El Museo Nacional de México. Los Años de Prueba

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Descripción

Índice

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la batalla por la antropología El legado de Alfonso Caso

Salvador Rueda

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del gabinete de antigüedades al MNA la identidad desenterrada

Eduardo Matos

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LOS AÑOS DE PRUEBA La historia inédita de un origen

Miruna Achim

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La Galería de los Monolitos Historia de la creación de la sala Mexica

Colette Almanza

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El museo olvidado un sueño naturalista

Frida Gorbach

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Los dibujantes del Museo Nacional La construcción de un conocimiento visual

Thalía Montes

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el espejo que retrata un modelo a medida: el Museo del Trocadero de París

Antonio Saborit

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la utopía construida el museo en el bosque de chapultepec

Ana Garduño

188

Ramírez Vázquez, el estratega La arquitectura como herramienta

Frida Escobedo

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Cronología Del Museo Nacional de méxico al Museo Nacional de Antropología (1825-1964)

Claudia Barragán

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NOTAS directores del museo nacional de antropología (1825-2014) María Trinidad Lahirigoyen y Ana Luisa Madrigal

LOS AÑOS DE PRUEBA La historia inédita de un origen Miruna Achim

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l primer medio siglo de vida del Museo Nacional de México se conoce tan poco que ha dado lugar a especulaciones diversas. Hay quienes han querido reconocer en aquel pequeño museo, que ocupó entre 1825 y 1867 unos cuantos salones y parte del patio de la céntrica Nacional y Pontificia Universidad de México, un espacio para imaginar la identidad de la nación mexicana, y quienes no han visto en la mezcla singular y bizarra de sus objetos sino un ensayo algo malogrado hacia la construcción de un museo nacional. Algunos historiadores han pensado los estantes y escaparates abigarrados del Museo como dispositivos para disciplinar el gusto, la mirada y el patriotismo del público, mientras otros han reparado en que el amontonamiento de objetos y el hecho de que el Museo permaneciera cerrado tan a menudo no servían para educar. Finalmente, hay quienes han recordado el museo de la primera mitad del siglo xix como un heroico paso original que culminaría en el Museo Nacional de Antropología (MNA) casi un siglo y medio después. Aunque nada de lo que se ha dicho está del todo equivocado ni es del todo cierto, hace falta escribir la historia del primer Museo Nacional de México no desde nuestras expectativas actuales, sesgadas por las últimas teorías en boga, respecto a qué es y qué hace un museo, sino para reconstruir qué fue y qué trató de hacer el Museo en medio de circunstancias políticas, económicas y culturales muy particulares. A grandes rasgos, la fundación del Museo Nacional de México —que se debió en gran parte a la voluntad y capacidad de cabildeo político de Lucas Alamán, el joven ministro de Relaciones Interiores y Exteriores de la Primera República mexicana— refleja una tendencia generalizada entre los países recién independizados de la América española: la de crear museos nacionales o regionales. Así, Chile tuvo su primer museo en 1822, Argentina y Colombia en 1823, Perú en 1826, Bolivia en 1838. Fundar museos se seguía de fundar naciones independientes. Pero si el Museo Nacional de México era efecto del proceso de independencia de México, también era legado del recién abolido virreinato. El núcleo de su colección lo integraban en aquel momento inicial objetos de historia natural, reunidos en gabinetes privados en las postrimerías de la colonia, y antigüedades y reportes anticuarios recogidos por el capitán Guillermo Dupaix durante la Real Expedición

Anticuaria (1805-1808) y en sus viajes particulares. Por lo tanto, lejos de representar la ruptura con el pasado colonial de México, el Museo Nacional venía a dar continuación a prácticas y proyectos forjados en los espacios de sociabilidad y en las oficinas del virreinato. Por otro lado, quienes se ocuparon en un principio de él eran hombres educados en las escuelas y seminarios de la Nueva España. Ignacio Cubas, a cargo temporalmente del Museo durante su primer año, había sido miembro de la Junta de Antigüedades creada por el virrey José de Iturrigaray para revisar los resultados de las expediciones de Guillermo Dupaix; Isidro Ignacio de Icaza, primer conservador del Museo, había estudiado teología en la Real y Pontificia Universidad de México; Pablo de la Llave, el encargado de las colecciones de historia natural y, a partir de 1831, presidente de la Junta Directiva, había sido ayudante en el Real Gabinete de Historia Natural de Madrid en la segunda década del siglo xix; finalmente, Lucas Alamán, el ministro cuya oficina aprobaba los gastos del Museo y cuya correspondencia con prestigiosos naturalistas europeos aseguró la entrada e intercambio de objetos entre el Museo Nacional de México y varios gabinetes transatlánticos durante un tiempo, se había educado en el Real Seminario de Minería.

U

n decreto dictado por el presidente Guadalupe Victoria en marzo de 1825 formalizó la fundación del Museo Nacional y en 1831 el Congreso mexicano aprobó el reglamento redactado por Icaza para su administración. Allí se especificaba, entre otras cosas, que el establecimiento comprendería antigüedades, productos industriales, historia natural y un jardín botánico, que quedaba a cargo de una junta directiva compuesta por siete individuos y que el gobierno disponía de 3,000 pesos para la compra de objetos. Además del paso del Museo a la jurisdicción de una recién formada Dirección General de Instrucción Pública en 1833, estas decisiones oficiales resumen la historia legal del sitio en su primer medio siglo. Pero la ley nunca fue lo mismo que la práctica y, aunque el Museo obtuvo reconocimiento oficial, esto no significa que hubiera logrado visibilidad institucional o que contara siempre con el respaldo oficial y material que necesitaba para llevar a cabo sus actividades. Guillermo Dupaix, Descripción de monumentos antiguos mexicanos, 1794. CONACULTA-INAH-BIBLIOTECA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA

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Así lo manifiestan las peticiones de adquisición de objetos por parte de sus encargados, a menudo pospuestas o desatendidas: fue el caso del mineral de plata de Batopilas, de los huesos de mamut de Texcoco, de las antigüedades de Chiapas que Icaza adquiriría para el Museo a finales de la década de 1820. En un país dividido políticamente entre centralistas y federalistas, no era claro para todos por qué los objetos debían acabar en un museo en la capital del país. Lorenzo de Zavala, jefe político del estado de México, por ejemplo, se opuso al traslado a la Ciudad de México de los huesos del mamut desenterrados en Texcoco. Para 1830, empezaron a aparecer museos —públicos y privados— en otros estados de la República, como el de Oaxaca y el de los padres Camacho en Campeche. Tampoco había un consenso sobre qué objetos tendrían que estar en el Museo. Por ejemplo, a una circular del año 1827 del gobierno federal dirigida a los gobiernos estatales para pedirles que mandaran a la capital “objetos de importancia”, Chihuahua respondió enviando pedazos de plata, California remitió pieles de nutria y modelos de canoas de la bahía de Kotzebue —procedentes del comercio con las colonias rusas en Alaska—, mientras que el jefe político de Yucatán respondió diciendo que en su estado no había nada digno de atención, más allá de algunos pájaros de bello plumaje.

C

omo lo reflejan sus inventarios a lo largo de estos años, el Museo acumularía antigüedades prehispánicas y copias de algunas de las antigüedades del Viejo Mundo, colecciones mineralógicas, conchas, animales disecados, muestras de carbón mineral, monedas, una copia de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, los retratos de los virreyes de la Nueva España y de la familia real de Francia, la armadura de Hernán Cortés, un ídolo de madera de Nueva Zelanda, un castillo de paja hecho por un reo en la cárcel y hasta unos estantes con falsificaciones de antigüedades mexicanas. Por extraña que parezca esta mezcla, el Museo Nacional de México no era tan distinto de los demás museos de su tiempo, desde el de Londres hasta el de Filadelfia. Más que la gran diversidad de sus colecciones, el problema era la falta de espacio para organizarlas y exhibirlas; dónde poner todos sus objetos fue un problema desde los primeros momentos después de la fundación del Museo, e Icaza pidió más salones en la Universidad. Después del fallido intento de acomodar la colección de Lorenzo Boturini en el Museo —con la consecuencia de que los códices más representativos de Boturini acabaran en manos del coleccionista francés Jean Marius Aubin y, finalmente, en la Biblioteca Nacional de Francia—, la Junta Directiva del Museo duplicó sus esfuerzos, solicitando el antiguo edificio de la Inquisición a principios de los años

treinta. Pero el edificio fungía en aquel momento como cuartel para los soldados. En los cincuenta, el entonces director del Museo, José Fernando Ramírez, volvió a insistir y pidió unos salones en el Palacio Nacional sobre la calle de Moneda, donde el Museo fue finalmente trasladado en 1867, por decreto del emperador Maximiliano. Pero, si las autoridades federales no parecían siempre dispuestas a resolver los problemas del Museo, a veces incluso agravaban su situación: por ejemplo, al convertir el edificio de la Universidad en cuartel militar. De la visita del futuro antropólogo británico Edward Burnett Tylor al Museo en el año 1856 tenemos el siguiente testimonio: “Nos sorprendimos bastante cuando, al llegar a la puerta que abría al patio, nos paró un centinela para preguntarnos qué queríamos. La planta baja [del edificio] había sido convertida en cuartel para los soldados. Como [este piso] se usaba para las piezas de escultura más pesadas, la escena era bastante curiosa. Los soldados habían volteado algunos de los ídolos más pequeños cara abajo y, sentados cómodamente sobre sus espaldas, jugaban cartas. Con ídolos y otras piedras esculpidas apoyadas contra la Teoyaomiqui [Coatlicue], la gran diosa de la guerra, un soldado emprendedor había construido una conejera y criaba conejos allí. Uno se puede imaginar el estado del lugar dejado a las anchas de un regimiento mexicano si sabe qué tan

sucio y destructor [como] un animal puede ser un soldado mexicano.” Aunque indudablemente tenía algo de cierto (incluso mucho), la pintoresca descripción de Tylor, como tantas otras crónicas de viaje, pretendía sobre todo justificar la exportación de antigüedades mexicanas por extranjeros al argumentar que los mexicanos, como los “bárbaros” del sur de Europa, no se interesaban por, o no sabían cómo, cuidar sus antigüedades. En México, como en la Grecia del siglo xix, existían, por cierto, leyes que impedían la extracción de antigüedades, pero en México la ley, expedida en 1827, era difícil de hacer cumplir: conflictos entre intereses centrales y regionales, la pésima condición de los caminos, la misma topografía del país, que aislaba la capital del resto de México por medio de un círculo de montañas, y la corrupción de los agentes de aduana hicieron más fácil que un pesado relieve de Palenque saliera del país por vía marítima, desde Tabasco, en lugar de ser depositado en el Museo en la Ciudad de México. Si agregamos a ésto que muchos de los contrabandistas en antigüedades mexicanas eran a su vez agentes comerciales y diplomáticos, es decir, gente que conocía muy bien el sistema comercial y político mexicano, entendemos por qué el tráfico en antigüedades mexicanas era prácticamente inevitable.

Guillermo Dupaix, Antiquités mexicaines, París, 1834. CEHM, Grupo Carso, Fundación Carlos Slim

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Empezamos a vislumbrar en estas pocas páginas algunos de los retos más apremiantes a los cuales se enfrentó el Museo Nacional de México durante las primeras décadas después de su fundación: la falta de recursos materiales (desde fondos hasta espacios) y de apoyo gubernamental para obtenerlos; la competencia extranjera por ciertos objetos, especialmente antigüedades; y una situación política muy inestable que difícilmente conducía al fortalecimiento de grandes proyectos nacionales. Y, sin embargo, contra viento y marea, el Museo sobrevivió a su primer medio siglo. No fue el caso de todos los museos nacionales fundados en la América española en la primera década después de la independencia: algunos desaparecieron. Pero el flamante Museo Nacional que abrió sus puertas en la calle de Moneda a principios de los años setenta no había sido improvisado de la nada. Para 1867, el Museo contaba con una colección mucho más rica que aquélla con la cual había empezado en 1823. No se trató, como veremos a continuación, al recordar algunos episodios de su historia temprana, solamente de ensayar estrategias para acumular cosas sino, al mismo tiempo, de investirlas de valores —simbólicos, científicos, políticos— que justificaran su pertenencia a una colección nacional.

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n una carta fechada el 7 de abril de 1829, Icaza informaba al Despacho de Relaciones Interiores y Exteriores sobre un trueque entre el Museo y el viajero francés Henri Baradère, venido a México en 1828 a establecer una colonia francesa en Coatzacoalcos. Después del sonado fracaso del proyecto de colonización, Baradère llegó a la Ciudad de México y ofreció al Museo “una colección

compuesta de setenta pájaros de África [y] diez y ocho de México, disecados, armados y colocados en sus nichos, e igualmente otra de mariposas e insectos con marco y vidrio”. A cambio de sus colecciones de pájaros y mariposas, Baradère recibió del Museo copias de los reportes de las expediciones anticuarias de Guillermo Dupaix, junto con ciento cuarenta y cinco dibujos de antigüedades realizados por Luciano Castañeda, el acompañante de Dupaix. Del gobierno, Baradère obtuvo permisos para llevar a cabo excavaciones anticuarias en diferentes sitios, incluyendo las ruinas de Palenque y Mitla, y se comprometió a entregar al Museo la mitad de los objetos encontrados a cambio de una indemnización, en dinero o en especie: Baradère se llevaría consigo a Europa la otra mitad, a condición de que en el Museo hubiera duplicados u objetos muy parecidos. Baradère también prometía, al regresar de sus expediciones, armar para el Museo otros cuarenta y dos pájaros. Baradère nunca llegó a Palenque y tampoco regresó a la Ciudad de México. Para finales de 1829 se encontraba de vuelta en Francia, donde la colección de antigüedades que había adquirido durante su estancia de casi dos años en México y, sobre todo, sus copias de las expediciones de Dupaix, causaron gran sensación entre las sociedades eruditas de París. Unos años después, Baradère publicaría los manuscritos de Dupaix y las ilustraciones de Luciano Castañeda en una edición lujosa de dos tomos, Antiquités mexicaines, donde participaban, entre otros, escritores de la talla del vizconde de Chateaubriand y algunos de los anticuarios más célebres del momento: el estudioso de antigüedades americanas David Bailie Warden y el decano de la egiptología Alexandre Lenoir.

Guillermo Dupaix, Descripción de monumentos antiguos mexicanos, 1794. CONACULTA-INAH-BIBLIOTECA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA

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Junto con las ambiciosas publicaciones sobre antigüedades mexicanas tituladas Antiquities of Mexico, editadas por Lord Kingsborough en Londres, el libro de Baradère dio un impulso importante al estudio del México antiguo, y particularmente a las investigaciones sobre la relación entre las antiguas civilizaciones de México y las del Viejo Mundo. Y, aunque para el siglo xix las comparaciones entre el México antiguo y Egipto, China o India no eran nuevas, la publicación de las expediciones de Dupaix en inglés y en francés dio rienda suelta a especulaciones de todo tipo en torno a la naturaleza de estas relaciones. El Nuevo Mundo no era tan nuevo a fin de cuentas. En cuanto al Museo, no recibió los cuarenta y dos pájaros que le prometía Baradère a su regreso, ni su parte de las antigüedades que éste reunió durante sus viajes por México. Además, las colecciones de pájaros que Baradère le había cedido antes de irse cayeron presa de la polilla muy pronto. Aun si el francés hubiera respetado su parte del trato, desde casi dos siglos de distancia es difícil no pensar que Icaza se equivocó o se dejó engañar al apoyar las condiciones del canje con Baradère. Cambiar documentos que relacionamos con la memoria de la nación por una colección de pájaros disecados sería incomprensible en la actualidad. Hoy asumimos de antemano que los manuscritos y las antigüedades no son transferibles y que la elección entre objetos arqueológicos provenientes de épocas perdidas en la noche de los siglos o pájaros suplidos sin cesar por la naturaleza es un acto carente de sentido. Sin embargo, en su carta al Despacho de Relaciones Interiores y Exteriores, Icaza se jactó de las ventajas del canje que celebró con el francés. Y claramente el Despacho también apreció el intercambio, porque lo aprobó. Hay, como vemos, una evidente discrepancia entre los juicios de valor de los directivos del Museo Nacional y los de cualquier visitante del Museo mínimamente informado de hoy en día. Pero, más que atribuir tal divergencia de opiniones a un grave error de entendimiento o de cálculo por parte de Icaza, la tarea del historiador es explicar por qué y bajo qué lógica Icaza optó por los pájaros de Baradère y en qué contextos podría resultar “notoriamente ventajosa” la transacción entre el Museo y el viajero francés. ¿Qué nos dice este intercambio sobre el Museo Nacional en 1828? Ante todo, hay que reconocer que el trato entre el conservador mexicano

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Lord Kingsborough, Antiquities of Mexico (Códice Kingsborough), Londres, 1830-1848. CONACULTA-INAH-BIBLIOTECA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA

y el viajero francés constituía un contacto inicial entre el Museo y sus visitantes extranjeros, quienes apenas empezaban a interesarse por las antigüedades mexicanas. En este sentido, no había reglas ni protocolos sobre cómo actuar ante el interés de los viajeros, ni sobre quién era digno de confianza y quién no. Estas reglas se construirían poco a poco, y, de hecho, unos años después, Icaza dudaría sobre si permitir o no que los extranjeros emprendieran excavaciones en México. Por otro lado, es muy probable que Icaza viera en Baradère una oportunidad para dar a conocer al mundo una de las joyas del Museo: la colección

de manuscritos y dibujos de las expediciones de Guillermo Dupaix. No olvidemos que una copia de los reportes de las expediciones había llegado a España en 1820, donde fue guardada en la Biblioteca de la Universidad de Sevilla hasta 1969, cuando el historiador José Alcina Franch la publicó finalmente. El proyecto del mismo ministro Alamán de publicar los manuscritos de Dupaix reunidos en el Museo nunca se cumplió. Como tampoco fructificó más allá de tres números, por falta de suscriptores, el proyecto del propio Icaza de una publicación periódica con ilustraciones y descripciones de las antigüedades del Museo Nacional.

Para esos tres números de la Colección de las antigüedades mexicanas que ecsisten [sic] en el Museo Nacional, Icaza recurrió al artista prusiano Jean-Frédéric Waldeck, ya asociado con la ilustración de antigüedades mexicanas —Waldeck había colaborado en un libro sobre Palenque antes de llegar a México— y uno de los pocos hombres en el México de entonces que sabía manejar una prensa litográfica. Durante los siguientes años, la colaboración del Museo con artistas extranjeros, como Maximilien Franck y Carl Nebel, entre otros, se estrecharía. En este contexto, la decisión de Icaza de encargar una copia de los documentos de Dupaix, con el propósito de que se publicara en Francia, no es difícil de entender. Era una manera de dar visibilidad al Museo mismo, de presentarlo como participante en las incipientes redes donde se traficaban conocimientos sobre las antigüedades americanas y, a veces, los objetos mismos. En esto, Baradère no le fallaría a Icaza: en su prólogo al libro incluyó un largo reconocimiento al Museo y la predicción de que pronto se convertiría en la institución propia de un país civilizado. Por otro lado, habría otra razón de peso en la decisión de Icaza de tratar con Baradère: en el Museo Nacional, que reunía antigüedades y objetos de historia natural entre sus acervos, los pájaros exóticos de Baradère tenían un atractivo particular. El presupuesto reducido del Museo impedía que emprendiera grandes expediciones, naturalistas o anticuarias, y, muchas veces, los objetos llegaban al Museo por canje o por donación. Los pájaros africanos que Baradère ofrecía no sólo eran exóticos y, por lo tanto, imposibles de adquirir de otra manera, sino que, a decir del encargado de la colección de historia natural, Pablo de la Llave, estaban bien preservados, en un momento en el que la taxidermia distaba mucho de la perfección. Efectivamente, al intercambiar pájaros por antigüedades, Icaza pone de manifiesto que las antigüedades mexicanas no tenían el valor simbólico, comercial o científico que fueron adquiriendo a lo largo de los años y a través de intercambios como el que celebraron Icaza y Baradère. Pero, antes de que fueran apropiadas como objetos para la ciencia y para la nación, era necesario que las antigüedades mexicanas dejaran de asociarse a ciertas prácticas tradicionales, como por ejemplo los usos que seguían teniendo entre las comunidades y pueblos de indios.

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Guillermo Dupaix, Antiquités mexicaines, París, 1834.

Guillermo Dupaix, Antiquités mexicaines, París, 1834.

CEHM, Grupo Carso, Fundación Carlos Slim

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ntre 1842 y 1843, el empresario José de Garay y Garay llevó a cabo un viaje de reconocimiento al istmo de Tehuantepec con el propósito de determinar la viabilidad y las ventajas de un canal interoceánico a través del istmo. El presidente Antonio López de Santa Anna le había concedido a Garay propiedad sobre los terrenos baldíos de los dos lados del futuro canal y derechos exclusivos de construcción y de aduana, y Garay, deseoso de capitalizar las promesas del proyecto, se dirigió al istmo para coleccionar datos cartográficos, topográficos, meteorológicos, botánicos, mineralógicos y etnográficos. El resultado de sus reconocimientos fueron unos cuantos artículos en periódicos capitalinos y un libro de 188 páginas: Survey of the Isthmus of Tehuantepec, Executed in the Years 1842 and 1843, with the Intent of Establishing a Communication between the Atlantic and Pacific Oceans, publicado en Londres como carta de presentación de Garay ante inversionistas extranjeros. La Comisión del Istmo de Tehuantepec empezó sus trabajos en el sur del lugar, en el pueblo de San Mateo, sobre la orilla de la laguna de Divanamar, en medio de la cual se levanta, a unos trescientos metros sobre la superficie del mar, la isla volcánica de Manopostiac. Para los científicos de la expedición, la cima de la isla prometía ser un punto ventajoso desde el que llevar a cabo triangulaciones y formar así cartas topográficas. Pero, al pedir ayuda a los indios de San Mateo para cruzar la laguna, éstos se la negaron categóricamente. La gente del pueblo, nos informa Garay, pensaba que la isla tenía propiedades mágicas —en zapoteco, manopostiac quiere decir “cerro encantado”— y por lo tanto sólo se arriesgaba

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a ir allí, enfrentando las aguas turbulentas de la laguna, para pedir lluvia. Garay reduce la magia a una explicación geológica: la isla emitía un ruido fantasmal, como el sonido de campanas, cuando las piedras sieníticas se golpeaban unas contra otras. A pesar de sus recelos y ante amenazas —no especificadas— por parte de los expedicionarios, los vecinos de San Mateo accedieron a atravesar la laguna, pero, una vez en la isla, no hubo conminación que los hiciera subir el cerro para ayudar a colocar las señales. Los científicos de la capital tuvieron que subir solos y regresaron con unos “ídolos” de barro y un incensario, que depositarían en el Museo Nacional de México. Aunque visiblemente sorprendidos al ver los objetos, los indios fingieron no saber nada de ellos y no contestaron preguntas sobre sus significados. Días después, trataron de “robar” de vuelta los “ídolos”, pero un miembro de la expedición se los impidió. Era obvio que, al mover los ídolos de su lugar, los expedicionarios habían provocado gran trastorno entre los lugareños y Garay pensaba que sabía por qué: las estatuas conservaban pedazos de cera fresca, lo cual implicaba que los “ídolos” todavía servían como

Ídolo de Tehuantepec, principios del siglo xx. Boletín del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1913. CONACULTA-INAH-BIBLIOTECA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA

objetos de culto para el pueblo, con el consentimiento tácito de curas indolentes. Según Garay, la agitación de los locales delataba, por un lado, el miedo de quedarse sin sus dioses de la lluvia y, por el otro, la incomprensión de que unos españoles —término que empleaban los indios para hablar de todo extranjero— hubieran escapado sin castigo tras profanar a los dioses de la comunidad. El incidente le sirvió a Garay como preludio de unos cuantos apuntes de corte etnográfico: los habitantes de San Mateo eran étnicamente huaves y habían emigrado a Divanamar desde el sur. Garay pensaba que los huaves estaban emparentados con los indios del Perú y que nada tenían que ver con sus vecinos zapotecas, el único grupo indio que, para él, mostraba inteligencia, diligencia, jovialidad y podía ufanarse de tener un bello sexo. En cambio, los huaves formaban una raza física y moralmente degradada, de aspecto repugnante, que vivían en la barbarie más grosera. Tan atrasados eran los huaves a ojos de Garay que éste no pensaba

que hubieran fabricado los “ídolos” del cerro de Manopostiac; para el jefe de la expedición, los objetos eran seguramente de antigua manufactura zapoteca y los huaves, incapaces de explicar sus significados, sólo los usaban en sus rituales trasnochados. A sus lectores de periódicos en la Ciudad de México y a los inversionistas del otro lado del Atlántico, Garay ofrecía una parábola de la lucha de México por entrar en la modernidad, una parábola compartida también por la literatura anticuaria de sus tiempos. Había en México dos grupos de gentes: por un lado, proyectistas, escritores, inversionistas, quienes hablaban el lenguaje de las ciencias, de la ingeniería y de los negocios internacionales y socializaban alrededor de colecciones de antigüedades; por el otro, indios degenerados, silenciosos, atrasados, quienes constituían un lastre para todo intento de modernizar al país. La caracterización etnográfica de los huaves y las antigüedades que los desmentían como legítimos dueños se volvían en la narrativa de Garay

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herramientas para medir la distancia entre los huaves y algún ancestro mucho más ilustrado. Había una insoslayable discontinuidad, genealógica e intelectual, entre los indios contemporáneos y las antigüedades prehispánicas en su posesión, y esta supuesta discontinuidad se convertiría, a lo largo de todo el siglo xix, en la justificación para despojar a los indios de sus “ídolos”. En la narrativa de Garay, reclamar “ídolos” era sólo un paso previo a reclamar las “tierras baldías” de los dos lados del canal, y los dos actos tenían una coartada común: los indios no sabían cómo usar las tierras o las antigüedades, o hacían uso equivocado de ellas. En nombre del progreso, las tierras serían reconocidas, estudiadas, transformadas en terrenos aprovechables. De la misma forma, el paso de los “ídolos” de los huaves al Museo Nacional encerraba una promesa, la de asegurar la conservación de los objetos, por un lado, y un acto de desencantamiento por el otro: los dioses de la lluvia, centro de devociones supersticiosas, se volverían objeto de los rituales más racionales de las incipientes ciencias arqueológicas. Es decir, serían medidos, pesados, descritos, descifrados, con más o menos éxito, para ocupar su lugar en series y colecciones de objetos similares en museos y gabinetes. Sus descripciones e ilustraciones circularían por medio de libros, periódicos y correspondencia particular entre anticuarios para reforzar las formas “correctas” de hablar de las antigüedades y marginalizar toda otra forma de aproximarse a ellas. Como la historia de los ídolos de Divanamar hay muchas: a lo largo del siglo xix, pero también del xx, las antigüedades del Museo Nacional llegaron a ocupar sus lugares en salones y vitrinas dejando atrás las huellas de sus usos pasados. La historia de las complicadas relaciones de clase y raza que constituyeron las antigüedades mexicanas como objetos de la ciencia y de la nación es todavía una historia por contar. En cuanto a los “ídolos” de Tehuantepec, no todos acabaron en el Museo: Garay y su gente dejaron algunas vasijas de barro en un barco y, durante la noche, éstas se rompieron sin posibilidad de arreglo o de recuperar sus significados entre los pedazos rotos. El coleccionismo es también una forma de destrucción.

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ara la década de 1850, el estudio de las antigüedades mexicanas —una empresa más internacional que nacional a lo largo de las primeras décadas del Museo— recibió un importante impulso en México. En 1856, José Fernando Ramírez retomó su cargo en el Museo, después de haberlo dejado durante unos años, forzado al exilio por la última dictadura de Santa Anna. Ramírez pasó gran parte de su exilio en Europa, de donde regresó con copias de manuscritos y códices mexicanos, mas apuntes y observaciones sobre las antigüedades que vio en museos, gabinetes y colecciones en Londres, París, Turín y Viena. Armado de materiales nuevos o desconocidos, Ramírez emprendió la tarea de formar un inventario detallado —que nunca llegaría a completar— de las antigüedades del Museo Nacional. En 1856 presentó un adelanto en su “Descripción de algunos objetos del Museo Nacional de Antigüedades de México”. Dicho trabajo formaba parte del célebre libro México y sus alrededores, un álbum de treinta y una litografías de “monumentos, trajes y paisajes” evocativos de la vida nacional mexicana, publicado por la imprenta de Decaen. Ramírez empezaba su “Descripción” con una crítica puntual: “El terreno de la antigüedad mexicana permanece todavía virgen, no obstante los millares de volúmenes históricos que han caído sobre él […]. Muchísimos no son más que hojarasca […] a la espera de que una mano diestra y paciente ejecute en [los estudios anticuarios] lo que ejecutó la de Dios en el caos.” Como ejemplo de lo más pernicioso que se había escrito en el campo de las antigüedades mexicanas, Ramírez citaba el artículo de Édouard Pingret aparecido en el periódico parisino L’Illustration. Entre 1850 y 1855, el pintor francés Édouard Pingret (1788-1875) había vivido en México, donde se ganó la vida pintando escenas costumbristas y retratos, entre ellos, el del presidente Arista. Es muy probable que Ramírez conociera a Pingret en México pero, si no, hubiera tenido la oportunidad de encontrárselo de nuevo en París, donde Pingret regresó, como tantos otros viajeros, con una colección de antigüedades mexicanas que pretendía vender al Louvre. Pero, cuando el conservador de la sala mexicana del Louvre, Adrien de Longpérier, mandó a dos expertos en antigüedades mexicanas, Jean Marius Aubin y Brasseur de Bourbourg, a examinar la colección de Pingret, éstos juzgaron que ¡más de tres

cuartas partes de los objetos eran falsos! Despechado por los expertos, Pingret llevó su caso ante la opinión pública, presentando algunas de sus piezas en la litografía de L’Illustration, que acompañó con explicaciones bastante extravagantes en torno al tema del sacrificio humano en el México prehispánico. En defensa de la autenticidad de sus objetos, Pingret alegaba que no había en México un verdadero interés en las antigüedades y concluía, como lo había hecho Maximilien Franck antes, que por lo tanto no existía un mercado de falsos. Aunque el artículo no tuvo mayor efecto entre los círculos anticuarios de París, las acusaciones de Pingret no podían pasar inadvertidas para Ramírez, cuya dirección del Museo había coincidido en parte con la estancia de Pingret en México. Para el mexicano no se trataba solamente de reparar el orgullo personal o nacional, ni de lanzarse contra un blanco fácil; según Ramírez, el artículo de Pingret, donde “la incorrección del dibujo se disputa con la fantasía de las explicaciones”, constituía un ejemplo más de cómo la historia, la arqueología y la etnografía de México se escribían del otro lado del Atlántico. Era imperativo empezar a enmendar algunos de los errores más comunes.

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a “Descripción” era el correctivo que Ramírez ofrecía en una primera instancia, “una página muy pequeña y casi meramente descriptiva [en cursivas en el original] tomada de ese gran libro que aguarda tiempos más bonancibles”, tiempos que desafortunadamente nunca llegarían. ¿En qué consiste el método descriptivo de Ramírez? Desde el punto de vista visual, en una litografía que toma como modelo la litografía en el artículo de Pingret: el mismo espacio reducido, atiborrado de objetos, aunque, hay que reconocerlo, la rendición de las antigüedades del Museo es mucho más detallada y cuidadosa que la de Pingret. La ilustración de Ramírez viene acompañada de una serie de explicaciones, enumeradas de 1 a 42, que corresponden a objetos en la litografía. Los números 8 y 26 merecen mención aparte, bajo la categoría de “Armas y Divisas”. Cada objeto es a la vez texto e imagen y reúne un conjunto de datos sobre el aspecto formal de la pieza, su tamaño (altura, latitud, espesor o diámetro), material de fabricación, lugar de proveniencia y circunstancias de su descubrimiento. En sí, esta manera de presentar la carta de identidad de una antigüedad se había vuelto normal desde la

década de 1830 pero, en la “Descripción”, la información correspondiente a cada objeto ha crecido considerablemente, complementada por información de índole histórica, iconográfica y bibliográfica. Tomemos como ejemplo la figura erguida en el centro de la litografía, identificada con el número 24: una estatua de pórfido basáltico, de 1.44 m de altura, que Ramírez describe como “una divinidad mexicana, colocada antiguamente sobre un altar, en la cúspide de la montaña de Tepepulco, hoy Peñón Viejo o del Marqués, donde Cortés tuvo una reñida y sangrienta refriega. Encontrose derribada, mutilada y cubierta de tierra, al abrir las fortificaciones que allí se construyeron en 1847”. Un examen minucioso lleva a Ramírez a pensar “que primitivamente [la estatua] estaba pintada de colores, distinguiéndose perfectamente el rojo, azul y negro. Sobre éstas se dio una lechada de cal, ordenada, probablemente, por los primeros misioneros, para más desfigurarla”. Aunque Ramírez confiesa que “la iconología mexicana se encuentra todavía muy atrasada para fijar de una manera precisa un nombre y atributos de la deidad para estudiarla iconográficamente”, la “cara ennegrecida de la pieza” —que, aclara, “no es un defecto de la litografía”— lo lleva a especular que se trataba de una deidad “protectora del comercio y de la seguridad de los caminos”: las manchas “forman una costra de casi un milímetro de espesor, [debida] al humo de la turificación. Cuántos años han debido transcurrir —se admira Ramírez— para que ésta se formara en una estatua colocada al descubierto, expuesta a todas las inclemencias, batida por vientos continuos. Su culto debió ser extraordinario”. En otros casos, propone hipótesis mucho más detalladas sobre los usos o significados de los objetos. De la pieza que ocupa el lado derecho de la ilustración, designada con el número 26, “vulgarmente” conocida con el “nombre de Piedra de los Sacrificios”, Ramírez cuenta que había sido estudiada previamente. Para Antonio de León y Gama, quien escribió a finales del siglo xviii, la piedra era una especie de calendario solar, con el símbolo del sol tallado sobre su cara superior y treinta danzantes representando a los quince pueblos que veneraban el sol esculpidos sobre la circunferencia cilíndrica. Por su lado, Humboldt pensaba que la piedra conmemoraba las conquistas de un rey azteca y fungía páginas 88-89

Antigüedades mexicanas que existen en el Museo Nacional de México, litografía de Casimiro Castro, publicada en el libro México y sus alrededores: colección de monumentos, trajes y paisajes, México, 1855-1856. archivo arquitecto pedro ramírez vázquez

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como una especie de altar. Para Ramírez, “ninguna de estas conjeturas [estaba] enteramente fundada, aunque en ambas [había] algo de acierto”: se trataba de “un monumento conmemorativo, a la par que votivo”. Por un lado, la piedra constituía una fuente histórica importante al proveer datos, que “no se encontraban en ningún libro impreso ni manuscrito”, sobre la campaña militar emprendida en 1482 por el séptimo rey de los aztecas, Tízoc (1481-1486), contra “los pueblos figurados en la circunferencia del cilindro”; por lo tanto, lejos de simbolizar “danzantes, como suponía Gama”, estos personajes representaban “grupos de vencedores y de vencidos”, dispuestos de dos en dos, el uno llevando asido el cabello del otro y éste portando en la mano izquierda un haz de flechas con la punta hacia abajo, de la manera que se ven los relieves de su género en los monumentos egipcios y asirios. Detrás de la cabeza de cada prisionero un símbolo jeroglífico “da fonéticamente el nombre de su pueblo”. Por el otro lado, explicaba Ramírez, “la efigie del sol, grabada en alto relieve en el plano del cilindro”, mostraba su calidad votiva. Como los romanos, los griegos y “todos los pueblos famosos de la antigüedad”, los antiguos mexicanos “entendían que las grandes acciones debían referirse siempre a la divinidad como causa primera y única dispensadora de los beneficios recibidos” y consagran el monumento al sol, “una de las principales divinidades del imperio, en acción de gracias por la victoria obtenida”.

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amírez complementa la descripción jeroglíficohistórico-iconográfica con datos concretos. El monumento es “de pórfido de basalto, muy sólido, de 2.67 m de diámetro, sobre 0.53 m de alto; los relieves del cilindro tienen 0.21 m de alto” y la cara horizontal “alza de su plano 0.025 m”. Fue “descubierto” el 17 de diciembre de 1791 y enterrado de nuevo, “de manera que la superficie plana quedaba a la ras del suelo”, hasta el 10 de noviembre de 1824, cuando se trasladó al Museo Nacional. Finalmente, Ramírez remite al lector interesado a un “dibujo exacto” de esta pieza en la “hermosa colección” de Carl Nebel. Ramírez presenta así una especie de “biografía” de la pieza, desde su creación y sus posibles usos en la época prehispánica, hasta sus percances entre finales del siglo xviii, cuando fue desenterrada y nuevamente enterrada, y principios del xix, cuando llegó al Museo.

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No se trata, sin embargo, ni en éste ni en otros casos, solamente de una historia material del objeto —aunque Ramírez no escatima anécdotas sobre el descubrimiento o los paraderos de las piezas— sino, sobre todo, de su biografía intelectual, es decir, de la historia de las explicaciones e interpretaciones a las cuales fue sometida. La “Descripción” se lee, en parte, como un desfile de autoridades en materia de antigüedades mexicanas, incluyendo a Francisco Javier Clavijero, fray Servando Teresa de Mier, Humboldt, Franck, Nebel, Dupaix, Brantz Meyer, Lord Kingsborough y los catálogos de varios museos europeos. Así, en su mayoría, los objetos seleccionados por Ramírez ofrecen al lector una especie de estado de la cuestión específico para cada pieza y una oportunidad para comparar y contraponer interpretaciones e hipótesis en torno a su uso o significado. Su profundo conocimiento de estos estudios le permite intervenir en debates vigentes, como lo era la cuestión de la relación entre las antigüedades mexicanas y las del Viejo Mundo. Por ejemplo, Ramírez encuentra que la pequeña figura sentada al lado izquierdo, identificada con el número 2, muestra gran semejanza con las antigüedades egipcias que él mismo había visto en Turín, París y Londres. Sin embargo, más que postular un origen común a estos objetos, explica que, en ambos casos, se trataba de “una posición reverencial, que se tomaba para orar o para hablar a un superior”. Por otro lado, Ramírez está interesado en comprobar los límites de la comparación entre los objetos del antiguo México y los del Viejo Mundo, y para esto se sirve de un pequeño objeto, en el piso, enfrente hacia la derecha, identificado con el número 37, que describe como un “instrumento de barro muy duro, usado hasta hoy por las mujeres indígenas, con el nombre de malacate”. En el Museo Nacional de México, escribe, hay muchos objetos de esta clase, que varían en forma, adorno y material, “según la calidad de las personas a que pertenecían”. También los hay en los museos de Turín y de Londres, y Ramírez difícilmente puede escapar de la oportunidad de rechazar la descripción de estos objetos en el catálogo del Museo Británico como “objetos cónicos perforados y ornamentados conelementos nativos, aparentemente empleados como botones”. Explicando que los antiguos mexicanos no usaban botones —y la ausencia de la palabra “botón”

o de su equivalente en náhuatl es prueba de ello—, Ramírez desdeña ésas y otras “explicaciones semejantes [que] se hallan en los catálogos de otras colecciones que registré durante mi residencia en Europa; de aquí tantas ideas falsas, tantas interpretaciones violentas, tantas analogías imaginarias y tantos sistemas fantásticos, como se ven en la casi totalidad de los escritores de antigüedades americanas, aptos solamente para recrear las dificultades y hacer más densas las tinieblas que envuelven ese interesante y casi inexplorado departamento de la arqueología”. Aunque la “Descripción” era sobre todo un intento de dar a conocer algunos de los objetos del Museo —y muchos de las antigüedades representadas allí se volverían icónicas—, al mismo tiempo ponía de manifiesto el trabajo del curador del Museo. Al centro de este bodegón de cosas se encuentra indudablemente Ramírez, quien combina erudición anticuaria y experiencia internacional con sus conocimientos como local para sopesar hipótesis, comparar especulaciones y proponer métodos para el estudio de las antigüedades mexicanas. Como respuesta a los coleccionistas extranjeros que insistían en que las antigüedades eran de quienes las estudiaban, Ramírez afirma que los mexicanos estudian sus antigüedades. Unos años después, como miembro del gabinete del emperador Maximiliano, dará una respuesta similar al marqués de Monthalon, embajador de Francia en México, cuando éste le espetó que los mexicanos eran tan bárbaros que no dejaban que los franceses se llevaran objetos del Museo para estudiarlos: “Seríamos bárbaros si lo permitiésemos.”

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l Museo Nacional inaugurado en la calle de Moneda en 1867 era el fruto del largo proceso de ajuste, aprendizaje y supervivencia del museo fundado en 1825 sin más guión que el de coleccionar antigüedades y objetos de historia natural. Durante las primeras décadas después de su creación, aprendió a ser no tanto un museo nacional —porque, además, como proclamó Mariano Otero, entre otros, ni la nación ni el espíritu nacional existían en esos años de desacuerdo y guerra civil— como un museo. Es decir, el Museo aprendió a competir por objetos con otras instituciones y a hacer visible su colección ante los ojos de mexicanos y extranjeros y, por lo tanto, a poner de manifiesto su trabajo como generador de

conocimientos. A su vez, después de la restauración de la República, los nuevos políticos aprenderían a dar significados nacionales a los objetos custodiados y estudiados por los curadores. Aunque la colección del Museo en su primer medio siglo era, como vimos, sumamente heterogénea, se vislumbran en ella sin embargo algunas tendencias que serían reforzadas durante las últimas décadas del siglo xix. Primero, el olvido paulatino de la historia natural y la predilección por las antigüedades como objetos de una colección nacional por excelencia. Así, mientras Icaza había accedido a intercambiar antigüedades para obtener pájaros emplumados, treinta años después Ramírez despediría al taxidermista que emplumaba pájaros en el Museo; la historia natural regresaría al Museo en el porfiriato, pero no por mucho tiempo. Segundo, si los mexicanos defendían —como lo habían hecho coleccionistas extranjeros— que los objetos eran de quienes los estudiaban, se hacía patente que las antigüedades, custodiadas durante siglos por comunidades indígenas, pertenecerían en adelante al Museo; cualquier otro uso de las antigüedades sería olvidado a favor del valor del objeto como pieza de colección. Tercero, más allá de su espacio atiborrado de cosas, el Museo se hacía presente también en sus colecciones de papel: fue a través de sus publicaciones, más que de sus colecciones abarrotadas, que pudo exhibir sus objetos y educar al público. En sí, este último punto encierra una lección importante para el historiador: el Museo Nacional era más que una colección de leyes y que unos cuantos salones en el edificio de la antigua Universidad. A lo largo de cincuenta años, existió a través de sus publicaciones, su correspondencia, sus relaciones con diplomáticos, soldados, contrabandistas, coleccionistas nacionales y extranjeros, editores, artistas y comunidades indígenas. Es allí donde hay que empezar a buscarlo.

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Guillermo Dupaix, Antiquités mexicaines, París, 1834.

Guillermo Dupaix, Antiquités mexicaines, París, 1834.

CEHM, Grupo Carso, Fundación Carlos Slim

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