El Cementerio de Fisterra. Paisaje y Emoción en la Linde del Mar

July 24, 2017 | Autor: Pedro Cabello | Categoría: Contemporary Art, Arquitectura, Arquitecture, César Portela
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Descripción

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RADIOGRAFÍA DEL AUTOR César Portela nació en Pontevedra en 1937 y se crió en el casco antiguo de dicha ciudad. Como recuerda en muchas de sus entrevistas, descubrió la arquitectura jugando al balón en la plaza de la Leña, de la Herrería y de la Verdura. Sus juegos de infancia se mezclan con plazas soñadas además de vividas; paisajes intactos de piedra, que estarán muy presentes en el conjunto de su obra. Su padre era un ingeniero industrial que trabajaba como aparejador, pero lo que realmente le apasionaba era dibujar. Fue también fundador de la republicana Liga de Derechos del Hombre. César, de niño, acompañaba a su padre por toda la provincia mientras visitaba obras o dibujaba a las gentes del lugar. Adquirió de su él su talento artístico y su compromiso político y social. Como su padre, también viviría muy vinculado a su tierra natal, pero no por ello iba a dejar de ser un artista internacional. A principios de los 60 encaminó sus pasos a la capital para estudiar arquitectura. Alternó cursos en las Escuelas de Madrid y Barcelona y se doctoró en 19681. Su primera obra importante fue la construcción de Viviendas para Gitanos en Campañó (1970), una obra autofinanciada que puso en evidencia los principios básicos de su arquitectura: obra útil, de precio mínimo y de gran poética. La relación con el arquitecto Xosé Bar Bóo, le hizo valorar la piedra gallega como material constructivo en clave moderna, y a partir de ese momento la incorporó en casi todos sus proyectos. Destacó sobre todo en la construcción de espacios públicos; un recorrido que va desde el Acuario de Villagarcía de Arosa (1984), la Casa de la Cultura de Cangas (1984-89), el Faro de Punta Nariga, en Malpica (1994), el Museo Domus en A Coruña (1993), el Centro Multiusos de Vilalba (1995-96), el Cementerio Civil de Fisterra (2000), el Museo del Mar de Vigo (1993-2003), hasta la Casa de las Palabras de Vigo (2003). Fuera de su tierra también ha destacado en la construcción de edificios de uso público, como las Estaciones de Autobuses de Ayamonte (1996) y Córdoba (1998) o la Estación Ferroviaria Término de Cádiz (2002). Más allá de nuestras fronteras, Portela ha sabido dejar su huella en el Puente Azuma en Japón (1992) o la Escuela de Bellas Artes en Ciudad Bolivar, en Venezuela (1993). El arquitecto pontevedrés es conocido también por sus intervenciones paisajísticas, donde la arquitectura se mezcla en una simbiosis perfecta con el lugar que ocupa. Esto pasa en el Parque de los Toruños, en la bahía de Cádiz (2001-2002), donde sus miradores y torretas no enturbian uno de los espacios más vírgenes del territorio; en las Islas de San Simón y San Antonio, de Pontevedra (1992-2003), que transformó de lazareto y cárcel en balneario; o en los espacios construidos en la Carballeira de Lalín (2001). Ha tenido también una intensa actividad como docente, siendo profesor en Pamplona, Nancy, Caracas, Lisboa y Weimar. Además es catedrático de proyectos en la Escuela de Arquitectura de A Coruña. Ha recibido algunos de los más prestigiosos galardones, como el Premio Nacional de Urbanismo en 1981, por la intervención en el Pazo de Oca y su entorno; y el Premio Nacional de Arquitectura en 2000, por el proyecto de la Estación de Autobuses de Córdoba. Además, su emblemática obra del Cementerio de Fisterra recibió el prestigioso Premio Europeo Phillipe Rotthier en 2005 y fue seleccionada para el European Union Prize for Contemporary Architecture Mies Van der Rohe Award ese mismo año. Es por lo tanto un arquitecto viajado y universal, aunque por encima de todo, gallego. Su estudio, lleno de recuerdos de lugares de todo el mundo, está situado en el centro de Pontevedra. Este espacio de trabajo es una perfecta radiografía del artista. Un artista gallego y atlántico, que ha construido muchas de sus obras en el litoral, contemplando el horizonte, en una especie de añoranza y de fascinación eterna por el mar.

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Cursó primer año en Barcelona para estudiar con el maestro Josep María Sostres, arquitecto racionalista que había participado en la aventura del G.A.T.E.P.A.C.; segundo, tercero y cuarto lo cursó en Madrid con profesores como Francisco Javier Sáenz de Oiza y Alejandro de la Sota; el último curso regresó a Barcelona para asistir a clases con Juan Antonio Coderch.

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LA ARQUITECTURA DE CÉSAR PORTELA La mayoría de los estudiosos de la obra de César Portela coinciden en que su arquitectura tiene un fuerte contenido poético y onírico. No podemos sino seguir alimentando este lugar común, pues Portela, es un arquitecto que provoca con sus obras una actitud emocional de ensoñación, de ensimismamiento, de búsqueda de una esencia interior. Estas sensaciones son una cadena que va desde el autor hasta el contemplador. El arquitecto busca emocionarse y eso lo transmite magníficamente en cada arista, en cada curva, en cada bloque, en cada muro y en cada vano que proyecta. El propio arquitecto dice que su arquitectura parte de los sueños, porque sin ellos no es posible imaginar, avanzar. Pero la arquitectura no ha de quedarse solo en eso. Del proyecto se ha de pasar a la construcción, materializando esos sueños. Una de sus máximas es por lo tanto la preocupación por la utilidad de las obras. La buena arquitectura, para él, es aquella que se adapta perfectamente a su función. En clave de director teatral, Portela concibe la arquitectura como un escenario donde los figurantes son los usuarios de la obra. En este sentido reivindica el protagonismo de la obra, que implica necesariamente la invisibilidad del autor. Dice que cuando entre arquitectura y territorio se establece una relación adecuada, el arquitecto se hace anónimo. No importan los detalles de la obra, no importa el taller, la firma. Lo que cuenta es el conjunto. El arquitecto Yago Bonet Correa ha planteado que el trabajo de César Portela se basa en tres cuestiones fundamentales: La relación entre el proyecto y el lugar en que se asienta; la relación entre ese lugar y la vida; y la construcción material como refundación del espacio habitable. Dice Bonet que sus construcciones vienen a refundar el espacio habitable del entorno, a convertirse de manera decisiva en el propio paisaje (Sala et alt., 2003: 45-46). El artista gallego se resiste a todo lo que pudiera ser accesorio. Es como si se pusiera a prueba a sí mismo para quedarse con lo esencial; como él mismo dice, aproximarse al misterio (Portela, 2002: 7). Hace gala en sus obras del uso de formas simples y de un coste ajustado a las necesidades sociales. Siempre intenta ser fiel a sus preceptos y buscar la economía de medios para no encarecer innecesariamente sus producciones; pero no lo hace a costa de empobrecer los materiales, sino de eliminar lo superfluo, lo artificioso. Por ello otra de sus claves es la ausencia de espectacularidad o espectáculo. En la simpleza de sus formas reside su principal belleza. Ahondando en la sencillez formal, Portela ha depurado su estilo buscando casi siempre la forma adintelada, el bloque sólido lineal y la techumbre ligera, que casi gravita, en lugar de apoyarse sobre el muro. Aúna tradición y vanguardia necesariamente, porque la innovación de sus construcciones nace del apego a las tradiciones (no tanto a las formas, sino a la esencia)2. Esa es la poesía arquitectónica del maestro, que siempre sabe adaptarse al lugar donde trabaja, salpicando el paisaje horizontal, a veces escondiendo sus formas y a veces mostrándolas… pero siempre reivindicándolas como continuaciones del barrio, la ciudad, el campo o el litoral. Si su arquitectura se proyecta más allá de sus límites para inundar el paisaje colindante, también lo hace recogiéndose en sí misma para buscar su esencia interior. Le gusta plantear la arquitectura como la construcción del espacio; un espacio hacia afuera y un espacio hacia adentro. Encaja bien con la idea de un grito silencioso, donde el arquitecto queda disuelto, igual que sus construcciones, en la naturaleza. No es extraño por lo tanto que la mayor parte de su obra esté ubicada en Galicia, y más en concreto en Pontevedra. Sus construcciones buscan esa ligazón absoluta con el entorno en el que se asientan y César Portela conoce como nadie su propia tierra. Cada vez que se plantea un nuevo proyecto, no obstante, decide bucear en el territorio y conocerse todos sus recovecos. 2

Portela dice que la mejor enseñanza de la arquitectura tradicional es la autosuficiencia y la racionalidad. Una arquitectura que aprovecha la experiencia para sacar partido de su limitado presupuesto (Entrevista con el autor, 16 de mayo de 2008).

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Cuando ha trabajado en otros lugares, como la provincia de Cádiz o la ciudad de Córdoba, el arquitecto gallego se ha recorrido todos sus rincones en busca de esa esencia, ese misterio, que debía reflejar en los edificios que iba a levantar. Reconoce que no puede ser igual una arquitectura para Galicia, o para Laponia, que una arquitectura para Andalucía; y por eso, a la hora de construir sabe dejarse condicionar por los factores externos. Allí donde construye hace que sus espacios sean confortables para las personas, o sea, que den seguridad a los cuerpos y libertad a los espíritus (Sala et alt., 2003: 79). De esta forma, Portela busca en la tipología local una idea de universalidad. Sus diseños demuestran este tránsito. Unas veces convirtiendo el tradicional hórreo en la abstracción universal de un cubículo para nichos; y otras, transformando el adarve en un fresco acceso a una estación de autobuses de una calurosa ciudad. Pero no olvidemos que antes que una buena construcción, la arquitectura de Portela es una imagen soñada. Entronca por lo tanto con la que sería una arquitectura ideal. Como dice Mercedes Peláez López en su artículo “Arquitectura en sueños”: César Portela busca esa magia interior cuando proyecta cajas y paramentos desiertos, piedras que transparentan la magia de su grosor denso, intersticios y muros perforados para que la vista busque la profundidad y la distancia en el mar y en la calle, o en el cielo al retirar los techos de los patios, bastiones y lucernarios. Estos huecos sin adornos, rectángulos azules que recortan alzados del mar… (Peláez López, 2008a: 2). Esta arquitectura de sueños se relaciona perfectamente con la obra del artista milanés Aldo Rossi, con quien el arquitecto gallego mantuvo una gran amistad hasta la muerte de éste en 1997, y con quien compartió el proyecto de la única obra de Rossi en España: El Museo del Mar de Vigo3. Sin duda estamos, en ambos casos en una búsqueda de la arquitectura metafísica4, una etiqueta que para Peláez López encaja muy bien con la obra de ambos arquitectos. El Cementerio de San Cataldo en Módena y el Teatro del Mundo en Venecia, son piezas únicas de esa arquitectura soñada de Rossi y que pueden tener su eco en proyectos como el Faro de Punta Nariga de Portela. Su arquitectura está siempre concebida para el lugar donde se asienta, haciéndose parte del paisaje, pero no se camufla ni se esconde, no siente vergüenza por estar ahí. Sus construcciones siempre serán respetuosas con el paisaje, pero nunca serán serviles. César Portela busca una definición de paisaje que también le defina a él, y con la que su arquitectura encuentre su razón de ser. Por ello entiende el paisaje como vivencia sensorial y reflexión intelectual. El paisaje exige un espacio y también un tiempo de contemplación, y debe ser todo ello. Por ello sus edificios son lugares para estar, pero también para contemplar y para soñar. Sus construcciones robustas, de líneas firmes, de ángulos rectos, de formas cuadradas, encajan maravillosamente con el entorno natural, propiciando un encuentro entre lo moderno y lo natural de una forma que muy pocos arquitectos han logrado. El propio Portela toma como referente la Casa Kaufmann de Frank Lloyd Wright para evidenciar la idea de la perfecta integración entre arquitectura y naturaleza.

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Ya contó con Aldo Rossi para el primer Seminario Internacional de Arquitectura Contemporánea celebrado en Santiago de Compostela en 1976. César Portela admite que la influencia del italiano en su obra ha sido decisiva, no tanto en el aspecto formal, pero sí en el ideológico. 4 Peláez López en su artículo realiza un interesante estudio comparando los cuadros de Giorgio de Chirico, de ciudades soñadas, con la arquitectura de César Portela, que parte precisamente de ensoñaciones. La autora insiste en que existe además, una escultura dentro de esa arquitectura ideal, perdida, que mira el paisaje. Éstas serían las estatuas de Sergio Portela (hijo del arquitecto) y de Manuel Coia en el Centro Multiusos de Vilalba, en el Museo del Mar de Vigo o en la Carballeira de Lalín; que son como las Ariadnas solitarias del pintor de Ferrara.

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EL PROYECTO DEL CABO FISTERRA La Arquitectura que pide el Cabo Fisterra, al menos la que a mí me pide, es una arquitectura entendida como prolongación del propio paisaje, disuelta en la naturaleza, silenciosa, casi inexistente… (Portela, 2002: 4). Una vez más César Portela busca una obra que se integre en el paisaje, por ello no desea hacer concesiones a la arquitectura tradicional, que ha considerado el cementerio como recinto, que delimita necesariamente un adentro y un afuera. El cementerio de Fisterra es un espacio libre en cuanto a su estructuración. Se adapta a la topografía existente y minimiza por lo tanto su impacto en el medio en que se inserta. No necesita realizar grandes desmontes. Se asienta en la ladera sin alterar apenas el espacio natural. Los límites del cementerio civil de Fisterra no son los muros, son en palabras de su autor: Aquellos que jalonaban los antiguos enterramientos celtas: el mar, el río, la montaña, el cielo. Un cementerio cuyos muros son la colina, la montaña, el río y el mar, y cuyo techo es el cielo (Portela, 2002: 5). El proyecto se basa más el desarrollo del sitio que en el desarrollo de un programa. El cementerio lo es en tanto y cuanto está ubicado en ese lugar. Su propio autor dice que es el entorno el que asume como propios los objetos. La arquitectura no impone al lugar un modelo hecho en un taller y alejado de su realidad. Todo lo contrario, la arquitectura surge de la propia ladera del monte y de la mirada al mar. Por ello, el cementerio parece haber estado siempre allí; como si sus estructuras estuvieran concebidas de esa única forma, como si no se pudieran colocar de ninguna otra manera. Al observarlo, se descubre como los bloques de granito se asientan en el monte, cara al mar, en una perfecta simbiosis con el medio. El paisaje del Cabo Finisterre es el Océano y el cementerio no puede ser otra cosa que la prolongación sensorial de ese paisaje. Es el último hito antes de saltar a la inmensidad del mar. Así lo ve Portela, quien siempre se ha sentido atraído por ese insondable piélago: Construyo sabiendo que cualquier edificio que esté en el litoral tiene algo de faro (…) la suya es una luz que van a ver, y va a poder guiarles, los marineros de las lanchitas que salen a pescar por la ría. Construir en el litoral es levantar hitos. Y eso, levantar hitos, es lo mejor que le puede pasar a un arquitecto (Sala et alt., 2003: 87). El Cabo Finisterre es un lugar mítico, bañado no solo por el mar, sino por la magia de las tierras gallegas. Portela dice que es el lugar donde la soledad y la libertad reconfortan al hombre consigo mismo. Allí acaba el Hombre y comienza la Naturaleza (Portela, 1997: 1). Farruco Sesto, viceministro de cultura de Venezuela y amigo del arquitecto entendió perfectamente lo que quería transmitir César Portela y resumió de esta manera su experiencia respecto al cementerio civil: Aprendí de golpe, porque no sabía, lo que significaba la fusión del arte con la naturaleza. Y me invadió la sensación de caminar por un ámbito civilmente sagrado. Y una señal de vida en la muerte se me quedó prendida en la retina (Sesto, 2002: 2). En 1997 cuando publica El proyecto del Cabo Finisterre, César Portela dice plantearse el Cementerio Municipal como parte de un todo, una más de las intervenciones en torno al Cabo Finisterre que da cobijo a toda una serie de construcciones que debieran quedar formalmente integradas. Aborda como primera cuestión la idea de si es realmente necesaria la presencia del Hombre en este lugar. A raíz de esto se plantea la arquitectura como la respuesta espacial que dicha presencia demanda. Propone un proyecto donde la mano del hombre respeta las preexistencias, se basa en ellas, las aprovecha, las utiliza y las integra como partes de un todo nuevo (Portela, 1997: 5). El primer dibujo del proyecto tiene como base el cuadro de Caspar David Friedrich Dos hombres contemplando la luna de 1819. Se trata de las dos figuras del cuadro del pintor alemán insertas en una especie de nicho abierto al infinito. El pintor, como el arquitecto, nos invita a contemplar

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el paisaje con él5, a ver a través y más allá de los hombres. Como apunta muy bien Damián Álvarez Sala: El encuadre, que muchas veces pasa desapercibido, permite al caminante estar en el paisaje y consigo mismo. Es algo más que un simple recorte en lo visible, es una manera de mirar que se proyecta desde el interior del espíritu (Sala et alt., 2003: 40). César Portela incorpora esa visión mística del pintor romántico y sitúa los bloques de piedra contemplando de forma sublime la ría de Corcubión6. Portela ya había trabajado en un proyecto de este tipo cuando hizo la ampliación del Cementerio de Brión, en 1992; pero en ese caso, se encontraba constreñido a la forma del camposanto tradicional. En Finisterra, al partir de cero, el artista se aleja de la tipología de este tipo de construcciones y hace una obra absolutamente original. El resultado es una ciudad de los muertos fuera de todo tiempo, como las islas de los muertos de los cuadros de Arnold Böcklin7. Acronía y utupía en el cabo Fisterra, pero que forma, ineludiblemente ya, parte de su paisaje. Su forma evoca un conjunto de pequeñas edificaciones articuladas entorno a caminos existentes, ya trazados anteriormente, que bajan por la montaña y descienden hasta el mar. Es una senda, un rueiro o una serpe, como dice su autor. Esos caminos llevan en este caso a esos contenedores de los muertos. Es un espacio a medio camino entre una arquitectura y una escultura. Una casa de piedra, como dice Farruco Sesto, evocadora desde luego… edificada con los elementos más simples, escasas líneas, pocos matices, leves texturas, posada en el suelo sin levantar ruidos visuales (Portela, 2000: 43). Por un lado se inspira en la arquitectura natural, pues reproduce una especie de formas graníticas diseminadas en la falda del monte. Como si se tratara de bloques de los que se acumulan en las revoltas, en los lugares más llanos, como si al rodar ladera abajo encontrasen un lugar para detenerse (Portela, 2002: 5). Por otro lado, reproduce la manera que los habitantes del lugar tienen de hacer arquitectura. Son piedras muy geométricas, con formas intencionadas, ordenadamente desordenadas. De cerca se aprecia que son lugares del hombre, hechos por su mano. Parecieran los restos del naufragio de un barco que transportase contenedores y los hubiera dejado diseminados por la orilla. Parecieran también los tradicionales hórreos gallegos, de sólido aspecto pétreo, levantados como aquellos del suelo, pero construidos en clave moderna8. Los cubos de granito flotan libremente por la parte frontal y en la trasera se apegan a la tierra, casi enterrándose en el terreno. Portela afirma: a un lado, en la tierra, todo lo que contiene un nicho; al otro, solo el mar y el cielo, en los que tuvo lugar todo (Portela, 2002: 6). El artista compara también esos cubos con ojos que atrapan todo lo que sucede delante de ellos. Y es verdad que esas estructuras graníticas están abiertas al infinito del océano como si quisieran contemplar y aprehender todas las cosas que ocurrieran frente a ellos9. Igualmente, el autor dice que son como letras de un atlas, territorios que cambian, inventando países, valles y demarcaciones. Juntos, todos estos elementos conforman una aldea en pleno acantilado. Cada cajón dibuja una línea que penetra en la topografía, cada línea es diferente,

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Friedrich es uno de los dos personajes del cuadro. Para Susana Cendán, comisaria de la exposición del Museo M.A.R.C.O. César Portela, arquitecto, la referencia cobra tintes casi religiosos: Uno siente allí, como en los espacios inabarcables de Friedrich, lo insoportable de su propia nimiedad, la soledad y la necesidad de pararse y reflexionar sobre el siempre sorprendente milagro de la creación (Sala et alt., 2003: 28). 7 El autor menciona como referente a Böcklin pues sus cuadros despiertan sentimientos próximos a lo siniestro, pero también a la esperanza (Portela, 2002: 5). 8 Carlos Martí Arís los denomina hórreos de la memoria, pues el hórreo evoca con su forma el sarcófago. El cementerio de Fisterra con su leve y nada literal evocación del hórreo, logra, mediante un nuevo e imprevisto juego de reflejos, que las arcas funerarias (…) transmitan, no tanto un sentimiento de tristeza y pesadumbre, cuanto una extraña sensación de serenidad y de reconciliación con la vida (Martí Arís, 2000: 2). 9 Portela dice que el cementerio cobra toda su dimensión cuando los marineros salen a faenar y miran desde el mar al cementerio, y el cementerio les mira a ellos. Para él, eso no es una señal de tristeza, sino de esperanza (Lozano, 2006: min 14). 6

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distinta longitud, distinta posición… entre ellas, van construyendo una cordillera, una cartografía (Portela, 1997: 4). Yago Bonet define cada arca como un “axis mundi”, donde la arquitectura equivale a la fundación del mundo, tal y como en su día lo hizo el dolmen (Bonet 2000: 1). El módulo no es importante, pues en el caso del Cementerio de Fisterra, puede incluso parecer repetitivo. Lo importante es la relación entre esos módulos, entre esos cuadrados que forman cubos y entre esos cubos que forma hileras, senderos de piedra contemplando la Ría de Corcubión en la falda de la montaña. Y precisamente esos módulos que son igualitarios, como igualitaria es la muerte, conforman cada uno una forma distinta al estar orientados en distintas direcciones y situados a distintas alturas. Los cubículos son iguales, pero los espacios entre ellos tienen distinta medida. Unas veces forman lugares de paso y otras una especie de plazuelas a la sombra de los muros de granito, para que los vivos puedan disfrutar también de esta ciudad de los muertos. En definitiva, son catorce cubos de granito gris asalmonado de 3x3x3,3m. con espacio para dieciséis nichos cada uno, con un pórtico in antis abierto al mar. Delante de cada uno de ellos hay una escalera también de granito, con distinto número de peldaños, debido a la desigual orografía del terreno. El material cumple una doble función, constructiva y estética, pues se confunde y se funde con el resto de rocas dispersas por la ladera. Las formas cúbicas del cementerio contrastan con los roquedos, más bien redondeados del propio lugar. El conjunto lo completa una retaguardia consistente en tres cubos de mayores dimensiones que conforman las dependencias mortuorias del cementerio: capilla, depósito y sala de autopsias. Para hacer la capilla elige también otro gran bloque de granito. Un cajón de piedra en este caso iluminado por un lucernario. Se adosa a los espacios del Depósito de Cadáveres y de la Sala de Autopsias. Todas estas dependencias están cerradas con unas grandes puertas de acero corten que “rasgan” en rojo la grisalla del granito. Este singular conjunto se haya en un nivel superior y en lugar de estar cara al mar parece que le da la espalda, con una especie de pudor, como si quisieran guardar su contenido al abrigo de la montaña. Pero indudablemente el proyecto no deja de ser un cementerio y la idea de la muerte se hace manifiesta en cada esquina. Es una muerte casi atávica, devuelta a la naturaleza, a la tierra y al mar, de donde surgió la vida. La costa en la que se asienta la construcción de César Portela lleva su mismo nombre Costa da Morte y recuerda con la braveza de sus olas, a cada bocanada de espuma, su funesto topónimo. La muerte es azarosa, como azarosa es la disposición de los cubículos en el cementerio de Portela. Los muertos salen al camino del paseante, al que desciende por los caminos de la colina del monte O Pindo. César Portela busca la idea de una muerte universal, un cementerio donde tengan cabida los que quieran ser enterrados en tierra; los que quieran reposar en los nichos; los que quieran que sus cenizas descansen junto al mar, o vuelvan, en un golpe de viento hasta él; o los que dieron su vida en el mar y sus cuerpos no han podido hallar sepultura. El granito se erige entonces como homenaje de los ausentes, como un monumento a los marineros muertos durante su faena. Las palabras que inspiran el proyecto del arquitecto pontevedrés son TOPOGRAFÍA, SILENCIO, AUSENCIA y MEMORIA. El cementerio es una consecuencia de la búsqueda de estos fines, de la relación de estos conceptos, de la integración de todos ellos en un lugar mágico como es el Finis Terrae, en las estribaciones del Pindo, mirando al inescrutable océano. En palabras de Carlos Martí Arís: Alguien que conoce el lugar y que sabe entenderlo ha escogido la ladera del monte que mira hacia el mar de mediodía para inscribir en ella unos signos geométricos que no parecen inspirados por un designio personal sino por esa universal interrogación ante los enigmas del mundo que caracteriza a la especia humana (Martí Arís, 2000: 1). Estas cualidades abstractas, esenciales y evocadoras del cementerio, que han interesado profundamente a la crítica y han hecho que el proyecto mereciera premios de arquitectura a nivel europeo; sin embargo han chocado con la mayoría de los vecinos de Fisterra. 7

Acostumbrados a los muros y las cruces de su cementerio parroquial, no veían con buenos ojos un cementerio que estaba lejos del pueblo, que era de difícil acceso y que no entiendía de credos10. La mayoría de los que están en contra de la obra son gente mayor, acostumbrada a ir casi todos los días al cementerio a llevar flores o limpiar las tumbas de maridos, hijos, hermanos, padres… muchos de ellos arrebatados de la vida por el mar. Quizás no han reparado en que el cementerio civil de César Portela puede constituir un homenaje mucho más profundo a sus desaparecidos seres queridos, quizás no han sabido ver, como sí lo ha hecho el arquitecto que esos cubos de granito son paisaje, son también mar y montaña; son ya parte del Cabo Finisterre.

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El autor esgrime también otros argumentos para explicar su abandono: que el cura no puede cobrar por esos nichos como lo hace en su cementerio católico y por eso se ha opuesto visceralmente; y que las innovaciones nunca son bien entendidas y, como la proa de un barco, deben dedicarse a abrir caminos (Pita, 2008: 3).

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