El despertar de la gran potencia. Las relaciones entre España y los Estados Unidos (1898-1930)

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Descripción

EL DESPERTAR DE LA GRAN POTENCIA Las relaciones entre España y los Estados Unidos (1898-1930) El Parti Communiste França y la Segunda República española (1931-1936)

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COLECCIÓN HISTORIA BIBLIOTECA NUEVA Dirigida por Juan Pablo Fusi

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JOSÉ ANTONIO MONTERO JIMÉNEZ

EL DESPERTAR DE LA GRAN POTENCIA Las relaciones entre España y los Estados Unidos (1898-1930) El Parti Communiste Français y la Segunda República española (1931-1936)

BIBLIOTECA NUEVA

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Cubierta: A. Imbert

© José Antonio Montero Jiménez, 2011 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2011 Almagro, 38 28010 Madrid (España) www.bibliotecanueva.es [email protected] ISBN: 978-84Depósito Legal: Impreso en Impreso en España - Printed in Spain Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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Índice Prólogo, por Antonio Niño Rodríguez .......................................................................

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Agradecimientos .......................................................................................................

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Introducción ................................................................................................................

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PRIMERA PARTE Del Desastre a la Gran Guerra (1898-1914) Capítulo I.—Entre el rencor, el olvido y las buenas intenciones. Una relación en transición (1898-1914) ..................................................................................................... Los Estados Unidos, nación viva ............................................................................... España, país moribundo ............................................................................................. Imágenes mutuas ambivalentes .................................................................................. Las relaciones bilaterales. Viejos y nuevos sentimientos ...........................................

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SEGUNDA PARTE La Primera Guerra Mundial (1914-1918) Capítulo II.—Firmeza frente a debilidad. Los Estados Unidos y España ante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) ................................................................................. El wilsonianismo y la Gran Guerra ............................................................................ Prestigio vs realidad. España y la Primera Guerra Mundial ...................................... De país exótico a neutral bajo vigilancia. Imágenes de España en el Departamento de Estado .................................................................................................................... ¿Idealistas o pragmáticos? La imagen de los Estados Unidos entre la diplomacia española ...................................................................................................................... Capítulo III.— Necesidad y negocio. Las relaciones bilaterales durante el período de neutralidad norteamericana (1914-1917) ...................................................................

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El inicio de la guerra y la entrevista entre Alfonso XIII y Joseph Willard ................ España y los Estados Unidos frente a las presiones de los beligerantes .................... Las relaciones comerciales y financieras. De socios distantes a colaboradores interesados ........................................................................................................................ España y los Estados Unidos como campeones de la paz. Dos rivales en busca de prestigio ...................................................................................................................... Capítulo IV.—La impotencia de un neutral. Las relaciones bilaterales durante la beligerancia norteamericana (1917-1918) ....................................................................... La entrada de los Estados Unidos en la guerra .......................................................... La guerra submarina alemana y las presiones de los Estados Unidos ....................... España ante el embargo de las exportaciones estadounidenses. Los acuerdos de marzo y agosto de 1918 ............................................................................................. La propaganda en las relaciones hispano-estadounidenses. La labor del Comité de Información Pública en España..................................................................................

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TERCERA PARTE Los años veinte (1918-1930) Capítulo V.—Aislacionismo, diplomacia del dólar y nacionalismo. España y los Estados Unidos en los años veinte (1918-1930) ............................................................... Los Estados Unidos y el mito del aislacionismo........................................................ Entre la reivindicación y el conformismo. La política exterior de Primo de Rivera.. ¿Es la democracia para los españoles? Imágenes de España en el Departamento de Estado ......................................................................................................................... Los españoles ante la americanización y la Diplomacia del Dólar ............................

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Capítulo VI.—El resurgimiento de la potencia media. Las relaciones bilaterales durante los años veinte (1918-1930) .............................................................................. La entrevista entre Wilson y Romanones ................................................................... De Versalles a la cuestión marroquí. Los Estados Unidos frente a las evoluciones de la política exterior española................................................................................... Choque de nacionalismos (1). Las relaciones comerciales hispano-estadounidenses en la década de los 20 ................................................................................................ Choque de nacionalismos (2). España, los Estados Unidos y las multinacionales norteamericanas ......................................................................................................... Pacifismo e hispanoamericanismo. El prestigio en las relaciones hispano-estadounidenses .................................................................................................................... El colofón de una época. La entrevista entre Yanguas y Hoover................................

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TABLAS ..............................................................................................................................

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FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA .................................................................................................... Fuentes primarias ....................................................................................................... Prensa y Revistas........................................................................................................ Bibliografía ................................................................................................................

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Prólogo Antonio Niño Rodríguez

El siglo XX, se ha dicho a menudo, fue el siglo americano. Con ello se hace referencia al hecho incontestable de que ninguna nación ha ejercido en ese tiempo tanta influencia en el destino del mundo como los Estados Unidos. Una influencia que, además, se manifestó en diversos niveles: económico, ideológico, cultural y, por supuesto, político y estratégico. Ahora bien, esa hegemonía estadounidense sólo fue incontestable a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, y más exactamente cuando sus dirigentes se decidieron a practicar de forma duradera una política de potencia global para contener la amenaza comunista. La primera parte del siglo XX fue un largo período en el que los Estados Unidos ensayaron intermitentemente ese papel, con avances y retrocesos, con dudas y fuertes debates internos, mientras crecían constantemente los instrumentos de poder internacional a su disposición: sus recursos económicos, militares, políticos e ideológicos. ¿Por qué tardó tanto el país en asumir responsabilidades internacionales globales, y por qué lo hizo inicialmente de forma sincopada e intermitente? ¿Qué hizo que un país que ya poseía a finales del siglo XIX los instrumentos necesarios para intervenir en los equilibrios de poder internacionales, renunciara a tener un puesto protagonista y permanente en el concierto de las grandes potencias? Este libro intenta dar una respuesta a estas grandes preguntas a través del análisis de un caso: el uso que hicieron los Estados Unidos de su poder en sus relaciones con España, una potencia menor del escenario europeo. José Antonio Montero desmenuza los múltiples vínculos entre los dos países y la actuación del Departamento de Estado en las relaciones bilaterales como un revelador de las contradicciones estadounidenses en aquella evolución hacia su posterior condición de potencia global y líder del sistema internacional. En los detalles concretos y en los conflictos de intereses secundarios, como se demuestra en este libro, se aprecian mejor los vaivenes de la política internacional estadounidense y sus cambios de orientación según cada coyuntura. El autor discute uno de los argumentos más extendidos entre los autores norteamericanos, y seguramente también el más autocomplaciente: la lentitud y los vaivenes en asumir el papel de potencia global se explicarían por el peso de la peculiar cultura política del país, cuyos orígenes estaban ligados precisamente a la lucha contra la

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dominación colonial de una metrópoli europea. De ahí una tradicional aversión a las políticas imperialistas o simplemente a la utilización descarnada del poder para adquirir ventajas en el concierto internacional. La herencia ideológica habría actuado por lo tanto como freno a la tentación de usar el poder y la fuerza, y como impedimento para embarcarse en una política de gran potencia. El coloso americano, según la afortunada expresión de Niall Ferguson, sería un «imperio en negación», que necesita imperativamente revestir de un contenido moral sus acciones en el exterior. El desarrollo de este argumento puede llevar a la tentación de considerar que la supremacía mundial ejercida finalmente por los Estados Unidos ha tenido un carácter más benévolo que la de sus predecesores. Este es un mito que este libro contribuye a desmontar. El caso de las relaciones con España que aquí se estudia deja bien claro que la potencia americana podía ser tan ruda como cualquier otra potencia cuando se trataba de defender intereses considerados esenciales. Los Estados Unidos no se comportaron, en ese primer tercio de siglo marcado por las dudas, como una gran potencia carente de ambición e inclinada a las acciones altruistas. Muy al contrario, los dirigentes españoles experimentaron pronto las capacidades de presión y de chantaje que se ofrecían a la potencia dominante en una relación marcadamente desigual. El estudio de las relaciones con España, que inevitablemente implica también el análisis de las intervenciones en América Latina, destruye la percepción equivocada de unos Estados Unidos pasivos y abstencionistas en la política internacional del primer tercio del siglo XX. Lo que sin duda ha confundido a muchos intérpretes de la política exterior norteamericana, como también les ocurrió a los coetáneos, es la peculiar alternancia entre una política moral, de buenas intenciones, que se decía promotora del pacifismo y del arbitraje, y las intervenciones descarnadas, aunque esporádicas, haciendo uso de toda la fuerza necesaria para imponer su criterio. Los españoles tenían una experiencia directa de ese comportamiento en la guerra de 1898 que acabó con la anexión de Puerto Rico, Filipinas y el protectorado sobre Cuba. Aquella intervención se justificó ante la opinión pública con todo tipo de razones humanitarias, pero acabó con anexiones territoriales y con el ejercicio de un imperialismo solapado pero no menos efectivo en el Caribe y en el Extremo Oriente. Este comportamiento también fue habitual en América Latina, donde los Estados Unidos decían intervenir como árbitros imparciales y en defensa del orden, para ejercer sobre algunos países una especie de protectorado efectivo, pero sin los inconvenientes de la ocupación territorial permanente de tipo colonial que practicaban los europeos en sus respectivos imperios. Esta dualidad entre una política que pretendía basarse, por un lado, en principios morales —la renuncia al militarismo, el respeto al derecho y la denuncia del uso de la fuerza— y por otro las exigencias de los intereses estratégicos y comerciales de una potencia en expansión, causaba una gran perplejidad ya entre los contemporáneos, que se debatían entre la denuncia del imperialismo yanqui —sobre todo en Latinoamérica— y la admiración hacia el idealismo wilsoniano. Efectivamente, nunca fue mejor valorada ni generó tanto entusiasmo la política internacional de los Estados Unidos como en los años del mandato del presidente Wilson. Su gran logro fue sentar las bases de una nueva defensa ideológica de la acción estadounidense que acabaría imponiéndose entre sus clases dirigentes. Los ideales tradicionales de la sociedad norteamericana,

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en especial la autoconciencia del excepcionalismo estadounidense, pasaron a justificar las intervenciones exteriores, mientras que antes habían servido para mantener el abstencionismo en los asuntos que no fueran estrictamente norteamericanos. Si el excepcionalismo alimentó hasta entonces el aislacionismo y había sido invocado para frenar las tendencias expansionistas de la potencia americana, a partir de ahora se convertiría en su mejor justificación. Wilson proclamó que la mejor estrategia para preservar el modelo de liberalismo y democracia americana no consistía ya en mantenerse alejados de las disputas europeas, sino en crear un nuevo orden mundial inspirado en esos mismos valores. La mejor manera de garantizar la paz internacional, sostenía, consistía en difundir los valores propios de los Estados Unidos, exportarlos por todo el mundo para crear un orden internacional a su imagen y de acuerdo con sus intereses. El ideario wilsoniano, sin embargo, fue rechazado por el propio Senado norteamericano. Pudo más, en ese primer intento, la tradicional repulsa de la opinión a los compromisos y alianzas internacionales, asociados a la imagen negativa de una Europa enredada en continuas luchas de poder. No se renunció por ello a la idea, profundamente estadounidense, de que la mejor forma de defender la paz y la estabilidad internacional consiste en la promoción de lazos comerciales, los intercambios de ideas y la cooperación internacional, es decir, en crear las condiciones de una sociedad internacional abierta en la que los productos y los valores estadounidenses debían naturalmente imponerse a los de los demás. El wilsonianismo sufrió una derrota, pero ganó la partida de la promoción a escala internacional del sistema liberal-capitalista, que se convirtió en el nuevo contenido del excepcionalismo norteamericano y en la nueva frontera del siglo XX. El giro wilsoniano permitió dotar a su política internacional de una cobertura justificativa que, en opinión del autor de este libro, sirvió para aliviar tensiones tanto dentro como fuera de sus fronteras. Los debates en el interior no desaparecieron por ello, pero la clase dirigente estadounidense encontró en este ideario un firme apoyo para sus proyectos de expansión. En el exterior, el wilsonianismo se hizo muy popular por el deseo de las poblaciones europeas de superar unas prácticas de política internacional que habían conducido al desastre de la Gran Guerra europea, aunque también influyeron las campañas de propaganda que la administración estadounidense orquestó para aumentar su prestigio entre la opinión pública internacional. Este libro deja bien claro el distinto uso que se puede hacer de los mismos principios ideológicos, según la coyuntura y los intereses de cada momento. Las invocaciones ideológicas y los valores proclamados sirven, en todo caso, de cobertura a una política exterior necesariamente basada en la defensa de los intereses nacionales. Algo similar ocurre, como lo demuestra el autor, con los estereotipos y las imágenes dominantes respecto a Europa, y a España en particular: lo mismo podían servir para una política de promoción de la democracia que para la aceptación resignada de regímenes dictatoriales. La diferencia del comportamiento estadounidense reside, probablemente, en que su cultura política es alérgica a la expresión descarnada de las políticas de potencia, lo que obliga a hacer un esfuerzo mayor en la justificación moral de sus intervenciones en el exterior. Además, su sistema político instituyó desde el principio un cierto control democrático de la política exterior, a través del papel que asume en ese dominio el Senado, y en consecuencia los responsables de la política exterior deben necesariamente justificar con razonamientos ideológicos aceptables por la opinión pública las acciones

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emprendidas en el exterior. Algo que puede juzgarse desde otros lugares como puro cinismo, pero que tiene su traducción práctica en los intensos debates que se producían en la sociedad norteamericana en torno a su papel internacional y las razones de sus intervenciones en el exterior. Para explicar esas paradojas y contradicciones, el autor distingue tres planos evolutivos de la política exterior estadounidense en ese camino discontinuo hacia la supremacía internacional. El plano político-estratégico, el económico-comercial y el ideológico-cultural, cada uno con su propia lógica, con sus propios objetivos y relevándose en el papel protagonista según la coyuntura y los intereses dominantes en cada momento. El primero, naturalmente, se imponía a los otros cuando las necesidades estratégicas eran urgentes, y se acompañaba de un estrecho control gubernamental de todas las actividades exteriores de la nación. El apoyo decidido a la propagación del comercio y de las empresas norteamericanas siempre estaba presente, pero adquiría preponderancia cuando las circunstancias imponían la abstención política o no existían amenazas a la propia seguridad. El plano ideológico, dirigido tanto a la opinión pública nacional como internacional, siempre se cuidó con especial atención, manteniendo una imagen de país defensor de la paz y del derecho internacional aun cuando Norteamérica intervenía militarmente en conflictos lejos de su espacio de seguridad. El pragmatismo, en todo caso, se imponía y era capaz de unir la defensa de los principios, convenientemente reinterpretados, con la búsqueda del interés nacional más inmediato. Esa mezcla de diplomacia moral, imbuida de buenas intenciones, y de realismo político cuando se consideraba en riesgo la propia seguridad; de superioridad ética y de defensa descarnada de los intereses nacionales; de proclamación de un ideario pacifista y de intervenciones continuadas en el continente americano y en el Pacífico; de abstencionismo en el juego de alianzas europeo y de participación repentina en una guerra en la que no estaba en juego la propia seguridad; de defensa del libre comercio y de la navegación abierta, al tiempo que se presionaba y chantajeaba a los neutrales como España cuando el país pasaba a ser un beligerante más; todo ello caracterizaba la política de la nueva potencia en ascenso. Esta combinación de comportamientos contradictorios es la que se aclara en este libro, dejando al descubierto una estrategia que combinaba principios e intereses en un ideario internacional que se ha mantenido con gran éxito a lo largo de todo el siglo XX. El proceso lento, con altibajos, de ascenso a potencia global, cuando ya desde finales del XIX los Estados Unidos habían demostrado tener la fuerza y los recursos necesarios para ejercer el papel de líder en el sistema internacional, se comprende mejor estudiando el caso español en un contexto europeo. No en balde los españoles fueron los primeros en experimentar, en la guerra de 1898, lo que el autor denomina «los primeros compases de una nueva etapa en la política exterior norteamericana, cuyas manifestaciones llegan hasta la actualidad». Allí demostró su voluntad irrenunciable a ejercer el papel de árbitro y líder del Hemisferio Occidental, pero también comprobó que su poder militar podía aplastar con facilidad a una vieja potencia europea. A partir de entonces las intervenciones estadounidenses se extenderían por toda América Latina, por Extremo Oriente y finalmente por Europa, en un proceso intermitente y complejo que este libro analiza en profundidad y que es necesario conocer para comprender las peculiaridades de la hegemonía estadounidense en el siglo XX.

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Introducción Entrar en una carrera de conquista y anexión en las islas y mares adyacentes a nuestras costas y en partes distantes del mundo, o adherirse a la pacífica política continental que hasta ahora ha caracterizado nuestro devenir nacional, es con mucho la cuestión más importante que se ha presentado hasta ahora a la consideración de nuestro pueblo, en relación a la actual guerra con España. John G. Carlisle (1898), «Our Future Policy», Harper’s New Monthly, 98: 720

La Guerra Hispano-Estadounidense de 1898 escenificó el cierre de una etapa y el comienzo de una nueva era en la política exterior norteamericana. Durante la mayor parte del siglo XIX, los Estados Unidos habían actuado como una potencia meramente regional, concentránose en un doble proceso de expansión continental. Internamente, emprendieron el camino hacia el Oeste, a lo largo del cual no sólo conquistaron tierras inhóspitas, sino que se enfrentaron con los nativos americanos, con México y con naciones europeas como España, Francia o Gran Bretaña. Externamente, alteraron el talante eminentemente defensivo de la Doctrina Monroe, convirtiéndola en excusa para el ejercicio de una labor tutelar sobre el Hemisferio Occidental. La culminación de este proceso llegó en la década de 1890, cuando Norteamérica demostró su capacidad tanto para inmiscuirse directamente en los asuntos internos de las repúblicas latinoamericanas, como para oponerse a cualquier intento de intervención extranjera en el Nuevo Continente. En 1895, Washington obligó a Londres a recurrir al arbitraje para resolver el enconado conflicto fronterizo entre Venezuela y la Guayana británica. La posterior anexión de Puerto Rico y el establecimiento de la tutela sobre Cuba afianzaron el dominio estadounidense sobre el Caribe, y determinaron la expulsión fuera de la zona de una secular potencia colonial. El enfrentamiento con España preconizó igualmente el papel de potencia mundial que los Estados Unidos se encontraban llamados a representar en el siglo XX. La incorporación de las islas Filipinas determinó su presencia territorial más allá del tradicional escenario americano. Completada con la incorporación de Hawaii (1898) y el establecimiento del protectorado sobre Samoa (1899), terminó por situar al Pacífico entre las

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preocupaciones estratégicas de Washington. A su vez, el Lejano Oriente se convirtió en una constante dentro de los deseos de expansión comercial albergados por los Norteamericanos. Las notas de Puerta Abierta lanzadas por el Secretario de Estado John Hay a finales de 1899 simbolizaron las ambiciones de los Estados Unidos respecto al mercado chino. A la par que asentaban sus derechos en la zona, lo hacían mediante la defensa de un principio ideológico típicamente norteamericano: la igualdad de acceso para todos los países. Norteamérica se sumaba así al carro imperialista impulsado por las principales naciones europeas, e incluso estaba dispuesta a utilizar los mismos instrumentos que éstas. Entre las tropas que en el verano de 1900 rompieron el cerco a las embajadas extranjeras en Pekín se encontraban 2.500 soldados estadounidenses. Asimismo, la ocupación del archipiélago filipino involucró a los norteamericanos en una larga lucha contra los rebeldes tagalos, muy parecida al tipo de insurrección que había determinado su intervención en Cuba. Para entonces los Estados Unidos habían alcanzado un nivel de desarrollo suficiente para ser considerados como una gran potencia. Las espectaculares derrotas de la armada española en Manila y Santiago de Cuba exhibieron su capacidad para dotarse rápidamente de una efectiva maquinaria bélica. Se trataba del primer paso en el desarrollo de la armada estadounidense, que para 1913 sólo era superada por Gran Bretaña y Alemania. Tales logros resultaron posibles gracias al desarrollo económico emprendido después de la Guerra Civil. En el liderazgo de la segunda revolución industrial, Norteamérica se convirtió en uno de los productores más importantes de fuentes de energía. Sus firmas fueron pioneras en las nuevas técnicas de organización empresarial, aumentando progresivamente su presencia en el extranjero. Si en 1870 la inversión estadounidense en el exterior apenas llegaba a los 100 millones de dólares, para 1897 había ascendido a los 700, y en 1914 llegaría a los 5.000. El peso norteamericano en el comercio internacional se agrandó de manera todavía más significativa. Entre 1870 y 1898, las exportaciones anuales subieron de 451 a 1.302 millones de dólares, y las importaciones lo hicieron desde 462 a 767 millones1. Este marcado progreso militar y económico hizo ver a muchos el potencial norteamericano también en el terreno ideológico y cultural. En 1902, el periodista inglés William T. Stead auguró una verdadera americanización del mundo, basada en el atractivo de las ideas, modas, técnicas y costumbres procedentes de los Estados Unidos. Su ascenso constituía el «fenómeno político, social y comercial más importante de nuestros tiempos»2. A pesar de estas predicciones, los Estados Unidos tardaron bastante tiempo en desarrollar plenamente su capacidad internacional. Los hechos de 1898 provocaron un enconado debate sobre el futuro de la acción exterior norteamericana. Las palabras de John G. Carlisle, plasmadas al comienzo de este capítulo, representan las dudas de muchos norteamericanos en torno a la idoneidad de seguir una política similar a la de las potencias del Viejo Continente. A pesar de la creciente popularidad de una eventual intervención en Cuba, la administración Cleveland —en la que Carlisle había sido Secretario de Tesoro— se había resistido a la apertura de hostilidades con 1 2

Estas cifras provienen de Sutch, Carter et ál. (2006, vol. 5: 467, 508). Stead (1902, 5).

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España. McKinley alteró esta tendencia sólo tras varios meses de fallidas maniobras diplomáticas. La polémica se acrecentó en las semanas siguientes, alcanzando su manifestación más acabada en las discusiones en torno a la anexión de las Filipinas. Los llamados imperialistas defendieron la ocupación de las islas a partir de criterios que aludían tanto a la misión civilizadora del pueblo norteamericano como al interés material de la nación. Sus oponentes clamaron que la incorporación del archipiélago pondría en peligro el excepcionalismo estadounidense. Los principios tradicionales de libertad e igualdad se verían subyugados en favor de una política que situaría a los Estados Unidos en un nivel similar al de los países europeos3. Luciendo su habitual ironía, Mark Twain equiparó la lucha contra los rebeldes filipinos con las denostadas acciones de Kitchener en Sudáfrica: Kitchener sabe cómo manejar a los pueblos antipáticos que luchan por sus casas y sus libertades, y debemos decir que simplemente estamos imitando a Kitchener, y no tenemos más interés nacional que obtener la admiración de la Gran Familia de Naciones4.

En el caso filipino, la balanza se decantó del lado de los expansionistas. Sin embargo, el debate siguió abierto a lo largo de las décadas siguientes, influyendo directamente en el devenir de la política exterior norteamericana. Los Estados Unidos se tomaron varias décadas en asumir plenamente el papel que les correspondía dentro del sistema internacional en función de su aparente peso político, económico y cultural. Su grado de intervención en los problemas que dirimían las más importantes naciones europeas sufrió continuos altibajos hasta los años de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. A partir de 1898, la política exterior de los Estados Unidos se vio así sometida a una triple evolución que no se completó hasta después de 1945, cuando ocuparon plenamente el papel de líderes dentro del bloque occidental. Cada uno de estos tres planos respondió a unos objetivos concretos, utilizó sus propias estrategias, se vio sometido a influencias particulares, y se desarrolló con ritmos distintos. En algunos casos el cambio se efectuó de manera gradual, mientras en otros las variaciones se produjeron de forma esporádica. Asimismo, ninguna faceta dominó claramente durante el período, cediéndose mutuamente la preponderancia en función de las distintas coyunturas. En un plano político-estratégico, los Estados Unidos pasaron progresivamente de mostrar un cerrado interés por las áreas estratégicas que consideraban importantes para su seguridad —el Hemisferio Occidental y el Lejano Oriente—, a intervenir de manera efectiva en todas aquellas cuestiones que afectaban al equilibrio de poder a nivel general. La adopción de medidas intervencionistas por parte de Norteamérica había venido históricamente precedida por la percepción de amenazas exteriores. La multiplicación de las intrusiones en Latinoamérica a finales del siglo XIX había respondido al temor de que las potencias europeas convirtieran el área en un objeto más de sus ambiciones imperialistas. Sin embargo, las nuevas posesiones territoriales en el Pacífico hicieron mirar con ojos de sospecha también las acciones de la otra gran potencia extraeuropea 3 4

Estos debates pueden seguirse en Hendrickson (2009). Twain (1901, 170-171).

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emergente: Japón. Desde los inicios del siglo XX los Estados Unidos participaron de manera directa en prácticamente todos los problemas que afectaban al futuro estratégico del área. Theodore Roosevelt resultó fundamental a la hora de patrocinar el tratado de paz que puso fin a la guerra ruso-japonesa. Tras la Primera Guerra Mundial, el ejecutivo estadounidense fue clave en la organización de la Conferencia Naval de Washington de 1921. Y diez años más tarde, la crisis provocada por la invasión japonesa de Manchuria propició por primera vez la presencia de un observador norteamericano en el Consejo de la Sociedad de Naciones. Desde comienzos del pasado siglo los Estados Unidos tuvieron claro que su propia seguridad exigía intervenciones directas tanto en el Nuevo Continente como en el Pacífico. Pero no pensaron que la estabilidad de ambas áreas geográficas conllevara una contribución continuada al equilibrio de poder a nivel mundial. Durante su presidencia Theodore Roosevelt se mostró convencido de que la lejanía geográfica de América no la libraría de verse afectada por el estallido de un conflicto entre las grandes potencias: «Según avanza la vida moderna, con una rapidez constantemente acelerada, y las naciones se acercan unas a otras para bien y para mal, y esta nación crece en comparación con amigos y rivales, es imposible apegarse a la política de aislamiento»5. Pero Norteamérica sólo actuó en consecuencia cuando sintió claramente la inseguridad de las conflagraciones europeas. Su intervención en la Primera Guerra Mundial tuvo que ver en parte con el miedo a las consecuencias de una victoria germana para la estabilidad de Centro y Sudamérica, ya que una Alemania hegemónica podía muy bien tratar de extender sus influencias al otro lado del Atlántico6. La experiencia de la Gran Guerra marcó un primer paso que sirvió de precedente. Pero las obligaciones internacionales de los Estados Unidos volvieron a reducirse hasta el segundo conflicto mundial. En esta ocasión, el desencadenante de la participación fue un ataque directo contra suelo estadounidense. La progresión de los Estados Unidos a este nivel se produjo en momentos coyunturales en que éstos vieron cuestionada su posición estratégica. Durante tales períodos, la política exterior se enfocó hacia preocupaciones políticas, dibujando un escenario muy parecido al descrito por los teóricos del Realismo político. Los ámbitos de decisión quedaron reducidos a las esferas más altas del poder Ejecutivo y el estamento militar —Presidente, Departamento de Estado, Departamento de Marina, Departamento de Guerra… Las autoridades pusieron todos los recursos del Estado al servicio de la seguridad nacional, convirtiéndolos en instrumentos de presión. Los cuerpos de defensa experimentaron un crecimiento sustancial; el poder económico se convirtió en un arma con la que bloquear al enemigo, ayudar a los aliados, y forzar a los neutrales a colaborar; y la ideología perdió cualquier capacidad de influencia, quedando relegada a mero instrumento de la propaganda oficial —el Committee on Public Information en 19171918, la Office of War Information y la Office of the Coordinator of Inter-American Affairs durante la Segunda Guerra Mundial, etc. En un plano económico-comercial, los Estados Unidos ampliaron constantemente sus mercados exteriores, y acabaron convirtiéndose en el principal motor de la 5 6

Beale (1956, 253). Kennedy (2001).

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economía mundial. Los deseos de mantener un alto ritmo de crecimiento determinaron este proceso, que aunó tres facetas distintas. En el ámbito comercial se produjo un crecimiento significativo de las exportaciones, y con él un continuado superávit de la balanza comercial. Las primeras, que para 1900 sumaban 1.394 millones de dólares, ascendieron a 2.365 millones en 1914, a 8.228 en 1920 y a 5.241 en el año 1929. El saldo positivo en los intercambios para esos mismos años fue de 536, 188, 471, 2.950 y 841 millones de dólares, respectivamente7. De todo ello resultó que muchos países desarrollaron una dependencia mercantil respecto de Norteamérica, y ésta respecto de los mercados mundiales. En el marco de la inversión en el extranjero, las empresas norteamericanas se beneficiaron de las ventajas organizativas derivadas de la necesidad de adaptarse a un mercado tan amplio y variado como el estadounidense. El mayor tamaño de las compañías estadounidenses les permitió igualmente desarrollar nuevas tecnologías y acumular capitales que favorecieron claramente su expansión internacional. Entre 1919 y 1929, la inversión directa en el extranjero creció de 3.880 a 7.553 millones de dólares, de los que 694 y 1.340, respectivamente, correspondían a Europa8. Por último, los Estados Unidos abandonaron su condición de deudores de otras naciones, hasta convertirse en exportadores netos de capital. El dinero norteamericano acabó sosteniendo el esfuerzo de los aliados en ambas contiendas mundiales, y mantuvo a flote el ciclo vicioso de la economía europea durante los años veinte. Después de 1918, el dólar terminó por sustituir a la libra esterlina como divisa referencial, y Nueva York a Londres como centro financiero internacional. La expansión económico-financiera de los Estados Unidos resultó más uniforme en el tiempo que su integración en el equilibrio global de poder. Desde comienzos de su historia como nación independiente, Norteamérica había contemplado el comercio internacional como una fuente de ingresos fundamental para el desarrollo interno. En los años fundacionales de la República, el simbólico debate entre las visiones personificadas por Alexander Hamilton y Thomas Jefferson terminó a favor del segundo. Jefferson y el también virginiano James Madison impusieron la idea de una nación de pequeños propietarios agrícolas cuyos excedentes tenían los mercados ultramarinos como salida natural. El libre comercio se consideró uno de los derechos fundamentales de cualquier norteamericano, y sirvió para acuñar distintos principios que guiaron la acción exterior de Washington desde comienzos del siglo XIX: defensa de los intercambios entre neutrales y beligerantes, Puerta Abierta, etc. De esta premisa se derivó otra que alcanzó su enunciado más completo en las primeras décadas del siglo XX: la intensificación de los intercambios comerciales crearía un mundo inherentemente más pacífico, ya que el comercio contribuiría al crecimiento de la interdependencia internacional y haría menos atractivos los costes de cualquier conflicto armado. A pesar de todo, la internacionalización de la economía estadounidense no careció de obstáculos. Los sectores productivos volcados hacia el exterior defendieron generalmente una visión recíproca de los intercambios comerciales. Las ventas a terceras naciones resultarían mucho menos complicadas si a su vez se otorgaba a éstas una mayor facilidad para introducir sus mercancías en Norteamérica: «Cualquier cosa (…) que tienda a evi7 8

Sutch, Carter et ál. (2006, vol. 5: 500-501) Wilkins (1974, 55)

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tar que los países extranjeros puedan acoger nuestras exportaciones a través del envío de mercancías a este país sólo podría tener como efecto impedirles pagar por nuestras exportaciones, y por tanto impedir que esas exportaciones se llevaran a cabo (…). Si queremos vender, tenemos que estar preparados para comprar»9. Esta concepción se vio repetidamente contestada por grupos que miraban con terror cualquier relajación de las barreras comerciales, e hicieron del proteccionismo una de sus enseñas. Entre sus filas destacaban dos conjuntos con importantes conexiones políticas: industriales que habían surgido al calor de la inexistencia de competencia extranjera; y los mismos agricultores que Jefferson tenía en mente al defender la expansión de la navegación comercial, y que se sentían crecientemente desafiados por sus homólogos extranjeros. Esta rivalidad caracterizó permanentemente la política económica y comercial de los Estados Unidos. Dada su estrecha conexión con el bienestar material del país, la acción exterior en este terreno corrió a cargo de un mayor número de instancias gubernamentales, sometidas a un alto nivel de presiones externas. Resulta paradigmática la situación existente bajo las administraciones republicanas que dominaron los años veinte. Los Departamentos de Estado y Comercio se convirtieron en portavoces de las posiciones internacionalistas, mostrándose abiertos a la influencia de distintos grupos financieros, corporaciones e industriales. Al lado opuesto se situaron el Departamento de Agricultura y el Congreso, donde una amplia mayoría de legisladores había sido elegida en zonas mayoritariamente proteccionistas. La pugna entre ambos sectores restó coherencia y flexibilidad a la diplomacia económica estadounidense, dificultando además la aplicación de medidas extremas de presión contra países extranjeros. En este campo resultó mucho más común la puesta en práctica de políticas de atracción, basadas en la promoción de los modos de producción, la vida y las costumbres estado-unidenses. Una campaña de americanización intensificada a partir de la tercera década del siglo, de la mano de intereses privados, aunque también contó puntualmente con la intervención del gobierno a través de su participación en exposiciones internacionales y otros actos similares10. En un plano ideológico-cultural, los Estados Unidos tuvieron que hacer un esfuerzo de adaptación para compatibilizar la ideología tradicional que había venido sustentando su política exterior con su nuevo papel de potencia global. Desde comienzos del siglo XIX, la identidad estadounidense se había sustentado sobre dos premisas que se retroalimentaron con el paso del tiempo: el excepcionalismo, raíz de los sentimientos aislacionistas; y el destino manifiesto, impulsor de una cierta exportación de los principios norteamericanos. Muchos estadounidenses compartían la visión de su país como el lugar donde la libertad y la democracia habían alcanzado un desarrollo más perfecto. Ya en su famoso opúsculo Common Sense (1776), Thomas Payne describió América como «el asilo para los amantes perseguidos de la libertad civil y religiosa»11. Esta imagen surgió en contraposición a una determinada percepción de Europa como el continente donde los valores individuales habían sucumbido aplastados por siglos de luchas civiles y guerras intestinas. Para preservar tanto la pureza de su liberalismo 9 Mensaje de Wilson al Congreso, 2-12-1919. Papers Relating to the Foreign Relations of the United States (en adelante FRUS) (1919, vol. 1: ix). 10 Costigliola (1984, 167-183). 11 Citado en Hunt (1987, 19-20).

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como su amor por la paz, los norteamericanos no tenían otra opción que mantenerse al margen de las querellas políticas desarrolladas por las grandes potencias (principio del non-entanglement). El particularismo de los Estados Unidos derivó pronto en una cierta conciencia de superioridad y en la tentación de servir de modelo a otros países. Tal premisa adquirió su primera formulación teórica con motivo del debate en torno a la anexión de Texas. Éste sirvió a John L. O’Sullivan para asentar el derecho de Norteamérica «al cumplimiento de nuestro destino manifiesto de poblar el continente que la Providencia nos ha concedido para el libre desarrollo de nuestros millones [de habitantes], que se multiplican cada año»12. Esta doctrina, que sirvió primeramente para apoyar la expansión hacia el Oeste, acabó justificando la labor «tutelar» ejercida en el Caribe y las Filipinas. A comienzos del siglo XX, los Estados Unidos desarrollaron una tendencia creciente a exhibir internacionalmente su adhesión a determinados principios que supuestamente caracterizaban su política. Entre ellos ocupó un lugar destacado el pacifismo, que indujo la participación en las Conferencias de la Haya de 1899 y 1907, así como a la promoción de distintas rondas de tratados bilaterales para la resolución pacífica de conflictos. La concesión del premio Nobel de la paz de 1906 a Theodore Roosevelt se reveló como un reconocimiento de tales empeños. Sin embargo, el mayor giro en este sentido tuvo lugar con ocasión de la participación norteamericana en la Primera Guerra Mundial. El wilsonianismo dio un nuevo sentido tanto al excepcionalismo como al destino manifiesto, sintetizándolos en un marco ideológico que otorgaba a los Estados Unidos una misión global. Para preservar la pureza de los valores nacionales no bastaba ya con mantener al país ajeno a las disputas europeas. Como consecuencia de la creciente interdependencia de las naciones occidentales, aquéllas acabarían afectando irremisiblemente al hemisferio occidental. Si se deseaba prevenir tal contingencia, Norteamérica debía participar activamente en la configuración de un nuevo orden mundial basado en los principios que habían guiado el desarrollo estadounidense: libertad, democracia, rechazo a la guerra como instrumento de política exterior, etc. La transición implicaba cambios en los dos principios ya reseñados. El excepcionalismo había partido de una determinada concepción de los países europeos, que se consideraba si no inmutable, sí difícil de alterar. El internacionalismo liberal personificado por Wilson exigía rebajar la fuerza de esos estereotipos y confiar en la posibilidad de alterar el comportamiento general de los países del Viejo Mundo. El destino manifiesto adquirió a su vez nuevas dimensiones. Hasta entonces había sido esgrimido para apoyar la influencia sobre pueblos considerados como «inferiores»: nativos americanos, repúblicas latinoamericanas, islas del Pacífico, etc. Ahora debía dotarse de un alcance universal, hasta transformar a los Estados Unidos en una especie de referente global dentro del sistema de naciones. El triunfo del wilsonianismo no fue inmediato. Su suerte corrió paralela al grado de implicación de Norteamérica en las cuestiones internacionales de índole políticoestratégica. Tras un primer momento de apogeo en 1917-1919, el internacionalismo resultó eclipsado por la voluntad de una mayoría de estadounidenses, nostálgicos de la comodidad disfrutada en los años de preguerra. El cambio de filosofía asociado a la 12

O’Sullivan (1845, 5). La cursiva es nuestra. La atribución de este artículo a O’Sullivan ha sido puesta en entredicho por algunos autores. Cfr. Hower (2007, 73).

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Gran Guerra resultaba demasiado profundo como para calar en los pocos meses de participación en la conflagración. Durante el lapso de entreguerras, Washington retomó la tradición de promocionar su imagen a través de iniciativas basadas casi exclusivamente en el pacifismo —conferencias de desarme, Pacto Briand-Kellogg… Con todo, el wilsonianismo permaneció vivo en determinados círculos políticos e intelectuales, que lo aprovecharon nuevamente para crear la retórica asociada a la Segunda Guerra Mundial. La figura del antiguo Presidente fue entonces utilizada como un reclamo para evitar una nueva tentación aislacionista a partir de 1945. El ejemplo más completo de este uso lo encarnó la película Wilson (1944), de Darryl Zanuch, fruto de los esfuerzos conjuntos de la Office of War Information y 20th Century Fox. En la actualidad, la figura y las palabras de Woodrow Wilson forman parte del discurso oficial asociado a la política exterior de la mayor parte de administraciones que acceden a la Casa Blanca. Ya fuera en su vertiente tradicional o internacionalista, la política exterior a nivel ideológico sirvió generalmente como vía de escape a las preocupaciones de la opinión pública. Al tratarse de maniobras con repercusiones limitadas en los campos de la estrategia o la economía, su desarrollo estuvo abierto a la participación de grupos de presión muy variados: organizaciones no gubernamentales, instituciones benéficas, entidades filantrópicas, etc. A través de la difusión de sus propios valores los Estados Unidos pudieron dotar a su política internacional de una cobertura justificativa que permitió aliviar tensiones dentro y fuera de sus fronteras. Salvo excepciones, las campañas de prestigio actuaron como instrumentos auxiliares a la hora de facilitar la consecución de otros objetivos. Durante los períodos bélicos, la propaganda oficial hizo uso constante de escritores e intelectuales altamente ideologizados, y con un marcado talante progresista. Sectores que acabaron identificados con la causa del país, mientras apoyaban los planes militares estadounidenses. En otros momentos, iniciativas como el Pacto Briand-Kellog respondieron a premisas similares. Por un lado, mostraban al mundo la cara amable de Washington, pues como aseguró en esa ocasión el Secretario de Estado: «los Estados Unidos no deberían quedarse atrás en la promoción de este movimiento hacia la paz mundial»13. A la vez, el gobierno hacía un guiño a los distintos movimientos que por entonces estaban promoviendo lo que Akira Iriye ha definido como «internacionalismo cultural»14. Y por último, ayudaban a la expansión exterior del comercio y la inversión norteamericanas. A pesar de su inconstancia, el ascenso de los Estados Unidos como gran potencia marcó una nueva etapa en sus relaciones con Europa. Las naciones de este continente se sintieron cada vez menos libres para actuar prescindiendo de la opinión de Washington. Una situación que no sólo afectó a las grandes potencias, sino a países de segundo orden como España. Los contactos hispano-norteamericanos han sido utilizados comúnmente como un reflejo de la política internacional estadounidense durante el siglo XIX. La expansión de las Trece Colonias hacia el sur y el oeste de sus asentamientos colocó a las posesiones hispanas en Florida dentro del punto de mira de Norteamérica. Este territorio se transformó en fuente continua de contactos bilaterales hasta su cesión definitiva a los 13 14

Kellogg (1928, xi) Iriye (1997, 88-89)

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Estados Unidos en el Tratado Adams-Onís (1819). El enunciado de la Doctrina Monroe estuvo directamente vinculado a los movimientos independentistas latinoamericanos. La manifestación del deseo norteamericano por preservar América de ulteriores influencias europeas respondió directamente al proyecto de la Santa Alianza para enviar un ejército que devolviera a España el control de sus colonias. Y ya en la segunda mitad del siglo, la búsqueda estadounidense de la hegemonía en el Caribe chocó directamente con la presencia española en Cuba. A través de la guerra de 1898, Madrid se convirtió en triste protagonista de los primeros compases de una nueva etapa en la política exterior norteamericana, cuyas manifestaciones llegan hasta la actualidad. La pérdida de los últimos vestigios de su imperio ultramarino no cortó los vínculos entre Madrid y los Estados Unidos. Desde los inicios del siglo XX España reprodujo a pequeña escala el esquema general de la política estadounidense hacia Europa. Además, el carácter relativamente modesto de la Península Ibérica como actor internacional ofrece la oportunidad de observar detalles de la actuación norteamericana que no están presentes en los contactos con Francia o Inglaterra. Éstos se encontraban condicionados por una red mucho más densa y entrelazada de intereses, que no permite diferenciar tan claramente los tres planos evolutivos descritos en los párrafos anteriores. Así pues, el presente libro pretende explorar las relaciones España-Estados Unidos desde esta perspectiva generalizadora. El punto de arranque se sitúa en el emblemático año de 1898, aunque son los años posteriores a 1914 los que más acapararán nuestra atención. El análisis llegará hasta 1930, cuando una doble circunstancia colocó el eje Madrid-Washington bajo coordenadas un tanto especiales. La crisis económica desatada en 1929 alteró radicalmente el comportamiento norteamericano. El enrarecimiento de la atmósfera internacional fortaleció considerablemente el impulso aislacionista, mientras se producía una retirada considerable de los capitales estadounidenses invertidos en Europa. La debacle coincidió en el caso español con un significativo giro político, definido por la instauración de la Segunda República; un régimen que es difícil disociar de su trágico desenlace en Guerra Civil a partir de julio de 193615. El lapso 1898-1930 se puede dividir en distintas etapas caracterizadas por la preeminencia de una de las facetas —estratégica, económica o ideológica— del camino norteamericano hacia la supremacía internacional. Hasta 1914, la política europea de los Estados Unidos se concentró en mantener una imagen de excepcionalismo. El debate interno desatado tras la anexión de las Filipinas demostró al gobierno norteamericano los obstáculos de perseverar en la vía expansionista. Por otra parte, a pesar de que la fulminante derrota de España y los requerimientos estadounidenses en relación con China desataron serios temores en las cancillerías europeas, Washington redujo su nivel de intervencionismo, limitándolo nuevamente al continente americano. Al mismo tiempo, lanzó distintas campañas de imagen destinadas a vincular su actuación internacional con los principios que conformaban la identidad oficial norteamericana. Esta «diplomacia moral» acompañó una gran parte de las acciones del ejecutivo norteamericano, como los acuerdos de arbitraje patrocinados por Elihu Root o la reivindicación de derechos a favor de los judíos marroquíes durante la Conferencia de

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Un claro ejemplo de esta circunstancia lo compone la obra de Little (1985).

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Algeciras. Iniciativas que denotaban a la vez el mantenimiento de una visión negativa de la política europea, y la esperanza de poder cambiarla mediante la inculcación de determinados principios: «Rebosando de buenas intenciones, los americanos creían firmemente que sus ideales e instituciones eran la vía del futuro»16. Todo ello no impidió que los estadounidenses aprovecharan su creciente fuerza económica para afianzar progresivamente sus relaciones comerciales con el continente europeo. La aprobación de los distintos aranceles vino frecuentemente acompañada de debates en torno a la mejor vía para establecer mecanismos de reciprocidad que preservaran el ritmo del desarrollo interno y permitieran agilizar los intercambios con el exterior. Como se verá en el capítulo 2, España representó para la política norteamericana una oportunidad de demostrar sus «buenas intenciones». En calidad de país recién derrotado, se convirtió en candidato perfecto para desarrollar una política basada en la magnanimidad y la reconciliación. En cuanto nación vista como el paradigma del atraso, se encontraba lista para recibir la influencia de los consejos norteamericanos. Ambas premisas explican la benevolente actitud demostrada por el Departamento de Estado en la resolución de los conflictos derivados de la Paz de París de 1898, así como la inclusión de España entre los beneficiarios de los mencionados Tratados Root. El deseo de sobrepasar los rencores ocasionados por la guerra determinó igualmente la firma del Tratado de Amistad y Relaciones Generales de 1902, cuyas cláusulas revestían un tono más simbólico que pragmático. En otro orden, España tampoco quedó fuera de los planes estadounidenses de expansión mercantil. La lenta recuperación de los intercambios bilaterales se jalonó con la firma de dos acuerdos comerciales —1906 y 1909— bajo el marco legal del Arancel Dingley de 1897. Como resultado, en vísperas de la Gran Guerra el comercio hispano-estadounidense se había adentrado en un proceso de institucionalización que el conflicto ayudó a afianzar. La guerra europea desatada en agosto de 1914 catalizó la conversión de la economía norteamericana en motor de las finanzas mundiales. Exportadores e inversores aprovecharon la coyuntural debilidad de las grandes potencias europeas para afianzar su posición en distintos mercados. Tal objetivo se hizo patente en Latinoamérica, donde se trabajó para rebajar la presencia comercial de británicos y alemanes, aprovechando los bloqueos económicos que se impusieron entre sí los rivales europeos. Por otra parte, el Viejo Continente se convirtió en destino primordial de las exportaciones estadounidenses, así como en receptor de sus capitales. El gobierno de Wilson puso su granito de arena en el proceso. Por un lado relajó los obstáculos legales que impedían a los banqueros extender créditos a naciones extranjeras. De otra parte continuó con su hábito de auxiliar a aquellas firmas y hombres de negocios interesados en sobrepasar las fronteras nacionales. En el terreno ideológico, la guerra vino a confirmar la percepción de las naciones del Viejo Continente como entes irremisiblemente implicados en una dinámica de enfrentamiento mutuo. Bajo tal perspectiva, Washington se volcó hacia una doble defensa de principios. Reviviendo las disputas del tiempo de las guerras napoleónicas, utilizó su adhesión a las premisas del libre comercio y la navegación abierta para sostener el aumento de sus exportaciones. El apego a estos paradigmas le

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Herring (2008, 337)

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llevó al borde de la ruptura con Alemania tras el hundimiento del Lusitania en 1915. Asimismo, los Estados Unidos procuraron convertirse en paladines de una paz negociada, aduciendo su alejamiento de las rencillas europeas, así como su tradicional defensa del ideario pacifista. Tales credenciales sirvieron de base a distintos viajes a Europa de Edward Mandell House como enviado personal de Wilson, y sostuvieron la propuesta de paz lanzada por el Presidente en diciembre de 1916. En relación con la neutral España —capítulo 4—, los Estados Unidos procuraron en un primer momento ocupar el papel comercial que había correspondido a Alemania antes de la guerra. Sin embargo, la creciente dependencia hispana respecto de las mercancías provenientes del otro lado del océano permitió a aquéllos albergar objetivos más ambiciosos. Los diplomáticos norteamericanos comenzaron a hablar de competir directamente con Francia e Inglaterra, por entonces los dos socios más importantes de España en el terreno de la economía. Junto a diversos exportadores interesados en el mercado peninsular, trabajaron para rebajar las barreras que impedían la entrada allí de productos estadounidenses como el carbón. Asimismo, intercedieron a la hora de crear mecanismos de financiación destinados a agilizar las transacciones bilaterales. En último término, prestaron auxilio técnico a empresas interesadas en sondear las perspectivas de inversión para distintos sectores productivos. Washington trató de facilitar estas actividades convirtiendo nuevamente a España en objetivo de sus programas ideológicos. Ligando comercio y principios, logró convencer al gobierno de Madrid para que firmara uno de los tratados de conciliación patrocinados por el Secretario de Estado William J. Bryan. Sin embargo, la colaboración en este aspecto se vio truncada por las propias ambiciones de España, deseosa igualmente de aprovechar su neutralidad para patrocinar iniciativas de paz. Como ocurrió en las cancillerías beligerantes, la pretendida superioridad moral de los estadounidenses no sentó nada bien a la clase dirigente española, que en 1916 rechazó adherirse a la citada propuesta de Wilson. Por otra parte, para los Estados Unidos, España no dejaba de ser un país europeo rezagado y conservador en términos de desarrollo. Circunstancias que le incapacitaban para participar en pie de igualdad con Norteamérica en sus planes filantrópicos. La entrada de los Estados Unidos en la contienda al lado de los aliados abrió una nueva etapa que se prolongó hasta finales de 1920. El comportamiento internacional del país se ciñó primero a tratar de conseguir una victoria lo más rápida posible sobre Alemania, y posteriormente a crear un orden internacional acorde con los intereses norteamericanos. Todas las vertientes de la política exterior se sometieron a las necesidades estratégicas, y a un estrecho control por parte de la maquinaria gubernamental. El potencial económico norteamericano se utilizó para aliviar las extenuadas economías de las naciones de la Entente. Asimismo, sirvió como arma de presión para forzar a los neutrales europeos a colaborar con el esfuerzo bélico de las Potencias Occidentales. El apoyo a la expansión mercantil de los intereses estadounidenses quedó relegado a un segundo plano, aunque Washington se esforzó por no perder el terreno ganado en los años anteriores. Por otra parte, distintos hombres de negocios colaboraron con el recién montado aparato de guerra, uniendo los servicios al Estado con sus prospecciones en el extranjero. Las peculiares circunstancias del conflicto permitieron igualmente la reconfiguración wilsoniana del ideario norteamericano. El momento coincidió con un repunte de las críticas a la manera de ser de muchos países europeos, pero también con

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una creciente esperanza en su regeneración. Tarea ésta que vino representada por la primera agencia oficial de propaganda creada en los Estados Unidos: el Committee on Public Information. Sus trabajos permitieron mantener viva la visión de Norteamérica como representante de determinados principios que habían sido subyugados por el pragmatismo propio del entorno bélico. El caso español —capítulo 5— resultó paradigmático a este respecto. Los Estados Unidos tardaron poco en percibir que la defensa de los derechos de las naciones neutrales no encajaba con su nueva condición de participantes en la guerra. Consecuentemente, unieron sus voces a las de Francia, Gran Bretaña e Italia para forzar a Madrid a tomar una actitud de mayor firmeza frente a las continuas violaciones de la neutralidad española efectuadas por los submarinos alemanes. En la esfera comercial, los aliados aprovecharon las necesidades hispanas de productos norteamericanos para obligar a España a tomar parte en su sistema de abastecimientos. Washington se convirtió en la pieza clave a la hora de forzar a distintos banqueros españoles a otorgar un préstamo al gobierno francés. La Península se transformó asimismo en una fuente vital de suministros para los ejércitos norteamericanos destacados en Francia. Sobre estas bases se concluyó un acuerdo comercial firmado en marzo de 1918. En virtud de otro convenio concluido en agosto de 1918, España acabó también financiando las compras destinadas a los soldados de los Estados Unidos. En el cierre de ambos compromisos jugaron un papel destacado distintos banqueros y empresarios estadounidenses que pusieron su conocimiento del mercado nacional al servicio del Departamento de Estado. El duro talante de los norteamericanos vino acompañado de una visión mucho más negativa de la realidad española. Los informes diplomáticos pusieron mayor énfasis en el talante conservador de la sociedad nacional, y en el atraso de su sistema político. Cualidades ambas que asociaban a España con la imagen de las Potencias Centrales, y que sirvieron para describir a sus ciudadanos como mayoritariamente germanófilos. El Comittee on Public Information trabajó para alterar esta realidad autopercibida, buscando imbuir a la sociedad española de un estilo mucho más «americano». Algo que servía además para relajar las tensiones producidas por la intransigente actitud estadounidense en los terrenos político y económico. España no tuvo mucha más suerte durante la Conferencia de Versalles —comienzos del capítulo 7. Los Estados Unidos emergieron del armisticio rodeados de una aureola que los describía como artífices de la victoria. El prestigio internacional alcanzado por la figura del Presidente Wilson sirvió para presentarle como la pieza clave en las negociaciones de paz. Su fama llegó a todos los continentes, incitando a países y movimientos políticos a tratar de presentarle directamente sus reivindicaciones. Así lo hizo el Presidente del Consejo de Ministros de España en una entrevista personal con el mandatario norteamericano celebrada en París el mes de diciembre de 1918. El Conde de Romanones sometió al arbitrio de Woodrow Wilson los puntos más importantes del programa español de política exterior: reconocimiento de una posición privilegiada en Marruecos, participación de primer nivel en la Sociedad de Naciones, intervención en las sesiones de la Conferencia de Paz... Pese a ello, durante los meses siguientes Madrid vio desvanecerse una a una la mayor parte de sus expectativas. Los diplomáticos norteamericanos se encontraron sometidos en Versalles a una situación cada vez más comprometida. Las transacciones con sus aliados revistieron una complicación cre-

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ciente, como demostró la polémica que condujo al Primer Ministro italiano a abandonar la mesa de negociaciones. En el frente interno, el Presidente vio alzarse ante él una creciente oposición que acabaría en el rechazo senatorial del Tratado de Paz. La década de los 20 colocó a los Estados Unidos en una posición peculiar. Desilusionada por los resultados de la Gran Guerra, la mayor parte de la opinión pública rechazó el tipo de compromisos internacionales propuestos por el wilsonianismo. Pese a todo, la desvinculación respecto de los problemas políticos de Europa vino acompañada de una preponderancia económica a nivel global. Los europeos dependían de los capitales y mercancías norteamericanos para completar su reconstrucción post-bélica, decidiendo Washington basar entonces su diplomacia en el peso de su situación mercantil y financiera. La presión del gobierno norteamericano aseguró el enfriamiento de las rencillas francoalemanas, y propició la conclusión de los planes Young y Dawes para el escalonamiento de las reparaciones germanas. Asimismo, los dólares norteamericanos fueron también fundamentales para sostener la estabilidad financiera que acompañó al llamado «espíritu de Locarno». Pero la centralidad de la diplomacia económica provocó distintos problemas. En primer lugar, implicó un apoyo decidido a la propagación del comercio y las empresas estadounidenses, lo que a su vez significaba un contacto estrecho entre la administración y un número bastante considerable de medios privados cuyos intereses resultaban difíciles de conjugar. Por otra parte, las tendencias nacionalistas dominantes en el Congreso, así como en determinadas instancias oficiales, entorpecieron la expansión mercantil y financiera. Igualmente, llevaron a la aplicación de medidas proteccionistas que irritaron considerablemente a los socios europeos de los Estados Unidos. En otro orden de cosas, el abstencionismo político de Norteamérica conllevó cambios en su manera de entender a determinados países europeos. Durante los años 20 se recuperó el talante resignado de los años de preguerra, contemplando los regímenes dictatoriales que comenzaban a surgir en Europa como la consecuencia inevitable de la falta de cultura democrática de determinados pueblos. Respecto a España —capítulo 7—, los Estados Unidos buscaron perpetuar el puesto como primeros importadores ganado durante la Primera Guerra Mundial. La tarea no resultó fácil ni halagüeña, habida cuenta del nacionalismo económico imperante en ambos países, y de la incompatibilidad de sus respectivos sistemas arancelarios. Ambos factores, unidos a la instauración en los Estados Unidos de diversos embargos contra productos españoles, impidieron el cierre de un acuerdo comercial formal y duradero. Sin embargo, las presiones combinadas de los exportadores de ambas orillas del Atlántico previnieron que se llegara a una ruptura consumada de las relaciones mercantiles. El escenario se reprodujo en el caso de las inversiones. Distintas firmas norteamericanas se decidieron en esos años a aprovechar las ventajas tecnológicas, financieras y de localización que ofrecía España para invertir allí sus capitales. Algunas como International Telephone & Telegraph se beneficiaron de los resortes del nacionalismo español a la hora de establecerse, y buscaron apoyo diplomático para hacerse con una red de contactos locales que allanase su camino. Sin embargo, la mayoría recurrieron al Departamento de Estado para solicitar ayuda en contra de las barreras que el gobierno español imponía a las compañías extran-

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jeras. La lucha de Standard Oil Company of New Jersey contra la creación del monopolio español de petróleos representó los pros y los contras de la colaboración entre gobiernos y firmas multinacionales. Los desacuerdos en el seno de ambas entidades permitieron al gobierno de Primo de Rivera resistir durante mucho tiempo las demandas de una indemnización justa por parte de la petrolera. La preponderancia del componente económico en las relaciones bilaterales explica igualmente las imágenes de España imperantes entre los decisores norteamericanos, así como el uso que hicieron del componente ideológico. La inseguridad política que precedió al golpe de Estado de Primo de Rivera despertó las simpatías de los Estados Unidos por el nuevo régimen. Para algunos funcionarios la Dictadura constituyó la mejor solución para una nación que calificaban como incapaz de mantener por largo tiempo un gobierno representativo. La estabilidad proporcionada por Primo significaba seguridad para los inversores estadounidenses, cuya promoción determinó la participación en eventos como la Exposición Iberoamericana de Sevilla (1929). Colocar el caso español en un contexto europeo permite acercarse al debate de fondo relativo al carácter de los Estados Unidos como gran potencia. El prolongado período que llevó a Norteamérica asumir en el sistema internacional un papel acorde a su potencial ha servido a distintos pensadores para ahondar en la noción de la excepcionalidad norteamericana. Donde otros países habían aprovechado inmediatamente su fuerza para embarcarse en una política de anexión y colonización, el coloso americano se habría visto reprimido por su herencia ideológica. La identidad norteamericana se habría forjado a partir del mito de la lucha contra la ocupación de una potencia colonial. Esta premisa hacía difícil justificar cualquier intento de emprender una política expansionista de tono descarnado. Cuando finalmente Washington se erigió en líder del bloque occidental, lo habría hecho con el firme convencimiento de estar llevando a cabo la defensa del modelo civilizatorio que había propuesto el Presidente Wilson. Según Frank Ninkovich: … los americanos veían pocas razones para sentirse avergonzados en su ambición de recrear el mundo a imagen de su nación. Uno no tiene que recoger evidencias para entender que muchos americanos siguieron sintiendo, en lo profundo de sus huesos, que el modo de vida americano constituía la principal exportación de la nación17.

Esta supuesta aversión hacia las formas más aviesas de imperialismo, y la necesidad de revestir de contenido moral a sus acciones de política exterior habrían dotado a la supremacía estadounidense de un carácter más benévolo que el de sus predecesores en la cúspide del poder mundial. A pesar de no defender estas premisas, Niall Ferguson apuntaba no hace mucho: «Oficialmente (…) los Estados Unidos continúan siendo un imperio en negación». Este autor utilizaba esta frase para efectuar un análisis de la política exterior en época de George W. Bush. La «negación» incapacitaba a los Estados Unidos para culminar sus intervenciones militares en el extranjero:

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Ninkovich (2001, 245-246)

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El problema con un imperio en negación es que tiende a cometer dos errores cuando interviene en los asuntos de Estados menores. El primero puede ser colocar recursos insuficientes en los aspectos no militares del proyecto. El segundo, y el más serio, es ensayar una transformación política y económica en un período de tiempo irrealmente corto18.

El historiador Lloyd A. Ambrosius se ha atrevido también a poner en paralelo las experiencias de Wilson y Bush: «Apelando a la vieja esperanza americana de ‘libertad justo a la vuelta de la esquina’, tanto Wilson como Bush proclamaron que los ideales de América justificaban sus nuevas políticas exteriores». Con todo, «su experiencia ha demostrado que luchar en guerras para expandir la democracia y así conseguir paz perpetua tiene más posibilidades de conllevar costos y consecuencias no anticipados»19. Pese a estas denuncias, el patrón reseñado por Ferguson y Ambrosius sigue inspirando a distintos politólogos a la hora de ofrecer recetas para la solución de los problemas internacionales. Joseph Nye y más recientemente Francis Fukuyama han criticado la intervención de la administración Bush en Iraq, pero no han desestimado completamente las premisas de la cruzada democrática. El primero de ellos ha asentado la especificidad y el atractivo del sistema de valores norteamericanos, fuente de su archiconocido concepto de soft power. El problema de los Estados Unidos ha sido precisamente el excesivo uso de las presiones y la fuerza militar, que han acabado restando credibilidad a la posición moral de los Estados Unidos: «La imagen de los Estados Unidos y su atractivo para otros es un compuesto de muchas ideas y actitudes diferentes. Depende en parte de la cultura, en parte de las políticas interiores y los valores, y en parte de la sustancia, tácticas y estilo de nuestras políticas exteriores»20. Desde sus primeros trabajos Fukuyama deploró al realismo su desprecio por el componente ideológico de toda política exterior: «Las primeras contribuciones del realismo para la política exterior americana no deberían cegarnos (…) ante la seria debilidad de este marco para ver las relaciones internacionales». En The End of History and the Last Man, este profesor atribuía la caída de la Unión Soviética precisamente a la fuerza del liberalismo, entendido desde una perspectiva estadounidense: «La influencia pacífica de las ideas liberales en política exterior pueden verse en los cambios que han ocurrido en la Unión Soviética y Europa del Este desde mediados de los ochenta» 21. Los inconvenientes derivados de la invasión de Irak no venían del deseo de expandir la democracia a otros países, sino de un cálculo fallido de los medios necesarios para acometer la empresa. Washington no debía abandonar su objetivo de promover un mundo más acorde con el respeto a los derechos humanos, sino simplemente readaptar su estrategia: «Lo que se necesita no es una vuelta a un realismo estrecho, sino más bien un wilsonianismo realista que reconozca la importancia para el orden mundial de lo que hay dentro de los Estados y que ajuste mejor las herramientas disponibles a la consecución de fines democráticos»22. 18 19 20 21 22

Ferguson (2004, 6, 294) Ambrosius (2006, 542-543). Cfr. también Hoff-Wilson (1974). Nye (2004, 68) Fukuyama (2006, 252, 263) Fukuyama (2006, 183-184)

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Frente a las opiniones de Nye y Fukuyama se erige otra tradición que se ha dedicado a negar la especificidad del comportamiento internacional de los Estados Unidos. En una colección de ensayos publicada a mediados de los ochenta, Arthur M. Schlesinger propugnaba la existencia de ambiciones expansionistas desde el mismo nacimiento de la República norteamericana23. Niall Ferguson ha asentado la misma impresión en su Colossus, publicado unos años atrás: «Estados Unidos es un imperio» y «siempre ha sido un imperio»24. La idea le ha servido a Robert Kagan como base para su libro Dangerous Nation, donde efectúa un concienzudo repaso de la política exterior estadounidense desde sus orígenes hasta comienzos del siglo XX. Si se había visto impulsada por algún conjunto de ideas, éstas no habían conducido precisamente al aislacionismo. Entre los padres fundadores existía ya una ambición universalista que si bien llegó a su culmen tras la Segunda Guerra Mundial, puede rastrearse desde mucho antes: «el mito persistente de América como pasiva e aislacionista hasta que se la provoca se basa en un malentendido de las políticas exteriores de América durante los siglos diecisiete, dieciocho y diecinueve». La guerra con España … creció de una vieja y potente ambición americana, articulada por Hamilton y Jefferson, Monroe y Madison, Henry Clay y John Quincy Adams, por hacer de los Estados Unidos el «árbitro» del Hemisferio Occidental, el defensor de la «repúblicas hermanas» contra las perniciosas influencias de Europa, el líder del sistema americano. Estuvo impulsada por el crecimiento del poder militar, que dio la vuelta a las percepciones tanto del interés como del honor y de lo que podía y no podía tolerarse en la esfera de influencia americana25.

¿Qué lecciones podemos extraer al respecto a partir del estudio de las relaciones España-Estados Unidos? ¿Fue la lenta evolución de Norteamérica el resultado de una inherente repulsa hacia los compromisos internacionales? ¿O resultó del devenir natural de la búsqueda de poder propia de las grandes potencias? La respuesta reside quizás en un punto intermedio. En su trabajo sobre las relaciones franco-norteamericanas entre 1919 y 1933, Melvyn Leffler testifica que la diplomacia norteamericana no se encontraba exclusivamente volcada en la ayuda a la expansión de su comercio y sus inversiones. Conocían las amenazas que para la seguridad internacional planteaban las rencillas entre Francia y Alemania, y ejercieron la presión necesaria para ponerlas fin. Sin embargo, lo hicieron tratando de evitar una intervención directa en los mecanismos políticos del Viejo Continente. Una estrategia que emanaba de dos realidades: de la repulsa que existía entre la opinión pública hacia ese tipo de compromisos; pero también de un claro convencimiento: la mejor manera de traer estabilidad al sistema no pasaba por la firma de alianzas, sino por la promoción de otro tipo de lazos que hicieran más difícil el estallido de futuros conflictos:

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Schlesinger (1986) Ferguson (2004, 2) Kagan (2006, 6, 416)

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El período 1919-1933 sigue teniendo gran interés para los estudiosos de la política exterior americana porque constituyó una fase transicional en la evolución de la diplomacia americana. Durante ese tiempo los políticos percibieron la creciente interdependencia de la economía mundial y desearon establecer un sistema liberal-capitalista estable en Europa Occidental. Durante este tiempo los políticos sopesaron también cuidadosamente los riesgos de la intervención contra los peligros del aislamiento26.

La distinción entre los tres planos de la política exterior estadounidense nos permite adelantar nuestra propia hipótesis. A la luz de las relaciones con España, los Estados Unidos no se comportaron de manera sustancialmente diferente a como lo hacían el resto de potencias. De manera esquemática, la mayor parte de los países se mueve internacionalmente en función de una determinada escala de preferencias. En la parte más alta se sitúa el mantenimiento de la propia integridad y la preservación de unos determinados niveles de seguridad. Conseguido esto, las naciones se ciñen al aumento de su propia riqueza, a través del comercio o la integración en los circuitos financieros exteriores. A comienzos del siglo XX, Norteamérica no percibió que su protección exigiera una mayor vinculación con los asuntos europeos. Su experiencia histórica le decía que América se encontraba lo suficientemente alejada geográficamente del resto de escenarios geoestratégicos para temer lo que ocurriera en otras latitudes. Sus nuevos intereses en el Pacífico y el Lejano Oriente tampoco parecían seriamente amenazados. Por ello, Washington se sintió libre de aprovechar su nuevo estatus para impulsar el crecimiento económico interno a través de una política comercial e inversora de tono expansivo. Una estrategia que, como el caso de España deja claro, comenzó progresivamente a definirse en la primera década del siglo, y alcanzó un impulso decidido durante los años veinte. Por otra parte, cuando los estadounidenses sintieron de cerca la amenaza de los conflictos exteriores, actuaron en consecuencia. En los pocos meses que duró su participación en la Primera Guerra Mundial fueron capaces de levantar una potente maquinaria bélica. El rudo trato hacia España dejó bien claro que, independientemente de su profesado altruismo, los Estados Unidos no dudaban en proceder con un grado de dureza igual al del resto de los aliados. Después de 1920, Washington volvió a dejarse llevar de la sensación de seguridad emanada de su situación geográfica. Pese a todo, mostró signos fehacientes de la ambición que suele acompañar a las grandes potencias. Sólo así puede interpretarse la posición estadounidense respecto a Marruecos —capítulo 7—. Norteamérica carecía allí de grandes intereses, ya fueran estratégicos o comerciales. Sin embargo, no renunció en ningún momento a manifestar su opinión en relación con los problemas derivados de la administración de Tánger. Sus crecientes sospechas en relación con Francia hicieron al Departamento de Estado sucumbir incluso a la tentación de apoyar las posición de España. ¿Cuál fue, entonces, el papel de la ideología, los estereotipos y las imágenes en este proceso? Casi todas las grandes potencias han sentido la necesidad de justificar

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Leffler (1979, 368)

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moralmente sus acciones de política exterior. El problema radica en que, si las bases ideológicas de la acción internacional permanecen inalteradas durante mucho tiempo, son fuertemente asimiladas por una parte importante de la opinión pública. Algo así ocurrió con los Estados Unidos durante el siglo XIX. El excepcionalismo sirvió para mantener la imagen de grandeza espiritual del pueblo americano, y dar razón de ser a la lejanía respecto de los problemas surgidos al otro lado del Atlántico. Simultáneamente se justificó en una determinada visión de los pueblos de Europa que hundía sus raíces en la época misma de la Revolución. En la primera mitad del siglo XX este paradigma ya no resultaba válido a los propósitos de la política internacional norteamericana. De hecho, se encontraba lo suficientemente arraigado como para frenar los planes de Wilson. Sin embargo, el wilsonianismo había plantado las bases de una nueva defensa ideológica de la acción estadounidense, que acabó imponiéndose poco a poco. Curiosamente, se basaba en la mismas premisas que el excepcionalismo, pero extraía de ellas distintas consecuencias. Algo así ocurrió con las imágenes de los países europeos. Entre 1898 y 1930, los Estados Unidos no alteraron sustancialmente los estereotipos que albergaban respecto a España. Sin embargo, dependiendo de la coyuntura —capítulos 2, 3 y 6—, éstos sirvieron como acicate para tratar de reformar al pueblo español, o como testimonio de su incapacidad para cambiar. Después del conflicto finisecular, los norteamericanos no mostraron excesivas esperanzas respecto a la posibilidad de alterar el atraso hispano, que consideraban fruto de la herencia combinada del catolicismo más intransingente y del conservadurismo más rancio. Sin embargo, no renunciaron a la posibilidad de desatar en España un lento proceso de transformación, inspirado en los principios del progreso estadounidense. Estos pacientes anhelos dieron paso a una cierta ansiedad con ocasión del fervor wilsoniano desatado por la participación de Norteamérica en la Gran Guerra. Los propagandistas del Comité de Información Pública dejaron de atribuir un carácter inamovible a las supuestas esencias de los habitantes de España. Éstos se encontraban igual de preparados que cualesquiera otros para recibir en breve tiempo las bendiciones de un sistema democrático, y Washington había de convertirse en agente del cambio. Posteriormente, la crisis posbélica revirtió completamente estas impresiones, anulando no sólo el impulso de la cruzada wilsoniana, sino también el tímido optimismo anterior a 1914. La experiencia histórica de países como España e Italia parecía demostrar que carecían del grado necesario de madurez para sostener por largo tiempo un sistema político liberal. Para los estadounidenses de entonces, lo mejor que cabría esperar de ellos era el establecimiento de un régimen paternalista capaz de contener los estallidos de violencia, y dotar al país de un grado óptimo de estabilidad.

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