El cuerpo violentado de la mujer en la guerra: sobre la racionalización de la violencia y la barbarie en el conflicto armado en Colombia
Descripción
TITULO DE LA PONENCIA: EL CUERPO VIOLENTADO DE LA MUJER EN LA GUERRA: SOBRE LA RACIONALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA Y LA BARBARIE DEL CONFLICTO ARMADO EN COLOMBIA
María Jimena López. Universidad Nacional de Colombia, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales. Maestría en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales.
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Introducción
La violencia generada por los grupos armado ilegales en el marco del conflicto armado colombiano fue y ha sido utilizada como recurso estratégico para la retaliación
(Auto 092 2008), para la consolidación de 'micropoderes', para el
control social (Cubides 1998, 73) y para la acumulación económica.
La presente ponencia busca profundizar sobre los sentidos sociales y culturales de la violencia, procurando reconstruir la cartografía de los significados y las representaciones que evocaron diez desmovilizados paramilitares al hablar sobre el papel de las mujeres en la guerra en Colombia, a partir de la narración de sus experiencias personales. Se buscará resolver dos preguntas: ¿cómo son representados los cuerpos de las mujeres en el contexto de la guerra?, ¿de qué manera esas imágenes evocadas, legitiman el ejercicio de la violencia sexual contra ellas? 2
Sugiero aquí que la representación del cuerpo de la mujer en el contexto de la guerra se origina en ideas y significados sobre la feminidad que hacen parte del universo social, religioso y político de la sociedad colombiana, y que son expresadas en condiciones “de paz”, pero que, no obstante, son intensificadas y recontextualizadas en la dinámica impuesta por los actores armados. En esa línea, el cuerpo de la mujer al ser objetivado, domesticado, feminizado y sexualizado es entendido como un instrumento de engaño: un dispositivo de guerra para vulnerar al enemigo y para ser vulnerado. Asimismo, la representación de este cuerpo violentado como cuerpo enemigo, cuerpo “incivilizado” o cuerpo infractor, revela el proceso de racionalización del ejercicio de violencia aún en el momento de mayor teatralidad de la barbarie paramilitar: las masacres.
Esta ponencia contiene los resultados de una investigación realizada entre finales del 2008 e inicios del 2009 con ocho hombres y dos mujeres desmovilizados y
desmovilizadas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Asimismo, contiene las lecturas y relecturas realizadas sobre el tema, durante los últimos tres años por la autora, con base en los informes revelados por la Comisión de Memoria Histórica Colombiana sobre la violencia de género en el conflicto armado en el país.
Las regulaciones de género y el orden social en el conflicto armado.
La tradición teórica Hobbesiana nos recuerda que la violencia como estado generalizado, revela el incumplimiento y la incapacidad del Estado para mantener asegurado un contrato social y político entre la sociedad. La violencia, para Hobbes, es la manifestación de la naturaleza humana en su estado natural, y a ella se contrapone la constitución de un Estado racional producto de un pacto social de sumisión. Para Hobbes la violencia y la guerra “del todos contra todos”, es el medio para 3
llegar al poder. Autores más recientes han buscado cuestionar la solidez de esta relación. Para Hannah Arendt, el poder es la capacidad humana “para actuar concertadamente”, por lo cual se trata de una capacidad colectiva y no individual, y se diferencia de la violencia en que esta última puede ser desencadenada por un individuo, o por una colectividad, y tiene un innegable carácter instrumental (Arendt, [1969] 2006). Para Arendt, la violencia puede generar la destrucción del poder pero no podrá generar uno nuevo.
Es en relación con esta definición que hace Hannah Arendt de la violencia y del poder que establezco la primera línea teórica de esta ponencia: la relación entre violencia, orden y el poder en un contexto de guerra, ¿puede la violencia instituir un orden social en la guerra? Y en tal caso, ¿cómo lo hace?. Según Kalyvas, Shapiro y Masoud “el orden es necesario para manejar la violencia tanto como la amenaza de violencia es crucial para cimentar un orden” (Kalyvas, Shapiro, & Masoud, 2008; traducción de la autora). Los autores encuentran que en medio de
una guerra civil para que un nuevo orden se imponga debe domesticarse el conflicto a través de la violencia. De esta manera para Kalyvas, Shapiro, & Masoud, si bien la violencia y el poder político son estados opuestos, en un contexo de guerra civil la primera tiene como finalidad constituir la segunda. En el caso de las guerras irregulares, esto se logra derrotando al enemigo y atemorizando o ganándose el apoyo de la población civil. Una vez restablecido el nuevo orden, la violencia muta y se ejerce de manera más restringida.
La segunda línea teórica que acojo es el funcionamiento de las relaciones de género en este contexto de guerra, ¿cuál es el rol que juegan las representaciones sobre los géneros en la instauración y mantenimiento de este nuevo orden?. Retomo aquí la definición que hace Judith Butler sobre el género al mencionar que: “el género no es exactamente lo que uno ‘es’ ni precisamente lo que uno ‘tiene’”, sino “el mecanismo mediante el cual se producen y naturalizan las nociones de masculino y femenino pero podría muy bien ser el aparato mediante el cual tales términos son desconstruidos y desnaturalizados” (Butler, 2005, 114
12). Con esto entiendo que las relaciones de género (que en el contexto del presente estudio son vistas como un tipo binario), son afianzadas a partir de prácticas regulatorias, que como lo dice Butler, actúan sobre la subjetividad del sujeto no sólo constriñéndolo sino configurando su propia subjetividad.
El discurso y la dinámica de la guerra esencializan y recontextualizan los discursos en torno a la masculinidad y la feminidad, haciendo de éstos recursos desde los cuales se configura la identidad del combatiente y se significa el cuerpo violentado. La masculinidad militarizada se convierte en el centro de la identidad del combatiente, mientras que el cuerpo del enemigo capturado es despojado de su masculinidad y feminizado a partir de prácticas asociadas a la violencia sexual.
Los paramilitares buscaron entonces establecer un ordenamiento que se constituyó con base en unos criterios y representaciones sobre los género, ¿cómo lograron imponer este orden en el territorio?
La violencia paramilitar en el conflicto armado colombiano permitió desestructurar el orden social y político existente a partir de la transformación de las relaciones sociales, de las redes, y de la relaciones de la comunidad con su territorio. No obstante, el uso de determinados repertorios de violencia dependió del propósito del grupo armado en relación con la estrategia contra su oponente, los intereses económicos y políticos asociados a los territorios en los que llevó a cabo sus acciones, y los mecanismos de control que estableció con las poblaciones civiles que allí residían (CNRR – Grupo de Memoria Histórica 2011). Fue así como en zonas de incursión y zonas de disputa con su oponente, su repertorio de acción fueron las masacres, los asesinatos selectivos y las desapariciones; y en zonas donde se estableció y mantuvo un control territorial, los repertorios estuvieron asociados a los asesinatos selectivos y a los castigos
(CNRR – Grupo de
Memoria Histórica 2011).
Estas violencias, dice el informe de la Comisión de Memoria Histórica del país, no 5
implicaron la ausencia de un orden, de un estado de anomia social, sino que, por el contrario, contenían “una manera específica de ordenar, ser ordenado y experimentar ese orden” (CNRR – Grupo de Memoria Histórica, 2011).Pero, ¿cómo se instauró este orden?
Una vez establecidos en un territorio, los paramilitares se sirvieron de un rígido sistema de regulación de la conducta social y de mecanismos punitivos que hicieron un uso selectivo de la violencia teniendo como propósito escenificar el poder en el territorio y servir de ejemplo a otros pobladores sobre lo que estaba permitido y lo que no. De esta manera, como dice el informe de Memoria Histórica, “los paramilitares controlaron varias formas de interactuar y canalizar las disputas con los amigos y vecinos”. En algunos contextos este sistema de regulación llegó a convertirse en un mecanismo de intercambio de beneficios entre el grupo armado y la población civil constituyendo un sistema de justicia local a través del cual se resolvieron conflictos como: de linderos de tierras, de infidelidades
conyugales e incluso de robos. Sin importar el motivo, cada uno de los castigos impuestos estuvieron definidos según el género, la edad y la ocupación de las víctimas
que fueron vistas como infractores (CNRR – Grupo de Memoria
Histórica, 2011). En este sistema, el rumor ocupó un papel como desestructurador de la confianza entre vecinos y como mecanismo regulador de la violencia en la vida social.
No hay que perder del horizonte que este ordenamiento social sirvió al fortalecimiento de las economías ilegales, la cooptación del sistema político y el acondicionamiento
de
los
territorios
–desde
el
despojo
o
desde
la
desestructuración de la organización social- para la llegada de empresas y proyectos de gran inversión. Así lo permiten evidenciar la entrada de empresas de palma africana en los llanos orientales y en el Urabá chocoano luego del despojo que siguió a la incursión paramilitar a finales de la década del 90 e inicios del 2000, así como la entrada de empresas minero-energéticas en el norte de Santander, al Caribe y al suroccidente. 6
Pero, ¿qué lugar ocuparon en este ordenamiento los cuerpos de las mujeres?
La construcción discursiva sobre la mujer como un otro en la guerra
La violencia paramilitar contra la mujer en la guerra no ha sido de un solo tipo. Para comprender su complejidad y su alcance estratégico es imprescindible, como bien o señala Elizabeth Wood: caracterizar su variación, y comprenderla en la dinámica no sólo de los hechos violentos sino de los discursos producidos por los actores armados sobre su construcción idealizada de la guerra (Wood 2008).
Es necesario entonces, comprender no sólo las violencias ejercidas contra las mujeres sino los lugares desde los cuales sus cuerpos fueron representados social y culturalmente en la guerra. Los discursos sobre el enemigo, la identidad
hipermasculinizada del combatiente, la relación entre la población civil y el grupo armado ejecutor hacen parte de estos.
Son cuatro las peguntas y las respuestas que permiten dar luces para entender el actuar paramilitar: ¿Qué tipo de guerra se libró?, ¿contra quién?, ¿quién era el combatiente paramilitar? y ¿cuál era el orden que se buscaba restituir?
En primer lugar la guerra que libran los grupos paramilitares contra la llamada insurgencia es una guerra de tipo irregular. Es decir, es una guerra que reconoce el uso de estrategias no convencionales de confrontación que tienen como objetivo militar a la población civil, que es entendida como el apoyo del bando contrario (López 2009, 18).
En segundo lugar el objetivo de esa guerra irregular es un enemigo oculto, uno que precisamente se disfraza entre la población civil. Esto se traduce en dos aspectos de la estrategia militar: en el desarrollo de una intensa labor de 7
inteligencia, y en desarrollo de acciones ejemplarizantes o de amedrentamiento contra el enemigo y especialmente contra su base social. Asimismo, ambos aspectos concentraron gran parte de la estrategia paramilitar en los núcleos urbanos.
En
tercer
lugar,
los
combatientes
encarnaron
un
colectivo
que
fue
intencionalmente generizado y sexualizado, en el que fueron exaltadas la virilidad y la fuerza. Esta masculinidad militarizada, como lo menciona Kimberly Theidon es el resultado de un adoctrinamiento emocional y físico, que se inviste de un espíritu de patriotismo autoritario y de temeridad
(Theidon 2009) Esta
masculinidad imaginada de la guerra es naturalizada de tal forma sobre los cuerpos de los combatientes que los lleva a pensarse en términos de raza, como bien se expresa en alguno de sus himnos, una raza con características hipermasculinizadas y sobrehumanas.
Esta estructura simbólica de dominación de lo masculino, que proviene del universo simbólico de la sociedad en contexto de paz, incorpora lo femenino como mecanismo para reforzar y naturalizar su identidad y su establecimiento, convirtiéndose en un “instrumento simbólico de la política masculina” y de los intereses económicos que ésta representa (Bourdieu, 2000, 60).
Es así como lo femenino comienza a contener todo aquello que el combatiente idealizado no puede asumir: sentimientos, debilidad, domesticidad, control, maternidad. Desde este panorama discursivo, lo femenino se convierte en un referente permanente desde cual se mide y se reafirma la identidad masculinizada del combatiente (López 2009).
En cuarto lugar, el orden que interesaba mantener era uno que beneficiara a los poderes económicos y políticos locales, ya establecidos o por establecerse. En este sentido, siguiendo a Mauricio Romero (2003), no sólo se trató del “fortalecimiento del latifundio” sino en eliminar las posibilidades de resistencia de 8
quebrantamiento del orden social, así como de evitar el apoyo político que lo posibilitara (Romero 2003, 79).
Lo que evidencian estos cuatro puntos es que esta construcción ideologizada de la guerra se encuentra atravesada por una cuidadosa diferenciación en las formas de habitar y de pensar el cuerpo, en el que la reglamentación de las relaciones de género es fundamental. Bien lo explicaba Kimberly Theidon al mencionar que “el militarismo requiere de una continua ideología de género” (Theidon 2009, 6). De esta manera, la guerra al plantearse como un no lugar para lo femenino y para la mujer, contribuye a la representación de ella como un otro en la guerra, como otro contaminante y amenazante para la construcción y mantenimiento de esa identidad hipermasculinizada del combatiente. Y en tal medida, como se verá más adelante, corresponde establecer sobre ella una serie de dispositivos de control específicos para asegurar el dominio de esta construcción guerrerista.
Esta dominación estratégica de lo femenino se estableció a partir de cuatro escenarios de interacción estratégica del actor armado: a) en el encuentro con la población civil, b) en el encuentro directo con el enemigo, y c) en la interacción permanente del actor armado con sus tropas. Cada uno de estos definió unas condiciones específicas de relacionamiento del actor armado con las mujeres, así como su categorización como mujeres civiles, como enemigas, como mujeres indeseables sociales o como compañeras de combate. Desde la disposición ideológica de los combatientes para la interacción social en estos escenarios se establecieron unos mecanismos de control y de castigo para cada una de estos tipos de mujeres.
La racionalización del ejercicio de las violencias contra las mujeres
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La manera como es representado y significado el cuerpo de la mujer en una sociedad cumple una “función simbólica” en el aseguramiento de ciertas funciones sociales (Bourdieu, 2002) como son la reproducción social y la maternidad. En las entrevistas con los excombatientes se hicieron evidentes al menos tres funciones específicas que cumplió el cuerpo de la mujer en la guerra y que ubico en tres categorías: como arma de guerra, como objeto de afectos y sentimientos, y como objeto de disfrute.
Como objeto de afecto fueron identificadas todas aquellas mujeres que tenían un vínculo emocional con el combatiente: las compañeras sentimentales, las madres, las hermanas y las amigas. Un punto común en todas las descripciones que hicieron los hombres fue su representación de estas mujeres como suyas, es decir en términos de propiedad. Para todos, especialmente para los combatientes hombres, fue claro que ellas representaban su lado vulnerable ante el enemigo. Bajo esta misma lógica de protección, propiedad y de apoyo moral, se justificó que
las mujeres de los enemigos, de las milicias y aún de los sospechosos, fueron considerados objetivos militares.
De esta manera encontramos una de los hallazgos ya confirmados por otras investigaciones: no se trataba solamente de agredir a la mujer por ser mujer sino de agredirla en razón de lo que ella representa: la propiedad de otro hombre, o la propiedad de los hombres de una comunidad (López, 2009: 32).
Como objeto de disfrute fueron identificadas las mujeres con las que los combatientes lograban “desahogar” su virilidad o incluso festejar la victoria. Allí fueron ubicadas las llamadas “prostitutas”, quienes no sólo alimentaron el sistema de recompensas y premios dados a los combatientes, sino que además cumplieron un papel fundamental en el tráfico de información (como aliada y como enemigas). Para los entrevistados las prostitutas tenían siempre un cuerpo disponible para los hombres, por eso no es de sorprender que para ellos no existiera la idea de violencia sexual contra una mujer etiquetada de prostituta. 10
Como armas de guerra fueron reconocidas tanto las sicarias, las combatientes ejemplares y las que fueron llamadas como las brujas. En una búsqueda por engañar al enemigo, los mismos paramilitares se encargaron de entrenar mujeres para que trabajaran como sicarias y pasaran desapercibidas por la fuerza pública y por las guerrillas. Las brujas fueron codiciadas incluso en zonas como los llanos y la costa caribe, eran contratadas para que invistieran a los combatientes de capacidades sobrenaturales y pudieran así esquivar a la muerte.
No obstante hubo un grupo de mujeres que no entraron dentro de estas categorías de orden que fueron mencionadas en los relatos. Las lesbianas, las enfermas de sida, las trasngénero, y aquellas que fueron llamadas brujas y prostitutas y que no sirvieron como aliadas. Todas estas mujeres son las que dentro del orden paramilitar fueron vistas como las mujeres incivilizadas, mujeres contra-natura
contra las cuales se cometieron actos de violencia específicos, casi todos relacionados con violencia sexual.
De esta manera podría decir que si el fuerte de la intervención paramilitar estuvo en el ataque hacia la población civil, el papel del discurso estuvo en in-civilizar a las víctimas, en racionalizar el uso de la violencia suministrada, para que estos actos carecieran de algún tipo de sanción moral de parte de la organización como del combatiente que la cometía. Violar a una prostituta no era posible, violar a una lesbiana estaba bien visto, así como a cualquier mujer que fuera del enemigo o que fuera el enemigo mismo, incluso aquellas civiles que dentro de ese universo simbólico de la guerra irregular, eran vistas como la base social de la guerrilla, como el agua que alimenta al pez.
El cuerpo violentado encarnó entonces la invasión y la militarización del cuerpo personal y colectivo; y ese mismo cuerpo al encontrarse exhibido se convirtió en objeto de terror. Los cuerpos individuales fueron metáforas del territorio y del 11
grupo social, en el conflicto armado fueron desterritorializados y también ocupados como sucedió con el territorio, fueron re-politizados.
La violencia, en síntesis, deconstruyó, de igual modo en que lo hizo con el territorio, la relación de la mujer con su cuerpo, con su propio espacio. Y lo hicieron marcando los “lugares públicos” de su cuerpo para que esas marcas sirvieran de advertencia a otros (rostro, brazos), así como los más íntimos y aquellos en donde se supone se esconde la feminidad (senos, órganos genitales, nalgas). De esta manera, mientras la víctima era feminizada e inhumanizada, el actor que ejerció la violencia, bien fuera hombre o mujer, asumió un carácter maculinizante y sobrehumano.
Dice el informe de Memoria Histórica que la sanción sobre el cuerpo de las mujeres no sólo se hizo sobre partes específicas del mismo sino en espacios sociales concretos y estratégicos que permitían afectar la cohesión social y
establecer el temor como nuevo referente subjetivo en su vínculo con el territorio (CNRR – Grupo de Memoria Histórica, 2011, 139).
Sobre la barbarie y civilidad en la guerra colombiana
La función simbólica de las violencias contra las mujeres sirvió en dos sentidos para el grupo armado: primero, permitió reafirmar la identidad masculinizada del combatiente (López, 2012, 63), y dos, mantener un orden social que facilitara la desestructuración de la relación entre de individuos y comunidad con su territorio y con la institucionalidad local, es decir la desterritorialización (López, 2009).
De esta manera la bararie en la violencia ejercida contra las mujeres en la guerra colombiana no se da por el colapso de un ordenamiento social sino por la emergencia de un orden radicalizado. El ejercicio de racionalización de de estas violencias a categorías específicas de mujeres, corresponde a lo que Hannah Arendt décadas atrás identificaba como la presencia del mundo racional y de la 12
máxima expresión del mundo civilizado en la configuración de su estado más inteligible: la guerra.
Asimismo, estas múltiples violencias variaron en relación a por lo menos dos aspectos: primero, al momento en que fueron ejercidas en el conflicto como lo diferencia S. Kalyvas (2003) (disputa territorial, consolidación, combate, etc), ya que dependieron del tipo de mensaje que buscó inscribirse sobre el cuerpo de la víctima del grupo al que va dirigida; y segundo, del manejo personal que cada comandante y cada combatiente hizo de la violencia, siendo no por ello menos político o efectivo en términos de control territorial (S. Kalyvas 2003).
Finalmente es evidente que el soporte sociocultural de estas construcciones ideológicas del enemigo en la guerra evoca significados y sentidos sociales que hacen parte del horizonte cultural con el que vivimos en el país. Por tanto nos
debe hacer reflexionar sobre el sentido de barbarie y civilidad que tiene la violencia contra la mujer en tiempos de paz.
Bibliografía
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