El poder desnudo. Una lectura de Génesis 2-3

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Descripción

El poder desnudo Una lectura de Génesis 2-3

Introducción

E

l relato de la creación del hom bre y de su “caída” que aparece en Génesis 2, 4a-3, siempre me

resultó sumamente oscuro y enigmático. Es sin duda alguna uno de esos textos que más claramente testifican las inmensas distancias culturales que nos separan del mundo en el que los escritos de la Biblia fueron concebidos. Una primera lectura, hecha inevitablemente desde nuestras categorías, y aun cuando se asuma la postura de quien comprende y aun simpatiza

Nelson Tepedino

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con los valores del lenguaje mítico, puede resultar chocante para nuestra sensibilidad. La imagen de Dios que aparentemente muestra es la de un Dios caprichoso y arbitrario, que impone al hombre que ha creado una prohibición que parece no tener otra finalidad que la de mantenerlo por debajo de sus mejores posibilidades (conocer el bien y el mal), y evitar así que la criatura compita con su creador. Asimismo, el hecho de prohibir comer del fruto del árbol del conocimiento es ya una primera tentación para el inocente Adán, como si Dios se complaciese en jugar con su natural curiosidad. Y como si esto fuera poco, el hecho consumado es castigado con la expulsión del Paraíso y con una desproporcionada “maldición” que estaría en la raíz de todo el sufrimiento que conlleva la vida humana. Para no hablar, finalmente, del acento discriminatorio hacia la mujer, quien aparece como supeditada al varón y como supuesta protagonista de la “culpa original”. Obviamente, tal lectura del texto no se compagina con la fe cristiana ni con nuestra sensibilidad moderna y emancipada. Si eso es lo que el texto realmente transmite, sería mejor olvidarlo y mandarlo al museo de los legados literarios de la humanidad, como testimonio de una arcaica cultura patriarcal del medio oriente y su única utilidad sería la de ser un invalorable documento histórico. Precisamente esa aparente in134

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coherencia tan grande entre el corazón de la fe bíblica y este importante fragmento me hizo siempre sospechar que no era ese el mensaje que el texto vehiculaba y que el problema lo tiene el lector moderno, al carecer de las llaves interpretativas que permiten abrir el misterio de tan enigmáticos capítulos. Sin embargo, una lectura más cuidadosa, hecha a la luz de los mejores aportes de los modernos métodos de crítica histórica y literaria, nos puede ofrecer esas claves. Se puede descubrir con ellas la infinita riqueza que se esconde en su condensadísima brevedad. Como los buenos poemas, estos dos capítulos del Génesis no expresan su mensaje explayándolo en longitud y en claridad expositiva, sino más bien en la brevedad propia de la dimensión simbólica, que invita a sumergirse en la profundidad y a abrirse a la polivalencia de lo primordial. El texto, más que limitarse a narrar la historia de un “pecado original”, es un magnífico tratado de antropología teológica, que muestra, además, que el uso del lenguaje simbólico no implica un nivel menor de reflexión racional que el de nuestro discurso moderno, más abstracto y conceptual. El lenguaje icónico del Génesis, una vez que el lector se arma de las claves hermenéuticas necesarias, revela una rigurosidad tal en sus redactores que llega a cuestionar el aparente 135

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carácter “mítico” de la narración, para incluso desplegar ante nosotros un auténtico ejercicio de desmitificación de algunos de los materiales de origen mesopotámico que se adoptan y con cuyos presupuestos teológicos se polemiza. Así, por poner sólo un ejemplo, la serpiente de Gen 3 no es una divinidad (cosa usual en el entorno cultural de la época) sino una criatura de Dios que es hábilmente manejada como símbolo que denota algo más propio de la insondable ambigüedad y fragilidad humanas que del mundo de los “dioses”.1 Esta es una de las cosas más fascinantes de este fragmento: su brevedad es engañosa, lo mismo que su aparente carácter mítico y “arcaico”. Es una rigurosa reflexión teológica, cuyo programa es pensar al hombre desde sus orígenes. No tanto en un sentido “cronológico”, como si de lo que se tratara es de narrar algo que ocurrió alguna vez en el pasado y que, cómo no, nos “determina” en sus consecuencias, pero que se ha quedado irremisiblemente atrás, en la lejanía insondable del tiempo; sino más bien en el sentido de expresar lo más primordial de lo humano como algo actual en nosotros mismos y que es respuesta a las preguntas últimas de nuestra propia condición.2 Eso hace que la amplitud de las posibilidades interpretativas de este breve fragmento del Génesis sea muy grande. En realidad, el texto más bien funciona 136

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como una fuente de luz para iluminar la totalidad de las dimensiones humanas. Es una narración en la que en cierta forma la creación del hombre no “termina” en Gen 2, 7, cuando Dios moldea al hombre con el polvo del suelo, ni en Gen 2, 21-22, cuando crea a la mujer de su costilla, sino más bien al concluir el capítulo 3, cuando, expulsados del Paraíso, Dios los viste y los envía al horizonte de su propia historia y de su propia libertad. Así, todo el texto completo sigue siendo relato de la creación del hombre, no como un hecho puntual, sino como un proceso, en el cual Dios va como modelando, si bien ya no desde el barro físico, la compleja multidimensionalidad de la realidad humana. En virtud precisamente esa profundidad y polivalencia del texto, creo que es lícito centrarse en un sólo aspecto parcial de lo humano, sobre todo en orden a escribir un ensayo de las modestísimas dimensiones de éste. Quizá influenciado por el hecho de que los venezolanos nos hemos visto en los últimos años confrontados con el “rostro feo” del poder y sus peligros, me ha parecido bien indagar en este sabio fragmento del Génesis acerca de esa realidad irrenunciable de lo humano que es el poder. En este sentido, lo que quiero en estas páginas es indagar qué podemos aprender de esta narración primordial sobre este tema tan difícil, para tratar de darle luz a lo que estamos viviendo 137

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con tanta angustia y oscuridad. La elección del tema, como veremos, no es casual. Contrariamente a lo que siempre se ha pensado, el “pecado” del origen no está tan relacionado con el “sexo” como con la problemática de las relaciones humanas (tanto “verticales” –con Dios–, como “horizontales” –con los otros hombres–). Y donde hay relaciones humanas, hay también, necesariamente, relaciones de poder, como bien ha visto la filosofía contemporánea3. Obviamente, con esto no pretendo decir que éste sea el tema principal del fragmento, ni aún la clave de lectura más adecuada para abordarlo y estructurar su análisis teológico. Pero, como veremos, no está dicho aspecto ausente de la narración misma, ni es marginal su significado. Por ello, lo que haré será resaltarlo, a fin de ver qué podemos aprender acerca de su papel en el ámbito de los orígenes de lo humano y, por otra parte, de cómo es su carácter original y originario en el fondo de nuestra más íntima condición. Debo advertir, sin embargo, que no soy exegeta ni mucho menos. Así que me apoyaré en los comentarios exegéticos de los especialistas que he podido consultar. Mi interés, además, no es exegético-literario, sino de interpretación. Lo que trato de hacer aquí es un ejercicio de aplicación del texto bíblico, a partir de lo que éste puede dar de sí mismo según lo que los especialistas han establecido como su sentido original y propio. 138

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Voy a centrarme, especialmente, en el Cap. 3. Allí es dónde se ve con mayor evidencia las referencias al poder como dimensión propia pero problemática de lo humano. Obviamente, tendré que remitirme constantemente al Cap. 2, ya que, como indiqué, todo el relato debe considerarse como la narración condensada de un proceso, a saber, el proceso de creación, no sólo del hombre como un ser físico y material –como una cosa que se “modela” y ya se da por “terminado”–, sino sobre todo de la condición humana. Es decir, como la creación de una manera de ser y de estar en el mundo, a la que Dios tiene que ir capacitando para que asuma su propia especificidad frente al resto de la Creación (la libertad) y que, a su vez, tiene que ir aprendiendo a asumirse como tal. Así que me remitiré a Gen 2 para ir ofreciendo las claves que permiten entender de dónde viene el proceso que alcanza su culminación dramática en Gen 3. 1. El poder de Dios y el primer hombre

1.1 La finalidad política de Gen 2-3: argumentos desde la crítica histórica Que el fragmento en cuestión puede tener que ver, en efecto, con el tema que me he planteado explorar, es algo que puede sospecharse desde la cuestión de 139

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la datación y la intención de la redacción final del Génesis y, más allá de él, de todo el Pentateuco. Con respecto a éste último, parece ser que el mayor consenso apunta en la dirección de considerarlo un libro de “compromiso”, en el cual se recogen innumerables tradiciones y códigos legales y cultuales, en orden a la reconstrucción de la comunidad postexílica de Israel. El Pentateuco es un documento fundacional, algo así como una “constitución”, que busca, por una parte, sentar las bases de la nación, pero que lo hace, por la otra, a través de una honda reflexión acerca las causas que condujeron a la ruina del primer proyecto nacional del pueblo judío, cuyas expresiones más claras fueron el fracaso de la monarquía, la posterior división en dos reinos de la unidad nacional y el posterior drama de la ocupación y el destierro a manos de las grandes potencias de la región.4 En cuanto a nuestro texto en particular (Gen 2-3), se trata de una tradición muy antigua, anterior en varios siglos a Gen 1, que es un documento sacerdotal, probablemente del período del exilio5. Estamos muy probablemente ante un relato del siglo IX a. C., proveniente de un autor (o tradición) conocido como el yahvista ( J), cuya intención parece ser la crítica profunda a la monarquía davídico-salomónica. Esto no quiere decir que la forma actual del texto sea de esa 140

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misma época, pero es muy interesante que el redactor final del Génesis lo haya incluido muchos siglos después, justamente para dar cuenta de lo que está en la base de todo lo grande, pero también de toda la miseria de Israel y su historia. El texto parece ser una reflexión que remonta a los orígenes, es decir, a lo que es más nuclear de la condición humana, las “causas” del fracaso del proyecto nacional del pueblo elegido. Esto se refleja en el hecho de que parece asumir la forma de un “relato de apropiación”, que son historias muy críticas acerca de lo que lleva a un rey o a una persona poderosa a apropiarse injustamente de lo que es del más débil o del que le es leal, al abusar de su poder y no respetar los límites que éste le impone para ser un gobernante justo. Así, el relato parece tener la misma estructura de narraciones como la de David y Betsabé (2 Sam 11-12, 24)6. Si esto es así, el relato de Gen 2-3 sería una indagación teológica acerca de las razones últimas y profundas de aquello que reside en el fondo del hombre y lo lleva a torcer el destino de una nación entera. Obviamente, al situarse en el contexto de los orígenes, esto que brota del corazón humano será susceptible de contaminar todos los ámbitos posibles de relación humana. Pero la realidad política, como espacio común que hace posible la felicidad individual de las personas, ha cobrado una significación especial a 141

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los ojos de los redactores y compiladores del Génesis, lo que hace que la indagación sobre las fuentes del “mal” se haya hecho con los ojos dirigidos al ámbito del poder del gobernante y su eventual corrupción. Esto, por cierto, contrasta con la lectura más “metafísica” que se ha hecho de esta narración durante siglos. Dicho esto, tratemos de ver entonces cómo se nos muestra esta realidad última del mal en el hombre y su relación con el problema del poder. 1.2 El poder de Dios Lo primero que hay que hacer, entonces, es ver cómo aparece esbozado el poder propio de Dios en esta narración. La razón de esto es que en ella el hombre está siempre como supeditado a la acción de Dios, quien aparece generalmente como sujeto de todas las acciones. Es decir, que quien tiene el poder es siempre Dios. Pero, por otra parte, en la narración se va dando un movimiento en el cual Dios parece irse “retirando” en su papel ejecutor y el hombre, por su parte, va poco a poco asumiendo su rol como sujeto. Es decir, va asumiendo poder sobre sí mismo y sobre la alteridad de lo creado.7 Es justo en ese proceso donde se produce la “desviación” que complica las cosas para el ser humano. ¿Cómo ejerce, pues, Dios su poder? En primer lugar, como un artesano que amorosamente moldea al 142

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hombre con el polvo de la tierra y con el agua que la riega8. Por eso el hombre es adam, una criatura terrena, “terrosa”, constituida de la más pura horizontalidad material del mundo. Pero es un ser al que Dios le da un regalo muy especial: comparte con él su mismo aliento de vida. Según la bellísima imagen del relato, “insufló en sus narices el aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”. Cuando Yahvé cree los animales en 2, 19, éstos serán “vivientes”, pero no habrán recibido el mismo aliento de Dios. La vida del hombre es así, en su esencia más íntima, materia animada por el “espíritu” de Dios, el único ser con el cual Yahvé ha decidido libremente compartir su vida divina. Es una manera muy plástica de decir lo que Gen 1,26 expresa de manera más abstracta del hombre, al designarlo como “imagen y semejanza” de Dios. La riquísima imaginería del versículo apunta en varias direcciones. En primer lugar, el hombre es esencialmente apertura. El papel de los “huecos”, como los llama Mercedes Navarro9, es indicar esa relacionalidad que nace de la dependencia del hombre como ser creado cuya vida es donada por Dios. La mujer nacerá de su propia carne y dejará en él un “vacío”, que Dios también llenará (Gen 2, 21). Ambos ejemplos nos dan una imagen del hombre como esencialmente relacional y remitido a la alteridad: religado a la tierra de la que está 143

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hecho, a la vida de su Creador y a la de sus semejantes, sin los cuales no puede ser en plenitud. Para nuestro asunto, lo importante es que hemos ganado un primer rasgo de la manera en que Dios ejerce su poder: construyendo, creando vida y, sobre todo, donándola gratuitamente al ser humano. El poder de Dios es constructivo por la vía de la donación de sí mismo. Asimismo, es un poder solícito, que se ejerce en función de hacer posible la vida plena del ser humano. Ya desde el inicio del capítulo 2, el carácter “vacío” del mundo recién creado se expresa desde el horizonte de la ausencia del hombre: “...no había hombre que labrara el suelo”, indicando que el designio profundo de Dios es la creación de un ser semejante a él, co-creador, al cual se le dará en herencia ese mundo material que Dios ha hecho con sus manos. Una vez animado, Yahvé planta un jardín y pone al hombre en él, para que lo “labrase y cuidase”. En el jardín hay abundancia de frutos y todo lo necesario para la vida. A mi modo de ver, es significativo que no hay prohibición de comer del árbol de la vida, que es el árbol de la vida eterna, común a la mitología de la época y que, como ya vimos, podríamos interpretar como otra figura de la “vida divina”, de la cual el hombre es pleno partícipe10. Esta solicitud de Dios se ve, igualmente, en la creación de los vivientes, como “ayudas” para el hombre en or144

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den a que no esté solo (Gen 2, 18 y ss.), ya que, como vimos, éste consiste en apertura y relacionalidad. Esta solicitud llega a su colmo cuando crea a la mujer. Que, como bien apunta Mercedes Navarro, no es tanto el momento de creación de la mujer en cuanto tal, sino el preciso instante en el cual Dios completa al ser humano al crear la diferencia sexual como expresión misteriosa de la necesidad radical de alteridad que está inscrita en el hombre. Hasta ese momento, el hombre era un ser asexuado, genérico (hâ âdâm) y solitario, pero ahora es varón (´îsh) y mujer (´îsshâh)11. Un rasgo incluso de ternura divina puede verse reflejado en el hecho de que Dios envía un sueño profundo al hombre mientras, como un cirujano, extrae a la mujer de su propio costado, quizás para protegerlo de la irrupción de su propio poder sobre su frágil carne. Una bella imagen, por cierto, del dolor que va inmerso en toda diferenciación y en todo crecimiento, que siempre tiene algo de pérdida y de muerte a lo anterior. 1.3. El designio de Dios sobre el hombre: el límite como posibilitación de la vida Hasta ahora hemos visto un Dios que libremente se dona a sí mismo para constituir la realidad del hombre y del mundo como fuente de posibilidades de vida para él. Hay, sin embargo, otra forma de poder que 145

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Dios ejerce en la narración, a saber, la de imponerle un “mandamiento”, una Ley. Que el hombre necesite leyes y normas es un asunto antropológicamente muy profundo y muy rico, en el que no voy a entrar aquí, por razones de brevedad. Pero si la vida que el hombre comparte es la vida divina, que no es otra cosa que el amor, y el amor necesita constitucionalmente de la libertad, es fácil deducir que el hombre en cuanto imagen de Dios tiene que ser libre. Eso es quizás lo que quiere decir que los animales no comparten el aliento divino: ellos no aman, no eligen, su vida está clausurada en su instinto. No olvidemos, sin embargo, que el hombre va a ir adquiriendo su carácter de sujeto gradualmente. La libertad presupone otra cosa: que tiene forzosamente que aprenderse, que sólo en la medida que la ejerzo voy haciéndome libre. Dios no hubiese creado un ser verdaderamente libre si lo hubiese hecho sabio y perfecto desde el principio. Tuvo que hacerlo radicalmente indigente, radicalmente vacío de plenitud, porque ésta sólo se alcanza a través de la apropiación consciente de sí mismo. Por eso, el primer hombre está desnudo y no siente vergüenza12. Quizás sería mejor decir que no se da cuenta, como lo indica la pregunta que le dirigirá Dios después de haber comido el fruto prohibido: “¿Quién te ha hecho ver que estabas desnu146

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do?”13. La desnudez del primer hombre es un poderoso símbolo, que, a mi modo de ver, habla de esa carencia radical que nos constituye: para que podamos ser verdaderos creadores, Dios ha tenido que hacernos sin forma de ser previa y programada, a fin de que podamos crearnos a nosotros mismos. Pero, como todo artista sabe, y el Dios alfarero es la metáfora inicial de esta narración, no hay obra de arte sin forma. Y la forma se funda en el límite. El límite tiene una vertiente negativa: es algo que coarta la expansión indefinida. Pero la vertiente positiva es la más importante: el límite posibilita que la materia cobre forma y tenga sentido y se constituye en la base a partir de la cual es posible transformar y ordenar algo. Así que el Dios alfarero no abandona el hombre a la desnudez de su inconsciencia primigenia: le da una Ley, y se la da, en primer lugar, como un mandamiento positivo, orientado a hacer posible su vida. Lo pone en el jardín, como vimos, para que lo labre y cuide. Y le manda que coma de todos los árboles del jardín. Sólo en un segundo momento aparece la Ley-límite, la prohibición: “más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él morirás sin remedio”.14 ¿Es arbitraria la prohibición de Dios, como parece a primera vista? No, si pensamos en el significado de este misterioso árbol. Conocer el bien y el mal es una 147

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expresión hebrea que no denota exactamente lo que nos suena a nosotros. No se trata del discernimiento moral propio del ser humano. De ser así, Dios nos estaría negando justamente lo que él mismo nos dio para constituirnos como tales: la posibilidad de ser libres. Es una forma de hablar que designa más bien algo así como lo que en castellano se manifiesta con la expresión “estar más allá del bien y del mal”, es decir, un conocimiento individual que se pretende absoluto y por encima de cualquier límite ético o cognitivo15. En realidad, es una expresión que designa el ponerse en lugar de Dios, desconociendo el carácter esencialmente relacional –religado– del hombre a su Creador, a la tierra de la que proviene y a los semejantes de cuya carne procede y cuyo futuro depende de sus decisiones. Como bien señala J. V. Niclós, es un conocer “político”, que tiene implícita la pretensión de arrogarse el poder absoluto, que no respeta límite alguno al haber roto todo carácter relativo, relacional16. De allí que la advertencia divina acerca de la muerte que le sobrevendrá al hombre que coma de ese fruto no es tanto el anuncio de un castigo como el anuncio de las consecuencias propias de una tal acción: des-ligarse, desconocer los límites, la relatividad, la fragilidad y la dependencia que nos hace humanos es algo que trae muerte y desgracia, porque es ruptura de lo esencial: 148

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nuestro carácter relacional, nuestra apertura al amor y la consideración hacia el otro. La “prohibición” es, vista desde esa perspectiva, otra cara de la solicitud de Dios, que va preparando así al hombre para que asuma el riesgo de su libertad. 2. La hybris del principio: el poder humano como perversión del poder de Dios

El mandamiento negativo, la prohibición de Dios, como hemos visto, está lejos de ser una arbitrariedad. Es más bien la comunicación que hace Dios al hombre de las justas dimensiones de su realidad y de su llamado a ser co-creador con él. En el episodio de la serpiente y la mujer, el ser humano va a confrontarse experiencialmente con esa realidad humana. Hay quizás una profunda sabiduría en el pregón pascual cuando se habla de este momento crucial como una felix culpa. Porque el ser humano no aprende a vivir teóricamente, ni a ejercer su libertad aprendiendo “mandamientos” de memoria, sino en el fragor de sus propias decisiones y en el juego de espejismos de su propio ego, que va ajustando su propia estatura a medida que va recibiendo los embates inexorables de la realidad. El hombre tiene que saborear su fragilidad para aprender a lidiar con ella. Tiene que comer ese fruto y beber 149

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ese cáliz hasta el fondo. Veremos a continuación cómo se da este importante paso en el proceso de humanización y cómo aparece el poder no ya cuando lo ejerce Dios, sino cuando lo manipula el hombre. 2.1 Los elementos del poder: engaño y media verdad, la tentación del poder total En este sentido, Mercedes Navarro apunta que el papel de la serpiente es ambiguo y no del todo divorciado de la iniciativa divina. No olvidemos que en el pensamiento bíblico siempre se afirmará la soberanía divina a través del recurso, entre otros, de mostrar a Dios como “permitiendo” que el “mal” acontezca, muchas veces con una finalidad pedagógica. No olvidemos a Dios autorizando a Satán a probar a Job ( Job 1, 12). La serpiente, como bien apunta Navarro, más bien “ayuda a Dios en su tarea de diferenciación del ser humano”.17 ¿Cómo lo hace? En la fina tentación de la serpiente escucharemos la voz no de una entidad metafísica del mal, sino algo muy humano, algo “animal”: la serpiente es un viviente, pero recordemos que lo animal es lo que está vivo sin compartir el espíritu de Dios, su vida más íntima, esa que consiste precisamente en donarse y autocomunicarse. Por allí va la tentación de la serpiente. En esa tentación, y en lo que viene luego, 150

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veremos el cumplimiento de lo dicho por Dios en cuanto a las consecuencias de desconocer el límite. Y veremos también cómo se despliega el poder en el hombre a la luz de la palabra tentadora de la serpiente. En primer lugar, es muy importante ver cómo se da la tentación de la serpiente. Hasta ahora, la palabra que se ha dirigido al hombre ha sido una palabra verdadera, confiable, que cumple lo que dice y que se ajusta a los límites de la realidad. Dios es fiable. La serpiente entra en escena con una pregunta capciosa que, además, deforma la verdad de la palabra de Dios con una media mentira: “¿Cómo es que Dios os ha dicho: No coman de ninguno de los árboles del jardín?18 La actitud de la serpiente es muy interesante: es la murmuración, un elemento muy importante en los relatos de apropiación que ya hemos mencionado19, lo que en criollo llamamos “meter casquillo”. Esto es, sembrar la desconfianza frente al otro, rompiendo así la diafanidad de una relación, contaminando lo que era clara confianza con oscuras dudas imposibles de probar. El germen de la duda es introducido de manera muy sutil por la serpiente: no está tanto en el “contenido” de la pregunta, a todas luces falso, como en lo que hace resaltar. Si Dios había dado un mandamiento positivo (comer de todos los árboles), dentro del cual se hacía una restricción que apuntaba en orden a advertir de las 151

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consecuencias de transgredir una limitación secundaria (no comer del árbol del conocimiento del bien y el mal), la serpiente hace relucir tan sólo el aspecto negativo del mandamiento. Con ello, ha operado en el hombre la sospecha de que la relación de Dios con él es una relación de coacción arbitraria. Primer elemento: el rumor, la manipulación de la verdad del otro, en orden a socavar la confianza, elemento básico de las relaciones humanas. El ser humano responde también deformando la palabra divina. Si bien Eva “corrige” a la serpiente al decirle que está equivocada, le dice también que Dios le ha prohibido “tocar” el árbol, cosa que nunca dijo. Pero el detalle más importante está en el hecho de que termina comprando el discurso de la serpiente cuando afirma que no pueden comer el fruto “so pena de muerte”. Es decir, lo que era una advertencia amorosa y solícita de Dios sobre los propios límites y la propia fragilidad se ha convertido en una coacción restrictiva y vertical, por no decir arbitraria, situando así la mujer el discurso de Dios en el mismo terreno en el que lo pone la serpiente: el del mandamiento negativo. La serpiente entra aquí con toda su astucia profundizando la murmuración, esta vez ya con la mentira descarada y con una frase que terminará por destruir la confianza en Dios, culminando así la labor de 152

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zapa que había comenzado al introducir sutilmente la duda en el versículo anterior. La mentira, que acusa a Dios de mentiroso, es decirles que no morirán si comen del fruto prohibido. El colmo de la murmuración es la asignación de una intención oculta y doble en Dios: él les prohíbe comer del fruto porque no quiere competencia, “sabe muy bien que el día en que coman de él se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal”.20 Esta mentira, además, lleva en sí misma el núcleo de la tentación: comer del fruto los va a poner por encima del bien y del mal, los va a librar de su limitación, les va a dar el poder absoluto del que disfrutan los dioses. El contenido real de la tentación, el núcleo del “mal”, no es una entidad metafísica, ni la trasgresión de un mandamiento arbitrario, sino una pretensión “política”: romper con el carácter relativo del poder que Dios le da al hombre como misión y del cual no dispone, sino que participa, y pretenderse absoluto. Eso, naturalmente, es sencillamente imposible, porque el hombre no puede eliminar voluntariamente su carácter creatural. Y eso es justamente lo que se va a constatar en lo que sucede después de comer el fruto, en las consecuencias que la pareja humana se va a ver obligada a enfrentar y que corroboran con la patencia dura de la realidad: que la serpiente mentía en lo que prometía. 153

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Pero antes de que se revele la mentira, la mujer cae en la tentación. Y lo que la tienta no es tanto que el fruto sea “bueno para comer y apetecible a la vista”,21 calidad que ya en Gen 2, 9 se mostraba como buena en tanto que compartida por los frutos de todos los árboles del jardín, sino sobre todo porque aparece como “excelente para obtener sabiduría”.22 Ya sabemos de qué sabiduría se trata: el conocimiento total, que pondría al hombre más allá de su contingencia y le permitiría, teóricamente, hacer lo que quisiese, aún por encima de los límites que Dios le ha señalado. Eso es lo que tienta, y a eso es a lo que cede la mujer. Nótese que la sospecha que veladamente sugiere la serpiente tiene implícita la idea de un Dios que oculta lo que sabe por razones interesadas. Un Dios mentiroso, que no es sino el reflejo de lo que en realidad constituye la verdad propia no de Dios, sino precisamente de la serpiente. Se introduce una noción de Dios donde su poder es el de un “saber total” que oculta y miente para salvaguardar sus intereses de dominio, un Dios cuyo ejercicio del poder es autocentrado y puesto en servicio de sí mismo. Obviamente, todo lo contrario de lo que hemos visto como dinamismo autodonante y descentrado del poder de Dios.

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2.1 La vergüenza del poder desnudo Consumada la desobediencia, se revela la verdad íntima del poder prometido por la serpiente, que no es otra cosa que su propia mentira. Lejos de hacerse como dioses, de adquirir un saber total, la pareja primordial “abre sus ojos” y descubre que está desnuda. El espejismo de la inflación de sí mismos muestra su imposibilidad y lo único que queda desvelado es la carencia radical de la que está hecho el hombre, su propia desnudez. Esto no sucede en virtud de algún carácter mágico en la fruta, sino porque la omnipotencia prometida no se hace realidad y queda desvelada la fragilidad de lo humano, despojado ahora de la confianza básica en la palabra de Dios que lo mantenía íntimamente ligado a él y que ha sido intercambiada por las promesas de la serpiente, que se muestran ahora como nulas baratijas. La serpiente logró convencer al hombre de que Dios lo engañaba y era su adversario, haciéndole centrar su atención sólo en lo que había de negación en su mandato, pero llevándolo a olvidar que lo más importante era que había puesto ante él todo el resto del jardín como posibilidad de libre apropiación en orden a su propio goce y crecimiento. Eso es lo que produce la vergüenza, que no es vergüenza del otro, sino vergüenza de sí mismo. Otra emoción que aparece ahora es el miedo, que testifica el hondo carácter de la ruptura que ha provo155

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cado la caída de la confianza en Dios. Adán le dice a Dios que se esconde porque está desnudo: ha cobrado conciencia dolorosamente de su propia pequeñez y relatividad frente a lo absoluto de Dios. La confianza se ha trastocado en miedo y el miedo hace que la pareja humana sea incapaz de asumir su responsabilidad: Adán le echará la culpa a la mujer y ésta, a su vez, a la serpiente. Eso, además, es una dramática muestra de que no sólo se rompió la confianza fundante entre Dios y el hombre, sino entre los dos miembros de la primera comunidad humana. Así se ha revelado, paradójicamente a través de la mentira, la verdad del hombre: de la promesa de ser lo que no se es, de pretenderse más allá de todo límite y del respeto a la confianza que supone el carácter relacional del hombre, se ha pasado a una muy dolorosa toma de conciencia de los propios límites. Es en estos términos que podemos leer los versículos siguientes: las palabras de Dios no son un “castigo”, sino una descripción de la experiencia que el hombre ha hecho ahora de la verdad íntima de su propia condición. Por eso coincido con Mercedes Navarro, cuando ve en todo este episodio una imagen del proceso con el que Dios mismo va llevando pedagógicamente al hombre a asumirse a sí mismo y a hacer consciente su propia realidad y los riesgos propios de su libertad. Las 156

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“maldiciones” que aparecen en Gen 3, 14-19 son más bien una descripción irónica de aquello que el hombre hizo consciente al constatar la falsedad de la promesa de pretenderse absoluto: lejos de estar por encima del bien y del mal, el hombre tiene que lidiar con una existencia llena de dolor y limitación, arraigado a la tierra y luchando agónicamente por realizarse a sí mismo a pesar de su propia fragilidad. Dios, sin embargo, sigue donando vida: a pesar de todo, los equipa básicamente para la expulsión que seguirá y los viste con túnicas confeccionadas por él mismo. Con ello, es él quien da el primer paso para la recuperación de la confianza, suavizando la dureza de la desnudez humana.

III. Conclusión: poder de Dios y poder del hombre

Este apretado recorrido nos muestra las dos caras del poder, tal como las ha experimentado y descrito el narrador. Por un lado, el poder de Dios, que es una dinámica de autocomunicación y autodonación que consiste en donar realidad y compartir su vida más íntima con el hombre. Para hacer del hombre un creador, le da todo lo que necesita: tierra para cultivar, árboles para comer, animales para domesticar, e incluso el regalo de la alteridad para que pueda compartir 157

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lo más propio de Dios, que es el amor y la comunión. Dios no se reserva nada. Ni siquiera el árbol del conocimiento del bien y del mal, que no es algo que él necesite, porque ya lo tiene. Pero es un árbol que está plantado en el jardín desde el momento en que Dios hace al hombre libre, porque la libertad consiste precisamente en ese misterioso carácter del hombre de poder imaginarse a sí mismo más allá de sus propios límites. Sin ese árbol como posibilidad real, la libertad sería sólo una ilusión. Dios, así, ni siquiera se reserva eso: no tutelará al hombre, porque sólo así podrá tener una relación realmente consistente con él, una en la que el hombre se relacione con él a través de la libre elección. El poder de Dios es así un poder cuya esencia no es la coacción ni el tutelaje, sino la donación y la capacitación del otro para que responda libremente al amor. El poder del que el hombre dispone no tendría por qué ser diferente: está llamado a ser creador, dentro de los límites que impone su propio carácter creatural, ligado al mundo y a los otros y religado en ellos a Dios. Es muy interesante que la primera tentación del hombre, y por consiguiente su primer pecado, es la de querer ser como Dios, pero no en lo que es esencial de Dios (su carácter de absoluta donación de sí), sino en lo parcial de la mera omnipotencia. Si hubo 158

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un “pecado original”, éste fue el de querer detentar el poder absoluto, sin respetar el límite que la realidad me impone y que me imponen los otros en tanto iguales que yo. Un pecado que se basa, como magistralmente muestra la tentación de la serpiente, en la manipulación de la verdad, ocultando lo que me interesa y revelando el resto tan sólo como me interesa y me conviene, para garantizar así un plus de conocimiento que me pone por encima del otro y me permite manejarlo y manejar la relación con él a mi antojo. Este poder que no respeta límite alguno y que mediatiza al otro en función de mis intereses, objetivándolo y despojándolo así de la dignidad divina de la libertad, implica la asunción ficticia de mi propia realidad limitada como si fuese absoluta y como si pudiese erigirse en totalidad de lo real. Eso es imposible y significa vivir en la mentira para quien lo ejerce y en hacer que los otros vivan bajo el poder de esa falsedad, con todas las consecuencias destructivas que tiene. La primera de ellas, es, naturalmente, la corrosión de la confianza básica que hace posible las relaciones humanas sanas, equilibradas y libres. No hay que ser muy agudo para concluir que el redactor del Génesis tuvo buenas razones para incluir este texto: en él refleja la noción fundamental del fracaso de Israel como nación. Si el poder político, en este 159

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caso la monarquía, se erige como absoluto, si basa su dominio en la manipulación de la verdad y si en lugar de servir a la nación actúa desde sus intereses, las consecuencias serán la ruptura de la confianza básica entre los ciudadanos y la posterior ruina del país. Esta crítica tan aguda, sin embargo, no se ha hecho de cara al pasado, sino de cara al futuro. Lo que nos dice es que la tentación y el pecado que llevaron a la ruina a una nación, están presentes en la condición humana misma. En esto coincide con la gran intuición de los griegos: la ruina del hombre es su hybris, su desmesura, su incapacidad para conformarse con los límites de su propia condición, a la par que para reconocer lo que son sus mejores y más hondas posibilidades. Paradójicamente, el texto parece también recalcar que el Dios que es Señor de la Historia se sirvió de esa misma “caída” para hacer posible la incorporación, a través de la experiencia dura y dolorosa de la ruptura primordial, de la conciencia de la propia condición, como punto de partida de un ejercicio realista y adulto de la propia libertad. En otras palabras, la caída, por más traumática que sea, es oportunidad de aprendizaje, y Dios siempre está allí para revestir la desnudez frágil del hombre y ponerlo otra vez en camino. El redactor, entonces, estaría abriendo un espacio a la esperanza: podemos aprender a ser sensatos y a mane160

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jar nuestras relaciones conforme a nuestra justa medida humana. Si tomamos conciencia, y hacemos carne propia esa experiencia dolorosa, podemos reconstruir nuestras relaciones humanas, como personas y como nación, de una manera distinta, que no nos convoque de nuevo fatalmente a vivir bajo el signo de la mentira y de la tentación totalitaria. Porque el poder, siempre que se pretenda absoluto, es siempre un poder desnudo.

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NOTAS

1

Quesnel, Michel y Gruson, Philippe (Dirs): La Biblia y su cultura. Antiguo Testamento, Santander: Editorial Sal Terrae, 2002, p. 52; Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, p. 186.

2

Ricoeur, Paul: Pensar la creación, en LaCoque, André y Ricoeur, Paul: Pensar la Biblia. Estudios exegéticos y hermenéuticos, Barcelona: Editorial Herder, 2001, pp. 51-53.

3. Foucault, Michel: Das Subjekt und die Macht, en Dreyfus, Hubert y Rabinow, Paul (Eds.): Michel Foucault. Jenseits von Strukturalismus und Hermeneutik, Weinheim: Beltz Athenäum Verlag, 1942, pp. 241-261. 4. Ska, Jean Louis: Introducción a la lectura del Pentateuco. Claves para la interpretación de los cinco primeros libros de la Biblia, Estella (Navarra): Editorial Verbo Divino, 2001, p. 313. 5. Quesnel, Michel y Gruson, Philippe (Dirs): La Biblia y su cultura. Antiguo Testamento, Santander: Editorial Sal Terrae, 2002, p. 41. 6

Niclós, José Vicente: Génesis 3 como relato de apropiación, en Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, pp. 181-200.

7

Debo esta idea del carácter procesual del texto a Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993.

8

Gen 2, 7.

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9

Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, p. 113-117.

10 Quesnel, Michel y Gruson, Philippe (Dirs): La Biblia y su cultura. Antiguo Testamento, Santander: Editorial Sal Terrae, 2002, p. 48. 11 Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, pp. 131 y ss. 12 Gen 2, 25. 13 Gen 3, 11. 14 Gen 2, 17. 15 Quesnel, Michel y Gruson, Philippe (Dirs): La Biblia y su cultura. Antiguo Testamento, Santander: Editorial Sal Terrae, 2002, p. 49. 16 Niclós, José Vicente: Génesis 3 como relato de apropiación, en Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, pp. 194-195. 17 Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, p. 185. 18 Gen 3, 1. 19 Niclós, José Vicente: Génesis 3 como relato de apropiación, en Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, pág. 199. 20 Gen 3, 5. 21 Gen 3, 6. 22 Idem.

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