamente, las páginas que el escritor concede a estos personajes constituyen todo un alegato contra las que, con terminología tomada de M. Eliade, podemos llamar «las técnicas del éxtasis»234. Y esto debería ser suficiente para que un lector cuidadoso se guardara de descalificaciones precipitadas, como las que, por lo general, viene sufriendo Gustav Meyrink desde la fecha de publicación de sus sucesivas novelas. No es la técnica, sino la vivencia —vivencia, además, no provocada, apenas propiciada por el individuo o por la situación en la que se encuentra— lo que puede permitir el acceso al propio interior. Es lo que, a mi juicio, representa Klinkherbogk, el zapatero —¿una oscura referencia a Jakob Böhme, algo así como su imagen en negativo?235 —, quien ha experimentado una visión después de someterse a una de estas técnicas: la contemplación de la luz de una vela concentrada en el centro de una esfera de cristal. En la visión, un ángel se le presentó ordenándole, como a Juan en Patmos, que devorase un libro sagrado. El ángel llevaba en la frente una ígnea cruz verde al descubierto. Recordemos que, según la tradición, Ahasverus —o en este caso, Chidher— debe llevar la marca execrable siempre cubierta por una venda. Eva lo sabe: Recordó las palabras de su padre acerca de los fantasmas que lucían abiertamente la marca de la vida eterna, y por un instante se sintió helada de terror (67).

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233 Esto es algo que pudo comprobar personalmente en el curso de un viaje a la India. WEHR, G. (1991) 271-281. 234 Cf. ELIADE, M. (1976). 235 Jakob Boehme, llamado también «el zapatero místico» y, de manera más ambiciosa y laudatoria, philosophus teutonicus -nada menos que por Hegel- es el máximo exponente de la teosofía del S. XVII. Autodidacta, escribió obras como Aurora y De signatura rerum, que influyeron poderosamente en el pietismo y en el movimiento romántico.

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También Sephardi es capaz de discernir el error, así como de localizar su auténtica procedencia: Estaba a punto de objetar que era peligroso e ilusorio prestar atención a tales profecías nacidas del subconsciente, pero (...) comprendió que de todas maneras era demasiado tarde para cualquier tipo de advertencia (67).

El peligroso fenómeno que Eva y Sephardi contemplan es, desde un punto de vista, la desvirtuación de la experiencia religiosa, la caída en el error fanático; desde otro, la enajenación enmascarada por la apariencia de su contrario, la apropiación de lo más íntimo, esto es: no la apropiación de lo que aquí se llama «subconsciente» por la conciencia, sino el envenenamiento de ésta por aquél. Ambas dimensiones quedan, a mi juicio, magistralmente puestas de relieve en las frases con que se resume el lamentable espectáculo que, en determinado momento, les es dado contemplar: la recitación espasmódica de algunas palabras de Cristo por parte de uno de los miembros del aberrante grupo en medio de un trance histérico. Estos son los pensamientos que, al respecto, pone Meyrink en la mente de la joven: Como liberada por una explosión espiritual de los ropajes laboriosamente impuestos por el trato humano, un alma acababa de mostrársele en su odiosa desnudez, rebajada al rango de una bestia, en el mismo instante de pronunciarse las palabras de aquél que por amor dejó su vida en la cruz (69).

Los miembros de éste círculo están, pese a su buena voluntad, absolutamente sumergidos en el error. Tan sólo uno de ellos, precisamente el anciano Swammerdam —sin duda un homenaje de Meyrink a Mailänder; recuérdese lo dicho al respecto en el primer capítulo—, se da cuenta de que los asuntos espirituales no se dejan reducir a los esquemas ingenuos de sus bienintencionados compañeros, y así se lo hace saber a Eva:

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Yo no soy «el rey Salomón» y Lázaro Eidotter no es «Simón el portador de la cruz», como se imagina con demasiada facilidad la señorita de Bourignon (73-74).

El nombre de esta señorita, que ejerce, por así decir, de maestra de ceremonias, es, como el de casi todos los personajes de esta novela, altamente significativo: Antoinette de Bourignon es una de las figuras principales de la teosofía cristiana236, a lo que parece no muy estimada por Meyrink. Todo lo contrario de lo que ocurre, me atrevería a decir —aunque sin pruebas concluyentes—, con Louis Claude de Saint Martin, el traductor al francés de las obras teosóficas de Jakob Böhme a finales del siglo XVIII, a través del cual la obra de éste a quien Hegel llamó philosophus teutonicus pudo ser redescubierta por los románticos alemanes237. Lo que me hace pensar así es que Meyrink utiliza una metáfora que se encuentra en la obra de Franz von Baader, probablemente el autor en quien más intensamente influyó St. Martin. Esta metáfora es la de los Reyes Magos, con quienes Baader compara al teósofo francés al dirigirse a sus contemporáneos presuntamente más doctos en temas espirituales: ¿Quién sabe si estos Magos de Oriente no encontrarán al niño antes que vosotros, escribas y doctores de Israel (...)? ¿No estáis en realidad sumergidos en un sueño dogmático mortal semejante a aquél de vuestros colegas de antaño, y no parece que algunos extranjeros según el aspecto y las vestiduras estén obligados a despertaros de ese sueño?238.

Pues bien: en El rostro verde, los recién llegados al microcosmos místico del Zee Dijk, el suburbio portuario en el que se agita esta extraña comunidad, son identificados con los Reyes Magos a causa de ciertas analogías no provocadas: Sephardi, quien «como todos los distinguidos judíos portugueses en Holanda seguía aferrado a la ancestral costumbre de no ir nunca a una casa ajena sin llevar un pequeño rega-

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SCHOLEM, G. (1962) 280. BENZ, E. (1968) 69-114. BENZ, E. (1968) 109.

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lo», hace entrega a Swammerdam de un pequeño incensario de plata. De inmediato se asocia este regalo a la figura del rey Gaspar, recordándose que, esa misma mañana, Pfeill —el rey Melchor— les ha hecho un donativo en oro —dinero—; y se anuncia, de manera aún inconcreta —«lo veo (dice la señorita de Bourignon) con los ojos del espíritu»— la presencia del rey negro, que tan importante papel ha de representar en cuanto sigue (70). No es, pues —y esta es su tragedia— en el interior del círculo místico donde ha de producirse el milagro: los extranjeros, los venidos de fuera, serán quienes descubran al niño, al recién nacido. Aunque tampoco serán precisamente aquellos a quienes la señorita de Bourignon identifica con los Magos, sino quienes se quedan en la distancia, al otro lado incluso de la analogía: Eva, voluntaria o involuntariamente excluida de la ceremonia por la teósofa, y Fortunat, ajeno por completo al círculo.

III. CAMARADERÍA ITINERANTE. Sólo Swammerdamm, como queda dicho, parece suficientemente fuerte para renunciar a la férrea, dogmática confianza de la que hacen gala sus compañeros. Quizá deba su prudencia a ser, antes —o al menos a la vez— que un teósofo, un filósofo de la naturaleza, como su apellido y su vocación parecen sugerir. Quizá incluso ha llegado, a su manera, muy lejos en su recorrido del camino por el que Eva empieza ahora a avanzar. De hecho, aprovecha un momento de soledad para recordar a la joven algo profundamente sabio: Sólo las enseñanzas que proceden de nuestro propio espíritu llegan a buena hora, porque nos encuentran maduros para recibirlas. En cuanto a las revelaciones hechas a otros, debe mostrarse ciega y sorda. El sendero que conduce a la vida eterna es delgado como el filo de un cuchillo; ni podrá ayudar a otros cuando los vea titubear, ni tampoco esperar ayuda de ellos (...) Sin embargo, es imprescindible tener un guía, pero éste debe surgir del reino del espíritu (71).

Encontrando en Eva un oyente receptivo, que le incita incluso a seguir cumpliendo al menos esa función vicariante del desconocido

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guía interior, el anciano expone un pensamiento con el que cada vez estamos más familiarizados: Todo lo que no surge del espíritu es polvo inerte; no hay que rezar a ningún Dios que no sea aquél que se manifiesta en nuestra alma (...) [Ese Dios] se manifestará a través de cambios bruscos en su vida externa. Primero debe perderlo todo, incluso (...) incluso perder a Dios, si quiere hallarlo siempre de nuevo (71-72).

A continuación, respondiendo a las acuciantes preguntas que Eva le formula, Swammerdamm va explicándole la fenomenología de ese proceso espiritual que Jung denominó «individuación». Y lo hace como, a mi entender, puede hacerlo solamente quien no habla de oídas, sino que ha experimentado realmente aquello que describe: Si realmente quiere que su destino vaya al galope, debe invocar el núcleo mismo de su ser, ese núcleo sin el cual sería un cadáver, e incluso ni siquiera eso, y ordenarle que le lleve a la gran meta por el camino más corto. Esto es una advertencia al mismo tiempo que un consejo, ya que es lo único que el hombre debería hacer, y al mismo tiempo el mayor sacrificio que puede ofrecer. Esta meta es la única digna de esfuerzo, aunque ahora no lo vea. Usted se verá empujada sin piedad, sin pausa, a través de las enfermedades, los sufrimientos, la muerte y el sueño, a través de los honores, de las riquezas y la alegría, siempre hacia adelante, a través de todo, como un caballo que tira de un carro a velocidad vertiginosa, con toda su fuerza, sobre los campos y las piedras. Eso es lo que yo llamo clamar a Dios (72).

A la pregunta acerca de si, al cabo de esa exigente autodepuración, llegará a ver a ese Dios al que busca, y del que Swammerdamm parece hablar, el anciano responde: No, eso nunca. Pero se verá a sí misma a través de Sus ojos. Entonces se habrá liberado de la tierra, porque su vida habrá entrado en la de El, y su conciencia dejará de depender del cuerpo, el cual caminará hacia la tumba como una sombra desencarnada (72).

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Desde esta nueva perspectiva, las peripecias de la propia vida adquieren, desde luego, sentido; pero un sentido nuevo, diferente al que comúnmente suele atribuírseles, sobre todo por parte de la mentalidad religiosa más tradicional: No hay pruebas ni castigos —prosigue Swammerdamm—. La vida externa, los reveses del destino, todo no es más que un proceso de curación, más o menos doloroso según el estado del enfermo (72).

Es evidente que el Dios del que habla el buscador del escarabajo sagrado no es el de cualquier cultura arcaica, incluido el del Antiguo Testamento —pues expresamente descarta la noción de castigo—, pero tampoco el neotestamentario, pues, igualmente, Swammerdamm excluye la prueba como explicación. Ni siquiera esa mutación caracterológica de la divinidad que se inicia con el sacrificio de Abraham, representada por el paso de la violencia destructora a la prueba, entendida todavía como testimonio de sumisión, de alienación, resulta suficiente desde la perspectiva adoptada por este personaje. De la instancia externa que se enseñorea del hombre —no en vano se le llama, por antonomasia, «el Señor»— se pasa ahora a una instancia interna que puede a lo sumo identificarse con el deus absconditus, de forma que el señorío sobre la persona ha de venir del propio interior. Así, la situación precedente de minusvalía, de desorden, de inconsciencia, de torpe salvajismo —por más que adopte el disfraz de la cultura—, puede llegar a verse sustituida por esa dominación que nunca deja de ser libertad, pues procede del propio ser, y que se siente como divina e inefable: no es extraño que pueda compararse este tránsito al que se da de la situación de enfermedad a la curación. Tampoco es de extrañar que, desde este privilegiado punto de vista, incluso lo más problemático, lo más incierto, pueda adquirir un sentido, o al menos permita una puerta a una esperanza allá donde no alcanza la razón. Pues, aunque ha puesto en guardia a la joven frente a las torcidas manifestaciones espirituales a que está asistiendo, no deja empero de advertirle: Si no encuentra sentido a lo que ocurre en nuestro círculo, señorita, no se preocupe por ello. A menudo un camino que lleva hacia abajo es el atajo más rápido para subir (73).

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Durante ese breve lapso de tiempo en el cual, favorecida por el ambiente, se ha manifestado, condensada, la profunda experiencia espiritual de toda una vida de búsqueda, Eva ha podido aprender más que en muchos años. La primera enseñanza, o mejor, la primera manifestación de lo aprendido, cuyas repercusiones prácticas son incalculables, consiste en el descubrimiento del carácter de destino de cada existencia humana y, con ello, la aceptación consciente y voluntaria de la más alta responsabilidad en el devenir de la propia existencia: «si uno piensa —advierte la joven— que nadie sigue otro camino que el elegido por él mismo, entonces ya no hay razón para quejarse de la pretendida injusticia de la suerte» (73). Entre tanto, ¿qué ocurre con Fortunat Hauberrisser? Nos separamos de él cuando regresaba a su casa sintiéndose misteriosamente acompañado. Poco antes de dormirse, se ve sorprendido por un ruido al que sigue la caída de algo sobre su rostro. Cuando enciende la luz descubre que de un armario invisible, empotrado en la pared sobre el lecho, ha caído un rollo de papeles manuscritos. A la mañana siguiente los hojea, curioso, y le llama la atención encontrar en sus páginas el nombre de Chidher Grün. Inquieto por el nombre misterioso, intenta esclarecer la extraña coincidencia preguntando a quien, según piensa, lleva ese nombre: el judío propietario de la tienda de artículos de magia. Su sorpresa es enorme cuando se entera de que en la citada tienda no existe judío alguno y comprueba que en el rótulo de la entrada no figura en modo alguno el nombre inquietante, que la dependienta asegura desconocer. Entonces decide leer el manuscrito. Su lectura se convertirá en un hilo conductor hasta el fin del relato, o más exactamente, hasta el momento en que él mismo decida escribir porque, como el desconocido autor de esas páginas, tiene ya algo que contar: su propia aventura espiritual. Pues lo que, en efecto, contienen las viejas hojas que han caído sobre él en la noche, es una especie de diario en el que no se refieren las circunstancias externas de una vida, sino el peregrinaje íntimo hacia uno mismo. El criterio con el que el desconocido antepasado espiritual ha descrito sus vivencias es, pues, el mismo de Jung cuando dicta y corrige su autobiográfico Recuerdos, sueños, pensamientos: «En el fondo —dice el anciano psicólogo en el prólogo a esta obra— sólo me parecen dignos de contar los aconteci-

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mientos de mi vida en los que el mundo inmutable incide en el mutable. De ahí que hable principalmente de los acontecimientos internos (...) Al lado de los acontecimientos internos los demás recuerdos (viajes, personas y ambiente) se esfuman»239. Esto mismo parece pensar el difunto guía de Hauberrisser; y resulta sumamente interesante que las primeras líneas del manuscrito de que tenemos noticia hagan referencia a una de las más clásicas figuras del sí mismo: el árbol240; una figura cuyo peso simbólico en el relato va a ser, en adelante, extraordinario. Esto es lo que, impulsado por sus propios pensamientos, el neófito va a buscar, y encuentra, en las misteriosas páginas: «Durante años parece estar detenido, pero de repente, de modo absolutamente inesperado y a menudo a causa de un acontecimiento insignificante, se desvanece el velo y un día cualquiera surge en nuestra existencia una rama cargada de frutos maduros. Nos damos cuenta entonces de que, sin saberlo, sin que nunca nos hayamos percatado de su florecimiento, éramos nosotros los jardineros de éste árbol misterioso... ¡Ojalá no hubiera caído nunca en la tentación de creer que alguna potencia que no fuera yo mismo podía crear este árbol!» (96).

Por si pudiera caber alguna duda acerca de si el significado que se da a esta imagen del árbol es distinto del que encontramos en la investigación junguiana, véase lo que, poco más lejos, se afirma en el manuscrito: El objetivo de nuestra vida es descubrir qué es lo que hace verdear a este árbol y qué es lo que le protege de secarse (97).

Como los antiguos alquimistas, Fortunat se encuentra en la senda de la viriditas, del reverdecimiento241. No es extraño que lo leído le haga pensar, una vez más, en ese misterioso Chidher Grün —«el verde»—, ni que, de repente, empiece a sentir que «una prometedora

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JUNG, C.G. (1982) 11. JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 13, § 304. JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 12, § 333.

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esperanza despertaba en él», pues no en vano se dice que verde es el color de la esperanza. Aunque él aún no lo sabe, sus ojos nuevos han empezado a abrirse al mundo, que le habla con un lenguaje secreto, cuya mera existencia ignoraba hasta este momento. Este lenguaje es el de una filosofía natural de raigambre mística, semejante en cierta medida a la que hemos visto ilustrada por Swammerdamm aunque más elaborada, más sometida a hermenéutica. La anécdota en que esto se pone de manifiesto es la siguiente: Fortunat contempla la extraña maniobra realizada por un hombre ataviado de forma singular. Una anciana le explica lo que ha visto: el hombre es el colmenero de un convento próximo, al que se le han escapado las abejas; éstas flotan torpemente en el aire hasta que el colmenero, con la punta de una vara, captura a la reina, a la que todas siguen al fondo de una gran red. Fortunat interpreta la escena como «una parábola»: ¿Acaso —se pregunta— mi cuerpo es otra cosa que un hormigueante ejército de células vivas que giran alrededor de un centro oculto, siguiendo un atavismo de millones de años?». Intuyó —prosigue Meyrink— que existía una relación misteriosa entre lo que había contemplado y las leyes de la naturaleza interior y exterior y comprendió de qué modo debería resucitar, resplandeciendo mágicamente ante sus ojos, si fuese capaz de ver las cosas bajo una nueva luz, una luz cuyo lenguaje había sido robado por la vida cotidiana y la rutina (99).

No es casual que sea en este momento cuando tiene lugar una conversación entre Hauberrisser y Pfeill en la que va perfilándose una respuesta a las preguntas, a las incertidumbres y desconfianzas que minaban al protagonista al comienzo del relato. Más que una respuesta cabría decir una toma de posición que, según se desprende del diálogo, el barón Pfeill ha realizado ya: Verás —dice el barón—, es a esta escarda de malas hierbas en mi interior a lo que denomino la fundación de un nuevo Estado. Por consideración a los restantes sistemas existentes y al conjunto de la humanidad, a la cual no quisiera imponer mis opiniones sobre veracidad íntima y mendacidad inconsciente, (...) he admitido un único súbdito en este

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Estado: yo mismo. También soy el único misionero de mi fe, y no necesito conversos (104).

La fácil descalificación que podría recaer sobre un programa tan sencillamente formulado, basada en su aparente egoísmo, resulta invalidada por el barón antes incluso de nacer, y ello en nombre de una difícil mezcla de sabiduría y respeto en la que, curiosamente, cabe encontrar ecos de alguna de las más cordiales querencias del pensamiento marxista: El hecho de que a una persona le sobrevenga una ocurrencia significa que, simultáneamente, a muchos se les ha ocurrido lo mismo. El que no comprende esto no sabe lo que es una ocurrencia. Los pensamientos son contagiosos, incluso cuando no los expresamos (...) Estoy persuadido de que en este momento ya se ha incorporado a mi Estado toda una multitud (105).

Si no antiindividualismo —que jamás podría darse en Meyrink— si podemos ver en estas frases una especie de supraindividualismo que nace, precisamente, del individualismo entendido del modo que venimos viendo. Y esta actitud no propicia el egoísmo, sino al contrario —como acabamos de leer— un respeto exquisito y una confianza no menor en los otros, o al menos en sus posibilidades. Lo que, precisamente, combate Pfeill en las frases que siguen a éstas, son las manifestaciones sociales más comunes del genuino egoísmo cerril: Hay enfermedades peores [que las físicas], por ejemplo el racismo, el odio entre los pueblos, el patetismo (...) Yo no pienso exterminar en jardines ajenos nada que no perezca por sí mismo, pero en el mío propio puedo hacer lo que me plazca. Parece que el nacionalismo es una necesidad para la mayoría de los hombres. Va siendo hora de que surja un Estado donde no sean las fronteras y la lengua común lo que una a los ciudadanos, sino la manera de pensar (105).

De todos modos, el valor concedido a la reforma interior del individuo es indiscutible, aun en el caso de que parezca darse aisladamente:

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En cierto modo, tienen razón los que se ríen cuando oyen hablar de la reforma de la humanidad. Pierden de vista, sin embargo, que basta con que uno sólo se transforme radicalmente. La obra de este hombre nunca perecerá, lo advierta el mundo o no. Habrá abierto un boquete en lo existente, un hueco que ya no se podrá cerrar, independientemente de que los demás se percaten de ello enseguida o al cabo de un millón de años. Lo que se ha creado una vez no puede desvanecerse más que en apariencia (105).

Esta es la creencia de Pfeill, vale decir de Meyrink; una creencia a causa de la cual más de uno volverá sus ojos hacia los juicios peyorativos que, hasta el presente, predominaban respecto del pensamiento de este autor. Y sin embargo, esos mismos que no están dispuestos a aceptar —probablemente a causa del sacrosanto Yo y su presente inmediato— esa cuasimágica actio in distans, ese efecto futuro, apenas discuten la realidad del inquietante despertar de genes dormidos que, por ejemplo, desencadenan en determinado momento una enfermedad; genes que, muy pronto, merced al famoso proyecto internacional sobre el genoma humano, podrán —se nos dice— ser detectados en estado de latencia. También esos, u otros denostadores de Gustav Meyrink, estarán probablemente dispuestos a aceptar las no menos célebres «influencias del medio», los intangibles efectos de la educación, de la impregnación por hábitos sociales, sin pensar que la revolución espiritual vivida por uno sólo es, sin duda, una «influencia» tal vez menos sensible, pero no por ello menos real, que, a través de los años, incluso a través de las generaciones, puede conformar la personalidad de otros hombres. Cristo y Buda son los nombres de dos que, independientemente del carácter divino del primero para nuestra cultura, experimentaron esta renovación interior. Los hechos de sus vidas se convirtieron en Historia Sagrada, y qué duda cabe que, desde entonces, han configurado la vida de miles de millones de seres humanos. Sin llegar a tanto —lo que, a juicio de Meyrink y de quien esto escribe, es lo más deseable— cabe esperar que las transformaciones internas, a través de las actitudes individuales que determinan, no pasen por el mundo en el más absoluto silencio. Preguntado acerca de algún posible signo orientador en este complicado camino Pfeill responde con la visión del rostro verde, lo cual,

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para su sorpresa —que a estas alturas el lector ya no puede compartir— no provoca en Hauberrisser la hilaridad que su amigo teme. En este punto entra en escena Eva van Druysen, produciéndose, pues, el encuentro de la pareja protagonista bajo la verde sombra de Chidher. La joven viene acompañada por Sephardi, quien, con diferencia, resulta ser el más erudito en cuestiones místicas. Como tal se comportará en la conversación sobre el rostro verde que sigue a su llegada, aunque, si bien es cierto que su propia situación es incomparablemente más favorable que la del grupo del Zee Dijk, pues mantiene su total lucidez y, en consecuencia, no ha elegido el camino equivocado, pronto se pondrá de manifiesto que sus dificultades para alcanzar el objetivo serán mayores que la de la pareja que acaba de trabar conocimiento, precisamente —como se verá— a causa de la falta de una compañera, de una soror mystica242. En todo caso, a Sephardi le corresponde el mérito —como antes a Swammerdamm— de explicitar ciertas cosas que los otros sólo intuyen, así como el de tender los puentes entre visiones de la realidad que, en apariencia, son mutuamente excluyentes. De este modo, actuará como guía de Eva y Fortunat a lo largo del tramo de camino que él mismo ha sido capaz de recorrer. Comenzará a hacerlo tendiendo uno de esos puentes a que acabo de referirme. Al defender el carácter sustantivo del rostro verde, motiva la siguiente réplica del barón: Uno podría imaginarse que Dios le habla a través de un fantasma de rostro verde siendo él mismo el que habla (111).

Pfeill se comporta, así, como defensor no sólo de la psicología, sino tal vez incluso del psicologismo. En su frase está implícito un evidente reduccionismo: «Dios no es más que...». La respuesta de Sephardi no afirma ni niega, pero quita a la perspectiva psicológica todo el hierro de la unilateralidad: «¿Dónde ve usted la diferencia esencial entre ambas cosas?», es la pregunta con la que el judío contesta a su interlocutor; lo que, a mi entender, introduce un matiz fundamental en el dominio axiológi-

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Véase lo que al respecto se dijo en el análisis de El Golem.

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co. Lo que Sephardi parece defender es la idea, sólo en apariencia similar a la de Pfeill, de que el sí mismo es Dios; idea que, como hemos visto, es la del propio Meyrink. La perspectiva del barón empequeñece lo divino; la de Sephardi engrandece lo radicalmente humano. Y, dicho sea de paso, coincide con lo que Jung pensaba al respecto, sin duda porque es la misma tradición la que está en la base del pensamiento de ambos autores: la del Dios escondido, encarnado en el hombre, uno con él pero desconocido y, en consecuencia, sujeto y objeto de conquista, de apropiación a la vez intelectual y amorosa. Igualmente junguiano avant la lettre es el sorprendente concepto de «Yo central común» —gemeinsames Zentral-Ich (111) que, pocas líneas más lejos, formula este personaje para intentar explicar la ubicuidad de ciertos pensamientos o de ciertos símbolos —podríamos decir: su carácter arquetípico—, como por ejemplo el de ese rostro verde que algunos de ellos persiguen y que, a su vez, parece perseguir a Fortunat. La idea de que, en esas ocasiones, alguien piensa por nosotros —provisionalmente y de manera metafórica Sephardi atribuye ese pensar en imágenes (112) a «la Madre Tierra» (111)— le lleva a postular la existencia de eso que Jung nombrará «inconsciente colectivo». Incapaces, de momento, de comprender lo que les sucede, Eva y Hauberrisser insisten en el carácter sustantivo de su visión, o más exactamente, de la visión experimentada por el primero y anunciada a la segunda por su difunto padre, lo cual no debe conducirnos a un análisis superficial, como sería el que resolviera el caso aceptando al pie de la letra este aserto y tildando de «místico», en el más lamentable sentido del término, al pensamiento de Meyrink. La refutación que, en estas mismas páginas, realiza Sephardi de cualquier veleidad de este tipo es tajante y no resulta contestada por los otros personajes, y coincide, por otra parte, con las no menos explícitas formuladas en otras obras de Meyrink. Lo que nuestros neófitos quieren reconocer, y dar a entender a los otros, con su declaración, es que la visión del rostro verde se les impone con carácter de verdad, que, es una verdad psicológica, por utilizar una vez más el lenguaje junguiano243. El pa-

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243 «El símbolo, considerado desde el punto de vista del realismo, no es una verdad manifiesta, pero es psicológicamente verdadero (...) La verdad psicológica no excluye en

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dre de Eva postulaba —sin explicar de dónde le venía este saber— que la visión del rostro verde era un hecho empírico; Fortunat declara que, sin conocimiento previo alguno, lo ha experimentado. Durante toda su vida Jung insistió precisamente en la base empírica de sus teorías, de la que formaban parte experiencias internas de esta índole. En el curso de la misma conversación encontramos aún otras resonancias junguianas; así, por ejemplo, la identificación del rostro verde con el «hombre primordial», el Adam Cadmon de la Cábala, esa figura arquetípica que, por lo mismo, es inmortal, pues trasciende la singularidad del individuo: [Eva]: A lo mejor mi padre quiso decir que tal precursor era un ser que había alcanzado la inmortalidad. [Sephardi]: Alguien que alcanzase la inmortalidad subsistiría en forma de pensamiento inmutable (113).

Observe el lector que, a falta de mejores recursos para nombrar la vivencia psíquica sobre la que están reflexionando, ambos interlocutores la personifican —y no olvidemos que el término «persona» podría provenir de prosopon, máscara—, por la misma razón por la que, en el cine fantástico, suele enmascararse con vendas al «hombre invisible» para poder contar visualmente su historia; que luego este «alguien», así entendido, se convierta en pensamiento no debe extrañar, pues, a la postre, lo que se habría producido no es sino el paso sucesivo de la intuición profunda a la imagen, y de ésta a la palabra, por más que esta palabra quede, a veces, sin pronunciar.

IV. EURÍDICE EN BUSCA DE ORFEO. De todos modos, como ya advertí, todos estos conocimientos, que Sephardi comparte ahora con sus amigos, no bastan al judío para

———— modo alguno una verdad metafísica; pero la Psicología como ciencia debe abstenerse de toda consideración metafísica». JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 5, § 343- 344.

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alcanzar su propio renacimiento, y ello en virtud de esa consideración a la que me referí al comienzo, que confiere a El rostro verde su auténtica profundidad psicológica: la necesidad del otro. Considere el lector las últimas palabras de este personaje en el fragmento objeto de nuestra atención: Es una suerte para el mundo el hecho de que un hombre consiga franquear el «puente hacia la vida». Casi diría que significa más que la llegada de un Mesías. Pero un hombre solo no puede alcanzar la meta, para ello necesita... una compañera. Únicamente puede alcanzarse uniendo las fuerzas masculina y femenina. Este es el sentido secreto del matrimonio que la humanidad ignora desde hace milenios (115).

Todo aquél que esté familiarizado con la obra de Jung encontrará sin dificultad en las líneas precedentes una clara referencia al anima, al componente femenino del inconsciente viril. Sin el encuentro con el anima propia no es posible completar el proceso de individuación; pero constituiría una excesiva simplificación, una «psicologización» abusiva y, a la postre, esterilizadora, remitirse, para la comprensión del significado del anima, en exclusiva al dominio interno. Tanto Jung como sus discípulos más próximos dejaron claro que, del mismo modo que el anima, al verse proyectada sobre los otros, determina, o condiciona al menos, la elección de la persona amada, también las personas del otro sexo se comportan, por así decir, como otros tantos espejos de diversa configuración que permiten ir reconociendo, si se sabe mirar, el anima propia244. De este modo se afirma la importancia del otro en la conquista del sí mismo. Pienso que Jung reconocería, con Sephardi y con su creador, que, en efecto, «éste es el sentido secreto del matrimonio que la humanidad ignora desde hace milenios».

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244 En relación con este tema puede verse, por su extrema claridad, lo que al respecto dice M. L. von FRANZ en el volumen colectivo titulado Der Mensch und seine Symbole. Jung, C.G. (1999) 177-189. Y más recientemente, HILLMAN, J. (2000) arranca su reflexión partiendo de esta cita de Jung: «el alma no puede existir sin su otra parte, que siempre se encuentra en un Tú» (27). La cita de Jung en Bd. 16 § 454.

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Este mensaje es el que, en el momento de su encuentro, reciben Eva y Fortunat, la clave de su destino compartido. Desde el primer momento se sienten mutuamente atraídos, pero la mujer, cuya pesquisa espiritual, no lo olvidemos, ha comenzado más temprano que la del varón, y que en un breve, pero intenso lapso temporal ha recibido, de manera consecutiva, la enseñanza de dos guías tan dispares como Sephardi y Swammerdamm, lleva una dolorosa ventaja sobre su compañero: Seré tu amada, estoy segura —admite—, pero lo que los hombres entienden por matrimonio nos será ahorrado (122).

Es cierto que, para que la joven llegue a esta convicción, han tenido que suceder cosas tremendas; entre ellas cabe considerar la intuición, que es casi una certidumbre, de que el vínculo invisible que acaba de trabarse entre ellos cierra las puertas a esa misma esperanza en el caso de Sephardi. Pero sin duda es más importante el espantoso suceso acaecido en la extraña comunidad del Zee Dyk: la muerte violenta del zapatero Klinkherbogk y su nieta, el episodio con el que concluye, de manera terrible, la peripecia de los que, como Laponder en El Golem, han elegido el camino equivocado. Ambas experiencias infunden en su mente la idea de que la felicidad de la unión sólo puede conseguirse al precio de un gran dolor, a través incluso de la muerte. El crimen del Zee Dyk merece, desde luego, nuestra atención. Al final de la reunión de la que más arriba nos ocupábamos, Klinkherbogk —cuyo nombre iniciático en el seno de la comunidad es Abram— queda solo con su nieta Katje, aparentemente dormido pero presa del trance en que le han dejado Eva, Swammerdamm y los demás. En el sueño, el inconsciente del zapatero recrea la historia de Abraham e Isaac, aunque con el aditamento de un personaje que actúa como guía, y que no es otro que el hombre del rostro verde; o, más exactamente, un hombre cuyo rostro está cubierto por un velo verde, el mismo que, según refiere el relato, en otra ocasión, dio a Klinkherbogk el nombre de Abram. Es decir: el guía del zapatero es el hombre del rostro verde, pero, por así decir, el suyo particular, que no es idén-

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tico al de Fortunat Hauberrisser. No podría ser de otro modo cuando, como hemos visto, los caminos seguidos por ambos personajes son, aunque convergentes, dramáticamente distintos, como lo son en El Golem los caminos de Pernath y Laponder. Como éste último, Klinkherbogk mata, pues la fantasmagórica recreación del mito del sacrificio del primogénito desemboca en el asesinato de Katje. Y, también como Laponder, el personaje de El rostro verde muere con la esperanza de una ambigua salvación, cuyo precio es la aniquilación de su vida física, el castigo ligado a su culpa homicida. Antes de que despierte del trance en el curso del cual asesina a la niña, el hombre del velo verde descubre ante él su rostro, del que ya está ausente la cruz ígnea de la vida, y le revela el significado ignoto de su existencia: Sabe que el verdadero «Segundo Nacimiento» es esto: que tú seas uno conmigo y reconozcas que yo, tu guía hasta el árbol de la vida, no soy otro que tú mismo (...) Antes de que franquees la puerta estrecha volverás a encontrar la muerte, y previamente el bautismo de fuego que te sumirá en un dolor y una desesperación abrasadores. Tú mismo lo quisiste así. Pero entonces tu alma entrará en el reino que le he preparado, como un pájaro que sale de su jaula para volar hacia la aurora eterna (86).

Despierto, el anciano experimentará, desde luego, el aniquilador tormento anunciado por su guía, por ese guía que tiene sus mismos rasgos, pues es él mismo, esa parte de él mismo de la que nunca ha sido consciente por obra del recurso psíquico de la «proyección», la artimaña inconsciente que consiste en ver como exterior a nosotros algunos de nuestros contenidos psíquicos más inaceptables245. Pero, en el mismo instante, se le otorga la posibilidad de calmar a la vez el dolor y la culpa entre los destructores brazos del negro Usibepu, que ha trepado hasta su ventana para robar y que, poco menos que obligado por el enloquecido Klinkherbogk, le rompe el cuello. La última imagen de este episodio sangriento es la de la urraca adiestrada del

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Véase, por ejemplo, JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 5, § 93.

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zapatero volando libre en la negrura de la noche mientras grita el nuevo nombre de su amo muerto: Abraham. La sílaba «ha» añadida al nombre antiguo representa, aquí como en el relato bíblico, el pacto firmado entre el hombre y Yahvé; no obstante, cuesta algún trabajo identificar a la urraca que cruza el oscuro aire nocturno sobre el Zee Dyk —el autor sólo nos concede, a través, además, de los ojos del zapatero enloquecido, el atisbo de «una estrecha raya roja bajo las nubes del levante»— con el ave prisionera que vuela libre hacia la aurora. Hay, probablemente —como anunciaba Laponder— más de un modo de encontrarse a sí mismo, y hasta los erróneos pueden resultar preferibles a la pereza del que no busca, del tibio246; pero, como ya ocurriera en El Golem, Meyrink no puede conformarse con ese camino fantasmal que arrastra a la muerte a los inocentes. Por eso tenemos que volver al punto en que dejamos a la pareja protagonista, pues lo que se dirime en su encuentro es nada menos que, como queda dicho, el sentido profundo del amor entre los sexos, e incluso del amor en sentido estricto. Precisamente acerca de lo que debe significar este amor se interroga, apasionadamente, con auténtica angustia, la joven Van Druysen después de la confesión que acaba de hacer a Fortunat: Someterse a él en todo, ahorrarle cualquier preocupación, leer el menor deseo en sus ojos... ¡todo eso debía ser muy fácil! Pero (...) nada de eso sobrepasaba el nivel humano, y lo que ella pretendía entregar tenía que situarse más allá de todo lo imaginable (124).

Entiéndase lo que aquí se dice acerca del «nivel humano» en el sentido que el lenguaje cotidiano da al término. A lo que Eva aspira no es a un amor sobrehumano o inhumano, sino a uno que transcienda el nivel de «la dulce época de nuestras abuelas», en la que aquel anhelo con facilidad quedaba reducido a «esas miserables labores ma-

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246 En El Golem Meyrink hace decir a Charousek cuando se despide de Athanasius: «volveremos a vernos (…) cuando el SEÑOR, según está escrito en la Biblia, escupa de su boca a esos que fueron tibios, ni fríos ni calientes» G 232.

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nuales» (123). Se trata, una vez más, de dar a lo humano su auténtico relieve, su altura más excelsa. Este anhelo de Eva se concreta en un afán de donación de sí misma que, como queda dicho, supera las barreras de la mera donación sexual e incluso del sacrificio del propio rol social —el modelo más apreciado por la burguesía del momento— , pero que también desborda el afán de autorrealización al modo masculino, oponiéndose así a cierta forma de feminismo. En el personaje de Eva Meyrink realiza una patente afirmación de la singularidad del carácter femenino, afirmación ésta que puede resultar problemática en grado extremo, más aún que todas las otras que, hasta ahora, intentamos comprender y apreciar en su justo valor. No soy capaz de discernir si, en el retrato que el novelista hace de su personaje femenino, lo decisivo es una finura psicológica comparable a esa de la que hace gala en el retrato de los masculinos, o bien nos encontramos ante una mera proyección, bienintencionada sin duda, pero no por ello menos deformante, de su propio ideal de mujer. Pienso que solamente una mujer que dedicase el tiempo necesario al estudio de las obras de Jung y Meyrink estaría en condiciones de resolver de la manera más exacta posible —es decir, dentro de los amplios márgenes que ofrece este género de interpretación— el problema que acabo de plantear. Lo cierto es que Meyrink convierte en clave del proceso de individuación de Eva van Druysen el anhelo de la donación de sí misma. No obstante, no debemos perder de vista un aspecto muy importante, que tal vez nos ayudará a situar en el lugar que le corresponde esta parte tan complicada del pensamiento de Meyrink: del mismo modo que Eva no entiende la donación de sí al modo tradicional, tampoco la confunde con la pura anulación, sino que la sitúa en la cúspide de una tarea de la mayor magnitud. Juzgue el lector a la luz de las siguientes frases: En la cumbre de su sufrimiento, apoyó la frente en la baranda y, con los labios crispados, profirió una muda súplica: que se le apareciese el más pequeño de aquellos que cruzaron por amor el río de la muerte y le mostrara el sendero que lleva hasta la misteriosa corona de la vida, para que pudiese recogerla y darla (125).

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«En la cumbre de su sufrimiento», es decir, en la plenitud de la experiencia espiritual sin la cual no es posible emprender con éxito la conquista del sí mismo; no en vano surge en ella, espontáneamente, la arcaica metáfora del río de la muerte, la barrera movediza entre lo solar y lo más profundo y oscuro. Pues bien: en la cumbre de su sufrimiento, Eva no piensa sino en un movimiento activo y voluntario —cruzar el Aqueronte que, no en vano, figura en el motto elegido por Freud para su Traumdeutung— con el fin de alcanzar «la misteriosa corona de la vida», una corona que sin duda se marchita si no se da: éste es el sentido preciso y profundo de la donación. Como puede verse, tal actitud no implica pasividad y renunciamiento, sino acción y afirmación, lo que me lleva a pensar que quienes consideran que el discurso de Meyrink es sexista están tan desorientados como los que lo tildan de antisemita. Eva pide la corona de la vida, lo más excelso que puede solicitar, y la pide para darla, para renunciar a ella en favor de Fortunat —como vemos, el nombre del protagonista resulta a cada paso más adecuado—, de modo que la muerte, o lo que la muerte significa, aparece al menos en dos lugares, a dos niveles distintos: está, primero, el ya mencionado «descenso a los infiernos», con todos sus peligros, con su evidente carga de riesgo psíquico; y, luego, si de verdad se ha logrado la conquista de la corona —no olvidemos el significado psicológico de este símbolo— la entrega al otro. Pero, no nos engañemos: si lo primero se consigue, lo segundo sólo puede parecer la muerte cuando se contempla con los ojos de lo cotidiano. Nada más formular su muda súplica Eva tiene una visión en la que se le aparece el hombre del rostro verde, aunque en esta ocasión no se hace mención de este rasgo y sí de la señal ígnea en su frente, así como del hecho de que «de sus sienes brotaban dos rayos luminosos como los cuernos de Moisés» (125). A diferencia del desdichado Klinkherbogk, Eva contempla tanto la cruz de fuego del Judío Errante como su rostro, que en ningún momento aparece velado y que, desde luego, no es el suyo propio. A lo más que el zapatero podía aspirar era, a través del castigo, a reconciliarse consigo mismo, y así el Rostro Verde tiene sus rasgos. Pero Eva ha llegado más lejos; lo suyo no es una mera reconciliación, sino una vinculación con lo

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profundo, incluso con lo colectivo. La figura mítica que vislumbra es el Errante, pero también Moisés, el conductor —el psicopompos—, el bicorne, ese Dulqarnain de quien los árabes hacían compañero a Chidher, tal como Jung recoge en Simbolos de transformación. La situación, lo repito, es muy diferente a la que se daba en la pesadilla de Klinkherbogk, como también lo es su significado: Comprendió que debía morir, pues la señal en la frente del hombre resplandecía descubierta (...) No obstante, su corazón desbordó de alegría: viviría, puesto que había visto el rostro del hombre al mismo tiempo (126).

Lo que sigue a esta revelación es, sencillamente, el cumplimiento de su destino libremente elegido. Atraída por una llamada irresistible, Eva se dirige en la noche hacia el escenario del crimen, y las sensaciones que por el camino experimenta dan cuenta del sentido de su peregrinación: Un odio tenebroso dirigido contra ella ascendía desde la tierra, la fría e implacable cólera que se desata contra el hombre en la naturaleza cuando éste osa sacudirse las cadenas de su servidumbre (...) En su desesperación levantó la mirada hacia el cielo; una conmovedora oleada de consuelo se derramó sobre ella al contemplar, girando resplandeciente sobre la tierra, el ejército de estrellas, con sus mil ojos vigilantes, como todopoderosos auxiliadores que no permitirían que alguien le hiciera el menor daño (129).

No puede ser más evidente la contraposición entre lo ctónico y lo pneumático. El combate ha comenzado y, en su búsqueda de lo espiritual, la mujer no tiene más remedio que enfrentarse con las fuerzas de lo oscuro, lo telúrico. Este oscuro presagio se concreta en el encuentro con «el horrible negro que había visto en la buhardilla del zapatero», el ejecutor de los designios de lo oscuro que, en este trance, se nos manifiesta además —recuérdese lo dicho al respecto en relación con los rasgos asiáticos del Golem— como la sombra. Eva comprende «que la fuerza demoníaca que la había obligado a venir al Zee Dyk

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emanaba de él» y percibe que, a la sazón, está indefenso, aunque por poco tiempo: Eva se dio cuenta de que estaba rígido como un cadáver, de que sólo tendría que empujarlo levemente para que cayera de espaldas al agua. Pero al mismo tiempo comprendió que no sería capaz de hacerlo (...) A menudo había oído decir que las mujeres, en particular las rubias, pese a su violenta aversión contra los negros, no podían evitar abandonarse completamente a ellos (...) Nunca lo había creído y despreciaba tal actitud como propia de criaturas bajas y bestiales, pero ahora, horripilada, reconoció que realmente experimentaba un impulso así. El abismo aparentemente infranqueable que existe entre la aversión y la embriaguez de los sentidos, en realidad no era más que una delgada pared transparente, una pared que al derrumbarse convertía el alma de la mujer en un campo de batalla para los instintos bestiales (130).

El soñador de El Golem difícilmente podía resistirse al asalto de su inconsciente en el curso del sueño. Eva, cuya aventura espiritual es tan voluntaria como hemos visto, tiene aún, por un momento, opción a retroceder, puede decidirse por sumergir su sombra en las aguas primordiales; pero, aunque la vivencia de peligro es extrema —tanto como para sospechar que sus fuerzas pueden no ser suficientes y que, en lugar de acceder a la luz puede, por el contrario, hundirse en la bestialidad— se entrega, estremecida, a este inmenso peligro. Antes de alcanzar lo espiritual, lo pneumático, debe luchar a muerte con lo ctónico: «el espíritu de la tierra —así experimenta el abrazo del colosal negro— retenía con garra de hierro aquello que le pertenecía» (131). En brazos de Usibepu recorre Eva las callejuelas del barrio portuario hasta que, abandonada un instante por su raptor, que tiene que defenderse de sus perseguidores, en un jardín, experimenta una vivencia de desdoblamiento como la de Pernath en la casa sin puertas del Golem. Su fantasma, por llamarlo de algún modo, es percibido por el negro que, entonces, deviene su servidor: la sombra ha quedado dominada, subsumida en el seno de una entidad superior; y no han sido la negación o la huída, sino el enfrentamiento en aras del amor —del amor a un hombre e, íntimamente relacionado con él, al propio ani-

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mus— quien ha conseguido este prodigio. Cuando, más tarde, Swammerdamm intente tranquilizar a Hauberrisser, que ha acudido a él en busca de noticias sobre su amada, lo hará señalando precisamente esto, que marca la diferencia entre su camino y el elegido por el zapatero muerto: «la llamada debe ser dictada por el amor al prójimo: en otro caso se despertarían en nosotros las fuerzas de la oscuridad» (139). Una vez más el viejo Swammerdamm tiene que actuar como guía, y lo que indica al desesperado Fortunat es, dicho con otras palabras, que sea fiel al valeroso designio de aquella a quien ama: Es necesario que la encuentre, pero no como se encuentra a un objeto perdido, sino de una manera nueva, encontrarla doblemente (...) El espíritu de la tierra nota muy bien cuando está corriendo el peligro de ser vencido por el hombre, por eso no tiende sus trampas más pérfidas hasta ese momento. Plantéese a sí mismo la pregunta: ¿qué pasaría si ahora encontrase a Eva? De tener el valor suficiente para afrontar la verdad, tendría que contestarse que el curso de sus vidas seguiría fluyendo aún durante algún tiempo, pero finalmente se secaría en las arenas de lo cotidiano. ¿No mencionó que Eva tenía miedo al matrimonio? (146).

V. LAS BODAS QUÍMICAS DE FORTUNAT HAUBERRISSER. En este doloroso trance le será de extraordinaria ayuda el manuscrito esotérico que cayó sobre él en plena noche en su vivienda de alquiler; o quizá haya que pensar que sólo en semejante ocasión un texto de esas características puede ser adecuadamente comprendido, porque las vivencias experimentadas por su lector le han sensibilizado de modo enteramente nuevo. Digamos que ambas cosas —comprensión del texto y la ayuda por él suministrada— van de consuno. El citado escrito presenta, de forma que casi cabría calificar de metódica, la descripción del proceso que Fortunat está viviendo. Lo que en el joven es experiencia, en el manuscrito aparece como teoría, aunque en todo caso como teoría derivada de una experiencia de generaciones, y aún más, de una experiencia que trasciende incluso las culturas, remontándose a los inicios de la consciencia de la humanidad:

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Los baños por inmersión en agua helada de los judíos y los brahmanes, las vigilias nocturnas de los discípulos de Buda y de los ascetas cristianos, los tormentos de los faquires hindúes —todo ello para no dormir—, no son sino ritos externos, congelados, que delatan, como ruinas de columnas, al buscador, que aquí, en tiempos muy remotos, se alzó el templo secreto de la voluntad de despertar (166).

El despertar, en las páginas del manuscrito que el protagonista consulta ahora, es el tema fundamental, la clave para el buscado renacimiento espiritual; es decir: por más que el inconsciente sea el territorio a conquistar, el esfuerzo por mantener, a la postre, el señorío de la consciencia constituye una condición sin la cual nada tiene valor. A modo de letanía se repite en este fragmento la frase: «Estar despierto lo es todo» (166); lo que no significa —ahí está El Golem para atestiguarlo— que haya que negar sus derechos a lo onírico. El sueño y la vigilia de que aquí se habla son estados anímicos más bien que corporales. Los «soñadores» —Träumer— mencionados en el manuscrito serían, más bien, meros durmientes, aunque si Meyrink utiliza aquél calificativo, y no éste, es con intención de emitir un juicio acerca del valor de la idea que estos hombres se hacen de la vida humana: Estos «soñadores» no son, como tal vez crees, las personas dotadas de fantasía o los poetas, sino los diligentes, los aplicados, los inquietos de este mundo, los corroídos por la locura del obrar. Se parecen a feos e industriosos escarabajos que se esfuerzan por ascender a lo largo de un tubo liso para, luego, volver a caer desde arriba (165-166).

A estas alturas no será preciso advertir que Meyrink —lo veremos enseguida— no se opone al trabajo en sí, ni niega la necesidad del esfuerzo cotidiano, ni sus pretensiones productivas; se limita a considerar una actitud puramente bestial, propia de coleópteros, la cerrazón ante la búsqueda de un sentido diferente a ese esfuerzo. Tal vez resulte oportuno recordar, en este punto, el fragmento de la vida de Cristo en que se retrata a las hermanas de Lázaro, Marta y María, donde se refiere cómo la segunda es objeto de la censura de sus hermanos por distraerse de sus obligaciones caseras en presencia del Ma-

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estro, y cómo éste, contra la opinión de sus anfitriones, resalta el valor de la actitud de la hermana recriminada; y conviene igualmente no olvidar que, de las dos, la contemplativa es la que lleva el mismo nombre que la madre de Cristo. Los «soñadores» de que habla el desconocido autor del manuscrito lo son porque no comprenden lo que significa el estado de vigilia; a cambio —afirma— «nosotros sabemos que el estado de vigilia significa un despertar del yo inmortal» (170). Una de las figuras emblemáticas de este renacimiento, de este rejuvenecimiento, de esta «inmortalidad», es el Fénix, cuyo nombre sirve de pórtico a una sección del manuscrito en cuya lectura se engolfa Fortunat a continuación de la anterior: Nuestro emblema es el Fénix, el símbolo del rejuvenecimiento, el águila legendaria de los cielos de Egipto, con su plumaje rojo y dorado, que se abrasa en su nido de mirra y renace siempre nueva de sus cenizas (171).

Lo que el símbolo expresa es bien conocido: no se renace sin antes haber muerto. Angustia, incertidumbre y desgarramiento esperan a quien, como el Fénix, aspira a renacer; antes hay que gustar el sabor de las propias cenizas, quemar al yo caduco, pero también someterse a peligros que pueden ser formidables en el dominio psíquico. Quien escribe el texto que ahora posee Fortunat —a todas luces, un iniciado— advierte acerca de la entidad de estos perils of the soul247, de los cuales, por otra parte, hemos tenido ya conocimiento en el nivel de la experiencia, por más que sea a través de la experiencia de unos personajes de ficción. Cuando se inicia el despertar —cuando unos ojos hasta entonces ignorados se abren por primera vez a la vida más profunda del psiquismo— lo más fácil es que lo primero que llegue a contemplarse sea «el reino de los fantasmas», es decir, el de ciertas percepciones que se tienen por ajenas sin ser otra cosa que proyecciones

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247 Este término, que Jung toma en préstamo a la Antropología Cultural anglosajona, traduce la idea de algunos pueblos primitivos actuales acerca de las amenazas venidas del inconsciente. Cfr. JUNG, C.G. (1971-1983), Bd. 9/1, § 47.

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del propio inconsciente. Estas proyecciones pueden configurarse como auténticas visiones, como verdaderos fantasmas, en el más llano sentido del término, como alucinaciones que lindan con lo patológico. A través de su desconocido personaje Meyrink menciona «formas espantosas, luminiscentes, [que] querrán hacerte creer que proceden de otro mundo» —es decir, que proceden del exterior— no siendo, por el contrario, más que «pensamientos que aún no has dominado del todo, que adoptan una forma visible» (173). La ambigüedad de estas apariciones es máxima, pues, a partir de ellas, «se han elaborado muchas falsas creencias que han hecho que la humanidad retrocediera a las tinieblas», pero también pueden ser entendidas como «los signos del nivel de desarrollo espiritual en el que te encuentras» (173). Esta interpretación no puede sorprender al conocedor de la obra de Jung y, sobre todo, de su vida, pues sabido es hasta qué punto bordeó él mismo lo que, a vuelapluma, puede denominarse «la locura» cuando afrontó de lleno su propio proceso de individuación. Si se supera con éxito esta etapa se accede —siempre según el manuscrito— a otra en la que se asiste a «la transformación de tu prójimo en fantasma», lo cual lleva en sí, como el paso anterior, asociados «el veneno y el medicamento». Realmente, sería muy ingenuo pedir a quien experimenta una escisión tan brutal como la que se intuye en las líneas precedentes, capaz de proyectar fuera de sí «pensamientos» —energía psíquica, diría Jung— que cobran forma al menos para el sujeto, que siguiese considerando a quienes le rodean del mismo modo que antes, como si nada hubiera ocurrido; porque, o bien los otros, o al menos alguno de ellos, han cambiado también, o bien entre uno y otros acaba de abrirse una sima de dimensiones estremecedoras. Este es, precisamente, el punto crucial; y en él se encuentra, como medicamento, como antídoto al veneno, lo que ya hemos visto en la historia de Fortunat: el amor. Si te detienes en el nivel de considerar a los seres humanos sólo como fantasmas beberás solamente el veneno y serás como aquél de quien se dice: «quien no tiene amor está vacío como metal que resuena»; pero si descubres el «sentido profundo» que yace escondido en cada una de estas sombras humanas, entonces estarás mirando con los ojos del espíritu no sólo su núcleo vivo, sino también el tuyo propio (173).

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¿Qué habrá ocurrido entonces? Aparentemente tal vez nada, pues el sujeto de este difícil proceso no será un visionario, o un alucinado, ni alguien que, voluntaria o involuntariamente, se sitúe, distanciado, por encima del común de los mortales; dicho irónicamente, como, por otra parte, se expresa en este trance el guía del manuscrito, «entonces estarás de nuevo donde estabas antes, como tan gustosamente dicen, en son de burla, los insensatos» (173). Me parece especialmente apreciable este aserto de Meyrink, pues, sin descartar del todo la posibilidad de que alguien que haya avanzado lo suficiente por este camino se convierta en un taumaturgo248, no concibe esto último como fin, y mucho menos como prueba de la bondad de la metanoia experimentada por un ser humano; incluso manifiesta su temor de que la mayor parte de los taumaturgos se reclute entre quienes han elegido el camino errado. Esos parecen «llevar en la frente un estigma: carácter» (172). La muchedumbre reconoce en ellos esa señal, advierte su «fortaleza de carácter», porque, en lugar de comprender que «primero hay que llevar nuestro espíritu a la soledad para transfigurar el cuerpo», piensan que «deben retirarse a la soledad con su cuerpo para purificar su espíritu» (170). Es imposible no reconocer en estos anacoretas, en estos ascéticos solitarios, a los «despreciadores del cuerpo» a quienes fulmina el Zarathustra nietzscheano. Esto es lo que de ellos dice el manuscrito: Creen que hay que descuidar y despreciar al cuerpo porque es pecaminoso; nosotros sabemos que el pecado no existe, que el cuerpo es el principio, que tenemos que comenzar por el cuerpo y que hemos bajado a la tierra para transformarlo en espíritu (170).

Hasta aquí Meyrink. Quien tenga la curiosidad de repasar el texto del Zarathustra puede sentirse sorprendido por mi anterior afirmación equiparando los puntos de vista de ambos autores, sobre todo si se tiene en consideración lo que, el el citado fragmento, Nietzsche

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248 «Una vez que hayas alcanzado este punto, nadie sabe si se te concederán los poderes milagrosos que poseían los profetas de la antigüedad, o si en lugar de ello encontrarás la paz eterna (...) Si los recibes y te sirves de ellos, debe ser en interés de la humanidad, que necesita signos así» (p. 174).

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dice del «espíritu». Pero la contradicción es sólo aparente. A la postre, Zarathustra afirma: Yo no voy por donde vosotros vais, despreciadores del cuerpo. Para mí no sois el puente que conduce al superhombre249.

Y, ¿en nombre de qué dice esto Nietzsche? En nombre de algo que tiene que ver con el cuerpo y su «más alta sabiduría», algo que, para júbilo de quien esto escribe, denomina Selbst: Los sentidos y el espíritu son instrumentos y juguetes tras los cuales se oculta el sí mismo. El sí mismo busca también con los ojos de los sentidos y oye con los ojos del espíritu (...) Domina y es también señor del Yo. Tras tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, hay un poderoso señor, un sabio desconocido que se llama sí mismo. Habita en tu cuerpo, es tu cuerpo250.

De la conquista del sí mismo es de lo que, desde el comienzo, nos estamos ocupando; que el cumplimiento del objetivo no vaya acompañado de grandes luminarias en el cielo no significa nada, pues, si bien el peregrino no parece, a ojos de los demás, haber cambiado —parece «estar de nuevo donde estaba antes»—, lo cierto es que «es muy distinto volver a casa después de una larga estancia en el extranjero que no haber salido nunca de ella» (174). ¿Se trata de una metáfora, o de la expresión de un anhelo, la mención de que algunos de los que han completado su proceso espiritual quedan eternamente en el mundo para guiar a los buscadores? La novela permite reconocer al personaje cuyo rostro da nombre al relato solamente como imagen en que cristalizan los más profundos y fuertes contenidos del inconsciente de Fortunat Hauberrisser; tal vez Meyrink se limitó a dar cuenta de aquello que, tanto por vía empírica como a través de sus lecturas, pudo llegar a saber acerca del proceso de individuación realizado, necesariamente, en el curso de la existencia te-

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NIETZSCHE, F. (1999) Bd. 4, 41 NIETZSCHE, F. (1999) Bd. 4, 39-40.

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rrenal, aunque sin renunciar a la esperanza de que este proceso permitiese tender un puente entre la existencia terrenal y una posible existencia transcendente, dando así razón a la intuición básica de las religiones. Lo cierto es que el fragmento del manuscrito sobre el Fénix termina con el anuncio de la presencia de uno de estos inmortales, a quien algunos llaman el Judío Errante, otros Elías, «y los gnósticos Juan el Evangelista». El desconocido redactor advierte que él mismo ha podido conocerlo bajo la figura de un hombre vivo, e incluso —como, gráficamente y parafraseando las escrituras dice, «poner la mano en su costado». «Su nombre era Chidher Grün» (175). La lectura del fragmento sobre el Fénix no evita a Fortunat ni uno sólo de los peligros que anuncia, pero sí le ayuda a superarlos; casi parece como si alguien le llevara de la mano a lo largo del borde de los precipicios en los que su razón podría perderse para siempre. Por una parte, su deseo de evocar la imagen de Eva, de recuperar al menos sus rasgos, le impele a buscar, a provocar el «estado de vigilia» a través de esas técnicas físicas, de control del propio cuerpo, de las que de forma tan ambigua se habla en el texto esotérico. El sentimiento que a ello le impele es, en todo caso, positivo: Había pensado que sustraerse al dolor por Eva sería solamente acelerar la cicatrización de las heridas de su alma (...) Se había resistido con todas las fibras de su ser contra una curación semejante, como lo haría cualquiera que comprendiera que la extinción de la pena causada por la pérdida de una persona amada conlleva siempre la difuminación de su imagen (178-179).

Pero, como ha podido leer, mediante estas técnicas consigue, en efecto, hacer aparecer ante sí tan sólo el fantasma de la amada. Y no es una Eva soñada, fantaseada, creación de una mente hiperexcitada por el dolor y la nostalgia, lo que Fortunat tiene que recobrar. Sólo la auténtica Eva puede salvar verdaderamente al enamorado, al aventurero espiritual. No el fantasma de la mujer, sino la mujer; no el remedo interesado, proyectado, del anima, sino el anima misma. Solamente así soy capaz de interpretar de forma coherente el penúltimo episodio

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del relato, en el que Eva Van Druysen, en carne y hueso, se presenta en casa del protagonista después de que éste haya intentado evocarla mediante las técnicas repudiadas en el escrito que habla del rostro verde. Una vez más la extraña combinación de realidad y alucinación de que hace gala el texto de Meyrink nos da la clave para interpretar esta escena. El desgarrado Hauberrisser experimenta en la noche la atroz visión de un símbolo problemático: enroscada en una cruz truncada —algo así como una enorme T— desciende hacia él una serpiente verde cuyo rostro, «con la frente vendada por un trapo negro, (...) semejante al de una momia humana», recuerda al de Chidher «tal como [Hauberrisser] lo había visto en la tienda de la calle Jodenbree» (182-183). El doble símbolo del renacimiento —el Judío Errante, la serpiente verde— aparece aquí bajo los rasgos diabólicos del simulacro: la serpiente, el ambiguo daimon de la grecia arcaica, a la vez bueno (agathodaimon) y malo (kakodaimon)251, ha sido mencionada en el relato páginas atrás en relación con el personaje que de forma más clara encarna las fuerzas mágicas de lo ctónico, Usibepu, y puesta en relación con la divinidad del vudú (81). Por su parte, el «rostro verde» aparece ahora momificado, de modo que ya no es promesa de rejuvenecimiento, sino anuncio de muerte. La cruz truncada, en fin, sugiere la imagen de lo incompleto, de lo imperfecto, de lo irregular; la imagen más sencilla y canónica de la cuaternidad, amputada, es lo que sirve de apoyo y asidero al mágico fantasma que representa la perdición espiritual, el abandono de lo más exquisitamente humano entre los anillos de la magia, la momificación. Sacudido por esta pavorosa admonición, Fortunat descubre que «había puesto en peligro la vida de Eva» (183), o, dicho de otro modo, que había podido trocar en muerte lo que, para él, es la fuente de toda vida. Sólo cuando ha superado —enfrentándose a él, cayendo casi en él— el máximo peligro, puede Hauberrisser reencontrarse, físicamente —o, dicho de otro modo, en términos de realidad que sólo pueden equipararse al encuentro físico— con Eva, su amada-anima, y unirse a

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 5, § 593.

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ella en unas nupcias que, como al final se verá, responden a la imagen de las bodas sagradas, cósmicas, al hieros gamos cuyo fruto será el sí mismo incorruptible. Antes, Eva ha confiado a su amado que, gracias a Chidher —y a través de la vivencia que ya conocemos, de la que el judío eterno de rostro verde es alegoría— ella es ya inmortal: «No temas... Ya no puedo abandonarte, amado. El amor es más fuerte que la muerte. El lo ha dicho... ¡y no miente! Yo yacía muerta y él me ha hecho viviente. Siempre me hará vivir, aunque muera (187).

Y, en efecto, la Eva reencontrada morirá entre los brazos de Fortunat, última prueba que debe pasar el aprendiz antes de desgarrar para siempre las envolturas, la capucha que ofusca su visión. El hombre debe saber, si no quiere caer en la desesperación, que al instante excelso —o el exiguo número de ellos— en que se percibe el fondo más remoto, más radical, en que se roza con los dedos el misterio del sí mismo, sucede el reencuentro con la cruda realidad exterior; que, como dice el manuscrito, de inmediato uno se encuentra donde estaba; que tras las bodas místicas se regresa al mundo más mezquino del que, por otra parte, nunca se ha podido salir. Resulta comprensible que esta brusca caída pueda ser sentida como una muerte de la amada a la que se acaba de abrazar en éxtasis y que, entonces, todo parezca vano. Ante la amada muerta, Fortunat intenta suicidarse, no sin antes vaciarse los ojos con las puntas de unas tijeras; pero ese es el momento para que el hombre del rostro verde, conjurado al comienzo del relato, aparezca por fin: ¿Quieres ir al reino de los muertos a buscar a los vivos? (...) ¿Crees que la realidad está en el más allá? (...) Quien no aprende a 'ver' en la tierra tampoco lo hará en el otro lado. ¿Piensas que porque su cuerpo yace como muerto no puede ya resucitar? Ella está viva, sólo tú estás aún muerto. Quien, como ella, se ha convertido una vez en viviente, ya no puede morir. Pero también alguien que, como tú, está muerto, puede nacer a la vida (...) Tan cierto como que ahora puedes poner la mano en mi costado es que estarás unido a Eva cuando alcances la nueva vida espiritual. Que la gente la crea muerta, ¿qué te importa? No se puede esperar de los dormidos que vean a los despiertos (188-189).

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La aparición conmina de este modo a Fortunat después de golpear —«físicamente»— su brazo, haciendo caer las tijeras con las que pretende cegarse. Y, en estas palabras, encontramos algunas que, de inmediato, despiertan en nosotros resonancias de algo conocido desde hace mucho: «ahora puedes poner la mano en mi costado...». ¿No fue Cristo quien ofreció su costado al discípulo que no sabía creer en la resurrección? Dejemos, no obstante, que sea la aparición quien se dé un nombre y termine de explicar el proceso al que asistimos: En la tienda de magia del mundo deseaste unos ojos nuevos, para ver las cosas de la tierra bajo una nueva luz. Recuerda: ¿no te dije que antes deberías perder los viejos ojos a fuerza de llanto antes de que pudieras recibir unos nuevos? (...) Eva anheló un amor imperecedero, y se lo dí, y te lo daré también a ti por su mediación. El amor efímero es un amor fantasmal. Cuando veo brotar sobre la tierra un amor que crece por encima del amor entre fantasmas, extiendo sobre él mis manos como unas ramas protectoras contra la muerte que siega los frutos, pues yo no soy solamente el fantasma del rostro verde: también soy Chidher, el árbol eternamente verdeante» (189).

El sí mismo, despierto ya como Chidher, como Cristo interior, como árbol siempre verde, es garantía de «inmortalidad», en el sentido del término que ya conocemos. Una vez encontrado es difícil perderlo —pues, ¿quién renunciaría a un amor no fantasmal? —. En El Golem, Meyrink terminaba poniéndose y poniéndonos en guardia frente al último de los «peligros del alma», la inflación del Yo, aunque lo hacía de forma harto metafórica, pues a la postre sólo señalaba la necesidad de devolver el sombrero ajeno para recuperar el propio, de «centrarse» —tomando como centro la propia consciencia—, por decirlo brevemente. Pero en El rostro verde este asunto se enfoca con mayor precisión. En el discurso que Chidher, el inmortal, dirige a Hauberrisser, figura esta frase: «yo me he quedado aquí para dar». Y esta idea presidirá el quehacer del protagonista hasta el final del relato; recordando el papel que en su proceso de individuación desempeñó la lectura del manuscrito de autor desconocido, comprenderá que, para que eso que él ha alcanzado no sea estéril —esto es: en nombre del amor, como Eva le enseñó— debe escribir, confiar al papel y al dudoso futuro la

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historia de su muerte y su renacimiento, de la muerte y el renacimiento en el amor de Eva. Grandes son las dudas —«es curioso, pero cuanto más rico se hace uno en experiencias interiores, menos puede transmitirlas a los demás. Cada vez me alejo más de los hombres, hasta que llegue un momento en el cual ya no podrán oir mi voz» (201)—; pero también es firme la fe: Si un sólo ser alcanzara la inmortalidad [gracias a mi relato] mi vida habría tenido sentido (201).

Sólo entonces podrá reunirse, definitivamente, con su Eva convertida en diosa, que se le manifiesta sosteniendo en su regazo al recién nacido, símbolo pleno del renacimiento; sólo entonces podrá el escritor decir de él las palabras con que concluye la novela: Era, aquí y en el más allá, un viviente (221).

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Aprender a soñar es el primer grado de la sabiduría. La vida exterior da la inteligencia; la sabiduría fluye del sueño. El secreto más profundo de todos los secretos y el enigma más oculto de todos los enigmas es la transformación alquímica de la ... forma.

I. LA HERENCIA Y EL DESTINO. El protagonista de El rostro verde posee un nombre, sabe quién es, aunque pronto aprende que debe cambiar, dejar de ver el mundo, de estar en el mundo del modo acostumbrado; volver, en suma, a nacer a una vida más complicada y plena. El narrador de El Golem tiene, también, un nombre que, en todo caso, no conocemos, pues su destino, como el del anterior, es encontrar un nombre nuevo, su verdadero nombre. El personaje principal de El dominico blanco comparte con ellos la búsqueda de una identidad única, propia, en el más profundo sentido del término —un sentido que ya conocemos—; pero, a diferencia de sus predecesores literarios, es incapaz, ya en la primera línea del relato, de reconocer su nombre, o más bien su apellido: «Desde

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que tengo uso de razón, los habitantes de la ciudad afirman que me llamo Taubenschlag» (13). Esta indeterminación, esta radical incertidumbre respecto de algunos datos se manifiesta de nuevo poco más lejos, cuando el invisible narrador describe la morada en la que, procedente del hospicio, vivirá su aventura espiritual: «Con nuestra casa empieza la calle, que mi memoria llama de los Panaderos252« (23). Pero tal vez no haya que extrañarse en demasía por el hecho de que estos conocimientos, que se cuentan entre los primeros que recibe un niño, sean tan inconsistentes, se presenten en tal medida bajo el modo del «dicen...», dado que, como acabo de adelantar, el llamado Taubenschlag ni siquiera conoce a sus padres. De este modo, el bagaje de «creencias», en el sentido orteguiano del término, con que afronta la existencia ha de ser necesariamente más reducido que el de quienes parten de una situación más común. De esta aceptación convencional, no convencida, de algunos de sus datos de filiación importa resaltar sobre todo lo referente al nombre o apodo bajo el que se presenta en esas primeras líneas: Taubenschlag es, para él, el nombre que le dan, en modo alguno su verdadero nombre. A lo largo del relato lo llevará como un apellido, de modo que el escritor, que se siente mera herramienta en manos de su huésped invisible, nos lo presenta desde la introducción como Christopher Taubenschlag (8). Y, a diferencia de lo que ocurre con el apodo que, quién sabe por qué motivo, le han dado los niños que le siguen, cada atardecer, cuando enciende los faroles de las calles, ese nombre, Christopher, constituye para él una certidumbre, tal vez la única: Otra cosa es lo que ocurre con el nombre de Christopher. Lo llevaba escrito en un trozo de papel que colgaba de mi cuello cuando me encontraron, desnudo, casi recién nacido, en la puerta de la iglesia de Nuestra Señora. El nombre debió de escribirlo mi madre cuando me dejó abandonado.

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Subrayado mío.

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Es lo único que me dejó. Por eso he considerado, desde entonces, el nombre de Christopher como algo sagrado. Se me ha grabado en el cuerpo, y lo llevo como una fe de bautismo —extendida en el reino de lo eterno—, como un documento que nadie puede robar, que llevaré toda la vida. Creció y creció continuamente, como una semilla, desde las tinieblas, hasta que apareció de nuevo tal como había sido en el principio, se fundió conmigo y me introdujo en el mundo de la incorruptibilidad. Así, tal como está escrito: se sembró corruptible y resucitará incorruptible (13-14).

Taubenschlag —palomar en alemán— es el nombre bajo el que otros le reconocen. Christopher —portador de Cristo, como es sabido—, es aquél por el que se reconoce a sí mismo, el nombre al que se siente destinado; el mandato que debe obedecer, cuyo cumplimiento le garantiza esa incorruptibilidad cuyo sentido ya conocemos. Como Hauberrisser, tendrá que romper las membranas que le ocultan la luz; como el soñador de El Golem, tendrá que ganarse el derecho a ser inmortal, a ser portador de Cristo; más adelante veremos, tal vez con mayor detalle que en ocasiones precedentes, qué significado tiene la figura de Cristo en el pensamiento de Meyrink. En este caso no será la tradición mística judía la vía experimentada por el escritor; o, más exactamente, la vía a la que el escritor se remite. Pues, a mi entender, el proceso espiritual que tanto importa al novelista resultó cumplido —al menos literariamente— en las narraciones precedentes. Más bien parece que, al apoyarse en este caso en la mística oriental, y más concretamente en los aspectos más místicos de la doctrina taoísta253, lo que Meyrink busca es mostrar la ubicuidad de un anhelo que, como el nombre del protagonista de El dominico blanco, parece estar «grabado en el cuerpo» de cada individuo, procedente de la tiniebla anterior a la

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253 El propio Meyrink comunicó a varias personas de su entorno que para determinados temas de su novela se había inspirado en lecturas del sinólogo austríaco August Pfitzmaier: Die Taolehre von den Wahren Menschen und den Unsterblichen (Wien 1870); Die Lösung der Leichname und Schwerter, ein Beitrag zur Kenntniss des Taoglaubens (Wien1870) y Über einige Gegenstände des Taoglaubens (Wien 1875). Cfr: HEYM, G. «Le dominicain blanc» en CAROUTCH, Y. (Ed.) (1976) 161-169 (162).

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conciencia, lo que introduce un nuevo ingrediente en la similitud que se observa entre su obra y la de Jung254. Nuevo lenguaje, pues, y algún nuevo ingrediente en la fórmula alquimista es lo que, sobre todo, ofrece este relato, este opus cuyo objetivo es idéntico al de los precedentes. He hablado de alquimia; y como vamos a ver, la simbología alquímica está presente en el relato desde las primeras páginas. Para comprobarlo bastará con contemplar la descripción del espacio sagrado, del temenos en el que ha de consumarse la acción. En primer lugar hay que decir que como tal espacio sagrado es un recinto, aunque un recinto natural, lo que, por otra parte, no hace sino acentuar su valor mágico. Esa primera casa de la calle de los Panaderos se encuentra situada del modo siguiente: Tres lados miran al campo; desde el cuarto puedo tocar la pared de la casa vecina cuando abro la ventana de nuestra escalera y me asomo, tan estrecha es la calleja que separa ambos edificios. Esta calleja no tiene nombre, pues es solamente un pasaje empinado —un pasaje como no debe de haber otro en el mundo—, un pasaje que une entre sí las dos orillas izquierdas del río. El pasaje cruza por aquí la lengua de tierra rodeada por ese círculo de agua en la cual vivimos (23).

Los estudiosos de Meyrink no han tardado en identificar esa sorprendente topografía con la de una ciudad austríaca, Wasserburg am Inn, cuyo nombre no puede ser más explícito: «El burgo de agua sobre el Inn». Y en efecto, eso es lo que parece la ciudad —una vieja villa amurallada por el río que la rodea casi completamente— y ciertamente la intención del escritor podría no llegar más lejos. Pero yo pienso de otro modo. Wasserburg suministra al escritor el modelo para deli-

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254 Esta que podríamos llamar «herencia específica», en la medida en que el individuo la posee no en calidad de miembro de una familia o de una etnia, sino de la especie humana, es puesta de relieve por Jung en la segunda lección Über Grundlagen der analytische Psychologie [1935], en (1971-1983) Bd. 18/ I, § 78, § 79. Aunque, como se verá más adelante, el componente «familiar» adquiere especial relevancia en la novela de Meyrink, el carácter simbólico del relato permite, a mi juicio, mantener la precedente afirmación acerca de la semejanza entre ambas declaraciones.

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near, basándose en un capricho de la naturaleza, lo que ya he señalado: un espacio sagrado, un temenos. La casa del protagonista —llamémosla desde ahora por su nombre: la casa de los Jöcher—, así como la ciudad entera, se encuentra como encerrada, como preservada por el río que serpentea a su alrededor describiendo una figura parecida a la de un útero, o a la de ese vas hermeticum que mencioné en otra ocasión en relación con la simbología de El Golem. La calleja que hace las veces de puente entre las dos orillas izquierdas es, también, la frontera que al mismo tiempo une y separa la casa donde vive Christopher del resto de las viviendas de la calle; si se saca el brazo por la ventana puede incluso tocarse la pared de la casa del carpintero Mutschelknaus, tan próxima y, sin embargo, excluida ya del espacio místico en que se alza la vieja mansión de los Jöcher. Y no es solamente la topografía lo que determina el carácter religioso del lugar; elegido sin duda en tiempos pasados por el fundador del linaje. Sobre él se alza la morada de una estirpe que ha dotado a su arquitectura de un sentido trascendente: Tenía muchos pisos que habían alojado a los antepasados del barón, cada generación siempre un piso más arriba que la precedente, como si su anhelo de estar cada vez más cerca del cielo no cesara de crecer (19-20).

Más adelante volveremos sobre este asunto de la mano del propio barón Bartholomäus von Jöcher; de momento parece inexcusable ocuparse de esos personajes cuyos nombres han aparecido en estas líneas, así como de los demás que desempeñarán un papel en la iniciación del joven Taubenschlag. Creo que lo más oportuno es comenzar por el barón, quien, privado —al menos aparentemente— de descendencia por la desaparición de su esposa en edad temprana, decide adoptar al expósito Christopher a quien, desde el primer día, confía la inexplicable tarea que ha granjeado a su familia la baronía y una pequeña pensión del Estado: la propia de un «farolero honorario», esto es, de aquél que, en memoria del abuelo —quien, en tiempos en que su labor era necesaria para la comunidad, encendía los faroles de las calles— puede o no, según su gusto, seguir encendiendo estas mismas luces. Inexplicable tarea, afirmo, por cuanto puede hacerse o no

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hacerse, según está estipulado por el nombramiento. Pero también lo inexplicable puede tener un significado, como el joven aprende de su tutor: Tu mano debe aprender lo que más tarde realizará tu espíritu. Por humilde que sea un oficio, resulta ennoblecido cuando el espíritu puede adoptarlo. Un trabajo que el alma se niega a heredar no merece ser cumplido por el cuerpo (17-18).

Se trata, pues, de una tarea que remite al dominio más íntimo, al del espíritu, y que hace referencia a la luz que debe alumbrar mientras persista la oscuridad: interrogado por el muchacho acerca de si debe también apagar los faroles por la mañana, el barón responde: «por supuesto; cuando sale el sol no necesitamos otra luz» (17-18). Los Jöcher, de generación en generación, han sentido como suya la tarea de encender luces en la noche; no es casual que Meyrink haya dado ese apellido a la familia. Jöcher procede, con toda probabilidad, de Joch —yugo—, y sugiere una ligazón más dura que liviana, a la par que responsable y orientada a un fin. Así, Jöcher sería el que liga o el que se liga para realizar una labor. Aunque también —y aquí intervendría el rasgo oriental que tanto peso cobra en esta novela— el nombre Jöcher evoca la palabra «yoga», el nombre de la filosofía y de la técnica que, como vimos, tanta importancia tuvo para Gustav Meyrink. Los faroleros Jöcher han hecho, durante generaciones, que la oscuridad no sea total; que al menos pequeñas luces simbólicas brillen en las tinieblas en espera del amanecer, de la luz auténtica. Han constituido el puente entre la luz del día pasado y la del venidero; y han sido capaces de ello porque a su vez se sentían unidos entre sí a través del tiempo por los vínculos sagrados del linaje. Pero, ¿qué son estos vínculos, que los Jöcher —o, más exactamente, el barón Bartholomäus, el único al que conocemos— consideran sagrados? Según explica él mismo a su sucesor, se resumen en una herencia; una herencia para cuya recepción parece predispuesto el pequeño Christopher, pues ciertas vivencias que experimentaba ya en el orfanato determinaron su elección por el barón. El dominico blanco que da nombre al relato, Raimundo de Peñafort, a quien se atribuye la

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construcción de la iglesia de la ciudad, esa Marienkirche ante cuyo umbral fue encontrado Taubenschlag, recibe su primera confesión, que no es sino la confesión —o profesión de fe inconsciente, involuntaria— del nombre, Christopher, tras de lo cual le absuelve «de todos sus pecados pasados y futuros» (16). A partir de ese momento el muchacho experimenta vívidas experiencias oníricas; tan vívidas como para que, al comienzo, los paseos por un camino campestre con que sueña se traduzcan en el hecho de despertarse, a la mañana siguiente, vestido, con las botas polvorientas y los bolsillos llenos de puñados de flores silvestres. Son estas caminatas nocturnas lo que motiva la elección del barón, si bien éste, heredero de un saber que desea legar a Christopher, no ignora que esa disposición natural —Meyrink no permitiría que la tomáramos por sobrenatural— del muchacho debe ser adiestrada; si su espíritu vagabundo arrastra al cuerpo en sus peregrinaciones es que no ha conseguido todavía liberarse de un lastre tan sólo necesario en las horas de la vigilia. Por eso, lo primero que enseña a Christopher es a rezar sin palabras, pues —dice— «el espíritu ya sabe lo que necesitas» (22). La clave de la oración —prosigue— está en las manos, que deben unirse, la izquierda con la derecha, para que el cuerpo quede, por así decir, atado, y el espíritu pueda peregrinar hacia su ignorado y querido destino. Atado he dicho, y esa es la idea que se desprende de las palabras, de la enseñanza del barón; pero también cabe decir unificado o integrado por vez primera, pues esa unión de la izquierda y la derecha tiene, a no dudarlo, un carácter igualmente simbólico, pues representa la unión entre lo consciente y voluntario —lo propio de la diestra— con lo inconsciente, sentido y descrito tan a menudo como siniestro. Aprender a rezar de este modo equivale a aprender a soñar, a hacerlo de forma creativa, no separando, sino integrando el sueño con la vigilia y dándole el valor que realmente tiene: Aprender a soñar es el primer grado de la sabiduría. La vida exterior da la inteligencia; la sabiduría fluye del sueño (57).

De este modo logra Christopher liberarse, en su primer sueño en casa del barón, de la cárcel nocturna del cuerpo. Comienza su viaje

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saliendo de un ataúd a un camino blanco inabarcable por la vista, que de inmediato le sugiere una idea de infinitud más terrible —asegura— que el propio enterramiento en vida del que procede. Siente nostalgia de aquel ataúd que, de inmediato, aparece atravesado sobre el camino amenazador. Su descripción, así como la de las vivencias que experimenta al regresar a él, son inequívocas: se trata de su propio cuerpo. Cree despertar, pero lo cierto es que sigue soñando y contempla un amanecer esplendoroso; insectos suspendidos en el aire celebran la salida del sol sobre la montaña como en una «oración muda y grandiosa» (45). Luego regresa a la ciudad, de espaldas al sol, contemplando su sombra alargada que le precede. He resumido el sueño de Christopher porque contiene las claves de la tarea de toda la estirpe de los Jöcher, que el barón comenzará a explicarle a su regreso de la montaña. Explicación que no es aclaración, pues lo que el barón dice resulta apenas algo más claro que lo vivido por Christopher, pero sí al menos explicitación o desciframiento de lo crípticamente escrito en el lenguaje del sueño. Aunque lo cierto es que Christopher aún sueña. Una sensación de extrañeza ante lo que contempla —la decoración de la habitación, la posición del bocio del barón Jöcher— se traduce en el descubrimiento de que todo está invertido, lo de la derecha en la izquierda y viceversa255. Taubenschlag se encuentra aún en el otro lado, en el mundo del sueño, pero allí está también, como en una misteriosa comunión, su padre adoptivo que vela por él, depositario de un saber que debe transmitir para que el heredero no se pierda y con él el legado. El Christopher que, dentro del sueño, regresa de la montaña, está vestido y lleva de nuevo flores en sus bolsillos; a la pregunta de su tutor reconoce que no está cansado de caminar por la montaña, pero sí por el camino blanco. Y así comienza la perorata del barón: La mayoría de las personas se atemorizan más ante el camino que ante la tumba. Prefieren yacer de nuevo en el ataúd, pues piensan que es

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255 También en El rostro verde se habla de la «inversión» o «intercambio de lugar de las luces» para caracterizar el proceso mediante el cual se hace nítidamente perceptible el mundo del inconsciente. GG 157-159.

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la muerte y que descansarán; en realidad ese ataúd es la carne, la vida. ¡Nacer en la tierra no es otra cosa que ser enterrado en vida! Mejor es aprender a caminar por el camino blanco. Pero no hay que pensar en el final del camino, pues entonces no se resiste, ya que no tiene fin. Es infinito. El sol sobre la montaña es eterno. Eternidad e infinitud son dos cosas diferentes. Sólo para aquél que busca la eternidad en la infinitud, y no el «final», sólo para ése infinitud y eternidad son lo mismo. Debe emprenderse la marcha por el camino blanco por el caminar mismo, por el placer de caminar, y no para trocar un descanso pasajero por otro (48-49).

Los pensadores medievales definían la eternidad como nunc stans, «ahora permanente»; como un presente inmutable. Suspendidos en el aire, los insectos que miran al sol parecen metáforas de este tiempo también suspendido, congelado, abolido como sucesión. No es extraño —considera el barón— que el amanecer sobre la montaña no produzca fatiga, no requiera esfuerzo, a diferencia del caminar por el camino blanco. Por eso celebra que Christopher no haya mirado al sol, como los escarabajos y las moscas, y que su sombra le precediera en el regreso al valle: su sombra, sentida por el muchacho como ... el vínculo que nos liga a la tierra, el fantasma negro que sale de nosotros y que delata a la muerte que habita en nuestro interior cuando una luz encuentra en su camino a nuestro cuerpo (45).

La sombra —entendida ahora no al modo junguiano, sino desde la perspectiva de la física—, revelación de la opacidad del cuerpotumba, del cuerpo-cárcel corruptible, consideración ésta que hermana a los protagonistas de la novela de Meyrink con los filósofos pitagóricos; la sombra del cuerpo, que delata su mortalidad, puesta de manifiesto por la luz. La verdad del cuerpo es su condición material, es decir, mortal; pero la verdad de la luz —al menos para el hombre, está en que puede ser captada; en que —y aquí es el plotiniano el pensamiento que resuena al fondo del discurso de Meyrink—, huésped también de ese cuerpo, como la misma muerte, existe algo que es uno con la luz, que comparte su naturaleza; eso mismo que los Jöcher preservan testimonialmente y también en espera de una consumación futu-

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ra. Por eso la declaración de Christopher tranquiliza al barón, que prosigue diciendo: Quien contempla el sol desea ya solamente la eternidad. Está perdido para el caminar. Así son los santos de la Iglesia. Cuando un santo cruza al otro lado, pierde este mundo y el otro; pero también —lo que es peor— el mundo le pierde a él. ¡Queda huérfano! Tú sabes lo que significa ser un expósito. ¡No prepares para otros el destino de no tener padre ni madre! ¡Camina! Enciende faroles hasta que el sol salga (49-50).

La tarea que Bartholomäus, barón von Jöcher, encomienda a su vástago, el último de la estirpe —pues, digámoslo ya, lo es en efecto256— no es otra que la búsqueda de sí mismo, la comprensión del propio destino y su aceptación, que sólo por este camino puede coincidir además con el propósito, el designio, el señorío sobre ese destino: No existe ningún espacio vacío. En esta frase se oculta el secreto que debe descubrir todo aquel que quiera dejar de ser un animal corruptible para convertirse en una conciencia inmortal (...) Cada suceso que aparece en nuestra vida tiene un fin; no existe nada carente de sentido (...) Vivimos solamente para el perfeccionamiento de nuestra alma; quien no pierde de vista esta meta y piensa en ella, y la siente en su interior siempre que empieza o decide algo, no tardará en sentir una serenidad especial, desconocida hasta ahora, y su destino cambiará de manera incomprensible. Aquél que obra como si fuera inmortal (no para conseguir sus deseos, esto es sólo una meta para ciegos espirituales), sino para construir el templo de su alma, verá llegar el día, aunque tarde miles de años, en que podrá decir: quiero algo, y se hace; lo que yo mando, sucede; y ya no necesitará tiempo para madurar lentamente. Entonces habrá alcanzado el punto en que termina el largo camino de todas las peregrinaciones. Entonces podrás mirar al sol de frente sin quemarte los ojos. Entonces podrás decir: he encontrado una meta porque no he buscado ninguna.

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El barón lo averigua de labios de un sacerdote, como luego se verá.

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Entonces los santos serán pobres en conocimientos a tu lado, porque no sabrán lo que tú sabes: ¡Que la eternidad y el sosiego pueden ser lo mismo que la peregrinación y el infinito! (52-55)

Todo esto aprende Christopher de su sueño. Cuando se lo refiere al barón éste rechaza el protagonismo en semejante enseñanza; pero lo que, al hacerlo, enseña al joven le permite, en cierta medida, conquistar ese protagonismo negado e incluso acentuarlo, pues el don que Taubenschlag recibe de ese modo es aún más rico que el precedente: Aquél era mi doble —Doppelgänger—. Lo que te dijo acabo de saberlo ahora por tu boca; no procedía de su sabiduría, y mucho menos de la mía: ¡procedía de la tuya! (60).

Lo más profundo de Christopher —«el Christopher que hay en tí» lo llamará en el mismo fragmento el barón— le ha manifestado un saber acerca de sí mismo, y también acerca del sí mismo de Bartholomäus von Jöcher. En el sueño se le han revelado no sólo los más ocultos estratos de su personalidad, sino también los de la personalidad de su padre. La conclusión a la que éste llega, y que comparte con el joven, es la siguiente: «el único diálogo del que puedes aprender es el diálogo contigo mismo». En cualquier caso, la mera existencia del barón atestigua la necesidad de la existencia de otros para que ese diálogo consigo mismo no se convierta en puro ejercicio solipsista, en crudo egoísmo. Que uno tenga que reconocerse a sí mismo no excluye la relación humana, sino que la exige, aunque dentro, igualmente, de unos cauces que no son los tradicionales. Como en El rostro verde, este es probablemente el mérito mayor de esta novela respecto del Golem, pues en la historia de Hauberrisser los otros tampoco son meras emanaciones, meras proyecciones del inconsciente del personaje protagonista, sino que poseen entidad propia; ficticia, desde luego, para nosotros, lectores, pero también simbólica. Y ¿qué otra cosa, sino símbolo, es este Christopher Taubenschlag cuya aventura seguimos con interés?

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II. LOS ANTEPASADOS Y LOS MUERTOS. En El dominico blanco los «otros» que resultan auténticamente importantes son aquellos que guardan entre sí y con el protagonista las relaciones más estrechas. Ya hemos visto, o mejor, ya hemos empezado a ver el papel concedido por el narrador al linaje de los Jöcher, que desemboca en Christopher. Más adelante profundizaremos en el significado de este árbol genealógico. Pero ahora es preciso introducir —como ya ha hecho el novelista antes de relatar el episodio del sueño— a otro grupo de personajes vinculados entre sí por complejas relaciones de parentesco, y con Christopher mediante un vínculo amoroso. Me refiero a la familia Mutschelknaus, que habita en la casa frontera a la del barón, esa casa cuya pared puede tocar el muchacho desde la ventana pero que está separada del temenos por el estrecho y empinado callejón. Entre la hija, Ofelia, y Christopher nacerá un amor que, como el de Fortunat y Eva no se consumará en lo terrenal, y que desempeñará un papel fundamental en la existencia del protagonista. Ambos jóvenes comparten, desde antes de que les sea posible compartir otra cosa, un rasgo fundamental: su nacimiento irregular. Como sabemos, el llamado Taubenschlag fue encontrado, expósito, a la puerta de la Marienkirche. Después de su adopción el barón von Jöcher sabrá, a través del quebrantamiento parcial del secreto de confesión por parte de un sacerdote amigo, que aquel niño es su propio hijo, nacido de su esposa desaparecida cuyo cadáver fue encontrado tiempo después entre las aguas del río que circunvala la ciudad. La historia de Ofelia es aún más triste. Su padre es Adonis Mutschelknaus257, «fabricante de últimas moradas», como reza la muestra de su negocio; de ataúdes, para ser más explícitos. Dado que ya sabemos lo

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257 A estas alturas el lector debe estar más que familiarizado con el hecho de que Meyrink utilice nombres que desvelan las peculiaridades psíquicas de quien los lleva. No he conseguido encontrar en los diccionarios la palabra Mutschelknaus, aunque pienso que puede estar compuesta de Muschel —concha, pero también corteza— y Knaus —trozo de pan—. En efecto, el personaje es, en la más triste acepción del término, como se verá, un «pedazo de pan», aunque no puedo asegurar que fuera éste el designio de Meyrink al darle este apellido.

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que han de representar los ataúdes para el protagonista, podemos hacernos una idea del papel encomendado al padre de Ofelia. Hay que apresurarse a advertir que ese calificativo —«el padre de Ofelia»— cuadra sólo parcialmente al carpintero, pues su paternidad es exactamente el polo contrario de la paternidad del barón: reconocida legalmente, no existe sino en la fantasía del personaje. Su esposa Aloisia, que se hace llamar Aglaja en recuerdo de tiempos pasados, fue actriz, más bien figurante en un cuadro teatral dedicado más que probablemente a esos temas que la mentalidad de la época denominaría —no sin cierta complacencia oculta— «escabrosos». La historia de su matrimonio y del nacimiento de Ofelia, tal como la refiere a Taubenschlag, produce en el joven un gran abatimiento. No es para menos: según cuenta, la célebre artista de la capital, con ocasión de una tournée por provincias, habría visto casualmente a Mutschelknaus el día del entierro de su padre, evento éste que, automáticamente, le convertía en propietario del negocio familiar. La emoción manifestada por el huérfano habría sido sentida como un mensaje por la diva, que decidió de inmediato abandonar su carrera artística para consagrarse a aquél hombre sensible, con gran escándalo del director del teatro, el señor Paris, que aseguraba que quedaría en la más absoluta ruina. El carpintero le compensó con mil monedas de oro «que duraron poco» (37); pero daba todo por bien empleado, pues —ahora viene lo más triste— con el tiempo, ese Paris que quedaría incluido como un parásito en el seno de la peculiar familia, llegaría a ser el profesor de arte dramático de Ofelia, de la que el arrobado padre cuenta lo que sigue: ¿Sabe usted, señor Taubenschlag, que mi hija Ofelia es una criatura bendecida por la gracia divina? (...) Ofelia vino al mundo a los seis meses (...) Otros niños necesitan nueve meses (37-38).

Nos encontramos, desde luego, en el extremo opuesto al representado por la familia Jöcher; pero sin duda se trata del extremo opuesto en una línea curva, como la descrita por ese mismo río misterioso que envuelve a la ciudad. Dos puntos separados por la mayor distancia a lo largo de la línea, pero predestinados a encontrase para, de

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ese modo, cerrar un círculo. Dos opuestos que se atraen con la mayor fuerza. No exclusión, sino integración y superación de las contradicciones, de las oposiciones, es lo que Meyrink propone y busca desde su primera novela. Hasta qué punto son opuestos los Jöcher y los Mutschelknaus lo muestra su actitud ante los féretros. Ya vimos lo que significan en los sueños y para la tarea del barón y de Christopher; para Mutschelknaus, su hija y sus parásitos representan un modo de vida, la fuente de las «monedas de oro». Pero, además, delatan su instalación en la forma de vida que Meyrink considera más fallida. El carpintero, en esa primera noche de confidencias, refiere al protagonista un nefasto evento de su infancia: ayudando a su padre en el taller, dejó que la cola se quemara y aquél, para darle un escarmiento, le encerró durante veinticuatro horas en un ataúd de metal asegurando que lo enterraría vivo. El niño tardó diez años en recuperar el habla después de sufrir ese castigo, pero eso no fue todo; Christopher asocia aquella vivencia monstruosa con la historia de su matrimonio y de su paternidad y sólo puede llegar a esta conclusión: «sigue siendo un sepultado en vida» (36). Lo es, pienso yo, entre otras cosas porque procede de un linaje de enterradores-enterrados. ¿Cómo comparar la actitud del padre de Adonis Mutschelknaus con la de Bartholomäus von Jöcher o con la del padre de éste tal como se nos muestra a través de anécdotas que el barón refiere a Christopher? Lo que al menos hay que reconocer al carpintero es su voluntad, probablemente basada en el sexo de su vástago así como en los inmorales manejos de sus verdugos familiares mucho más que en un propósito consciente y fundamentado, de apartar a Ofelia del mundo de los sarcófagos para dedicarla al arte. Esto en parte, y en proporción mucho mayor el ejemplo de su vida de sacrificio, propiciará que la sensibilidad de Ofelia concilie plenamente con la de Christopher, de modo que pueda surgir entre ellos un amor como el de Pernath y Mirjam o como el de Eva y Hauberrisser. El invisible Christopher Taubenschlag que escribe con la mano de Gustav Meyrink, según advierte este último en la introducción, recuerda desde la intemporalidad «aquel espacio de tiempo que para mí se llama Ofelia», y lo hace comparando ese recuerdo a una piedra preciosa (62-63). De nuevo encontramos esa imagen que nos persigue desde las primeras líneas de

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El Golem, aunque esta vez el símbolo aparece dotado de un nuevo significado: Los recuerdos de mi vida se han convertido en joyas para mí (...) No obstante, entre ellas se encuentra la piedra preciosa sobre la cual sólo ejerzo un trémulo poder. Con ella no puedo jugar como con las otras; de ella emana la fuerza dulce y fascinadora de la Madre Tierra, dirigida hacia mi corazón (62).

La piedra preciosa, símbolo, como vimos, del sí mismo, se presenta ahora como símbolo de la madre, de la Gran Madre. No debemos tomar esta declaración como un cambio de parecer de Meyrink, ni como una incongruencia. Según Jung esa madre ctónica tiene mucho que ver con la profundidad inconsciente, y como ella es a la vez divina y terrible258; más adelante veremos cómo la contrapartida de Ofelia, la Cabeza de Medusa, se manifiesta al joven bajo su aspecto aniquilador. Ofelia y la Cabeza de Medusa son el destino de Christopher, pero también —o quizá precisamente por esa razón— su pasado más originario. No es casual que la amada, la prometida —llegará a serlo en un sentido fuerte a lo largo del relato— sea identificada con la Madre Tierra, y en general con lo materno, en el fragmento citado. Su nombre, que parece predisponerla al destino de la heroína hamletiana, es todo un vaticinio: como aquella Ofelia, ésta morirá ahogada en el río que circunda la ciudad; pero éste, no lo olvidemos, es un destino que comparte con una figura mucho más próxima: la desconocida madre del protagonista, cuyo nombre, que éste consigue arrancar al barón en un momento propicio a las confidencias, es, también, Ofelia. No es el río, no, lo único que realiza la circumambulatio en este relato. El tema de la herencia, presente como un tenue respirar a lo largo de toda la dura-

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258 JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 5, fundamentalmente los capítulos IV al VII. En ellos se encuentran numerosos datos al respecto, alguno de los cuales habrá de ser comentado en detalle en relación con aspectos de la obra de Meyrink. No me parece exagerado asegurar que esos mismos capítulos constituyen una especie de explicación paralela -y, por así decir, «involuntaria»— de la novela, pues lo que estudian es, a ni juicio, exactamente el mismo proceso psíquico.

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ción de la novela, vincula entre sí de forma misteriosa a los personajes, y a estos con el escritor que cuenta su historia; pues si Meyrink ha escrito en la introducción: «al final no me quedó otro remedio que dejar hacer su voluntad a la influencia que se llama Christopher Taubenschlag, prestarle mi mano...» (9), el propio Christopher dice de sí mismo en determinado momento: En mí vive, por consiguiente, alguien que es más fuerte que yo, que me prescribe el tiempo y mi destino (103).

De sobra sabemos ya de qué se trata; lo hemos conocido en El Golem, y no hemos de insistir en ello. Lo que de novedoso presenta este relato es, como adelanté, lo que concierne a «los otros», y en particular lo que les concierne no tanto en la perspectiva de la proximidad espacial —en este sentido Ofelia apenas aporta alguna novedad a lo representado por Eva— sino en la perspectiva de la sucesión, del tiempo. La tarea de los Jöcher pasa de generación en generación, pero, ¿quién puede asegurar que esto, que es de ese modo percibido por el escritor, no es, también, más que mero símbolo? Las doce generaciones que van ascendiendo de piso en piso, ¿representan, realmente, variables lapsos temporales señalados por nacimientos y muertes estrictamente biológicos? Cuando Christopher comienza a reponerse de una enfermedad motivada por un acontecimiento sobre el que será preciso reflexionar luego, el primero de los Jöcher se presenta en su habitación y, sentándose junto a su cama, realiza un ritual de nítido significado. Colocando la mano abierta sobre la garganta de Taubenschlag, dice: «Este es el piso en que murió tu abuelo, y donde espera la resurrección. El cuerpo del hombre es la casa en la que habitan sus antepasados». Luego pone la mano sobre su pecho, y prosigue su letanía: «Y aquí yace enterrado tu bisabuelo». Continúa su descenso, y con él la enumeración de los antepasados, hasta las plantas de los pies: Y aquí habito yo. Pues los pies son el fundamento sobre el que reposa la casa; son la raíz, y unen el cuerpo del hombre que eres con la Madre Tierra cuando caminas.

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Hoy es el día que sigue a la noche de tu solsticio; el día en que empiezan a resucitar los muertos que hay en ti. Y yo soy el primero (129-130).

¿Qué es, pues, más simbólico y qué más real? ¿El cuerpo de Christopher o las generaciones de Jöcher? Probablemente ambas nociones se interpenetran en el pensamiento de su creador, del mismo modo que lo hacen en el discurso novelístico. Lo heredado de los antepasados forma ya parte de lo que uno mismo es, aunque esta posesión es desconocida hasta que se produce un trance que facilita, o que precipita su desvelamiento. En el citado discurso, la herencia paterna, vinculada con la búsqueda de la claridad, de lo luminoso, es con todo bastante más explícitamente reconocida que la materna, profunda y oscura, si bien el Antepasado por antonomasia —aquél primero que también llevó el nombre de Christopher— se presenta a sí mismo como el que garantiza el vínculo bajo el modo del caminar sobre una tierra inmensa y multiforme. La tierra, la ciudad circundada por una muralla —de agua en este caso— el río mismo que todo lo envuelve, otros tantos símbolos de la madre259. ¿Hay que suponer, como algún crítico260, que esto traduce un conflicto derivado del nacimiento ilegítimo del escritor? Probablemente puede aceptarse esta versión, pero no sin admitir que, voluntaria o involuntaria, la técnica del escritor constituye todo un acierto psicológico, y que probablemente una descripción más personalizada de lo originario femenino no alcanzaría su objetivo con la misma precisión. Hace poco me he referido, sin mencionarlo, al episodio que motiva la crisis biológica, la enfermedad de Christopher; episodio que, considerada su repercusión, ha de ser de extraordinaria magnitud. Así es en efecto: se trata de la compulsión homicida del protagonista hacia el padre de Ofelia, detenida en el último momento. Especie de versión invertida del sacrificio de Abraham, este episodio nos pone de nuevo

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259 Sobre la ciudad, y sobre todo la amurallada, como símbolo de la madre, v. JUNG, C.G.(1971-1983) Bd. 5, § 302-303, §312-313. El valor simbólico del agua aparece estudiado en esta misma obra, § 319-320. 260 Eduard Frank, en el «Nachwort», WD 267.

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ante la necesidad, diríamos incluso la inevitabilidad de la efracción, del quebrantamiento de la moral tradicional y, en apariencia, de la propia moral natural, en el proceso de individuación, sobre todo cuando, como en este caso, la mentira se ha convertido en una espesa tela de araña que, lentamente, ahoga a los personajes. Ofelia sufre por su falso padre, pues, a diferencia de éste, hace tiempo que ha intuido que no es hija suya. La profesión para la que tan entusiásticamente se la prepara se convierte, de este modo, para ella en símbolo de esa atroz mentira que es su vida familiar y personal: Encuentro repugnante y feo aparecer ante el público y simular para él un entusiasmo o un tormento espiritual. Feo porque todo es fingido e indecente si en realidad pienso quitarme la máscara un minuto después y recibir agradecimiento por ello. Y que tenga que hacerlo noche tras noche y a la misma hora... me parece como si estuviera prostituyendo mi alma (112).

Una prostitución del alma, y no otra cosa, es la atroz comedia que representan los miembros de la irregular familia Mutschelknaus. Ofelia no está dispuesta a aceptar el papel que «el poeta universalmente famoso, el profesor Hamlet de América, hermano de leche del señor Paris» escribe para ella —según ha referido el fabricante de ataúdes en otra ocasión— bajo el título El rey de Dinamarca (39), y mucho menos el que el intrigante Paris y su madre «escriben» a diario. Pero está atenazada por el temor de destruir para siempre las esperanzas de Adonis Mutschelknaus. La ceguera de éste es tan grande que —piensa Ofelia— sólo la muerte podría romper estas cadenas. Al decir esto, la muchacha se refiere a su propia muerte. Pero, en efecto, la muerte, la pura y simple muerte biológica sería también, a juzgar por lo leído, incomparablemente más benévola para con el tornero que la verdad. Oscuramente lo comprende Christopher, que se dirige en la noche, furtivamente, hacia el taller como una encarnación del ángel de la muerte evocado por su amada. La escena que sigue, tan cargada de simbolismo como las mejores de Meyrink, nos muestra al verdugo y la víctima, ambos inocentes, separados por el delgado cristal de la ven-

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tana del taller del carpintero, cercanos y lejanísimos a la vez, invisible el muchacho en las tinieblas de la calle para Mutschelknaus que, como un ciego, clava unos ojos vacíos en ese más allá de donde parece llegarle un mudo mensaje. Christopher contempla los movimientos, como de sonámbulo, de aquél a quien debe matar, y los interpreta: De pronto, se pasa la mano por la frente con un ademán lento y se mira los dedos con asombro y perplejidad a la vez, como si viera sangre en ellos y no supiera de dónde procede. Un ligero destello de alegría y esperanza ilumina de repente sus facciones e inclina la cabeza, paciente y sumiso como un mártir que espera el golpe mortal. ¡Comprendo lo que su espíritu quiere decirme! Su cerebro embotado no comprende nada de lo que le ocurre. Su cuerpo es sólo el gesto de su alma, que susurra: «¡Libérame por el amor de mi querida hija!» Ahora ya lo sé: ¡Tiene que ser así! ¡La propia muerte misericordiosa dirigirá mi mano! ¿Puedo ser menos que él en el amor a Ofelia? Ahora siento en lo más hondo de mis entrañas lo que Ofelia ha de sufrir a diario bajo el tormento devorador de la compasión hacia él, el más digno de lástima de todos los desdichados; me corroe también a mí hasta que me siento arder como en una túnica de Neso (120-121).

Páginas atrás he comparado esta escena a aquella otra, originaria, en la que era el padre quien se encontraba a punto de descargar la cuchillada mortal sobre el hijo, y tal vez sea el desenlace, idéntico, lo que sobre todo justifique esta comparación. En el momento definitivo el joven Taubenschlag escucha, como un trueno, la campanada del reloj de la iglesia y, envuelta en ella, la voz del Dominico Blanco que pronuncia su nombre. Al unísono, el graznido de Paris llamándole asesino y deteniendo su brazo. El abyecto le califica de asesino, mientras que el santo —que, como Christopher recuerda medio en sueños, le perdonó una vez los pecados pasados y futuros— da por bueno el sacrificio no consumado en la persona de Mutschelknaus, pero realizado desde luego en la propia persona de Christopher quien, como

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luego sabrá de boca del Barón, estaba dispuesto a «convertirse en un asesino por amor» (133). «Algunos —afirma su padre— son demasiado cobardes para cometer un pecado a fin de tener la conciencia tranquila». Y lo que Christopher ha hecho es jugarse la tranquilidad de su alma por amor. Del mismo modo que es por amor por lo que Ofelia, incapaz de aceptar que Christopher sea capaz de llegar tan lejos, decide suicidarse para librar al joven del tormento de la compasión, de la ardiente túnica de Neso261.

III. EL LUGAR DE LA RESURRECCIÓN. Una vez más postula Meyrink la necesidad de la efracción —de la efracción a muerte— de las reglas presuntamente más inquebrantables, que, aunque haya de ser remitida al dominio simbólico —nada en la vida de Meyrink hace suponer que haya considerado inexcusable para su perfección el asesinato de un semejante— no por ello resulta menos turbadora. Sólo quien se atreva a franquear unos límites detrás de los cuales acecha lo pavoroso, lo maldito, puede optar al renacimiento, descubrir, como un nuevo Colón, que en lugar del piélago que oculta monstruos o del borde cortado sobre el vacío se extienden ante su vista nuevos mares y nuevas tierras. La preparación ascética sufrida por el ya iniciado le conduce a un vaciamiento de los antiguos contenidos que en parte soportaban su vida, pero en parte no menor enmascaraban su sí-mismo. Este vaciamiento, esta absoluta disponibilidad que en un primer momento conduce a la acedia —ese sentimiento precisamente descrito por los místicos— lleva al protagonista a encontrar un oculto sentido a su apellido, o mejor, al mote que los demás le han dado desde el comienzo: Taubenschlag, palomar. Fue el tiempo en que el nombre supuesto de Taubenschlag se me antojó una profecía del destino, pues en esto me había convertido lite-

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261 De nuevo, como en El Golem, encontramos un símbolo que nos lleva hacia la figura de Hércules, cuyo significado hermético ya ha sido comentado.

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ralmente: en un palomar inanimado, un lugar habitado por Ofelia y el tatarabuelo y el primitivo que se llama Christopher (...) Hoy sé que el alma de los seres humanos es omnisciente y todopoderosa desde el principio y que lo único que el hombre puede hacer por ella es apartar todos los obstáculos que dificulten su desarrollo (170).

Esto último que el protagonista dice saber al final de su camino dista de ser una seguridad en el momento descrito en el texto, donde aún se siente «inanimado». Es en ese vacío donde, según la metáfora neotestamentaria, pueden asentar los demonios; expulsado uno de ellos, otros pueden encontrar apetecible la casa provisionalmente puesta a punto por el exorcista; y es que esta tarea no admite ser realizada por delegación. No es éste el caso de ese Taubenschlag que ha de llegar a ser Christopher, pero el riesgo, como veremos más adelante, subsiste. De momento me interesa extenderme un poco más sobre el papel de mistagogo del barón Bartolomäus von Jocher. La educación que ha dispuesto para su pupilo, o mejor, para su hijo, es la que, una noche, poco después de producirse la adopción, explica al bienintencionado capellán que le ha explicado que Christopher es, realmente, su hijo. El diálogo, escuchado por el niño, evoca en él algunas afirmaciones previas de su tutor: Nuestras escuelas son como cocinas de brujas donde la razón es deformada hasta que el corazón muere de sed. Cuando esto se ha logrado con éxito, dicen que se ha pasado la prueba de la madurez (…) Lo que tu espíritu quiere que permanezca grabado en tu memoria (…) se te hará patente porque te causará una alegría inmediata (74-75).

Por eso se limita a entregarle, de vez en cuando, algún libro de su biblioteca, a tenor de las preferencias manifestadas por el niño, y se guarda muy bien de comprobar si lo ha leído. El honrado capellán considera que, en esas condiciones, un niño es como un barco sin timón que, necesariamente, tiene que embarrancar. La respuesta del barón resume toda su fe y todas sus ambiciones: ¡Como si no embarrancara la mayoría de los hombres! (...) ¿Acaso no ha embarrancado, considerándolo desde el punto de vista más eleva-

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do de la vida, cualquiera de esos cuya juventud ha pasado encerrada tras las ventanas de la escuela y que, pongamos por caso, llega a jurisconsulto, se casa para que unos hijos hereden su amargura, y por fin enferma y muere? ¿Cree usted que su alma ha creado para semejante fin ese aparato tan complicado que llamamos el cuerpo humano? (76).

En el curso de esta conversación se cuentan muchas cosas sorprendentes y de gran interés para nuestros objetivos; pero la última pregunta lanzada por el barón encuentra, bastante más lejos, respuesta en la reflexión del propio Christopher, de ese palomar que hemos dejado por un momento, abandonado a la hercúlea tarea de llenarse de un alma autónoma, propia, aunque apoyada por la pirámide de los antepasados y fecundada por el amor de Ofelia. Para comprender cabalmente el pensar del protagonista —vale decir de Gustav Meyrink— debemos situar este fragmento en el contexto del gnosticismo, que, como es sabido, configura el fundamento teórico de la alquimia medieval y moderna. Para los gnósticos, mucho más que para los primeros cristianos, en los que también se observa esta tripartición, el hombre es un compuesto de cuerpo, alma y espíritu, siendo la segunda una especie de mediadora entre el dominio espiritual a que el hombre, por creación y por vocación, pertenece, y el terrenal en el que se encuentra caído desde tiempos remotísimos; tan remotos que no es la historia, sino la filosofía especulativa lo que le ha permitido reconstruir su pasado, configurar el mito originario; y, más que la «filosofía», la indagación en el propio inconsciente, la capacidad poética de traducir las experiencias más íntimas en un lenguaje mítico de alcance cosmogónico: un movimiento que iría, al contrario de lo que se supone más común, del microcosmos hacia el macrocosmos. En este sistema de pensamiento el hombre posee un alma y forma parte del espíritu. Así pues, la diferencia entre el dominio anímico y el espiritual es evidente; y aunque esta diferencia ha ido siendo paulatinamente borrada del discurso religioso más ortodoxo —precisamente por haber sido sensibles los padres de la Iglesia al riesgo que entrañaba para la estructuración jerárquica y dogmática de la misma262— pervive de

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PAGELS, E. (1987), especialmente cap. II y III

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algún modo en nuestra cultura. Basta con recordar la vinculación existente entre alma y forma en la filosofía aristotélica para que un aserto como el que hace poco acabamos de escuchar al barón —el alma crea, o al menos modela para sí un cuerpo— nos resulte en alguna medida familiar. Tampoco podemos echar en saco roto la indicación que nos suministra el lenguaje coloquial al establecer una identidad de significado entre el término «forma» y la exterior morfología del cuerpo. Esta tradición es la que se encuentra, latente, en los pensamientos que, poco a poco, van despertándose en el interior de Christopher Taubenschlag; y este despertar equivale al inicio del camino hacia el sí-mismo. Sigamos, paso a paso, el pensar del joven: El secreto más profundo de todos los secretos y el enigma más oculto de todos los enigmas es la transformación alquímica de la... forma (...) El camino oculto al renacimiento del espíritu mencionado por la Biblia es una transformación del cuerpo y no del espíritu. El espíritu se expresa por medio de la forma; la cincela y construye constantemente, empleando el destino como herramienta; cuanto más rígida e imperfecta sea, tanto más rígida e imperfecta será la clase de la revelación espiritual (171)263.

En las primeras líneas de este párrafo se menciona expresamente la alquimia, y esta mención se ve reforzada por una paráfrasis de una de las más conocidas sentencias herméticas: obscurum per obscurius, ignotum per ignotius264; faltaban más de veinte años para que Jung comenzara a estudiar los textos de los alquimistas y planteara su revolucionaria tesis de que hablaban de algo muy diferente de la transformación de la materia, pero ya Meyrink asegura por boca de su personaje que el objetivo final del opus es la transmutación de la forma. Esta aparente dificultad ha dejado de serlo desde que hemos podido remitir este discurso a aquél más antiguo del que procede: a la postre, Taubenschlag se está refiriendo también al mundo de la materia. No hay

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263 Esta doctrina coincide punto por punto con la tesis central de Die Verwandlung des Blutes, mostrada en el capítulo dedicado a la biografía de Meyrink. 264 Cit. por JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 12, § 345.

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que olvidar que para los alquimistas existía un espíritu oculto en la piedra265, una emanación de lo pneumático encerrada en la materia, semimaterial y semiespiritual, que forma parte de ambos dominios y que algunos autores llegan a considerar como de una materialidad sutilísima, pero incontestable. El alma, como en la doctrina aristotélica, informa o da forma a la materia; de aquí que pueda hablarse de manera unitaria de hilemorfismo. Para el pensamiento gnóstico el espíritu no puede transformarse, pues no se encuentra en estado de caída; sólo puede transformarse lo terrenal, el compuesto de cuerpo y alma, de materia y forma. Y en esa transformación el alma es el agente —bajo el gobierno del espíritu— y la materia aquello en que ha de realizarse — o mejor, en que ha de manifestarse— la transmutación. A través de la transmutación de la forma —a la vez del alma y del cuerpo— el protagonista llega a una formulación personal de la doctrina, tan cara al pensamiento de los alquimistas, de la correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos y de cada uno de estos mundos con la divinidad. Con ello, la idea de un dios encarnado se convierte en vivencia personal, no sólo histórica —Dios se habría encarnado en el cuerpo del que fue llamado Cristo— o religiosodogmática —Dios se corporaliza en el pan y el vino de la comunión— , de forma que el individuo puede reconocerse como auténtico cristóforo, portador de Cristo: Sólo Dios, el espíritu puro, la transforma y espiritualiza los miembros para que lo más profundo, el hombre primordial, no dirija su oración hacia fuera, sino que adore miembro por miembro la propia forma como si la divinidad viviera oculta en cada una de sus partes bajo una imagen diferente (172).

En este discurso todos los términos tienen un valor simbólico, desde Dios hasta el cuerpo. No debe entenderse como un peculiar somaticismo esa referencia a la forma y al cuerpo en que el escritor insiste en este párrafo; de lo que nos está hablando es de profundas

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JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 12, § 405-413.

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transformaciones espirituales que pueden, sin duda, traducirse de algún modo en lo material, o mejor, ser empíricamente comprobables por quienes rodean al individuo que las experimenta. Pero, a la postre, todo esto no constituye sino la aproximada traducción de códigos que sólo llegarán a ser explícitos para el protagonista de tan profundos cambios: El cambio de forma a que me refiero no es visible para el ojo externo hasta que el proceso alquimista de la transformación toca a su fin; su comienzo tiene lugar en lo oculto, en las corrientes magnéticas que determinan el sistema de ejes de la estructura corporal; primero cambia la mentalidad del ser, sus inclinaciones e impulsos, y luego sigue el cambio del comportamiento y con él la transformación de la forma, hasta que esta se convierte en el cuerpo resucitado del Evangelio (172).

Resulta difícil al lector crítico resistir sin fruncir el ceño ante algunos rechinamientos, desagradables al oído, del lenguaje esotérico, como por ejemplo esas «corrientes magnéticas» a que acude, para explicar sus crípticos asertos, el escritor. Y sin embargo hay que admitir que, leídas con atención, las líneas precedentes evocan otras encontradas en textos cuya vocación científica es innegable. A estas alturas no parece preciso recordar —aun a riesgo de parecer reiterativo— el papel central que la alquimia y el proceso de transmutación desempeñan en las investigaciones psicológicas de C.G. Jung; pero, además, este mismo autor recurre en otro lugar a una metáfora semejante a la utilizada por Meyrink en las líneas precedentes. Me refiero a ese «sistema de ejes de la estructura corporal». Para explicar su idea de «arquetipo», Jung escribe lo siguiente: La forma [de los arquetipos] acaso sea comparable al sistema axial de un cristal, que de alguna manera preforma la configuración del cristal sin poseer él mismo una existencia material266.

De mi cosecha añadiré que no deja de ser significativo que, en este caso de forma impremeditada, ambos autores se remitan al mundo

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 9/ I, § 155.

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de lo mineral, de las piedras, para encontrar el símbolo que buscan. La recurrencia de las asociaciones homo-lapis y Cristo-lapis es, en ambos casos, extraordinaria, y en ambos casos parece mostrar una intromisión de lo inconsciente, y más precisamente de lo arquetípico, en el razonar consciente y voluntario de ambos autores. A este mismo dominio parece remitir —como advertí al comienzo— la intención del novelista al elegir como referencia mística para esta obra suya una doctrina esotérica oriental. En la mencionada conversación a medianoche con el capellán, el barón von Jöcher afirma que la tradición que su linaje debe preservar es la importada a Europa por el primer antepasado, Christopher Jöcher, miembro de una orden de cuyos miembros se dice que desaparecían de sus tumbas o eran sustituidos en ellas por una espada. Y añade: «¿No ve usted en ello (...) cierta notable concordancia con la resurrección de Cristo?» (79). Esta creencia en la resurrección, o mejor: esta creencia de la cual es símbolo la idea de resurrección, es interpretada por el barón de forma entrañablemente humana. Resumiendo al máximo lo que de inmediato expondré con las propias palabras del personaje, el proceso de individuación puede llegar a ser una extensión en el tiempo de la vida de los antepasados mediante la consciente aceptación de la herencia. El modo como explica Bartholomäus von Jocher esta transmisión choca en más de un punto con nuestros conocimientos actuales sobre la herencia biológica, pero ofrece un estimulante punto de vista acerca de nuestra instalación en la historia de la humanidad y de nuestra relación con los más próximos. Si el empeño de los alquimistas era rescatar una naturaleza caída a través de su propio perfeccionamiento, el de estos Jöcher es el de resucitar en cierta medida a quienes les precedieron en el camino hacia la conquista de sí mismos, desde los remotísimos orientales que soñaron «la separación del cadáver» hasta los más próximos abuelos, la madre inmolada y el padre que aún no ha alcanzado la habitación bajo el tejado de la casa. En El dominico blanco la salvación individual implica inexorablemente el rescate de la cadena de antepasados, como deja bien claro una de las últimas escenas de la obra. En primer lugar debo señalar que el barón y quienes piensan como él entienden la resurrección de la carne stricto sensu como una es-

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pecie de castigo, o al menos como el rescate que debe pagarse por no haber conseguido la plenitud espiritual en vida. Obsérvese que en este modo de pensar no se encuentra el menor anhelo de perduración terrenal, sino todo lo contrario; para quien así piensa la vida es un camino y no se justifica por sí misma. Sólo vuelve a la vida terrenal quien no ha sabido transcenderla; pero esta transcendencia puede realizarse a través de aquellos que, en cierta medida, emanan de nosotros mismos: el hijo o el discípulo, entendiéndose estos términos prácticamente como sinónimos. «Si tú no existieras, hijo mío, tendría que volver para terminar en una nueva vida terrenal el trabajo interrumpido» (206). Así habla a Christopher su padre que, evidentemente, no busca la «vida eterna». Y esto es como decir que la obra es irrealizable por el individuo aislado, y que el concepto religioso de comunión está en la base de toda tentativa de alcanzar el núcleo más íntimo de la individualidad. De este modo hay que entender cuanto sobre la herencia celular, científicamente inexacto, refiere el barón a su hijo: La herencia de las «células» se produce de un modo distinto; no tiene lugar simultáneamente con la procreación o el nacimiento y tampoco, dicho de un modo más sencillo, como si se virtiera agua de un recipiente a otro. El modo individual concreto en que las células cristalizan en torno a un punto central, se hereda, y esta herencia tampoco tiene lugar de repente, sino de manera paulatina (...) Cuanto más íntimamente se aman las personas, tanto mayor es la cantidad de «células» que intercambian entre sí y tanto más estrechamente se funden la una en la otra, hasta que después de miles de millones de años se alcance el estado ideal, toda la humanidad fundida en un ser único, compuesto de innumerables individuos (207-208).

En la cita precedente puede observarse cómo la explicación de este fenómeno mágico se encomienda al amor; un amor que transciende a la propia muerte pues, como sigue refiriendo el barón, ... el mismo día en que murió tu abuelo (...) no pude llorarle ni una hora. ¡Tan vivamente me penetró todo su ser! Esto parecerá terrible a los profanos, pero puedo decir que sentí formalmente cómo su cuerpo se

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pudría día tras día en la tumba sin considerarlo espantoso o repugnante; su descomposición representaba para mí la liberación de fuerzas encadenadas, que pasaban a mi sangre como oleadas de éter (208).

Y ésta, cuyo médium es el amor, es la única relación válida con cualquier otro modo de ser que pueda darse tras la muerte. Así lo muestra el capítulo 11, titulado «La cabeza de Medusa», en el que se describe una reunión espiritista a la que Christopher asiste. Una vez más Meyrink descalifica explícitamente las prácticas espiritistas, no tanto por considerarlas una superchería cuanto por pensar que constituyen un auténtico peligro para el espíritu de quien en ellas cree; recuerde el lector lo expresado en este sentido en El rostro verde, así como las declaraciones del escritor en sus escritos teóricos y autobiográficos citados en el capítulo primero. Lo peligroso del espiritismo no radica en su falsedad, sino, por el contrario, en que presenta los rasgos de lo que Jung ha llamado «verdad psicológica»; pero esta verdad carece de veracidad, es error, y extravía a quienes, convencidos por ella, abandonan la senda del espíritu para seguir la de los fantasmas. En este fragmento del relato, aunque pueda parecer lo contrario, pues Christopher habla con su Antepasado en el curso de la sesión espiritista, Meyrink lleva a cabo una demolición sistemática de su tenebrosa mística. En primer lugar hay que advertir que cuando Taubenschlag habla con el Antepasado los demás asistentes al acto están como muertos, ciegos y sordos para la aparición. Es imposible no recordar aquél comentario del barón cuando Christopher le refiere su extraño sueño, en el que aseguraba que cuanto él mismo, el barón, decía al niño para adoctrinarlo no venía de él, sino del propio Christopher. También ahora tenemos la sensación de que es el ya adulto Taubenschlag quien, habiendo comprendido, o mejor, habiendo amado a su padre, y, a su través, a la venerable cadena de sus ancestros, es capaz de hacer sonar sus voces desde más allá de la tumba con palabras, conceptos y saberes que pertenecen a todo el linaje, que son testimonio de esa herencia espiritual a que hace poco me refería. Otro tanto ocurre con el resto de los participantes en la reunión: los fantasmas que evocan son creación suya. Pero, estando ellos mismos extraviados, sus

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fantasmas no son salvadores, sino que pertenecen al dominio morboso y pueden conducir a la perdición. Detengámonos un momento en el análisis de esta escena. La sesión tiene lugar en la habitación de una costurera, con la participación de un hombre y una mujer que, según parece, son buenos conocedores de las técnicas a utilizar, y que comienzan por un cántico religioso. Para subrayar este carácter describe también, como decoración casi única del cuartito, una chillona estampa de la Virgen María con el corazón atravesado por siete espadas. De inmediato, un primer atisbo de lo que, luego, resultará más explícito: las voces de los cantores desentonan —advierte Christopher—, «pero en sus voces hay tanta humildad y profunda emoción, que me conmuevo involuntariamente» (183). Como puede verse, desde las primeras líneas se esfuerza Meyrink en señalar la diferencia entre el error inconsciente y la mala voluntad. Pero lo cierto es que el ritual entero está gobernado por el error. Tras una serie de fenómenos, más o menos habituales en descripciones de esta índole, sobre el cuerpo inerte de la costurera se forma una de las figuras mágicas más conocidas, que ya hemos enconrado en El Golem: la lemniscata en la que se inscribe el cuerpo humano. La descripción que de este símbolo hace Meyrink es, a mi juicio, perfecta: Sobre el cuerpo de la costurera flota un cono de vapor azulado en una niebla giratoria, con el vértice vuelto hacia arriba; otro similar baja del techo con el vértice hacia abajo, y se acerca a tientas al primero hasta que se unen, formando un reloj de arena del tamaño de un hombre (185-186).

El cono inferior, el que circunscribe la parte inferior del cuerpo — inferior tanto en un sentido físico como también en el moral— es el que parece surgir primero, el que adopta la iniciativa, pero esta iniciativa está limitada y sólo puede llegar hasta la seducción. Alcanzado un punto este cono de niebla debe esperar hasta que el segundo, bajado de arriba, se acerque «a tientas» al primero. Este doble movimiento despierta en el lector el recuerdo de algunos relatos metafóricos de la Caída primordial, en los que el principio pneumático —ciertos ánge-

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les, en alguna de estas historias—, seducido, como arrastrado por la materia, desciende hasta ella y se encarna, quedando así prisionero del mundo material. Lo cierto, en el caso que nos ocupa, es que la lemniscata se forma, y el cuerpo que aparece en su interior es el de Ofelia. Por un momento Christopher, abrazado por el fantasma, siente que su amada ha vuelto a la vida. Pero algo en su interior —como las voces de alarma, mezcladas, de la verdadera Ofelia y el antepasado— le pone en guardia. Ofelia, en particular, habla de alguien que lleva una máscara; y esa máscara tiene sus rasgos. El protagonista siente entonces frío, como al comienzo de la sesión, cuando esta misma frialdad evoca en su memoria lo escuchado, en aquella densa conversación a medianoche entre su padre y el capellán, acerca del «mortífero viento del Norte» como heraldo del Demonio (187)267. El fantasma de Ofelia se retira entonces; pero no tan rápidamente como para que Christopher no descubra su secreto: Durante un latido de mi corazón no me ví a mí mismo en los ojos del fantasma, sino la imagen diminuta de una cabeza desconocida (187-188).

IV. LOS DOS PRINCIPIOS. Una vez más, Christopher se ve obligado a buscar en su interior para descubrir los rasgos de esa cabeza apenas vislumbrada; y lo que encuentra es la cabeza de Medusa que da nombre al capítulo. Una cabeza cuyo rostro semeja de lejos el de una adolescente, llegando incluso a mimetizar el de Ofelia, pero que, de cerca, a través de una piel transparente, exhibe la mueca de una calavera animada por un

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267 La referencia en el curso de la citada conversación se encuentra en p. 76. Cfr. JUNG, C.G. (19 71-1983) Bd. 9/ II, § 156. El viento del norte lleva consigo connotaciones negativas al menos desde la antigüedad clásica; para los médicos hipocráticos tenía que ver con el aumento de la bilis negra, y consecuentemente con la melancolía; y en la Edad Media la condición melancólica llegó a ser considerada pecaminosa, explícitamente satánica. Cfr. FÖLDÉNYI, L. F. (2008) 107 y cap. 2 passim.

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odio indescriptible. Casi sin esfuerzo, Taubenschlag traduce esa expresión: Es la fuerza impersonal de todo el mal que, obrando de acuerdo con leyes mudas de la naturaleza, conjurando cosas maravillosas, sólo lleva a cabo, en realidad, un infernal juego de manos (...) La cabeza de Medusa, símbolo del poder petrificado de la caída en suspenso, actúa aquí en miniatura, llega bendiciendo como Cristo a los pobres y se introduce como un ladrón nocturno en las cabañas de los hombres (190).

Pero también la fuerza del mal desempeña un papel en la economía del bien, como explica la voz del Antepasado en ese lapso de tiempo en el que los demás participantes quedan como excluidos: Los servidores de la cabeza de Medusa son nuestros instrumentos, pero ellos no lo saben; creen que destruyen, pero de hecho crean el espacio del futuro; como gusanos que comen carroña, roen el cadáver de la cosmovisión materialista, cuyo olor a descomposición pudriría la tierra de no ser por ellos (196).

Esta sería, según Meyrink, la única aportación valiosa del ocultismo: el ataque frontal al materialismo dominante. Una vez más encontramos aquí resonancias gnósticas: del combate, mutuamente aniquilador, entre el materialismo y un torcido espiritualismo ha de surgir el «espacio» que ocupará el espíritu; algunos textos de aquella procedencia describen el fin del mundo —del mundo terrenal, material, caído— como el resultado del mutuo anonadamiento del fuego y el agua, cuyo vacío será ocupado por el puro espíritu triunfante. En todo caso, la precedente cita de Meyrink deja suficientemente claro que la esperanza que enuncian los Jöcher es enteramente cismundana, por así decir no escatológica, o escatológica solamente en medida relativa, en lo que atañe a la propia vida del individuo, a su microcosmos. La nueva tierra y «la nueva Iglesia» constituyen el objetivo de estos insaciables buscadores. Entre tanto los otros, los incapaces de aceptar el materialismo que han seguido la ruta equivocada contribuyen no sólo al laudable

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fin perseguido por los antepasados de Christopher y por él mismo, sino también a que un mal de índole diferente se extienda por el mundo. Cuando, al final de la sesión, enardecidos por su aparente éxito, insten al protagonista a «convertirse» al espiritismo lo harán anunciándole la próxima llegada de una nueva era, confianza ésta que, no sin espanto, Christopher comparte. Sí, puede advenir una época de culto deformado hacia lo sobrenatural, que no representará —piensa el joven— el triunfo del espíritu, sino, al contrario, «un baile del Infierno, una espera bulliciosa y satánica del canto del gallo de un cósmico y espantoso Miércoles de Ceniza que jamás tendrá fin» (192). Y en este punto, el dualismo que caracteriza a todo el pensamiento gnóstico sale a la luz de la forma más plena: El tremendo abismo que divide toda la naturaleza no se limita a la tierra; la lucha entre el amor y el odio, la discordia entre el cielo y el infierno llega hasta el mundo de los que se han ido, mucho más allá de la tumba. Intuyo que los muertos sólo encuentran el auténtico reposo en los corazones de los resucitados en espíritu; sólo allí hay descanso y refugio para ellos (197).

La lucha entre el amor y el odio, entre el bien y el mal —los dos principios que dan nombre a uno de los escasísimos textos cátaros que se han conservado268— alcanza a los difuntos a través de los vivos. A estas alturas tal aserción no puede extrañarnos, pues guarda la más estrecha y natural relación con lo expresado más atrás por el barón. Los muertos a quienes recurrimos en situaciones extremas pueden acudir a nosotros desde el mausoleo de la memoria —de la memoria «activa», si así puede decirse— del modo como lo hacen los Jöcher, pero también recubiertos con la vestidura fantasmal del espiritismo. Pueden ser evocaciones, recreaciones respetuosas y amorosas de quien supo ganarse nuestro afecto y nuestra confianza, creativas pro-

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268 Liber duobus principiis. Este texto fue redactado en Italia en el S. XIII y, a juicio de los especialistas, constituye uno de los planteamientos más sutiles, si no el más sutil, del dualismo cátaro. NELLI, R. (1975) 73-124.

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longaciones de su propio ser a través del nuestro, o bien turbias proyecciones incontroladas de nuestro fondo más pulsional, más informe. Estas se dirigen con sus palabras y gestos a una sensibilidad exacerbada; aquellas, a un pensar enderezado hacia la liberación del espíritu, hacia la plena posesión de lo que debe ser más propio. En todo caso, el criterio para conceder validez al camino seguido por Christopher —y previamente por todos los Jöcher— no es tanto el conocimiento cuanto el amor. Ya hemos visto lo que significa el apellido del linaje, y no podemos olvidar el número de ocasiones en que el amor entra en liza así en las vivencias como en los discursos de estos personajes. Ahora podemos dar un paso más en la identificación del pensamiento que subyace a las creencias de estos «faroleros honorarios». Acabo de referirme al dualismo propio del pensamiento gnóstico y en particular al catarismo. Resultaría imposible extenderse en la caracterización de estos movimientos en un estudio como éste, y ocioso en la medida en que los trabajos dedicados a estos temas son numerosos y suficientemente explícitos269. Pero, para nuestros fines, es preciso apuntar algunas observaciones, como por ejemplo, que la vinculación existente entre la gnosis de los primeros siglos del cristianismo y el catarismo que, como religión semiclandestina, luego perseguida y extirpada como herejía, se extendió por el Languedoc y la Lombardía durante algunos siglos de la Edad Media, reposa sobre todo en la convicción de que existen dos principios, uno bueno y otro malo —el Dios verdadero y Satanás— en pugna perpetua. Este postulado básico asocia la religión cátara de forma aún más estrecha con el maniqueísmo. Pero no trato —insisto en ello— de resolver problemas ya resueltos, sino de mostrar tan sólo lo que caracteriza el pensamiento defendido por Meyrink a través de los barones Jöcher. Lo que distingue específicamente a los cátaros occitanos y lombardos de los

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269 Remito, fundamentalmente, al lector interesado, al texto citado en la nota precedente, donde encontrará, además, bibliografía selecta. Menos ambicioso, aunque riguroso e interesante para una primera aproximación nada superficial al fenómeno cátaro es el libro del mismo autor titulado: La vie quotidienne des cathares du Languedoc au XIIIe siècle. Paris, Hachette, 1969.

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gnósticos del helenismo cristianizado es que, a diferencia de éstos, aquellos no cifran su salvación en el conocimiento, sino en el amor. Para ellos, el libro por antonomasia es el Evangelio de Juan270, el discípulo amado de Cristo, autor del Evangelio del amor. Y Juan es el punto de referencia privilegiado de estos Jöcher que trabajan por una nueva Iglesia nacida del espíritu. En la tan a menudo mencionada «conversación a medianoche», el barón reclama la atención de su amigo el capellán hacia una reproducción de «La Última Cena» de Leonardo de Vinci que preside su salón. Esta es su interpretación del cuadro: La misión que está inscrita en el alma de cada uno de los discípulos de la Cena se indica con una posición simbólica de la mano y los dedos; todos tienen la mano derecha en actividad, o bien la apoyan en la mesa (...) o la tienen unida a la mano izquierda. ¡Sólo en Judas Iscariote actúa la izquierda, mientras la derecha está cerrada! Juan Evangelista, de quien Jesús dijo que permanecería, por lo que entre los discípulos corrió la voz de que no moriría nunca, tiene las dos manos enlazadas como para rezar, es decir, es un imán que ya no lo es; es un círculo en la eternidad; ha dejado de ser un peregrino (78).

Eso que los propios creyentes denominan «Iglesia militante» —la que deviene históricamente, la que cumple su jornada en la tierra— ha elegido un camino erróneo a juicio del barón. Negando el dualismo maniqueo, la coexistencia eternamente polémica del bien y el mal, ha devaluado la fuerza del amor, único poder capaz de oponerse al mal hasta vencerlo. Pero algunos no han dejado de saber que existen ... dos columnas vivas, una blanca y otra negra. Dos columnas vivas que se odiarán mutuamente hasta que reconozcan que son sólo los pilares de un futuro arco de triunfo (84).

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270 No parece una simple casualidad el hecho de que Jung haya dedicado a menudo su atención a las obras atribuídas a este apóstol -su Evangelio y el Apocalipsis- por considerarlas incomparablemente más ricas en información sobre los procesos del inconsciente -y en general sobre la vida psíquica- que los otros tres evangelios. Cf. sobre todo: JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 11, § 698-741. Cf. también NELLI, R. (1975) 16-27, especialmente p. 21.

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De nuevo es Juan la autoridad que debe refrendar las palabras del barón, que alcanzan un tono emocionado y emocionante cuando en ellas resucitan, por obra del amor, las voces de tantos que, a lo largo del tiempo, han muerto por esa fe. Sin ser nombrados, los creyentes abrasados en las hogueras de Lavaur, de Montségur, llegan por un momento a nuestro presente para escuchar el vaticinio de una resurrección aún más completa: Afirmo que aún hoy en día viven «otras cosas», siempre han vivido y siempre permanecerán vivas, aunque enmudecieran todas las bocas que las pronuncian y ensordecieran todos los oídos que pudieran escucharlas. El espíritu las mantendrá vivas, murmurando, y creará siempre nuevos cerebros de artistas que vibren cuando él quiera y se construyan nuevas manos para escribir lo que él les ordena (84).

No parece necesario insistir en la explicación de un modo de entender la creatividad artística que ha sido señalado desde el comienzo. Sobre todo, porque el parlamento del barón, aunque desarrolla toda una teoría de la creación artística que, en este momento, no sería adecuado comentar, tiene un objetivo que desborda este asunto. Pues «esas cosas» a las que de modo tan vago se refiere atañen al Sí-mismo, a esa entidad más profunda que el yo que El Golem nos enseñó a conocer: Son aquellas cosas que sabía y sabe Juan: los secretos que estaban en «Cristo» y que resumió cuando dijo por boca de Jesús, su instrumento: «Antes de Adán, existía Yo» (84-85).

¿Quién es este Cristo entre comillas de quien el personaje histórico de Jesús es instrumento? Lo sabemos ya. Es aquél que está en el fondo de la persona concreta, el sustrato de la consciencia individual: «antes de Adán —es decir, del hombre concreto— existía Yo»; y ese que puede decir: «yo», puede decirlo desde dentro de Adán, y desde dentro de Jesús, y también desde dentro de Juan, del barón y de Christopher; o más exactamente, desde dentro de todos aquellos que en alguna medida son o quieren ser Christopher, portador de Cristo.

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Pues Cristo, en el discurso de Meyrink como en el de Jung, equivale al Sí-mismo, es un arquetipo y, en tal medida, posiblemente la vía regia para la comunión con los otros. Inconsciente todavía a este nivel, el esfuerzo hacia la consciencia debe hacer que lo compartido a nivel arquetípico resulte transcendido al nivel voluntario del amor. Es lo que quiere expresar el barón cuando concluye de este modo su exposición: Le digo, tanto si ahora se crucifica como si no: la Iglesia empezó con Pedro ¡y terminará con Juan! ¿Qué significa esto? ¡Lea el Evangelio como si fuera una profecía sobre el futuro de la Iglesia! Quizá entonces se encenderá en usted una luz que le indique el significado en este sentido: que Pedro negó tres veces a Cristo y se enfadó cuando Jesús dijo de Juan: «Quiero que él se quede». Para su consuelo quiero añadir: la Iglesia morirá, lo creo y lo veo venir, pero resucitará de nuevo y tal como debería ser. Aún no ha resucitado nadie ni nada que no haya muerto antes: ni siquiera Jesucristo (85).

Esta profecía de muerte y renacimiento, realizada prácticamente al comienzo de la novela, empieza a cumplirse en lo que concierne a Christopher Taubenschlag a partir de la sesión de espiritismo. Anunciada por la muerte de los más próximos, de los amados —Ofelia, el barón, que fallecerá precisamente en la época a que me referiré ahora— cuya vida se proyecta más allá del tránsito a través de la vida del protagonista, la muerte de Christopher empieza a hacerse evidente de manera paulatina. No es preciso advertir que se trata de una muerte que acontece solamente en el dominio espiritual, pues sus manifestaciones en la novela son suficientemente explícitas. El personaje no desaparece del reino de los vivos, pero estos empiezan a percibirle como alguien profundamente extraño. De ser juzgado «un tipo raro, como su padre» pasa, en la edad adulta, a ser sospechoso de echar mal de ojo. Algunos llegarán a decir que es un vampiro, y otros dicen haberle visto en sueños convertido en hombre lobo. Incluso un hombre acusado de asesinato a quien los guardias conducen por las calles de la ciudad reconoce a Christopher como la víctima de su crimen y asegura que ha resucitado (200-201). Evidentemente, sus conciudada-

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nos experimentan ante él el temor y la repulsa que a menudo produce lo numinoso, lo arquetípico. El vampiro, el hombre lobo, el resucitado son otras tantas figuras de aquél que desarrolla su existencia a la vez en dos mundos, el de lo cotidiano y ese otro, oscuro, que tiene que ver con el pasado del individuo y de la especie, y también con la huella presente de ese pasado en el fondo del inconsciente. Ello se debe a que su proceso de individuación ha actualizado las fuerzas de lo siniestro, latentes, pero desconocidas, en el inconsciente de los demás hombres que, por eso mismo, se encuentran inermes ante ellas: Todos han visto en ti la cabeza de Medusa —me decía para mis adentros cada vez que ocurría algo parecido—; vive dentro de ti; los que la ven, mueren, y los que la presienten, se horrorizan. Aquella vez viste lo que es sólo muerte y trae la muerte, que habita en todos los hombres y también en ti, en las pupilas del fantasma. La muerte habita en los seres humanos y por eso no la ven; no son portadores de «Cristo»; son portadores de la muerte, que los corroe desde dentro como un gusano. Quien la ha sacado de su nido, como tú, puede verla, y entonces se convierte en su oponente, se enfrenta a ella (200).

El resultado de esta convicción parece coincidir con la tesis fundamental del catarismo: para que el espíritu viva y se libere hay que negar la materia; el mundo creado exhibe solamente apariencias de vida, siendo, por el contrario, el reino de la muerte. Pero esto resultaría contradictorio con cuanto hemos visto que sostiene Meyrink, de modo que hay que pensar que sólo hasta aquí llega la semejanza entre el pensamiento de Christopher y el del dualismo heterodoxo de la Edad Media. No se trata de negar la materia, sino de rescatarla. Gobernada por «la medusa de semblante hermoso y, al mismo tiempo, tan terrible», la vida terrenal aparece ante los ojos de Christopher como «el contínuo y doloroso parto de una muerte que renace a cada segundo». Pero estas frases no deben hacernos temer que Christopher Taubenschlag esté derivando peligrosamente hacia un pensamiento estéril y aniquilador. De inmediato encontramos, siguiendo el hilo de su pensamiento, asertos cuyo valor simbólico nos es ya de sobra conocido:

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La frase del Evangelio: «Quien ama su vida, la perderá; quien la odia, la conservará», empezó a emerger para mí, luminosa, de la oscuridad; comprendí el sentido: ¡aquél que debe crecer es el antepasado; yo, en cambio, debo desaparecer! (202).

Henos aquí un paso más cerca del objetivo final; aunque este paso no está exento de peligros. Así enunciada, la conquista del Símismo parece implicar la destrucción del yo. El «antepasado» debe crecer, y quien dice «yo» tiene, a cambio, que desaparecer. Afortunadamente veremos que este vaticinio no se cumple exactamente, aunque me parece importante que el peligro inherente al proceso se muestre de manera tan clara en este momento de la vida del protagonista. A punto de morir, el barón ayuda a su hijo a clarificar su pensamiento en este punto: En mí y en los abuelos no podía tener lugar la «separación del cadáver» porque la reina de la putrefacción no nos ha odiado tanto como te odia a ti (...) Cuando llegue la hora, se abalanzará sobre ti con una cólera tan ilimitada para quemar todos tus átomos, que destruirá en ti su propio reflejo (...) Entonces tendrá lugar la gran transformación: ¡la vida ya no engendrará la muerte, sino que la muerte engendrará la vida! (209).

El mal existe, pero no tiene una realidad sustancial, ajena al ser humano. Los dos principios están «en el mundo» estando en la psique de cada cual, y de lo que se trata es de conseguir que el negativo, que no puede desarraigarse, sirva para «engendrar vida». A la postre, de lo que se trata es de matar la cabeza de Medusa encerrada en uno mismo, o al menos de domeñarla, de provocar su metamorfosis —Verwandlung, como en el título del texto autobiográfico de Meyrink—. El simple yo consciente no puede hacerlo. Es necesario que la cabeza de Medusa, latente, se actualice, suba a la superficie; que sus ojos heladores sean contemplados en medio de la soledad y el horror, hasta que se sientan deseos de decir: si es posible, pase de mí este cáliz. La única fuerza capaz de producir esto que sólo puede describirse como un cataclismo psíquico es la de la propia cabeza de Medusa. No existe un San Jorge matador de dragones: los dragones son los únicos que pueden matarse

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a sí mismos, y San Jorge es el que arriesga su alma como campo de batalla para esta teratomaquia. A partir de este momento comienzan a anudarse los hilos que conducen a ese punto extremo. Fuerzas que el protagonista califica de mágicas se desencadenan sobre la ciudad, que se ve recorrida por una oleada de misticismo. El carpintero Mutschelknaus, que en la sesión espiritista contempló también a Ofelia, pero sin reconocer en ella el rostro de la Medusa, comienza a hacer milagros. Resucita a un muerto que, no obstante, vuelve a morir inmediatamente después de volver a la vida, precipitado al suelo por uno de los caballos del carruaje fúnebre. Mutschelknaus atribuye estas curaciones a la Virgen María, que se le ha aparecido con el rostro de Ofelia. En adelante se producirá una larga serie de curaciones y conversiones que tienen por punto focal el saúco plantado por Christopher sobre la tumba en que él mismo, sin dar parte a nadie, enterró a su amada. Esto último parece indicar que es Christopher, el hombre lobo, quien ha propiciado el ambiente favorable para que el viento mágico del inconsciente sople sobre la pequeña ciudad. Igualmente traduce la convicción del escritor de que no existe una única vía para transcender el yo consciente, para «salvarse», si bien las otras no son probablemente tan perfectas, tan completas como la que sigue el protagonista. En efecto, Taubenschlag se entera por el capellán —que es quien le refiere estos sucesos— de que Mutschelknaus ha abandonado el espiritismo para volver a una espiritualidad más ingenua, basada en el amor a su perdida hija. Conviene no olvidar, a este respecto, lo que el antepasado dijo a Christopher al final de aquella sesión: «No te preocupes por éste (Mutschelknaus); ningún hombre honrado camina hacia el abismo» (197). La anécdota del resucitado muestra, empero, que lo que el carpintero representa no cumple aún de manera idónea el objetivo perseguido al unísono por Taubenschlag y por Meyrink. El fabricante de ataúdes puede resucitar a un difunto, pero sólo para que éste vuelva a morir de inmediato. La fuerza de Mutschelknaus radica en lo que él mismo explica al capellán que le interroga al respecto: Sabía que (...) sólo aparentaba estar muerto (...) Lo sabía porque una vez yo estuve a punto de ser enterrado vivo (...) Lo que uno ha vivido por sí mismo sabe advertirlo en los demás (222).

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Es decir: Mutschelknaus sabe que existen muertos en vida, y los reconoce porque él mismo lo ha sido. La muerte del lisiado al que iban a enterrar no era la verdadera muerte, y ésta, falsa, es la única ante la que el carpintero, arrancado de su entierro perpetuo —recuérdese que, al comienzo, Christopher asegura que sigue siendo un enterrado en vida— tiene algún poder. Del espiritismo esterilizador Mutschelknaus ha podido, por amor a Ofelia, pasar a una espiritualidad ingenua, en la que su hija se manifiesta como la Virgen María, orientándole hacia la religión de la Iglesia. Puede, así, obrar algún prodigio pasajero, que no es todavía ese prodigio silencioso, pero de mayor calado, perseguido por los miembros del linaje Jöcher y por todos esos desconocidos que forman parte de lo que, en su lecho de muerte, el barón denomina «la Orden». No obstante, es mucho lo que ha conseguido por la fuerza del amor, como Christopher sabe reconocer: Ofelia, la imagen ideal a la que ha entregado toda su alma, ¡se convierte para él en la santa dispensadora de gracias, en una parte de sí mismo que le recompensa mil veces de todos los sacrificios, hace milagros, le sube consigo al cielo y se le aparece como la divinidad! ¡El alma como recompensa de sí misma! La pureza del corazón conduce a la sobrehumanidad y posee todas las virtudes curativas (223-224).

En estas últimas líneas encontramos de nuevo el tema recurrente de este ensayo y de la obra de Meyrink: el hombre completo, que en otro lugar se representaba mediante la metáfora alquimista de la piedra filosofal; la otra gran metáfora alquimista —la panacea, la medicina universal—; y, por fin, «el alma como recompensa de sí misma», traducción psíquica de esas figuras de pensamiento. Todo esto puede servir a Mutschelknaus; no es poco pasar de ser un enterrado en vida a ascender al cielo en brazos de la Virgen. Pero en modo alguno es definitivo o perfecto. Los muertos que Mutschelknaus resucita vuelven a morir de inmediato, y sus seguidores que adoran de nuevo a la Virgen y hacen procesiones no son más que fanáticos que no saben lo que hacen. Christopher ha llegado más lejos, y sigue avanzando. El también vio a Ofelia en la reunión espiritista, pero vio algo más que no está dispuesto a olvidar:

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No me cabía la menor duda de que la transformación de Ofelia en Madre de Dios debía haberse producido del mismo modo mágicamente regular que en otro tiempo durante la sesión espiritista. ¿Qué ha sido, sin embargo, de la mortífera influencia de la cabeza de Medusa? ¿Acaso eran Satanás y Dios, desde el punto de vista filosófico y al final de todas las verdades y paradojas, un solo ser... destructor y creador al mismo tiempo? (224).

V. EL INSTANTE ÁUREO. Henos aquí, de nuevo —como no podía dejar de suceder— ante la coincidentia oppositorum, la resolución activa de un dualismo que no basta negar. Christopher es el único que sabe que en la Ofelia que, mágicamente, vuelve a la vida están inextricablemente unidas la Virgen María y la Serpiente —la cabeza de Medusa—271, lo que queda simbolizado por su posición cuando, próximo a los seguidores de Mutschelknaus, contempla la estatua de la Virgen que adopta los rasgos de la difunta: mientras que todos los demás están de pie sobre el césped, él se encuentra encaramado a un muro, esto es, por encima de ellos. También él asiste a la transformación, pero no queda simplemente arrobado ante la manifestación de la reina del bien, de la Reina de Misericordia, como la llaman los demás. El intuye la presencia —la compresencia— de la cabeza de Medusa, pero el amor es más fuerte. Quiere entregarse a la amada, cuya «permanente proximidad» nunca ha dejado de sentir, aunque descubre, ya de modo definitivo, que junto a ella, cuya voluntad ha sido siempre —incluso más allá de la muerte— precederle «con los brazos protectores bien abiertos» está la cabeza de Medusa; pero esta cabeza no tiene ya poder sobre él ni sobre la amada: Entonces —dice— opté por el último recurso: «¡No te resistas al mal!» (232),

es decir: no niegues el mal, no vuelvas la espalda a esa parte de la verdad: ¡abraza el símbolo de la coincidentia! Más tarde, ya solo —los

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Cf. JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 11, § 619-624.

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seguidores de Mutschelknaus han acudido en tropel a la iglesia— contemplará por un segundo cómo el rostro de la estatua se convierte en el de Ofelia y le sonríe para, de inmediato, volver a ser el de la Virgen María. El efecto que esto le produce es el que, según todos los místicos, produce la vivencia de la conciliación de los opuestos: Acababa de vislumbrar el presente eterno, que para los mortales no es sino una palabra vacía e incomprensible (234).

En esta situación espiritual se encuentra el protagonista cuando decide hacer inventario —si así puede decirse— de la herencia recibida: la casa de la familia Jöcher. El simbolismo psíquico de la casa, y sobre todo de la casa natal, tan bellamente estudiado por Gaston Bachelard272, resulta evidente en las páginas en que Meyrink describe el recorrido de Christopher Taubenschlag desde sus propios aposentos hacia los pisos inferiores. A medida que desciende, Christopher siente que retrocede en el tiempo, al menos hasta la Edad Media, aunque es evidente que aún existe algo más profundo: El sótano, donde, según la crónica, debió de vivir nuestro antepasado, el farolero Christophorus Jöcher, estaba cerrado con una pesada puerta de plomo. Imposible derribarla (238).

En efecto, no son las fuerzas del cuerpo las que pueden abrir esa puerta que conduce al más hondo, al más originario de los pasados273. Pues como un «largo viaje al reino del pasado» describe el protagonista su recorrido descendente por la mansión. No es la fuerza activa, sino la sensibilidad aguzada, la actitud de apertura hacia ese pasado

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BACHELARD, G. (1973) 95. Merece la pena señalar la extraordinaria similitud que existe entre esta imagen, o sucesión de ellas, y las de un sueño de la infancia que minuciosamente registra e interpreta C.G. Jung en el escrito autobiográfico redactado en colaboración con Aniela Jaffé pocos años antes de morir. En éste, igual que en el fragmento de Meyrink, Jung se ve descendiendo al sótano de una casa donde le aguarda un símbolo itifálico del inconsciente. Cfr. JUNG, C.G. (1982) 18-19. 273

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cuyos vestigios dirigen mudos mensajes, lo que puede conducir a la apropiación del mismo. Entre los objetos que Christopher descubre en su peregrinación se cuentan algunos útiles propios de la tarea del alquimista; y cuando, al regreso de este viaje íntimo, se vea asaltado por las voces de ese mismo pasado, una de ellas será la del alquimista cuya tarea ha proseguido el linaje del modo que conocemos, y que está a punto de cumplirse por obra del último de sus descendientes: Baja otra vez a las retortas; te diré cómo se hace el oro y cómo se prepara la piedra filosofal; ahora ya lo sé, antes no pude lograrlo porque morí demasiado pronto (239).

En efecto: tanto éste como los demás precursores murieron demasiado pronto, lo que no significa que se extinguieran en edad temprana, sino en un tiempo en el que lo meramente atisbado y traducido en lenguaje simbólico —el de la alquimia— no podía aún ser plenamente descifrado. La proyección de los contenidos del inconsciente —y hasta podría decirse de sus aspiraciones— sobre la materia, a medias revelaba y a medias enmascaraba al Sí-mismo. Descubridores del camino, o al menos de uno de los caminos —como Jung ha mostrado hasta la saciedad— los alquimistas se encontraban aún a gran distancia de la meta. También el barón y Christopher se han entregado a la alquimia, como vimos más arriba; pero la suya es una alquimia que se desarrolla enteramente en el laboratorio interior. No es, como ya advertí, la del alquimista la única voz que susurra o que grita al oído de Christopher cuando este regresa a su nivel, a su mundo. Esto sería demasiado poco. Lo que el protagonista experimenta y describe es mucho más complicado y, a la vez, explícito: Los ambientes olvidados de los pisos inferiores me acompañaban como un corro de fantasmas para quienes se ha abierto la puerta del calabozo; deseos incumplidos durante la existencia de mis antepasados emergían a la luz del día, se despertaban y trataban de inquietarme asediándome con pensamientos: «Haz esto, haz aquello; esto aún está incompleto, aquello se quedó a medio hacer; ¡no podré dormir hasta que tú lo termines por mí!» (239).

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Pero esta tarea, acorde con las creencias transmitidas por el barón a su hijo, debe acometerse de manera que no resulte contraproducente para el que aún está vivo. Christopher no puede permitir que los fantasmas se enseñoreen de su alma; o, dicho de otro modo, tiene que eludir el peligro de inflación —en el sentido que Jung da a este término y que ya conocemos— manteniendo en todo momento el control sobre estos contenidos psíquicos. Lo que hay que consumar debe realizarse en el reino de la vida, y no en el de la muerte. Christopher no debe terminar las empresas acometidas por cada uno de sus antepasados —lo que, en fin de cuentas, le pide cada una de las voces que escucha y que, por razones obvias, renuncio a transcribir—; sino cumplir la obra común a la que todos, más o menos deliberadamente, se han entregado. Si traducimos en el espacio la perspectiva temporal adoptada por Meyrink en el relato —es decir: si nos fijamos más en la mansión que en el linaje, si pensamos en un gran organismo o en una gran psique estructurada en niveles ascendentes— lo que Christopher debe evitar es confundir la plenitd, el todo, con la obediencia a los mandatos, deseos, pulsiones, sustentados por cada uno de los niveles274. A lo que debe aspirar es al señorío sobre la totalidad. Ya ha recorrido suficientemente el interior, el pasado; ahora debe, enriquecido por estas vivencias, derramarse hacia el exterior. La consumación de cada una de esas existencias pasadas sería un paso atrás —o adentro, según se mire—; lo que conferirá valor a los esfuerzos incompletos de sus antepasados, y al suyo propio, es la vocación de futuro y de exterioridad; es lo que comprende cuando se arenga de este modo: ¡Actos, actos, se necesitan actos! —presiento— ¡Sí, eso es! No lo que, egoístamente, querían los antepasados que sucediera! (...) ¡Tienes que salir a la vida y llevar a cabo actos para la humanidad, de la cual eres una parte! ¡Sé una espada en la lucha común contra la cabeza de Medusa! (241).

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274 Por otra parte, según la doctrina taoísta en la que Meyrink se apoya, cuando un individuo alcanza la «inmortalidad» arrastra consigo hacia ese dominio a todos sus progenitores. Cfr. HEYM, G., en CAROUTCH, Y. (1976)166. Creo entender que no se trata, pues, de completar lo fallido de cada cual, sino de aportar la novedad decisiva que se ha ido buscando de generación en generación.

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De este modo, cuando llega la última prueba encuentra a Christopher preparado. En sueños, se ve a sí mismo atacando con un hacha la puerta de plomo del sótano, custodia del último arcano. Una vez abatida, aparece ante él un anciano ataviado con las vestiduras de la Orden, las mismas con que el barón fue enterrado, y le ofrece la posibilidad de ingresar en ella para cumplir su misión. Christopher interroga a este mensajero de la última profundidad acerca de los fines de esa Orden de la que apenas conoce más que el hábito, y lo esencial de la respuesta del fantasma es lo que sigue: La carga bajo la que gime la humanidad es la cruz de la personalidad. El alma del mundo se ha dividido en seres individuales, y de ahí han partido todos los desórdenes. Nuestro deseo es convertir de nuevo la pluralidad en unidad (244).

Nunca, creo yo, ha sido enunciado de forma más explícita el mensaje de la Sombra; el dominio de lo informe sobre lo conformado, del inconsciente más profundo sobre el consciente; la inflación, la locura, en suma, es lo que este emisario exige al protagonista. Algunos signos advierten a éste del peligro: una cierta desproporción en la figura del desconocido, el hecho de que su gorro lleve una sola orejera, la amputación del pulgar derecho—, pero sobre todo son estas palabras las que le ponen en guardia. La exigencia del signo que el barón le reveló en su lecho de muerte —un complicado modo de estrecharse las manos— es el símbolo del recurso a lo verdaderamente valioso de la herencia del pasado y del inconsciente reconquistado, y consigue exorcizar a este demonio aniquilador. Se le aparece entonces el auténtico antepasado, quien le ilustra acerca de las mentiras del fantasma, enfrentándose, sobre todo, a lo que constituía su más venenosa exigencia y enseñanza: Llaman egoísmo al único acto digno de llevarse a cabo: el trabajo en el propio ser (...) Predican por boca de los obsesos el «reino milenario» (...) pero ocultan el hecho de que el reino «no es de este mundo», mientras la tierra no se transforme y el ser humano no lo haga a su vez a través del renacimiento de su espíritu (248-249).

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El reino no advendrá hasta que el hombre haya renacido en espíritu y haya transmutado, con él, a la propia tierra. Trabajo en el propio ser, predica el antepasado, pero no como fin, sino como condición previa para salir de forma creativa hacia el exterior, hacia los hombres; como forma primera del amor. De súbito, vuelve a Christopher el recuerdo de aquella remota conversación en sueños con el barón, la que tenía por objeto el camino blanco, y en particular la pregunta que le formuló su padre: ¿Has visto el sol? Quien lo ha visto, renuncia a peregrinar; se incorpora a la eternidad.

Y esta es la respuesta que, al cabo de su aventura, consigue dar el protagonista: ¡No! ¡Quiero seguir siendo un peregrino y volver a verte, padre! ¡Quiero estar unido con Ofelia y no con Dios! Quiero el infinito, y no la eternidad (...) Renuncio a ser un dios coronado provisto de fuerza creadora; por amor a vosotros quiero seguir siendo una persona capaz de obrar; quiero compartir con vosotros la vida a partes iguales (254).

Sin embargo, esta consumación en lo meramente humano no significa una simplificación, una abdicación tranquilizadora, sino, por el contrario —como no podía dejar de suceder en el nivel de desarrollo interior en que se encuentra Christopher— una vivencia dramática, a la vez aniquiladora y liberadora, que debe vivirse en la soledad más profunda. Cuando Taubenschlag formula su propósito, una espantosa tormenta se desata sobre la ciudad. En la descripción de la escena no aparece un solo ser humano, lo que indica que probablemente se trata de una tormenta interior. Tan sólo hay algunas referencias a las obras de los hombres, que resultan devastadas por la furia de los elementos —»en alguna parte una ventana se desprende y cae con gran estruendo sobre el empedrado: el miedo mortal de las cosas creadas por la mano del hombre» (256)—, como si de este modo el autor quisiera mostrar la aniquilación de lo aprendido, de lo dado, de la superestructura, por obra de la fuerza desbordante del inconsciente en ascenso hacia la luz.

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El modo como esta confrontación final es vivida por el protagonista es, una vez más, pasmosamente similar a lo descrito por Jung en una de sus obras más impresionantes: la Respuesta a Job, en la que, además, encontraremos la respuesta a aquella aparente boutade —«el subconsciente es la Madre de Dios»— de la que arranca esta laboriosa reflexión sobre la narrativa de Meyrink. Christopher asciende hasta el tejado de la casa Jöcher, esa cúspide simbólica que ya conocemos, y se ofrece a la tempestad. Allá en lo alto siente que la naturaleza le habla: el río le ofrece cobijo, el viento y los árboles le informan de lo que se avecina: Oigo el horrorizado susurro de los árboles: «¡La novia del viento, con manos de estrangulador! ¡Los centauros de la medusa, la caza salvaje! ¡Bajad las cabezas, viene el jinete de la guadaña!» En mi corazón palpita un sereno júbilo: «¡Te espero, amado mío!» La campana de la iglesia gime, como tocada por un puño invisible. Bajo el resplandor de un relámpago se iluminan, inquisitivas, las cruces del cementerio. -¡Sí, madre, ya vengo! (256).

¿Qué es esto que acabamos de escuchar? Christopher Taubenschlag ha llamado «madre» a la medusa, al tiempo que, en su corazón, es la voz de Ofelia la que anuncia su presencia; lo femenino destructivo y lo femenino salvador se acercan, con la violencia de la tempestad, al varón que, consciente de lo que hace, asciende hasta el final de la mística escala de Jacob a su encuentro. En esta ocasión no habrá —ni puede haber, ni debe haber— un Perseo viril y apolíneo que alce, símbolo de su triunfo, la cabeza amputada de Medusa, sino uno que se fundirá en un abrazo ardiente con la dúplice manifestación de su anima. Veamos lo que, por su parte, dice Jung en la obra a que acabo de hacer mención: El hombre superior y completo (téleios), que representa nuestra totalidad, transcendente a la consciencia, en la figura del puer eternus (...) ha sido engendrado por un padre «desconocido» y ha nacido de la Sapientia (...) En forma prefigurativa Cristo dijo una vez: «Si no os hacéis

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como niños...»; como el niño en quien los contrarios están próximos entre sí (...) La mujer vestida de sol y su niño aparecen en la corriente de las visiones apocalípticas como algo extraño, como algo desconectado de ellas, como algo que no pertenece a aquel lugar. Pertenecen a otro mundo, a un mundo futuro. Por ello el niño, como el mesías judío, es por el momento arrebatado para Dios, y su madre tiene que ocultarse por largo tiempo en el desierto, en el que es alimentada por Dios. El problema inmediato no es ni mucho menos el de la unión de los contrarios, sino el de la encarnación de la luz y el bien (...) Por esta razón el Apocalipsis, lo mismo que todo proceso clásico de individuación, concluye con el símbolo de la hierogamia, de las nupcias del hijo con la madre-esposa275.

En este fragmento Jung, sin pretenderlo ni saberlo, ha resumido el argumento de El dominico blanco. Pero, a la luz de lo dicho en el mismo, esto no es algo que deba extrañarnos, pues lo que ambos autores, Jung y Meyrink, han hecho, es a medias interpretar y a medias vivenciar —o vivenciar interpretando, cada uno con su lenguaje— el proceso de individuación que comparten con el autor del Apocalipsis, tal vez porque la situación que ambos viven, y con ellos su mundo, es apocalíptica. Tal es, al menos, el sentir de Jung respecto del momento histórico, como sabemos por propia confesión276. Pero, ¿no es, también, el de Meyrink, al menos desde El rostro verde? En todo caso, dejando tan sólo esbozada esta perspectiva escatológica que Jung sólo se permitió después de una larga vida de trabajo y reflexión, lo que puede asegurarse en el caso de Meyrink es que en esta novela puede encontrarse un nuevo y significativo avance, el testimonio de una oscura vivencia personal que sobrepasa ampliamente los márgenes de lo aprendido en la mística oriental y occidental y que profundiza el saber

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 11, § 742-743. «De esta manera, [San Juan] esbozó el programa de todo el eón de Piscis con su dramática enantiodromía y su oscuro fin, que todavía no hemos vivido, y ante cuyas posibilidades verdaderamente apocalípticas el hombre se estremece (...) La bomba atómica está suspendida sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles, y detrás de ella acechan las posibilidades, incomparablemente más terribles, de la guerra química, que podrían eclipsar a los mismos horrores del Apocalipsis». JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 11, § 733. 276

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expuesto en El Golem y El rostro verde. Christopher acepta unirse en hierogamia con su esposa-madre salvadora-terrible; con Ofelia-Medusa. Acepta lo femenino inconsciente con todos sus riesgos y todas sus posibilidades. La bola de fuego que lo abraz a y consume la parte deleznable de su ser, le confiere la incorruptibilidad perseguida277: La parte corruptible que hay en mí está quemada, transformada por la muerte en una llama de vida. Estoy erguido, vistiendo la túnica púrpura del fuego, con el arma de hematita al cinto. Separado para siempre del cadáver y de la espada (258).

El inconsciente y la Madre de Dios... Para Jung era una necesidad histórica y psicológica que el dogma de la Asunción de María a los cielos se produjera cuando se produjo, en la mitad del siglo pasado, después de dos guerras mundiales sucesivas y en el tiempo en que tantas cosas habían llegado a su peligrosa sazón. La era del descubrimiento del inconsciente coincidía con la del descubrimiento del mal oculto en cada uno, del Dios terrible y destructor, pero también de lo femenino, descubrimientos sin los cuales era impensable cualquier acto de autoapropiación plena y transcendente hacia los demás. Un siglo antes Nietzsche, ese gran espíritu demónico, había percibido la necesidad del superhombre, pero no había podido decir en qué consistía e incluso había hecho pensar a algunos en algo evidentemente diferente del hombre común. Ni Jung ni Meyrink permiten, con su obra o con su vida, imaginar algo semejante. Ya vimos lo que, a este respecto, se decía en el manuscrito esotérico de El rostro verde; en cuanto a

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277 «Los griegos (…) afirmaban que perecer abrasado conllevaba purificación. Al morir en el fuego el mortal se limpia de las escorias terrestres (…) De ahí que el fuego sea condición previa para entrar en una vida de orden superior (…) La muerte voluntaria de Empédocles abrasado por el fuego se produjo bajo el hechizo de la «resurrección» y lo condujo fuera del mundo terrenal». FÖLDÉNYI, L.F. (2008) 41-42. En estas mismas páginas encontramos un dato sorprendente: además de a la de Empédocles, Földényi recurre a la muerte de Hércules, igualmente abrasado —se arrojó a una hoguera para librarse del ardor que le provocaba la túnica de Neso-. Y hay que recordar que uno de los capítulos de El dominico blanco lleva por título precisamente La túnica de Neso.

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Jung, en su Respuesta a Job, en la que de modo tan explícito vincula al inconsciente con la Madre de Dios, se muestra convencido de que en modo alguno debe esperarse esa «superioridad» que parece desprenderse del neologismo nietzscheano. El hombre debe lograr que Dios se encarne en él, para lo que necesita ineludiblemente a la mujer vestida de sol: La dogmatización de la asunción de María hace referencia a la hierogamia que tiene lugar en el Pleroma; a su vez, como ya hemos indicado, esta hierogamia significa el nacimiento futuro del niño divino, el cual, conforme a la tendencia de Dios a la encarnación, elegirá al hombre empírico como lugar de su nacimiento. Este acontecimiento metafísico es conocido por la psicología del inconsciente con el nombre de proceso de individuación278.

Pero aun convirtiéndose en portador de Dios —a lo que alude el nombre de Christopher—, el hombre empírico que realiza, en la medida de sus fuerzas conscientes e inconscientes, este proceso, ... sigue siendo el que es, y jamás pasa de ser un yo limitado frente a aquél que en él habita, cuya figura no tiene límites cognoscibles, que le rodea por todas partes, profundo como los fundamentos de la tierra y vasto como el cielo279.

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 11, § 755. JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 11, § 758.

ADVERTENCIAS DESDE EL ÚLTIMO RECODO: EL ÁNGEL DE LA VENTANA DEL OESTE Y LA CASA DEL ALQUIMISTA

El «amor» es vulgar, ya que el «amor» quita al hombre y a la mujer el principio sagrado de la autonomía y lanza a uno y otro en la impotencia de una unión a partir de la cual la criatura sólo puede soñar en renacer en este mundo inferior de donde procede y a donde siempre vuelve. El amor es vil ¡Sólo es noble el odio! ¿Qué sucede cuando un… demonio concibe la idea de usar este método a la inversa, para inocular complejos?

I. UN ESPEJO MÁGICO PARA GUSTAV MEYRINK Gustav Meyrink publicó su última novela, Der Engel vom westlichen Fenster (El ángel de la ventana del oeste) en 1927. Parece que se vio obligado, o al menos incitado a hacerlo por razones económicas. Sus obras precedentes, la más exitosa de las cuales, El Golem, data de 1915, habían dejado de reportarle unos ingresos suficientes para mantener a su familia, por lo que, según parece —los datos al respecto son

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muy confusos280— aceptó la oferta de su vecino y amigo el historiador Alfred Schmidt-Noerr de escribir a medias una novela basada en la figura histórica del mago natural del renacimiento isabelino John Dee. Pese a tan dudosos orígenes, la obra, que aparecería finalmente firmada en solitario por Meyrink, resultó ser bastante más que un trabajo pro pane lucrando. Ya sea porque la biografía de John Dee le sugirió adoptar esa perspectiva, o por considerar que en sus novelas anteriores se había centrado en mostrar la evolución psicológica lograda por sus protagonistas, o tal vez por ambas cosas, la redacción de la novela siguió un derrotero diferente, casi opuesto. Pues lo que Meyrink descubrió en la aventura del filósofo natural isabelino fue la historia de un fracaso. Y aunque en sus novelas precedentes hubiera mostrado, aquí y allá, los riesgos espirituales afrontados por los buscadores, la historia de John Dee le permitía hacer de aquellos el tema de su nueva novela. Y por otra parte, sospecho que el escritor descubrió muy pronto el parentesco espiritual que le unía al sabio renacentista. En El ángel de la ventana del oeste el protagonista dispone, a su pesar, de un espejo mágico a través del cual «otros» llegan hasta él; de modo semejante, la biografía del cabalista y matemático inglés fue, para Meyrink, el espejo mágico sobre cuya superficie podía contemplar con ojos críticos ciertos rasgos de sí mismo, ciertas etapas de su peripecia vital, tal vez incluso la imagen de lo que él mismo podría

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280 En el Meyrink-Archiv de Königswinter se conserva un sencillo documento -una simple hoja de papel-, especie de contrato oficioso, firmado por una cara por Meyrink y su segunda esposa, y por la otra por Schmidt-Noerr, en el que se acuerda el reparto al cincuenta por ciento de los honorarios que pueda devengar la publicación de El ángel de la ventana del oeste. En el documento no se menciona el hecho de que la obra pueda haber sido escrita en colaboración, pero los más fiables estudiosos de la vida y la obra de Meyrink, rastreando lo que podría encontrarse detrás del documento, dieron con el rumor según el cual habría sido Schmidt-Noerr el auténtico autor de la novela. La documentación recogida por los biógrafos de Meyrink, en algún caso de fuentes orales, no es totalmente explícita. Parece existir un cierto consenso en que los aspectos relativos al periodo praguense pueden deberse particularmente a Schmidt-Noerr, que pasó ocho días documentándose al respecto en la capital checa, aunque estilísticamente la obra, pese a algunos altibajos, parece redactada por Meyrink (Cfr. SMIT, F. 1988, 242-246).

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haber llegado a ser de no haber elegido el camino que eligió: su propio camino, el camino interior. El escritor, de manera impremeditada, se ve inmerso en un excitante peregrinaje entre el pasado y el presente, entre una vida ajena, pero semejante, y su propia vida. En más de un sentido se trata de una obra crepuscular. La ventana en la que aparece el ángel que da título a la novela es la del oeste, (westlich), pero el oeste es también, en alemán, das Abendland, el país del atardecer, que es lo que el término significa etimológicamente, y en el ámbito latino, occidente —esto es, el lugar donde se produce el occidere, el morir del sol—; y resulta ser un apasionante testimonio, el último, de esa autobiografía espiritual que es toda la obra del escritor austríaco. Por eso es importante conocer los hechos de la vida del azacaneado sabio renacentista que le sirve de modelo para, sobre tal fondo, interpretar la recreación novelesca de la peripecia más íntima de su autor.

II. LOS COMIENZOS DE UNA VIDA NÓMADA. John Dee nació en Londres el 13 de julio de 1527. En el estudio biográfico de Kiesewetter que se cita en la bibliografía, manejado por Meyrink para la elaboración de su novela, se da por sentada una genealogía heroica que una investigadora más rigurosa, Ch. F. Smith atribuye, prudentemente, a «algunos escritores galeses» y que Peter French, autor de un estudio de referencia obligada sobre nuestro personaje, considera sostenida únicamente por el propio testimonio del interesado281. Para Meyrink, conocedor solamente de la versión de Kiesewetter, ese linaje presentaba, además, un notable interés; pues se remontaba a los orígenes del país de Gales, a través de Roderick el Grande (s. IX) y Hoël Dha, o Dhat (s. X), soberanos ambos que consiguieron breves períodos de unificación, estabilidad e independencia

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281 Para la somera biografía de John Dee me he servido de los estudios de los dos autores que acabo de citar. Dado que dicho resumen cumple un papel meramente informativo he decidido prescindir de notas y referencias.

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frente a conquistadores foráneos, y resultaba estar remotamente emparentado con el de la propia reina Isabel. Un linaje, pues, de vieja nobleza, arraigado en el mundo céltico del que nacerá el mito artúrico. Meyrink elegirá a Hoël Dhat como punto de partida del linaje de su protagonista, el barón Müller, y de su difunto primo John Roger, muerto mientras intentaba recuperar en Inglaterra toda la documentación existente sobre el antepasado renacentista. Ese «barón Müller282» sería, pues, el último del linaje de Hoël Dhat. Nos encontraríamos de nuevo con la técnica empleada en El dominico blanco con la intención de recalcar el sentido de destino cumplido, de final de proceso, en la persona singular del protagonista. Pero en ese proceso, en ese destino que atraviesa generaciones, esta vez parece interesar más a Meyrink la figura del buscador espiritual que se pierde sin alcanzar su objetivo. En este caso un personaje histórico, no inventado: John Dee. Acudamos, pues, a su biografía, que Meyrink novela con notable corrección, ajustándose a los hechos documentados aunque, como es lógico, interpretándola en el sentido de su interés fundamental: la búsqueda infructuosa, por errada, de unas capacidades superiores, mágicas, en un dominio que no es el puramente humano, sino sobrehumano; divino en el caso del sabio renacentista. John Dee se reveló tempranamente como un estudiante muy dotado. A los diecisiete años había conseguido el título de bachiller en el St. John's College de Cambridge, y en mayo de 1547 viajó a Holanda para estudiar matemáticas con profesores del nivel del cosmógrafo Gerhard Mercator. Meses después regresó a Cambridge llevando consigo conocimientos hasta entonces despreciados en Inglaterra e instrumentos fabricados por el propio Mercator, con los que comenzó a explicar astronomía en la universidad. Sus méritos fueron pronto reconocidos, incluso por el rey Enrique VIII, quien contó con él para la fundación del Trinity College en la mencionada ciudad universitaria. Desde su fundación Dee ejerció

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282 Los estudiosos de su obra que me han precedido señalan que el apellido que el escritor le da podría ser un homenaje a su amigo y compañero espiritual Alfred Müller-Edel. Smit, F. (1986) 246.

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como profesor de griego en esta institución, realizando también algunas tareas en cuya descripción se complacen sus biógrafos, especialmente la construcción de un ingenio mecánico —un escarabajo tripulado por un hombre— para una representación de La paz de Aristófanes. La máquina se elevó volando hasta el trono de Júpiter, tal como ordenaba el texto, lo que produjo extraordinaria sorpresa a los asistentes, muchos de los cuales dieron alas a la sospecha de que el joven Dee era un brujo; una sospecha que le acompañaría a lo largo de su vida, por cierto que con motivos más concretos, y que se convertiría en una de las claves de su destino. En 1548 alcanzó el grado de magister y viajó de nuevo al continente, en este caso para aprender alquimia y magia natural. Cuando regresó a Inglaterra en 1552 lo hizo como maestro reconocido. El rey Eduardo VI le concedió una pensión anual de cien coronas —la mitad de lo que había rehusado de Enrique II de Francia— y el rectorado de Upton. El rechazo de la oferta del rey francés se explica seguramente por el patriotismo de Dee, que muy pronto se iba a manifestar en toda su pujanza y complejidad. Pues este cosmopolita, hijo al fin y al cabo de su tiempo, deseaba ardientemente la supremacía de Inglaterra. Y, en el tiempo en que le tocó vivir, ese afán debía, en primer lugar, explicitarse a través de la peligrosa respuesta a una peligrosa pregunta: ¿de qué Inglaterra? Pocos meses después del regreso de John Dee moría Eduardo VI y le sucedía en el trono María Tudor, católica y esposa de Felipe II de España, que llegaría a ser conocida como bloody Mary, «María la sangrienta», a causa de la persecución desatada contra los protestantes. Dee era, por decirlo en términos familiares al lector actual, una especie de funcionario de la corona; pero, hasta el presente, había servido a reyes protestantes. De hecho, tan pronto como María subió al trono Dee comenzó a mantener correspondencia con la princesa Isabel, la que terminaría siendo la «Reina Virgen» de la Inglaterra anglicana. En estas circunstancias los problemas, muy probablemente políticos aunque camuflados bajo el manto de la magia perversa, no tardaron en aparecer. Dee fue acusado por un cierto George Ferrys de haber embrujado a sus hijos, matando a uno y cegando al otro, así

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como de haber pretendido dañar por medios similares a la misma reina. Detenido, fue encerrado junto a un cierto Bartlett Green, que murió quemado bajo la acusación de herejía, con quien no parece que Dee tuviera relación alguna, aunque Meyrink le otorga un papel estelar en su novela como peligroso socio del sabio en lo político y en lo espiritual, pues hace al matemático patrocinador de unas bandas de rebeldes protestantes —los ravenheads— cuyo jefe no sería otro que el mencionado Bartlett Green. En la novela será éste quien le inicie en ciertos misterios —el culto de Isais la Negra— y le regale el cristal mágico que tan importante papel desempeñará en las aventuras ocultistas del Dee histórico, cuya auténtica procedencia se desconoce. En la realidad, John Dee consiguió pasar satisfactoriamente todos los interrogatorios. Superada la prueba se comportó como un súbdito devoto. Sin embargo, el porvenir demostraría que algo de verdad había en el fondo de la acusación. A la muerte de María (1558), Isabel reclamó pronto los consejos del sabio, comenzando por la petición de que determinara astrológicamente la fecha más oportuna para la coronación. Se abre con esto un período especialmente gratificante para John Dee, no sólo recibido en la corte, sino objeto a menudo de las visitas reales en su propia vivienda.

III. EN BUSCA DEL MÁS ALLÁ. En estas favorables circunstancias Dee se embarca en empeños filosóficos y científicos cada vez de mayor calado, pero también más peligrosos. En esa Italia que admira hace ya cerca de un siglo que opera, contra viento y marea, un fermento espiritual que, de la mano de algunos estudiosos, ha comenzado ya a recorrer Europa: el neoplatonismo; y, con él, un método extremadamente difícil, pero, según se cree, superior para interrogar a la naturaleza: la cábala. No la cábala hebrea original, sino la llamada «cábala cristiana», o cristianizada, inaugurada por Giovanni Pico della Mirandola y desarrollada por Johannes Reuchlin en Alemania, desde donde Heinrich Cornelius

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Agrippa de Nettesheim la ha divulgado por centroeuropa283. Y a centroeuropa se dirige Dee esperando encontrar un público favorable a su propia y original aportación al cabalismo cristiano: la Monas Hieroglyphica, Mathematice, Magice, Cabbalistice Anagogiceque explicata284, que dedica al emperador Maximiliano II en 1564. En su frontispicio figura la siguiente leyenda en latín: qui non intelligit aut taceat, aut discat. «Quien no comprenda, que calle o que aprenda»; el lema de un saber oculto, que se presume difícil de comprender. ¡Y tanto! Pues, a juzgar por los comentarios de Dee en su Private diary, bastante de lo que en esa obra se expone le fue revelado a través de experiencias mediúmnicas que cada vez se harán más frecuentes y complejas. La fortuna de esta obra no parece haber sido muy grande, al menos en el momento de su aparición. Dee regresó a Inglaterra a comienzos del año siguiente sin que nada permita inferir que su dedicatoria le hubiese granjeado beneficio alguno en la corte imperial. El sabio ofreció la que consideraba su obra más ambiciosa a la reina Isabel, que rehusó estudiarla aunque «así y todo se consideraba su discípula». A cambio, los teólogos la atacaron vehementemente —como no podía por menos de ocurrir—, y Dee se vio obligado a defenderse asegurando haber sido mal comprendido. El 5 de febrero de 1578 Dee se casó en segundas nupcias —su primera esposa, de nombre desconocido, había fallecido dos años antes— con una mujer de veintidós años, Jane Fromond, que como veremos desempeñó un papel relevante en su biografía y que también ocupará su lugar en la novela. Un año después nació su primer hijo, Arthur. Del año 1577 data —al menos en lo que a pruebas documentales se refiere— el interés patriótico expansionista de nuestro mago. Tras celebrar algunas reuniones con consejeros privados de Isabel —el Conde de Leicester, Philip Sidney, Edward Dyer— el 28 de noviembre Dee mantuvo una conferencia con la reina y su ministro Walsing-

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Cfr. YATES, F. (1979). Existe edición española, citada en la bibliografía.

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ham relativa al derecho sucesorio de la soberana sobre Groenlandia285, Estonia y Frisia. A partir de este momento las relaciones del sabio con Isabel se hacen más cordiales y sus encuentros más frecuentes. En 1578 redactará un texto de título bien significativo: Her Majesties title Royal to many foreign countryes, Kingdoms and Provinces, by Good testimony and sufficient proofe..., que entregará a la reina en 1580. En él lisa y llanamente le propone la conquista de dichos territorios, especialmente los africanos y americanos. Sin embargo, tras una primera etapa de efervescencia, los proyectos colonialistas de Dee fueron abandonados. Se recuperaron parcialmente en 1584 a través de la concesión real de la patente de corso a Walter Raleigh, que tan decisiva resultó para el futuro de América del Norte.

IV. EL ÁNGEL DE LA VENTANA DEL OESTE. Hasta la década de los ochenta, Dee se habría comportado como un mago en el sentido más tolerable para la mentalidad de su época, el de la magia naturalis defendida por ese autor de referencia que es Heinrich Cornelius Agrippa de Nettesheim (1486-1535), y que coincide, poco más o menos, con la noción de ciencia natural que dicho período histórico podía permitirse. Pero en el mismo Agrippa, y en la práctica totalidad de los filósofos de la naturaleza del Renacimiento, alientan también otras creencias que fundamentan con más radicalidad la denominación de magia para sus empeños. Cumplidos ya los cincuenta, es hora de hacer balance; y el insatisfecho John Dee se vuelve, decididamente, hacia los saberes ocultos que, como hemos visto, nunca han estado ausentes de sus preocupaciones, pero que ahora se convierten en objeto de su mayor interés. Las anotaciones del Private Diary correspondientes al año de 1581 revelan por primera vez la dedicación de nuestro autor a trabajos de alquimia, así como la creciente presencia de fenómenos del género de

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285 La reivindicación de esta «Tierra Verde» alcanzará un sentido mágico, como luego veremos, en la novela de Meyrink.

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lo que hoy denominamos «paranormal», o «parapsicológico», especialmente golpes en las paredes de sus habitaciones de procedencia inexplicable. Algo se ha puesto en marcha en el sabio que parece transmitirse al exterior, si bien para él las cosas suceden precisamente del modo contrario: alguien de afuera pretende comunicarse con él. Y una fatal circunstancia le confirmará en esta creencia: el veintidós de noviembre de 1582 el sabio recibirá la visita de un absoluto desconocido, Edward Kelley, cuya biografía se ligará estrechamente a la suya configurando una trama en la que lo novelesco, lo trágico y lo bufo se entreveran con malignidad, y que conducirán al sabio cortesano a una vejez sumida en la miseria y la marginación. Durante esos años de 1581 y 1582 que parecen preparatorios de ese encuentro, Dee se entrega en cuerpo y alma a la alquimia con ayuda, primero, de un cierto Roger Coke, que le abandonará después de una serie de disputas, y luego de Robert Gardner, quien también desempeñará un importante papel en la novela de Meyrink. Durante todo este tiempo menudean los golpes en las paredes y el trato de Dee con personajes que parecen especialmente sensibles al mundo de los espíritus, lo que hoy llamaríamos mediums. Con uno de ellos, Barnabas Saul, Dee llegará a organizar auténticas veladas ocultistas en compañía de otras personas, probablemente amigos íntimos. Apenas produce extrañeza que, en marzo de 1582, Gardner comunique a su maestro que un espíritu le ha revelado la manera de obtener la piedra filosofal y le ha anunciado que tiene la intención de visitarle. A estas alturas la credulidad del mago es, probablemente, máxima. El mismo ha visto, como anota el veinticinco de mayo, un rostro en uno de sus cristales mágicos y debe de estar convencido de la proximidad de estas presencias cuyas revelaciones anhela. Por fin, el veintiuno de noviembre de 1582, con la ayuda de uno de estos cristales —según parece de carbón mineral— tiene la visión de un ángel, de la estatura de un niño de cuatro años, en la ventana de su estudio que da al oeste. Un día más tarde, como queda dicho, aparece en su vida Edward Kelley, un personaje de siniestra apariencia pues, de entrada, en su rostro llama la atención la ausencia de orejas, amputadas por orden judicial a causa, seguramente, de un delito de falsificación.

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Pronto quedó probada la capacidad mediúmnica de este nuevo socio. En algún momento Dee se hizo construir una «mesa santa» profusamente decorada con símbolos astrológicos y cabalísticos, que utilizaba para su evocación de los espíritus mediante el cristal, y que ocultaba bajo un mantel blanco con símbolos cristianos sobre el que colocaba inocentes candelabros con sus cirios, con la intención de hacer aparecer la habitación como una especie de capilla ante cualquier espectador hostil. En este ambiente tuvieron lugar las sesiones espiritistas fomentadas por el conde palatino polaco Albert Laski, de visita en la corte de Isabel. Laski sufría de podagra y tenía la esperanza de que, a falta de remedios eficaces en la farmacopea de la época, los habitantes del más allá pudieran informarle del modo de curarse de tan dolorosa patología. El dieciocho de mayo acudió a Mortlake para solicitar a Dee que intentara obtener, a través de su cristal mágico, respuesta a su demanda. Diez días después, el sabio se encontraba en su estudio hablando con Kelley acerca de este asunto y del honor que podría reportarles, lo que movió a Dee a dirigir una plegaria a Dios. En ese momento apareció la figura de una niña «de siete a nueve años», que dijo llamarse Madini. La conversación entre el espíritu y los dos hombres quedó transcrita minuciosamente, lo que permitió a Meyrink citarla —no sin licencias— en su novela. En el curso de la conversación la criatura reveló muchas cosas extraordinarias, relativas algunas a la supuesta descendencia de Laski. Parece claro que los «éxitos» obtenidos por Dee y Kelley en este período estaban despertando una hasta entonces disimulada soberbia en el sabio. Aunque insiste en actuar dentro de la más recta ortodoxia, atribuyendo a Dios cuanto le sucede en el dominio del espíritu, no podemos engañarnos, pues también en esa atribución se esconde la pretensión de ser un elegido, un individuo superior. En terminología analítica podría decirse que John Dee padece una inflación del yo por estos contenidos emergentes de lo inconsciente que son las «apariciones», cuyas profecías, por cierto, no se cumplirán en absoluto. Tan satisfactorias, tan gratificantes le resultan estas comunicaciones con los espíritus, que no dudará en imponer a su segundo vástago, una niña nacida en 1590, el nombre de Madinia. Sin embargo, lo que le resulta consolador en el dominio del espíritu amenaza convertirse

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para él en un desastre. Por una parte, los gastos que le ocasionan las frecuentes visitas de Laski y su séquito le están arruinando; por otra, el polaco le insta a viajar, junto con Kelley y las respectivas familias, a sus posesiones, interesado sin duda en explotar en provecho propio las habilidades de ambos, y también porque ha llegado a sus oídos que el primer ministro Walsingham y el primer secretario de estado, Burleigh, sospechan que el motivo de su visita es preparar un complot contra el rey de Polonia, Esteban Báthory. Por su parte, Kelley parece muy interesado en el cambio de aires, pues sin duda espera que mejore su fortuna y, como el tiempo mostrará, desea ganar protagonismo frente a su compañero, el sabio reconocido. Dado que él es el médium, apenas sorprende saber que Madini, en el curso de una sesión, apoya ardientemente esta decisión, lo que determina a Dee a abandonar Inglaterra. Seguramente teme por su propia vida y por las de los suyos; siempre ha sabido que el pueblo le considera un brujo, y la advertencia de Madini le amedrenta. Da la impresión de que su angustia es insuperable, pues de hecho llega a poner en peligro su propia vida y las de su familia y acompañantes, pues, no encontrando en Gravesend al barco danés que debería conducirles a Holanda, se arriesga a embarcar en un pequeño pesquero que, a causa del mal tiempo, está a punto de zozobrar. En todo caso, su fuga hará buena la profecía, pues los aldeanos de sus dominios de Mortlake destruirán al cabo de pocos días su estudio y dañarán su biblioteca, que a la sazón era la mejor de Inglaterra y sin duda una de las mejores de Europa.

V. EN EL CORAZÓN MÁGICO DE EUROPA. Después de un accidentado viaje que llevó a los fugitivos a través de Alemania hasta Polonia, llegaron al castillo de Laski cerca de Cracovia el cinco de febrero de 1585. Allí menudearon las sesiones cristalománticas, en el curso de las cuales los espíritus realizaron algunos anuncios acertados y no pocas profecías erróneas: entre los primeros, el de la reciente muerte de Henry Sidney, y entre las profecías la del próximo deceso del emperador Rodolfo II y la que anunciaba la en-

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trada de los cristianos en Constantinopla el quince de septiembre del año siguiente. Desde la llegada al continente se aprecia, además, un notable aumento del protagonismo de Kelley que, en la perspectiva actual, parece traducirse en la descarada manipulación de las sesiones. Parece fuera de duda que Edward Kelley era un médium notable, y que era capaz de caer en trance hablando lenguas que supuestamente desconocía, como el griego, aspecto éste en el que no era fácil engañar a Dee, que lo conocía a la perfección. Desde luego cabe pensar en alguna superchería —quizá una eventual preparación previa, secreta, de algún parlamento— pero, por otra parte, se trata de un fenómeno profusamente descrito e inexplicado en casos semejantes. Lo cierto es que, a medida que las profecías realizadas a través del desorejado se volvían más frecuentes en respuesta a las acuciantes preguntas de su público —especialmente de Laski— también esas otras manifestaciones adquirieron un sesgo sospechoso para una mente actual: Kelley dejó de hablar griego para hacerlo en un idioma desconocido, que sostenía era de origen angélico. Entre tanto, ninguno de los bienes esperados por Laski, comenzando por el oro filosofal, llegaba y, lo que era peor, sus recursos menguaban como habían menguado los de Dee y su crédito en la corte se veía perjudicado. Kelley llevaba una vida disoluta y se estaba convirtiendo en un huésped indeseable. Más sensato que los mortales, un ángel evocado con el cristal —Gabriel, en este caso— recomendó a los ingleses dirigirse a Praga, a la corte de Rodolfo II, el emperador de los alquimistas. Hijo del emperador Maximiliano II y de María, hermana de Felipe II de España, Rodolfo, segundo de este nombre como emperador, nació en 1552 en Viena, pero hizo de Praga la capital del imperio, su capital, y de su castillo-palacio, el Hradschin, su vivienda, museo, mausoleo... en cierto sentido su universo. El señor de inmensos territorios en centroeuropa, melancólico y lleno de obsesiones, pasó buena parte de su vida, y desde luego la última, hasta su muerte en 1612, encerrado en la inmensa mole de piedra sobre el Moldava. Pero un emperador no se encierra de cualquier modo. En el espacio mágico del Hradschin -mucho más mágico que nunca durante su reinado- se dieron cita artistas, científicos y magos para satisfacer la insaciable

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curiosidad de Rodolfo. Bajo su mecenazgo actuaron los astrónomos y astrólogos Tycho Brahe, danés, y Kepler, alemán, y el pintor italiano Giuseppe Arcimboldo, por no citar sino los nombres más conocidos. A lo largo de su vida reunió miles de objetos de rara belleza, pero también otros fantásticos, quiméricos, valiosos tan sólo por los oscuros prestigios de que estaban rodeados, en su mítica Wunderkammer, la «Cámara de las maravillas», meta del saqueo de los sucesivos predadores de la capital de Bohemia tras la muerte de Rodolfo, especialmente por obra de los avatares de la Guerra de los Treinta Años. Escindido por violentas tensiones internas —padre criptoluterano, rigurosísima educación en la corte de España bajo la férula de su tío Felipe II— podría decirse que, haciendo bueno el rol cosmológico encomendado al emperador, encarnó en sí la enfermedad de su época, precisamente ésa que desembocaría en la fiebre héctica de los Treinta Años. Atemorizado por profecías, como aquella de Tycho Brahe, extraída de la carta astral que él mismo levantó, que auguraba que sería asesinado por un monje, y habiendo tenido la experiencia de lo que los religiosos eran capaces de hacer —se vio forzado a asistir a un auto de fe, con quema de herejes, durante su estancia en España— profesaba una profunda desconfianza hacia los eclesiásticos, que probablemente tuviese mucho que ver con su afán de explorar el mundo trascendente a través de vías diferentes de las ortodoxas. Especialmente le atraían la astrología, campo éste en el que, como hemos visto, contaba con lo mejor de su tiempo, y la alquimia. Sus médicos eran alquimistas, lo cual, sin ser una rareza en ese momento, distaba mucho de ser la regla; lo fueron sus arquiatras Thaddäus von Hayek y Martin Ruland (Martinus Rulandus, autor del más famoso léxico alquimista). Pero también otros espagíricos trabajaron en su corte en busca del oro filosofal. Por todas estas razones, la corte de Rodolfo parecía un puerto seguro para Dee y Kelley. El nueve de agosto de 1584 los aventureros llegan a Praga, hospedándose en casa del arquiatra imperial Thaddäus von Hayek. Rápidamente escribe Dee solicitando una audiencia, que tendrá lugar a comienzos de Septiembre. En esa conversación el viejo científico reniega de aquella condición para presentarse como mago. Declara que

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cuarenta años de estudio de los libros y de frecuentación de los sabios no le han servido para desvelar los secretos de la naturaleza y que sólo recientemente, después de haberse vuelto con toda su alma hacia Dios, ha recibido de él la recompensa de verse adoctrinado por sus ángeles a través del mágico cristal que considera la más sublime de sus pertenencias. Este preludio, que podría haberlo sido de bonanza para quien lo realiza, dada la admiración de Rodolfo por las ciencias ocultas, desembocó, para su desgracia, en una serie de recomendaciones de corte religioso que resultaron desagradables al Emperador. Dee le prometió las mayores venturas si, siguiendo su ejemplo, abominaba de sus antiguos errores, se arrepentía de sus pecados y se hacía humilde seguidor de los mandatos angélicos, y a cambio —siempre al dictado de sus celestiales consejeros— le amenazó con la pérdida del trono si no se «convertía». Si en algún momento la actitud del Emperador hacia él había sido favorable, este mensaje de devoción y penitencia acabó con cualquier esperanza. Sucesivas demandas de audiencia no fueron atendidas. Se suceden entonces viajes entre Praga y Cracovia, donde aún se encuentra la familia de Dee bajo la protección del conde Laski, aunque en ambos lugares el crédito del sabio va evaporándose ante la falta de resultados, especialmente en lo relativo a las demandas de sus mecenas —el propio Laski, el noble checo Wilhelm Ursinus von Rosenberg— sobre la transmutación de metales viles en oro; y a esto se añade el súbito interés del nuncio pontificio por las actividades de los dos ingleses. La fama de Dee y Kelley como alquimistas y nigromantes circula de boca en boca por las calles de Praga y, además, proceden de un reino que ha roto definitivamente con la Iglesia de Roma. Por tales razones, el nuncio les obliga a responder a algunas preguntas sobre sus actividades mánticas. Especialmente le interesa saber por qué los ángeles no parecen preocuparse por la grave situación que atraviesa la Iglesia. Dee, curtido en el trato con los poderosos, responde que, al vivir Kelley y él como anacoretas, los ángeles no hablan con ellos de asuntos mundanos. Pero Kelley no es capaz de mantener la cabeza fría y declara que es necesaria una profunda reforma de la Iglesia.

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Esto es mucho más de lo que el nuncio puede soportar. En consecuencia, redacta un memorial dirigido al Emperador en el que solicita que Dee sea apresado como nigromante y conducido a Roma para ser juzgado por el Santo Oficio. Rodolfo optará por una solución intermedia firmando un decreto de expulsión que concede seis días a Dee y a Kelley para abandonar los territorios de los Habsburgo. Mediante cartas de recomendación extendidas por Rosenberg, interesado en protegerlos en razón de sus ensayos alquimistas, Dee encuentra acogida en Kassel y Kelley en Erfurt. El nuncio, a través de intermediarios, insta a ambos —que se declaran buenos católicos— a que den pruebas de ello dirigiéndose voluntariamente a Roma para declarar ante el Concilio de Letrán. Con buen criterio, Dee hará oídos sordos. Entre tanto, Rosenberg ha conseguido persuadir al Emperador de que permita a ambos alquimistas quedar bajo su custodia en su castillo de Trebona (Trzbon), donde los emplea en la ardiente búsqueda de la transmutación. De creer a Dee, Kelley habría conseguido ciertas cantidades de oro gracias a un cierto «polvo de San Dunstan», el fabuloso «polvo de proyección» que habría encontrado en la tumba del santo; pero nunca en las cantidades deseadas por su anfitrión. Con todo, entre finales de 1587 y principios del 88 los dos ingleses vivirán un corto período de bonanza, pero probablemente a causa de esta inesperada prosperidad, que se observa también en lo económico, Kelley, envalentonado, recaerá en antiguos vicios, especialmente en la bebida, mostrándose arrogante y ofensivo ante Dee, hiriéndole en lo que para él es más sagrado al afirmar que los espíritus que les visitan no eran divinos, sino diabólicos. Durante algún tiempo el sabio intentó prescindir de su habitual médium, sustituyéndole por su hijo Arthur; pero este resultó muy poco dotado para esa tarea, lo que obligó al sexagenario Dee, incapaz ya de vivir sin su comercio angélico, a aceptar de nuevo la colaboración de su antiguo socio. Las consecuencias de esta decisión serían demoledoras.

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VI. DECADENCIA Y MUERTE. El dieciocho de abril de 1587 volvió a aparecer Madini, hablando a través de Kelley, quien dijo contemplar en el cristal una columna blanca sobre la cual se alzaban las cabezas de los dos investigadores y sus respectivas esposas, tocadas con una corona de cristal. La columna estaba formada por los cuerpos unidos de los cuatro, y Madini «explicó» la visión diciendo que, en adelante, ambos varones debían compartir sus esposas. La propuesta produjo horror y repugnancia a Dee, que además la consideraba contraria a la ley de Dios, pero Kelley y los espíritus fueron inflexibles. Cuando Dee intentó explicar a Jane la orden angélica encontró, según recoge en su diario, la más indignada oposición; pero —añade— le expliqué que hay que obedecer los inescrutables designios de Dios. El tres de mayo Dee, Kelley y sus esposas firman un documento por el que se comprometen a obedecer el mandato divino. El diecisiete de mayo Jane presenta signos de embarazo, del que nacerá, siendo bautizado el veintiocho de febrero de 1588, Theodor Trebonianus Dee. La esposa de Kelley abortó un feto femenino el dieciocho de enero. Dos años más durará la aventura continental de John Dee, si bien la información acerca de lo sucedido en este lapso de tiempo es mucho más exigua. Parece que las relaciones entre él y Kelley se mantuvieron en el dominio que podríamos llamar profesional, aunque con un distanciamiento creciente en lo personal que desembocó en el regreso de John Dee a Inglaterra en diciembre de 1589. Su regreso a Inglaterra fue gratificante: no había pasado un mes desde su llegada cuando ya había sido recibido, amistosamente, por la reina, antes incluso de que volviera a ocupar sus posesiones de Mortlake. Parecía que, al cabo de una vida aventurera, el anciano de sesenta y dos años podía al fin descansar. Pero aún le quedaba lo peor. Ya en enero del siguiente año, Dee recibió la visita de Thomas, hermano de Edward Kelley, quien, a pesar de haber sido nombrado caballero por el Emperador, parecía estar pasando por dificultades económicas, ya que la embajada tenía por objeto pedir al sabio diez libras de oro. En efecto, Kelley se encontraba en una situación com-

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prometida, y no sólo en el aspecto económico. Sus promesas, nunca cumplidas, llegaron a enajenarle la amistad de sus poderosos defensores, y su temperamento pendenciero le llevó por primera vez, pocos meses después, a la cárcel: había matado en duelo a un noble bohemio, Jiri Hunkler. Liberado en 1593, volverá a ser encerrado en 1595. Al tratar de huir de la prisión con la ayuda de cómplices del exterior, descolgándose desde la ventana de la torre en que se encontraba preso, Kelley se precipitó —tal vez porque la cuerda se rompiera, tal vez porque no fuera suficientemente larga— fracturándose una pierna. A sus gritos, llegó la guardia y fue nuevamente encerrado, muriendo a consecuencia de sus heridas286. La situación de John Dee no era mucho mejor. Aunque contara con la amistad de la reina y de algunos personajes poderosos, el pueblo sospechaba de sus artes, le temía y le odiaba. Siendo cada vez más precaria su situación económica, intentó, en nombre de los muchos méritos que pensaba haber adquirido, recibir una pensión de su antigua protectora; pero ésta, presionada por la enemistad popular que crecía en torno a él, no se atrevió a concedérsela. Mejor fortuna corrió la solicitud que dirigió, en 1595, al arzobispo de Canterbury, que le valió la dirección de un colegio en Manchester, cargo muy por debajo de sus méritos, pero que al menos le proporcionaba unos ingresos. Pero la suerte de Dee estaba escrita —y por él mismo— en sus cristales mágicos. Ni siquiera ahora fue capaz de renunciar a sus sesiones cristalománticas, para las que reclutó nuevos médiums: Bartholomew Hickman y John Pontoys. Durante algunos años, la tormenta que se cernía sobre él parecía haberse apaciguado. Pero una vez más la historia y la religión iban a hacer de las suyas. En 1602 murió Isabel y su sucesor, Jacobo I, resultó ser un apasionado cazador de brujas y magos. Una de sus primeras medidas en este dominio fue expulsar a Dee de su cargo. En 1604 el sabio se dirigió al monarca solicitando que se investigara la ortodoxia de sus actividades y comprometiéndose a aceptar la muerte en la hoguera o la lapidación si se demostraba trato alguno con el demonio en sus opera-

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Según otra versión se envenenó. Cfr. DAUXOIS, J. (1998) 133.

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ciones. A tal efecto se creó una comisión; pero no consta que se llegara a resultado alguno, de modo que Dee hubo de regresar a Mortlake viejo, pobre y enfermo —mal de piedra—, donde malvivió aún algo más de tres años, siempre consultando sus cristales con ayuda de Pontoys, siempre escuchando a sus consejeros angélicos. Todavía el siete de septiembre de 1607 el arcángel Rafael le promete revelarle prontamente el secreto de la piedra, según el método de San Dunstan, así como los más profundos misterios de la divinidad, que sólo Enoc conoce, y le insta a abandonar su ingrata patria para volver, como Tobías, a peregrinar por el mundo en busca de la sabiduría. ¡A los ochenta años, enfermo y en la miseria! Poco más tarde, muere. Según sus biógrafos, tenía todo preparado para partir hacia Alemania.

VII. El escritor en el espejo Como señalé al comienzo, Gustav Meyrink reconoce algunos de sus rasgos más propios en la figura de John Dee, lo que justifica que ya en la primeras páginas de su novela resuma con deferencia, incluso con cariño, su trayectoria vital como la de ... un hombre terriblemente extraviado, deslumbrante en la mañana de su vida, cubierto por las nubes al mediodía, perseguido, burlado, crucificado, reconfortado con hiel y vinagre; descendido a los infiernos y sin embargo llamado a ser arrastrado hacia el elevado secreto del cielo como sólo puede serlo un alma noble, un sabio tenaz, un espíritu poseído por el amor (15).

Observe el lector de qué manera tan explícita equipara Meyrink esa trayectoria con la de Jesucristo, remitiéndonos, de ese modo, al dominio puramente espiritual y presentándola como una especie de «camino de perfección» según la fórmula clásica que reza: per aspera ad astra. Quien profiere esas palabras en la narración, el barón Müller,

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resulta ser el último descendiente vivo de la estirpe de Hoël Dhat, es decir, de John Dee. Pero la carne y la sangre no lo son todo; ni siquiera son lo más importante. Lo decisivo, como acabo de subrayar, es lo espiritual, y eso es lo que justifica la frase con la que concluye el párrafo citado: «¡Esta historia no debe perderse por completo!». La historia —lo recordaré para quien no haya leído la novela— debe reconstruirse a través de antiguos documentos, algunos objetos y anotaciones del difunto primo por línea materna del protagonista, John Roger, a quien sus parientes por línea paterna llamaban con unción «el último de su raza». De este modo el barón Müller es, o parece ser apenas el albacea testamentario de una persona y una misteriosa tradición, aunque como veremos, a pesar de la querencia de Meyrink por la «sangre» y por la estirpe (véase lo dicho acerca de El dominico blanco), el resultado de su aventura le convertirá en el auténtico «último», incorporándolo así a la «raza», que por tal motivo debe ser entendida en una perspectiva mucho más espiritual que material. Por otra parte, si esa no fuera la creencia de Meyrink, ¿a qué vendría escribir, como Hauberrisser en El rostro verde, para otros seres humanos? Meyrink cree en la transmisión de las experiencias mucho más de lo que dan a entender sus metáforas. Fortunat Hauberrisser entierra sus memorias bajo un manzano en flor encomendándolas al destino, y el Barón Müller comienza el relato de su experiencia con estas frases: ¡Qué sentimiento tan turbador! ¡Tener en la mano, atado y sellado, el legado de un muerto! Es como si tenues e invisibles hilos, delicados como telas de araña, se escapasen de él, para conducirte hacia un oscuro reino (7).

Una declaración así, asociada a su idea de aquello que llama «sangre» permitiría, en mi opinión, sostener la tesis de que la palabra es la sangre. Al menos esa «sangre» que tan importante papel desempeña en el pensar —y en el escribir— de Gustav Meyrink287. En am-

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287 Más adelante escucharemos al barón preguntarse: «¿Y si no fuera la sangre lo único que se hereda? ¿Se heredará también la experiencia?» (120).

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bos relatos las palabras actúan como una especie de transfusión espiritual, y de ese modo el barón Müller, que no desciende patrilinealmente de Hoël Dhat, puede acabar siendo aquél en quien se cumpla la transmutación que el antepasado John Dee buscó con ahínco y en vano, legando sus experiencias y las claves de su frustración al futuro. No me detendré más de lo necesario en los vericuetos del relato. Baste con señalar, para quien no haya tenido ocasión de leerlo, que casi simultánea a la recepción de los manuscritos de John Dee por el barón tiene lugar la de un cierto cofre, una pieza de anticuario, en cuyo interior, de difícil acceso dado el complicado mecanismo de cierre, se encuentran unas esferas llenas, supuestamente, del llamado «polvo de proyección», la materia indispensable para producir la transmutación hermética de los metales; la lapis philosophorum. Este polvo, el «polvo de san Dunstan», habría sido el utilizado por Dee y Kelley, que habrían recibido del ángel una pequeña cantidad, para ofrecer a Rodolfo algo de oro espagírico. Su valor en el relato de Meyrink es diferente y muy superior, pues se remite al ámbito simbólico, que no al material, de la alquimia: se le atribuye la capacidad de devolver su virtud —una virtud mágica, sobrenatural— al hierro de la lanza de Hoël Dhat, el antepasado, ahora en poder de ocultistas dispuestos a hacerse con la materia de la transmutación, como suele decirse, a cualquier precio; pero —y esto es lo fundamental— no mediante cualquier método, sino mediante uno muy explícito: la seducción erótica del protagonista por un excitante personaje femenino con rasgos eminentemente fronterizos, la princesa Assja Chotokalungin, procedente de un lugar indeterminado de Rusia y cuyo nombre remite bien a las claras a ese Oriente al que, en general, la cultura alemana ha asociado al pueblo de los zares. No es extraño que Meyrink elija este expediente. Como ya hemos visto, desde El Golem, y de manera explícita desde El rostro verde, Meyrink sostenía la teoría, plenamente coincidente con la jungiana, de que para lograr la perfección espiritual hace falta un compañero del sexo contrario. Ni qué decir tiene que se refiere a una unión tan completa como sea posible, que incluye lo sexual, pero no se reduce a este sólo aspecto, y que incluso puede trascenderlo en aras de una compenetra-

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ción más íntima en el dominio del espíritu. Esta tesis resulta, por otra parte, perfectamente coherente con algunas de las sostenidas por el yoga, especialmente en su versión tántrica, y no podemos olvidar que el yoga —no el Tantra yoga, desde luego— fue el único método de todos los probados por Meyrink que, según su propio testimonio, le dio valiosos frutos288. A cambio, lo que la princesa ofrece es sexualidad pura, animal, arrebatadora, como el barón, remedo en este caso de San Antonio, tiene ocasión de comprobar. En cuanto a la punta de bronce de la lanza del antepasado hay que señalar que su función en el relato no es otra, a mi parecer, que la de subrayar la idea de que la alquimia no es una protoquímica, como tampoco una técnica secreta para transmutar metales viles en oro, sino, como Jung mostró detalladamente, un procedimiento para alcanzar un fin eminentemente espiritual. El hierro de la lanza de Hoël Dhat es una especie de talismán, el vehículo de una fuerza que no depende de la materia, es decir, que es espiritual. Pero esa fuerza debe recobrarse mediante la... alquimia. La clave del asunto está en interpretar la alquimia como una operación material, y a la postre mágica, como parecen pensar los ocultistas, o bien como una tarea espiritual y, en cierto sentido, psicológica o/y religiosa, como Meyrink da a entender en el relato. Sin embargo, más que la famosa punta de lanza, puro símbolo, el objeto verdaderamente importante de la novela es el texto recobrado, la historia de John Dee; la narración de una vida noble que se extravía, que pierde su virtud —como el hierro de la lanza— y que ahora, en manos de improbables descendientes —cualquiera de nosotros puede serlo— espera un humanísimo milagro de transmutación, de recuperación, de... «alquimia». Incluso puede decirse sin empacho —al menos

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288 «El gran punto de referencia para los asiáticos, especialmente los indios, pero también para los ocultistas de raza blanca que no quieren ser meros espectadores es la doctrina del yoga. Ciertamente existen conocimientos de tipo espiritual que sobrepasan la doctrina del yoga, pero que pertenecen más bien al reino de la mística que al del ocultismo (...) También en el catolicismo hay una especie de yoga, y quien se interese por él puede encontrar lo más parecido en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola». ADGJ 432 y 436.

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puedo decirlo de mí— que el lector se siente molesto, se encuentra como engañado cuando la banal historia de sociedades secretas interrumpe la recreación meyrinkiana del texto autobiográfico del mago defraudado por sus fantasmas; cuando los espejos mágicos de la barraca de la feria empañan ese maravilloso espejo mágico que es la biografía de John Dee. Y esto es así porque el lector comprende, como lo comprende Meyrink, que hasta un determinado punto las biografías de ambos investigadores, de ambos buscadores, son perfectamente superponibles, y que en el punto en el que se inicia la divergencia una de ellas se dirige hacia la salvación, y hacia la perdición la otra. Como Dee, Meyrink frecuentó durante muchos años textos espirituales del más variado jaez, desde los más respetables documentos de la tradición de Oriente y Occidente hasta los más banales de las sociedades ocultistas y teosóficas que proliferaban en el ambiente del cambio de siglo, e incluso llegó a formar parte, a veces en cargos muy elevados, de algunas de dichas sociedades. Pero, en determinado momento, el escritor, a diferencia del sabio renacentista, descubrió que las respuestas a sus preguntas no podían venir del exterior, sino de su propio interior. Esto puede explicarse, al menos parcialmente, por el diferente origen del referido interés. En el caso del escritor el punto de partida de la búsqueda espiritual a través del esoterismo no es el afán de saber y de dominar, sino una experiencia psicológica que guarda no pocos puntos de contacto con la acedia de los místicos del renacimiento y el barroco cristianos, con la «noche oscura del alma». Recordemos que el punto de partida de su indagación espiritual es un devaneo con la idea del suicidio en un momento en que «su corazón estaba vacío».

VIII. VIRIDITAS Pero volvamos al relato. Muy pronto el escritor señala la continuidad de la línea maestra de su creación haciéndonos saber que John Roger, el primo del barón,

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… estudió ciencias naturales y se dedicó como médico diletante a la moderna psicopatología (…) Se instruyó con una gran perseverancia en Viena y Zúrich, Alepo y Madrás, Alejandría y Turín, con maestros diplomados o no, cubiertos del polvo de Oriente o con la camisa almidonada de los occidentales, pero eminentes conocedores de los abismos del alma (8).

La elección de los topónimos no parece casual, especialmente, para lo que nos interesa, en el caso de los europeos: Viena; ¿la Berggasse, quizá? Y Zúrich, ¿la clínica Burghölzli? ¿Son precisamente Freud y Jung esos «occidentales eminentes conocedores del alma humana»? Sea como fuere, tanto John Roger como su creador tienen una ventaja —una ventaja histórica— sobre su antecesor. Ellos disponen de la «psicopatología moderna», mientras que aquél sólo tenía a su alcance la magia natural renacentista. John Dee —el Dee literario, en este caso— sólo puede pensar en Otro, un otro mágico, cuando, una noche de borrachera, contemplándose, miserable, en el espejo de su cuarto, oye con espanto decir a su imagen: No tendré reposo ni descanso hasta que no haya conquistado las costas de Groenlandia detrás de las cuales luce la luz boreal (…) A quien le es dada Groenlandia en feudo le pertenece el imperio de más allá del mar y la corona de Engelland (30).

Grönland, Groenlandia, esa que Dee reclamaba para su reina Isabel; pero también la tierra verde, el país verde; así lo interpreta más tarde él mismo en una página de su —literario— diario privado289 y Engelland, Inglaterra, desde luego, pero también la tierra del ángel, el país del ángel. El ángel que se le aparecerá en la ventana de su estudio que da al oeste, y que le impondrá su turbulento destino, es verde en la novela de Meyrink. Y este dato cromático dista de ser baladí, especialmente en el contexto de la biografía de un mago natural interesado, entre otras materias, por la alquimia. En dicho contexto el verde

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289 «¡Groenlandia! ¿No será Grüne Land, la tierra verde,? Mi Groenlandia, mi América, ¿no están en el más allá?» (127).

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es más que un color; es un símbolo: el de la beata viriditas, el bienaventurado verdor. Para los alquimistas el color verde representaba cuando menos una fase del opus. Se asociaba en general al mercurius, el Mercurio de los filósofos, que tiene menos que ver con el que procede del cinabrio que con el planeta y con el dios que lleva este nombre, o con su predecesor griego, Hermes. Como tal actúa de mediador y muchos autores lo equiparan al alma, la intermediaria entre el cuerpo y el espíritu. También aparece vinculado al sulphur, que, del mismo modo, no es tanto el azufre cuanto lo ígneo, y en ese sentido representa al espíritu290. Pero al color verde se le atribuye también un papel especial en la simbólica de la etapa final del opus, caracterizado como cauda pavonis —cola del pavo real—, por ser una síntesis de todos los colores - aunque dentro de esta multiplicidad se concede un cierto papel principal al verde291. En la perspectiva cristiana manejada expresamente por muchos de los alquimistas europeos el verde mercurius se equipara explícitamente al Espíritu Santo292. En términos generales … ser verde significa crecer. Esta facultad de generar y conservar las cosas se puede llamar anima mundi (alma del mundo) El verde significa esperanza y futuro (…) para la alquimia el verde significa acabamiento, perfectio. Así, Arnau de Vilanova dice: «Por eso dice Aristóteles en su libro: Nuestro oro no es el oro del vulgo; pues ese verdor que hay en este cuerpo es toda su perfección. Por lo que ese verdor se transforma rápidamente mediante nuestro magisterio en oro verdaderísimo»293.

Pero el barón Müller, que acaba de recibir, también como regalo casi póstumo de un moribundo, un noble ruso, el cofrecillo que parece contener, sin que él lo sepa —pues no puede abrirse—, algo de enorme valor —¿el hierro de la lanza de Hoël Dhat? ¿El polvo de proyec-

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JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 14/ I, § 131, § 132. JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 14/II, § 51. JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 14/I, § 133; Bd. 14/II, § 51, § 54. JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 14/II, § 289, § 290.

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ción necesario para el opus? — ha pensado, sin saber por qué, que el viejo noble … se preparaba a emigrar al verde reino de los muertos, al país verde de Perséfone (14).

¿Es verde el país de Perséfone? ¿Es un grünes Land? ¿Aspiraba John Dee sin saberlo a un reino de muertos, de muerte? Así parecían pensarlo los alquimistas294. En Mysterium coniunctionis Perséfone aparece citada una sola vez, en relación con la figura de Hécate, la diosa que propicia las apariciones de ultratumba, y que se vincula a la simbología alquímica de la Luna, dando a entender que el opus implica, precisamente en nombre de esa promesa de renacimiento y de verdor, la muerte, o al menos cierto tipo de muerte. De modo que la asociación que Meyrink pone en el pensamiento del barón no es, en modo alguno, gratuita. Y tiene especial importancia para su propósito por cuanto permite plantear la distinción entre simbolismo y literalidad. John Dee morirá engañado —fracasará— por haber sido víctima de la interpretación literal, por haber tomado por sagrada la palabra del ángel verde. Pero su remoto y colateral sucesor podrá evadir ese cruel destino. Él no lo sabe, pero algo —¿la experiencia adquirida por sus antepasados?— vela por él, le protege, intenta inmunizarle. No en vano desde que el legado de su primo ha llegado a sus manos está teniendo sueños incomprensibles, cargados de simbolismo; mensajes del inconsciente que, incluso sin ser interpretados, dejan huella. Otro tanto ocurre con el cofrecillo. Su anterior propietario le hace llegar el consejo de que lo guarde donde quiera, pero que lo haga orientándolo sobre la trayectoria de un meridiano. Cuando el barón lo hace descubre que …todo lo que hay sobre mi escritorio, el escritorio mismo, toda la habitación, incluyendo el orden familiar que le es propio (…) está al ses-

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294 Mylius dice del Mercurius, llamado también león verde, que es «el agua de la vida y de la muerte». JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 14/II, § 61, n. 143.

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go (…) El cofrecillo está «ordenado», está «orientado»; mi escritorio, mi habitación, toda mi existencia van al azar, no corresponden a una orientación que tenga sentido (39).

En el fondo el cofre es un pretexto; lo que importa es el meridiano. Igual hubiera servido a los fines del escritor, o del antiguo propietario del cofrecillo, elegir una carpeta o una regla. Se trata de poner de relieve algo que no se ve; un eje invisible —ya nos hemos encontrado con esta imagen— que confiere un sentido profundo, una dirección —un objetivo— a la existencia. Mediante este expediente el barón Müller accede a la situación que ya conocemos; la de aquél que descubre que algo en su existencia está radicalmente «fuera de orden» y puede, si se decide, empezar a cambiarla. El hecho es que a medida que lee y sueña el protagonista se va empapando de la personalidad del sabio renacentista, hasta el punto de llegar a preguntarse: «¿Soy yo quien escribe? ¿Me he convertido en John Dee?», y de contemplarlo —¿o contemplarse? — con espanto, como otro sentado en su escritorio (128). La pregunta que se formula parecería retórica, puramente literaria, si no fuera por lo que puede leerse pocas líneas más lejos; algo que, en mi opinión, puede atribuirse tanto al escritor como al personaje a quien se atribuye la declaración, el barón Müller: De alguna manera difícil de describir he sentido no sólo que participaba del interior del agitado destino de John Dee (…) sino que también empezaba a percibir, sí, veía en el futuro grandes amenazas que iban a abatirse sobre mi desgraciado antepasado, aventurero más espiritual que mundano, y esta visión tenía un inquietante, doloroso y sofocante poder, como si se tratara de mi ineludible destino propio… (129).

En ese punto del relato sitúa Meyrink un hecho crucial desde el punto de vista de su doctrina místico-psicológica. El fragmento del diario que el barón acaba de leer finaliza con la evocación mágica de la reina Isabel, que efectivamente se presenta y se une sexualmente al sabio, aunque el escritor es explícito al describir el evento: no se trata de la mujer de carne y hueso —o de carne y alma— sino de un «súcu-

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bo» (131); y en la mente del barón la imagen de la reina se confunde con la de la princesa Chotokalunguin, la enviada para arrebatarle el hierro de la lanza —un hierro que aún no posee— y el polvo de proyección. En ese momento entran en escena dos personajes: un consejero que parece venido de otro mundo, un antiguo amigo, ahogado en el Pacífico, de nombre Theodor Gärtner —apellido que tiene el mismo significado que el de uno de los auxiliares del Dee histórico, Gardener— y un ama de llaves que viene a hacerse cargo de la casa del barón, Frau Fromm, Johanna Fromm, nombre y apellido que evocan los de la segunda esposa del mago renacentista —Jane Fromond295— así como la idea de piedad religiosa —Frommigkeit—. Frau Fromm sería la mujer piadosa —o caritativa, o amante, en el sentido del amor agapético— del mismo modo que ese sorprendente resucitado sería un Gärtner, un jardinero, experto en rosas —lo que hace pensar en una de las fuentes de Meyrink, el rosacrucianismo—, además de presentarse a sí mismo alegóricamente como resultado de un «injerto» nuevo en su antiguo ser. Ambas figuras van a ser, en adelante, los custodios de ese nuevo buscador para que su destino no coincida con el del antepasado. Apenas es preciso, a estas alturas, advertir que la callada y devota Frau Fromm desempeñará el papel concedido a Mirjam, Eva y Ofelia en las novelas precedentes, el de los aspectos salvadores del anima. A cambio, en la biografía novelada de John Dee entra en escena Edward Kelley, y con él la alquimia como vía para alcanzar el poder —Groenlandia, Isabel, la inmortalidad…— . Kelley se impondrá a Gardener, que será despedido, no sin antes advertir a su señor de lo que más de tres siglos después Gärtner trasladará a Müller: [Es] vano y peligroso librarse a la elaboración química de la piedra de la inmortalidad si primero no se [ha] llegado hasta el fin de la misteriosa vía del renacimiento en el espíritu (180).

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295 También ella da a entender, aunque de manera confusa, como no sabiendo ella misma lo que dice, que es una reencarnada. Su primer marido habría sido un inglés, cuyo nombre no es capaz de recordar. Sólo sabe que se parecía mucho, físicamente, al barón (162-163).

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Con Kelley realizará Dee el ritual que abrirá la puerta al Ángel de la ventana del oeste, quien en adelante dictará su destino. A partir de aquí el novelista recrea la aventura continental, praguense sobre todo, del sabio, su familia y su nuevo y peligroso socio, siempre bajo la guía del mensajero del más allá, del país verde, esa Groenlandia espiritual que el barón Müller, sin ser consciente de ello, ha identificado con el país de los muertos. Y a partir de ese momento será el propio Müller quien escribirá en primera persona, convertido de algún modo en John Dee, cuya tarea debe completar… o reproducir hasta el fracaso. Las aventuras del Dee histórico en Bohemia y Polonia han quedado recogidas, por más que someramente, en las páginas precedentes, lo que me exime de ocuparme del tratamiento que Meyrink les da en su novela. Pero creo que merece la pena detenerse en un par de párrafos que, además de salir al paso de las torpes lecturas que hacen de Meyrink un antisemita —algunas hay— arrojan bastante luz sobre lo que se propone, sobre lo que parecía perdido en la —para mi gusto— hojarasca ocultista que parece haberse adueñado en parte de esta novela, a diferencia de lo que ocurría en las precedentes. Paseando, caviloso, Dee-Müller llega sin darse cuenta al gueto de Praga, …hasta los más rechazados entre los rechazados. Sofocante hediondez de un pueblo inexorablemente encerrado en un par de callejuelas, que procrea, pare y prolifera; que pone en su cementerio los muertos encima de los podridos muertos, amontona los vivos al lado de los vivos en sus oscuras moradas con aspecto de torres, como sardinas… Y rezan, y esperan, y se arrastran sobre sus sangrantes rodillas, y esperan… esperan… siglo tras siglo…, el Ángel, el cumplimiento de su promesa… John Dee, ¿qué son tus oraciones y tu espera, qué son tu fe y tu esperanza en las promesas del Ángel verde, comparadas con la espera, la fe, las plegarias, la paciencia y las esperanzas de estos miserables hebreos? ¿Y el Dios de Isaac, y de Jacob, el Dios de Elías, y de Daniel, es un dios menor, un dios menos leal que su servidor de la ventana del oeste? (268-269)

Henos aquí regresados al inicio de nuestro periplo: el gueto de Praga. Un gueto descrito de manera tal que un alquimista no tendría más remedio que pensar en la «piedra despreciada por todos» que ya

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conocemos. Y uno de los saberes con capacidad transmutatoria que esa lapis ofrece es que si el Ángel es lo que su étimo griego, angelos, significa —mensajero—, tal vez sea un error esperar de él lo que debe esperarse de su señor. Dios. El Dios de los hebreos. ¿Un Dios común? Sí y no: el Dios de Isaac, de Jacob, de Daniel… de Müller, de Gustav… Ya estamos familiarizados con esta noción. John Dee se pierde por seguir al heraldo de lo divino, cuyas promesas están envenenadas. Al cabo de sus días, pobre y abandonado, entre las ruinas de su castillo de Mortlake, invoca por última vez al ángel de la ventana del oeste. Al final de su conversación éste le pregunta si aún desea la Piedra. El sabio, dando por sentado que se trata de la lapis philosophorum, el objeto de su larga pesquisa en su versión espagírica, asiente; y el ángel responde: «en tres días la tendrás». Tres días más tarde cae enfermo, y su médico le diagnostica, en el lenguaje de la época, «mal de piedra», litiasis. Debatiéndose entre dolores cólicos el miserable se dice a sí mismo: ¿Es esta la piedra? ¡Abyecta burla! Me siento como si el infierno se riera de mí en mis propias narices: ‘El ángel te ha dado la piedra de muerte y no la piedra de vida. Ya hace tiempo. ¿No te has dado cuenta?»(365).

John Dee ha errado el camino. Ha buscado fuera de sí mismo lo que sólo podía —siempre según el pensamiento de Meyrink— encontrar en su interior. Y también ha pretendido encontrar lejos lo que quizá estaba muy cerca. Isabel, la reina de Engelland, nunca ha sido su compañera; sólo la magia le ha concedido la ilusión de poseer a un súcubo. Ni la biografía auténtica ni la novelesca nos permiten saber nada de Jane Fromond desde la perspectiva que nos interesa y que ya conocemos: la del anima. Pero este personaje, aparentemente insignificante, es rescatado —a través del tiempo— por el novelista en la figura de Johanna Fromm. Una vez más es lo femenino lo que resulta decisivo en ese juego en el que la apuesta es la salud del cuerpo y del espíritu. Y una vez más dos figuras femeninas se disputan el alma del protagonista: la Señora —la princesa Chotokalungin, la Suma Sacer-

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dotisa de Isais— y la mujer —Frau Fromm296—. La primera maneja una fuerza poderosa por primordial: la seducción sexual. Exige sumisión, entrega, castración no tanto física —¿dónde quedaría el sexo?— sino espiritual (303-304) y la renuncia al amor: El «amor» es vulgar, ya que el «amor» quita al hombre y a la mujer el principio sagrado de la autonomía y lanza a uno y otro en la impotencia de una unión a partir de la cual la criatura sólo puede soñar en renacer en este mundo inferior de donde procede y a donde siempre vuelve. El amor es vil ¡Sólo es noble el odio! (304).

El principio sagrado de la autonomía… ¿El sí mismo? Pero ese sí mismo del que habla la princesa no es el nuestro, el del barón, el de Meyrink. Es un más bien un yo víctima de la inflación, solipsista, tiránico, sádico, estéril. Por si cupiera alguna duda ella misma lo deja claro cuando explica por qué desea poseer la antigua reliquia: ¿Qué hay de más excitante, más electrizante y más placentero para el entusiasmo de un coleccionista que tener bien guardado y encerrado en su vitrina algo que para otro, ahí afuera en el mundo, significaría toda la felicidad, la vida y la alegría eterna si pudiera conseguir esa cosa de la que yo me he apropiado, que yo poseo? (317).

En todo caso el escritor no permite ni por un momento que dudemos de la fuerza, de la realidad de esa parte de lo femenino que As-

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296 Es preciso señalar que en este punto podemos establecer una nueva asociación con la simbólica de la alquimia, pues en el mundo de la viriditas está presente nada menos que Venus; JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 14/I, § 136, Bd, 14/II, § 53, § 54, § 55. También se compara «la sangre del león verde» al contenido de la copa de la gran ramera (meretrix magna) de Babilonia que aparece en el Apocalipsis de San Juan. Recordemos que esa copa estaba «llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación», con lo que de nuevo se pone de manifiesto la doble faz de cada evento del proceso, la existencia inevitable de antítesis y la necesidad de la coniunctio; JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 14/II, § 73, § 74. Pero no acaba aquí la presencia de lo femenino, pues al final del proceso aparece, mencionada o sugerida por algunos autores, la Madre de Dios; JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 14/II, § 87.

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sia Chotokalungin representa. El barón comprende que está siendo seducido, engañado, y sin embargo se siente al borde de la entrega. Desde El Golem sabemos que es inútil y erróneo negar lo que existe. Otra cosa es integrarlo… dominándolo. Y una vez más parece que para eso no bastan las fuerzas de uno solo. A mi parecer esto es lo que significa el destino de ambas figuras femeninas. Junto con el barón ambas realizan una excursión a unas fuentes termales recién descubiertas. Un viaje en automóvil conducido por un chauffeur engreído que realiza peligrosas maniobras y que parece ser el mismísimo John Roger, el difunto primo del barón. Al llegar al lugar, significativamente llamado Elsbethstein, un viejo guardián les da la bienvenida hablando crípticamente de un pasado británico y termina regalando a Johanna Fromm un puñal no menos antiguo con aspecto de hierro de lanza, que despierta una excitación feroz en la princesa. Días más tarde ésta propone un nuevo viaje a Elsbethstein y se las arregla para dar esquinazo al barón y regresar sola en el automóvil con Johanna y el conductor fantasmal. Auque habría que preguntarse quién es en realidad quien decide; pues el caso es que el vehículo se precipita al río y sólo pueden recuperarse los cadáveres de las dos mujeres. El de la princesa muestra que ha conseguido su objetivo: tiene el puñal, el hierro de la lanza del Antepasado, pero clavado en el corazón. John Dee se pierde en pos del Ángel, de la piedra y de la Reina Virgen. El barón Müller —como el mismo Meyrink— encuentra al final de su camino al «jardinero», a su difunto amigo Gärtner/Gardener, quien le da razón de cuanto ha acontecido. Le explica, por ejemplo, que el ángel de la ventana del oeste es sólo una creación del propio ser humano, de su inconsciente: «un eco, nada más». Y prosigue: Con justicia dijo de sí mismo que era inmortal, ya que nunca ha vivido. Lo que no ha vivido nada sabe de la muerte. La sabiduría, el poder, la bendición y la maldición que de él vienen, proceden de vosotros (433).

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¿Y él, el jardinero, el asistente? ¿Es también un eco? Si lo es pertenece a esa voz que habla desde el propio interior, a esa sabiduría que procede de cada uno, al ruiseñor que canta en su jaula en el precioso texto de Walpurgisnacht sobre la alegría297. Su regreso y sus definitivas explicaciones coinciden con el final de la existencia terrenal del barón Müller, muerto en el incendio de su vivienda —ekpyrosis simbólica, como la de Christopher Taubenschlag— mientras un coro invisible entona unas estrofas con el mismo ritmo que el poema de Goethe con el que finaliza Fausto anunciando la ascensión del alma del Doctor al cielo: Die wir vor alten Zeiten uns trafen, dunkle Gewalten nicht zu verschlafen, rettende TatDie wir geschmiedet Bruder, die Lanze, dass dir Umfriedet von ihrem Glanze in unsern Räumen reife die SaatWir, die Verketteten, grüssen erneut dich, den Geretteten, Sieger von heut! Der sich Bezwingende löst sich vom Ding. Der nicht mehr Ringende Werde zum Ring!298

Alles Vergängliche ist nur ein Gleichnis; das Unzulängliche, hier wird’s Ereignis; das Unbeschreibliche, hier ist’s getan; Das Ewig-Weibliche zieht uns hinan.

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Ver apéndice. El famosísimo texto de Goethe, situado en la columna de la derecha, reza: «Todo lo efímero/ es sólo alegoría;/ lo deficiente/ aquí alcanza acabamiento;/ lo indescriptible/ aquí se produce;/ lo eterno femenino/ nos lleva hacia arriba». El de Meyrink, en la columna de la izquierda, significa: «Nosotros, que nos encontramos/ al principio de los tiempos,/ oscuros poderes/ que no dormitan,/ obra de salvación;/ nosotros, que forjamos/ hermano, la lanza/ que te cerca/ con su resplandor:/ en nuestros ámbitos/ madura la simiente; ¡Nosotros, que formamos la cadena/ te saludamos, 298

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¿Qué otra cosa que un Fausto —un Fausto británico— fue John Dee? Un Fausto que no pudo salvarse. Su tarea quedó frustrada, fallida, inconclusa. Un legado para sus descendientes, para la historia. Goethe parece haber intuido dónde estaba la clave para la salvación, y ya hemos visto de qué modo Meyrink parece haberlo visto con claridad meridiana. Eso es lo que me permite, basándome en el parentesco musical de ambos poemas, sostener que, aunque no lo diga expresamente, nuestro autor compartió, seguramente de manera mucho más profunda y madura, la convicción anunciada por Goethe: Das Ewig-Weibliche zieth uns hinan.

Cercano ya el final de nuestro recorrido por la obra de Meyrink cada vez me siento más tentado a calificarla como un canto al anima. Pero volviendo a ésta su última novela creo que queda clara, más que en ninguna de las anteriores, su advertencia sobre los peligros implícitos en la aventura en la que tanto los protagonistas de sus relatos iniciáticos como él mismo se embarcaron. Pues bien: la última vuelta de tuerca —incompleta, inconclusa, pero explícita— de Meyrink en este dominio nos llevará precisamente al dominio de la cultura contemporánea con el que, desde mi planteamiento inicial, asocio el esoterismo del escritor austríaco: el psicoanálisis.

VIII. UNA MIRADA POSTRERA A LOS PELIGROS DEL PSICOANÁLISIS: LA CASA DEL ALQUIMISTA

En el legado de Gustav Meyrink se encuentra un proyecto de novela que incluye sus tres primeros capítulos bajo el título provisional de La casa del alquimista. En lo que llegó a componer de esta obra inacabada encon-

———— renovado/ a ti, el rescatado,/ el vencedor de hoy!/ Quien triunfa sobre sí mismo/ se libera de las cosas./ Quien ya ha dejado de voltear en círculo/ se hace uno con el círculo mismo»- EWF 431.

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tramos desarrollados —más en un caso que en el otro— dos de los temas que conocimos en obras precedentes: la metáfora de la casa «viviente» y la idea del «contagio psíquico». Precisamente es éste último el que más prolijamente aparece tratado en el manuscrito, hasta el extremo de resultar menos artístico que teórico, menos literario, aunque más explicito, que en su precedente tratamiento en las páginas de La noche de Walburga. Pero por eso mismo resulta especialmente importante en un estudio con las pretensiones que éste tiene desde el comienzo, de modo que resulta obligado dedicarle toda la atención que merece. Y aún hay más: es en esta obra inacabada donde por primera y única vez, al menos en lo que se refiere a la narrativa, aparecen explícitamente mencionados el psicoanálisis y el nombre de Freud. Se trata de una novela que Meyrink estaba preparando simultáneamente a la redacción de El ángel de la ventana del oeste, en torno a 1926-1927299. Está claro que la novela de John Dee tuvo prioridad en sus intereses, así como que otros asuntos, o tal vez la posible inmadurez del proyecto —por más que el argumento estaba trazado hasta su final— apartaron al escritor de su redacción. Lo que nos ha llegado —el título, los tres capítulos, el guión y ciertos apuntes acerca de la estrategia narrativa— se lo debemos al trabajo de Eduard Frank, quien lo editó, junto con otros textos, en el volumen acertadamente titulado La casa junto al último farol (Das Haus zur letzten Latern, 1973). El relato se inicia con la llegada de un personaje «cuadriculado» —toda su ropa, sombrero incluido, lleva un dibujo de cuadros— a una casa, la «Casa del Pavo Real» en la que según la tradición habitó un alquimista, sobre cuya historia y presente pretende escribir un reportaje. En ella, entre otra fauna explícitamente esotérica, vive un cierto doctor Ismael Steen, psicoanalista y director de cine. El piso bajo de la casa lo ocupa actualmente un café regentado por un persa. El periodista se ha citado allí con su informador, que le cuenta parte de la historia de la casa; pero cuando éste se retira aparece otro personaje, el doctor Apulejus Ochs, quien le refiere lo que concretamente nos interesa ahora, que atañe al más riguroso presente, acerca de la perso-

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BINDER, H. 656.

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na del doctor Steen. Para ello comienza explicando al periodista las circunstancias del matrimonio de su anterior informante, que, entre paréntesis, ostenta el nombre de Gracchus Meyer, más que probable guiño del autor a sus lectores300. Al parecer el tal Meyer se casó con una madre soltera «por lástima», según la opinión más extendida; pero la opinión de Ochs es otra: Estoy convencido de que su acción es semejante a una planta que ha crecido en tierra ajena, para expresarlo en forma de parábola (59).

A la pregunta de su interlocutor sobre si debe entender que alguien se lo ha sugerido, la respuesta es: Bueno, sugestión, en el propio sentido de la palabra, no fue. Entiendo por sugestión una coacción directa con un carácter especial: una violación espiritual, por así decirlo. Pero existe algo mucho más diabólico que esa fuerza brutal. Por ejemplo, inspirar a alguien un pensamiento incipiente que luego crece por sí mismo como la mala hierba (…) Desde luego, esta semilla sólo puede crecer cuando cae en terreno abonado (…) Casi cualquier ser humano es espiritualmente un montón de estiércol. La tendencia a engañarse a sí mismo será, por ejemplo, este terreno abonado. Supongamos que alguien ayuda a otro… y se alegra interiormente… se siente noble… Esto es engañarse a sí mismo. Ayudar a los demás es simplemente una obligación (60).

Y quien, según Apulejus Ochs, ha conducido de manera sibilina a Gracchus Meyer a ese matrimonio no es otro que Ismael Steen. Pero ya hemos visto de qué modo plantea Ochs esta incitación; lo que hace el doctor Steen no es una violación espiritual, sino algo mucho más sutil: inspirar, infundir —el verbo utilizado por Meyrink es einblasen, con su característica connotación de soplo, de aliento— algo que sólo

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300 No hay que olvidar que Meyer era el apellido de neófito, si así puede decirse, de Meyrink; y Gracchus empieza por G, del modo que las iniciales del personaje serían G.M. Meyrink escribió un relato satírico con ese título, G.M., como pequeña venganza literaria contra la «buena sociedad» praguense cuando, en las circunstancias descritas en su biografía, debió abandonar la ciudad.

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crecerá si la víctima está dispuesta a permitir su crecimiento. Exactamente como en nuestra infancia nos contaron que ocurría con el pecado: el diablo sopla sus crípticos mensajes en nuestro oído, y es cuenta nuestra si ponemos en obra lo que aquello despierta en nuestro interior. La víctima no es inocente. El inconsciente puede manipularse —tal parece ser la tesis de Apulejus— pero al fin y al cabo es, dicho sea con todos los matices, el de cada uno. Y el doctor Ochs, que ha estudiado casi todas las carreras posibles, entre ellas la psicología, tiene un nombre para esa semilla diabólica, que al menos diez años antes se llamó Aweysha: «complejo». «¿Complejo? ¿Qué es eso?», pregunta el cronista. La teoría del complejo es un descubrimiento del famoso profesor vienés Freud (…) Los complejos son, podríamos decir, ideas fijas en el ser humano que poco a poco llegan a ser tan fuertes que determinan el comportamiento de quien los padece, hasta el punto de que con frecuencia son contrarios a la razón. Son, entonces, el destino del que nadie puede escapar (…) El suelo nutricio de estos complejos está, sobre todo, en la tendencia a autoengañarse (…) El sigiloso crecimiento del complejo se asemeja a una formación de pólipos. Si no todas, desde luego la mayoría de las enfermedades del espíritu y del cuerpo son consecuencia de ellos (62-63).

Del mismo modo que a una «formación de pólipos», el doctor Apulejus Ochs compara los complejos a algo que a estas alturas nos resulta más familiar: Créame usted: ¡también existen microbios espirituales! (63).

De este modo podemos decir que en torno a 1927 el psicoanálisis, ese psicoanálisis cuya llegada estaba de algún modo anunciando la obra visionaria de Gustav Meyrink, viene ahora a su encuentro para permitirle expresar de manera nueva, y desde luego más aceptable para la sensibilidad de la mayoría de sus contemporáneos, lo que había descubierto a partir de sus propias experiencias y sus oscuras fuentes en los años de la guerra. Aunque una vez más, y en esta ocasión

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incluso enmendando la plana al escritor, hay que señalar que su noción de complejo tiene bastante menos que ver con la de Freud que con la de Jung. Véase lo que al respecto dice este último: Todos sabemos hoy que «tenemos complejos». Pero que los complejos nos tienen es menos conocido, pero igual de importante desde el punto de vista teórico (…) ¿Qué es, pues, científicamente hablando, un «complejo afectivamente acentuado»? Es la imagen de una determinada situación psíquica, vivamente acentuada desde el punto de vista emocional y que se manifiesta incompatible con la actitud y la atmósfera conscientes habituales. Esta imagen está dotada de una fuerte cohesión interior, de una especie de totalidad propia y, en un grado relativamente elevado, de autonomía; esto significa que sólo en pequeña medida está subordinada a las disposiciones de la conciencia y se comporta en consecuencia en el espacio consciente como un corpus alienum, animado de una vida propia301.

Una vez apuntado lo anterior volvamos a la exposición el doctor Ochs, a quien hemos de considerar en esta ocasión portavoz de Meyrink cuando describe esa nueva figura de médico, un médico de almas, que de manera similar al bacteriólogo con su microscopio, hace visibles los complejos a través de los sueños y «de lo que aparentemente carece de sentido» (63). Una figura admirable. Un médico para los individuos y para la historia —apenas es preciso recordar la tesis presentada en El juego de los grillos y sobre todo en La noche de Walburga—. Pero, como uno de sus modelos, E.T.A. Hoffmann, en relación con el magnetismo animal302, Meyrink se ve obligado a preguntarse: ¿qué sucede cuando un… demonio concibe la idea de usar este método a la inversa, para inocular complejos? (64).

———— 301

JUNG, C.G. (1971-1983) Bd. 8, § 200, § 201. Me refiero a su relato, extraordinariamente lúcido, hasta llegar a ser casi profético, El magnetizador, de 1813. Lo he estudiado desde esta perspectiva en: MONTIEL, L. (2003). 302

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Una vez más hay que reconocer, con melancolía que se acerca peligrosamente al desánimo, hasta qué punto Meyrink se aproximó a profetizar el futuro. Los que hemos nacido más tarde sabemos responder a esa pregunta, y nos avergüenza solidariamente hacerlo, pues no estamos seguros de no ser, todavía, terrenos magníficamente abonados para semejante siembra. Incluso la psicología ha convertido en técnica al servicio del mercado este tipo de «inoculación». Poca, muy poca ciencia-ficción hay en al menos esta intuición meyrinkiana, que apunta a una cuestión importantísima, central diría yo: la ética del psicoanálisis. Por otra parte en el fragmento redactado de la novela queda claro que el escritor no valora sólo negativamente esta nueva ciencia —así la llama el doctor Ochs—. Muy al contrario, sabe ver lo importante que puede resultar no sólo para la curación de enfermedades, sino también para la consecución de una vida más plena: Por medio de los sueños y de lo que aparentemente carece de sentido el investigador puede conocer de qué complejo se trata. Un médico de almas de este tipo puede también entonces (¡o al menos es de esperar!) averiguar la causa, arrancar la raíz y eliminar con ello la enfermedad. Es algo análogo a la manera como un sacerdote católico absuelve al penitente borrando la «conciencia de culpa», que acabaría devorándole secretamente como un tumor canceroso. Así pues, la ciencia del complejo tiene en su mano el medio de sanar a los enfermos e incluso, pensando audazmente, nos muestra el timón que guía nuestro destino, ofreciéndonos con ello la extraordinaria posibilidad de convertirnos en dueños de nuestro destino (63).

El timón… ¿cómo no pensar en esa figura diseñada por Meyrink, der Lotse? Pero volvamos al asunto. El doctor Apulejus Ochs acaba de enunciar las posibilidades del psicoanálisis, pero también lo que el Doctor Steen hace con él. ¿Por qué, habría que preguntarse, esto puede suceder antes y más bien que aquello? ¿Qué es lo que permite el mal uso del psicoanálisis en lugar de hacer de él una vía de renovación de los individuos y de la cultura? Una vez más la historia, o si se prefiere, todo aquello, histórico a la postre, que configura lo que po-

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dríamos denominar mentalidad. Esta ciencia, a la que Ochs llama sencillamente «psicología», …se encuentra todavía en pañales. La causa de ello es que los investigadores de esta rama del saber no creen en la existencia del alma. ¡Típicamente europeo! (66).

¿No recuerda esta crítica a la formulada por Jung en su escrito titulado: «El problema fundamental de la psicología contemporánea»303? Y esta incredulidad no promueve el saber, como piensa nuestra cultura, sino la ignorancia acerca de parcelas de nuestra existencia que otras culturas conocen mejor que nosotros, por más que sea bajo los hábitos de la magia y de la religión. Negar el «alma», signifique lo que signifique esa palabra, equivale a desconocerla. Un paso más y escucharemos a este personaje explicar que el alma de los europeos es des-conocida porque es in-consciente: Es un burdo error suponer que el hombre es consciente de su propia alma. Al contrario: para un hombre «normal» nada es tan extraño como la propia alma. Ser conscientes de nuestra propia alma significaría tanto como ser un semidiós. Y en cuanto se refiere a la «palabra», ésta no es sólo un medio de comunicación (…) sino algo infinitamente más grande y también… más peligroso (…) Mucho más efectivas que las palabras son los «gestos» [acaba de poner como ejemplo la creencia en el mal de ojo] (…) Pero existen también pensamientos, es decir, gestos imaginados interiormente que constituyen precisamente medios mágicos, pues son «palabras del alma creadoras y aniquiladoras» (…) La llave para resolver este enigma es: cuanto más inapreciable, cuanto más sutil, y, con mayor precisión: cuanto más inconsciente es una «palabra», más temible es su efecto (68-69).

————

303 Publicado originalmente en 1931 con el título «Realidad del alma». Me refiero concretamente a estas líneas: «después de haber llegado el medioevo, igual que la antigüedad e incluso la humanidad entera desde sus comienzos, a la convicción de que existe un alma sustancial, se formó en la segunda mitad del siglo XIX una «psicología sin alma». Bajo el influjo del materialismo científico todo lo que no podía verse ni tocarse se tornó dudoso»JUNG, C. G. (1971-1983) Bd. 8, § 649 .

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El psicoanálisis, piensa Meyrink, al operar con lo inconsciente manipula una especie de nitroglicerina espiritual; y la actitud de occidente hacia lo espiritual es cualquier cosa antes que respetuosa. Más aún: ese mismo materialismo censurado por Jung es responsable de que casi cualquier descubrimiento —¿por qué no también el psicoanálisis?— se evalúe rápidamente desde el punto de vista instrumental, y sin duda la instrumentación más tentadora es la que está al servicio de la conquista de algún tipo de poder. Lamentablemente Meyrink sólo llegó a escribir tres capítulos, en el último de los cuales empieza a desvelar la personalidad de Ismael Steen a través del control que ejerce sobre su hermanastra Ismene y la parcial enunciación de sus propósitos de dominación y aniquilación. En el esquema de la obra redactado por su autor podemos, en todo caso, encontrar —aunque a modo de mero esbozo— lo que proyectaba para su «figura principal: el doctor Ismael Steen»: Su campo de acción es el llamado psicoanálisis, pero no emplea su sabiduría en bien de su prójimo, sino, al contrario, en despertar en sus víctimas «complejos» —desórdenes espirituales—. Indolente hasta tal punto que para él sólo existe un estímulo: inventar continuamente nuevos métodos de carácter sádico-espiritual que aplicados a los seres humanos en su consulta hacen que sus almas se precipiten a «la nada» (133).

Y aquí entra en juego la otra gran novedad —al menos en el nivel de las masas— de la época: el cine. Cómo no evocar el clásico De Caligari a Hitler, de Siegfried Kracauer —y cómo no asombrarse de nuevo ante la perspicacia de Meyrink— al leer que el proyecto definitivo de Steen es rodar una película, de la que él mismo sería protagonista encarnando a un cierto ángel adorado por ocultistas orientales, vicario de la destrucción, con el fin de … despertar en la humanidad un complejo «mágico-psicoanalítico». Espera que la visión de su imagen cinematográfica afecte el ánimo de las personas sensitivas haciéndolas receptivas a las insinuaciones demoníacas (139).

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Película que exhibiría en todos los países del mundo. Proyecto de un Apocalipsis psicoanalítico y cinematográfico. Esto, por parte del personaje. Por parte del autor, un toque de alerta que, como suele suceder, cayó en el vacío y ahora merece, al menos por parte de quien esto escribe, un reconocimiento asombrado y tal vez inútil. O quizá no tanto, pues el paso del tiempo y las experiencias dolorosas no garantizan la corrección de los errores, de las ignorancias, de los olvidos, de manera que sigue siendo necesario hacer resonar los mensajesde alarma que los más perspicaces pusieron a nuestro alcance.

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EPÍLOGO

Aquí concluye este recorrido por la obra de Gustav Meyrink. Al comenzarlo enuncié un propósito y a él me he atenido, lo que significa que algunos temas, así como partes de su obra, que no se ajustan a aquél han sido premeditadamente dejados de lado. Implica también la renuncia a otro tipo de análisis que podría haber sido no menos esclarecedor que el planteado aquí. Espero que quien haya leído estas páginas se haya sentido, como yo, impresionado por el insospechado calado psicológico de la creación meyrinkiana; y no sólo de la creación, sino también de la actitud general ante la vida del escritor austríaco, y de su manera de hacer esa vida, su propia vida. Con todo no quisiera dar una imagen idealizada del ser humano que fue Gustav Meyrink. Su genialidad, para mí incuestionable, no debe llevarnos a hacer de él lo que él mismo no reconoció en otros: un gurú. Lo que hizo tuvo, y tiene en perspectiva histórica, un mérito extraordinario, pero sin duda dista de ser algo definitivo, inmune a una crítica meliorativa, fácil en todo caso de realizar desde la perspectiva que nos otorga el transcurrir de casi un siglo poblado por nuevos hallazgos en el campo de la psicología. Quisiera, pues, para terminar, centrarme en dos asuntos que me permitirán ilustrar aquello que a mi juicio es más positivo y aquello que me parece susceptible de discrepancia en el resultado final del opus meyrinkiano; y ruego que se entienda «opus», en este contexto, al mismo tiempo como obra literaria y como labor

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espiritual sobre la propia persona en la perspectiva psicológica que gobierna la interpretación jungiana de la alquimia. El primero de estos asuntos, a mi juicio el más positivo, es el resultado personal, íntimo, de la infatigable búsqueda espiritual del autor. Como ha podido verse en las páginas precedentes, el estudio de Földényi sobre la melancolía me ha servido de guía aquí y allá, un poco bajo el modelo, al que tan a menudo recurrimos los españoles, del Guadiana, junto a otros textos cuya presencia ha sido más continua. Unas líneas de dicho estudio me han parecido claramente aplicables a ese resultado al que acabo de referirme, si bien para realizar precisamente la lectura contraria de las mismas, que es lo que hace tan singular y valioso el caso de Meyrink. Esto escribe Földényi: El melancólico ha llegado a esta frontera: pese a ser una simple persona, ha superado los lindes de la existencia humana y ha accedido a donde los conceptos de este mundo pierden su sentido y reciben una luz nueva, a donde la excepcionalidad y la desdicha, la sabiduría y la ignorancia, se condicionan mutuamente y tanto la búsqueda más profunda e íntima de Dios como la negación radical de Dios se convierten en causa de la más desdichada de las locuras (…) No se encuentra «frente» a Dios, porque lo lleva dentro, ni se encuentra «frente» al mundo, porque es parte de él304.

Creo que ésta es la situación a la que llega nuestro autor, pero pienso igualmente que en su caso no cabe hablar de «la más desdichada de las locuras»305, pues aún en el caso de que resolviéramos considerar locura, lo que desde luego yo no haré, su irracional postulación de su propia eternidad —la palabra V-I-V-O grabada en su tumba—, esa locura no sería, en todo caso, desdichada para él, sino más bien dichosa. ¿Habría que temer esto último, una especie de locura dichosa, a partir de esa afirmación —vivo— opuesta a toda evidencia empí-

———— 304

FÖLDÉNYI, L.F. (2008) 101. Cierto es que la cita precedente aparece en el capítulo dedicado a una época histórica concreta y radicalmente teocéntrica: la Edad Media; pero no lo es menos que el resultado final del ensayo de Földényi es igualmente «melancólico». 305

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EPÍLOGO

rica, que podríamos considerar resultado de algo que ya conocemos, la inflación? Me cuesta aceptarlo. El mayor mérito de Meyrink desde el punto de vista psicológico —espero que hayan quedado claros sus méritos históricos— habría sido, a mi entender, poder llegar a esa situación final con un sentimiento de plenitud que le permitió mirar con aprobación su propia vida y entregarse a la muerte con serenidad y esperanza. Y por otra parte, más altanera que su «vivo» habría sido su afirmación de que no existen dioses fuera del hombre. Esto sí que debería constituir una manifestación incontestable de hybris. Mas el caso es que una antigua sabiduría puede tranquilizarnos a este respecto: Quienquiera que sepa esto: ‘Yo soy el Imperecedero’, se convierte en este universal, y ni siquiera los dioses pueden evitarlo, porque de esta forma se convierte en el propio yo de los dioses. Por tanto, quienquiera que adore a otra divinidad pensando: ‘Él es uno y yo soy otro’, no conoce. Es como un animal propiciatorio para los dioses. Pero incluso si un animal se pierde resulta molesto. ¿Qué ocurriría si fueran muchos? Y por eso no agrada a los dioses que los hombres conozcan esto306.

Seguramente no agrada a los dioses, ni desde luego a sus autoproclamados representantes en la tierra, «que los hombres conozcan esto». Sin embargo, considerando que el final del camino de Meyrink, siendo seguramente el mejor posible en sus coordenadas temporales, y que en caso de hablar de inflación habría que hacerlo con algo más que indulgencia, pienso también que no es tal vez el más deseable para nuestro tiempo, pues en el tiempo transcurrido hemos aprendido muchas otras cosas, o tal vez a verlas de otra manera. Para explicar este punto de vista habré de referirme al otro autor que, también de trecho en trecho, ha asomado en las páginas precedentes: James Hillman. Concluí mi análisis de El ángel de la ventana del oeste calificándolo, como a la práctica totalidad de la obra de Meyrink, de un canto al anima. Y sin embargo siempre he experimentado una cierta reticencia

———— 306

Bradarayanaka Upanishad, 1.4.10. Cit. en CAMPBELL, J. (1999) 129.

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a dar por totalmente aceptable, hoy por hoy, el papel atribuido por el escritor a las figuras femeninas de sus relatos. Ahora sé por qué. Sobre todo en El golem la figura femenina positiva, Mirjam, acaba en pie de igualdad con «Athanasius». Ya en El rostro verde, Eva, poderosísimo personaje, aparece constreñida a un papel más pasivo, y de hecho tiene que morir para que Fortunat realice su propio opus. Lo mismo ocurre con Ofelia en El dominico blanco, pero, a diferencia de lo que ocurre en la novela anterior, el protagonista masculino, Christopher, no continúa viviendo en el mundo de los seres humanos, sino que parece pasar a un dominio puramente espiritual a través de la ekpirosis en que concluye la novela. Y aquí es donde el pensamiento de Hillman permite descubrir la limitación del proceso de individuación, admirable en todo caso, de Gustav Meyrink: parece que, para el escritor, el alma tiene que eclipsarse para que el individuo acceda al reino del espíritu. Habrá que concederle una notable coherencia; no en vano desde los veinte años declaró que buscaba la inmortalidad y ésta, en el sentido más estricto307, no sólo no tiene que ver con el alma, sino que es incompatible con ella, pues el alma es quien nos enseña a vivir en la expectativa de la muerte308. Y desde el punto de vista de Hillman, que comparto, ésta sigue siendo una propuesta religiosa, en un sentido todavía relativamente tradicional del término. Esto, lo reitero, no resta mérito a la obra de Meyrink. Simplemente la pone al resguardo de aquello que él mismo rehusó: la caída

————

307 Su gran mérito está en «descubrir» por el camino, como creo haber explicado detalladamente, la inmortalidad en sentido simbólico, psicológico. 308 «Hallamos aún la naturaleza más esencial de nuestra alma en las experiencias de la muerte, en los sueños de la noche y en las imágenes ‘lunáticas’ (…) El mundo del espíritu es muy diferente. Sus imágenes irradian luz; hay fuego, viento, esperma (…) Es masculino, es el principio que crea formas, orden y distinciones claras (…) La noción de ‘espíritu’ implica cada vez más el arquetipo apolíneo (…) El alma es vulnerable y sufre (…) El alma puede existir sin sus terapeutas, pero no sin sus aflicciones». HILLMAN, J. (1999 b) 168-173. Y más lejos: «Uno tiene su propia muerte, cada uno la suya, solitaria, singular, y hacia ella lleva el alma —patologizándolo— cada pedazo de vida. O tal vez sea la patologización la que, indefectiblemente, lleve al alma a las más profundas reflexiones ontológicas (…) Patologizar nos devuelve al alma, y perder el síntoma significa perder esta senda hacia la muerte, este camino del alma» (240-241).

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en una irreflexiva, acrítica, en el fondo boba adoración de un personaje a todas luces admirable, de quien puede aprenderse mucho, pero sobre todo la autonomía que le condujo a alcanzar unos objetivos extraordinariamente valiosos para la época en que le tocó vivir. Una autonomía que es garante de la pulcritud del trabajo sobre el alma propia y que hace que cada «proceso de individuación», o si se prefiere, cada «hacer alma», sea único, irrepetible, sagrado.

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APÉNDICE309

¿Quién soy? ¿Ha habido alguna vez, desde que el mundo existe, algún hombre que supiera responder correctamente esa pregunta? Soy el ruiseñor invisible que está en su jaula y canta. Pero no siempre vibra cada alambre de la jaula cuando canto. ¡Cuántas veces he tratado de que resonara en ti una canción para que me escucharas! Pero has estado sordo durante toda tu vida. Nada en el mundo te ha sido nunca tan cercano y tan propio como yo, ¿y me preguntas ahora quién soy? El alma propia resulta tan ajena para algunas personas, que caen muertas cuando llega el momento de contemplarla, pues ya no la reconocen y se les presenta desfigurada como una cabeza de Medusa; adquiere la faz de las acciones indignas que han cometido y de las que temían secretamente que hubiesen podido manchar sus almas. Sólo podrás oír mi canción cuando tú también la cantes. Quien no escucha la canción de su alma es un pecador, un pecador contra la vida, un pecador contra los otros y contra sí mismo. Quien esté sordo, también estará mudo. Inocente es aquél que escucha siempre la voz del ruiseñor, aun cuando haya dado muerte a padre y madre. Mi canción es la melodía eterna de la alegría. Quien no conozca la alegría, esa alegría basada en la gozosa e infusa seguridad de saber sin causa alguna que soy el que soy, el que fui y el que siempre será, quien no la conozca será un pecador contra el Espíritu Santo. Frente

———— 309

W 93-96.

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al brillo de la alegría, que relumbra en el pecho como un sol en el cielo interno, retroceden los fantasmas de la oscuridad, que acompañan a los hombres como espectros de crímenes pasados y largamente olvidados, perpetrados en vidas anteriores; son ellos los que mueven los hilos de los destinos. Quien oiga y cante la tonada de la alegría, ése destruirá las consecuencias de toda culpa y dejará de acumular culpa sobre culpa. Quien no pueda alegrarse, aquél sobre quien se ha puesto el sol, ¿cómo podría esparcir una luz tal? Hasta la alegría impura está más cerca de la luz que la triste y oscura seriedad. ¿Preguntas quien soy? La alegría y el «yo» son la misma cosa. Quien desconozca la alegría, tampoco sabrá quién es su «yo». El «yo» más íntimo es el manantial de la alegría; quien no la adore está al servicio del infierno. ¿Acaso no está escrito: « soy el Señor, tu Dios, y no tendrás otros dioses más que a mí»? Quien no oye ni canta la canción del ruiseñor, ése no tiene «yo»; se ha convertido en un espejo muerto por el que van y vienen los demonios exteriores; será un cadáver ambulante, como la luna en el cielo, con su fuego apagado. ¡Inténtalo una vez, alégrate! Algunos de los que han realizado el intento se preguntan: ¿y de qué he de alegrarme? La alegría no necesita causas, surge de sí misma como Dios; la alegría que requiere un motivo no es alegría, sino placer. Algunos quieren sentir alegría y no pueden; entonces culpan al mundo y al destino. No piensan: un sol que se ha olvidado casi de sus facultades de alumbrar, ¿cómo podría expulsar el tropel de fantasmas de una noche milenaria con sus primeros y pálidos reflejos? Lo que alguien ha estado destrozando en sí mismo durante toda una vida, eso, ¡eso no puede reponerse en un instante breve y único! Pero aquél en quien haya entrado la alegría sin causa, de él será desde ese momento la vida eterna, pues estará unido al «yo» que desconoce la muerte, y vivirá siempre en la alegría, aunque haya nacido ciego o lisiado... mas la alegría ha de ser aprendida, ha de ser anhelada, pero lo que los hombres anhelan no es la alegría, sino el motivo para la alegría.

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