El Discurso en la corte: retórica, ficción e interpretación histórica en Dion Casio

June 7, 2017 | Autor: J. Cortés Copete | Categoría: Second Sophistic, Cassius Dio, Roman Empire, Augustus, Hadrian
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Descripción

LOS DISCURSOS DEL PODER / EL PODER DE LOS DISCURSOS EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA

LOS DISCURSOS DEL PODER / EL PODER DE LOS DISCURSOS EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA

CÉSAR FORNIS (ED.)

LIBROS PÓRTICO

Imagen de cubierta: “Perikles, von Kleon und seinem Anhang wegen der Bauten auf der Akropolis von Athen angegriffen” (1853), de Philipp von Foltz.

© Los autores Maquetación del texto: Juan Luis López Fernández-Golfín Maquetación de la cubierta: Lola Martínez Sobreviela Edita: Libros Pórtico Distribuye: Pórtico Librerías, S. A. Muñoz Seca, 6 - 50005 Zaragoza (España) [email protected] www.porticolibrerias.es ISBN: 978-84-7956-123-9 D.L. Z 1729-2013 Imprime: Ulzama Digital Impreso en España / Printed in Spain

ÍNDICE

Prólogo

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El discurso sofístico: el poder del dêmos en Protágoras Domingo Plácido

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El discurso fúnebre: El epitaphios logos de Pericles en Tucídides Adolfo J. Domínguez Monedero

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El discurso ecuménico: geografía griega e imperialismo persa en Heródoto Francisco Javier Gómez Espelosín

37

El discurso de género y del honor: Artemisia de Halicarnaso y Aminias de Palene en Heródoto Violaine Sebillote Cuchet

55

El discurso sobre el bárbaro: Aqueménidas, Arsácidas y Sasánidas en las fuentes grecorromanas Manel García Sánchez

73

El discurso sobre la democracia: las demegorías de Demóstenes Laura Sancho Rocher

111

El discurso romano republicano: filosofía, palabra y poder en Cicerón Pedro López Barja de Quiroga

129

El discurso sobre la monarquía: los discursos Sobre la realeza de Dión de Prusa Mª José Hidalgo de la Vega

141

El discurso a Roma: el A Roma de Elio Aristides Fernando Lozano Gómez

157

El discurso en la corte: retórica, ficción e interpretación histórica en Dion Casio Juan Manuel Cortés Copete

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El discurso laudatorio cristiano y pagano: los panegíricos a Teodosio de Ambrosio y Pacato Manuel Rodríguez Gervás

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El discurso ante el senado: la relatio de Anicio Acilio Glabrio Faustus Mª Victoria Escribano Paño

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PRÓLOGO Muchos y variados fueron los discursos del poder que conoció la Antigüedad grecorromana. En todos ellos la palabra, el lógos, se nos presenta como un eficaz vehículo adaptado a las necesidades, intereses y circunstancias de quien lo pronuncia y de quien lo auspicia. Hay por tanto una relación estrecha, una imbricación simbiótica, entre el discurso y las esferas de poder (ya sea éste político, social, intelectual, religioso, de género, etc.). El libro que aquí prologamos pretende mostrar toda esa riqueza a través de un abigarrado repertorio de modelos discursivos encarnados en conspicuas personalidades representativas de los mismos y contextualizados en distintos momentos espacio-temporales, desde la Grecia clásica a la Antigüedad Tardía, con el fin de que nos ayuden a comprender mejor un mundo antiguo en el que la oralidad era hegemónica. El denominador común es que todos hablan sobre el poder, bajo distintas formas y parámetros, y todos se libran desde una posición de poder, sea éste de la naturaleza, el grado y el alcance que sea. Los capítulos que configuran la presente obra constituyen en su mayoría las ponencias presentadas en las jornadas que, bajo el mismo título, celebramos los días 18 y 19 de febrero de 2013 en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, entre un más que notable interés y aceptación de colegas, estudiantes de Grado y Posgrado e incluso un público más amplio atraído por el tema del poder y la oratoria en la Antigüedad. Dos únicas variaciones han sido introducidas con respecto al programa original. Por un lado, se ha incorporado el discurso de género, aunado coherentemente con el discurso sobre la virtud cívica por parte de la Dra. Violaine Sebillote; ni el epígrafe ni la profesora gala formaron parte de aquellas jornadas. Por otro, no ha sido posible incluir el texto sobre el discurso fúnebre expuesto en su día por la Dra. Ana Iriarte, quien ya lo tenía comprometido con otra publicación, de modo que ha sido sustituido por el elaborado ad hoc por el Dr. Adolfo Domínguez Monedero. No quisiera cerrar este sucinto prólogo sin el reconocimiento debido hacia quienes han hecho realidad este volumen colectivo. A cada uno de los autores, por su total disposición a la hora de contribuir con sendos textos en los que ponen de manifiesto su capacidad para condensar magistralmente la complejidad de un paradigma discursivo; a la Universidad de Sevilla, que financió las Jornadas que están en el origen del libro que ahora toma cuerpo, sobre todo en unos tiempos en que la precariedad económica daña sensiblemente la tan necesaria labor de las instituciones científicas; a Pórtico Librerías, y particularmente a Marián Torrens, por haber considerado que tanto el tema abordado como la forma de hacerlo revestían interés para su publicación; finalmente, mi agradecimiento y afecto más especial al

Ldo. en Historia Juan Luis López Fernández-Golfín, antiguo alumno y ahora buen amigo que desinteresadamente ha puesto sus vastos conocimientos informáticos al servicio de la maquetación del volumen, solventando cuantos obstáculos han ido surgiendo durante la misma. César Fornis Sevilla, a 16 de noviembre de 2013

EL DISCURSO EN LA CORTE: RETÓRICA, FICCIÓN E INTERPRETACIÓN HISTÓRICA EN DION CASIO JUAN MANUEL CORTÉS COPETE Universidad Pablo de Olavide “L’empire, l’histoire de Rome, le monde au IIe siècle, forment le sujet et l’inspiration des vastes histoires d’Appien et de Dion; c’est dire que ce sont de vrais historiens, bien que médiocres” (Reardon 1973: 207)

Dion Casio no es un historiador con suerte (Schwartz 1899). No se trata sólo de que su obra no se haya conservado entera. Tácito, sin ir más lejos, ha sufrido un destino parecido y disfruta, por el contrario, de la inestimable aprobación de los estudiosos modernos. Por paradójico que sea, tampoco le ha ayudado el hecho de que gozara de una fama considerable en época bizantina y que algunos monjes eruditos utilizaran su obra para escribir sus compendios de la historia del imperio romano. Gracias a ellos conocemos hoy mucho de los que Dion escribió. La meritoria y agotadora labor de Boissevain nos permite hoy leer un trasunto de la obra del historiador bitinio casi completo (Boissevain 1895: I-CXXIII). Los fragmentos ordenados de Jifilino y de Zonaras, acompañados y completados por los excerpta vaticana, consiguen que nos hagamos una idea cabal de la magnitud de la obra de Dion y, para la época imperial, que tengamos un relato bastante coherente de aquellos reinados para los que fallan los demás testimonios, griegos y latinos. Pero la incapacidad antigua para el resumen, que conduce a la extirpación de los textos como método para realizar compendios, el gusto por lo patético de la historiografía bizantina, y la poderosa influencia de la retórica escolástica han marcado los procesos de abreviación de la Historia Romana, ofreciendo de ella un pobre reflejo del original (Millar 1964: 1-4; Murison 1999: 1-5). El resultado de estos tres factores del proceso de reescritura bizantina ha sido que buena parte de los libros dedicados a los años que siguieron a la muerte de Augusto están compuestos de menciones de acontecimientos inconexos, producto de la eliminación de los enlaces discursivos originales, relatos de batallas de fuerte patetismo (Harrington 1970), pero casi inútiles para la reconstrucción de los procesos históricos, y discursos ficticios, despreciados, no sin razones, por los investigadores modernos (Schwartz 1899: 1718-1719, con lista de discursos; Millar 1961). “Recopilé en diez años todo lo que había sido hecho por los romanos hasta la muerte de Severo y lo redacté en otros doce” (LXXII 23.5; Barnes 1984; Gascó 1988: 113-116). Y así, tantos años de esfuerzo historiográfico han quedado conver-

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tidos en un “mal menor”, útil para acopiar algunas noticias aisladas de la acción de los diversos emperadores (Espinosa 1982: 426-429); una historia que utilizar allá donde no haya otra, fiable en tanto que haya sido posible identificar sus posibles fuentes. Y en este aspecto, se hace necesario reconocer que la Quellenforschung ha dado muestras de sus límites, siendo insuficiente, en cualquier caso, para pretender sostener la fiabilidad, y utilidad de Dion, en la validez de sus fuentes (Espinosa 1982: 416-419; Lintott 1997: 2498-2503; Murison 1999: 12-20). Pero quizás Dion no superara ni el juicio de algunos otros de los historiadores de época imperial. Flavio Josefo entendía así la labor del buen historiador: “El escritor aplicado no es el que transforma la ordenación y disposición ajena sino quien, además de dar informaciones nuevas, organiza un cuerpo de la historia propio” (BJ I 15; Millar 1964: 28). A juzgar por los restos conservados de su obra, no parece que Dion fuera capaz de componer una historia siguiendo criterios propios. La época republicana está redactada siguiendo un claro esquema analístico que para el imperio se conjuga con nuevos criterios biográficos de organización (Swan 1997). Siguiendo la estela del método de Suetonio (Wallace-Hadrill 1995: 1-26), los libros imperiales comienzan con una introducción al carácter del emperador, su formación, intereses, virtudes y vicios que sirven, en el propósito de Dion, como claves para comprender la narración de los acontecimientos que siguen, de nuevo en orden analístico. Podríamos considerar como valiosa la idea de que el surgimiento de la figura del emperador crea una nueva vertebración de la vida política, social, económica, cultural y religiosa del mundo romano y de que, por ello, es necesario analizar la personalidad que quien ocupaba el poder en cada momento. Enfocar la historia del imperio en la biografía de los emperadores refleja bien, al menos en parte, la naturaleza del cambio político, mientras que el mantenimiento del orden analístico se nos aparece claramente insuficiente. La anualidad de la acción política, propia de la república romana y de las poleis griegas, pierde sentido a partir de Augusto cuando es la vida del emperador el elemento que marca la continuidad, o la discontinuidad, de la acción política. Por ello, la simple yuxtaposición de las biografías y del relato cronológico (Questa 1957) ofrece al historiador moderno una cierta sensación de frustración historiográfica en detrimento del prestigio de Dion. La Historia Romana, no obstante, ha despertado gran interés especialmente a partir del libro dedicado a Cómodo (Gabba 1955 y 1959; Alföldy 1974; De Blois 1984). Siguiendo los criterios de Josefo, es a partir de entonces cuando Dion empieza a ofrecer informaciones nuevas (μετὰ τοῦ καινὰ λέγειν). Él mismo es consciente del nuevo valor que adquiere su obra y se enorgullece de ello: Trabajaré con mayor fineza (λεπτουργήσω) y narraré con mayor detalle (λεπτολογήσω) los acontecimientos contemporáneos que los sucedidos anteriormente, puesto que yo los presencié (ὅτι τε συνεγενόμην αὐτοῖς) y puesto que no conozco a ningún otro de entre los que pueden escribir un digno relato de los hechos que tenga tan exacto conocimiento como yo (διηκριβωκότα αὐτὰ ὁμοίως ἐμοί) (LXXIII 18.4).

Esta exaltación de la Historia Contemporánea posee una doble filiación, vital e intelectual (Escribano 1999). Dion fue senador en Roma y desempeñó no pocos honores y funciones, ocupando, incluso, por dos veces el consulado. Desde su periodo de formación política en tiempos de Cómodo hasta su profunda relación con

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los emperadores de la dinastía de los Severos, Dion se presenta como un testigo privilegiado de los cambios que el imperio estaba sufriendo. Por otro lado, hijo intelectual de la formación retórica y escolástica y ávido como todos de modelos clásicos a los que imitar, Dion encontró en Tucídides el maestro para su labor historiográfica. Su léxico, sus fórmulas retóricas, sus estructuras sintácticas, sus estrategias discursivas e incluso sus categorías ideológicas de interpretación deben mucho al historiador ateniense del siglo V a.C. Y también a él le debía la idea de la relación entre la magnitud de los acontecimientos y la importancia de la obra del historiador. Si en algún momento Dion puede sentirse un gran historiador es, sin duda, cuando inicia la narración de los acontecimientos de que ha sido testigo pues “no conozco a ningún otro ... que tenga tan exacto conocimiento como yo” (LXXIII 18.4). Pero en Dion no sólo cabe la vanidad de creer que los tiempos propios son los más importantes. Él, como algunos otros de sus contemporáneos, fueron capaces de comprender que vivían un tiempo de profundos cambios que podría suponer, incluso, un cambio de paradigma histórico. El reinado de Cómodo había abierto una nueva etapa histórica y con él se había despertado la vocación, y la necesidad, historiográfica del bitinio. A continuación (tras la muerte de Cómodo), se sucedieron grandes guerras y conflictos internos (πόλεμοι καὶ στάσεις μέγισται συνέβησαν) y yo compuse una obra histórica sobre aquellos asuntos por las siguientes causas (LXXII 23).

Apenas un siglo antes, Tácito se permitía proclamar, con modestia fingida e irónica, la insignificancia de su obra histórica en consonancia con la tranquilidad de sus tiempos: “la paz se mantuvo inalterada o conoció leves perturbaciones, la vida política de la ciudad languidecía y el príncipe no tenía interés en dilatar el imperio” (An. IV 32.2). Pero la aparente apatía política de la que Tácito se quejaba se mutó en frenesí historiográfico a partir del reinado conjunto de Marco Aurelio y Lucio Vero. Siguiendo la fórmula de F. Gascó (1986-87), se estaba produciendo la “recuperación de la Historia de Roma como un tema digno de ser historiado”. Las guerras habían estado vinculadas a la Historia y ahora renacían. El dinamismo de los acontecimientos incitaba a la reflexión historiográfica. Los grandes acontecimientos, y los grandes padecimientos a ellos asociados, conferían a aquel periodo de fines del siglo II la entidad necesaria para ser considerados dignos de la labor del historiador. Pero a diferencia de aquellos historiadores de pacotilla contra los que Luciano dirige su Quomodo historia conscribenda sit, los pathemata a los que Dion tuvo que enfrentarse no estaban destinados a proporcionar gloria a Roma, sino que eran los síntomas de una profundo cambio de sentido en la evolución de la historia. Ahora, en su tiempo, el imperio mundial se dirigía al abismo de la crisis política, social, económica y cultural. El gozne en torno al que se cambia de dirección era la muerte de Marco Aurelio y el reinado de Cómodo. La conciencia de vivir un cambio de era y la formación escolástica se unieron para hacer de Tucídides el maestro cuyos pasos seguir para construir la historia de Roma. Luciano, quien sabía que también los malos historiadores de su tiempo reivindicaban la figura de Tucídides como modelo (Hist. conscr. 5, 15, 26 y 42), fue capaz de identificar dos cualidades esenciales que debía poseer cualquier literato que quisiese escribir historia al modo del ateniense. La primera de ellas era la inteligencia política, ἡ σύνεσις πολιτική, don que no se adquiere sino que se posee por natu-

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raleza y permite penetrar en la realidad profunda de los acontecimientos. La segunda, la potencia interpretativa, ἡ δύναμις ἑρμηνευτική, que a diferencia de la primera cualidad se adquiría “con mucha práctica, trabajo continuo e imitación de los antiguos” (Hist. conscr. 34; Candau 1976). Desde luego, a esta imitación de los antiguos Dion dedicó no pocos de sus esfuerzos, tantos que en ocasiones puede producir la sensación de haber perdido incluso su inteligencia política; de haber convertido su Historia en una recreación formal de las técnicas de la historiografía clásica; de haber convertido su obra, en definitiva, en un ejercicio retórico más (Favuzzi 1990). Esta sensación se acrecienta cuando se leen los discursos que con contumacia se empeña en introducir en su obra. Es cierto que Tucídides, influido poderosamente por la sofística, convirtió los discursos, y los debates en forma de discursos contrapuestos, en instrumentos esenciales de su interpretación histórica. Pero para el caso de Dion, más allá de la imitación servil, parece difícil encontrar otra explicación distinta a la mera voluntad de adornar su escrito con sus habilidades retóricas. Esta sensación se acrecienta cuando el propio Dion es explícitamente consciente de la imposibilidad de conocer las palabras de sus protagonistas históricos a partir de la organización del poder imperial en el año 27 a.C. (Millar 1964: 34-38): Lo que aconteció con posterioridad a aquellas fechas no puede narrarse de la misma manera que se han contado los acontecimientos previos. En aquella primera época se remitían todos los asuntos al Senado y al Pueblo, incluso aquellos que ocurrían en algún lugar lejano. Por esta razón todos llegaban a saber de ellos y muchos eran los que componían obras sobre los mismos; y por esa misma razón la verdad sobre los mismos, aunque en algunos se contase principalmente por miedo, agradecimiento, amistad u odio, de algún modo llegaba a encontrarse, ya fuese en aquellos otros autores que habían escrito sobre ellos, ya fuese en los registros públicos. Pero desde aquel momento, la mayoría de los asuntos empezaron a ser tratados como secretos y reservados. Y si algunas noticias se hacen públicas, sin embargo no son dignas de crédito al no poder ser verificadas. Se sospecha que todo se hace y se dice según los designios de los sucesivos detentadores del poder y de sus allegados. En consecuencia, corren rumores de cosas que nunca han ocurrido, se ignoran otras muchas que efectivamente han sucedido y todas, abreviando, se divulgan de una manera completamente distinta a como en realidad han ocurrido. Además, la grandeza del Imperio y la multitud de sus negocios hacen aún más difícil mantener el rigor con ellos. Muchos son los sucesos de Roma y numerosos los que acontecen entre los súbditos; frente al enemigo, y por decirlo de alguna manera, todos los días ocurre algo. Y sobre ninguno de ellos nadie puede saber nada a ciencia cierta con facilidad, salvo quienes han participado de los mismos. En cambio, muchos son los que no saben nada en absoluto de ellos. Por todas esas razones yo contaré todo lo que sigue, en tanto que sea necesario que se cuente, tal y como se hizo público, ya sea que así sucediera en realidad o de cualquier otro modo (LIII 19).

De nuevo Dion parece seguir los pasos de Tácito (Hist. I 1), lamentando el proceso de ocultamiento interesado de la verdad histórica en época imperial. Pero, aun a sabiendas, el historiador bitinio no renunció a hacer hablar a sus personajes, algunos en público, otros, incluso en privado. Sobre los primeros quizás pudiera existir alguna vía para contrastar la información y descubrir los intereses que podrían haber conducido a incumplir el principal compromiso del historiador con la verdad. En el

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caso de los discursos privados, aquellos que Dion puso en boca de los propios emperadores y sus allegados de la corte, es evidente que no podían ser conocidos de manera alguna. Se trata, en estos casos, de evidentes imposturas que no parecen tener otra explicación razonable más que amenizar el relato y demostrar la habilidad retórica del historiador. Pero admitir una explicación semejante haría perder su sentido historiográfico incluso a la parte principal del libro LII, el debate entre Agripa y Mecenas sobre la forma de gobierno por la que Augusto debería inclinarse. Los discursos de Agripa y Mecenas son, evidentemente, el ejemplo mejor acabado del discurso cortesano sobre el poder. Desde hace décadas, los estudiosos se han esforzado por encontrar un sentido a este libro que dejase atrás la amenaza de considerarlo un simple artificio literario (Gabba 1962; Espinosa 1982). La idea de que constituye un proyecto político para el futuro del imperio se ha ido abriendo paso no sin dificultades. No obstante, sería bueno afrontar la cuestión de los discursos desde la perspectiva historiográfica (Hammond 1932) y de la retórica dominante en la creación literaria. Para ello voy a proceder a estudiar un grupo de discursos públicos atribuidos a Augusto al final de su reinado, y el pretendido discurso de Adriano en su lecho de muerte. I A comienzos de la primavera del año 9 d.C. Augusto salió al encuentro de Tiberio, que regresaba entonces de mandar en Dalmacia algunas operaciones militares. Juntos se dirigieron a los Saepta y desde una tribuna allí situada, todavía en el Campo Marcio, saludaron al pueblo. Durante aquellas ceremonias de bienvenida, los caballeros romanos solicitaron la derogación de las leyes que sancionaban a los ciudadanos romanos que se mantenían solteros, celibes, y a aquellos otros que, aun estando casados, no habían concebido hijos, orbi. Ante aquella petición, Augusto se decidió a pronunciar un doble discurso dirigido no sólo a quienes pedían la derogación de las leyes sobre el matrimonio sino también a quienes habían cumplido con ellas (LVI 1-9). Estas noticias de Dion son corroboradas, con algunas diferencias, por Suetonio (Aug. 34.2). El biógrafo también recuerda la petición de derogación, que sitúa, igualmente, durante un espectáculo público. Pero, a diferencia del historiador bitinio, Augusto no contestó con un discurso sino que mostró en público a Germánico con sus hijos, que llegaron a ser nueve, indicando así claramente cuál debía ser el comportamiento a imitar. Dion, en cambio, aprovechando aquella ocasión verdadera prefirió hacer hablar a Augusto, poniendo en su boca dos discursos ficticios. En el año 18 a.C., cuando se discutía la Lex Iulia de maritandis ordinibus, Augusto leyó en el Senado el discurso de Q. Cecilio Metelo Macedónico, censor del año 131-130 a.C., de prole augenda (Liv. Per. 59; Suet. Aug. 89.2). El historiador, siguiendo su esquema de desarrollo temporal, ya había recordado, en los pasajes dedicados al año 18 a.C., la promulgación de la lex Iulia de maritandis ordinibus y se disponía ahora, en el libro LVI, a dar información de la publicación de la lex Papia Popea, que reunía todas las demás disposiciones sobre familia y matrimonio que a lo largo de sus años de gobierno Augusto había dictado y que, además, actualizaba la lex Iulia (LIV 16, LVI 10.3; Wallace-Hadrill 1981). Así, los discursos deben entenderse como un intento de ofrecer una reflexión política sobre uno de los asuntos que había preocupado profunda-

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mente a Augusto; asuntos, además, en los que el propio emperador tenía mucho que ocultar y callar. Como señaló Wallace-Hadrill (1993: 97), Augusto pretendió siempre mantener unido un frágil mundo romano no sólo a través de la fuerza de las armas. La coniuratio de Italia y Occidente que le condujo a la victoria de Accio le obligaba a desechar cualquier pretensión de nivelación política que supusiera la pérdida de la primacía de los itálicos, latinos y romanos. Pero por otro lado, la despolitización de la ciudadanía romana, consecuencia inevitable de la instauración de su propio poder personal, exigía redefinirla para que fuese algo más que un simple estatuto sociolegal (Wallace-Hadrill 2008: 441-454). La vía elegida fue el establecimiento de unos valores morales que pretendían ser comunes. El diagnóstico que se había hecho de la crisis de la República, que se entendía como producto del colapso moral de la oligarquía romana, exigía esa restauración asentada en los valores de la tradición, mores, ahora no sólo rescatados, sino recreados. Parte de esa recuperación –invención– de los mores era, necesariamente, lo que podríamos llamar la reconstrucción de los valores de género (Gleason 1995). La función social de las mujeres y el carácter de los viri romanos, unidos a través del matrimonio y destinados a la procreación y al mantenimiento del grupo, del populus, dominante fueron explicitados y ofrecidos como modelos de comportamiento moral sancionado por la fuerza de dos leyes separadas por más de tres lustros. Y así suenen las primeras palabras que Dion presta a Augusto cuando se dirige a los romanos casados y padres de familia: Yo, por mi parte, sólo puedo elogiaros por vuestro comportamiento. Os guardo el mayor de los reconocimientos porque sois obedientes y engrandecéis la patria. Y es gracias a quienes viven como vosotros que los romanos, en el futuro, serán una gran nación. Pues aunque al principio fuimos un pueblo pequeño, después, cuando comenzamos a practicar el matrimonio y empezamos a tener hijos, superamos a todos los demás pueblos, no sólo en virilidad sino en número de hombres. Con esta idea en la mente, debemos ofrecer un consuelo a la esencia mortal de nuestra naturaleza con la eterna sucesión de generaciones, al modo de antorchas, para que convirtamos en inmortal, con la sucesión de unos a otros, el único aspecto de nuestra naturaleza en que la felicidad de los dioses nos supera (LVI 2.1-2).

A continuación Dion hace que Augusto se extienda en una reflexión teórica, de carácter religioso, con la que pretende mostrar que el matrimonio y la generación de la prole es un comportamiento acorde con la voluntad divina que asegurará la pervivencia, material y espiritual, del pueblo romano. No desaprovecha el historiador la ocasión para exponer el ideal de mujer romana que debía implantarse, tan lejos ya de la independencia y el poder que algunas habían adquirido durante los tiempos turbulentos de las guerras civiles y de la actitud de algunas que formaban parte de la familia del emperador. ¿No es el mejor don una esposa casta, que guarde la casa, buena administradora, que sepa criar a sus hijos, que te alegre en la salud y te cuide en la enfermedad, que te acompañe en la felicidad y te consuele en la desgracia, que sepa contener la naturaleza alocada de la juventud y que temple la rigurosa severidad de la vejez? (LVI 3.3).

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Y concluye el Augusto de Dion con la exaltación de las ventajas que proporciona para la prosperidad de la nación, la felicitas temporum, la abundancia de hombres: campos cultivados, mercados repletos, mares transitados y filas del ejército siempre llenas. Se encuentra aquí la exposición del programa de restauración moral e ideológico de Augusto, explicación que se completa a través de los dos siguientes discursos dirigidos a aquellos que han incumplido con estos principios en diverso grado. El discurso de censura cumple varias funciones en el desarrollo historiográfico de Dion. En primer lugar se convierte en la ocasión de enunciar con detalle el contenido de las diversas leyes y normas destinadas a favorecer el matrimonio y la procreación en el seno del cuerpo cívico romano (Ferrero Raditsa 1980). Así por ejemplo, dice: Os he permitido buscar para vuestros matrimonios a muchachas todavía tiernas y que, de ningún modo, tienen edad para casarse, para que, con el marchamo de los que ya están comprometidos en matrimonio, podáis llevar una vida provechosa para vuestra casa. También he aceptado que las libertas pudieran ser tomadas como esposas por aquellos que no pertenecen al Senado para que, si alguno hubiese sido llevado a esta situación, ya sea por amor o por simple convivencia, pudiera hacerlo legalmente. Y ciertamente tampoco os he apremiado sino que, en un primer momento, os di tres años enteros para vuestros preparativos y después, dos más (LVI 7.2).

Ciertamente la ley Julia consideraba a los prometidos en matrimonio con el mismo estatuto que los ya casados, con lo que se veían libres de las penas previstas para los solteros y beneficiados de los premios para los casados. En cualquier caso, esta situación no podía prolongarse indefinidamente en el tiempo. Pero además, el discurso es aprovechado para censurar el comportamiento inmoral de estos aristócratas, puesto que el desorden en la vida privada ponía también en riesgo la vida de la ciudad: Pues, en efecto, no os complacéis en el celibato para llevar una vida sin mujeres. Ninguno de vosotros come solo ni se acuesta solo; sólo queréis tener la libertad para cometer excesos y comportaros con impudicia (LVI 7.1).

Y por último, aunque se hace en primer lugar, el discurso se convierte en la ocasión para negarles el nombre de vir a aquellos romanos que incumplen sus deberes familiares. Perplejo me enfrento a esta situación. ¿Cómo debería llamaros? ¿Hombres, si no estáis cumpliendo ninguno de los deberes propios de los hombres? ¿Ciudadanos, cuando la ciudad muere por vuestra actitud? ¿Romanos, si estáis en el intento de destruir ese nombre? No obstante, quienquiera que seáis, cualquiera que sea el nombre que os convenga, perplejo me enfrento a esta situación (LVI 4.2).

La dureza de la acusación es evidente. El programa augústeo de recuperación moral y política estaba centrado en el vir, en su principal cualidad, la virtus, y en el fortalecimiento del nomen Romanus (Spawforth 2012: 4-11). El apartamiento de esta trinidad de conceptos precipitaría a Roma a su desaparición, como ya estuvo a

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punto de ocurrir durante la crisis de la República, y a ser sustituido, como pueblo dominante, por alguno de los dominados. No es justo ni bueno que nuestra estirpe se termine, ni que el nombre de los romanos se extinga con nosotros, ni que nuestra ciudad acabe por ser entregada a otros hombres, ya sean griegos o bárbaros (LVI 7.4).

Vistos así, esta serie de discursos, que son claramente obra de la habilidad retórica de Dion, no está destinada, como en Tucídides, a dar a conocer las opiniones de los protagonistas históricos en algún momento dado, ni tampoco a traslucir el modo de pensar y la personalidad de los mismos. Podrían parecer entonces simples adornos retóricos del historiador ávido de demostrar sus habilidades literarias. Pero como creo que se ha podido ver, más bien constituye un instrumento para la reflexión teórica del historiador. Dion ha estado dando cuenta de las diversas medidas que Augusto fue tomando a lo largo del tiempo con respecto al matrimonio y la familia. La estructura temporal de su narración le impedía ofrecer la interpretación histórica de estas medidas. Y eso es precisamente lo que hace a través de unos discursos inventados y puestos en boca del propio Augusto. A través de ellos tenemos la identificación de un programa moral que se convierte así en causa y explicación de muchas de las noticias que ya habían sido recordadas y de otras que habrían de venir. Los discursos, en este caso, no tenían como objeto ni la circunstancia histórica precisa que conduce a la promulgación de la lex Papia Papiria ni el pensamiento de Augusto, sino su programa político y de recuperación moral. Más evidente se hace aún la finalidad historiográfica de estos discursos cuando se comparan con alguno de los contenidos en los libros de Nerón. A principios del libro LXII Dion se detiene en la sublevación de Britania del año 61 capitaneada por Boudica (Bulst 1961). A ella el historiador la hizo hablar (LXII 3-5; Tac. An. XIV 35; Overbeck 1969; Syme 1958: 762-766). Pocos discursos hay tan imposibles como este. Imposible, en primer lugar, porque a la reina bárbara se la hace hablar como si fuera un nuevo Demóstenes contra Filipo. Demóstenes, en su primera Filípica, pretendía animar a sus compatriotas, paradójicamente, censurándoles por ser los culpables, con su inacción, de la mala situación en que se encontraba Atenas. No habían tomado ninguna decisión correcta y esto les había llevado al desastre; gracias a sus palabras sabrían qué hacer y así escapar a la amenaza del macedonio. Y de la misma forma se expresaba Boudica: Pero, para decir la verdad, nosotros hemos sido los responsables de todos nuestros males puesto que al principio les permitimos desembarcar en la isla y no los expulsamos de inmediato como hicimos con aquel célebre Julio César. Culpables nosotros mismos, que no hicimos que su intento de navegación, ya desde la lejanía, fuera terrorífico para ellos, como hicimos con Augusto y con Gayo Calígula ... Pero ya que no antes, al menos ahora, conciudadanos, amigos y parientes –pues considero que todos estamos emparentados puesto que somos los habitantes de este única isla y, además, nos hacemos llamar por un único nombre común a todos–, hagamos lo que conviene mientras todavía recordemos nuestra libertad, para que podamos dejar como legado a nuestros hijos no sólo de este nombre sino también su realidad (LXII 4).

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Imposible también el discurso porque no habría habido ninguna forma de que Dion pudiera conocer, efectivamente, no ya el contenido de la arenga de la britana sino el mismo hecho de la existencia de la alocución. El carácter de irrealidad de aquellas palabras, que no debía de pasar desapercibido para los lectores de la época, se acentuaba por la inversión social y moral que Dion aprovecha para describir. Al modo en que el bárbaro se utilizaba también como modelo inverso de la libertad frente a la esclavitud de la civilización, Dion utiliza a una mujer como amenaza real contra una dinastía imperial corroída por sus propios vicios, que la han alejado de la restauración moral que Augusto había pretendido. En el tiempo en que él [Nerón] se divertía así en Roma, ocurrió un terrible infortunio en Britania. Dos ciudades fueron saqueadas y ocho mil personas, entre romanos y aliados, murieron. Y la isla se separó del Imperio. Ciertamente todo esto les ocurrió por obra de una mujer de tal manera que sobre ellos, y por esta misma razón, recayó la mayor de las vergüenzas (LXII 1.1).

Y así, Boudica se muestra como una mujer llena de virtudes masculinas, dispuesta a dar muestras de valor y coraje militar, capaz de hablar y conducir a su pueblo, sabedora del valor de la auténtica libertad: Pero quien, principalmente los animó, quien los convenció para luchar contra los romanos, quien fue considerada digna de mandarlos y de dirigir toda la guerra, era Boudica, una mujer britana de linaje real y que tenía un espíritu más grande del que correspondería a una mujer. Pues ella reunió un ejército que estaba alrededor de los doce mil hombres y se subió a una tribuna que estaba construida sobre el suelo a la manera romana. Era grande de cuerpo y de aspecto terribilísimo; de mirada vivísima, también tenía la voz ronca. Una cabellera abundante y muy rubia le llegaba hasta las nalgas. También llevaba un gran collar de oro; vestía una túnica de variados colores y sobre ella un manto grueso que abrochaba con una fíbula. Siempre iba así vestida. Pero en aquella ocasión también llevaba una lanza de tal manera que también por esto causaba espanto en todos (LXII 2.2-4).

Y frente a una Boudica tan brava que merecería ser un hombre, el desprecio más absoluto por Nerón: Te doy las gracias, Andraste, y te invoco, de mujer a mujer. No gobierno sobre los egipcios que llevan cargas, como Nitokris, ni sobre los comerciantes asirios, como Semíramis –actividades que también nosotros hemos conocido de manos de los romanos–; ni siquiera gobierno sobre los propios romanos, como primero hizo Mesalina, después Agripina y ahora Nerón quien, aunque tiene nombre de varón, realmente es una mujer –y he aquí la prueba: canta, toca la cítara y se acicala–, sino sobre los varones de Britania... (LXII 6.2-4).

Y un poco más adelante feminiza incluso el nombre el emperador: Y que esta Domicia Nerona no reine ni sobre mí ni sobre vosotros sino que, con su canto, sea la señora de los romanos, pues ellos sí que merecen estar sometidos a una mujer así, a la que tanto tiempo llevan soportando como su tirana (LXII 6.5).

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De esta forma tiranía, molicie, inversión sexual, cultura griega y, lo que es más importante, renuncia a los valores de la romanidad tal y como habían sido definidos en el programa conservador de Augusto, se convierten en fenómenos coadyuvantes de la crisis política, militar y, en última instancia, del fin de la dinastía (Champlin 2006). Una serie de discursos ficticios, todos ellos artificios retóricos, se usan así no sólo en como un instrumento destinado a aliviar la lectura del texto sino, fundamentalmente, como el resorte intelectual para exponer lo que Dion creía que eran las causas profundas del devenir histórico. II Enfermo ya Adriano, en el año 137, sintió la necesidad de designar sucesor y para ello eligió a Elio Cómodo, con tan mala fortuna de que el joven designado no tuvo la fortaleza necesaria para afrontar los rigores atenuados de la vida en los cuarteles y, tras algunos desórdenes físicos, fue desahuciado a la espera de su pronta muerte (Birley 1997: 279-300). En estas circunstancias Dion cuenta cómo el emperador convocó a su casa a un grupo selecto de senadores y ante ellos pronunció un pequeño discurso. El hecho de que hoy podamos leer ese discursito ya es en sí mismo sorprendente pues, a diferencia de los otros discursos citados anteriormente, sólo conservamos trazas indirectas del libro LXIX, trazas, además, muy fragmentarias. No obstante, el abreviador bizantino creyó, con buen criterio, valiosa la pieza (quizás por su valor literario) y la incluyó en su epítome. Las palabras de Adriano fueron breves y en ellas se contiene un elogio del principado adoptivo que habría de caracterizar a la dinastía. Queridos amigos, aunque la naturaleza no me ha concedido tener descendencia, vosotros me la habéis concedido por ley. Este método se diferencia de aquel primero en que el hijo de nacimiento es como le haya parecido bien al hado mientras que uno elige para sí al hijo voluntariamente adoptado. De esta forma, muchas veces la naturaleza otorga un hijo lisiado o estúpido, mientras que por el método de elección siempre se escoge un hijo bien formado de cuerpo y mente. Por eso, en un primer momento y de entre todos, escogí a Lucio, un hijo como nunca hubiera podido esperar que naciera de mí. Pero puesto que nuestro destino nos lo ha arrebatado, he encontrado en su lugar un nuevo emperador para vosotros, que os confío. Es noble, afable, fuerte, prudente, incapaz de acometer alguna acción imprudente por su juventud o de despreocuparse por su avanzada edad; ha sido criado según las leyes y ha ejercido el mando según las costumbres patrias, de tal manera que no desconoce los asuntos relacionados con el imperio y puede hacer uso de sus recursos de la mejor manera. Me refiero a Aurelio Antonino, aquí presente. Y aunque sé que es la persona más reluctante a la actividad política y el que está situado más lejos de esta ambición, sin embargo creo que no nos defraudará, ni a mí ni a vosotros, sino que contra su voluntad aceptará el imperio (LXIX 20.2-5).

Es evidente que las palabras puestas en boca del moribundo emperador enlazan directamente con algunos otros pasajes de autores de profundo valor político. Tácito es el primero. En el libro primero de sus Historias el escritor latino introdujo también otro discurso ficticio para hacer explícito el programa de la monarquía adoptiva. La ocasión fue la adopción de Pisón por Galba (Tac. Hist. I 15-16; Syme 1958: 151-152, 182-183; Paratore 1962: 324ss): “Augusto buscó un sucesor dentro de su

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familia, yo en el Estado, y no porque no tenga parientes o compañeros de armas”. La pretensión de que el sucesor debía buscarse entre quien fuera el mejor del Senado, de la estrecha oligarquía que lo conformaba, había nacido como fundamento ideológico de los organizadores de la conspiración que acabó con el asesinato de Domiciano y enlazaba con algunas corrientes estoicas desarrolladas entre la oligarquía romana (Grainger 2003). El primer año del breve reinado de Nerva fue el momento de poner en práctica, por primer vez, aquella idea. Y los resultados fueron satisfactorios para la oligarquía romana. Plinio, en su Panegírico, no se expresaba de distinta manera: “Te convertiste a la vez en hijo y en César, pronto en emperador y partícipe de la potestad tribunicia, y de una vez e inmediatamente en todas las cosa que hasta hace poco un padre legítimo había compartido sólo con uno de sus hijos” (8.6). Y Dion también consideraba excelente este proceso: Y entonces Nerva, vilipendiado así por su vejez, subió al Capitolio y dijo elevando la voz: “¡A la buena fortuna del Senado, del Pueblo romano y de mí mismo, adopto a Marco Ulpio Nerva Trajano!”. Después en el Senado lo nombró César y le escribió, de su puño y letra, la siguiente carta –pues Trajano gobernaba Germania–: Que paguen las dánaos mis lágrimas con tus dardos. Así se convirtió Trajano en César y, a continuación, en Emperador, aunque Nerva tenía algunos parientes vivos (LXVIII 3.4).

Pero si la sucesión de Nerva por Trajano puede presentarse como el ejemplo acabado de este modo de transmisión del poder, el propio Dion parece mantener una profunda querella por el modo en que Adriano fue aclamado emperador (Galimberti 2007: 15-30). Adriano no fue adoptado por Trajano. No obstante Adriano era su conciudadano y estuvo bajo su tutela, estaba vinculado con él por parentesco y casó con una sobrina suya. En suma, estaba vinculado a Trajano y compartía con él la vida diaria (LXIX 1.1).

Es evidente que en el relato de Dion había un impugnación absoluta a la llegada al trono de Adriano desde los principios del partido que sostenía la idea del imperio adoptivo. Ni Adriano había sido efectivamente adoptado ni era ajeno a los lazos de parentesco. Frente a Galba o Nerva, quienes eligieron un sucesor ajeno explícitamente a sus vínculos familiares, Adriano heredó la posición de Trajano porque compartía con él linaje y había casado con Sabina, sobrina nieta del emperador: “estaba vinculado con él por parentesco y casó con una sobrina suya, γένους θ` οἱ ἐκοινώνει καὶ ἀδελφιδῆν αὐτοῦ ἐγεγαμήκει”. Y a ello añadía el historiador la peor de las censuras posibles, haber conseguido el poder por una maquinación de la esposa del moribundo Trajano, Plotina, con el apoyo del poder militar (HA. Hadr. IV 10; Eutr. VIII 6.1; Aur.Vic. De Caesaribus XIII 13): Pero Atiano, que también era su compatriota y había sido su tutor, y Plotina, movida por un sentimiento amoroso, lo designaron no sólo César sino también emperador cuando Trajano murió sin hijos, porque estaba cerca y tenía a sus órdenes un poderoso ejército (LXIX 1.2).

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Dadas estas circunstancias, resulta absolutamente sorprendente que Dion, algunas páginas más adelante, convirtiera a Adriano en firme adalid de un sistema de sucesión imperial que él mismo había incumplido cuando en agosto de 117 se hizo con el poder. Pero creo que esta incoherencia tiene una clara explicación histórica. Dion consideraba que, pese al intermedio irregular de Adriano, este había restaurado el proceso de sucesión por elección (Galimberti 2007: 31-44) del mejor senador dando así cumplimiento, al final de su reinado, al programa de quienes habían matado a Domiciano y obligado a Nerva a adoptar a Trajano. La bondad de esta corrección tuvo su efecto durante más de cuarenta años, cuando a Antonino Pío le sucedió Marco Aurelio, quien comparte durante un breve periodo el mando con Lucio Vero. Hay aquí un último servicio prestado a la República, entendida esta como la coalición de intereses nobiliarios representados en el Senado, que llevó al imperio al cumplimiento de su Edad de Oro. Tan clara resulta esta idea que la sucesión de Marco Aurelio se convirtió, como se dijo más arriba, en el momento en el que se torció la vida del imperio: Pero una única cosa lo hizo desgraciado [a Marco Aurelio], que, aunque crió y educó a su hijo de la mejor manera posible, este erró por completo el camino de su padre. Sobre este debemos hablar ahora, aunque nuestra historia haya caído de una realeza dorada a otra de hierro y óxido, y de aquellos asuntos que afectaban a los romanos de antaño a estos otros que nos atañen a nosotros (LXXII 36.2).

Resulta así evidente que el discurso puesto en boca de Adriano constituye la objetivación de un proyecto político que sustentó la dinastía de los Antoninos. Y como procedimientos para el acceso al poder, la elección del mejor se convirtió, a los ojos de Dion, en causa de la felicidad del imperio. Tan pronto como se rompió aquel principio volvieron los tiempos turbulentos. No sería necesario cuestionarse más las veracidad de las palabras de Adriano; aquel discurso es, nada más y nada menos, que el instrumento que elige el historiador para desarrollar la reflexión histórica y bucear en las causas profundas del devenir del imperio. III De los ejemplos aducidos, discursos públicos, privados, de romanos en el poder o de sus enemigos, y de los argumentos utilizados podrían enunciarse algunas conclusiones. A Dion le gusta introducir estos discursos a sabiendas de que su público no los entenderá como trasunto de actos verdaderos puesto que también es explícitamente consciente de la pérdida del carácter público de la vida política en Roma a partir del gobierno de Augusto. Y no obstante insiste en hacerlo por motivos estilísticos, sin duda. La historiografía, como género literario, había incorporado el discurso de los protagonistas como una pieza esencial a partir de Tucídides. Poco importa que las condiciones históricas y la formas de hacer historia fueran esencialmente diferentes entre la polis democrática del siglo V a.C. y el imperio autocrático del siglo III d.C. La preceptiva literaria, tal y como recordaba Luciano, permitía y, hasta cierto punto obligaba, a que se recogieran la palabras de los agentes históricos. La vanidad literaria podría ser considerada, sin ningún demérito, motivo fundamental para su inclusión. Todos los escritores que crecieron bajo la influencia de la Segunda Sofística deseaban mostrar su maestría retórica y su capacidad para dominar

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los diversos registros literarios. Por eso, incluir discursos de algunos personajes ofrecía al historiador la posibilidad de cambiar de estilo, haciendo más ligera la lectura de su obra, y de desplegar buena parte de sus conocimientos literarios aprendidos con tanto esfuerzo en la escuela de retórica. Pero creo que en Dion podría añadirse una tercera razón, igualmente dentro del ámbito de la creación intelectual, pero referida sólo al género de la Historia. Tal y como esta había evolucionado en tiempos del imperio, y tal y como podemos encontrar descritas las reglas del género en Luciano, la Historia era una forma de escribir encorsetada en los preceptos del género. Qué asuntos debían tratarse, en qué manera debían analizarse y cómo debían exponerse no era algo que estuviera al libre albedrío del autor sino que obedecía a las reglas escolásticas. La guerra, el conflicto político civil y el orden cronológico eran, en definitiva, los asuntos dignos de ser historiados. Tácito ya se quejaba de los estrechos límites de su relato, aunque su genio político permitiera superarlos ampliamente. Pues bien, creo que Dion utilizó los discursos para escapar, precisamente, a esos límites de la historiografía. Como he tratado de mostrar, Dion utiliza el discurso de Augusto para enunciar los principios de su “renacimiento moral” del cuerpo cívico, algo que necesariamente quedaba diluido en la sucesión de noticias a través del tiempo. De la misma manera, lo convierte en el enunciado de la decadencia moral de la dinastía Julio-Claudia, y por tanto también en causa de su desaparición. Y, en el último ejemplo, a través de las palabras de Adriano se permite exponer explícitamente los principios del principado adoptivo. Son estos discursos, en definitiva, los instrumentos del historiador para superar una forma de hacer historia que no podía ya responder a las necesidades de la realidad imperial. Recuperando las palabras de Luciano (Hist. conscr. 34), serían muestra de la “inteligencia política” y de la “potencia interpretativa” del historiador Dion Casio.

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