El debate sobre la arquitectura religiosa (España, 1949/65)

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Descripción

Capítulo 5 EL DEBATE SOBRE LA ARQUITECTURA RELIGIOSA

INTRODUCCIÓN El debate sobre el arte y la arquitectura sacros que se produjo en España durante los años cincuenta y sesenta abarcó todas las escalas de la disciplina arquitectónica, desde el urbanismo hasta el diseño industrial. Su desarrollo no fue homogéneo, sino que durante los quince años estudiados (1950/65), osciló entre posiciones muy lingüísticas —de alguna forma, las tradicionalmente artísticas— y preocupaciones de corte sociopolítico, aquellas mismas que años después acabarían ahogando la práctica general de la arquitectura entendida como disciplina autónoma. Por eso, con el fin de acotar un tema tan amplio y con tantas ramificaciones, vamos a establecer cuatro ámbitos de análisis diferentes. En primer lugar definiremos un marco previo, formado por aquellos presupuestos o factores extrínsecos al proceso —parámetros culturales, podríamos llamarles— que contaron con la suficiente entidad como para matizar la discusión. En segundo lugar y bajo el título «Iconografía y simbolismo», trataremos el mundo de las artes de la imagen, y su influencia en el discurso sobre el lenguaje y la vivencia de la religión. Un tercer campo —«Exigencias cultuales de la arquitectura religiosa»— quiere incidir en el ámbito de la edificación y en su relación con la liturgia, es decir, los aspectos programático-funcionales del templo. Por último, el epígrafe «Sociología parroquial y urbanismo. El templo tras el Concilio Vaticano II» tratará de la dimensión urbana del templo y de la imbricación colectiva de la práctica religiosa, resultado de una cierta visión de la sociedad y de los modos de vida derivados de ella que se comenzaron a aplicar masivamente tras el evento conciliar, marcando la arquitectura religiosa durante muchos años. La ordenación de estos cuatro aspectos no es casual, ya que el progresivo aumento de escala se correspondió con el desarrollo cronológico del debate; de ahí que el último apartado nos sirva, de algún modo, de epílogo anticipado. Una muestra de la amplitud del debate y una primera aproximación a la manera de enfocarlo se puede ver en las preguntas de la siguiente encuesta titulada «A favor o en

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contra de las iglesias modernas», que tras publicarse en Francia, fue planteada por la revista «Arquitectura» en 1960: 1. ¿Es necesario que un artista sea creyente para que pueda hacer una obra religiosa? 2. ¿El arte sacro debe instruir a los fieles o debe embellecer la Casa de Dios? 3. ¿El estilo arquitectónico sin ornamentación ha sido consecuencia de un deseo de economía, de la pobreza de los materiales modernos o de un voluntario ascetismo? 4. ¿Por qué razones se suprime el campanario o se separa de la iglesia? 5. ¿La arquitectura de una iglesia rural ha de inspirarse en el estilo regional? 6. ¿Las iglesias modernas serán capaces de suceder dignamente a las obras maestras del pasado? 7. ¿Qué piensan los sacerdotes de esas nuevas iglesias? 8. ¿Cómo ha recibido la masa de fieles el arte religioso actual y, más particularmente, el arte abstracto? Se pretendía que el formulario fuera contestado por sacerdotes, literatos, filósofos, artistas plásticos, músicos y arquitectos, con el propósito de extender la discusión a todas las partes implicadas1. En nuestro país, las publicaciones «Informes de la Construcción», «Revista Nacional de Arquitectura» y «Arquitectura» asumieron este compromiso, dedicándole al tema una buena cantidad de páginas e incluso varios números monográficos, como ya hemos visto.

ICONOGRAFÍA Y SIMBOLISMO Un arte problemático para la Iglesia La historia de la arquitectura ha dejado de escribirse sobre la del templo. Francisco Javier Sáenz de Oíza, 1951

Con esta frase, Francisco Javier Sáenz de Oíza condensaba la situación de cambio que atravesaba la arquitectura religiosa tras las dos guerras mundiales. Una situación que, en último término, derivaba de la crisis general del arte y que, a su vez, estaba estrechamente vinculada con el desconcierto que ambas contiendas habían introducido en el mundo de los valores. En este mismo sentido se manifestaría Antonio Fernández Alba en 1958: «El arte religioso no existe; murió el día en que la fe dejó paso a la piedad formal, y cuando una nueva forma de vida se intentó crear fuera de la Iglesia y de la religión»2. Había una impresión generalizada de estar viviendo una época llena de indecisiones, pero tal vez por eso mismo, abierta y esperanzada.

Cf. Fernández Alba, A., «El espacio sagrado de la problemática religiosa contemporánea», A, 17 (1960), 8. (2) Varios, «Las nuevas parroquias de Vitoria. Sesión de Crítica de Arquitectura», Rna, 196 (1958), 17. (1)

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En efecto, en 1950 Europa atravesaba una revolución espiritual y moral que en los mundos de la plástica y de la teología afloraba en forma de un poderoso espíritu crítico. La relación arte-sociedad se volvió difícil y se llenó de perplejidades y de asombros que hubieran resultado inconcebibles en otros momentos históricos. Se tenía la seguridad de que la situación no tardaría en normalizarse, y se pensaba que ese periodo de transformación profunda por el que estaban pasando las artes sería beneficioso una vez que se superase el primer momento de sorpresa. En esta época coexistían diferentes maneras de entender el hecho creativo: desde la supervivencia popular de los criterios románticos, por un lado, hasta un academicismo de raíz burguesa y liberal, por otro, pasando por un arte vinculado a la nueva cultura de lo auténtico, de lo espontáneo, de lo sincero y del respeto a la materia. Esta situación se reflejaba perfectamente en el arte sacro, donde al lado del ocaso del academicismo y de una ola de primitivismo con la que se revestían los tímidos intentos de sacralizar el nuevo arte, subsistía un cierto estilo dulzón y «kitsch». Ante la grave situación en que se hallaba la casi totalidad de la pintura y de la escultura religiosas, surgió una cuarta postura —la anicónica—, que apoyándose en el deseo de la pura autenticidad, postulaba una nueva tendencia iconoclástica. En un contexto tan enrarecido no era extraño que comenzara a surgir un arte excesivamente filosófico, autónomo, violento y revolucionario que, a la postre, derivó patológico. La situación cultural postcientífica, cuyos impulsos religiosos eran débiles, obligaba a acometer una revisión profunda y completa de los conceptos y posibilidades de la arquitectura y la iconografía religiosas, así lo constataban dos críticos del momento: «Es un hombre nuevo el que se está fraguando ante nosotros y en nosotros: nuevas ideas, nuevas sensaciones, nuevas maneras de hacerse cargo de la realidad circundante. En consecuencia, nuevas maneras de encontrarse consigo mismo y con la Divinidad, de entrar en posesión de la fe recibida. El problema es vastísimo y presenta innumerables niveles»3. «Lo innegable es que estamos en una nueva era del arte, del sagrado y del profano, que quiere ser expresión de unas nuevas exigencias de la vida, de una inquietud de renovación que tantea nuevas formas y trata de incorporar el arte a la vida y encerrar en él la fórmula de su sensibilidad»4. La Iglesia Católica, que tantas veces había dado muestras de una fabulosa capacidad de asimilación, al querer admitir y encarnar lo nuevo se encontraba —por primera vez— indecisa, pues entendía el arte como problemático. Si a la religión le habían servido las artes de todos los tiempos, ¿por qué no le servían ahora? Para contestar a esta pregunta se podían apuntar dos razones: la dimensión experimental del nuevo arte, derivada de su origen histórico; y el hecho de haber nacido bajo estímulos filosóficos hostiles al Cristianismo. Efectivamente, la crisis del arte religioso había tenido su origen en el ochocientos, con los inicios del materialismo histórico5. Si, en general, el gran arte

Pérez Gutiérrez, F., «Figuración y no figuración en el arte sagrado de hoy», A, 73 (1965), 37. García, F., «Indicaciones sobre el nuevo arte sagrado», A, 17 (1960), 30. (5) Era ésta una posición compartida, entre otros, por Luis Moya Blanco (cf. Varios, «Las Basílicas de Aránzazu y de la Merced», Rna, 114 (1951), 42). (3) (4)

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desconfiaba del poder creador de «los buenos sentimientos», la Iglesia no podía consentir la evidente influencia de los exaltadores de las dimensiones más oscuras de la psicología humana en sus realizaciones concretas. Había desconfianza mutua. La prudencia de la Iglesia en este punto pudo molestar a algunos, que la tacharon de inadecuada para los tiempos que corrían; pero la Iglesia, que había sido históricamente uno de los principales clientes del arte, se tomó su tiempo para estudiar las posibilidades que ofrecían las nuevas tendencias, concediendo un amplio margen para que se realizasen experiencias de servicio y adaptación. La jerarquía de la Iglesia Católica se resistió a admitir que la característica fundamental de la época fuese la extravagancia, y que el arte careciera de los medios adecuados para ponerse directamente en contacto con Dios. Frente a las consideraciones negativas sobre el estado de la sociedad, aparecía otro tipo de opiniones que destacaban los nuevos impulsos emergentes. Algunos constataban un auténtico resurgimiento de la fe y de la religiosidad a las que era preciso servir de verdad, es decir, respondiendo de manera auténtica a las expectativas depositadas en la Iglesia por la sociedad. En realidad, no tenía demasiado sentido pasar de modo sistemático de la perplejidad al rechazo, por lo que tras el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica abriría sin reservas sus puertas a las vanguardias. Ahora bien: ¿Qué era lo que los creyentes habían de pedir a las artes religiosas? ¿Qué tenían derecho a esperar de ellas? Contra la artificiosidad Antes que empezar a exigir, en primer lugar se comenzó por rechazar todo aquello que no era adecuado para el arte sacro y que se resumía en una sola palabra: artificiosidad. La artificiosidad se derivaba del empleo del arte y de la arquitectura de una forma puramente decorativa, es decir, como mero reclamo para acceder a los misterios de la fe; y si el arte no poseía profundidad alguna, quedaba sometido a los vaivenes de la conveniencia y de la moda. Así, lo normal era que los objetos sagrados apareciesen constreñidos en una voluntad de estilo que los hacía, cuando no inútiles para desempeñar correctamente su función, sí, al menos, impermeables al símbolo y a la profundización en su verdadero significado6. El origen de la orientación decorativa del arte sacro se encontraba en la asunción generalizada de la mentalidad mercantil. Desde este punto de vista, las imágenes religiosas no eran otra cosa que simples representaciones del artículo espiritual que se podía encontrar tras ellas, cuya función consistiría en anunciar las diversas posibilidades de satisfacción emocional, o al menos, de proporcionar un cierto sentimiento religioso. Esta estrategia suponía una notable degradación del simbolismo cristiano que derivaba en la indignidad icónica, convirtiendo al arte en la fuerza disipadora y destructora que históricamente había conducido a las reacciones iconoclásticas. En su artículo «El arte religioso y el diablo», Juan Plazaola denunciaba las almibaradas imágenes hechas en

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No sin razón se ha hablado de dos corrientes en la historia de la arquitectura en general: la que prosigue una línea de estilo, y aquella que se dedica a solucionar problemas reales.

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serie, tan frecuentes en la época y aún ahora, en los siguientes términos: «Ya hace más de medio siglo Huysmans veía en esas imágenes de María que pueblan hoy nuestros escaparates la revancha del demonio contra el triunfo de la Mujer Inmaculada. En una página de su libro ‘Les Foules de Lourdes’, el célebre convertido imaginaba a Satanás hablando a la Virgen, reconociéndose vencido por ella, pero anunciándole que él se vengaría apoderándose del arte religioso»7. Si esas imágenes en serie habían sido útiles en situaciones excepcionales, dada la penuria de recursos y la escasez de iconos provocada por las desamortizaciones del siglo XIX, por ejemplo, a partir de un determinado momento la Iglesia comenzó a pedir que no se admitiesen al culto aquellas que no fueran de material noble, pronunciándose en diferentes ocasiones contra lo que los alemanes llaman «kitsch», los franceses «Saint-Sulpice» y los españoles «Olot»8. El mal gusto que dominaba la industria de objetos religiosos era patente, y se hacía necesario emprender una acción decidida para liberar a las iglesias de tanta quincalla. «Ni el cerril mercantilismo de unos (…) ni las lucubraciones experimentales de otros (…) deberían de entrar en el Templo ¿Por qué se desoyen, con tanta frecuencia, los sabios consejos de los documentos pontificios?»9. La respuesta más básica y más evidente a esta pregunta era el peso de la inercia. «El acceso del arte moderno a nuestras iglesias choca contra el peso de una tradición que esgrime continuamente la coraza de sus aparentes seguridades. El ‘no va a pasar nada si seguimos un estilo tradicional’ es la última razón de todos los conformismos, frente a un riesgo evidente pero necesario»10. Este conformismo no tenía nada que ver con la prudencia de la Iglesia al adoptar una actitud de reserva frente al nuevo arte sacro, sino más bien con el distinto valor que unos clérigos u otros otorgaban al arte dentro de la misión pastoral que se les había encomendado. En el caso concreto de España, como la reconstrucción de los templos tras la guerra no estuvo marcada precisa-

Rna, 195 (1958), 29. Joris-Karl Huysmans (1848-1907), novelista francés adscrito al naturalismo decadente, que tras convertirse al catolicismo, en 1899 ingresó en la abadía de Ligugé, cerca de Poitiers. Se interesó por el influjo del diablo en las acciones humanas. El libro citado lo publicó Editions Stock en París, en 1906. (8) En 1958, el sacerdote y arquitecto Gabriel Alomar comentaba en la «Revista Nacional de Arquitectura» su modo de fabricación: «Por ejemplo: ciertas fábricas de las que mal llamamos ‘de Olot’ (…) tienen catálogos en los cuales se ofrecen las imágenes ‘en todos los tamaños, de 10 en 10 cms., entre 0,50 y 1,70 m.’ Pero para ello se utilizan sólo tres moldes, de tamaños pequeño, mediano y grande, ajustando las diferencias con un suplemento que se intercala en la cintura. No nos podemos extrañar de ver ‘santos’ microcéfalos y otros cabezotas. Pero mucho más inquietante que estos detalles ridículos es lo que de inconscientemente sexual y de nefando (ajeno sin duda a la inmensa mayoría de los que las han creado y de los que las veneran) pueda haber, o puedan los no católicos ver, en estos engendros» («La depuración religiosa y estética de nuestro arte sagrado», Rna, 201 (1958), 32-nota). Alexandre Cirici-Pellicer, en un artículo análogo, también afirmaba que deberían temerse las fuerzas latentes en las esculturas de Saint-Sulpice o de Olot, con su explosiva mezcla de sensualidad y piedad (Cf. «Sobre la escultura y pintura religiosas actuales», en: Ferrando Roig, J. (dir.), «Arte Sacro. Anuario 1957», 36). (9) Cf. Ferrando Roig, J. (dir.), «Arte Sacro. Anuario 1957», 74. En este mismo sentido se habían pronunciado diversos pastores, como por ejemplo el padre Josemaría Escrivá: «No me pongáis al culto imágenes ‘de serie’: prefiero un Santo Cristo de hierro tosco a esos Crucifijos de pasta repintada que parecen hechos de azúcar.» («Camino», Rialp, Madrid, 1979 (1939), nº 542). (10) Teixidor, J., «Lo religioso y el arte actual», Q, 45 (1961), 16. (7)

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mente por su calidad —se hicieron iglesias «sin actualidad, sin sangre, sin espíritu»11—, era necesario empezar estudiando y analizando lo que se había hecho en el extranjero por católicos y protestantes. El problema era muy amplio y como alcanzaba derivaciones insospechadas —porque la arquitectura religiosa no existía al margen de la arquitectura en general—, era difícil de solucionar discutiéndolo dentro del marco de sus estrechos límites. Si para Antonio Fernández Alba, el problema era otro (faltaba en el pueblo y en el clero español, el deseo y la necesidad de una nueva arquitectura, porque faltaba una cultura moderna de la religión católica)12, la renovación global del arte sacro se insertaría dentro de un proceso de reconsideración del catolicismo que acometería a mediados de los años sesenta el Concilio Vaticano II. Las soluciones que se lograrían con anterioridad contenían una voluntad experimental paralela al Movimiento Litúrgico, siempre dentro de los límites de la ortodoxia y contando con el consentimiento de la jerarquía de la Iglesia. Además, las graves consecuencias que, históricamente, siempre se han derivado de cualquier modificación litúrgica obligaban a resolver esas cuestiones con calma, con el fin de ofrecer al pueblo cristiano soluciones dotadas de un mínimo de madurez. Uno de las primeros logros del renacimiento litúrgico consistió en despertar en los fieles la conciencia de que, en el cristianismo, lo sacro era un concepto más funcional que emocional. A la iglesia no se iba a sentir emoción, sino a realizar un misterio, a participar colectivamente en una acción y, por eso, no era del todo adecuado hablar de «espacio místico» o de «emoción religiosa». Pero, por otra parte, el arte sacro de esta época pretendía recuperar aquella dimensión contemplativa que se había ido perdiendo para la cultura occidental desde el fin de la Edad Media, es decir, el equilibrio entre plástica y vida. Entre estos dos polos —la renuncia a la belleza inmediata y la vivencia global de esa belleza entendida como don— se comenzará a mover la nueva sensibilidad de la época. Como explicaba Antonio Fernández Alba, al fin y al cabo «al final, lo que importa (…) es que podamos ofrecer al espíritu la posibilidad de existir»13. La Iglesia necesita del arte actual La Iglesia y el arte se requieren mutuamente. Esta idea tan antigua la volvió a poner de actualidad Pablo VI en 1964, cuando ante un numeroso grupo de artistas italianos afirmó: «Tenemos necesidad de vosotros. Nuestro ministerio tiene necesidad de vuestra colaboración»14. El Pontífice explicaba que si el ministerio de la Iglesia consistía en predicar y hacer comprensible y emotivo el mundo de Dios —el mundo del espíritu, de lo inefable—, el arte no estribaba en otra cosa que en recoger los tesoros del espíritu y expresarlos de alguna manera, manteniendo intacta la inefabilidad de las cosas y el sentido de su trascendencia, es decir, en el trasvase de ese mundo invisible a fórmulas

Fisac Serna, M., «Problemas de la Arquitectura Religiosa actual», A, 4 (1959), 3. Cf. «El espacio sagrado de la problemática religiosa contemporánea», A, 17 (1960), 8. (13) Varios, «Las nuevas parroquias de Vitoria. Sesión de Crítica de Arquitectura», Rna, 196 (1958), 17. (14) «Volvamos, Iglesia y artistas, a la gran amistad», Ara, 1 (1964), I. (11) (12)

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inteligibles. La Iglesia necesitaba esa sensibilidad, esa capacidad de advertir por medio del sentimiento lo que a través del pensamiento no se podía. «Y, si nos faltara vuestra ayuda —proseguía Pablo VI—, el ministerio [de la Iglesia] sería balbuciente e incierto y tendría que hacer un esfuerzo, diríamos, para hacerse artístico o, mejor, para hacerse profético. Para alcanzar la fuerza de la expresión lírica de la belleza intuitiva, necesitaría hacer coincidir el sacerdocio con el arte»15. La Iglesia necesitaba del arte y no se conformaba con la artesanía, ya que la artesanía suponía habilidad, oficio, inercia, pero no implicaba ningún ejercicio de exploración en lo desconocido y, por tanto, no entrañaba ningún tipo de conexión con lo metasensible. Y si «la Teología cristiana de la Historia arranca de la fuerza significativa de realidades y hechos que, siendo singulares e irrepetibles, desbordan los límites del tiempo para dominar el ámbito entero del Universo a través de los siglos, es evidente que el problema del Arte Sacro, si no pretende reducirse éste a mera decoración, ha de consistir en dar a lo material —figurativo o no figurativo— dimensiones infinitas»16. Cuando en 1952 se publicó la Instrucción del Santo Oficio sobre Arte Sacro, un sector de la prensa italiana acusó a la Iglesia Católica de pretender crear un arte dirigido. En una época en la que el artista era considerado como una especie de investigador del mundo de lo subconsciente, como un intermediario entre la sociedad y las fuerzas que latían en lo real, resultaba complicado argumentar un arte útil, un arte al servicio de una finalidad concreta —en este caso la evangelización, el conocimiento de lo trascendente, el culto litúrgico— sin poner en peligro la sinceridad del mismo y su autenticidad. Pío XII había afirmado en 1947 que las artes estaban verdaderamente conformes con la religión cuando servían como «muy nobles esclavas» al culto divino17. Esto no significaba que el arte sacro fuese un «arte dirigido», ya que el arte de todos los tiempos ya había sido utilizado en el culto por la Iglesia y no por ello había dejado de ser arte. Pero lo que estaba claro era que la Iglesia tenía derecho a rechazar lo que no le interesaba. Esta disyuntiva se mostraría a la larga tan sólo aparente, porque en poco tiempo los artistas que buscaban la utilidad del arte —su apertura al público— insistirán en introducirse en el campo religioso. De cualquier forma, parecía claro que para fundamentar una nueva relación entre Iglesia y arte hacía falta un acercamiento de posturas que implicase un cambio de actitud por ambas partes. Si el recelo había sido uno de los principales causantes de la decadencia del arte sacro, la confianza iba a constituirse en el nuevo nexo de unión. La Iglesia dio el primer paso, abriendo las puertas del templo a los mejores artistas y convirtiéndose una vez más en su mecenas. Daba fe de ello José Manuel de Aguilar, cuando afirmaba que tanto el clero como el pueblo fiel, los artistas y los técnicos estaban inmersos en la tarea de renovar la mentalidad y el gusto de los tiempos, incorporando al arte un hondo contenido espiritual. Sin las exigencias de autenticidad, sencillez y austeridad, de cristianismo vivo y comunitario, las posibilidades de auténtica renovación quedarían reducidas a frívolos vaivenes de la moda. Y no era el caso. «Discurso a un numeroso grupo de artistas italianos», en: Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 538. (16) López Quintás, A., «El dilema de la figuración-abstracción», A, 73 (1965), 13. (17) Encíclica «Mediator Dei et hominum», nº 47. (15)

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El giro hacia el optimismo Lo que más preocupaba a los intelectuales católicos era la autenticidad del arte sacro. Esta autenticidad que presentaba dos caras: la temporal y la material. La primera se refería a la adecuación de sus intenciones al correr general de los tiempos, y la segunda, a la coherencia interna entre materia y forma, coherencia que permitía la aparición de lo simbólico. Comenzaremos por el factor temporal. El arte sacro, para ser auténtico, debía aceptar las condiciones del arte de su tiempo, ya que el único arte verdadero es aquel que refleja la época en la que se ha producido; y para el culto del Dios verdadero —se argumentaba— no podía usarse más que un arte verdadero. Esto se consiguió a través de dos estrategias: incorporando el arte de finalidad litúrgica a los foros de opinión, mediante monografías, publicaciones y congresos; y abriendo las puertas de los templos a los mejores artistas del momento, fuera cual fuese su credo o su posición ideológica. Ahora bien: ¿y si el arte actual no respondiera al modo de ser católico? Esta pregunta, planteada por entonces, escondía un presupuesto inadmisible para los clérigos y artistas más comprometidos: la idea de que el arte de una época se pudiese elegir. Probablemente no hubiese nada más alejado de aquellas mentalidades modernas que este eclecticismo soterrado. En efecto, en cada momento histórico sólo había un arte, y así había que asumirlo. Además, siempre era vanguardia, siempre iba por delante de todos los demás aspectos de la vida; no se podía elegir su orientación, pues estaba determinado por las ideas y sentimientos de la época, por su problemática y su conciencia vital, y, evidentemente, el arte y la arquitectura religiosos no existían al margen del arte en general. De esta forma, la inicial posición defensiva se tornó optimista y positiva, mucho más acorde con la tradición multisecular del arte cristiano, y poco a poco, la actitud de la Jerarquía se volvió cada vez más abierta. Pío XII, dentro de su encíclica sobre la renovación litúrgica «Mediator Dei et hominum» (1947), incluyó un párrafo que luego se llegó a considerar como la Carta Magna del Arte Moderno y que decía así: «Las imágenes y formas modernas, efecto de la adaptación a los materiales de su confección, no deben despreciarse ni prohibirse en general por meros prejuicios, sino que es del todo necesario que, adoptando un equilibrado término medio entre un servil realismo y un exagerado simbolismo, con la mira puesta más en el provecho de la comunidad cristiana que en el gusto y criterios personales de los artistas, tenga libre campo el arte moderno para que también él sirva dentro de la reverencia y decoro debidos a los sitios y actos litúrgicos, y así pueda unir su voz a aquel maravilloso cántico de gloria que los genios de la Humanidad han entonado a la fe católica en el rodar de los siglos»18. Como se ve, las puertas estaban abiertas y el camino dispuesto para ser recorrido. Pero se trataba de un camino, no de un plano indiferenciado donde todo iba a ser posible, ya que los márgenes y las reglas del juego también estaban bien definidos. De ahí que Pío XII se sintiera precisado a reprobar ciertas imágenes extravagantes que no estaban de acuerdo con el decoro, la piedad y la modestia cristianas, y que, en su opinión, ofendían al mismo sentimiento religioso. Algunos años más tarde, Casimiro Morcillo repetiría esta misma idea con otras palabras: «Si el Arte Sacro de hoy es capaz de continuar presentando con decoro y (18)

Loc. cit.

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reverencia los temas religiosos; si puede seguir enseñando a los hombres la verdad revelada; y si se siente con aliento para suscitar un acto de fe, un golpe de arrepentimiento, un movimiento de esperanza, o un himno de alabanza ¡bienvenido sea!»19. Poco a poco —y gracias al trabajo de artistas, críticos y editores— se fue generalizando la idea de que el arte contemporáneo ofrecía posibilidades insospechadas para la expresión de lo sagrado. Y esto por haber vuelto al cultivo puro de la forma, que era algo más radical que la figura, profundamente ligado a la capacidad expresiva. «Por eso es por lo que el arte contemporáneo, contra lo que algunos se han empeñado en mantener con terquedad, es un arte esencialmente ‘abierto’, y abierto de hecho a una trascendencia posible, y en potencia, a una trascendencia real»20. Esta capacidad de trascendencia se apoyaba en la dimensión medial de las formas que, lejos de la opacidad de las figuras, se sobrepasaban infinitamente a sí mismas, volviéndose transparentes al haber perdido su espectacularidad. Cuando por aquellos años, Matisse decía que él no trabajaba sobre la tela sino sobre quién la observaba, el arte religioso estaba adoptando una nueva perspectiva humana. También se alzaron algunas voces que propugnaron una cierta iconoclastía pedagógica. ¿Eran realmente necesarias las imágenes en la iglesia? ¿Eran deseables? ¿Qué características deberían tener? Considerando que habían sido tres los motivos que las habían originado —catequéticos, decorativos y de intermediación para el acercamiento a Dios—, Miguel Fisac propugnaba su reducción paulatina o incluso su radical supresión21. Sin embargo, las posiciones más habituales, aunque apuntaban en el mismo sentido, no se llegaban a plantear con esa contundencia, manteniéndose dentro de los límites de un prudente término medio. No se defendía la iconoclasia —que en último término seguía manteniendo su dimensión herética—, pero tampoco se podía tolerar una profusión de imágenes que rayaba en lo supersticioso, distrayendo al fiel de lo verdaderamente esencial: el culto litúrgico22. Tampoco faltaron proposiciones originales y distintas, aunque no exentas de algún grado de utopía, como por ejemplo, la que proponía el escultor Angel Ferrant: «Tal vez la cuestión entrara en su cauce si entre las devociones del creyente estuviese el arte, practicándolo, incluso en sus ocios, como un rezo, y colocándose luego el producto en los altares al igual que han figurado los exvotos»23. En cualquier caso, el problema del arte sacro no era fácil de resolver de golpe, sino que, al estar la vivencia del culto tan arraigada en la mentalidad colectiva, se necesitarían generaciones enteras para reconducirla. «Carta Magna del Arte Sacro en España», Rna, 200 (1958), 27. López Quintás, A., «El arte religioso como expresión del misterio», A, 52 (1963), 51; cf. también Pérez Gutiérrez, F., «La indignidad en el arte sagrado», Guadarrama, Madrid, 1961, 111. (21) Cf. «Problemas de la Arquitectura Religiosa actual», A, 4 (1959), 8. (22) Cf. Pío XII, Encíclica «Mediator Dei et hominum» (1947), nº 46, en: Varios, «Colección de Encíclicas y documentos pontificios» (vol. I), 1119. (23) «¿Qué orientación debe darse al arte sacro actual?», en: Ferrando Roig, J. (dir.), «Arte Sacro. Anuario 1957», 67. Una encuesta más amplia sobre el tema se encuentra en la revista «ARA»; las conclusiones a las que llegaron artistas y arquitectos pueden verse en: Javierre Ortas, J.M., «Las imágenes en el templo (II)», Ara, 10 (1966), 36-37. Posteriormente, José Manuel de Aguilar condensará todo ello en el capítulo VI su libro «Casa de Oración». (19) (20)

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El artífice como problema Aunque los primeros años cincuenta supusieron un inicio de renovación interna en la Iglesia, la aparente solidez de la ortodoxia permitía adoptar un moderado entusiasmo de cara a recibir influencias externas que contribuyesen a enriquecer conceptualmente el patrimonio eclesial. Desde finales del siglo XIX, en el mundo de la cultura católica se había detectado un cierto conformismo dentro de los pensadores y artistas, frente a la frescura y la espontaneidad de los conversos. Lo mismo ocurrió en la arquitectura religiosa y en el arte sacro, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial. Uno de los aspectos que alcanzaron más trascendencia pública fue el problema de la fe del artista. Se trataba de determinar hasta qué punto las convicciones personales del artífice influían en la concepción misma de la obra. En la encíclica sobre música sagrada de 1955, Pío XII había dejado escrito: «El artista que no profesa las verdades de la fe o se halla lejos de Dios en su modo de pensar y de obrar, de ninguna manera debe ejercer el arte sagrado»24. El Pontífice argumentaba que un artista así no poseía la profundidad de visión necesaria para adivinar lo que exigía la majestad y el culto divinos, y que su arte, por muy interesante que fuera, no sería capaz de inspirar la piedad y la santidad que requería el templo de Dios. La opinión más extendida entre los intelectuales, por el contrario, era que primero se debería buscar la calidad del artista y luego el que éste supiese explicar la fe del catolicismo; es más, si un artista era un verdadero profesional, poco importaba que fuera o no católico, con tal de que fuese capaz de interpretar el hecho religioso en sí mismo. No se trataba de insinceridad, sino de participar de una manera profunda en los ideales de los demás y de poseer la capacidad de potenciar hasta la sublimación cualquier símbolo que fuese digno de un pensamiento poético. Si la Iglesia quería ofrecer a Dios el arte de verdad y si por determinadas circunstancias históricas en un momento dado la mayoría de los artistas no profesaban la fe cristiana, habría que apelar a su profesionalidad, ya que como decía el padre Couturier, el arte era algo de temporada y resultaba absurdo intentar consumir peras en invierno, a menos que fuesen en conserva25. Parecía claro que lo importante era encontrarse cerca de Dios con el pensar y con el obrar, y no ser nominalmente católico. Ahora bien, lo que sí podía exigir la Iglesia a los receptores de sus encargos eran ciertas condiciones que se encontraban en el ámbito de los valores comunitarios más elementales. No interesaban aquellos artífices que trabajasen para su propio prestigio, pues la voluntad de servicio que se antepone a la satisfacción personal se consideraba básica para acometer arquitectura sacra. El artista debería ser capaz de convertir su trabajo en un medio de evangelización, y no menospreciar a los fieles, sino, por el contrario, esforzarse en su educación, realizando obras de calidad con el arte de su época.

«Encíclica sobre la música sagrada (22-XII-1955)» (cap. II), en: Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 534. (25) Cf. Varios, «Conversaciones de Arquitectura Religiosa», 135. (24)

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Pocos años más tarde, como ya hemos visto, Pablo VI firmaría un «pacto de reconciliación» entre la Iglesia y el arte largamente madurado, apoyándose en las opiniones recibidas de los especialistas en la materia y en su propia experiencia pastoral en la diócesis de Milán. Se iniciaba así una época en la historia de la Iglesia caracterizada por una creciente confianza en el artista. La Iglesia les exigía que dieran lo mejor de sí, aún sumiéndose en el riesgo de lo desconocido, consciente de que, como decía C.S. Lewis, «la espada brilla no porque el espadachín haga lo posible para que brille, sino porque está luchando por su vida y eso hace que la mueva a gran velocidad»26. Por eso, la sinceridad y la autenticidad eran lo mínimo que se podía pedir para un templo. Preguntado sobre este particular, Eduardo Chillida contestaba en esta misma línea: «Independientemente de sus actitudes religiosas, las virtudes que yo más valoro en un artista son: la sinceridad, la humildad y la laboriosidad. Creo que sin estas tres virtudes no se puede hacer nada que valga la pena»27. De ahí había venido el agustiniano consejo de «haced lo que queráis», que el cardenal Montini pronunció en el IV Congreso Nacional de la Unión Católica de Artistas Italianos28. La depuración lingüística En el ámbito lingüístico, la discusión se centró en el intento de distinguir tres conceptos relativamente cercanos entre sí: arcaísmo, estilización y amaneramiento. Es sabido que para el normal desarrollo de cualquier arte se necesita una tradición que vaya acumulando y decantando los sucesivos estadios que se alcanzan, pero que también posea la suficiente vitalidad como para adaptarse a la vida real; y que cuando una disciplina artística rompe con la tradición cae inevitablemente en el arcaísmo, es decir, en la negación de la cultura y en la vuelta a los valores primigenios y elementales de la naturaleza: la masa, la fuerza, el tacto, etc. La irrupción de ese arcaísmo supone un retorno a los orígenes y una valoración positiva de lo esencial de las cosas. El Movimiento Litúrgico tuvo una intención similar, que Pío XII se encargó de acotar rechazando el arqueologismo en sucesivas ocasiones. Cuando la Revolución Industrial abrió la crisis, se plantearon dos maneras de acometer la renovación del arte: la estilización y el expresionismo. Por estilización se entendía la libre esquematización de los elementos decorativos de una obra de arte, mientras que el expresionismo hacía de la liberación más o menos incontrolada de las fuerzas latentes el argumento de su realidad plástica. El expresionismo aplicado al arte sacro moderno fue muy polémico y hasta perturbador, ya que se trataba sencillamente de una derivación del subjetivismo y de la teatralidad de los tres siglos anteriores, tan distintos a la objetividad y a la serena calma simbólica de los mejores momentos del pasado. Así, la estilización progresiva fue el recurso preferido por los artistas del momento, aunque muchas veces, esta actitud se entendió como una concesión epidérmi-

«Cautivado por la alegría», Encuentro, Madrid, 1989, 195. Sa., «Cuatro diálogos», Ara, 1 (1964), VIII. (28) Cf. «El fenómeno del arte a la luz de la fe», en: Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 670. (26) (27)

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ca al gusto de los tiempos, de tal forma que quedó reducida a una «manera», a un estilo que algunos, irónicamente denominaron «modernito»29. Pero el arte sacro buscaba la autenticidad. La falta de esencialidad en el arte se debía, en gran medida, a que desde hacía algunas décadas los creadores vivían toda la Historia simultáneamente, por lo que su obra resultaba una obra de preferencias. Lo auténtico, por el contrario, presuponía seriedad y afán por dar respuesta a una necesidad. Unos aseguraron que su reivindicación fue iniciativa de los artistas, otros que el empuje partió del clero y algunos que fue una exigencia social. Lo que resulta indudable es que en el arte de la época hubo dos valores muy importantes que posibilitaron su implantación en el ámbito de lo sacro: la revelación del interés plástico de los objetos cotidianos y el de los materiales ordinarios. Se trataba de conseguir una puesta en valor de las cosas humildes, ocultas, a las que habitualmente no se les prestaba atención. Esta gama de valores se acompasaba perfectamente con las circunstancias económicas por las que la Europa de la posguerra en general y la Iglesia en particular atravesaban en ese momento pero también se presentaba a menudo como la gravedad que correspondía por naturaleza a la fe católica, esa sinceridad llena de autenticidad que era «la expresión de la verdad religiosa servida por el arte al hombre moderno»30. Muchos hombres de Iglesia estaban desconcertados ante el rumbo que había tomado el arte del siglo XX. En efecto, la iconografía cristiana presentaba un aspecto sombrío y triste, reflejando de modo preferente la tragedia de la condición humana en medio de una época trastornada por la crisis del espíritu. Por eso se postulaba que, sin cerrar los ojos a la dramática situación que estaba atravesando la Humanidad, sin renunciar a ser testigo de la desdicha humana causada por la pérdida del sentido de Dios y del hombre, el artista que trabajase para una iglesia debería dibujar en ella los motivos permanentes de la esperanza cristiana, transfigurando el sufrimiento y dándole un sentido redentor. De ahí que, ante los miembros del I Congreso Internacional de Artistas Católicos (03/09/50), Pío XII exclamara: «Recibid, señores, nuestras felicitaciones por haber cumplido la tarea que os incumbe y haberos propuesto, frente a una ‘cultura sin esperanza’, considerar el arte como ‘fuente de una esperanza nueva’»31. Fueron pocos lo críticos de arquitectura que echaron de menos «esa impresión tan emotiva y reconfortante de los ámbitos de las iglesias tradicionales, donde el contacto con Dios parece brotar espontáneamente»32. Casi todas las opiniones coincidieron en mostrar que la época actual estaba capacitada tanto o más que otras para rendir un homenaje sincero al Creador con los recursos plásticos y productivos que configuraban su propia identidad, sin necesidad de recurrir a formas de otras épocas. Aparte de un lógico orgullo por lo que se consideraba propio, existía la convicción de que si la Iglesia

Cf. Varios, «Una capilla en el Camino de Santiago», Rna, 161 (1955), 20. Al fin y al cabo, el amaneramiento no era otra cosa que la afectación que siempre se había producido cuando un determinado estilo dejaba de responder a unos condicionantes ajenos a él mismo y se centraba en sus evoluciones internas. (30) Varios, «Las nuevas parroquias de Vitoria. Sesión de Crítica de Arquitectura», Rna, 196 (1958), 2. (31) Cf. Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 526. (32) Camón Aznar, J., «Arquitectura religiosa moderna», IC, 66 (1954), 148-29. (29)

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no actuaba de esta manera —permitiendo que el arte expresara el sentir religioso de su época—, la religión acabaría fosilizada, identificándose con épocas remotas que nada o muy poco tenían que ver con los intereses de la gente. Para determinadas sensibilidades, la nueva arquitectura proponía iglesias frías y descarnadas. Es claro que un templo nuevo no podía tener la solera de un edificio que ya formaba parte de la memoria colectiva e incluso de la vida personal del espectador. Pero tampoco se podía caer en el hechizo del «blando brillo de un pasado idealizado», tal como lo reflejaba el cardenal Dwyer al hablar de las viejas catedrales. Figuración y abstracción Otro tema muy discutido en el ámbito de las artes plásticas fue la dualidad figuración/abstracción. Estaba relacionado con el problema del simbolismo, donde la distinción entre conceptos era importante. La Iglesia tardó en reaccionar. Parecía claro que no se podía renunciar totalmente al arte figurativo, ya que el arte sacro debería seguir conservando una cierta dimensión didáctica muy unida a la figuración. Incluso se llegó a decir que no hacía falta que la Iglesia defendiese la pertinencia de las imágenes para el culto, pues como el cristianismo es una religión esencialmente figurativa, ya que Cristo es la imagen visible de Dios, para algunos su necesidad brotaba de la misma estructura de la fe cristiana. Así las cosas, la pintura fue derivando hacia el superrealismo, que en absoluto se contemplaba como una solución adecuada para el arte sacro, pues éste no persigue la mera representación de formas materiales sino que su misión es transparentar una realidad espiritual invisible y oculta. Por eso, se exhortó al artista sacro a que su obra no fuese demasiado opaca para la luz espiritual, a no ocuparse demasiado de la materia y de las apariencias sensuales, y por el contrario, a sugerir, más que a representar, las realidades ocultas33. La abstracción se defendió como garante del silencio y la paz, argumentando que el arte no figurativo poseía muchas ventajas para ser utilizado en el templo. La no-figuración contribuiría a la creación de una atmósfera favorable a la contemplación, ayudando a reaccionar contra los riesgos que implicaría el hecho de detenerse demasiado en las apariencias episódicas de los misterios de la fe34. En realidad se comprobó que la alternativa figuración/no-figuración no constituía un dilema real, que estos conceptos no se

Un obispo norteamericano afirmaba que el crucifijo del altar no debía contener una interpretación naturalista del sacrificio de Cristo; por el contrario, más que poner el énfasis en los aspectos dramáticos y emocionales de la crucifixión, el crucifijo ideal debería describir las realidades dogmáticas de este acto de redención: la voluntad interna del sacrificio del Salvador o su oblación física externa, que sugieren el triunfo sobre la muerte (cf. Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 692). En España se dio el caso de Salvador Dalí. Aunque algunos de sus cuadros llevaban títulos religiosos, no era considerado como un verdadero artista sacro. Se decía, en cambio, que al vidrierista abstracto Alfred Manessier, por ejemplo, le ocurría lo contrario: que para hacer arte sacro ni siquiera necesitaba que el tema fuera religioso, ya que con su postura ante la realidad desmaterializaba, sublimaba y llenaba de valores religiosos la materia, gracias a su seriedad y a la exquisitez de su espíritu. (34) Santa Teresa de Jesús aconsejaba a sus monjas que orasen más ante el sagrario o ante una cruz sin crucificado que ante imágenes de santos. (33)

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anulaban entre sí, sino que conducían por diferentes vías hasta el mismo fin: la expresión de lo profundo cristiano. Podemos resumir el debate sobre el arte sacro en tres puntos de relativo consenso: en el templo «debería» haber arte figurativo y «podría» haber arte no figurativo; el abstracto absoluto se prestaba muy bien para algunos temas, pero no servía para sustituir a las imágenes; y la imagen sagrada necesitaba siempre un cierto grado de abstracción. En todo caso, había algo que parecía indudable: que el arte religioso había llegado al hombre contemporáneo.

LA IDENTIDAD DE LA IGLESIA EN LOS AÑOS CINCUENTA Un pensamiento me acompaña siempre: la arquitectura religiosa no es una cuestión de arquitectura sino de religión. Gio Ponti, 1957

Exigencias programáticas de la arquitectura religiosa La vivencia de lo sagrado no es absoluta sino que, en gran medida, está mediatizada por el entorno vital. La constatación de este axioma, llevó al padre Cocagnac —dominico francés, arquitecto y, a finales de los años cincuenta, director de la revista «L’Art Sacré»— a exponer las peculiaridades que debería tener la reforma litúrgica en España si quería ser eficaz. En el contexto europeo de la época, fundamentalmente urbano, lo sagrado solía identificarse con el silencio; en cambio, para el español de esos mismos años el silencio podía ser sinónimo de angustia. Por eso su piedad, tan profunda y sincera como cualquiera otra, recurría a la compañía tranquilizadora del Dios encarnado y de los santos; y por eso mismo, la arquitectura religiosa debería reflejar este estado espiritual. «Cuando un francés, ansioso de liturgia, penetra en una iglesia tan cuajada de imágenes, se siente inclinado a considerarlo escándalo, a indignarse por este gusto por la colección, que tan alejado parece del espíritu litúrgico. Pero en realidad, si se profundiza (…) se descubrirá (…) un deseo apasionado de la persona de Cristo. Cuando este deseo persiste, quedan sentadas las bases para una renovación litúrgica»35. En efecto: el problema de la renovación del arte sagrado y de la arquitectura religiosa se planteó en España de una manera peculiar. Por una parte no se podía ignorar esta herencia espiritual tan fuertemente arraigada en el pueblo, pero por otro lado, la nueva arquitectura se planteaba como reacción a la grandilocuencia de las últimas realizaciones estatales y como conexión con los ejemplos de contención y rigor de las mejores arquitecturas históricas. Dos notas teológicas sirvieron de punto de partida para acometer la moderna arquitectura religiosa: un gusto por lo concreto y lo profundo, y la reivindicación del valor de la comunidad frente al interés individualista y al despotismo colectivista de

(35)

Ferrando Roig, J. (dir.), «Arte Sacro. Anuario 1957», 31-32.

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cualquier signo político. En efecto, con la nueva puesta en valor de la concepción comunitaria de la religión —reflejada muy claramente en la liturgia— el problema religioso volvía a ocupar un lugar importante en el debate cultural. La Iglesia era consciente de que «un católico es un hombre que ha tomado sobre sí la responsabilidad de todos los hombres»36, y estaba encomendando a los arquitectos una ardua pero apasionante tarea: la creación de ámbitos religiosos adecuados al hombre del siglo XX. De hecho, la arquitectura religiosa pronto se convirtió en un tema de actualidad37. La Iglesia dejó a los arquitectos una gran libertad en el plano que les era propio, delimitando cada vez con más claridad sus exigencias en cuanto a la función y al ideal de templo que se necesitaba. Pero el arquitecto, además de ser un técnico, también era un artista, es decir, un hombre que con sus obras —espacios inefables donde lo espiritual habitase con toda naturalidad— intentaba explicarse a sí mismo y explicar el mundo en el que le había tocado vivir. Siendo consciente de ello, la Iglesia siempre le exigirá la modestia necesaria para ponerse al servicio de la liturgia y de la transmisión del mensaje evangélico; y este era un requisito al que no podía renunciar. Al fin y al cabo, para un arquitecto la liturgia no era otra cosa que la posibilidad de desarrollar formalmente una idea religiosa. Antes nos referimos al concepto de «comunidad» como clave hermenéutica para entender la nueva arquitectura sacra. Ahora nos referiremos al concepto de «intersubjetividad». Con esta palabra se suele aludir a la comunión de personas en sus distintos niveles de relación: el encuentro, el lenguaje, el gesto o el juego. Alfonso López Quintás defendía que sería posible lograr una verdadera arquitectura religiosa cristiana si la arquitectura trabajaba con estos parámetros, huyendo de lo espectacular, ya que «la belleza radica en esa personalidad indefinible que adquieren las obras artísticas cuando, sin afán de singularizarse, han sido creadas desde dentro, por urgencias orgánicas»38. Sin duda, entre los peligros que acechaban a la nueva arquitectura religiosa y al arte sacro en general, la desproporción entre los medios y las necesidades no era ciertamente el menor. La percepción de este problema fue evolucionando con el paso del tiempo, y a principios de los años cincuenta ya se percibía claramente que si el Modernismo había sido la manifestación de una época con más medios que necesidades, la arquitectura de ese momento había de responder a los requerimientos de una sociedad caracterizada por sus pocos medios y sus muchas necesidades. Una vez más, lo que se reivindicaba era la autenticidad, incluso a costa de una belleza que al no ser un fin de la obra artística, sino «un don que se ofrece generosamente al que convierte su arte en un acto de entrega a lo eminentemente valioso y significativo»39, no sería lícito buscar directamente. Roig, A., «Ante la nueva singladura de nuestro arte sacro», Rna, 200 (1958), 28. El cardenal de Bolonia, Giacomo Lercaro, se mostraba muy seguro del renacimiento de la arquitectura sacra: «Hojeando, entre las reseñas de la arquitectura moderna, la publicada por B. Zevi en 1950, no hallaréis citadas, como ejemplos válidos, más que poquísimas iglesias durante todo un medio siglo de historia de la arquitectura en el mundo. Yo pienso, y creo que sin excesivo optimismo, que una historia de la arquitectura moderna en la segunda mitad de este siglo podrá dar a los futuros lectores una documentación más voluminosa y robusta y más valiosa» (cf. «Posición actual del arquitecto frente al tema sagrado», en: Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual. Teoría. Panorama. Documentos», BAC, Madrid, 1965, 638). (38) López Quintás, A., «El arte religioso como expresión del misterio», A, 52 (1963), 54. (39) Idem, «Editorial sobre la renovación del Arte sacro», A, 73 (1965), 2. (36) (37)

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En 1958 todavía no existía una actitud decidida por parte de la Jerarquía española para acometer un plan coherente de construcción de iglesias. El programa estaba demasiado indeterminado, y de ahí partía la dispersión. Frente a esto, distintos obispos de todo el mundo comenzaban a elaborar normas de trabajo para los arquitectos, aunque estos documentos también eran útiles para los párrocos encargados de ejercer labores de promoción40. En la «Revista Nacional de Arquitectura» aparece reflejado por dos veces cual era el modo más corriente de construir una iglesia en España durante esa época41. Lo habitual era que el párroco buscase el solar y se encargara de todas las gestiones, con la economía como única preocupación. No había más previsión financiera que el sistema de limosnas directas; como consecuencia, apenas podía exigir condiciones, y frecuentemente debía doblegarse al dictado de los escasos donantes. En esta situación, cualquier solar, cualquier arquitecto, cualquier mano de obra, cualquier objeto de culto, cualquier imagen, eran buenos. Por otro lado y salvo casos muy excepcionales, la construcción de una iglesia se prolongaba durante años, por lo que el proyecto inicial estaba condicionado por la opinión de los sucesivos párrocos, con un criterio artístico no siempre bien definido. También jugaban en contra la presión de la opinión general y la propia evolución de las ideas estéticas, en una época de cambios constantes. El resultado final, claro, dejaba mucho que desear. En 1947, el obispado de Vitoria ya había dictado unas pautas precisas que regían obligatoriamente en la construcción de los nuevos templos parroquiales; a pesar de su prudencia, el desfase conceptual con respecto a las normas alemanas, publicadas el mismo año, resulta esclarecedor42. En lo referente al aspecto exterior del templo, se afirmaba que «la morada de Dios ha de tener carácter de tal por su forma, su estructura, su decoración; ha de ser, por lo tanto, distinta de un edificio profano, y causar en el espectador un profundo sentimiento religioso»43. Se entendía que tradición y renovación eran términos complementarios que no se excluían, y que lo ideal consistía en tratar de inspirarse en modelos antiguos sin copiarlos, para no caer en un funcionalismo «ofensivo para el carácter de estos edificios»44. En este sentido, y con respecto al valor de las modas, se animaba a los arquitectos a acatar los principios de «la estética sacra perenne», empleando un lenguaje inteligible para todos. Tras manifestar la preocupación de que las nuevas estructuras no supusieran la desaparición del carácter del templo, se afirmaba que se requería mucha luz para leer, pero luz cenital y lateral —luz recogida—, así como visibilidad física y un buen ángulo de visión. Se indicaba que no se dispusieran más de tres o cinco altares —en Alemania se pedía uno solo y aislado—, y se hacía una última referencia a la economía: «Siempre, pero hoy con más razón que nunca, hay

Cf. Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 569-714. Cf. Blein Zaragoza, G., «Las parroquias de Vitoria», Rna, 197 (1958), 1-2; y Alomar Esteve, G., «La depuración religiosa y estética de nuestro arte sagrado», Rna, 201 (1958), 31. (42) Cf. Bastida Bilbao, R., «La construcción de templos parroquiales en la diócesis de Vitoria», Rna, 72 (1947), 346-351. (43) Ibídem, 346. (44) Ibídem, 347. (40) (41)

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que economizar todo lo posible; no es éste el momento de erigir suntuosos templos; pero sí han de tener la dignidad y el decoro necesarios en la Casa de Dios»45. En 1956, el obispo de Palma de Mallorca publicaba una pastoral sobre el arte sacro en donde exponía con toda claridad la doctrina de la Iglesia en lo referente al arte sagrado en general, las cualidades del artista, las exigencias de la arquitectura moderna y de la iconografía religiosa; también daba algunas normas prácticas sobre la disposición del altar, la iluminación o la colocación de micrófonos46. En 1964, Luis Moya reclamaba unas normas comunes, si no para toda la Iglesia, al menos para todo el país: «Se quisiera contar siempre con una Instrucción litúrgica ‘concreta’. Así el arquitecto poseería una base firme para trabajar sobre seguro. Es que es, a todas luces, absurdo salirse con arbitrariedades. Quisiéramos poseer las ‘normas de uso’ que desconocemos. También debería la autoridad eclesiástica exigir con más firmeza la solución adecuada de los mil problemas que plantea la construcción de una iglesia»47. Hasta esa fecha, las normas generales —las de la Santa Sede— no habían sido demasiado explícitas, por lo que, para proyectar un templo los arquitectos apenas tenían otra guía que el propio sentido común. De hecho, las primeras normas directivas de arte sacro de alcance nacional fueron redactadas en 1965 por el equipo del obispo de León, Luis Almarcha48. Además, detrás de las distintas normas locales que habían ido surgiendo hasta este momento se ocultaba una profunda duda sobre la identidad del edificio eclesial. Si bien los fundamentos últimos de la razón de ser de los templos cristianos estaban relativamente claros, pues se apoyaban en argumentos escriturísticos, no lo estaban tanto las implicaciones temporales de esos conceptos. Es decir, por una parte existía la vaga sospecha de que las lecturas del templo que se venían haciendo no eran todo lo completas que deberían ser, y por otra, que esas interpretaciones se habían ido polarizando a lo largo del tiempo como consecuencia de presiones de tipo coyuntural que ya no estaban vigentes. Era necesaria, pues, una nueva reflexión sobre la identidad del templo cristiano, aprovechando el impulso de la renovación litúrgica para proyectar edificios que respondieran a las necesidades de los tiempos y a su problemática específica desde su propia sensibilidad. ¿Qué es una iglesia? Recordemos los dos fines de las iglesias que, tradicionalmente, se habían considerado esenciales: reunir al pueblo de Dios y hacer aparecer entre la sociedad el misterio de la Iglesia. El pensamiento clásico sobre la iglesia-edificio estaba perfectamente reflejado en el discurso que Pío XI había pronunciado en 1932 con motivo de la inauguración de la nueva Pinacoteca Vaticana. Para el Pontífice, las iglesias no eran otra

Ibídem, 348. Cf. Ferrando Roig, J. (dir.), «Arte Sacro. Anuario 1957», 47. (47) Sa., «Cuatro diálogos», Ara, 1 (1964), VIII. (48) Cf. Almarcha Hernández, L., «Arte Sacro. Doctrina y Normas», Imprenta Católica, León, 1965. (45) (46)

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cosa que «moradas de Dios y casas de oración»49. El Código de Derecho Canónico de 1917, por su parte, establecía en su canon 1161 que «bajo el nombre de iglesia se comprende un edificio sagrado que se destina al culto divino, principalmente con el fin de que todos los fieles puedan servirse de él para ejercer públicamente dicho culto»50. Como se ve, el templo debía condensar cuatro disciplinas: arquitectura, teología fundamental, pastoral y liturgia. Los liturgistas no quisieron negar estas definiciones, pero sí extraer de ellas todas las potencialidades que encerraban. Se sabía que, teológicamente, el verdadero templo de Dios era el cuerpo de Cristo, porque en Él habitaba la plenitud de la divinidad; y que el verdadero lugar de la presencia de Dios era la reunión de los fieles cristianos. Pero se constataba que el carácter de las celebraciones se había vuelto artificial y excesivamente sofisticado, y la traducción plástica de los conceptos vertidos no se correspondía con el «espíritu de la época». Ambos aspectos animaron a la profundización teórica, que poco a poco fue apareciendo en diversos ensayos, entre los que cabe destacar «El espíritu de la liturgia», de Romano Guardini o «El misterio del templo», de Yves Congar51. Había mucho que debatir sobre el templo. Además de este marco general, en el templo se considerarían tres aspectos esenciales: la liturgia como finalidad primordial, la creación de los distintos ambientes sacramentales, y la reserva de ámbitos para la devoción privada. Su proporción dependería del destino del edificio. En 1965, el arzobispo de Madrid, Casimiro Morcillo, explicaba que, para la religión católica, el templo era un signo de la Iglesia y un signo de la presencia de Dios entre los hombres, habitación de Cristo en la eucaristía, salón donde se anunciaba la palabra de Dios, lugar del sacrificio de Cristo, lugar del bautismo y de reconciliación y, finalmente, parroquia52. En definitiva, el lugar sagrado en el que Dios está especialmente presente y en el que se congrega el pueblo cristiano. La iglesia debería servir a la celebración del sacrificio redentor de Cristo sobre el altar, a la administración de los sacramentos, a la audición de la palabra de Dios, a la visita y a la adoración del sacramento eucarístico, y a la práctica de las devociones extralitúrgicas y populares. A todo esto habría que añadir que la iglesia no era solamente el lugar de la oración colectiva de la asamblea cristiana, sino también aquél en que mejor se manifiesta la piedad personal. Una vez abierto el debate, las múltiples sugerencias que el tema ofrecía posibilitaron la extensión del mismo53. Se hablaba de la iglesia como lugar de lo humano. También de la creación de ámbitos de presencia y de comunidad entre el hombre y Dios, y de que la iglesia no debería dejar de ser el lugar de encuentro de un hombre solo con Dios. El espacio sagrado debería poder conjugar la tensión trascendente con la libertad, para que

Cf. Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 519. Cf. Varios, «Código de Derecho Canónico y legislación complementaria», BAC, Madrid, 1952 (1917). (51) Araluce, Barcelona, 1933 (1918); Estela, Barcelona, 1964. (52) Cf. «El Templo, signo de la Iglesia», Ara, 5 (1965), 33. (53) Cabe destacar las intensas reflexiones de Gio Ponti y Alfonso López Quintás en las páginas de la «Revista Nacional de Arquitectura» y de «Arquitectura», respectivamente. (49) (50)

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el hombre pudiese sentirse unido a Dios y a los demás hombres, y al mismo tiempo, en radical soledad con su propia conciencia. Si las personas y sus encuentros eran las que determinaban el sitio y la forma de las cosas, toda la iglesia debería construirse en función del papel que tendrían que desempeñar los diversos elementos de la asamblea del culto cristiano. Ahora bien, una cosa era permitir, facilitar o no obstaculizar el encuentro, y otra cosa pretender dar forma a ese hecho de manera unívoca. Una reflexión de Luis Moya puede ayudar a aclarar algo más este asunto. Moya defendía que más que casa de Dios, el templo siempre se había considerado como el «vestido» del Cuerpo Místico de Cristo, pues históricamente no se habían hecho templos para la liturgia, sino para el modo que tenía la comunidad cristiana de practicar esa liturgia. Por eso, la relación de la arquitectura con la teología no fue una relación abstracta, sino una relación concreta con el modo como vivían los cristianos estas realidades. Una vez más existía el riesgo de volver a considerar la arquitectura eclesial desde una posición totalmente teórica, de perseguir templos arquitectónicamente ideales para liturgias ideales y espectadores ideales, todo bajo el influjo renovador del entusiasmo. Y no se trataba de eso, pues una iglesia debería responder a un requerimiento general, ¿qué es una iglesia?, a otro particular, ¿para qué comunidad se construye?, y a un tercero espiritual, ¿cómo hacer del edificio un lugar sagrado, un lugar de oración? En este mismo sentido, Gio Ponti defendería que construir una iglesia era algo así como reconstruir la religión, restituirla a su esencia54. Estas reflexiones contenían referencias plásticas implícitas, positivas y negativas. Por ejemplo, se afirmaba que un edificio sagrado podía tener cualidades artísticas o no, y que bastaba que sirviese para cumplir su finalidad litúrgica; que el edificio de la iglesia, como cuanto en él sucedía, no representaba nada ajeno a él mismo, sino que ya sería una realidad en sí. O que a la Iglesia le interesaba en primer lugar la evangelización, y que lo demás era secundario. Jean Capellades propugnó pasar del concepto de iglesia como monumento a la fe al concepto de iglesia como instrumento adecuado para transmitir el mensaje evangélico55. Pero para esto —cabría argumentar— siempre se había buscado la ayuda del arte, se habían establecido normas y se había mantenido una tradición que se había ido depurando a lo largo del tiempo. Una tradición abierta que seguiría enriqueciéndose, por lo que únicamente se pedía a los arquitectos un buen gusto elemental. Además, ya que estaba destinada a la reunión litúrgica de la comunidad parroquial, la iglesia no se había de concebir a partir de su forma exterior, sino a partir de las finalidades de su espacio interior. Por eso importaba tanto determinar su programa y tener claros sus fines. La nave obedecería en su disposición arquitectónica a dos preocupaciones: comunicar a la comunidad cristiana el sentimiento de su unidad y de su cohesión espiritual y ofrecer posibilidades de oración y recogimiento personal. Esta dualidad entre lo comunitario y lo individual será una de las constantes del momento. Lo que no cambió durante el periodo que estamos estudiando fue el entendimiento de la arquitectura religiosa como espacio alternativo: la lógica desproporción (cualitativa

(54) (55)

Cf. «Arquitectura, Religión», Rna, 189 (1957), III. Cf. Varios, «Conversaciones de Arquitectura Religiosa», 120-121.

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y cuantitativa) entre la casa de Dios —la casa grande de todos los hermanos junto al Padre— y la casa de cada uno de los hombres. La arquitectura religiosa siempre había procurado el contraste: si la edilicia era pequeña y chata, ella buscaba la altura y la grandeza, y si aquella era robusta y extrovertida, ella prefería el recogimiento y la intimidad. Se trataba así de realizar una especie de liberación de los vínculos espaciotemporales de lo cotidiano y de percibir el valor de lo sagrado como ámbito de lo «absolutamente otro». El carácter del templo A los nuevos templos se les achacó falta de carácter específico. Se echaba de menos la dignidad que se suponía debería tener la casa de Dios56. Sin embargo, a principio de los años cincuenta también se decía que a las iglesias eclécticas les faltaba sentimiento e inspiración, ya que lo habitual era resolver el edificio técnicamente y luego colocarle unos símbolos religiosos. Se veía difícil la conexión entre la arquitectura moderna, que estaba naciendo, y la arquitectura religiosa que tenía una «tradición» bimilenaria. Aquí subyacía un equívoco, ya que o bien se entendía la Modernidad como lenguaje o bien se hablaba de otra cosa. Efectivamente, la «Instrucción» del Santo Oficio sobre arte sacro aconsejaba al artista apoyarse en la tradición; pero como explicaría Luis Moya, esto era algo imposible, ya que desde finales del XVIII no existía una verdadera tradición: la tradición era un modo de vivir y de hacer, y no un repertorio de formas inmutables57. En todas las épocas ha habido una identidad de formas que se refleja en campos tan distintos como el vestido, la arquitectura o la música: es el reflejo del «zeitgeist», el espíritu de los tiempos. A mediados de los años cincuenta, la arquitectura industrial se consideraba como la forma de arquitectura más representativa del momento, y esa arquitectura industrial presentaba muchas posibilidades plásticas, ya que sus formas desnudas podían dar lugar a emociones estéticas muy puras. Sáenz de Oíza se preguntaba en 1952 si sería posible llenar de contenido espiritual esas formas limpias que proporcionaban las nuevas técnicas58. Además, no pasaba nada si las iglesias se parecían a cines o garajes, pues salvo en el siglo XIX, siempre habían mostrado cierta similitud con los edificios más característicos del momento. Llegados a este punto, habría que distinguir dos aspectos que podríamos definir como carácter psicológico y carácter arquitectónico de un edificio sacro. Con respecto al primero se puede afirmar que el «sentimiento» religioso está unido a la costumbre, y que la percepción de los templos tiene mucho que ver con esto. Además —y máxime en aquel momento—, el carácter religioso de un edificio estaba muy ligado a la memoria, aunque ese trance del contacto con lo sagrado no dependiese sólo de la arquitectura, sino de otras realidades, como la liturgia, la fe o la propia sensibilidad personal. Con

Años después siguen surgiendo voces que denuncian estas carencias. Véase, por ejemplo: Caso Machichaco, A., «Nostalgia de las iglesias», El Suplemento Semanal, 378 (22/01/95), 17. (57) Cf. Varios, «Coloquios sobre iglesias», A, 52 (1963), 34. Vid. cap. 6. (58) Cf. Varios, «Proyecto de Catedral en Madrid. Sesión de Crítica de Arquitectura», Rna, 123 (1952), 44. (56)

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respecto al segundo, se hizo notar que la notable diferencia simbólica y programática de una iglesia con respecto a cualquier otro edificio no hacía admisible la equiparación formal entre ambos —tal como propugnaba Bohigas, por ejemplo—, sino que la iglesia había de distinguirse de los demás edificios tanto en planta como en alzado. A este respecto, algunos años después llegó a afirmarse que cualquier concesión en el carácter del templo y en su imagen exterior (garaje, etc.) podría admitirse desde un punto de vista funcional (un garaje que se usase como templo provisionalmente), pero no como concepto plástico previo. No había lenguajes arquitectónicos que, a priori, fueran inaceptables para los templos cristianos, pues éstos podrían edificarse en «cualquier estilo nuevo que con dignidad y sencillez exprese como signo, que Dios habita entre los hombres, que el diálogo está abierto entre Dios y los hombres, y que los hombres se hacen y se sienten hijos adoptivos de Dios»59. Sin embargo, poco a poco se fue abriendo camino la idea de que la imagen de la arquitectura religiosa se conseguiría en buena parte gracias a la adecuación al programa, y que lo demás era secundario. Como decía Capellades, en el fondo daba igual que las iglesias fuesen bonitas o feas con tal de que sirvieran para evangelizar el mundo60.

LA LITURGIA COMO PROGRAMA: EL FUNCIONALISMO SACRO El funcionalismo litúrgico El aspecto que más peso tuvo en la formalización de las iglesias de la segunda mitad del siglo XX fue, sin duda, el valor dado a la liturgia. Desde todas las esferas de la Jerarquía —incluso desde la Santa Sede— se insistió en la fidelidad a la liturgia y en el hecho de no dejarse seducir por la irracionalidad de las corrientes estéticas de moda. En todos los ámbitos de la liturgia deberían resplandecer la santidad que libra de toda influencia profana, la nobleza de las imágenes y de las formas y la universalidad que expresa la catolicidad de la Iglesia, conservando las legítimas costumbres y los usos de cada lugar61. Los términos «funcionalidad litúrgica», «funcionalismo litúrgico» o «funcionalismo sacro» no fueron otra cosa que la aplicación al programa religioso de los conceptos desarrollados por las vanguardias europeas de los años veinte, sobre todo por la «Neue Sachlichkeit». El templo de hoy —se decía— debe responder a las exigencias de la vida religiosa moderna, informada por la teología del Cuerpo Místico de Cristo. En efecto, el funcionalismo litúrgico exigía espacios amplios para que todos los fieles fuesen actores de la ceremonia religiosa, y no meros espectadores, pero dependía de lo que previamen-

Morcillo González, C., «El Templo, signo de la Iglesia», Ara, 5 (1965), 33. Una derivación específica de este discurso fue el debate sobre el carácter español de las arquitecturas modernas, que también se trató en los primeros años cincuenta (cf. Varios, «Las Basílicas de Aránzazu y de la Merced», Rna, 114 (1951), 37-38). (60) Cf. Varios, «Conversaciones de Arquitectura Religiosa», 120-121. (61) El valor que ha tenido la liturgia dentro de la estructura de la fe católica es mucho más amplio de lo que, en un principio, cabría suponer. Un análisis siquiera esquemático de estas imbricaciones superaría con mucho el alcance de este estudio. (59)

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te se entendiera por iglesia y por la prioridad dada a sus fines; en todo caso, no se trataba solamente de responder a los requerimientos puramente físicos comunes a cualquier intervención arquitectónica, sino a un importante cúmulo de implicaciones simbólicas relacionadas con el ámbito de lo trascendente. Este segundo aspecto —para unos denominado «simbólico», para otros «monumental», y para otros «poético»— será el aspecto más debatido y la causa de la mayoría de los malentendidos y fracasos, pero también de los aciertos. En la mayor parte de los foros se afirmaba que la construcción de iglesias no era un asunto ni fácil ni inmediato, sino uno de los temas que presentaba, en ese momento, un mayor grado de complejidad. No bastaba con introducir una cierta carga poética, sino que habría de cumplimentarse un complicado plan litúrgico y pastoral (que en un primer momento podría parecer incluso simple) hasta conseguir un ambiente verdaderamente eclesial, lleno de sentido y expresividad. La complejidad de la iglesia no estribaba en resolver un conjunto de problemas técnicos, sino de crear un ámbito en el cual los fieles pudiesen asistir en comunidad a la celebración de los Misterios. De ahí que se recomendase encarecidamente que los arquitectos que tuvieran que acometer el proyecto de un templo estuvieran dotados de una sólida información litúrgica. En este sentido, más que recurrir a los ejemplos alemanes —Böhm, Schwarz, etc.— se ponía como ejemplo el caso de Gaudí y su continua petición de consejo a especialistas en liturgia. Para definir la planimetría se apeló a la materialización plástica del sentido de la unidad cultual. En las iglesias de esta época no existió una forma geométrica común, ya que lo que importaba era el programa y la optimización de las condiciones visuales y auditivas de los asistentes. La forma vendría determinada a posteriori, y todo se subordinaría al papel central que el altar ocupaba en la liturgia renovada, tanto en planta como en sección (actitud «concentrada», no «centralizante»). Por eso la acústica y la buena visión se erigieron como los problemas más importantes del templo, y desde distintas instancias se fueron reivindicando mejores circulaciones y accesos, una iluminación y visibilidad perfectas, una mayor independencia en la composición, sentido de la economía, etc. De hecho, la planta de cruz latina se comenzó a considerar como un residuo barroco, únicamente visible en los planos y sin potencialidades espaciales significativas. Esta consciencia llegó hasta tal punto que algunos incluso denunciaron una supuesta preimposición ambiental de la forma no-cruz. La monumentalidad como función Expresividad o funcionalismo; emoción o uso; simbolismo o monumentalidad. Estas alternativas, tan de moda en la posguerra española, se prestaron a frecuentes discusiones que escondían maneras distintas de ver la arquitectura. Simplificando mucho las cosas, se podría decir que los arquitectos modernos propugnaban la funcionalidad — el uso como factor determinante de la forma—, mientras que los demás defendían la monumentalidad, es decir, la eminencia de los valores simbólicos en la configuración del edificio. Pero la ausencia de valores simbólicos propugnada por los modernos ya constituía un símbolo en sí misma. De ahí la complejidad del problema.

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El caso de la iglesia se presentaba como algo diferente. Desde la más remota antigüedad, el templo se había considerado como el único edificio en el que ambos aspectos coincidían, ya que una de sus principales funciones consistía en el hecho de ser un homenaje a Dios, que es lo mismo que decir «ser monumento». El problema radicaba en la reacción contra la monumentalidad, y más aún en España tras la década de exaltación nacional (1939/49). La monumentalidad se identificaba con lo exagerado, con lo inauténtico y con el autoritarismo. Sin embargo, tras este cliché más o menos justificado se estaba cuestionando toda una gama de valores y de conductas coherentes con ellos: la épica, la memoria, el ejemplo o el homenaje. Por eso, Alfonso López Quintás advertía del empobrecimiento lingüístico —y ético— que tal actitud entrañaba, y apuntaba que el problema del templo no era otra cosa que un problema de espiritualidad social62. Es sabido que existen actividades que para su correcto desenvolvimiento necesitan de un cierto contexto que ponga en tensión el espíritu; pues bien, este matiz era, precisamente, lo más difícil de resolver en una iglesia. En los templos, la expresividad se entiende como el hecho de crear una atmósfera adecuada que favorezca la piedad y permita educar en el sentido de lo sagrado. La consecución de este ambiente no está ligada a recursos escenográficos, sino a la concepción misma de la arquitectura63. Por eso se apostaría por mantener el funcionalismo de las iglesias. Esto no causaba ningún perjuicio a su simbolismo, puesto que su función era albergar la acción litúrgica, que es esencialmente simbólica. No se quería que el edificio sagrado simbolizase esto o aquello — en arquitectura es peligrosa la alusión simbólica demasiado explícita, sobre todo porque el símbolo es ambiguo—, sino únicamente garantizar que su misma funcionalidad posibilitase el símbolo. La propia complejidad del funcionalismo de la iglesia impedía el pragmatismo puro, reservando un lugar para el misterio. Es más, si la iglesia estuviera perfectamente adaptada a su función litúrgica, entonces estaría, por ello mismo, en perfecta concordancia con el verdadero simbolismo intuitivo, muy profundo y muy sencillo al propio tiempo, que es el de la liturgia64. La percepción del problema fue evolucionando con el paso de los años. A principios de los años cincuenta se sostenía que las razones funcionales tenían un peso relati-

«Lo sensorial sólo puede ser expresivo cuando hay desproporción entre el fondo y la forma, lo sensible y lo metasensible que en él se expresa y encarna. Y en la actualidad, todo nos hace presentir que se teme lo monumental por falta de espíritu para llenarlo y de una concepción lo suficientemente sólida y robusta de ‘sentimiento’, muy a menudo ahogado por un falso intelectualismo alicorto» («Los templos y la pedagogía religiosa», A, 105 (1967), 35). (63) También existía otra línea posible, aunque en este momento se rechazaba: la de crear lugares de ensueño, mágicos, barrocos. (64) Por ejemplo, la colocación del crucifijo entre la nave y el presbiterio parece indicar que la cruz no es el fin de la vida cristiana, sino tan sólo un paso. En este sentido, conviene recordar que el simbolismo se distingue del alegorismo en que el primero es un lenguaje natural —no necesita ser explicado— con el que se intenta alcanzar las realidades espirituales a través de lo corporal, mientras que el segundo es un lenguaje artificial que no depende tanto de la naturaleza humana como del desentrañamiento de un determinado código. El culto cristiano se fundamenta esencialmente en un hecho —el acontecimiento histórico de la Pascua— y no en una alegoría; y así, la liturgia y el misterio, aunque tienen un fundamento natural, no son hechos naturales, ya que la Resurrección de Cristo lo ha cambiado todo (cf. Varios, «Conversaciones de Arquitectura Religiosa», 66). (62)

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vo en el templo, ya que, a pesar de que el espíritu religioso de los tiempos fuera ya débil (o al menos así se entendía), ante todo se trataba de hacer un albergue digno para morada de Dios. De ahí que se acuñase el término «funcionalismo religioso», según el cual, para celebrar el sacrificio de la misa no era tan fundamental el hecho de ver como el de ofrecer: «Será más funcional la iglesia que prepare el ánimo y disponga a este ofrecimiento que aquella que fríamente permita a gran número de fieles congregarse y ver físicamente el altar»65. En ocasiones se redujo el debate a categorías fisicistas, introduciendo el equívoco. Porque cuando se hablaba de fundar ámbitos de comunidad y convivencia se pensaba instintivamente en ámbitos físicamente muy reducidos, cuando lo que une a los hombres como seres espirituales no es el tamaño de un ámbito, sino la atención común a algo que los envuelve y los llena de sentido. Y esto no estaba condicionado por las dimensiones o la forma de un local. Sin embargo, y conforme esta postura fue evolucionando, la iglesia pasó a verse cada vez más como habitación y menos como monumento; los edificios comenzaron a ser proyectados desde su interior, y en vez de construirse para ser vistos, lo hicieron para ser habitados. No en vano Luis Moya había afirmado que la construcción de iglesias —como la arquitectura de cualquier otro edificio— se había de regir por los principios de la utilidad y la economía, como así había ocurrido a lo largo de toda la Historia66. Posteriormente, en vez de monumentalidad se pasó a hablar de emoción. Los arquitectos, se decía, no deben limitarse a hacer que sus edificios sean útiles, sino que han de buscar el sentimiento en la arquitectura, enseñando a las gentes la emoción visual de sus edificios. Aquí es donde el arte de la vidriera cobró una especial significación. Su triple finalidad de ser fuente de iluminación, portadora de un carácter decorativo inmaterial y medio para conseguir «luz religiosa», le permitió ser el instrumento óptimo en la intención de crear un interior trascendente, con carácter ajeno a la vida ordinaria del hombre, signo de lo religioso y de lo santo. De hecho, en esta época las vidrieras no fueron tanto una catequesis como un intento de que la iglesia reflejase la gloria arrebatadora de la Jerusalén celestial narrada en el Apocalipsis, ya que en su propia materialidad se prestaban a significar el mundo inmaterial de las realidades espirituales. Así, no se valoraron tanto como soporte de la imaginería como creadoras de un cierto clima, y de ahí su conexión con el arte no figurativo; además, era habitual escuchar que los vidrieros eran los artistas que menos se equivocaban... El problema del sagrario Otro de los puntos de discusión frecuente fue el lugar que el sagrario debería ocupar en los nuevos templos. Hasta la Baja Edad Media, la eucaristía apenas había tenido culto de adoración entre los fieles. Se guardaba de la misma forma en que se guardaban

(65) (66)

Luis Laorga, en: Varios, «Las Basílicas de Aránzazu y de la Merced», Rna, 114 (1951), 40. Cf. Varios, «Las Basílicas de Aránzazu y de la Merced», Rna, 114 (1951), 42.

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los Santos Óleos: a un lado del ábside, en la sacristía o bien en un sagrario disimulado en la base del retablo. Era verdaderamente una reserva para casos de emergencia, ya que comulgar más de dos o tres veces al año era algo muy excepcional. La popularización de su culto data de la época gótica67. Si la misa siempre había sido el centro de la liturgia, a partir del año 1200 la eucaristía se convirtió para toda la Iglesia en un objeto de constante e inmediata solicitud. La liturgia y el arte se hicieron eco de esta situación, y en 1264, el Papa Urbano IV instituyó la fiesta del «Corpus Christi». Muchos santos de la época ratificaron esta doctrina, y después del Concilio de Trento se ordenó que el sagrario se colocase de manera inamovible en medio del altar. De ahí que, tanto el altar como el propio sacrificio de la misa, pasaran a ocupar aparentemente un segundo plano, frente al culto de la eucaristía. En la rehabilitación litúrgica, la misa fue dejando de ser un monólogo en voz baja; se pidió el reconocimiento del carácter litúrgico y artístico del altar aislado, reivindicando su primordial función sacrificial. En consecuencia, se planteó una colisión entre el altar y el sagrario. Ambas piezas representaban dos aspectos de lo sagrado; aquí, acercamiento e intimidad; allí, alejamiento y distancia. Pío XII, atento a las exigencias de los liturgistas, planteó el problema y confió su solución a los expertos en arte sacro. En efecto, la colocación del sagrario sobre el altar creaba dificultades que afectaban a la identidad de ambos, pues alteraba la forma de mesa del altar, dificultaba la colocación de los manteles y perdía a menudo su importancia al ser empotrado en el lugar destinado a candeleros y floreros, por lo que a menudo se veía postergado a la función de peana del Crucifijo o de soporte del templete de la exposición; y además, impedía la celebración de la misa de cara al pueblo. De ahí que la solución más habitual en la época fuese la creación de una capilla específica para el culto al Santísimo, adjunta a la nave principal pero desligada espacialmente de ella. Este nuevo ámbito podría utilizarse como zona de oración y de recogimiento personal, frente al ámbito genérico de celebración comunitaria donde el altar acapararía todo el protagonismo. Por devoción o siguiendo una teoría teológica contrarreformista, algunos reiteraron que la iglesia era ante todo, el lugar de la presencia real de Cristo en medio de su pueblo. Contra esta postura se plantearon cinco objeciones: que esta concepción del templo no había aparecido en Occidente hasta la Edad Media, y en Oriente nunca; que no se contemplaba en el ritual de consagración de iglesias; que polarizaba excesivamente la presencia de Cristo hacia las especies eucarísticas; que aunque la eucaristía era el fin y la culminación del culto, no lo era todo en la liturgia; y que se podría llegar a un acuerdo diciendo que la iglesia cristiana era la residencia del Cuerpo de Cristo. El Código de Derecho Canónico entonces vigente y la Sagrada Congregación de Ritos

(67)

Hasta el siglo IX, la Iglesia sólo se había ocupado de ella en sus aspectos sacramentales y litúrgicos. Tuvo que aparecer Berengario de Tours —quien tras el concepto de «impanatio» negaba la realidad de la transubstanciación y, por consiguiente, ponía en duda la presencia real de Cristo en la Eucaristía— para que se iniciara la profundización teológica en las verdades dogmáticas contenidas en el sacramento eucarístico y en el sacrificio de la misa. De la reacción teórica se derivó una renovación de la piedad popular, manifestada a partir del siglo XI en una intensificación de la devoción eucarística y en el comienzo de los esplendores del culto.

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afirmaban que no tendría por qué coincidir necesariamente el lugar del tabernáculo con el lugar más visible del templo en el momento de acceder a la nave; e incluso se dijo que tal vez en los santuarios de peregrinación no fuera conveniente que el altar mayor se emplease como lugar de la Santa Reserva. Con todo, para algunos esta medida se leyó como una relegación del culto eucarístico a un segundo plano y como un desaire a la presencia real de Cristo en la eucaristía. Efectivamente, así era en el primer supuesto, ya que el culto eucarístico en el templo quedaba establecido —y además, explícitamente— en un cuarto o quinto lugar, tal y como la Conferencia Episcopal alemana había definido en 1948. En el mismo sentido se manifestaba el padre Roget en las «Conversaciones de Arquitectura Religiosa» de Barcelona, cuando exponía las funciones de una iglesia por orden de importancia: lugar donde se reúnen los fieles, lugar de proclamación de la palabra de Dios y de la celebración eucarística, lugar de celebración de los diferentes sacramentos y lugar de oración y adoración al Santísimo68. De ahí que se estableciera que no resultaba acertado planificar el espacio interior del templo en función del culto a la eucaristía y abocar unilateralmente el espacio a la adoración y a la contemplación. Y se concluía que el problema planteado por la concurrencia de los distintos fines de la Iglesia sólo podría resolverse satisfactoriamente separando, cuando fuera posible, el espacio destinado a la celebración eucarística del lugar reservado al culto del Santísimo Sacramento, previendo, además, recintos propios para los sacramentos del bautismo y de la penitencia. Entonces cada parte podría lograr la forma arquitectónica que correspondiese a su fin particular. La discusión sobre este punto —que se sigue prolongando mucho más matizada aún hoy en día— revistió una singular virulencia69.

HACIA UNA ARQUITECTURA RELIGIOSA CONTEMPORÁNEA El espacio moderno: metodología y técnica La pertinencia de un nuevo lenguaje arquitectónico acorde con los tiempos que acogiese la realidad metahistórica del culto cristiano fue otro de los temas ampliamente debatidos, tal vez el que subyacía en la mente de todos los arquitectos. Al principio existieron dos posturas extremas: los que defendían una arquitectura enraizada y los que propugnaban un cambio de orientación. El templo, que inicialmente podría parecer el lugar menos adecuado para plantear este tipo de cuestiones, se convirtió en avanzadilla de la arquitectura moderna, lugar de experimentación espacial —flujos, tensiones, sinergías— y de nuevas tecnologías y materiales, al menos en España. Bruno Zevi definió los siete invariantes del lenguaje moderno en arquitectura, a saber: desorden y acumulación (el catálogo como método de proyecto); asimetría y diso-

(68) (69)

Cf. Varios, «Conversaciones de Arquitectura Religiosa», 63. La lectura de esta cuestión cambió mucho durante los años ochenta, al constatarse un preocupante retroceso en la devoción eucarística de los fieles; de ahí que el Código de Derecho Canónico de 1983 invirtiera las prioridades espaciales de la ubicación del sagrario. Para una visión actual del problema, puede verse: Elliot, P.J., «Guía práctica de liturgia», Eunsa, Pamplona, 1996, 265-272.

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nancia; tridimensionalidad antitética de la perspectiva; sintaxis de la descomposición cuatridimensional; estructuras en voladizo, caparazones y membranas; temporalidad del espacio; y reintegración entre edificio, ciudad y territorio70. Pero durante la década de los cincuenta, muchos arquitectos y críticos todavía pensaban en el Movimiento Moderno con patrones puramente estéticos. Si entendemos que lo esencial de la arquitectura moderna —condensando las tesis de Zevi— es la interpenetración de los espacios lejos de cualquier composición axial, se puede comprender algo más por qué la arquitectura religiosa se quedó en un principio fuera del discurso moderno. Es cierto que la nueva arquitectura tenía entonces serios problemas de articulación, y parece claro que los conceptos que Gombrich utilizaba para establecer su «sentido de orden» —acentos, repeticiones, interrupciones, simetrías, uniformidades, etc.— no se podían conseguir fácilmente con un vocabulario tan limitado como el que postulaba el Estilo Internacional. Por el camino de la renuncia, del borrarlo todo, se había llegado al extremo opuesto a lo que se denunciaba, y de esta forma era realmente difícil realizar espacios verdaderamente intensos en las diferentes escalas de percepción que toda verdadera arquitectura exige. Sólo después de muchos años de trabajo y de experimentación, la arquitectura moderna contó con un repertorio de recursos compositivos lo suficientemente amplio como para abordar con garantías un proyecto tan complejo en el campo de los significados como era el de la iglesia. Para Arsenio Fernández Arenas, la incorporación del nuevo lenguaje revestía un triple riesgo: la autonomía frente a la tradición, según la cual, al no entrar formalmente en relación con nadie, el arquitecto se podría sentir desligado de cualquier tradición anterior, tendiendo a sublimar el componente egótico de su obra (de ahí que la arquitectura religiosa exigiese entender la arquitectura como sacerdocio, como humilde y abnegado trabajo, pleno de estudio minucioso y de renuncia a la gloria terrena); el riesgo de que la tecnología ahogase el simbolismo (por lo que si la arquitectura religiosa quería equilibrar esta evolución técnica, todo templo debería desarrollar un determinado programa teológico que estableciese su preciso significado espiritual); y el todo se viese amenazado por las partes (por eso la integración de las artes era algo irrenunciable cuando se hablaba de arquitectura religiosa, donde lo importante era el conjunto, y no cada parte). Camón Aznar afirmaba en 1954 que la arquitectura religiosa era la que mejor definía las épocas, porque nunca había sido arbitraria, sino colectiva, y por ello necesaria71. Y Miguel Fisac, en 1959, opinaba que el reto de la arquitectura religiosa, además de ser sagrada y cristiana, consistía en ser actual72. Esta conciencia de ser el icono y la vanguardia de un momento histórico se encontraba presente tanto en buena parte de la jerarquía eclesial como en los arquitectos constructores de iglesias. Por un lado se pretendía dar a Dios lo mejor, que la cultura de la época rindiese un homenaje al Creador, por lo que la Iglesia debería volver a convertirse en mecenas de las artes. Y por otro, los arquitectos eran conscientes de que hasta que el lenguaje moderno no resolviera con

Cf. «El lenguaje moderno de la arquitectura», Poseidón, Barcelona, 1978, 93. Cf. «Arquitectura religiosa moderna», IC, 66 (1954), 148-29. (72) Cf. «Problemas de la Arquitectura Religiosa actual», A, 4 (1959), 4. (70) (71)

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seguridad el programa del templo no se podría decir que la Modernidad estaba verdaderamente asentada como tradición. Por eso se preguntaban: ¿cómo ha de ser la iglesia de nuestro tiempo? Para esta pregunta existieron varias respuestas. 1. La iglesia sería la expresión plástica de la religiosidad de una época. Cuando Gio Ponti se preguntaba cuál es la clave de la iglesia actual, él mismo se respondía que no se trataba solamente de incorporar el estilo de la época a un edificio, sino, por el contrario, de adherir el edificio a aquella expresión de la fe que cada época acentuaba: «Si la Fe no se ha agotado, el tema tampoco se ha agotado»73. Josep María Sostres afirmaría que para llegar al tipo de iglesia de nuestro tiempo, el arquitecto, más que al dato empírico, debería atender a las formas contemporáneas del catolicismo que respondiesen a un sentimiento vivo y militante de la religión, ya que sobre este último estrato el templo surgiría de modo espontáneo, como un hecho natural74. En este sentido, el pabellón de la Santa Sede en la Exposición Universal de 1958, celebrada en Bruselas —la «Civitas Dei», construida por Paul Rome— fue considerado en algunos ambientes como la primera expresión materializada de la encíclica «Mediator Dei et hominum», de Pío XII. 2. La identidad del templo saldría de la materialización de las posibilidades tecnológicas. Francisco Javier Sáenz de Oíza inquiría: «¿Dónde está la estructura del nuevo edificio de hoy, que enlace —como ayer la carreta de bueyes con la pirámide— el poste de alta tensión con el nuevo templo? ¿Cuál es, al templo de piedra de ayer, la equivalente estructura de la iglesia de hoy? El problema del templo nuevo ha de hallar su solución en la respuesta a estos nuevos interrogantes, si la arquitectura de hoy ha de ser, como fue siempre la de ayer, fiel a los conocimientos, los materiales, los cambios de escena y ambiente de su siglo. Ante estos interrogantes, el poner una cruz o una campana para que el nuevo edificio semeje templo nos parecía una mera concesión figurativa, una comodidad en rehuir por el camino de lo fácil la definitiva solución del problema»75. Manteniendo una equivalencia conceptual con los templos del pasado, la arquitectura del templo debería ser pura energía. 3. La iglesia sería la cristalización de un tipo constructivo. Según Josep María Sostres, un hecho básico para entender cómo había de ser el templo moderno era la consideración de que la iglesia cristiana como tipo constructivo había desaparecido con las últimas iglesias barrocas, expresión de la Contrarreforma. La irrupción del Romanticismo, con su exaltación del individuo enfrentado a la colectividad, había abierto un panorama nuevo. Por lo tanto, afirmaba, «el problema de la arquitectura religiosa actual consiste en llegar a un tipo o a unos tipos constructivos, equivalentes en lenguaje actual a la variedad de la tipología del templo cristiano»76. Estos tipos se analizarán en la segunda parte de este trabajo.

«Arquitectura, Religión», Rna, 189 (1957), V. Cf. Ferrando Roig, J. (dir.), «Arte Sacro. Anuario 1957», 24. (75) Varios, «Una capilla en el Camino de Santiago», Rna, 161 (1955), 16. (76) Sostres Maluquer, J.M., «El templo católico de nuestro tiempo», en: Ferrando Roig, J. (dir.), «Arte Sacro. Anuario 1957», 20. (73) (74)

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No faltó la opinión de aquellos que sostenían que, ya que la religión católica se había instalado históricamente en templos paganos y que la religión musulmana —por ejemplo— también lo había hecho en templos cristianos, la religión era indiferente a la arquitectura. En el ámbito internacional, el cardenal Lercaro daba por zanjado el problema teórico durante una conferencia en la Universidad de Notre-Dame (Indiana, EEUU), en 1959: «Habéis comprendido, por lo que os acabo de decir, que ningún prejuicio puede permanecer hoy día contra una visión moderna de la arquitectura sagrada. (…) En mi opinión, la cuestión de si una iglesia debe ser construida de acuerdo con la antigua tradición o de acuerdo con un estilo más moderno ni siquiera debe ser planteada»77. Esencialidad, sinceridad y pobreza Casi todas las iglesias nuevas construidas en España entre 1950 y 1965 compartieron dos características: la aceptación de las nuevas técnicas y materiales constructivos y la «sinceridad constructiva», es decir, la renuncia al ornamento añadido. En lo que respeta al primer punto, el Código de Derecho Canónico de 1917 establecía lo siguiente: «Pueden bendecirse las iglesias de madera o de hierro, pero no pueden ser solemnemente consagradas»78. Esta distinción en dos categorías suponía la existencia de materiales nobles y de otros que no lo eran, en razón de su longevidad, su solidez y de su carácter natural o artificial. La madera se consideraba un material perecedero y el hierro se asociaba al ámbito de lo industrial, con una vocación de provisionalidad que no parecía adecuada para la casa de Dios. Frente a estos materiales, la fábrica de ladrillo se toleraba como solución intermedia entre la óptima de piedra y las soluciones de emergencia. De algún modo, la iglesia de piedra se entendía como una metáfora que evocaba tanto a la Iglesia universal como a la Jerusalén celeste. A mediados del siglo XIX, el desarrollo masivo de la metalurgia y la aparición del hormigón armado dejaron rápidamente obsoletas estas clasificaciones y plantearon la necesidad de utilizar nuevos materiales. Auguste Perret solía afirmar que toda ornamentación escondía un defecto en la construcción. Efectivamente, la «sinceridad constructiva», entendida como coincidencia entre fondo y forma, fue uno de los conceptos más caros a la Modernidad. Esta idea venía a encarnar perfectamente las exigencias de rigor que se esperaban del templo cristiano: la grandeza de lo sencillo y la belleza como el esplendor de lo verdadero. Sin duda, en el fundamento de esta tendencia hacia la verdad y la sinceridad subyacía un deseo de mayor profundidad evangélica. Por eso, cuando Miguel Fisac se preguntaba sobre los elementos con los que se contaba para rehacer la arquitectura religiosa, citaba la sinceridad de la arquitectura paleocristiana y románica o la profunda humildad del hombre ante el misterio de lo sobrenatural que se adivinaba, por ejemplo, en los templos

(77) (78)

Cf. Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 652. Cf. Varios, «Código de Derecho Canónico y legislación complementaria», canon 1165 § 4. Véase un comentario a este canon en Anasagasti y Algán, T., «El nuevo Código Canónico y sus preceptos arquitectónicos», La Construcción Moderna, 10 (1918), 1-2.

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sintoístas79. Era la suya una opinión compartida por la Jerarquía, que intentaba distinguir lo auténtico de cualquier actitud teatral, reivindicando la sinceridad como «indispensable característica del momento religioso»80. La arquitectura religiosa se estaba moviendo entre dos parámetros al ritmo de la indecisión doctrinal preconciliar: la búsqueda de una humildad acorde con el evangelio primitivo y una renovación de los valores de la gloria en la cual había estado asentada durante tanto tiempo. Aunque a las nuevas iglesias se les achacaba que eran pobres en decoración e impermeables al simbolismo, sin embargo, su espacio interno era más útil, precisamente porque era más auténtico y verdadero. Además —como se ha apuntado anteriormente—, el carácter sacro de las iglesias no provenía de los símbolos, sino del hecho de que la Iglesia las consagraba para el culto y de que llevaban implícita una intención religiosa en sí mismas. El teólogo Thomas Merton lo argumentaba así: «En una época de campos de concentración y bombas atómicas, la sinceridad artística y religiosa debe excluir ciertamente toda ‘lindeza’ o sentimentalismo superficial. Para nosotros, la belleza no puede ser una mera apelación a los convencionales placeres de la imaginación y de los sentidos. Tampoco puede ser hallada en el frío perfeccionismo académico. El arte de nuestro tiempo, incluso el arte sacro, tiene necesariamente que estar caracterizado por una cierta pobreza, dureza y severidad, correspondientes a las violentas realidades de una época cruel. El arte sacro no puede ser cruel, pero debe aprender el modo de ser compasivo con las víctimas de la crueldad: y no se ofrecen caramelos al hombre que se muere de hambre»81. Como el gusto contemporáneo apreciaba especialmente aquel género de belleza que resultaba del esplendor de la verdad, la sencillez se erigió en el valor supremo. Pero sencillez no fue sinónimo de pobreza o de miseria, como podría juzgarse por el aspecto de algunas iglesias. La sencillez a la que se aspiraba sería el resultado de la perfección, de la pureza y de la unidad, y sólo se conseguiría con un esfuerzo humilde de selección, de renuncia y de purificación, abjurando del artificio y de la grandilocuencia. Muy cercana a la sencillez, la sobriedad procedía del mismo principio, y estaba relacionada con la nobleza, la discreción y el ascetismo82. Si lo que se perseguía era introducir el espíritu en el mundo del recogimiento y el sobrecogimiento, lo religioso no podía ser fantástico, como en el barroco. El nuevo espacio sacro había que buscarlo en las antípodas, en una «crudísima sencillez» que posibilitase al hombre contemplarse cómo realmente era: un alma desnuda ante Dios.

Cf. «Problemas de la Arquitectura Religiosa actual», A, 4 (1959), 6-7. Pablo VI, «Volvamos, Iglesia y artistas, a la gran amistad», Ara, 1 (1964), IV. Esta actitud se llevó en ocasiones hasta sus últimas consecuencias, como lo demuestra el hecho de que el cardenal PaulÉmile Leger, canadiense, recomendara en su diócesis que en el diseño de las fuentes de luz eléctrica se evitaran, por amor a la verdad, las formas tomadas de otros tipos de alumbrado. (81) «Dos textos de Thomas Merton», HA, 57 (1965), 20. (82) La sensibilidad contemporánea apareció marcada por un ansia de radical esencialidad, prescindiendo de cuanto significase apariencia para calar en la razón profunda de los fenómenos. «Hacia el año 20 se impuso en Europa el ‘Ethos de la nueva objetividad’, y desde entonces se viene realizando una ejemplar campaña de sobriedad y profundización que tiende a salvar la pureza del peligro del desarraigo y el despojo, y conferir a la tarea de nudificación un signo de plenitud e integralidad» (López Quintás, A., «El arte religioso como expresión del misterio», A, 52 (1963), 51). (79) (80)

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Desde el punto de vista teológico, las grandes líneas de actuación llevaban el mismo camino. La pobreza estaba situándose en la primera fila de los valores y era lógico que se la buscase en este tiempo de retorno al espíritu del Evangelio. Ese mismo espíritu era el que debería inspirar la construcción y la ornamentación de las iglesias, ya que la opulencia en los templos iba en contra del testimonio de pobreza que Jesús había dado al mundo: «Aún lo sagrado debe someterse al régimen de la caridad», aseguraba el cardenal Leger83. Pío XII había afirmado que la estrechez de medios imponía buscar la belleza en cánones nuevos, mediante el empleo de materiales humildes. Abolía por tanto, cualquier intento de conservar un pretendido «estilo católico», posibilitando un lenguaje libre, sencillo, directo y falto de retórica. Se debería procurar que los materiales, dentro de su pobreza, fuesen los más genuinos, selectos y duraderos. Como las realizaciones que se estaban empezando a apoyar en estos supuestos no eran todo lo afortunadas que cabría esperar —ya que una de las carencias de la Iglesia española en aquellos momentos fue la desorganización a la hora de adquirir los medios para construir sus templos—, e incluso a veces la pobreza se utilizó como coartada para recortar el esfuerzo de promoción, conformándose con edificios de baja calidad, se alzaron voces defendiendo el decoro del templo frente a la aporía de la simplicidad pobre. Era imprescindible distinguir entre pobreza y pereza, entre sencillez y «estreñimiento mental»84. La reivindicación para Dios de la calidad era tan antigua como la propia Iglesia. La calidad no era lujo, sino magnanimidad y homenaje. El hombre, al regalar objetos valiosos, trata de ofrecer lo más difícil de conseguir como manifestación de reconocimiento. Por eso, para determinar el verdadero concepto de pobreza cristiana, en primer lugar habrá que entender que se trata de un concepto enriquecedor (pobreza-plenitud) que alude más a una actitud del espíritu que a la posesión de medios materiales. En segundo lugar, que se trata del despego de esas realidades, que ni excluye la idea de lo bello ni la posible riqueza de los objetos concretos (de hecho, la pobreza cristiana nunca es algo triste). Y en cualquier caso, que el alarde de pobreza en el culto no es acorde con el espíritu del cristianismo, ya que la que ha de ser pobre es la Iglesia, no este o aquel templo concreto. «¿Qué tiene de malo una custodia de oro?», se preguntaría Curro Inza85. Había que admitir el lujo de la calidad, que Dios merece. Pero la calidad no era ostentación. Parecía claro que esa calidad era lo mejor que la civilización industrial podría ofrecer a Dios; de ahí que tanto en la arquitectura como en el diseño industrial se viese necesaria la seriación frente a la artesanía. Sin embargo, cabían matizaciones. Luis Moya comentaba que la pobreza como atributo necesario de una iglesia era algo reciente, ya que desde los tiempos de las catacumbas las iglesias se habían hecho tan ricas como había sido posible. Pero si, además, se buscaba la sinceridad, el problema se hacía más difícil, ya que obligaba —por ejemplo— a

«Directorio para la construcción y adaptación de iglesias en la archidiócesis de Montreal», en: Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 615. (84) Cf. Varios, «Coloquios sobre iglesias», A, 52 (1963), 36; cf. también López Quintás, A., «Los templos y la pedagogía religiosa», A, 105 (1967), 34. (85) Varios, «Coloquios sobre iglesias», A, 52 (1963), 36. (83)

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que la estructura ya fuese rica y bella en sí misma, pues no se podía revestir como habitualmente se hacía. También se recordó que la austeridad no perseguía tanto desmantelar las iglesias como posibilitar el encuentro con Dios, pues si el exceso de motivos ornamentales ahoga el sentido del misterio, con frecuencia la falta de todo apoyo sensible deja al hombre en una soledad vacía. Y se reivindicaba un término medio que posibilitase el despliegue natural de los objetos sin colisiones. Lo importante no era la calidad de los materiales sino la intención arquitectónica. Realmente ésta había sido la verdadera pauta de actuación de los maestros de la Modernidad, cuando se trataba de hacer espacios representativos86. En este sentido hay que entender a los que afirmaban que era absolutamente necesario que los materiales de una iglesia fuesen dignos, siempre y cuando la calidad de los materiales se apoyase en la perfección de la solución arquitectónica empleada. Finalmente, se recordó que no era cierto que la pobreza uniese a los hombres y que la riqueza los separara, sino que más bien actuaban así la generosidad y el egoísmo, respectivamente. Había que relativizar la importancia del papel de los hombres en el templo para acentuar la figura de Dios, es decir, para que la iglesia fuese la Casa ‘de’ Dios (posesión) —la casa propia del Señor— y no sólo el lugar en el que se reúnen los hombres para tratar a Dios. Sirva como síntesis de todo lo anteriormente expuesto los tres argumentos que fray José Manuel de Aguilar apuntaba sobre la cuestión de la pobreza: «a) Teológico. Es evidente que a la casa del Señor hay que darle toda la grandeza y toda la dignidad que requiere. b) Estético. Es asimismo evidente que el edificio-iglesia ha de estar resuelto con la mayor calidad artística. c) Sociológico. La iglesia, en estos tiempos, ha adquirido un carácter más pentecostal. Y el momento sociológico actual pide una mayor austeridad que en otras épocas históricas. La justa conjugación de estos tres aspectos llevará al buen proyecto de la iglesia de nuestros días»87.

SOCIOLOGÍA PARROQUIAL Y URBANISMO: EL TEMPLO CATÓLICO Y EL CONCILIO VATICANO II Nuevas iglesias en las grandes ciudades La aparición de los grandes suburbios en las ciudades españolas a lo largo del siglo XX estuvo acompañada de problemas de toda índole. El desmesurado crecimiento urbano rompió el equilibrio de la acción evangelizadora de la Iglesia. Como desde un punto de vista pastoral, nada podía sustituir la presencia física del templo —ni siquiera otro tipo de apostolados específicos—, en poco tiempo las antiguas parroquias acusaron un fenómeno de gigantismo y se volvieron focos de descristianización en los que dejó

Quizá el caso más claro fuese el Pabellón de Alemania proyectado por Mies van der Rohe para la Exposición Internacional de Barcelona en 1929, donde la riqueza espacial, la densidad conceptual y la esplendidez en los materiales se conjugaban perfectamente con la sobriedad y la contención en las formas. De hecho, incluso San Francisco de Asís pedía buenos materiales para sus iglesias. (87) Varios, «Coloquios sobre iglesias», A, 52 (1963), 37. (86)

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de existir comunicación entre el clero y el pueblo. La situación creada reflejaba un alto grado de abandono por parte de los organismos responsables, frente a la más elemental perspectiva sociorreligiosa. No obstante, el hecho era fácil de comprender, si se tiene en cuenta que en aquella época se mantenían ciertas situaciones histórico-jurídicas de la parroquia que se consideraban como intocables. Por ejemplo, hasta bien entrada la década de los cincuenta no se empezó a concebir un templo que no estuviera de acuerdo con la imagen heredada de un pasado glorioso —es decir, proyectado exclusivamente en función del esplendor del culto— cuando, en realidad, lo que reclamaban los suburbios de manera urgente y en ocasiones dramática eran unos locales dignos al servicio de una misión pastoral y litúrgica lo más sencilla posible. Así las cosas, y ante la amenaza de la escasez económica, en muchas diócesis se adoptó la actitud resignada y pasiva del que se halla ante un imposible. Y de esta manera, durante años coexistieron dos mundos radicalmente distintos: el de la ciudad antigua, con sus muchas y antiguas iglesias, y el del suburbio, un verdadero desierto eclesial88. La misión pastoral de la Iglesia, tal como se pensaba en los años cincuenta y sesenta, resultaba de la combinación de dos actividades complementarias: el apostolado territorial —la parroquia— y el apostolado específico —la Acción Católica—. La primera respondía a un tipo de comunidad primaria, es decir, con una misma manera de vivir y unos valores similares vinculados al hecho de compartir un mismo espacio físico; la segunda, por el contrario, aglutinaba a personas relacionadas entre sí a través de alguna actividad específica. Llegado el momento, la Iglesia se encontró ante el reto de construir cientos de templos en muy poco tiempo. Se hacía necesaria una planificación diocesana rigurosa que articulase un sistema de financiación válido para la construcción masiva de espacios de culto, así como la redacción de directrices que indicasen cómo construir en cada lugar concreto89. Ambas cosas tardaron en llegar, pero llegaron. Como los edificios religiosos eran tipológicamente muy variados, según las exigencias pastorales que tuvieran que atender, no era posible establecer criterios unitarios y rígidos para su construcción. Con todo, se estableció que la ubicación de las iglesias parroquiales en la ciudad podría enfocarse con arreglo a los siguientes principios: 1. La iglesia será un complejo arquitectónico variado y múltiple, con arreglo a los distintos servicios que desarrolle en el barrio; 2. Un buen criterio pastoral sería el hecho de vincular la iglesia a las zonas residenciales más densas; 3. La iglesia podrá ser una casa entre otras

Esta situación se había dado algunos años antes en París. Cuando en 1932, en un gesto inusitado para la época, el cardenal Jean Verdier decidió visitar los suburbios de su ciudad, se encontró con una tierra de misión enteramente descristianizada; en ese momento comprendió que había llegado con más de un siglo de retraso. (89) Sobre este aspecto puede verse: García-Pablos y González Quijano, R., «Necesidad de establecer órdenes parroquiales integradas en los planeamientos urbanísticos», A, 73 (1965), 33-36; también reproducido como ponencia en: Fernández Catón, J.M. (dir.), «Arte Sacro y Concilio Vaticano II», 115-122. El cardenal-arzobispo de Madrid-Alcalá, Vicente Enrique y Tarancón, afirmaría en 1982, que su diócesis había sido la que más iglesias había construido en el mundo durante las últimas décadas (cf. Mérida, M., «Entrevista con la Iglesia», Planeta, Barcelona, 1982, 86). (88)

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casas, en contra de quienes defienden que la iglesia debería reconocerse exteriormente por diferencias de estilo o de construcción; en este sentido, su expresividad debería buscarse en la armonía con el conjunto de la ordenación urbana, dentro de la cual adquiriría su significación propia; 4.La presentación humilde y sencilla de la iglesia alcanzaría profundidad y eficacia pastoral en contraste con otras expresiones arquitectónicas, impulsadas por la competencia comercial; y 5. En cualquier caso, la nave, como lugar sagrado por antonomasia, deberá estar convenientemente realzada. La asunción global de estos principios no se produjo hasta después del Concilio Vaticano II. La Jerarquía era consciente de que no se trataba tanto de construir la ciudad en torno a la iglesia —como en épocas pasadas— cuanto de prestar a la sociedad un servicio fundamental. Más que de construir edificios, de lo que se trataba era de construir la verdadera Iglesia, la iglesia viva. Por eso, a mediados de los años sesenta se dejará de lado la arquitectura entendida como objeto plástico para pasar a entenderla como «envolvente de sistemas de relaciones sociales»; paralelamente se empezará a hablar de «conjuntos parroquiales» y se dejará de hablar de iglesias90. La dimensión óptima de una parroquia se estableció teóricamente entre cinco y diez mil habitantes, teniendo en cuenta una frase del Evangelio: el pastor conoce a las ovejas, y ellas le conocen (Juan 10, 14). No obstante, en el artículo 3 del Decreto 05/04/63, el Ministerio de la Vivienda había autorizado a construir una iglesia por cada mil habitantes, tal como había considerado en su día tanto el Concilio de Trento como luego el papa Pío VI. Ahora bien, ¿quién debía de costear la construcción de la iglesia?: el Estado, los fieles o las diócesis. El Estado —al menos en España— no contaba con recursos suficientes para dotar a todos los pueblos y barrios de un centro parroquial, aunque el Ministerio de la Vivienda establecía reservas de suelo para las nuevas iglesias y concedía créditos para la construcción de conjuntos parroquiales. Por eso, las soluciones que se propusieron fueron variadas: el recurso a la subvención estatal, la reserva o la donación de terrenos por parte del municipio, las aportaciones de los particulares o los créditos a través de préstamos personales a los feligreses. También se planteó la posibilidad

(90)

Durante los años del Concilio Vaticano II las comunidades parroquiales comenzaron a sentirse responsables de la promoción humana, profesional y religiosa de los menos favorecidos, así como de su salud física e incluso de su adecuada inserción en la sociedad. Esta inquietud también se proyectó hacia el llamado Tercer Mundo a través de diversas iniciativas de carácter solidario. En su condición de contenedor de actividades, al tiempo que condicionadora de las mismas, la arquitectura acusó este cambio de orientación; se fueron incorporando al templo diversos locales parroquiales, como jardines de infancia, plazas de juegos, centros juveniles, cines, bibliotecas, etc., imitando lo que venían haciendo tiempo atrás las comunidades protestantes. Oriol Bohigas, con un tono intencionadamente provocador, declararía: «Es un poco inútil hablar hoy del detalle de la arquitectura del templo (…) cuando tenemos encima la urgente gravedad del problema de la planificación parroquial, las experiencias de la sociología religiosa, el tema de los inmigrantes que es preciso asimilar en viejas estructuras de acción pastoral. Estos son los problemas realmente modernos y apasionantes y no nuestro entretenimiento de tan corto alcance en defender o atacar la simbología o el estilo» (cf. Varios, «Conversaciones de Arquitectura Religiosa», 77). En las jornadas celebradas en Barcelona en 1963, las dos conferencias iniciales y las dos primeras sesiones de trabajo, trataron este aspecto con amplitud (cf. ibídem, 11-62).

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de financiar las iglesias a largo plazo, de tal modo que el coste de la misma no gravase tan sólo sobre una generación. La precariedad creada en las grandes ciudades, la dependencia de la generosidad de los donantes y la urgencia por disponer de lugares de culto fueron los motivos principales para que se recomendase a los arquitectos ceñirse a lo esencial. No se podía hacer todo bien a la vez y el arquitecto debía de saberlo. Por eso se requería sencillez en las soluciones y una intensa actitud de servicio. Sin duda, la solución de este tipo de problemas pasaba por su institucionalización, es decir, por la asunción de una serie de medidas estables que permitiesen tratarlos de una manera continuada, autónoma y eficaz. Poco a poco se adoptaron soluciones a escala diocesana y a escala nacional. En muchas circunscripciones se creó una «Oficina de Nuevas Iglesias» que colaborando con las oficinas municipales de urbanismo acometió la elaboración de un plan general de distribución de iglesias en la ciudad. También se sugirió restaurar una antigua institución eclesial —el arciprestazgo o decanato—, de tal modo que las parroquias bien equipadas pudiesen ayudar a las demás en asuntos concretos. En un artículo publicado en «Arquitectura» el año 1958, Gabriel Alomar proponía diversas medidas para aplicar en España: celebrar una reunión nacional para hablar sobre el arte sacro; crear un Instituto Hispanoamericano de Arte Sacro (de carácter no solo artístico, sino también industrial y económico); crear un Patronato Nacional de Arte Sagrado; elaborar un programa de concienciación social (folletos en parroquias, cursos monográficos en los seminarios, etc.); «y fundamentalmente, la creación de una buena revista, tal como las que se publican en Francia, Bélgica y Alemania»91. Sorprendentemente —como se ha visto en el capítulo anterior— se le hizo caso en casi todo. El renacimiento de la conciencia social En el plano teológico, el proceso de descubrimiento del prójimo en cuanto tal que se dio durante los años cincuenta y sesenta, motivó una nueva profundización en la percepción colectiva de lo sagrado. Esta conciencia de lo comunitario hizo declinar el individualismo de la devoción y puso en primer plano la dimensión supraindividual de la fe como un factor complementario que se equilibraba con aquél. Alfonso López Quintás desarrolló estas ideas en la revista «Arquitectura», sin entrar en análisis excesivamente detallados y ciñéndose a sus implicaciones arquitectónicas92.

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«La depuración religiosa y estética de nuestro arte sagrado», Rna, 201 (1958), 34. Para López Quintás, si el espacio debería servir a la comunidad era porque, de hecho, el espacio auténtico, el real, era configurado por la comunidad en su vida cotidiana. Y esto por la sencilla razón de que el espacio era a la comunidad lo que el tiempo a la melodía musical: algo necesario, creado por ella y su ámbito natural de despliegue. Un espacio religioso sería adecuado cuando, al dar expresión plena a sus sentimientos religiosos a lo largo de sus vivencias comunitarias, la comunidad se sintiese identificada con él, lo hubiese moldeado. Si el espacio creado por el arquitecto se pliega al sentir religioso de la comunidad será un espacio religioso «habitable»; de lo contrario, provocará un profundo desequilibrio que se traducirá para las personas sensibles en desazón, y las obligará a acogerse a unas formas de religiosidad peligrosamente subjetivistas (cf. «Ámbito arquitectónico y ámbito vital», A, 40 (1962), 43-46).

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A mediados de los años sesenta, la concepción litúrgico-comunitaria del templo comenzó a adoptar matices no tanto sociales como socializantes. Particularmente significativo resultó el artículo de José Luis López Aranguren «Iglesia, tiempo y sociedad», publicado en la revista «Arquitectura» en 1965, y que marcó, de alguna manera, el punto de inflexión del debate entre el pre y el postconcilio93. Aranguren concedía que, tal vez desde dentro, la Iglesia podía creer que su principal problema era el litúrgico; pero visto desde fuera el problema era otro. La reforma litúrgica —opinaba—, muy bien acogida entre los intelectuales de la época, había dejado indiferente a la gente sencilla, porque su razón de ser ni se entendía ni alteraba la estructura de la sociedad. Pero si la Iglesia y el templo eran reflejo de esa sociedad —al menos en su dimensión terrena—, se podía afirmar que cada sociedad tenía las iglesias que se merecía y que no era coherente imponer unas nuevas formas artísticas a una sociedad sin producir una evidente distorsión entre forma y espíritu. La sociedad no estaba madura para aceptar esas mutaciones, por lo que el proceso lógico debería ser el inverso: el cambio social derivaría necesariamente en el cambio formal de la liturgia y de los templos. Así, si entre los dos concilios vaticanos el interés del debate europeo se había centrado en la liturgia, a partir de entonces —y en España de modo singular— comenzó a ponerse en primer plano el problema social. Se tenía la sensación de que si había sido posible cambiar algo tan rígido como la liturgia también sería posible cambiar la Iglesia entera, y en España, por ende, cuestionar una de las principales apoyaturas del régimen político. De esta forma, el discurso arquitectónico comenzó a desvirtuarse por otro de sus flancos, de tal manera que la arquitectura religiosa dejaría de ser vista en sí misma para contemplarse de modo claramente instrumental.

(93)

A, 73 (1965), 14-16.

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