\"El rey ha muerto: ritos, funerales y entierro de la realeza hispánica medieval\", en López Ojeda, E. (coord.), De la tierra al cielo. Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?, XXIV Semana de Estudios Medievales, Logroño, 2014, pp. 239-260.

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Descripción

El rey ha muerto: ritos, funerales y entierro de la realeza hispánica medieval* MARGARITA CABRERA SÁNCHEZ Universidad de Córdoba

Pese al carácter igualatorio de la muerte plasmado de forma insistente en las danzas macabras, tan reproducidas durante el Medievo, la forma en la que los reyes eran despedidos de este mundo poco tenía que ver con el último adiós que se daba al común de los mortales. Esas diferencias se constatan fácilmente al analizar los distintos aspectos del ceremonial que se llevaba a cabo tras el fallecimiento regio: desde los ritos post mortem, en los que podía tener cabida la complicada y elitista técnica del embalsamamiento, hasta la celebración de multitudinarios funerales en medio del llanto y del duelo colectivos y la organización de cortejos fúnebres que no dudaban en recorrer largas distancias con tal de respetar la voluntad de lo soberanos y de inhumar los restos en el lugar de sepultura elegido. En este trabajo vamos a estudiar, precisamente, todas esas cuestiones, aunque nos centraremos en el análisis del ritual funerario que se ponía en práctica entre los miembros de la realeza hispánica medieval desde finales del siglo

* Este trabajo forma parte del proyecto de investigación titulado El conocimiento científico y técnico en la Península Ibérica (siglos XIII-XVI): producción, difusión y aplicaciones (HAR2012-37357), subvencionado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

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XIII hasta mediados del siglo XVI. Para ello, hemos utilizado, sobre todo, testimonios historiográficos referidos tanto a la Corona de Castilla como a la de Aragón, tratados de medicina y fuentes de tipo documental, sobre todo actas municipales. Los cronistas y los textos médicos facilitan información sobre el tratamiento dado a los cadáveres regios, tema que, en el caso de la Península Ibérica, no había sido abordado hasta ahora1. Por su parte, la consulta de las fuentes historiográficas y de la documentación municipal nos ha permitido conocer multitud de aspectos relativos a las exequias, al duelo y a los traslados fúnebres, aportando nuevos datos sobre el particular.

1. Los ritos post mortem En general, podemos afirmar que, como veremos con detalle más adelante, los testimonios historiográficos ofrecen pocas noticias sobre el tratamiento post mortem que se daba a los cuerpos de los reyes, a pesar de que, en ocasiones, la distancia que separaba el lugar en el que se había producido el fallecimiento del emplazamiento escogido como sepultura y el dilatado período de exhibición de los restos hacían necesaria, o al menos aconsejable, la conservación artificial de estos últimos. Como es fácil imaginar, el embalsamamiento respondía a dos objetivos fundamentales: retrasar la descomposición del cadáver y permitir la exposición del mismo2. Nos consta, además, que, en el caso de Francia, durante el siglo XV, la exhibición de los cadáveres regios se podía dilatar, incluso, a lo largo de 20 días3. Era necesario, por tanto, retardar la corrupción y, por ello, especialmente por motivos higiénicos, numerosos personajes de sangre real fueron embalsamados4. Pero, por otra parte, entre los miembros de las élites, el poder aplazar el deterioro del cuerpo era, en cierto modo, una victoria sobre la muerte, demostrando que, incluso en este momento decisivo, ellos eran diferentes al resto de los mortales5.

1. Sobre este tema he realizado recientemente un trabajo titulado “Técnicas de conservación post mortem aplicadas a los miembros de la realeza hispánica medieval”, Edad Media. Revista de Historia (en prensa). 2. Georges, P., “Mourir c’est pourrir un peu… Intentions et techniques contre la corruption des cadavres a la fin du Moyen Age”, Micrologus, VII, Florencia: Sismel (1999), p. 373. 3. Ibidem, p. 370 y p. 372. 4. Ibidem, p. 372. 5. Ibidem, p. 380.

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Afortunadamente, conocemos con bastante detalle las técnicas que se empleaban durante el Medievo para conservar los cadáveres, pues a ellas hicieron referencia, en sus escritos, algunos médicos de la época, entre los que destacan los cirujanos franceses Enrique de Mondeville y Guy de Chauliac. El primero de ellos fue cirujano del rey Felipe IV de Francia6 y, a comienzos del siglo XIV, escribió un tratado quirúrgico7 en el que mencionaba tres modalidades de embalsamamiento, en función del tiempo de exposición del difunto. La primera de esas técnicas se practicaba cuando el cadáver tardaba en sepultarse unos días8 y consistía en el taponamiento de los orificios corporales9. El segundo procedimiento, que se realizaba para conservar el cuerpo durante más tiempo10, implicaba la aplicación de un enema11. La tercera forma de embalsamar cadáveres se llevaba a cabo en el caso de los reyes, reinas y papas cuyos cuerpos –incluido el rostro– debían soportar un dilatado período de exposición12. En este caso, además de los pasos descritos con anterioridad13, se abría la cavidad abdominal y se extraían las vísceras14. Por su parte, Guy de Chauliac, en su tratado de cirugía escrito a mediados del siglo XIV15, aludía a dos técnicas de embalsamamiento similares a las descritas por Enrique de Mondeville: una más superficial y otra en la que se contemplaba la apertura del abdomen16.

6. Gaude-Ferragu, M., D'or et de cendres. La mort et les funérailles des princes dans le royaume de France au bas Moyen Age, Villeneuve-d’Ascq: Presses Universitaires du Septentrion, 2005, p. 116. 7. Al parecer, la obra fue escrita hacia 1316 (Mondeville, H., The surgery of Henri de Mondeville, Rosenman, L. D. (ed.), vol. II, Philadelphia: Libris Corporation, 2003, p. 740, nota 127). 8. Como máximo, tres días en verano y cuatro en invierno (Ibidem, p. 736). 9. Se insertaba, por vía rectal, un supositorio empapado en incienso, almáciga, sangre de drago, bol de Armenia (arcilla roja procedente de este lugar), harina y huevo. Además, debían colocarse en la nariz dos tampones empapados con las citadas sustancias y coser la boca, salvo si el rostro iba a ser expuesto, pues, en ese caso, tanto en la boca como en los orificios nasales se introduciría mercurio. Por último, el cadáver debía vendarse, envolverse con dos capas de lino encerado y colocarse en el féretro rodeado de flores e hierbas (Ibidem, pp. 737-738). 10. Ibidem, p. 736. 11. También se untaba el cuerpo con un ungüento elaborado, entre otras sustancias, con mirra, áloe, alcanfor, sal, agua de rosas, vinagre, mercurio y cera y se le introducía un supositorio. Por último, se vendaba, se envolvía en tela encerada, en cuero cosido y en una lámina de plomo (Ibidem, p. 738). 12. Ibidem, p. 736. 13. La aplicación de la lavativa, el taponamiento de los orificios del cuerpo y el vendaje de este último, a los que se añadía, además, la aplicación de bálsamo en el rostro (Ibidem, p. 739). 14. Dentro del abdomen se colocaba polvo compuesto, entre otras cosas, por mirra, áloe y sustancias que prevenían el mal olor como rosas, violetas, alcanfor, sándalo, almizcle y sal. Por último, se llenaba la cavidad abominal con camomila, meliloto, poleo, menta, hierbabuena y balsamita (Ibidem, pp. 739-740). 15. En 1363 (Chauliac, G., The major surgery of Guy de Chauliac, Rosenman, L. D. (ed.), Philadelphia: Libris Corporation, 2007, p. XVII). 16. La primera de ellas consistía en la aplicación de una lavativa y en el taponamiento de la nariz, orejas y boca con mercurio. La segunda implicaba la apertura de la cavidad abdominal y la extracción de vísceras (Chauliac, G., Cirurgía de Guido de Cauliaco con la glosa de Falco, Valencia, 1596, p. 533).

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Sin embargo, es fácil imaginar que, todavía en aquella época, sería complicado poner en práctica esos procedimientos teóricos descritos en los textos médicos o, al menos, hacerlo con garantías de éxito, sobre todo cuando los velatorios eran muy prolongados, los cortejos muy dilatados o, simplemente, los fallecimientos se producían durante los meses estivales. Los testimonios que poseemos al respecto hablan por sí mismos. Así, por ejemplo, el cuerpo de Felipe IV de Francia, que tras ser embalsamado fue sepultado cuatro días después de su muerte, acaecida en 131417, presentaba durante la procesión fúnebre, según el relato de un asistente a los funerales, la cara y las manos notablemente descompuestas18, lo cual evidencia que la técnica utilizada no había sido muy eficaz19. Pero, además de poco efectivo, el embalsamamiento debía de ser una intervención delicada con la que, posiblemente, si se manipulaba la cabeza del difunto, era fácil desfigurarle las facciones. En este sentido, resulta muy revelador el testimonio que aporta A. de Santa Cruz, quien afirma que, cuando Juana la Loca ordenó abrir el féretro que contenía los restos de Felipe el Hermoso, unos días después de la muerte del rey, en el año 150620, los testigos reconocieron que el cadáver parecía ser el del monarca, aunque, según señalaba textualmente el citado cronista, “sus criados lo avían parado tal por embalsamalle, que no se conocía en la cara si era de hombre”21. En cualquier caso, la costumbre de embalsamar cadáveres regios se practicaba en Francia desde comienzos de la Edad Media22 y esta práctica también se atestigua entre algunos miembros de la monarquía inglesa de la Baja Edad

17. Giesey, R. E., Le roi ne meurt jamais. Les obsèques royales dans la France de la Renaissance, París: Flammarion, 1987, p. 46. 18. Baudon de Mony, Ch., "La mort et les funérailles de Philippe le Bel", Bibliothèque de l'Ecole des Chartes, LVIII (1897), p. 11. Citado por Giesey, R. E., op. cit., p. 47 y nota 20. 19. Giesey, R. E., op. cit., p. 47. 20. Sabemos que la muerte tuvo lugar en 1506 porque A. de Santa Cruz alude a la misma en uno de los capítulos en los que se narra lo sucedido en ese año (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, Carriazo, J. de M. (ed.), Sevilla: Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1951, p. 58). 21. Ibidem, pp. 82-83. 22. Georges, P., “Mourir c’est pourrir un peu… Intentions et techniques contre la corruption des cadavres a la fin du Moyen Age”, art. cit., p. 380. Sobre la difusión de esta práctica en el citado país a finales del Medievo, ver también Gaude-Ferragu, M., D’or et de cendres…, op. cit., p. 117. Así mismo, sobre las técnicas de embalsamamiento empleadas desde la Alta Edad Media, ver Erlande-Brandenburg, A., Le roi est mort. Etude sur les funérailles, les sépultures et les tombeaux des rois de France jusqu'à la fin du XIIIe siècle, Ginebra: Droz, 1975, pp. 27 y ss.

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Media23. Sin embargo, no podemos decir lo mismo en el caso de la realeza hispánica, a juzgar por los datos que hemos conseguido recabar al respecto. Por una parte, los tratados de medicina que datan del Medievo no ofrecen información sobre las técnicas de conservación de los cadáveres y, por otra, las fuentes historiográficas aportan pocas noticias sobre esta cuestión. De hecho, en la Península Ibérica, todo parece indicar que, entre los miembros de sangre real, esta práctica se generalizó en la época moderna y, concretamente, tras la muerte de Felipe IV, acaecida en 166524. Se da la circunstancia de que el primer tratado que se publicó en la Península sobre las técnicas de conservación de los cadáveres data precisamente de esa época. La citada obra, titulada Modo práctico de embalsamar cuerpos defunctos para preseruarlos incorruptos y eternizarlos en lo posible, fue escrita por el cirujano cordobés Juan Eulogio Pérez Fadrique y se publicó en 166625. Y, si rastreamos la información contenida en las crónicas medievales peninsulares, podemos observar que el embalsamamiento se ponía en práctica en casos puntuales, lo que nos permite llegar a la conclusión de que no parecía formar parte del ritual funerario de los miembros de la realeza. Además, como enseguida veremos, hemos podido comprobar que esa operación se solía llevar a cabo con aquellos miembros de la monarquía hispánica que estuvieron vinculados, desde el punto de vista familiar, con casas reales foráneas entre cuyos miembros sí se practicaba el embalsamamiento. Posiblemente, con ello se pretendía continuar con una tradición familiar, dado que, en muchas ocasiones, la escasa distancia existente entre el lugar del fallecimiento y el del entierro hacía innecesario conservar el cuerpo. Por el contrario, tal y como aludiremos más adelante, se ha constatado que, en aquellos casos en los que los cortejos fúnebres recorrieron una buena parte de la geografía peninsular, los restos se trasladaron sin haber sido embalsamados. En relación a la Corona de Castilla, sabemos, por ejemplo, que fueron conservados artificialmente los cuerpos de Alfonso X el Sabio y de su madre,

23. Al parecer, tanto Eduardo I como Enrique VI, fallecidos respectivamente en 1307 y en 1471, fueron embalsamados (Westerhof, D., Death and the noble body in Medieval England, Woodbridge: Boydell Press, 2008, p. 80). 24. Varela, J., La muerte del rey. El ceremonial funerario de la monarquía española (1500-1885), Madrid: Turner, 1990, p. 77. 25. PÉrez Fadrique, J. E., Modo práctico de embalsamar cuerpos defunctos para preseruarlos incorruptos y eternizarlos en lo posible, Sevilla, 1666.

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Beatriz de Suabia. En ambos casos, las crónicas no aportan ningún dato sobre el tema26, aunque, afortunadamente, contamos con el análisis que se realizó a los cadáveres en los años cuarenta del siglo XX. La exhumación de los cuerpos permitió comprobar la presencia de unos cortes en el tórax y de unas bolas impregnadas en sustancias aromáticas que revelan que los dos fueron embalsamados27. Desconocemos el tiempo de exposición de los cadáveres, aunque nos consta que el cuerpo de Alfonso X fue enterrado en Sevilla28, en la misma ciudad en la que había tenido lugar su muerte, en abril de 128429, y que los restos mortales de su madre, fallecida en Toro, en 1235, fueron llevados al monasterio burgalés de las Huelgas30. Por tanto, y dado que en ambos casos tal vez no fue absolutamente necesario aplazar la descomposición, pensamos que, posiblemente, los cadáveres pudieron ser manipulados para continuar con una tradición germánica arraigada en la familia de la reina Beatriz, ya que, al parecer, entre los cuerpos regios, la extracción de vísceras se practicaba ya en el Imperio durante el siglo X31. Muchos años después, cuando en septiembre de 1506 murió en Burgos Felipe el Hermoso32, gracias a los testimonios que se han conservado conocemos, con gran lujo de detalles, la operación de embalsamamiento que se le practicó al cadáver del rey. Así, por ejemplo, sabemos que el cuerpo se abrió por completo, que se le extrajeron las vísceras y que incluso se le trepanó la cabeza33. Nos

26. Crónica de Alfonso X, vol. 66, Madrid: BAE, 1953, p. 66; Primera crónica general de España, vol. II, Menéndez Pidal, R. (ed.), Madrid: Gredos, 1977, p. 729. 27. Delgado Roig, J., “Exámen médico legal de unos restos históricos”, Archivo Hispalense, IX, nº 27-32, Sevilla: Publicaciones del Patronato de Cultura de la Excma. Diputación Provincial de Sevilla (1948), pp. 146-147. 28. Crónica de Alfonso X, vol. 66, ed. cit., p. 66. 29. Zurita, J., Anales de la Corona de Aragón, tomo 2, Canellas López, A. (ed.), Zaragoza: Institución Fernando el Católico (C.S.I.C.), 1977, p. 173. 30. Primera crónica general de España, vol. II, ed. cit., p. 729. 31. En el año 973, al cuerpo del emperador Otón I se le extrayeron las vísceras (Brown, E. A. R., The monarchy of Capetian France and royal ceremonial, Aldershot: Variorum, 1991, VI, p. 226). En 1190, el cadáver del abuelo paterno de doña Beatriz, el emperador Federico Barbarroja, no se embalsamó a causa del calor, por lo que se le realizó la extracción de las vísceras y se hirvió (Bande, A., Le coeur du roi. Les Capétiens et les sépultures multiples XIIIe-XVe siècles, París: Tallandier, 2009, pp. 52-53). De hecho, la técnica de hervir los cuerpos con el fin de facilitar su transporte apareció por primera vez en el Imperio Germánico (Binski, P., Medieval death. Ritual and representation, Londres: British Museum Press, 1996, p. 64). 32. Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., p. 58. 33. A. de Santa Cruz señalaba que “le sacaron las entrañas y corazón” y que “le abrieron todo de arriba a abaxo” (Ibidem, p. 59). Por su parte, P. Mártir de Anglería relataba así el embalsamamiento del monarca: “[…] Al amanecer, retiraron el cadáver del catafalco para sacarle las entrañas y embalsamarlo. Dos cirujanos que hicieron venir para el caso lo abrieron de pies a cabeza. Las pantorrillas y piernas y cuanto de carne había en él fue sajado para

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consta que se encargaron de este cometido dos cirujanos foráneos34, lo cual pone de manifiesto que la costumbre de embalsamar los cadáveres regios no estaba todavía extendida en la Península Ibérica. En cambio, las técnicas de conservación post mortem sí se practicaban, desde hacía por lo menos un siglo, entre los miembros de la Casa de Borgoña, de la que, como es sabido, descendía, por vía materna, el rey Felipe35. Por ello, es fácil suponer que, tal y como sucedió con los restos de Alfonso X y de su madre, el embalsamamiento del cadáver de Felipe el Hermoso parece responder, más que a la necesidad de detener la descomposición, a una tradición enraizada en la propia familia del rey, ya que la exposición no fue dilatada, pues tenemos constancia de que el cuerpo estaba ya sepultado en el monasterio de Miraflores, situado como es sabido en Burgos, ciudad en la que había fallecido el monarca36, tres días después del óbito37. Por tanto, no parece que fuese absolutamente imprescindible conservar el cadáver. Casi medio siglo más tarde, sabemos que también fue embalsamado el cuerpo de Juana la Loca38, aunque no conocemos detalles al respecto.39 La reina, que falleció en abril de 1555 en Tordesillas40, fue sepultada en el monasterio de Santa Clara de esta localidad41. Probablemente, su cadáver se embalsamó para

que, escurriendo la sangre, tardara más en pudrirse. Dicen que le sacaron el corazón para que, encerrado en un vaso de oro, se lo llevaran a su patria y lo depositaran junto a a las cenizas de sus mayores. Trepanada la cabeza, le abrieron el cerebro. Abriéronle el vientre y le sacaron los intestinos y, después de embalsamar el cadáver con cal y perfumes, a falta de bálsamos, lo cosieron y con vendas de lino enceradas sujetaron todos sus miembros por cada una de sus coyunturas, colocándolo luego en un ataúd de plomo recubierto de una caja de madera […]” (MÁrtir de AnglerÍa, P., Epistolario, Colección de documentos inéditos para la Historia de España, vol. X, López de Toro, J. (ed.), Madrid: Góngora, 1955, p. 152). 34. Así lo especifican tanto A. de Santa Cruz (Ibidem) como P. Mártir (Ibidem). 35. Según M. Gaude-Ferragu, Felipe el Atrevido y Felipe el Bueno, fallecidos en 1404 y 1467 respectivamente, fueron embalsamados (Gaude-Ferragu, M., D’or et de cendres…, op. cit., p. 117 y nota 163). 36. Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., pp. 58-60. 37. Según A. de Santa Cruz, el rey, que murió el 25 de septiembre al mediodía, fue embalsamado al amanecer del día siguiente (Ibidem, pp. 58-59), es decir, el día 26. Además, P. Mártir señala, en una carta fechada el 28 de septiembre, que el cuerpo del monarca estaba ya depositado en el monasterio de Miraflores (MÁrtir de AnglerÍa, P., Epistolario, vol. X, ed. cit., p. 152). 38. Varela, J., op. cit., p. 19. 39. P. de Sandoval no aporta ningún dato (Sandoval, P. de, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, vol. 82, Madrid: BAE, 1956, p. 440). 40. Murió el día 12 (FernÁndez Álvarez, M., Corpus documental de Carlos V, vol. IV (1554-1558), Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 1979, p. 206). 41. En una carta fechada en Valladolid el 13 de abril de 1555, Juana de Austria hacía saber a su padre, el emperador, lo siguiente: “[…] y por estar el tiempo tan adelante, paresçió que se deuía depositar en Sancta Clara de Tordesillas, donde estuuo el rey Phelippe, mi señor, que sea en Gloria, hasta que V. Md. adelante mande que se

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continuar con la costumbre que, como ya se ha indicado, existía desde hacía mucho tiempo en la familia de su esposo. Entre los reyes aragoneses, tampoco parece que la conservación artificial de los cuerpos fuese algo habitual durante el Medievo, pues, al igual que sucedía con los monarcas castellanos, las crónicas aportan datos aislados. Nos consta, por ejemplo, que fue embalsamado Pedro III el Grande, muerto en noviembre de 128542. El cronista B. Desclot señala que el cuerpo del rey fue adobado y no alude en ningún momento a la apertura abdominal43, por lo que podemos imaginar que el embalsamamiento debió de ser superficial, de forma que, tal vez, al cadáver se le aplicaron sólo sustancias de tipo aromático. Afortunadamente, en el caso de este monarca, la reciente exhumación de sus restos permitió comprobar la presencia de plantas aromáticas en la tumba44, lo que confirma que el cuerpo regio fue manipulado. Sabemos que Pedro III murió en Vilafranca del Penedès45 y que su cadáver fue trasladado al cercano monasterio de Santes Creus al día siguiente de la muerte46. Todo conduce a pensar que la exposición del rey no fue muy prolongada47, por lo que, teniendo en cuenta la cercanía entre el lugar del fallecimiento y el de la sepultura y la estación otoñal en la que se produjo el óbito, tal vez no habría sido necesario detener la descomposición del cuerpo. En cualquier caso, el embalsamamiento de Pedro III el Grande no parece responder a ninguna tradición funeraria presente entre los reyes aragoneses. De hecho, no volvemos a tener noticias al respecto hasta finales del siglo XV, coincidiendo con la muerte de Juan II. Tenemos constancia de que este último, fallecido en

lleue a Granada […]” (Ibidem, pp. 206-207). Por otra parte, de la lectura de esa carta se puede deducir que las exequias aún no se habían celebrado (Ibidem, p. 207). 42. Murió el día de San Martín (Muntaner, R., Crònica, vol. I, Gustà, M. (ed.), Barcelona: Ediciones 62, 1984, p. 231), es decir, el 11 de noviembre. 43. “[…] Enaprés empararen-se del cors l’abat e los monges de Santes Creus, on havía en sa vida sa sepultura eleta aquell noble rei d’Aragó e banyaren-lo e adobaren-lo e vestiren-lo així com a monge […]” (Desclot, B., Crònica, Coll i Alentorn, M. (ed.), Barcelona: Ediciones 62, 1982, p. 371). 44. Al menos, esa es la información que facilitaron las notas de prensa de noviembre de 2009, tras la exhumación del cadáver del rey (ver El periódico de Aragón, 27 de noviembre de 2009). 45. Zurita, J., Anales de la Corona de Aragón, tomo 2, ed. cit., p. 255. 46. Muntaner, R., Crònica, vol. I, ed. cit., p. 232. 47. Según B. Desclot, los caballeros que formaron parte de la comitiva fúnebre que partió de Vilafranca del Penedès asistieron a las exequias en el monasterio de Santes Creus durante dos días, por lo que podemos suponer que el cuerpo del monarca, probablemente, sólo estuvo expuesto ese tiempo (Desclot, B., Crònica, ed. cit., p. 371).

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Barcelona en enero de 1479, fue embalsamado48. En este caso, la conservación del cadáver estaba plenamente justificada, pues transcurrieron más de dos semanas desde el fallecimiento hasta el entierro en el monasterio de Poblet49. En ocasiones, además de estas noticias referidas al embalsamamiento, las fuentes de la época nos proporcionan algunos detalles sobre otros aspectos del ritual que se ponía en práctica tras la muerte de los reyes. Así, por ejemplo, gracias a un texto escrito hacia el año 150050 por un monje del monasterio de Poblet, nos consta que, tras el óbito, a los monarcas de la Corona de Aragón se les rasuraba la barba y se les vestía con una ropa de estado51. También era habitual el amortajamiento con algún hábito religioso. La reina Isabel pidió ser amortajada con el hábito franciscano52, igual que el rey Enrique III53. En cambio, Enrique II prefirió el de Santo Domingo54. De igual modo, está atestiguada, como es obvio, la utilización del ataúd. Al parecer, era frecuente utilizar dos tipos de ataúdes: uno de plomo y otro de madera. Los dos se usaron, por ejemplo, en el caso de Felipe el Hermoso55 y en el de su hijo, el emperador Carlos V56.

2. Funerales y duelo Una vez colocado en el féretro, el cuerpo regio estaba ya preparado para ser expuesto y para la celebración de las honras fúnebres. En ocasiones, la exposición post mortem era especialmente dilatada, tal y como sucedió cuando

48. Zurita, J., Anales de la Corona de Aragón, tomo 8, Canellas López, A. (ed.), Zaragoza: Institución Fernando el Católico (C.S.I.C.), 1977, p. 355. 49. Ibidem, p. 357. El rey murió el día 19 (Ibidem, p. 355) y, según se desprende del relato de J. Zurita, debió de recibir sepultura, en el monasterio de Poblet, el día 5 de febrero (Ibidem, p. 357). 50. Masoliver, A., “Què llegiren i escriviren els monjos de Poblet durant sis-cents anys (1150-1835)”, Actes del setè col∙loqui internacional de llengua i literatura catalanes, Barcelona: Publicaciones de la Abadía de Montserrat, 1986, p. 357. 51. Longares, M., Les funeralies dels reys de Arago a Poblet. Fetes e ordenades per Miquel Longares, maestre en Theología, monge de aquell monestir, p. 7. Hemos consultado una edición sin fecha procedente de la colección Biblioteca tarraconense. 52. Así lo dispuso en su testamento (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo I, Carriazo, J. de M. (ed.), Sevilla: Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1951, p. 312). 53. Así consta en el testamento del rey recogido por LÓpez de Ayala, P., Crónica de Enrique III, vol. 68, Madrid: BAE, 1953, p. 264. 54. LÓpez de Ayala, P., Crónica de Enrique II, vol. 68, Madrid: BAE, 1953, pp. 37-38. 55. MÁrtir de AnglerÍa, P., Epistolario, vol. X, ed. cit., p. 152. 56. Sandoval, P. de, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, vol. 82, ed. cit., p. 506.

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murió Juan II de Aragón, cuyos restos se exhibieron en la sala mayor del palacio antiguo de Barcelona durante nueve días57. En relación a los funerales, conocemos bastantes detalles al respecto, pues a la información que facilitan los testimonios historiográficos hay que añadir los sustanciosos datos que se pueden obtener tras la consulta de la documentación municipal. Gracias a esta última sabemos cómo eran las exequias con las que las principales ciudades de la Península despedían a los miembros de la realeza58. En general, los funerales se solían prolongar por espacio de varias jornadas. Así, por ejemplo, las honras fúnebres de Juan II de Aragón, celebradas en la catedral de Barcelona, duraron cinco días59. Y muchos años después, en septiembre de 1558, los funerales del emperador Carlos V que se oficiaron en el monasterio de Yuste, lugar donde este último falleció, se prolongaron por espacio de tres jornadas60. En el caso de Córdoba, lo normal era que las exequias durasen dos días. Ese fue el tiempo de duración de las honras fúnebres del príncipe don Juan, que se celebraron en la catedral de la ciudad en octubre de 149761. Como es lógico, en este tipo de actos desempeñaban un papel imprescindible los oficios religiosos. Así, por ejemplo, en la primavera de 1252, durante el

57. Zurita, J., Anales de la Corona de Aragón, tomo 8, ed. cit., p. 355. 58. Sobre las exequias regias celebradas en Córdoba, ver Cabrera SÁnchez, M., “Funerales regios en la Castilla bajomedieval”, Acta historica et archaeologica Mediaevalia. Homenatge al Dr. Manuel Ríu, 22, 2, Barcelona: Universidad de Barcelona (2001), pp. 537-564. Sobre las honras fúnebres que tuvieron lugar en Murcia, ver GarcÍa PÉrez, F. J.; GonzÁlez Arce, J. D., “Ritual, jerarquías y símbolos en las exequias reales de Murcia (siglo XV)”, Miscelánea medieval murciana, XIX-XX, Murcia: Área de Historia Medieval. Universidad de Murcia (1995-1996), pp. 129-138 y sobre las que se celebraron en Huesca por Alfonso V de Aragón, ver Laliena Corbera, C., Iranzo MuñÍo, M.ª T., “Las exequias de Alfonso V en las ciudades aragonesas. Ideología real y rituales públicos”, Aragón en la Edad Media, 9, Zaragoza: Departamento de Historia medieval, ciencias y técnicas historiográficas y estudios árabes e islámicos. Universidad de Zaragoza (1991), pp. 55-75. En ocasiones, poseemos datos sobre los funerales que se oficiaron por los miembros de la realeza peninsular fuera de nuestras fronteras. Ver, sobre las exequias celebradas en Bruselas por la reina Isabel la Católica, el interesante trabajo de DomÍnguez Casas, R., “Exequias borgoñonas en tiempos de Juana I de Castilla”, en Zalama RodrÍguez, M. A., (dir.), Juana I en Tordesillas: su mundo, su entorno, Valladolid: Grupo Página, 2010, pp. 269 y ss. 59. Al menos, es lo que se puede deducir de la información proporcionada por J. Zurita, quien señala que el cadáver se llevó el 30 de enero desde la sala del palacio real de Barcelona hasta la iglesia mayor de esta ciudad para celebrar las exequias y se sacó de este último lugar el 4 de febrero (Zurita, J., Anales de la Corona de Aragón, tomo 8, ed. cit., p. 357). 60. Sandoval, P. de, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, vol. 82, ed. cit., pp. 505-507. 61. La tarde del día 22 y el día 23, ya que en un acta municipal fechada el miércoles 18 de octubre se especificaba que las exequias se celebrarían el domingo y el lunes siguientes (Archivo Municipal de Córdoba (AMC), Actas Capitulares (AACC), caja 2, libro 1, rollo 5, fotograma 257. 1497.10.18). El príncipe había muerto en Salamanca (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo I, ed. cit., pp. 167-168).

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entierro de Fernando III en la catedral de Sevilla, fue el arzobispo de esta ciudad el que, según un testimonio cronístico, “cantó la grant misa et fizo su sermón muy grande”62. Y algo parecido sucedió cuando casi tres siglos después, en otra primavera –en este caso en la del año 1539–, se celebró, en la capilla real de Granada, el funeral y la inhumación de la emperatriz Isabel de Portugal. En esta ocasión, la misa fue oficiada por el cardenal de Burgos y por el arzobispo de Granada63. Al parecer, era habitual que los asistentes a estas ceremonias se encaminasen en procesión al lugar de celebración. Así, por ejemplo, en la comitiva fúnebre que se organizó en Ávila, en diciembre de 1474, con motivo de los funerales de Enrique IV, destacó la presencia del alférez de la ciudad, montado sobre un caballo enlutado y portando un pendón de color negro. Tanto él como todos los que formaban parte del desfile, recorrieron, vestidos de luto, algunas de las calles de la ciudad hasta llegar a la catedral64. En algunas ocasiones, sabemos que, durante el transcurso de estos actos fúnebres, se utilizaban escudos. Estos últimos se quebraban como forma de despedida del monarca65 y tenemos constancia de su uso durante las exequias de Enrique IV y de Isabel la Católica que se oficiaron, respectivamente, en Avila66 y en Córdoba67.

62. Primera crónica general de España, vol. II, ed. cit., p. 773. 63. Conocemos este dato gracias a una carta anónima fechada el 18 de mayo y recogida por el cronista P. Girón (GirÓn, P., Crónica del emperador Carlos V, Sánchez Montes J. (ed.), Madrid: C.S.I.C., 1964, pp. 313-315). La emperatriz murió en Toledo (Sandoval, P. de, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, vol. 82, ed. cit., p. 75). 64. Foronda y Aguilera, M., “Honras por Enrique IV y proclamación de Isabel la Católica”, Boletín de la Real Academia de la Historia, LXIII, Madrid: Real Academia de la Historia (1913), pp. 430-431. El monarca falleció en Madrid (EnrÍquez del Castillo, D., Crónica de Enrique IV, vol. 70, Madrid: BAE, 1953, p. 221). 65. GarcÍa PÉrez, F. J., GonzÁlez Arce, J. D., “Ritual, jerarquías y símbolos en las exequias reales de Murcia (siglo XV)”, art. cit., p. 135. Sobre la utilización de los escudos, ver el interesante trabajo de NIETO SORIA, J. M., Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid: Nerea, 1993, p. 191 y, más recientemente, el artículo de Español BertrÁn, F., “El «córrer les armes». Un aparte caballeresco en las exequias medievales hispanas”, Anuario de Estudios Medievales, 37/2, Barcelona: C.S.I.C. (julio-diciembre de 2007), pp. 867-905. 66. En el caso de Enrique IV, nos consta que se quebraron cuatro escudos (Foronda y Aguilera, M., “Honras por Enrique IV y proclamación de Isabel la Católica”, art. cit., p. 431). 67. Sabemos que se utilizaron escudos durante las exequias de la reina celebradas en Córdoba (AMC, AACC, caja 4, libro 1, rollo 7, fotograma 152. 1504.12.04), pero no conocemos ningún detalle más al respecto. La reina Isabel murió, como es bien conocido, en Medina del Campo (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo I, ed. cit., p. 303).

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Las fuentes suelen proporcionar numerosos datos sobre la escenografía que envolvía las exequias regias, en la que las tapicerías de luto y la luz de las velas conferían el ambiente de duelo que se requería en estos casos. En la catedral de Avila, con motivo de las exequias de Enrique IV, se colocó un estrado con un ataúd cubierto de negro y rodeado de numerosas velas a cuyos pies se situó el alférez con el pendón68. En 1516, cuando pasó por Córdoba el cuerpo de Fernando el Católico en su camino hacia Granada, procedente de Madrigalejo, lugar donde murió69, gracias a las actas municipales nos podemos hacer una idea del escenario en el que se desarrollaron las exequias por el monarca. Así, por ejemplo, nos consta que en la catedral se ubicó una cama, se hicieron 200 hachas de cera70 y se confeccionó un palio de terciopelo negro71. Y durante los funerales por la emperatriz Isabel de Portugal se emplazó, en la capilla real de Granada, un túmulo plateado con basas y capiteles dorados. En el recinto, iluminado por más de 3.000 velas, las paredes, altares, gradas y bancos se cubrieron de luto72. Como es fácil imaginar, este tipo de celebraciones congregaban a una gran cantidad de personas. Entre ellas destacaba, en primer lugar, una nutrida representación de los miembros del estamento eclesiástico, es decir, integrantes de las altas jerarquías de la Iglesia, que como ya se ha indicado tenían un papel

68. Foronda y Aguilera, M., “Honras por Enrique IV y proclamación de Isabel la Católica”, art. cit., p. 431. 69. Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., pp. 338-339. 70. AMC, AACC, caja 6, libro 2, rollo 9, fotograma 460. 1516.01.s.d. Sobre el uso de una cama en las exequias regias, ver GarcÍa PÉrez, F. J., GonzÁlez Arce, J. D., “Ritual, jerarquías y símbolos en las exequias reales de Murcia (siglo XV)”, art. cit., pp. 132 y ss. 71. AMC, AACC, caja 6, libro 2, rollo 9, fotograma 459. 1516.01.s.d. 72. Según consta en la carta anónima fechada el 18 de mayo de 1539 (GirÓn, P., Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., pp. 313-314). A. de Santa Cruz señala que se colocó un cadalso cubierto de luto “puestas alrededor de él muy gran número de hachas encencidas y las armas de la emperatriz” (Santa Cruz, A. de, Crónica del emperador Carlos V, tomo IV, Blázquez y Delgado-Aguilera, A. y Beltrán Rózpide, R. (eds.), Madrid: Real Academia de la Historia, 1923, p. 26). La luminaria era, como es lógico, algo imprescindible en este tipo de celebraciones. Muchos años antes, en 1483, cuando murió la reina Carlota de Saboya (Gaude-Ferragu, M., “L’honneur de la reine: la mort et les funérailles de Charlotte de Savoie (1-14 décembre 1483)”, Revue Historique, 652, París: Presses Universitaires de France (octubre de 2009), p. 782), más de 700 velas iluminaron la capilla ardiente, el coro y los altares de la iglesia de Notre-Dame de Cléry, a las que habría que añadir los seis grandes cirios que rodearon los restos mortales de la reina (Ibidem, pp. 796-797). Hace ya algunos años, E. Ramírez hizo alusión también a las numerosas antorchas que se colocaron en la catedral de Pamplona con motivo de los funerales de la reina Blanca de Navarra (RamÍrez Vaquero, E., “Los restos de la reina Blanca de Navarra y sus funerales en Pamplona”, Príncipe de Viana, año LVII, 208, Pamplona: Gobierno de Navarra (mayo-agosto de 1996), pp. 351352), fallecida en 1441 (Zurita, J., Anales de la Corona de Aragón, tomo 6, Canellas López, A. (ed.), Zaragoza: Institución Fernando el Católico (C.S.I.C.), 1980, p. 270).

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protagonista en las exequias, así como frailes y clérigos. En el caso de Córdoba, por ejemplo, en un acta municipal redactada en 1498 se especificaba que, a las honras fúnebres que se iban a oficiar por el alma de la princesa Isabel, debían acudir los frailes de todos los monasterios de Córdoba, así como todos los clérigos de la ciudad73. Además, también participaban en las exequias los nobles74 y los miembros de las cofradías75. Pero, junto a la presencia de las autoridades eclesiásticas y municipales, como es fácil imaginar, a estas ceremonias asistían también el resto de los ciudadanos, que, en parte por honrar la memoria de sus soberanos y en parte también por la curiosidad que debía de despertar el paso de algún cadáver regio, no querían dejar de formar parte del luctuoso espectáculo. A comienzos de 1516, los cordobeses supieron, mediante un pregón, que el cuerpo de Fernando el Católico iba a pasar por Córdoba76. La documentación conservada permite imaginar cómo pudo ser la procesión fúnebre del monarca. Gracias a un acta municipal sabemos que se colocó un cadalso fuera de la puerta de la ciudad por la que entraría el cadáver y que se utilizó una cama enmarcada por cinco banderas. Además, se cubrieron de luto el resto de las puertas de Córdoba y se ordenó la limpieza de las calles por las que iba a discurrir la comitiva. No sabemos realmente por cuál de las puertas de la muralla cordobesa entró el cortejo regio porque el documento citado sólo especifica que el acceso se haría por una de las puertas de la Villa77 o sector occidental de la ciudad78. Sin embargo, y dado que la comitiva arribó a la ciudad procedente de tierras extremeñas79, es muy probable que la entrada se hiciera por la puerta

73. AMC, AACC, caja 2, libro 3, rollo 5, fotograma 543. 1498.09.07. El fallecimiento de la princesa tuvo lugar en Zaragoza (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo I, ed. cit., pp. 179-180). 74. En una reunión municipal en la que se organizaron las exequias de la reina Isabel se especificaba que algunos miembros de la oligarquía urbana debían encargarse de invitar, a esa celebración, a los nobles de la ciudad (AMC, AACC, caja 4, libro 1, rollo 7, fotograma 152. 1504.12.04). 75. En una sesión del cabildo celebrada con motivo de la muerte del príncipe don Juan se señalaba que todos los cofrades tenían que asistir a las exequias de este último (AMC, AACC, caja 2, libro 1, rollo 5, fotograma 257. 1497.10.18). 76. Así se especifica en un acta municipal (AMC, AACC, caja 6, libro 2, rollo 9, fotograma 460. 1516.01.s.T.). 77. AMC, AACC, caja 6, libro 2, rollo 9, fotograma 460. 1516.01.s.d. 78. Sobre los dos sectores urbanos en los que estaba dividida Córdoba en la Baja Edad Media, ver Escobar Camacho, J. M., Córdoba en la Baja Edad Media. (Evolución urbana de la ciudad), Córdoba: Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, 1989, p. 54 y p. 59. Ver también el plano de la p. 56. 79. El cortejo partió de Madrigalejo (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., p. 338).

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Osario, que estaba ubicada en el lienzo septentrional de la muralla de la Villa80 y era el acceso más directo para llegar a Córdoba desde el norte. Según se relata en la crónica de A. de Santa Cruz, algunos de los miembros de la alta nobleza cordobesa y el obispo de la ciudad se encargaron de llevar el cuerpo, a la luz de las velas, hacia la catedral81. Aunque desconocemos el itinerario que siguió la procesión, lo cierto es que, para llegar hasta la catedral de Córdoba desde la muralla septentrional, fue necesario recorrer la ciudad de norte a sur82. Ese amplio recorrido, unido al hecho de que el cortejo contó con el cuerpo presente del soberano, debió de provocar que los cordobeses se lanzaran masivamente a la calle para despedirse del monarca. De hecho, el cronista A. de Santa Cruz señala que “salió toda la ciudad con muy grandes lutos y lloros a recebillo”83. Y algo parecido debió de suceder tras el fallecimiento de la emperatriz Isabel, ya que, al parecer, salieron a recibir su féretro, a las afueras de la ciudad de Granada, “más de quarenta mill personas”84. Las fuentes de la época nos han transmitido, de manera especial, el ambiente de tristeza general en medio del cual se daba el último adiós a los reyes. Así, por ejemplo, las crónicas hacen alusión al llanto desmedido de los sevillanos cuando murió Fernando III85 y unas décadas más tarde, tras la muerte del monarca Sancho IV, en 129586, otro relato cronístico se refiere a las lágrimas exageradas de su esposa, la reina María de Molina, y de sus “dueñas”87. Muchos años después, en 1361, otro testimonio alude a los “grandes llantos” que mandó hacer el rey Pedro el Cruel por el fallecimiento de María de Padilla88, su gran

80. Escobar Camacho, J. M., op. cit., p. 67. 81. Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., p. 339. 82. Ello se comprueba fácilmente al ver el plano publicado por Escobar Camacho, J. M., op. cit., p. 56. 83. Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., p. 339. 84. A todo lo cual había que añadir la gente que estaba dentro de la ciudad, hasta el punto de que “todo estava hecho hormiguero”. Ver la carta anónima fechada el 18 de mayo de 1539 (GirÓn, P., Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., p. 313). 85. “[…] Las marauillas de los llantos que las gentes de la çipdat fazíen non es omne que lo podiese contar […]” (Primera crónica general de España, vol. II, ed. cit., p. 773). El cronista L. de Tuy, al relatar lo que sucedió en Sevilla después de la muerte del rey, señalaba: “[…] Por las calles y por las plaças suenan las vozes de los llorantes […]” (Tuy, L. de, Crónica de España, Puyol, J. (ed.), Madrid: Real Academia de la Historia, 1926, p. 448). 86. Crónica de Sancho IV, vol. 66, Madrid: BAE, 1953, pp. 89-90. 87. “[…] E la reina doña María, su mujer, con las dueñas fizo tan grand llanto que vos non podría ome contar cuán grande era […]” (Ibidem, p. 90). 88. LÓpez de Ayala, P., Crónica de Pedro I, vol. 66, Madrid: BAE, 1953, p. 513. Deducimos que el óbito tuvo lugar en 1361 porque P. López de Ayala se refiere a ello en un apartado de su obra en el que narra los sucesos acaecidos ese año (el citado apartado da comienzo en Ibidem, p. 511).

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amor. En 1416 también fue despedido con un duelo desmesurado Fernando de Antequera89 y, en 1539, gracias a un testigo de los funerales de la emperatriz Isabel conocemos los lloros y gritos de la gente90, hasta el punto de que, según señala textualmente este último, “parescía que se hundía Granada”91. En el caso de Córdoba, en las actas capitulares se recogen algunas disposiciones relativas al duelo por los miembros de la realeza y a la prohibición de cualquier manifestación de alegría. Por ejemplo, tras el fallecimiento del príncipe don Juan, en 1497, el cabildo de la ciudad ordenó que no se celebrasen en la ciudad bodas con juglares, especificando que, si no se cumplía esta orden, a estos últimos se les propinarían 30 azotes92. Unos años más tarde, cuando murió su madre, la reina Isabel, en 1504, el concejo cordobés prohibió la utilización de cascabeles en las bestias y la realización de actividades lúdicas93. Y, por supuesto, a la hora de hablar de la muerte de los reyes, no podemos dejar de hacer alusión al luto. Dado que, como es sabido, simbolizaba de manera especial, al menos en apariencia, el dolor sentido por la persona fallecida, el luto no podía faltar en el ceremonial fúnebre de los miembros de la realeza. Nos consta que existían trajes y tocados que se utilizaban en señal de duelo. Es el caso de las lobas y los capirotes94. Las lobas eran trajes envolventes y talares95, mientras que el capirote era un tocado rematado con una cola que recaía sobre

89. “[…] E no es de creer los llantos que por este rey hicieron no solamente en los reynos de Castilla e de Aragón, mas en todas las partes donde su muerte fue sabida […]” (Crónica de Juan II, vol. 68, Madrid: BAE, 1953, pp. 370-371). 90. Según consta en la carta anónima fechada el 18 de mayo (GirÓn, P., Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., pp. 313-314). 91. Ibidem, p. 314. El cronista A. de Santa Cruz señala que, cuando el cuerpo de la emperatriz salió de Toledo para emprender el camino hacia Granada, “fue cosa lastimosa de ver los grandes llantos y alaridos que la gente común daba al tiempo que el cuerpo llevaban por la ciudad” (Santa Cruz, A. de, Crónica del emperador Carlos V, tomo IV, ed. cit., p. 25). Sobre el recorrido que siguió el cortejo, ver Ibidem, pp. 25-26. 92. AMC, AACC, caja 2, libro 1, rollo 5, fotograma 250. 1497.10.16. 93. AMC, AACC, caja 4, libro 1, rollo 7, fotograma 152. 1504.12.04. Ese clima de tristeza era habitual, como es lógico, tras la muerte de los reyes. Así, por ejemplo, según señaló en su día R. E. Giesey en un magnífico libro, cuando falleció Carlos VIII de Francia el ambiente de duelo se mantuvo a lo largo del recorrido que siguió el cortejo fúnebre desde Amboise hasta París. Al parecer, entre los participantes en este último destacaba la presencia de aquellos que llevaban una capa con capucha como si fuesen, según cita textualmente el autor, “deuillants” o “pleurants” (Giesey, R. E., op. cit., p. 170 y p. 172). 94. Bernis, C., Trajes y modas en la España de los Reyes Católicos, tomo II, Los hombres, Madrid: Instituto Diego Velázquez del C.S.I.C., 1979, p. 29. 95. Ibidem, p. 18.

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la espalda96. Según refieren algunas fuentes de la época, los dos se usaron durante el duelo por los personajes de sangre real. Así, por ejemplo, en el transcurso de la procesión fúnebre que se organizó en Granada con el cuerpo de la emperatriz Isabel, un testimonio de la época refiere que quienes formaron parte de la misma llevaban “lobas rastrando y capirotes en las cabeças y hachas negras ençendidas en las manos”97. Conocemos incluso la indumentaria de Carlos V tras la muerte de su esposa. El emperador utilizó un traje similar a la loba llamado capuz98, pues tenemos constancia de que se vistió “con un capuz hasta los pies” de color negro y con una caperuza del mismo color y, al parecer, hasta las sillas de la cámara en la que se encontraba retraído eran negras99. De igual modo, se usaban tejidos específicos en señal de luto. Según consta en las disposiciones de las Cortes de Burgos del año 1379, sabemos que, durante el duelo por un miembro de la realeza, se utilizaba una tela gruesa conocida con el nombre de marga o jerga. Se podía llevar este tejido 40 días por la muerte de un rey y 30 por el fallecimiento de una reina o un infante100. Pero, posiblemente, esas disposiciones no siempre se llevaban a la práctica o, simplemente, se fueron modificando con el paso del tiempo, dado que, en 1454, cuando falleció Juan II de Castilla, “los hombres de honor” sólo usaron marga durante nueve días101.

96. Aunque según C. Bernis el capirote revestía varias modalidades, deducimos, según los datos que aporta esta autora, que el que se usaba en señal de duelo debía de tener este aspecto (Ibidem, p. 29). Sobre la loba y el capirote de duelo, ver la figura 68 que aparece consignada en este libro. Acerca del uso de lobas y capirotes para vestir de luto, ver también SolÁns Soteras, M.ª C., La moda en la sociedad aragonesa del siglo XVI, Zaragoza: Institución Fernando el Católico (C.S.I.C.), 2009, p. 470. 97. El dato está tomado de la copia de una narración anónima del recibimiento que se hizo al cuerpo de la emperatriz y que recogió P. Girón (GirÓn, P., Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., p. 308 y p. 310). 98. Según C. Bernis, se trataba de un traje envolvente que pertenecía a la misma familia que la loba, aunque el capuz poseía capilla (Bernis, C., op. cit., p. 18). 99. Este dato se inserta en una carta anónima fechada en mayo de 1539, dirigida al cronista P. Girón y recogida por este último (GirÓn, P., Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., pp. 306-307). En esa misma carta se especifica que, tras la pérdida de su esposa, el emperador se retiró al monasterio de la Sisla (Ibidem, p. 307). 100. Según el Diccionario de la Real Academia española, la marga o jerga es una tela gruesa y tosca. En las disposiciones tomadas en las citadas Cortes se hace alusión a un tipo de tela llamada maraga, que, sin duda, es marga. Textualmente, se especifica lo siguiente: “[…] Otrosy que ninguno traya duelo de maragas sy non fuere por rey quarenta días o por reyna o por infante heredero treynta días […]” (Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla, tomo II, Madrid: Real Academia de la Historia, 1863, p. 285). 101. Valera, D. de, Memorial de diversas hazañas, vol. 70, Madrid: BAE, 1953, p. 3. Mucho tiempo antes, en 1284, nos consta que el monarca Sancho IV se vistió con “paños de margas” tras conocer la noticia de la muerte de su padre, aunque al día siguiente, después de participar en una misa por el alma de su progenitor, “tiró los paños de duelo” (Crónica de Sancho IV, vol. 66, ed. cit., p. 69).

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También se vestían de luto todos aquellos que formaban parte de los gobiernos locales. En el caso de Córdoba, nos consta que el concejo proporcionaba el tejido enlutado a los integrantes del mismo. Así, por ejemplo, cuando murió el príncipe don Juan, se entregaron a cada oficial del cabildo 20 varas de jerga para lobas, capirotes y guarniciones de sillas de montar. En un acta concejil se especificaba de forma muy clara que debían recibir esos tejidos sólo los miembros del concejo que tuviesen intención de asistir a las exequias102. Probablemente, debía de ser bastante habitual quedarse con las ropas de luto y no acudir a los funerales, pues unos años más tarde, tras la muerte de Felipe el Hermoso, en una reunión municipal se acordó que a todos aquellos regidores que recibiesen los tejidos de luto y no asistiesen a los funerales por el monarca se les descontaría de su salario el valor de estos últimos103. Pero, además de los oficiales concejiles, también debían vestirse de luto, al menos en determinadas ocasiones, los vecinos de la ciudad. Es lo que sucedió en Córdoba con motivo del fallecimiento del príncipe don Juan, pues, entre otras disposiciones, nos consta, gracias a un testimonio documental, que se prohibió a las mujeres salir a la calle sin llevar tocas teñidas de negro104. Es evidente que el enlutar a los miembros del cabildo municipal debía de suponer una partida importante de gastos, a la que habría que añadir, además, el coste del enlutado de las caballerías, los monumentos funerarios, las tapicerías y la cera. En ocasiones, la documentación se hace eco de todos esos dispendios. Así, por ejemplo, sabemos que se emplearon 1.725 maravedíes en cubiertas de luto para los caballos con motivo de los funerales de Enrique II celebrados en Burgos en 1379105. Y cuando tuvieron lugar las exequias de la reina Isabel, el concejo cordobés se gastó 88.400 maravedíes en 104 cirios de cera106. Como es fácil imaginar, todo ello debía de dejar muy maltrechas las finanzas municipales.

102. AMC, AACC, caja 2, libro 1, rollo 5, fotograma 250. 1497.10.16. 103. AMC, AACC, caja 4, libro 3, rollo 6, fotograma 392. 1506.10.29. 104. “[…] que ninguna mujer, durante los nueue días de las obsequias, non salgan por las calles syn lleuar tocas teñydas de negro […]” (AMC, AACC, caja 2, libro 1, rollo 5, fotograma 250. 1497.10.16). 105. LÓpez PÉrez, M. A.; Redondo Jarillo, M.ª C., “Gastos de representación en Burgos: limosnas, regalos y honras fúnebres: libros de actas municipales (1379-1476)”, en Guerrero Navarrete, Y. (coord.), Fiscalidad, sociedad y poder en las ciudades castellanas de la Baja Edad Media, Madrid: Universidad Autónoma de Madrid, 2006, p. 179 (apéndice documental). 106. En una acta municipal se hacía alusión a la utilización de 104 cirios de una arroba de cera (AMC, AACC, caja 4, libro 1, rollo 7, fotograma 152. 1504.12.04). Como sabemos que una libra de cera costaba en la época 34

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3. Hacia el lugar de reposo postrero A la hora de dar sepultura a los cuerpos regios, suponemos que se intentaría respetar la voluntad de los monarcas, transportando los restos hacia el lugar de inhumación elegido. Así, por ejemplo, sabemos que el monarca Pedro III el Grande, muerto como ya se indicó en noviembre de 1285107 en Vilafranca del Penedès108, fue enterrado, conforme a su deseo, en el monasterio de Santes Creus109, lugar en el que fue depositado tras la muerte110. Sin embargo, en otras ocasiones, los deseos de los reyes tardaban más en cumplirse. De hecho, en determinadas circunstancias, cuando los fallecimientos habían tenido lugar durante los meses cálidos y cuando el sitio en el que se había producido la muerte y el lugar de sepultura estaban distantes, los restos de los monarcas eran depositados en una sepultura provisional en la que permanecían algún tiempo, antes de descansar en el lugar de enterramiento definitivo. Probablemente, fue la falta de manipulación de los cadáveres, a la que hicimos alusión con anterioridad, la que aconsejaba, de alguna manera, inhumar los cuerpos en tumbas provisionales. Es lo que sucedió, por ejemplo, en el mes de julio de 1276, tras la muerte en Valencia de Jaime I111. Su cuerpo, según J. Zurita, fue depositado en esta ciudad a la espera de ser llevado al monasterio de Poblet112. Un siglo después, en mayo de 1379, falleció Enrique II en Santo

maravedíes (CÓrdoba de la Llave, R., La industria medieval de Córdoba, Córdoba: Obra Cultural de la Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, 1990, p. 364) y que la arroba castellana equivale a 25 libras, es fácil calcular la citada cantidad de maravedíes. Y con motivo de las exequias de la emperatriz Isabel, según consta en la copia de la narración anónima que recoge P. Girón, el concejo de Granada se gastó 3.000 ducados en andamios, cera y luto (GirÓn, P., Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., p. 308 y p. 312). Sobre los gastos que se hicieron en Zamora durante las honras fúnebres celebradas por la reina Isabel la Católica, ver Ladero Quesada, M. F., “Recibir princesas y enterrar reinas (Zamora 1501 y 1504)”, Espacio, tiempo y forma. Serie III, Historia Medieval, 13, Madrid: U.N.E.D. (2000), p. 130. 107. Como ya se consignó con anterioridad, murió el día de San Martín (Muntaner, R., Crònica, vol. I, ed. cit., p. 231), es decir, el 11 del citado mes. 108. Zurita, J., Anales de la Corona de Aragón, tomo 2, ed. cit., p. 255. 109. Ibidem, p. 257. 110. Muntaner, R., Crònica, vol. I, ed. cit., p. 232. 111. Murió el día 27 (Zurita, J., Anales de la Corona de Aragón, tomo 1, Canellas López, A. (ed.), Zaragoza: Institución Fernando el Católico (C.S.I.C.), 1976, p. 770). 112. Ibidem, p. 772. Según consta en la crónica del rey, este último había pedido que, pasada la guerra, su cuerpo se depositase en Poblet (Crònica o llibre dels feits, Soldevila, F. (ed.), Barcelona: Ediciones 62, 1982, p. 420).

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Domingo de la Calzada113. Aunque el rey había pedido ser enterrado en Toledo114, el cuerpo fue depositado, con anterioridad, en Burgos y en Valladolid hasta que, finalmente, se sepultó en la catedral de Toledo115. Unos años antes, los restos de su padre, el monarca Alfonso XI, tampoco descansaron desde el primer momento en el lugar de inhumación escogido, ya que, cuando en marzo de 1350 murió el rey en Gibraltar a consecuencia de la peste116, sabemos que fue trasladado a Sevilla, a pesar de que su deseo era enterrarse en Córdoba junto a su padre117. Tal vez se prefirió sepultarlo en Sevilla para no alargar demasiado el cortejo, pues, aunque como se ha indicado el fallecimiento se produjo en el mes de marzo, no nos consta que el cadáver del rey fuese embalsamado118. Pese a todo, finalmente, se pudo cumplir con la voluntad de este último, pues dos décadas más tarde su hijo Enrique hizo enterrar el cuerpo en la catedral de Córdoba junto a Fernando IV119. Sin embargo, si los fallecimientos se producían durante las estaciones frías, la inevitable descomposición de los cuerpos no parecía ser un inconveniente para recorrer largas distancias en busca del lugar de sepultura elegido. De hecho, hemos podido comprobar que, salvo algunas excepciones, los cortejos fúnebres más dilatados se llevaron a cabo en otoño o en invierno. Así sucedió en el caso de los Reyes Católicos, cuyos restos mortales recorrieron un largo camino antes de ser inhumados en Granada. En este caso, la distancia no impidió que ambos fuesen sepultados juntos en la citada ciudad andaluza, tal y como habían pedido al otorgar su última voluntad120. En el otoño de 1504, el cuerpo de la

113. Murió el día 29 (LÓpez de Ayala, P., Crónica de Enrique II, vol. 68, ed. cit., pp. 37-38). 114. Ibidem, p. 37. 115. Ibidem, p. 38. 116. Según la Crónica de Alfonso XI, el rey “adolesció et ovo una landre” y falleció el 27 de marzo (Crónica de Alfonso XI, vol. 66, Madrid: BAE, 1953, p. 391). 117. Con este último se mandó sepultar en la catedral cordobesa (Ibidem, p. 392). 118. En la Crónica de Alfonso XI no hay ningún dato al respecto (Ibidem, pp. 391-392). Sobre las distintas etapas del cortejo fúnebre, ver Ibidem, p. 392. 119. Según refiere la crónica del rey, el traslado se hizo en 1371 y fue su hijo quien llevó el cuerpo “muy honradamiente” a la ciudad de Córdoba (Ibidem). En las primeras décadas del siglo XVIII, los cuerpos de Alfonso XI y de su padre fueron trasladados a la colegiata de San Hipólito (RamÍrez de Arellano y GutiÉrrez, T., Paseos por Córdoba, Córdoba: Everest, 1995, pp. 327-329), lugar donde reposan en la actualidad. Según este último autor, la citada colegiata la había fundado Alfonso XI en 1341 para ubicar allí su sepultura y la de su progenitor, pero, al parecer, las obras se interrumpieron y no se reanudaron hasta 1726 (Ibidem, p. 329). 120. La reina Isabel, al otorgar su testamento, pidió ser enterrada en el monasterio de San Francisco de Granada. Sin embargo, especificaba que, si el rey escogía sepultura en otro lugar, sus restos deberían ser trasladados junto a los de su esposo (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo I, ed. cit., p. 312). En su testamento, el rey también expresó su deseo de ser sepultado en Granada junto a su esposa (Ibidem, tomo II, ed. cit., p. 345).

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reina Isabel, que a juzgar por todos los indicios no se embalsamó121, tardó 22 días122 en efectuar el trayecto que separaba Medina del Campo, localidad en la que falleció, de Granada123. Unos años más tarde, en enero de 1516, el traslado de los restos de su esposo, Fernando el Católico, desde Madrigalejo hasta la ciudad de la Alhambra124, también debió de ser dilatado. Los testimonios que han llegado a nosotros permiten suponer que el cortejo fúnebre pudo tardar unos diez días en llegar a Granada125. Y todo ello con un cadáver que, al parecer, no había sido embalsamado126. En ocasiones, el deseo de descansar eternamente junto a los seres queridos llevaba a los monarcas a ordenar el traslado de los restos del cónyuge ya fallecido. Es lo que hizo Pedro el Cruel, quien un año después de la muerte de María de Padilla, en 1362, hizo trasladar el cuerpo de esta última desde la localidad palentina de Astudillo hasta Sevilla127. Y todo ello con el fin de que,

121. Ella misma había pedido, en su testamento, que llevasen su “cuerpo entero [como estoviere] a la ciudad de Granada” (Ibidem, tomo I, ed. cit., p. 313), lo cual permite suponer que el cadáver no debió de ser manipulado. Además, A. de Santa Cruz no facilita ningún dato sobre el posible embalsamamiento de la reina (Ibidem, p. 307). 122. Según P. K. Lyss, el cuerpo llegó a Granada el día 18 de diciembre (Liss, P. K., Isabel la Católica, Madrid: Nerea, 1998, p. 341). Tanto G. Galíndez de Carvajal como E. Flórez señalan que la reina murió el 26 de noviembre (GalÍndez de Carvajal, G., Anales breves del reinado de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, vol. 70, Madrid: BAE, 1953, p. 554; FlÓrez, E., Memorias de las reinas católicas de España, tomo 2, Madrid: Aguilar, 1964, p. 384). Sin embargo, A. de Santa Cruz señala que la muerte tuvo lugar el día 25 (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo I, ed. cit., p. 303). 123. MÁrtir de AnglerÍa, P., Epistolario, vol. X, ed. cit., p. 92. 124. Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., p. 338. 125. El rey murió el día 23 (Ibidem). Nos consta que el cuerpo pasó por Córdoba hacia el día 30, pues contamos con un acta municipal fechada este día en la que los miembros del concejo ordenaban el envío de una carta a los vecinos de la villa de Castro del Río para comunicarles que el cortejo fúnebre iba a pasar por allí en su camino hacia Granada (AMC, AACC, caja 6, libro 2, rollo 9, fotograma 459. 1516.01.30). Es posible que el cadáver del monarca pasase por Córdoba el día citado o incluso antes y, de ahí, la necesidad de informar con celeridad a los vecinos de esa villa, que podía distar unas dos jornadas de la capital. Por tanto, creemos que el cuerpo del rey pudo llegar a Granada a comienzos de febrero. 126. A. de Santa Cruz no aporta ningún dato al respecto (Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., p. 338). 127. Según refiere P. López de Ayala, “traxieron su cuerpo muy honradamente a Sevilla así como de reyna” (LÓpez de Ayala, P., Crónica de Pedro I, vol. 66, ed. cit., p. 520). Sabemos que el traslado se llevó a cabo ese año porque el cronista se refiere a ello en un apartado de la crónica en el que narra los sucesos acaecidos en 1362 (el citado apartado da comienzo en Ibidem, p. 515). María de Padilla había muerto en Sevilla y su cuerpo se trasladó a Astudillo, recibiendo sepultura en el monasterio de Santa Clara que ella había fundado en este lugar. Aunque en la crónica de P. López de Ayala se hace referencia a Estudillo (Ibidem, p. 513), se trata, sin duda, de la localidad palentina de Astudillo. Nos consta que la muerte se produjo en 1361 porque el cronista alude a la misma en un apartado de su obra en el que relata lo sucedido ese año (el citado apartado da comienzo en Ibidem, p. 511).

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según especificaba el rey en su testamento, los dos reposaran juntos en la citada ciudad andaluza128. Sin embargo, tras el óbito del monarca, en 1369129, su cuerpo no se llevó a Sevilla. De hecho, su restos tardarían todavía mucho tiempo –nada menos que cinco siglos– en reposar en la catedral hispalense130 junto a los de su amada. En algunos casos, sabemos cómo eran transportados los cadáveres regios durante estos traslados tan dilatados. Nos consta que se utilizaban andas o literas. El cronista A. de Santa Cruz señala que a Fernando el Católico “le metieron en su ataúd y en unas andas”131 y gracias a otros testimonios tenemos constancia de que tras la muerte de la emperatriz Isabel en Toledo y, antes de iniciar el camino hacia Granada132, “la pusieron en su litera”133. Tanto esta última como las acémilas que llevaban el cuerpo iban cubiertas de brocado134. Al parecer, en otros lugares de Europa se emplearon carros fúnebres como los que se usaron en 1483 cuando falleció la reina de Francia Carlota de Saboya. El carro iba tirado por cuatro caballos cubiertos de negro al igual que el ataúd, que se cubrió con un paño de terciopelo de ese mismo color135. También nos consta la utilización de carros similares en 1498136 y en 1515137 respectivamente, durante los funerales de Carlos VIII138 y de Luis XII de Francia. El que se usó

128. En su testamento, recogido por el cronista P. López de Ayala, el rey pedía lo siguiente: “[…] E quando finamiento de mí acaescier, mando que el mi cuerpo que sea traído a Sevilla e que sea enterrado en la capiella nueva que yo agora mando facer e que pongan la reyna doña María, mi muger, del un cabo a la mano derecha e del otro cabo, a la mano esquierda, al infant don Alfonso […]” (Ibidem, pp. 593-594). El citado testamento se otorgó en Sevilla en noviembre de 1362 (Ibidem, pp. 597-598). 129. Murió el 23 de marzo de ese año (Ibidem, pp. 592-593). 130. Sobre el recorrido que siguieron los restos mortales del rey hasta recibir sepultura en Sevilla, en 1877, ver Moya, G., Don Pedro el Cruel. Biología, política y tradición literaria en la figura de Pedro I de Castilla, Madrid: Júcar, 1975, pp. 94 y ss. 131. Santa Cruz, A. de, Crónica de los Reyes Católicos, tomo II, ed. cit., p. 338. 132. Sobre la llegada a Granada del cadáver de la emperatriz, procedente de Toledo, ver la copia de la narración anónima que recogió P. Girón (GirÓn, P., Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., pp. 308-309). 133. Se alude a ello en la carta anónima fechada en mayo de 1539, dirigida al cronista P. Girón y recogida por este último (Ibidem, p. 306). 134. Así se señala en la copia de la narración anónima del recibimiento que se hizo al cuerpo y que recoge P. Girón (Ibidem, p. 308 y p. 310). 135. Gaude-Ferragu, M., "L'honneur de la reine: la mort et les funérailles de Charlotte de Savoie (1-14 décembre 1483)", art. cit., p. 792. 136. Giesey, R. E., op. cit., p. 170. 137. Ibidem, p. 176. 138. Ibidem, p. 174.

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en este último caso tenía el armazón pintado de negro e iba tirado por caballos revestidos también de este color139. En definitiva, como hemos intentado mostrar en este trabajo, es evidente que con la celebración de cortejos y funerales impregnados de duelo y de luto y con la posibilidad de recurrir al embalsamamiento para poder aplazar la corrupción corporal se pretendía, ante todo, destacar el poder de la realeza hispánica y marcar las diferencias sociales más allá de la muerte.

139. Ibidem, p. 179. N. Ongay señala que se utilizó un carretón provisto de unas andas para transportar el féretro de Carlos II de Navarra (Ongay, N., “Algunas notas sobre la muerte y las exequias de Carlos II (reino de Navarra, año 1387)”, en Guiance, A.; Ubierna, P. (eds.), Sociedad y memoria en la Edad Media. Estudios en homenaje de Nilda Guglielmi, Buenos Aires: Consejo nacional de investigaciones científicas y técnicas. Instituto multidisciplinario de Historia y Ciencias Humanas, 2005, p. 292 y p. 294), fallecido en 1387 (Ibidem, p. 290).

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