EL CAMINO ABIERTO POR JESÚS

October 2, 2017 | Autor: Diego Calvo Merino | Categoría: Religion, Teologia, Jesus Christ, Biblia, Nuevo Testamento
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Descripción

EL CAMINO ABIERTO POR JESÚS

MATEO

José Antonio Pagola

PPC SAN SEBASTIÁN - 2010

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PRESENTACIÓN Los cristianos de las primeras comunidades se sentían antes que nada seguidores de Jesús. Para ellos, creer en Jesucristo es entrar por su «camino» siguiendo sus pasos. Un antiguo escrito cristiano, conocido como carta a los Hebreos, dice que es un «camino nuevo y vivo». No es el camino transitado en el pasado por el pueblo de Israel, sino un camino «inaugurado por Jesús para nosotros» (Hebreos 10,20). Este camino cristiano es un recorrido que se va haciendo paso a paso a lo largo de toda la vida. A veces parece sencillo y llano, otras duro y difícil. En el camino hay momentos de seguridad y gozo, también horas de cansancio y desaliento. Caminar tras las huellas de Jesús es dar pasos, tomar decisiones, superar obstáculos, abandonar sendas equivocadas, descubrir horizontes nuevos... Todo es parte del camino. Los primeros cristianos se esfuerzan por recorrerlo «con los ojos fijos en Jesús», pues saben que solo él es «el que inicia y consuma la fe» (Hebreos 12,2). 3

Por desgracia, tal como es vivido hoy por muchos, el cristianismo no suscita «seguidores» de Jesús, sino solo «adeptos a una religión». No genera discípulos que, identificados con su proyecto, se entregan a abrir caminos al reino de Dios, sino miembros de una institución que cumplen mejor o peor sus obligaciones religiosas. Muchos de ellos corren el riesgo de no conocer nunca la experiencia cristiana más originaria y apasionante: entrar por el camino abierto por Jesús. La renovación de la Iglesia está exigiéndonos hoy pasar de unas comunidades formadas mayoritariamente por «adeptos» a unas comunidades de «discípulos» y «seguidores» de Jesús. Lo necesitamos para aprender a vivir más identificados con su proyecto, menos esclavos de un pasado no siempre fiel al evangelio y más libres de miedos y servidumbres que nos pueden impedir escuchar su llamada a la conversión. ¿Posee la Iglesia en este momento el vigor espiritual que necesita para enfrentarse a los retos del momento actual? Sin duda son muchos los factores, tanto dentro como fuera de ella, que pueden explicar esta 4

mediocridad espiritual, pero probablemente la causa principal esté en la ausencia de adhesión vital a Jesucristo. Muchos cristianos no conocen la energía dinamizadora que se encierra en Jesús cuando es vivido y seguido por sus discípulos desde un contacto íntimo y vital. Muchas comunidades cristianas no sospechan la transformación que hoy mismo se produciría en ellas si la persona concreta de Jesús y su evangelio ocuparan el centro de su vida. Ha llegado el momento de reaccionar. Hemos de esforzarnos por poner el relato de Jesús en el corazón de los creyentes y en el centro de las comunidades cristianas. Necesitamos fijar nuestra mirada en su rostro, sintonizar con su vida concreta, acoger al Espíritu que lo anima, seguir su trayectoria de entrega al reino de Dios hasta la muerte y dejarnos transformar por su resurrección. Para todo ello, nada nos puede ayudar más que adentrarnos en el relato que nos ofrecen los evangelistas. Los cuatro evangelios constituyen para los seguidores de Jesús una obra de importancia única e irrepetible. No son libros didácticos que 5

exponen doctrina académica sobre Jesús. Tampoco biografías redactadas para informar con detalle sobre su trayectoria histórica. Estos relatos nos acercan a Jesús tal como era recordado con fe y con amor por las primeras generaciones cristianas. Por una parte, en ellos encontramos el impacto causado por Jesús en los primeros que se sintieron atraídos por él y le siguieron. Por otra, han sido escritos para engendrar el seguimiento de nuevos discípulos. Por eso los evangelios invitan a entrar en un proceso de cambio, de seguimiento de Jesús y de identificación con su proyecto. Son relatos de conversión, y en esa misma actitud han de ser leídos, predicados, meditados y guardados en el corazón de cada creyente y en el seno de cada comunidad cristiana. La experiencia de escuchar juntos los evangelios se convierte entonces en la fuerza más poderosa que posee una comunidad para su transformación. En ese contacto vivo con el relato de Jesús, los creyentes recibimos luz y fuerza para reproducir hoy su estilo de vida, y para abrir nuevos caminos al proyecto del reino de Dios. 6

Esta publicación se titula El camino abierto por Jesús y consta de cuatro volúmenes, dedicados sucesivamente al evangelio de Mateo, de Marcos, de Lucas y de Juan. Está elaborado con la finalidad de ayudar a entrar por el camino abierto por Jesús, centrando nuestra fe en el seguimiento a su persona. En cada volumen se propone un acercamiento al relato de Jesús tal como es recogido y ofrecido por cada evangelista. En el comentario al evangelio se sigue el recorrido diseñado por el evangelista, deteniéndonos en los pasajes que la Iglesia propone a las comunidades cristianas para ser proclamados al reunirse a celebrar la eucaristía dominical. En cada pasaje se ofrece el texto evangélico y cinco breves comentarios con sugerencias para ahondar en el relato de Jesús. El lector podrá comprobar que los comentarios están redactados desde unas claves básicas: destacan la Buena Noticia de Dios anunciada por Jesús, fuente inagotable de vida y de compasión hacia todos; sugieren caminos para seguirle a él, reproduciendo hoy su estilo 7

de vida y sus actitudes; ofrecen sugerencias para impulsar la renovación de las comunidades cristianas acogiendo su Espíritu; recuerdan sus llamadas concretas a comprometernos en el proyecto del reino de Dios en medio de la sociedad actual; invitan a vivir estos tiempos de crisis e incertidumbres arraigados en la esperanza en Cristo resucitado. Al escribir estas páginas he pensado sobre todo en las comunidades cristianas, tan necesitadas de aliento y de nuevo vigor espiritual; he tenido muy presentes a tantos creyentes sencillos en los que Jesús puede encender una fe nueva. Pero he querido ofrecer también el evangelio de Jesús a quienes viven sin caminos hacia Dios, perdidos en el laberinto de una vida desquiciada o instalados en un nivel de existencia en el que es difícil abrirse al misterio último de la vida. Sé que Jesús puede ser para ellos la mejor noticia. Este libro nace de mi voluntad de recuperar la Buena Noticia de Jesús para los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No he recibido la vocación de evangelizador para condenar, sino para liberar. No me 8

siento llamado por Jesús a juzgar al mundo, sino a despertar esperanza. No me envía a apagar la mecha que se extingue, sino a encender la fe que está queriendo brotar. San Sebastián, 31 de julio de 2010, fiesta de san Ignacio de Loyola

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EVANGELIO DE MATEO El evangelio de Mateo ha sido el más leído y citado desde los primeros siglos. Ha gozado de un prestigio extraordinario y ocupa siempre el primer lugar en todas las listas de evangelistas. Se le ha llamado «el gran evangelio», pues expone de forma más extensa que ninguno la enseñanza de Jesús a lo largo de sus veintiocho capítulos. No conocemos con exactitud la fecha ni el lugar de su composición. Probablemente fue escrito en la región de Antioquía de Siria, entre los años 80 y 90, ciertamente después de la destrucción de Jerusalén en el año 70. El escrito está dirigido a cristianos que provienen del judaísmo, se sienten «hijos de Abrahán» y han sido instruidos en la ley de Moisés. El evangelio está escrito en un momento crítico. Destruido el templo en el año 70, los rabinos fariseos están tratando de restaurar el judaísmo en torno a la ley de Moisés proclamada en las sinagogas. Por el mismo tiempo, los seguidores de Jesús están estableciendo comunidades cristianas entre los judíos de la diáspora. No son raras las tensiones y los conflictos entre el «mundo de la sinagoga» dirigido por 10

los fariseos y el «movimiento de Jesús» impulsado por sus discípulos y seguidores. En este momento crucial, Mateo proclama que Jesús no es un falso profeta ejecutado en la cruz, sino el verdadero «Mesías», resucitado por Dios, en el que alcanza su culminación la historia de Israel; no es un maestro fracasado, sino el «nuevo Moisés», portador de una nueva ley de vida; de este Jesús, el Cristo, está naciendo el «nuevo Israel», la Iglesia convocada por el Resucitado; destruido el templo, Jesús, el «hijo amado de Dios», es la nueva presencia de Dios en el mundo. Voy a señalar brevemente algunas claves para acercarnos al relato de Jesús según el evangelio de Mateo. • A pesar de haber sido rechazado por su propio pueblo, Jesús es el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a Israel. Mateo lo subraya a lo largo de todo su evangelio. La historia de Israel es hoy para nosotros prototipo de una humanidad que busca el cumplimiento de sus anhelos más profundos, pero se resiste a la «novedad» de Cristo y se cierra a la salvación que Dios nos ofrece en él. Este es también hoy 11

nuestro riesgo, incluso en el interior de nuestras comunidades cristianas. El evangelio de Mateo nos ayudará a descubrir mejor la «novedad» de Cristo y a acogerlo con fe renovada. • Jesús es la presencia de Dios en medio de nosotros. Desde el comienzo se nos dice que Jesús es el «Emmanuel» anunciado por Isaías: «Dios con nosotros». Mateo quiere que leamos su evangelio viendo en Jesús y en toda su actuación la presencia de Dios en medio de nosotros: en sus palabras escuchamos la Palabra de Dios, en sus gestos experimentamos su amor salvador. Al culminar el relato, el Resucitado hace esta promesa inolvidable a sus discípulos: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». No estamos solos en estos tiempos difíciles. Dios nos acompaña desde Jesús. Por eso lo podemos encontrar en su comunidad de seguidores, pues donde dos o tres se reúnen en su nombre, allí está él. Y por eso hemos de acogerlo en los pequeños, pues cuanto les hacemos a ellos se lo estamos haciendo a él.

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• Jesús es el Profeta de la nueva Ley. Mateo estructura su escrito en torno a cinco grandes discursos que constituyen los pilares de su evangelio. En ellos ofrece la enseñanza fundamental de Jesús: el discurso de la montaña (caps. 5-7); el discurso de la misión (cap. 10); el discurso de las parábolas del reino (cap. 13); el discurso sobre la Iglesia (cap. 18) y el discurso sobre la espera del Día final (caps. 24-25). Podemos decir que el evangelio de Mateo es una gran invitación a acoger a Jesús como único Maestro de vida. A lo largo de nuestro recorrido iremos aprendiendo lo más esencial de su mensaje, y nos esforzaremos por convertirnos en sus discípulos y seguidores. • Jesús es el Mesías, Hijo de Dios que convoca al nuevo Israel. El evangelista lo llama «Iglesia». Esta Iglesia es la comunidad formada por aquellos que escuchan la llamada de Jesús para seguirle; no es una nueva escuela rabínica; no es la religión de un pueblo o de los miembros de una raza elegida. Es una comunidad abierta a una misión universal. Esta Iglesia es de Cristo. La construye él sobre la «roca» que es Pedro. En esta Iglesia todos somos «discípulos», pues Cristo es el único Maestro del que todos hemos de aprender. Todos somos 13

«hermanos», pues somos hijos e hijas de un solo Padre, el del cielo. En ella se ha de cuidar sobre todo a los «pequeños». En la Iglesia ha de practicarse la corrección fraterna y el perdón incondicional. En el evangelio de Mateo iremos descubriendo llamadas, criterios y actitudes que nos pueden impulsar a renovar nuestras comunidades cristianas. • El discurso de la montaña nos ofrece una de las claves más importantes para acoger la novedad de nuestra fe. Ya no tenemos que vivir de la ley de Moisés, sino del evangelio de Jesús proclamado en esa montaña que representa el nuevo Sinaí. En nuestro recorrido nos detendremos a profundizar en las bienaventuranzas, verdadero programa para el discípulo de Jesús; grabaremos en nuestro corazón su mandato del amor al enemigo, el exponente más diáfano y escandaloso del evangelio; nos dejaremos interpelar por su advertencia: «No podéis servir a Dios y al Dinero»; escucharemos su llamada a ser «sal» que pone sabor nuevo a la existencia y «luz» capaz de alumbrar también hoy el camino del ser humano.

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• El discurso de las parábolas del reino despertará en nosotros el deseo de descubrir y vivir el gran proyecto del reino de Dios que Jesús llevaba en su corazón. Las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa nos llamarán a estar siempre abiertos a la sorpresa del encuentro con Dios. La de la levadura nos invitará a vivir en medio de la sociedad con la fuerza transformadora del fermento. El relato del sembrador nos enseñará a sembrar el evangelio al estilo de Jesús. La parábola del trigo y la cizaña nos pedirá aprender a vivir sin condenar. • Meditando los gestos de Jesús y escuchando sus palabras iremos aprendiendo otros aspectos que configuran el estilo de vida de quien entra por el camino abierto por Jesús. Es un camino que hemos de recorrer dispuestos a cargar con la cruz, expulsando de nuestra vida el miedo, con el corazón de los sencillos -a los que se revela el Padre-, perdonando setenta veces siete, aliviando el sufrimiento, buscando en Jesús nuestro descanso cuando nos sentimos agobiados... • En nuestro recorrido encontraremos también en el evangelio de Mateo parábolas en las que Jesús nos invita a vivir esperando su venida 15

definitiva en actitud despierta y vigilante, con las lámparas encendidas en medio de la noche, arriesgando nuestros talentos sin caer en el conservadurismo y preparándonos a ser juzgados por nuestro comportamiento compasivo o indiferente ante los necesitados que hayamos encontrado en nuestro camino.

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1 EL NOMBRE DE JESÚS El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera. La madre de Jesús estaba desposada con José, y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor, que le dijo: -José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa: «Dios con nosotros»). Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer (Mateo 1,18-24). 17

LE PONDRÁS POR NOMBRE JESÚS Entre los hebreos no se le ponía al recién nacido un nombre cualquiera, de forma arbitraria, pues el «nombre», como en casi todas las culturas antiguas, indica el ser de la persona, su verdadera identidad, lo que se espera de ella. Por eso el evangelista Mateo tiene tanto interés en explicar desde el comienzo a sus lectores el significado profundo del nombre de quien va a ser el protagonista de su relato. El «nombre» de ese niño que todavía no ha nacido es «Jesús», que significa «Dios salva». Se llamará así porque «salvará a su pueblo de los pecados». En el año 70, Vespasiano, designado como nuevo emperador mientras estaba sofocando la rebelión judía, marcha hacia Roma, donde es recibido y aclamado con dos nombres: «Salvador» y «Benefactor». El evangelista Mateo quiere dejar las cosas claras. El «salvador» que necesita el mundo no es Vespasiano, sino Jesús. La salvación no nos llegará de ningún emperador ni de ninguna victoria de un pueblo sobre otro. La humanidad necesita ser salvada del 18

mal, de las injusticias y de la violencia; necesita ser perdonada y reorientada hacia una vida más digna del ser humano. Esta es la salvación que se nos ofrece en Jesús. Mateo le asigna además otro nombre: «Emmanuel». Sabe que nadie ha sido llamado así a lo largo de la historia. Es un nombre chocante, absolutamente nuevo, que significa «Dios con nosotros». Un nombre que le atribuimos a Jesús los que creemos que, en él y desde él, Dios nos acompaña, nos bendice y nos salva. Las primeras generaciones cristianas llevaban el nombre de Jesús grabado en su corazón. Lo repetían una y otra vez. Se bautizaban en su nombre, se reunían a orar en su nombre. Para Mateo, el nombre de Jesús es una síntesis de su fe. Para Pablo, nada hay más grande. Según uno de los primeros himnos cristianos, «ante el nombre de Jesús se ha de doblar toda rodilla» (Filipenses 2,10). Después de veinte siglos, los cristianos hemos de aprender a pronunciar el nombre de Jesús de manera nueva: con cariño y amor, 19

con fe renovada y en actitud de conversión. Con su nombre en nuestros labios y en nuestro corazón podemos vivir y morir con esperanza. DIOS ESTÁ CON NOSOTROS La Navidad está tan desfigurada que parece casi imposible hoy ayudar a alguien a comprender el misterio que encierra. Tal vez hay un camino, pero lo ha de recorrer cada uno. No consiste en entender grandes explicaciones teológicas, sino en vivir una experiencia interior humilde ante Dios. Las grandes experiencias de la vida son un regalo, pero, de ordinario, solo las viven quienes están dispuestos a recibirlas. Para vivir la experiencia del Hijo de Dios hecho hombre hay que prepararse por dentro. El evangelista Mateo nos viene a decir que Jesús, el niño que nace en Belén, es el único al que podemos llamar con toda verdad «Emmanuel», que significa «Dios con nosotros». Pero, ¿qué quiere decir esto? ¿Cómo puedes tú «saber» que Dios está contigo? Ten valor para quedarte a solas. Busca un lugar tranquilo y sosegado. Escúchate a ti mismo. Acércate silenciosamente a lo más íntimo de tu 20

ser. Es fácil que experimentes una sensación tremenda: qué solo estás en la vida; qué lejos están todas esas personas que te rodean y a las que te sientes unido por el amor. Te quieren mucho, pero están fuera de ti. Sigue en silencio. Tal vez sientas una impresión extraña: tú vives porque estás arraigado en una realidad inmensa y desconocida. ¿De dónde te llega la vida? ¿Qué hay en el fondo de tu ser? Si eres capaz de «aguantar» un poco más el silencio, probablemente empieces a sentir temor y, al mismo tiempo, paz. Estás ante el misterio último de tu ser. Los creyentes lo llaman Dios. Abandónate a ese misterio con confianza. Dios te parece inmenso y lejano. Pero, si te abres a él, lo sentirás cercano. Dios está en ti sosteniendo tu fragilidad y haciéndote vivir. No es como las personas que te quieren desde fuera. Dios está en tu mismo ser. Según Karl Rahner, «esta experiencia del corazón es la única con la que se puede comprender el mensaje de fe de la Navidad: Dios se ha hecho hombre». Ya nunca estarás solo. Nadie está solo. Dios está con 21

nosotros. Ahora sabes «algo» de la Navidad. Puedes celebrarla, disfrutar y felicitar. Puedes gozar con los tuyos y ser más generoso con los que sufren y viven tristes. Dios está contigo. ¿NO NECESITAMOS A DIOS ENTRE NOSOTROS? Hay una pregunta que todos los años me ronda desde que comienzo a observar por las calles los preparativos que anuncian la proximidad de la Navidad: ¿Qué puede haber todavía de verdad en el fondo de esas fiestas tan estropeadas por intereses consumistas y por nuestra propia mediocridad? No soy el único. A muchas personas les oigo hablar de la superficialidad navideña, de la pérdida de su carácter familiar y hogareño, de la vergonzosa manipulación de los símbolos religiosos y de tantos excesos y despropósitos que deterioran hoy la Navidad. Pero, a mi juicio, el problema es más hondo. ¿Cómo puede celebrar el misterio de un «Dios hecho hombre» una sociedad que vive prácticamente de espaldas a Dios, y que destruye de tantas maneras la dignidad del ser humano? 22

¿Cómo puede celebrar «el nacimiento de Dios» una sociedad en la que el célebre profesor francés G. Lipovetsky, al describir la actual indiferencia, ha podido decir estas palabras: «Dios ha muerto, las grandes finalidades se extinguen, pero a todo el mundo le da igual, esta es la feliz noticia»? Al parecer, son bastantes las personas a las que les da exactamente igual creer o no creer, oír que «Dios ha muerto» o que «Dios ha nacido». Su vida sigue funcionando como siempre. No parecen necesitar ya de Dios. Y, sin embargo, la historia contemporánea nos está obligando ya a hacernos algunas graves preguntas. Hace algún tiempo se hablaba de «la muerte de Dios»; hoy se habla de «la muerte del hombre». Hace algunos años se proclamaba «la desaparición de Dios»; hoy se anuncia «la desaparición del hombre». ¿No será que la muerte de Dios arrastra consigo de manera inevitable la muerte del hombre? Expulsado Dios de nuestras vidas, encerrados en un mundo creado por nosotros mismos y que no refleja sino nuestras propias 23

contradicciones y miserias, ¿ quién nos puede decir quiénes somos y qué es lo que realmente queremos? ¿No necesitamos que Dios nazca de nuevo entre nosotros, que brote con luz nueva en nuestras conciencias, que se abra camino en medio de nuestros conflictos y contradicciones? Para encontrarnos con ese Dios no hay que ir muy lejos. Basta acercarnos silenciosamente a nosotros mismos. Basta ahondar en nuestros interrogantes y anhelos más profundos. Este es el mensaje de la Navidad: Dios está cerca de ti, donde tú estás, con tal de que te abras a su Misterio. El Dios inaccesible se ha hecho humano y su cercanía misteriosa nos envuelve. En cada uno de nosotros puede nacer Dios. ACOGER A DIOS EN UN NIÑO La Navidad es mucho más que todo ese ambiente superficial y manipulado que se respira esos días en nuestras calles. Una fiesta mucho más honda y gozosa que los artilugios de nuestra sociedad de consumo. Los creyentes tenemos que recuperar de nuevo el corazón de 24

esta fiesta y descubrir, detrás de tanta superficialidad y aturdimiento, el misterio que da origen a nuestra alegría. No entenderemos la Navidad si no sabemos hacer silencio en nuestro corazón, abrir nuestra alma al misterio de un Dios que se nos acerca, acoger la vida que nos ofrece y saborear la fiesta de la llegada de un Dios Amigo. En medio de nuestro vivir diario, a veces tan aburrido, apagado y triste, se nos invita a la alegría. «No puede haber tristeza cuando nace la vida» (san León Magno). No se trata de una alegría insulsa y superficial. La alegría de quienes están alegres sin saber por qué. «Nosotros tenemos motivos para el júbilo radiante, para la alegría plena y para la fiesta solemne: Dios se ha hecho hombre, y ha venido a habitar entre nosotros» (Leonardo Boff). Hay una alegría que solo la pueden disfrutar quienes se abren a la cercanía de Dios y se dejan atraer por su ternura. Una alegría que nos libera de miedos y desconfianzas ante Dios. ¿ Cómo temer a un Dios que se nos acerca como niño? ¿Cómo huir ante quien se nos ofrece 25

como un pequeño frágil e indefenso? Dios no ha venido armado de poder para imponerse a los hombres. Se nos ha acercado en la ternura de un niño a quien podemos hacer sonreír o llorar. Dios no es el Ser omnipotente y poderoso que a veces imaginamos los humanos, encerrado en la seriedad y el misterio de su mundo inaccesible. Dios es este niño entregado cariñosamente a la humanidad, este pequeño que busca nuestra mirada para alegrarnos con su sonrisa. El hecho de que Dios se haya hecho niño dice mucho más de cómo es Dios que todas nuestras cavilaciones y especulaciones sobre su misterio. Si supiéramos detenernos en silencio ante este Niño y acoger desde el fondo de nuestro ser toda la cercanía y la ternura de Dios, quizá entenderíamos por qué el corazón de un creyente ha de estar transido de una alegría diferente: sencillamente porque Dios está con nosotros. MARÍA, LA MADRE DE JESÚS Después de un cierto eclipse de la devoción mariana, provocado en parte por abusos y desviaciones notables, los cristianos vuelven a 26

interesarse por María para descubrir su verdadero lugar dentro de la experiencia cristiana. No se trata de acudir a María para escuchar «mensajes apocalípticos» que amenazan con castigos terribles a un mundo hundido en la impiedad y la increencia, mientras ella ofrece su protección maternal a quienes hagan penitencia o recen determinadas oraciones. No se trata tampoco de fomentar una piedad que alimente secretamente una relación infantil de dependencia y fusión con una madre idealizada. Hace ya tiempo que la psicología nos puso en guardia frente a los riesgos de una devoción que exalta falsamente a María como «Virgen y Madre», favoreciendo, en el fondo, un desprecio hacia la «mujer real» como eterna tentadora del varón. El primer criterio para comprobar la «verdad cristiana» de toda devoción a María es ver si repliega al creyente sobre sí mismo o si lo abre al proyecto de Dios; si lo hace retroceder hacia una relación infantil con una «madre imaginaria» o si lo impulsa a vivir su fe de forma adulta y responsable en seguimiento fiel a Jesucristo. 27

Los mejores esfuerzos de la mariología actual tratan de conducir a los cristianos a una visión de María como Madre de Jesucristo, primera discípula de su Hijo y modelo de vida auténticamente cristiana. Más en concreto, María es hoy para nosotros modelo de acogida fiel de Dios desde una postura de fe obediente; ejemplo de actitud servicial a su Hijo y de preocupación solidaria por todos los que sufren; mujer comprometida por el «reino de Dios» predicado e impulsado por su Hijo. En estos tiempos de cansancio y pesimismo increyente, María, con su obediencia radical a Dios y su esperanza confiada, puede conducirnos hacia una vida cristiana más honda y más fiel a Dios. La devoción a María no es, pues, un elemento secundario para alimentar la religión de gentes «sencillas», inclinadas a prácticas y ritos casi «folclóricos». Acercarnos a María es, más bien, colocarnos en el mejor punto para descubrir el misterio de Cristo y acogerlo. El evangelista Mateo nos recuerda a María como la madre del «Emmanuel», es decir, la mujer que nos puede acercar a Jesús, «el Dios con nosotros». 28

2 ADORADO POR LOS MAGOS Jesús nació en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: -¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo. Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: -En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel». Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: 29

-Is y averiguad cuidadosamente qué hay del niño, y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y, habiendo recibido en sueños un oráculo para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino (Mareo 2,1-12). ¿A QUIÉN ADORAMOS? Los magos vienen de «Oriente», un lugar que evoca en los judíos la patria de la astrología y de otras ciencias extrañas. Son paganos. No conocen las Escrituras sagradas de Israel, pero sí el lenguaje de las estrellas. Buscan la verdad y se ponen en marcha para descubrirla. Se dejan guiar por el misterio, pues sienten necesidad de «adorar». 30

Su presencia provoca un sobresalto "en toda Jerusalén. Los magos han visto brillar una estrella nueva que les hace pensar que ya ha nacido «el rey de los judíos», y vienen a «adorarlo». Este rey no es Augusto. Tampoco Herodes. ¿Dónde está? Esta es su pregunta. Herodes se «sobresalta». La noticia no le produce alegría alguna. Él es quien ha sido designado por Roma «rey de los judíos». Hay que acabar con el recién nacido: ¿dónde está ese rival extraño? Por su parte, los «sumos sacerdotes y letrados» conocen las Escrituras sagradas y saben que ha de nacer en Belén, pero no se interesan por el niño ni se ponen en marcha para adorarlo. Esto es lo que encontrará Jesús a lo largo de su vida: hostilidad y rechazo en los representantes del poder político; indiferencia y resistencia en los dirigentes religiosos. Solo quienes buscan el reino de Dios y su justicia lo acogerán. Los magos prosiguen su larga búsqueda. A veces la estrella que los guía desaparece dejándolos en la incertidumbre. Otras veces brilla de nuevo llenándolos de «inmensa alegría». Por fin se encuentran con el 31

Niño y, «cayendo de rodillas, lo adoran». Después ponen a su servicio las riquezas que tienen y los valiosos tesoros que poseen. Este Niño puede contar con ellos, pues lo reconocen como su Rey y Señor. En su aparente ingenuidad, este relato nos plantea preguntas decisivas: ¿ante quién nos arrodillamos nosotros?, ¿cómo se llama el «dios» que adoramos en el fondo de nuestro ser? Nos decimos cristianos, pero, ¿vivimos adorando al Niño de Belén?, ¿ponemos a sus pies nuestras riquezas y nuestro bienestar?, ¿estamos dispuestos a escuchar su llamada a entrar en el reino de Dios y su justicia? En nuestras vidas siempre hay alguna estrella que nos puede guiar hacia Belén. MATAR O ADORAR Herodes y su corte representan el mundo de los poderosos. Todo vale en ese mundo con tal de asegurar el propio poder: el cálculo, la estrategia y la mentira. Vale incluso la crueldad, el terror, el desprecio al ser humano y la destrucción de inocentes. Parece un mundo grande y poderoso, se nos presenta como defensor del orden y la justicia, pero 32

es débil y mezquino, pues termina siempre buscando al niño «para matarlo». Según el relato de Mateo, unos magos venidos de Oriente irrumpen en este mundo de tinieblas. Algunos exegetas interpretan hoy la leyenda evangélica acudiendo a la psicología de lo profundo. Los magos representan el camino que siguen quienes escuchan los anhelos más nobles del corazón humano; la estrella que los guía es la nostalgia de lo divino; el camino que recorren es el deseo. Para descubrir lo divino en lo humano, para adorar al niño en vez de buscar su muerte, para reconocer la dignidad del ser humano en vez de destruirla, hay que recorrer un camino opuesto al que sigue Herodes. No es un camino fácil. No basta escuchar la llamada del corazón; hay que ponerse en marcha, exponerse, correr riesgos. El gesto final de los magos es sublime. No matan al niño, sino que lo adoran. Se inclinan respetuosamente ante su dignidad; descubren lo divino en lo humano. Este es el mensaje de su adoración al Hijo de Dios encarnado en el niño de Belén. 33

Podemos vislumbrar también el significado simbólico de los regalos que le ofrecen. Con el oro reconocen la dignidad y el valor inestimable del ser humano: todo ha de quedar subordinado a su felicidad; un niño merece que se pongan a sus pies todas las riquezas del mundo. El incienso recoge el deseo de que la vida de ese niño se despliegue y su dignidad se eleve hasta el cielo: todo ser humano está llamado a participar de la vida misma de Dios. La mirra es medicina para curar la enfermedad y aliviar el sufrimiento: el ser humano necesita de cuidados y consuelo, no de violencia y agresión. Con su atención al débil y su ternura hacia el humillado, este Niño nacido en Belén introducirá en el mundo la magia del amor, única fuerza de salvación que ya desde ahora hace temblar al poderoso Herodes. NUESTRA INCAPACIDAD

PARA ADORAR

El hombre actual ha quedado en gran medida atrofiado para descubrir a Dios. No es que sea ateo. Es que se ha hecho «incapaz de Dios». Cuando un hombre o una mujer solo busca o conoce el amor bajo 34

formas decadentes, cuando su vida está movida exclusivamente por intereses egoístas de beneficio o ganancia, algo se seca en su corazón. Muchos viven hoy un estilo de vida que los abruma y empobrece. Envejecidos prematuramente, endurecidos por dentro, sin capacidad de abrirse a Dios por ningún resquicio de su existencia, caminan por la vida sin la compañía interior de nadie. El teólogo Alfred Delp, ejecutado por los nazis, veía en este «endurecimiento interior» el mayor peligro para el hombre moderno: «Así el hombre deja de alzar hacia las estrellas las manos de su ser. La incapacidad del hombre actual para adorar, amar y venerar tiene su causa en su desmedida ambición y en el endurecimiento de su existencia» . Esta incapacidad para adorar a Dios se ha apoderado también de muchos creyentes, que solo buscan un «Dios útil». Solo les interesa un Dios que sirva para sus proyectos individualistas. Dios queda así convertido en un «artículo de consumo» del que disponer según nuestras conveniencias e intereses. Pero Dios es otra cosa. Dios es 35

Amor infinito, encarnado en nuestra propia existencia. Y, ante ese Dios, lo primero es la adoración, el júbilo, la acción de gracias. Cuando se olvida esto, el cristianismo corre el peligro de convertirse en un esfuerzo gigantesco de humanización, y la Iglesia en una institución siempre tensa, siempre agobiada, siempre con la sensación de no lograr el éxito moral por el que lucha y se esfuerza. Sin embargo, la fe cristiana es, antes que nada, descubrimiento de la bondad de Dios, experiencia agradecida de que solo él salva: el gesto de los magos ante el Niño de Belén expresa la actitud primera de todo creyente ante Dios hecho hombre. Dios existe. Está ahí, en el fondo de nuestra vida. Somos acogidos por él. No estamos perdidos en medio del universo. Podemos vivir con confianza. Ante un Dios del que solo sabemos que es Amor no cabe sino el gozo, la adoración y la acción de gracias. Por eso, «cuando un cristiano piensa que ya ni siquiera es capaz de orar, debería tener al menos alegría» (Ladislao Boros). 36

APRENDER A ADORAR A DIOS Hoy se habla mucho de crisis de fe, pero apenas se dice algo sobre la crisis del sentimiento religioso. Y, sin embargo, como apunta algún teólogo, el drama del hombre contemporáneo no es, tal vez, su incapacidad para creer, sino su dificultad para sentir a Dios como Dios. Incluso los mismos que se dicen creyentes parecen estar perdiendo capacidad para vivir ciertas actitudes religiosas ante Dios. Un ejemplo claro es la dificultad para adorado. En tiempos no muy lejanos parecía fácil sentir reverencia y adoración ante la inmensidad y el misterio insondable de Dios. Es más difícil hoy adorar a quien hemos reducido a un ser extraño, incómodo y superfluo. Para adorar a Dios es necesario sentirnos criaturas, infinitamente pequeñas ante él, pero infinitamente amadas por él; admirar su grandeza insondable y gustar su presencia cercana y amorosa que envuelve todo nuestro ser. La adoración es admiración. Es amor y entrega. Es rendir nuestro ser a Dios y quedarnos en silencio 37

agradecido y gozoso ante él, admirando su misterio desde nuestra pequeñez. Nuestra dificultad para adorar proviene de raíces diversas. Quien vive aturdido interiormente por toda clase de ruidos y zarandeado por mil impresiones pasajeras, sin detenerse nunca ante lo esencial, difícilmente encontrará «el rostro adorable» de Dios. Por otra parte, para adorar a Dios es necesario detenerse ante el misterio del mundo y saber mirarlo con amor. Quien mira la vida amorosamente hasta el fondo comenzará a vislumbrar las huellas de Dios antes de lo que sospecha. Solo Dios es adorable. Ni las cosas más valiosas ni las personas más amadas son dignas de ser adoradas como él. Por eso solo quien es libre interiormente puede adorar a Dios de verdad. Esta adoración a Dios no aleja del compromiso. Quien adora a Dios lucha contra todo lo que destruye al ser humano, que es su «imagen sagrada». Quien adora al Creador respeta y defiende su creación. Están íntimamente unidas adoración y solidaridad, adoración y ecología. Se 38

entienden las palabras del gran científico y místico Teilhard de Chardin: «Cuanto más hombre se haga el hombre, más experimentará la necesidad de adorar». El relato de los magos nos ofrece un modelo de auténtica adoración. Estos sabios saben mirar el cosmos hasta el fondo, captar signos, acercarse al Misterio y ofrecer su humilde homenaje a ese Dios encarnado en nuestra existencia. SEGUIR LA ESTRELLA Estamos demasiado acostumbrados al relato de los magos. Por otra parte, hoy apenas tenemos tiempo para detenemos a contemplar despacio las estrellas. Probablemente no es solo un asunto de tiempo. Pertenecemos a una época en la que es más fácil ver la oscuridad de la noche que los puntos luminosos que brillan en medio de cualquier tiniebla. Sin embargo, no deja de ser conmovedor pensar en aquel escritor cristiano que, al elaborar el relato de los magos, los imaginó en medio de la noche, siguiendo la pequeña luz de una estrella. La narración 39

respira la convicción profunda de los primeros creyentes después de la resurrección. En Jesús se han cumplido las palabras del profeta Isaías: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una luz grande. Habitaban en una tierra de sombras, y una luz ha brillado ante sus ojos» (Isaías 9,1). Sería una ingenuidad pensar que nosotros estamos viviendo una hora especialmente oscura, trágica y angustiosa. ¿No es precisamente esta oscuridad, frustración e impotencia que captamos en estos momentos uno de los rasgos que acompañan casi siempre el caminar del ser humano a lo largo de los siglos? Basta abrir las páginas de la historia. Sin duda encontramos momentos de luz en que se anuncian grandes liberaciones, se entrevén mundos nuevos, se abren horizontes más humanos. Y luego, ¿qué viene? Revoluciones que crean nuevas esclavitudes, logros que provocan nuevos problemas, ideales que terminan en «soluciones a medias», nobles luchas que acaban en «pactos mediocres». De nuevo las tinieblas. 40

No es extraño que se nos diga que «ser hombre es muchas veces una experiencia de frustración». Pero no es esa toda la verdad. A pesar de todos los fracasos y frustraciones, el hombre vuelve a recomponerse, vuelve a esperar, vuelve a ponerse en marcha en dirección a algo. Hay en el ser humano algo que lo llama una y otra vez a la vida y a la esperanza. Hay siempre una estrella que vuelve a encenderse. Para los creyentes, esa estrella conduce siempre a Jesús. El cristiano no cree en cualquier mesianismo. Y por eso no cae tampoco en cualquier desencanto. El mundo no es «un caso desesperado». No está en completa tiniebla. El mundo está orientado hacia su salvación. Dios será un día el fin del exilio y las tinieblas. Luz total. Hoy solo lo vemos en una humilde estrella que nos guía hacia Belén.

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3 PREPARAR EL CAMINO DEL SEÑOR Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: -Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Este es el que anunció el profeta Isaías diciendo: «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo: -Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar de la ira inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones pensando: «Abrahán es nuestro padre», pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os 42

convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga (Mareo 3,1-12). ALENTAR LA CONVERSIÓN Entre el otoño del año 27 y la primavera del 28 aparece en el horizonte religioso de Palestina un profeta original e independiente que provoca un fuerte impacto en el pueblo. Su nombre es Juan. Las primeras generaciones cristianas lo vieron siempre como el hombre que preparó el camino a Jesús. Hay algo nuevo y sorprendente en este profeta. No predica en Jerusalén, como Isaías y otros profetas: vive apartado de la élite del templo. Tampoco es un profeta de la corte: se mueve lejos del palacio de Antipas. De él se dice que es «una voz que grita en el desierto», un lugar que no puede ser fácilmente controlado por ningún poder. 43

No llegan hasta el desierto los decretos de Roma ni las órdenes de Antipas. No se escucha allí el bullicio del templo. Tampoco se oyen las discusiones de los maestros de la ley. En cambio, se puede escuchar a Dios en el silencio y la soledad. Es el mejor lugar para iniciar la conversión a Dios preparando el camino a Jesús. Este es precisamente el mensaje de Juan: «Convertíos»: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». Este «camino del Señor» no son las calzadas romanas por donde se mueven las legiones de Tiberio. Estos «senderos» no son los caminos que llevan al templo. Hay que abrir caminos nuevos al Dios que llega con Jesús. Esto es lo primero que necesitamos también hoy: convertirnos a Dios, volver a Jesús, abrirle caminos en el mundo y en la Iglesia. No se trata solo de un aggiornamento o adaptación al momento actual. Es mucho más. Es poner a la Iglesia entera en estado de conversión. No será fácil. Probablemente se necesitará mucho tiempo para poner la compasión en el centro del cristianismo. No será sencillo pasar de una «religión de autoridad» a una «religión de llamada». Pasarán años 44

hasta que en las comunidades cristianas aprendamos a vivir para el reino de Dios y su justicia. Se necesitarán cambios profundos para poner a los pobres en el centro de nuestra religión. No importa. A Jesús solo se le sigue en actitud de conversión. Una conversión que hemos de iniciar ahora mismo nosotros, para transmitirla como talante y como aliento a las generaciones venideras. Una conversión que hemos de alimentar y sostener entre todos. Solo una Iglesia en actitud de conversión es digna de Jesús. VIVIR ANIMADOS POR EL ESPÍRITU DE JESÚS El Bautista habla de manera muy clara: «Yo os bautizo con agua», pero esto solo no basta. Hay que acoger a Alguien «más fuerte», lleno del Espíritu de Dios: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Son bastantes los «cristianos» que se han quedado en la religión del Bautista. Han sido bautizados con «agua», pero no conocen el bautismo del «Espíritu». Tal vez lo primero que necesitamos todos es dejarnos transformar por el Espíritu que cambió totalmente a Jesús. ¿Cómo vive Jesús, lleno del Espíritu de Dios, al salir del Jordán? 45

Jesús se aleja del Bautista y comienza a vivir desde un horizonte nuevo. No hay que vivir preparándonos para el juicio inminente de Dios. Es el momento de acoger a un Dios Padre que busca hacer de la humanidad una familia más justa y fraterna. Quien no vive desde esta perspectiva no conoce todavía qué es ser cristiano. Movido por esta convicción, Jesús deja el desierto y marcha a Galilea a vivir de cerca los problemas y sufrimientos de las gentes. Es ahí, en medio de la vida, donde se le tiene que sentir a Dios como «alguien bueno»: un Padre que atrae a todos a buscar juntos una vida más humana. Quien no siente así a Dios no sabe cómo vivía Jesús. Jesús abandona también el lenguaje amenazador del Bautista y comienza a contar parábolas que jamás se le habían ocurrido a Juan. El mundo ha de saber lo bueno que es este Dios que busca y acoge a sus hijos perdidos, porque solo quiere salvar, no condenar. Quien no habla este lenguaje de Jesús no está anunciando su buena noticia. Jesús deja la vida austera del desierto y se dedica a hacer «gestos de bondad» que el Bautista nunca había hecho. Cura enfermos, defiende a 46

los pobres, toca a los leprosos, acoge a su mesa a pecadores y prostitutas, abraza a niños y niñas de la calle. La gente tiene que sentir la bondad de Dios en su propia carne. Quien habla de un Dios bueno y no hace los gestos de bondad que hacía Jesús desacredita su mensaje. SIN CAMINOS HACIA DIOS Son muchas las personas que no son ni creyentes ni increyentes. Sencillamente se han instalado en una forma de vida en la que no puede aparecer la pregunta por el sentido último de la existencia. Más que de increencia deberíamos hablar en estos casos de una falta de condiciones indispensables para que la persona pueda adoptar una postura creyente o increyente. Son hombres y mujeres que carecen de una «infraestructura interior». Su estilo de vida les impide ponerse en contacto un poco profundo consigo mismos. No se acercan nunca al fondo de su ser. No son capaces de escuchar las preguntas que surgen desde su interior.

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Sin embargo, para adoptar una postura responsable ante el misterio de la vida es indispensable llegar hasta el fondo de uno mismo, ser sincero y abrirse a la vida honestamente hasta el final. Tras la crisis religiosa de muchas personas, ¿no se encierra con frecuencia una crisis anterior? Si tantos parecen alejarse hoy de Dios, ¿no es porque antes se han alejado de sí mismos y se han instalado en un nivel de existencia donde ya Dios no puede ser escuchado? Cuando alguien se contenta con un bienestar hecho de cosas, y su corazón está atrapado solo por preocupaciones de orden material, ¿puede acaso plantearse lúcidamente la pregunta por Dios? Cuando una persona anda buscando siempre la satisfacción inmediata y el placer a cualquier precio, ¿puede abrirse con hondura al misterio último de la existencia? Cuando uno vive privado de interioridad, esforzándose por aparentar u ostentar una determinada imagen de sí mismo ante los demás, ¿puede pensar sinceramente en el sentido último de su vida? 48

Cuando una persona vive volcada siempre hacia lo exterior, perdiéndose en las mil formas de evasión y divertimiento que ofrece esta sociedad, ¿puede encontrarse realmente consigo misma y preguntarse por su último destino? «Preparad el camino al Señor». Este grito de Juan Bautista no ha perdido actualidad. Seamos conscientes o no de ello, Dios está siempre viniendo a nosotros. Podemos de nuevo encontrarnos con él. La fe se puede despertar otra vez en nuestro corazón. Lo primero que necesitamos es encontrarnos con nosotros mismos con más hondura y sinceridad. RECUPERAR CAMINOS Es muy fácil quedarse en la vida «sin caminos» hacia Dios. No hace falta ser ateo. No es necesario rechazar a Dios de manera consciente. Basta seguir la tendencia general de nuestros días e instalarnos en la indiferencia religiosa. Poco a poco, Dios desaparece del horizonte. Cada vez interesa menos. ¿Es posible recuperar hoy caminos hacia Dios? 49

Tal vez, lo primero sea recuperar «la humanidad de la religión». Abandonar caminos ambiguos que conducen hacia un Dios interesado y dominador, celoso solo de su gloria y su poder, para abrirnos a un Dios que busca y desea, desde ahora y para siempre, lo mejor para nosotros. Dios no es el Ser Supremo que aplasta y humilla, sino el Amor Santo que atrae y da vida. Las personas de hoy volverán a Dios no empujadas por el miedo, sino atraídas por su amor. Es necesario, al mismo tiempo, ensanchar el horizonte de nuestra vida. Estamos llenando nuestra existencia de cosas, y nos estamos quedando vacíos por dentro. Vivimos informados de todo, pero ya no sabemos hacia dónde orientar nuestra vida. Nos creemos las generaciones más inteligentes y progresistas de la historia, pero no sabemos entrar en nuestro corazón para adorar o dar gracias. A Dios nos acercamos cuando nos ponemos a buscar un espacio nuevo para existir. 50

Es importante, además, buscar un «fundamento sólido» a la vida. ¿En qué nos podemos apoyar en medio de tanta incertidumbre y desconcierto? La vida es como una casa: hay que cuidar la fachada y el tejado, pero lo importante es construir sobre cimiento seguro. Al final, siempre necesitamos poner nuestra confianza última en algo o en alguien. ¿No será que necesitamos a Dios? Para recuperar caminos hacia él necesitamos aprender a callar. A lo más íntimo de la existencia se llega no cuando vivimos agitados y llenos de miedo, sino cuando hacemos silencio. Si la persona se recoge y queda callada ante Dios, tarde o temprano su corazón comienza a abrirse. Se puede vivir encerrado en uno mismo, sin caminos hacia nada nuevo y creador. Pero también se puede buscar nuevos caminos hacia Dios. A ello nos invita el Bautista. SUGERENCIAS Cada vez me encuentro con más personas que, después de muchos años de vivir alejadas de cualquier experiencia religiosa, sienten hoy de 51

nuevo la necesidad de creer en un Dios vivo. ¿Cómo encontrarse con él? He aquí algunas sugerencias. Antes que nada tienes que valorar ese deseo de Dios que hay dentro de ti. Aunque te sientas con pocas fuerzas y tus deseos no se puedan traducir inmediatamente en realidad, Dios conoce tu corazón y también tu debilidad. Él te entiende y está cerca. No te compares con otros. Tú tienes que recorrer tu propio camino. No importa tu pasado. Ahora lo decisivo es que confíes en Dios y en ti mismo. Piensa en lo mejor que hay en tu vida. Lo que, a pesar de todas las dificultades y crisis, te sostiene y te hace vivir: el amor de tu esposo o esposa, la alegría de tus hijos, los amigos, las experiencias positivas, lo que te da fuerzas para sentirte vivo: En el fondo de todo eso está ese Dios a quien tú buscas. Entra también dentro de tu corazón y descubre lo bueno que hay dentro de ti. No pienses en análisis psicológicos interminables. No necesitas tampoco mucho tiempo para hacer esa peregrinación a tu interior. Toma conciencia de tus sentimientos buenos, de tus acciones 52

generosas y nobles, de tus deseos de vivir con más coherencia y verdad. Dentro de ti, y a pesar de tu mediocridad, puedes seguir escuchando la llamada de Dios. Puedes dar otro paso. Recuerda alguna experiencia religiosa que haya dejado huella en tu corazón. Algún momento importante de tu vida en que hayas invocado a Dios de verdad, alguna frase del evangelio que no hayas olvidado, el encuentro con alguna persona creyente que te haya impactado. Si puedes, intenta rezar. Al comienzo no te saldrá nada. Después de tantos años te parecerá algo extraño y artificial. No necesitas muchas palabras. Puedes decirle a Dios: «Quiero creer. Ayúdame en mi debilidad». Charles de Foucauld solía repetir: «Dios mío, si existes, haz que yo te conozca». ¿Y después? Nadie puede prever lo que puede pasar. ¿Se despertará de nuevo tu fe? ¿Habrá un cambio en tu vida? ¿Seguirá todo igual? Lo importante es tu postura sincera de búsqueda de Dios. 53

En cualquier caso, siempre deberás recordar que, aunque tú vuelvas a tu vida mediocre y rutinaria de siempre, Dios seguirá ahí, sosteniéndote con amor. Aunque desoigas todas sus llamadas y tu fe siga apagándose, Dios no te abandonará. Esa es la Gran Noticia de Jesús: Dios no se aleja de nosotros ni siquiera cuando pecamos contra él. Incluso cuando pecas, él te está perdonando, y si ese perdón no llega hasta ti es solo porque tú te cierras. Recuerda las palabras de Juan Bautista: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». Tú puedes abrirte más a Dios. Un día, no sabes la hora, tal vez te encuentres con el Dios vivo de Jesucristo. Lo notarás al sentir su paz dentro de ti.

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4 EL BAUTISMO DE JESÚS Fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: -Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí? Jesús le contestó: -Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere. Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto» (Mateo 3,13-17). EXPERIMENTAR A DIOS COMO PADRE Hanna Wolf, teóloga y psicoterapeuta alemana, afirma en uno de sus trabajos que Jesús ha sido la primera persona en la historia que ha 55

vivido y comunicado una experiencia sana de Dios, sin proyectar sobre la divinidad los miedos, fantasmas y ambiciones de los seres humanos. Lo cierto es que algunas fuentes cristianas hablan de una experiencia inicial en la que Jesús escucha del cielo estas palabras: «Tú eres mi hijo querido». El relato es una elaboración posterior, pero apunta a una realidad fácil de constatar. Jesús vive y siente a Dios como Padre. Hay un dato que sorprende a los exegetas. Aunque Jesús habla constantemente del «reino de Dios» como símbolo central de su mensaje, nunca le invoca como rey o señor, sino como «padre» (abbá). No hay duda alguna. Jesús no se presenta ante Dios como lo hace un súbdito ante el emperador Tiberio o un galileo ante el tribunal de Antipas. Se confía al misterio de Dios como un hijo querido. Esa es la primera actitud cristiana ante Dios. Esta experiencia de Dios como padre querido no le encierra a Jesús en una piedad individualista y excluyente. Ese Padre es el Dios de todos los pueblos, el Padre cariñoso de todas sus criaturas. Jesús lo llama «Padre del cielo», porque no está ligado a un lugar sagrado ni 56

pertenece a un pueblo o a una raza concreta. No cabe en ninguna religión. Es Dios de todos, incluso de quienes lo olvidan. «Él hace salir su sol sobre buenos y malos». Desde este horizonte universal vive Jesús a Dios. Tampoco se encierra Jesús en una experiencia egocéntrica de Dios. No lo busca para liberarse de sus miedos, compensar sus vacíos o desarrollar sus fantasías religiosas. Lo único que busca es que la justicia, la misericordia y la bondad de ese Padre se contagie a todos, y la humanidad pueda conocer una vida más digna y más propia de hijos e hijas de Dios. Hay algo más. El Dios que nos muestra Jesús no está interesado, en primer término, en qué pensamos de él o cómo le experimentamos, sino en cómo nos comportamos con los que sufren. Vivimos realmente como hijos e hijas de Dios cuando reaccionamos como hermanos ante quienes no pueden disfrutar de una vida digna.

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EL ESPÍRITU BUENO DE DIOS Jesús no es un hombre vacío ni disperso interiormente. No actúa por aquellas aldeas de Galilea de manera arbitraria ni movido por cualquier interés. Los evangelios dejan claro desde el principio que Jesús vive y actúa movido por «el Espíritu de Dios». No quieren que se le confunda con cualquier «maestro de la ley», preocupado por introducir más orden en el comportamiento de Israel. No quieren que se le identifique con un falso profeta, dispuesto a buscar un equilibrio entre la religión del templo y el poder de Roma. Los evangelistas quieren, además, que nadie lo equipare con el Bautista. Que nadie lo vea como un simple discípulo y colaborador de aquel gran profeta del desierto. Jesús es «el Hijo amado» de Dios. Sobre él «desciende» el Espíritu de Dios. Solo él puede «bautizar» con Espíritu Santo. Según toda la tradición bíblica, el «Espíritu de Dios» es el aliento de Dios, que crea y sostiene la vida entera. La fuerza que Dios posee para 58

renovar y transformar a los vivientes. Su energía amorosa que busca siempre lo mejor para sus hijos e hijas. Por eso Jesús se siente enviado no a condenar, destruir o maldecir, sino a curar, construir y bendecir. El Espíritu de Dios lo conduce a potenciar y mejorar la vida. Lleno de ese «Espíritu» bueno de Dios, se dedica a liberar a la gente de «espíritus malignos», que no hacen sino dañar, esclavizar y deshumanizar. Las primeras generaciones cristianas tenían muy claro lo que había sido Jesús. Así resumían el recuerdo que dejó grabado en sus seguidores: «Ungido por Dios con el Espíritu Santo... pasó por la vida haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él». (Hechos de los Apóstoles 10,38). ¿Qué «espíritu» nos anima hoy a los seguidores de Jesús? ¿Cuál es la «pasión» que mueve a su Iglesia? ¿Cuál es la «mística» que hace vivir y actuar a nuestras comunidades? ¿Qué estamos poniendo en el mundo? Si el Espíritu de Jesús está en nosotros, viviremos «curando» a oprimidos, deprimidos o reprimidos por el mal. 59

EXPERIENCIA PERSONAL El encuentro con Juan Bautista fue para Jesús una experiencia que dio un giro a su vida. Después del bautismo del Jordán, Jesús no vuelve ya a su trabajo de Nazaret; tampoco se adhiere al movimiento del Bautista. Su vida se centra ahora en un único objetivo: gritar a todos la Buena Noticia de un Dios que quiere salvar al ser humano. Pero lo que transforma la trayectoria de Jesús no son las palabras que escucha de labios del Bautista ni el rito purificador del bautismo. Jesús vive algo más profundo. Se siente inundado por el Espíritu del Padre. Se reconoce a sí mismo como Hijo de Dios. Su vida consistirá en adelante en irradiar y contagiar ese amor insondable de un Dios Padre. Esta experiencia de Jesús encierra también un significado para nosotros. La fe es un itinerario personal que cada uno hemos de recorrer. Es muy importante, sin duda, lo que hemos escuchado desde niños a nuestros padres y educadores. Es importante lo que oímos a sacerdotes y predicadores. Pero, al final, siempre hemos de hacernos 60

una pregunta: ¿en quién creo yo? ¿Creo en Dios o creo en aquellos que me hablan acerca de él? No hemos de olvidar que la fe es siempre una experiencia personal que no puede ser reemplazada por la obediencia ciega a lo que nos dicen otros. Desde fuera nos pueden orientar hacia la fe, pero soy yo mismo quien he de abrirme a Dios de manera confiada. Por eso, la fe no consiste tampoco en aceptar, sin más, un determinado conjunto de fórmulas. Ser creyente no depende primordialmente del contenido doctrinal que se recoge en un catecismo. Todo eso es muy importante, sin duda, para configurar nuestra visión cristiana de la existencia. Pero, antes que eso y dando sentido a todo eso está ese dinamismo interior que, desde dentro, nos lleva a amar, confiar y esperar siempre en el Dios revelado en Jesucristo. La fe no es tampoco un capital que recibimos en el bautismo y del que luego podemos disponer tranquilamente. No es algo adquirido en propiedad para siempre. Ser creyente es vivir permanentemente a la 61

escucha del Dios encarnado en Jesús, aprendiendo a vivir día a día de manera más plena y liberada. Esta fe no está hecha solo de certezas. A lo largo de la vida, el creyente vive muchas veces en la oscuridad. Como decía aquel gran teólogo que fue Romano Guardini, «fe es tener suficiente luz como para soportar las oscuridades». La fe está hecha, sobre todo, de fidelidad. El verdadero creyente sabe creer en la oscuridad lo que ha visto en momentos de luz. Siempre sigue buscando a ese Dios que está más allá de todas nuestras fórmulas claras u oscuras. El P. de Lubac escribía que «las ideas que nosotros nos hacemos de Dios son como las olas del mar, sobre las cuales el nadador se apoya para superarlas». Lo decisivo es la fidelidad al Dios que se nos va manifestando en su Hijo Jesucristo.

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RENOVAR EL BAUTISMO El bautismo de Jesús en las aguas del Jordán es uno de los hechos mejor atestiguados por los evangelistas. Jesús se ha solidarizado con el movimiento de conversión promovido por el Bautista, recibiendo de sus manos el bautismo. Luego, al salir de las aguas del Jordán, ha vivido una experiencia que lo impulsa a marchar hacia Galilea para comenzar su propia misión. En las primeras comunidades cristianas se habla del «bautismo de agua» practicado por el Bautista y del «bautismo del Espíritu» introducido por Jesús. Por eso, al bautizarse, no lo hacían para convertirse en discípulos de Juan Bautista, sino para significar su adhesión al evangelio, su apertura al Espíritu de Jesús y su entrada en la comunidad creyente. Naturalmente, el bautismo era normalmente la culminación de todo un proceso de conversión, y venía a expresar, de manera viva, la aceptación consciente y responsable de la fe cristiana. 63

Hoy no es así. Nosotros hemos sido bautizados a los pocos días de nuestro nacimiento, sin posibilidad alguna de que el bautismo fuera un gesto personal nacido de nuestra propia decisión. Esta práctica del bautismo de los niños se introdujo muy pronto en las comunidades cristianas y, sin duda, tiene un hondo significado en la familia creyente, que desea ver a su hijo integrado en la comunidad cristiana. Sin embargo, y por legítima que sea esta costumbre multisecular, es evidente que implica graves riesgos si no adoptamos una postura responsable. El bautismo de los niños no puede ser entendido como culminación de un proceso de conversión. Tendrá sentido si lo consideramos como el inicio de una vida que deberá ser ratificada más tarde. El bautismo que recibimos de niños está exigiendo de nosotros, los adultos, una confirmación en la fe, una ratificación personal. Sin ella, nuestro bautismo queda incompleto, como signo vacío de contenido responsable, como llamada sin eco ni respuesta verdadera.

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ESCUCHAR LA PROPIA VOCACIÓN Los relatos evangélicos no se detienen demasiado en la descripción del bautismo de Jesús. Dan más importancia a la experiencia vivida por él en aquella hora, y que es, sin duda, determinante para su actuación futura. Jesús no volverá ya a su casa de Nazaret. Tampoco se quedará entre los discípulos del Bautista. Animado por el Espíritu, comenzará una vida nueva, totalmente entregada al servicio de su misión evangelizadora. Podemos decir que la hora del bautismo ha sido para Jesús el momento privilegiado en el que ha experimentado su vocación profética: ha sido consciente de vivir poseído por el Espíritu del Padre, y ha escuchado la llamada a anunciar a sus hijos e hijas un mensaje de salvación. Escuchar la propia vocación no es asunto de un grupo de hombres y mujeres, llamados a vivir una misión privilegiada. Tarde o temprano, todos nos tenemos que preguntar cuál es la razón última de nuestro vivir diario y para qué comenzamos un nuevo día cada amanecer. No se 65

trata de descubrir grandes cosas. Sencillamente, saber que nuestra pequeña vida puede tener un sentido para los demás, y que nuestro vivir diario puede ser vida para alguien. No se trata tampoco de escuchar un día una llamada definitiva. El sentido de la vida hay que descubrirlo a lo largo de los días, mañana tras mañana. En toda vocación hay algo de incierto. Siempre se nos pide una actitud de búsqueda, disponibilidad y apertura. Solo en la medida en que una persona va respondiendo con fidelidad a su misión va descubriendo, precisamente desde esa respuesta, todo el horizonte de exigencias y promesas que se encierra en su quehacer diario. Vivimos con frecuencia un ritmo de vida, trabajo y ocupaciones que nos aturde, distrae y deshumaniza. Hacemos muchas cosas a lo largo de la vida, pero, ¿sabemos exactamente por qué y para qué? Nos movemos constantemente de un lado para otro, pero, ¿sabemos hacia dónde caminar? Escuchamos muchas voces, consignas y llamadas, 66

pero, ¿somos capaces de escuchar la voz del Espíritu, que nos invita a vivir con fidelidad nuestra misión de cada día?

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5 LAS TENTACIONES DE JESÚS Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y, después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final sintió hambre. Y el tentador se le acercó y le dijo: -Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Pero él le contestó diciendo: -Está escrito: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de boca de Dios». Entonces el diablo lo lleva a la Ciudad Santa, lo pone en el alero del templo y le dice: -Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: «Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras». Jesús le dijo: -También está escrito: «No tentarás al Señor, tu Dios». Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole todos los 68

reinos del mundo y su gloria, le dijo: -Todo esto te daré si te postras y me adoras. Entonces le dijo Jesús: -Vete, Satanás, porque está escrito: «Al Señor, tu Dios, adorarás ya él sólo darás culto». Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían (Mateo 4,1-11). FIELES A JESÚS EN MEDIO DE LAS TENTACIONES Los cristianos de la primera generación se interesaron muy pronto por las «tentaciones» de Jesús. No querían olvidar el tipo de conflictos y luchas que tuvo que superar para mantenerse fiel a Dios. Les ayudaba a no desviarse de su única tarea: construir un mundo más humano siguiendo los pasos de Jesús. El relato es sobrecogedor. En el «desierto» se puede escuchar la voz de Dios, pero se puede sentir también la atracción de fuerzas oscuras que nos alejan de él. El «diablo» tienta a Jesús empleando la Palabra de Dios y apoyándose en salmos que se rezan en Israel: hasta en el 69

interior de la religión se puede esconder la tentación de distanciarnos de Dios. En la primera tentación, Jesús se resiste a utilizar a Dios para «convertir» las piedras en pan. Lo primero que necesita una persona es comer, pero «no solo de pan vive el hombre». El anhelo del ser humano no se apaga solo alimentando su cuerpo. Necesita mucho más. Precisamente, para liberar de la miseria, del hambre y de la muerte a quienes no tienen pan, hemos de despertar el hambre de justicia y de amor en el mundo deshumanizado de los satisfechos. En la segunda tentación, el diablo le sugiere, desde lo alto del templo, buscar en Dios seguridad. Podrá vivir tranquilo, «sostenido por sus manos», y caminar sin tropiezos ni riesgos de ningún tipo. Jesús reacciona: «No tentarás al Señor, tu Dios». Es diabólico organizar la religión como un sistema de creencias y prácticas que dan seguridad. No se construye un mundo más humano refugiándose cada uno en su propia religión. Es necesario asumir a veces compromisos arriesgados, confiando en Dios como Jesús. 70

La última escena es impresionante. Jesús está mirando el mundo desde una montaña alta. A sus pies se le presentan «todos los reinos», con sus conflictos, guerras e injusticias. Ahí quiere él introducir el reino de la paz y la justicia de Dios. El diablo, por el contrario, le ofrece poder y gloria si lo adora. La reacción de Jesús es inmediata: «Al Señor, tu Dios, adorarás». El mundo no se humaniza con la fuerza del poder. No es posible imponer el poder sobre los demás sin servir al diablo. Quienes siguen a Jesús buscando poder y gloria viven «arrodillados» ante el diablo. No adoran al verdadero Dios. LAS TENTACIONES DE LA IGLESIA DE HOY La primera tentación acontece en el «desierto». Después de un largo ayuno, entregado al encuentro con Dios, Jesús siente hambre. Es entonces cuando el tentador le sugiere actuar pensando en sí mismo y olvidando el proyecto del Padre: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan». Jesús, desfallecido pero lleno del Espíritu de Dios, reacciona: «No solo de pan vive el hombre, sino de 71

toda palabra que sale de Dios». No vivirá buscando su propio interés. No será un Mesías egoísta. Multiplicará panes cuando vea pasar hambre a los pobres. Él se alimentará de la Palabra viva de Dios. Siempre que la Iglesia busca su propio interés, olvidando el proyecto del reino de Dios, se desvía de Jesús. Siempre que los cristianos anteponemos nuestro bienestar a las necesidades de los últimos, nos alejamos de Jesús. La segunda tentación se produce en el «templo». El tentador propone a Jesús hacer su entrada triunfal en la ciudad santa, descendiendo de lo alto como Mesías glorioso. La protección de Dios está asegurada. Sus ángeles «cuidarán» de él. Jesús reacciona rápido: «No tentarás al Señor, tu Dios». No será un Mesías triunfador. No pondrá a Dios al servicio de su gloria. No hará «señales del cielo». Solo signos para curar enfermos. Siempre que la Iglesia pone a Dios al servicio de su propia gloria y «desciende de lo alto» para mostrar su propia dignidad, se desvía de 72

Jesús. Cuando los seguidores de Jesús buscamos «quedar bien» más que «hacer el bien», nos alejamos de él. La tercera tentación sucede en una «montaña altísima». Desde ella se divisan todos los reinos del mundo. Todos están controlados por el diablo, que hace a Jesús una oferta asombrosa: le dará todo el poder del mundo. Solo una condición: «Si te postras y me adoras». Jesús reacciona violentamente: «Vete, Satanás». «Solo al Señor, tu Dios, adorarás». Dios no lo llama a dominar el mundo como el emperador de Roma, sino a servir a quienes viven oprimidos por su imperio. No será un Mesías dominador, sino servidor. El reino de Dios no se impone con poder, se ofrece con amor. La Iglesia tiene que ahuyentar hoy todas las tentaciones de poder, gloria o dominación, gritando con Jesús: «Vete, Satanás». El poder mundano es una oferta diabólica. Cuando los cristianos lo buscamos, nos alejamos de Jesús.

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NUESTROS ERRORES Toda persona que no quiera vivir alienada ha de mantenerse lúcida y vigilante ante los posibles errores que puede cometer en la vida. Una de las aportaciones más válidas de Jesús es poder ofrecer a quien le conoce y sigue la posibilidad de ser cada día más humano. En Jesús podemos escuchar el grito de alerta ante los graves errores en que podemos caer a lo largo de la vida. El primer error consiste en hacer de la satisfacción de las necesidades materiales el objetivo absoluto de nuestra vida; pensar que la felicidad última del ser humano se encuentra en la posesión y el disfrute de los bienes. Según Jesús, esa satisfacción de las necesidades materiales, con ser muy importante, no es suficiente. El hombre se va haciendo humano cuando aprende a escuchar la Palabra del Padre, que le llama a vivir como hermano. Entonces descubre que ser humano es compartir, y no poseer; dar, y no acaparar; crear vida, y no explotar al hermano. 74

El segundo error consiste en buscar el poder, el éxito o el triunfo personal, por encima de todo y a cualquier precio. Incluso siendo infiel a la propia misión y cayendo esclavo de las idolatrías más ridículas. Según Jesús, la persona acierta no cuando busca su propio prestigio y poder, en la competencia y la rivalidad con los demás, sino cuando es capaz de vivir en el servicio generoso y desinteresado a los hermanos. El tercer error consiste en tratar de resolver el problema último de la vida, sin riesgos, luchas ni esfuerzos, utilizando interesadamente a Dios de manera mágica y egoísta. Según Jesús, entender así la religión es destruirla. La verdadera fe no conduce a la pasividad, la evasión y el absentismo ante los problemas. Al contrario, quien ha entendido un poco lo que es ser fiel a un Dios, Padre de todos, se arriesga cada día más en la lucha por lograr un mundo más digno y justo para todos. PERDIDOS EN LA ABUNDANCIA Uno de los rasgos de las sociedades avanzadas es el exceso, lo desmesurado, la profusión de ofertas, la multiplicación de posibilidades. 75

Se nos ofrece de todo, lo podemos probar todo. No es fácil vivir así. Atraídos por mil reclamos, podemos terminar aturdidos y sin capacidad para cuidar y alimentar lo esencial. Los centros comerciales e hipermercados exponen un surtido increíble de productos. Los restaurantes ofrecen cartas y menús con toda clase de combinaciones. Podemos seleccionar entre un número cada vez más amplio de cadenas de televisión. Las agencias nos proponen todo tipo de viajes y experiencias. Internet nos abre el camino a un mundo ilimitado de imágenes, impresiones y contactos. Por otra parte, jamás la información ha sido tan invasora. Se nos abruma con datos, estadísticas y previsiones. Las noticias se suceden con rapidez, impidiéndonos la reflexión sosegada y la meditación. Sobresaturada de información, nuestra conciencia queda captada por todo y por nada. Es cada vez más fácil caer en la indiferencia y la pasividad. Todo este clima tiene sus consecuencias. Bastantes personas atienden mucho las necesidades artificiales al mismo tiempo que 76

descuidan lo esencial. Se vive hacia fuera, volcados en las novedades externas, y se ignora casi todo del mundo interior. El exceso de información y la hipersolicitación del consumismo disuelven la fuerza de las convicciones. Son muchos los que viven entretenidos en lo anecdótico, sin proyecto ni ideal alguno. Poco a poco, las personas se hacen más frágiles e inconsistentes. Todo es problema, incluso las cosas más elementales: dormir, irse de vacaciones, engordar, envejecer. A veces de manera vaga y difusa, otras veces de forma más clara y precisa, son bastantes los que sienten decepción y desencanto al experimentar que este estilo de vida despersonaliza, vacía interiormente e incapacita para crecer de manera sana. En esa insatisfacción puede estar el comienzo de la salvación, pues nos puede ayudar a escuchar las palabras de Jesús: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Son una llamada a reaccionar. No basta con estar entretenido, funcionar sin alma y vivir solo de pan. Necesitamos la Palabra vivificadora que nos llega de Dios. ¿Sabremos escucharla? 77

¿QUEREMOS SEGUIR ASÍ? Lo propio de nuestra «sociedad consumista» es que no solo consumimos lo necesario para la vida, sino que consumimos sobre todo y fundamentalmente bienes superfluos. Este es el hecho decisivo que mueve básicamente la política y la economía. Lo importante es «aumentar el crecimiento» y «subir el nivel de consumo». Es lo que esperan todos los ciudadanos. Todo gira en torno a ese consumo de bienes superfluos. Los individuos han aprendido a cifrar su éxito, su felicidad y hasta su personalidad en poseer tal modelo de coche o vestir con tal marca. Es el modo natural de vivir. En este consumo «vivimos, nos movemos y existimos». Pero, ¿sabemos lo que estamos haciendo?, ¿queremos seguir consumiendo de esta manera?, ¿es este el mejor estilo de vida en una sociedad progresista?, ¿no necesitamos cambiar y humanizar un poco más nuestra vida? 78

Tal vez, lo primero es tomar conciencia de lo que estamos haciendo. Es un primer paso, pero importante. ¿Por qué compro tantas cosas?, ¿es para estar a la altura de los amigos y conocidos?, ¿para demostrarme a mí mismo y a los demás que soy «alguien»?, ¿para que se vea que he triunfado? Podemos preguntarnos también si somos libres o esclavos. ¿Soy dueño de mis decisiones o compro lo que me dicta la publicidad?, ¿adquiero lo que me ayuda a vivir de manera digna y dichosa o estoy llenando mi vida de cosas inútiles?, ¿sé boicotear anuncios que tratan de manipularme de manera torpe y degradante o soy uno de esos «esclavos satisfechos» que presumen de tal o cual marca? Nos hemos de preguntar, sobre todo, si este consumismo tan irresponsable nos parece justo. Ya nada es bastante para vivir bien. Seguimos creando necesidades siempre nuevas, y nunca nos sentimos satisfechos. Mientras tanto, millones de seres humanos no tienen lo necesario para sobrevivir. ¿Qué pensar de todo esto? ¿No es injusto y estúpido? ¿No es cruel? 79

«No solo de pan vive el hombre». Estas palabras de Jesús no son una exhortación piadosa para creyentes. Encierran una verdad que necesitamos escuchar todos.

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6 LLAMADA A LA CONVERSIÓN Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: «País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló». Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: -Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Pasando junto al lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -Venid y seguidme, y los haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y le siguieron. 81

Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo (Mateo 4,12-23). LA PRIMERA PALABRA DE JESÚS El evangelista Mateo cuida mucho el escenario en el que va a hacer Jesús su aparición pública. Se apaga la voz del Bautista y se empieza a escuchar la voz nueva de Jesús. Desaparece el paisaje seco y sombrío del desierto y ocupa el centro el verdor y la belleza de Galilea. Jesús abandona Nazaret y se desplaza a Cafarnaún, a la ribera del lago. Todo sugiere la aparición de una vida nueva. Mateo recuerda que estamos en la «Galilea de los gentiles». Ya sabe que Jesús ha predicado en las sinagogas judías de aquellas aldeas y no se ha movido entre paganos. Pero Galilea es cruce de caminos; 82

Cafarnaún, una ciudad abierta al mar. Desde aquí llegará la salvación a todos los pueblos. De momento, la situación es trágica. Inspirándose en un texto del profeta Isaías, Mateo ve que «el pueblo habita en tinieblas». Sobre la tierra «hay sombras de muerte». Reina la injusticia y el mal. La vida no puede crecer. Las cosas no son como las quiere Dios. Aquí no reina el Padre. Sin embargo, en medio de las tinieblas, el pueblo va a empezar a ver «una luz grande». Entre las sombras de muerte «empieza a brillar una luz». Eso es siempre Jesús: una luz grande que brilla en el mundo. Según Mateo, Jesús comienza su predicación con un grito: «Convertíos». Esta es su primera palabra. Es la hora de la conversión. Hay que abrirse al reino de Dios. No quedarse «sentados en las tinieblas», sino «caminar en la luz». Dentro de la Iglesia hay una «gran luz». Es Jesús. En él se nos revela Dios. No lo hemos de ocultar con nuestro protagonismo. No lo hemos de suplantar con nada. No lo hemos de convertir en doctrina teórica, en 83

teología fría o en palabra aburrida. Si la luz de Jesús se apaga, los cristianos nos convertiremos en lo que tanto temía Jesús: «unos ciegos que tratan de guiar a otros ciegos». Por eso también hoy esa es la primera palabra que tenemos que escuchar: «Convertíos»; recuperad vuestra identidad cristiana; volved a vuestras raíces; ayudad a la Iglesia a pasar a una nueva etapa de cristianismo más fiel a Jesús; vivid con nueva conciencia de seguidores; poneos al servicio del reino de Dios. ¿EN QUÉ HEMOS DE CAMBIAR? No es difícil resumir el mensaje de Jesús: Dios no es un ser indiferente y lejano, que se mueve en su mundo, interesado solo por su honor y sus derechos. Es alguien que busca para todos lo mejor. Su fuerza salvadora está actuando en lo más hondo de la vida. Solo quiere la colaboración de sus criaturas para conducir al mundo a su plenitud: «El reino de Dios está cerca. Cambien». Pero, ¿qué es colaborar en el proyecto de Dios?, ¿en qué hay que cambiar? La llamada de Jesús no se dirige solo a los «pecadores» para 84

que abandonen su conducta y se parezcan un poco más a los que ya observan la ley de Dios. No es eso lo que le preocupa. Jesús se dirige a todos, pues todos tienen que aprender a actuar de manera diferente. Su objetivo no es que en Israel se viva una religión más fiel a Dios, sino que sus seguidores introduzcan en el mundo una nueva dinámica: la que responde al proyecto de Dios. Señalaré los puntos clave. Primero. La compasión ha de ser siempre el principio de actuación. Hay que introducir en el mundo compasión hacia los que sufren: «Sed compasivos como es vuestro Padre». Sobran las grandes palabras que hablan de justicia, igualdad o democracia. Sin compasión hacia los últimos no son nada. Sin ayuda práctica a los desgraciados de la tierra no hay progreso humano. Segundo. La dignidad de los últimos ha de ser la primera meta. «Los últimos serán los primeros». Hay que imprimir a la historia una nueva dirección. Hay que poner la cultura, la economía, las democracias y las Iglesias mirando hacia los que no pueden vivir de manera digna. 85

Tercero. Hay que impulsar un proceso de curación que libere a la humanidad de lo que la destruye y degrada: «Id y curad». Jesús no encontró un lenguaje mejor. Lo decisivo es curar, aliviar el sufrimiento, sanear la vida, construir una convivencia orientada hacia una vida más sana, digna y dichosa para todos, alcanzará su plenitud en el encuentro definitivo con Dios. Esta es la herencia de Jesús. Nunca en ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios, si no es liberando a los últimos de su humillación y sufrimiento. Nunca será bendecida por Dios ninguna religión, si no busca justicia para ellos. NUNCA ES TARDE No nos gusta hablar de conversión. Casi instintivamente pensamos en algo triste, penoso, muy unido a la penitencia, la mortificación y el ascetismo. Un esfuerzo casi imposible para el que no nos sentimos ya con humor ni con fuerzas. 86

Sin embargo, si nos detenemos ante el mensaje de Jesús, escuchamos, antes que nada, una llamada alentadora para cambiar nuestro corazón y aprender a vivir de una manera más humana, porque Dios está cerca y quiere sanar nuestra vida. La conversión de la que habla Jesús no es algo forzado. Es un cambio que va creciendo en nosotros a medida que vamos cayendo en la cuenta de que Dios es alguien que quiere hacer nuestra vida más humana y feliz. Porque convertirse no es, antes que nada, intentar hacerlo todo mejor, sino sabernos encontrar por ese Dios que nos quiere mejores y más humanos. No se trata solo de «hacerse buena persona», sino de volver a aquel que es bueno con nosotros. Por eso, la conversión no es algo triste, sino el descubrimiento de la verdadera alegría. No es dejar de vivir, sino sentirnos más vivos que nunca. Descubrir hacia dónde hemos de vivir. Comenzar a intuir todo lo que significa vivir. 87

Convertirse es algo gozoso. Es limpiar nuestra mente de egoísmos e intereses que empequeñecen nuestro vivir cotidiano. Liberar el corazón de angustias y complicaciones creadas por nuestro afán de poder y posesión. Liberarnos de objetos que no necesitamos y vivir para personas que nos necesitan. Uno comienza a convertirse cuando descubre que lo importante no es preguntarse cómo puedo ganar más dinero, sino cómo puedo ser más humano. No cómo puedo llegar a conseguir algo, sino cómo puedo llegar a ser yo mismo. Cuando escuchemos la llamada de Jesús: «Convertíos, porque está cerca el reino de Dios», pensemos que nunca es tarde para convertirnos, porque nunca es tarde para amar, nunca es tarde para ser más feliz, nunca es demasiado tarde para dejarse perdonar y renovar por Dios. PERDIDOS EN LA CRISIS RELIGIOSA Vivimos tiempos de crisis religiosa. Parece que la fe va quedando como ahogada en la conciencia de no pocas personas, reprimida por la 88

cultura moderna y por el estilo de vida del hombre de hoy. Pero, al mismo tiempo, es fácil observar que de nuevo se despierta en no pocos la búsqueda de sentido, el anhelo de una vida diferente, la necesidad de un Dios Amigo. Es cierto que se ha extendido entre nosotros un escepticismo generalizado ante los grandes proyectos y las grandes palabras. Ya no tienen eco los discursos religiosos que ofrecen «salvación» o «redención». Ha disminuido, hasta casi desaparecer, la esperanza misma de que pueda realmente oírse en alguna parte una Buena Noticia para la humanidad. Al mismo tiempo crece en no pocos la sensación de que hemos perdido la dirección acertada. Algo se hunde bajo nuestros pies. Nos estamos quedando sin metas ni puntos de referencia. Nos damos cuenta de que podemos solucionar «problemas», pero que somos cada vez menos capaces de resolver «el problema» de la vida. ¿No estamos más necesitados que nunca de salvación? 89

Vivimos también tiempos de «fragmentación». La vida se ha atomizado. Cada uno vive en su compartimento. Queda muy lejos aquel humanismo que buscaba la verdad y el sentido de totalidad. Hoy no se escucha a quien sabe de la vida, sino al especialista que sabe mucho de una parcela, pero lo ignora todo sobre el sentido de la existencia. Al mismo tiempo, no pocas personas comienzan a sentirse mal en este mundo vertiginoso de datos, informaciones y cifras. No podemos evitar los interrogantes eternos del ser humano. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿No hay dónde encontrar un sentido último a la vida? Son también tiempos de pragmatismo científico. El hombre moderno ha decidido (no se sabe por qué) que solo existe lo que puede comprobar la ciencia. No hay más. Lo que a ella se le escapa, sencillamente no existe. Naturalmente, en este planteamiento tan simple como poco científico, Dios no tiene cabida, y la fe religiosa queda relegada al mundo desfasado de los no progresistas. Sin embargo, son muchos los que van tomando conciencia de que este planteamiento se queda muy corto, pues no responde a la realidad. 90

La vida no es un «gran mecano», ni el hombre solo «una pieza» de un mundo que pueda ser desentrañado por la ciencia. Por todas partes se presiente el misterio: en el interior del ser humano, en la inmensidad del cosmos, en la historia de la humanidad. Por eso surge de nuevo la sospecha: ¿no serán justamente las «cuestiones» sobre las que la ciencia guarda silencio las que constituyen el sentido de la vida? ¿No será un grave error olvidar la respuesta al misterio de la existencia? ¿No es una tragedia prescindir tan ingenuamente de Dios? Mientras tanto siguen ahí las palabras de Jesús: «Convertíos, porque está cerca el reino de Dios». SEGUIR A JESÚS Si preguntáramos a los cristianos qué entienden por fe, descubriríamos que, para muchos, la fe se reduce a pertenecer a la Iglesia, confesar el credo, adherirse a la moral católica y cumplir los ritos cultuales prescritos. En las primeras comunidades nos hubieran respondido que ser cristiano es «seguir» a Jesús. Ese es el término casi técnico que 91

emplean los primeros creyentes. Cristiano es aquel que se esfuerza por construir su vida siguiendo las huellas de Jesús. Es lo que hacen aquellos pescadores de Galilea respondiendo a su llamada. Quizá, después de veinte siglos, los cristianos necesitamos recordar de nuevo que el elemento esencial y primero de la fe cristiana consiste en seguir a Jesucristo. Pero hemos de entender bien este seguimiento. No se trata de una postura infantil e inmadura de imitación en la que falta espíritu creador. Seguir a Jesús es, más bien, inspirarse en él para continuar hoy de manera responsable la obra apasionante comenzada por él y con él. Asumir las grandes actitudes que dieron sentido a su vida y vivirlas hoy en nuestro propio contexto histórico de manera creativa. Considerada así, la fe cristiana adquiere otro dinamismo y otra vitalidad. Ser cristiano es ir descubriendo poco a poco el significado salvador que se encierra en Jesús, irnos identificando con las actitudes fundamentales que dieron sentido a su existencia, ir adquiriendo su «estilo de vida». 92

Seguir a Jesús es creer lo que él creyó, dar importancia a lo que él se la dio, interesarnos por lo que él se interesó, defender la causa que él defendió, mirar a las personas como él las miró, acercarnos a los necesitados como él lo hizo, amar a las gentes como él las amó, confiar en el Padre como él confió, enfrentarnos a la vida con la esperanza con que él se enfrentó. Los primeros creyentes entendieron la vida cristiana como una aventura constante de renovación, un irse haciendo «hombres nuevos». Si la fe consiste en seguir a Jesús, hemos de preguntarnos todos sinceramente a quién seguimos en nuestra vida, qué mensajes escuchamos, a qué líderes nos adherimos, qué causas defendemos y a qué intereses obedecemos, al mismo tiempo que pretendemos ser cristianos, es decir, «seguidores» de Jesucristo.

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7 BIENAVENTURANZAS Al ver Jesús al gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos, y él se puso a hablar enseñándoles: -Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán «los hijos de Dios». Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. 94

Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estén alegres y contentos, porque su recompensa será grande en el cielo (Mateo 5,1-120). LA FELICIDAD DE JESÚS No es difícil dibujar el perfil de una persona feliz en la sociedad que conoció Jesús. Se trataría de un varón adulto y de buena salud, casado con una mujer honesta y fecunda, con hijos varones y unas tierras ricas, observante de la religión y respetado en su pueblo ¿Qué más se podía pedir? Ciertamente no era este el ideal que animaba a Jesús. Sin esposa ni hijos, sin tierras ni bienes, recorriendo Galilea como un vagabundo, su vida no respondía a ningún tipo de felicidad convencional. Su manera de vivir era provocativa. Si era feliz, lo era de manera contracultural, a contrapelo de lo establecido. En realidad, no pensaba mucho en su felicidad. Su vida giraba más bien en torno a un proyecto que le entusiasmaba y le hacía vivir 95

intensamente. Lo llamaba «reino de Dios». Al parecer, era feliz cuando podía hacer felices a otros. Se sentía bien devolviendo a la gente la salud y la dignidad que se les había arrebatado injustamente. No buscaba su propio interés. Vivía creando nuevas condiciones de felicidad para todos. No sabía ser feliz sin incluir a los otros. A todos proponía criterios nuevos, más libres y radicales, para hacer un mundo más digno y dichoso. Creía en un «Dios feliz», el Dios creador que mira a todas sus criaturas con amor entrañable, el Dios amigo de la vida y no de la muerte, más atento al sufrimiento de las gentes que a sus pecados. Desde la fe en ese Dios rompía los esquemas religiosos y sociales. No predicaba: «Felices los justos y piadosos, porque recibirán el premio de Dios». No decía: «Felices los ricos y poderosos, porque cuentan con su bendición». Su grito era desconcertante para todos: «Felices los pobres, porque Dios será su felicidad». La invitación de Jesús viene a decir así: «No busquéis la felicidad en la satisfacción de vuestros intereses ni en la práctica interesada de 96

vuestra religión. Sed felices trabajando de manera fiel y paciente por un mundo más feliz para todos». ESCUCHAR DE CERCA LAS BIENAVENTURANZAS Cuando Jesús sube a la montaña y se sienta para anunciar las bienaventuranzas, hay un gentío en aquel entorno, pero solo «los discípulos se acercan» a él para escuchar mejor su mensaje. ¿Qué escuchamos hoy los discípulos de Jesús si nos acercamos a él? Dichosos «los pobres de espíritu», los que saben vivir con poco, confiando siempre en Dios. Dichosa una Iglesia con alma de pobre porque tendrá menos problemas, estará más atenta a los necesitados y vivirá el evangelio con más libertad. De ella es el reino de Dios. Dichosos «los sufridos», los que viven con corazón benévolo y clemente. Dichosa una Iglesia llena de mansedumbre. Será un regalo para este mundo lleno de violencia. Ella heredará la tierra prometida. Dichosos «los que lloran», porque padecen injustamente sufrimientos y marginación. Con ellos se puede crear un mundo mejor y más digno. 97

Dichosa la Iglesia que sufre por ser fiel a Jesús. Un día será consolada por Dios. Dichosos «los que tienen hambre y sed de justicia», los que no han perdido el deseo de ser más justos ni el afán de hacer un mundo más digno. Dichosa la Iglesia que busca con pasión el reino de Dios y su justicia. En ella alentará lo mejor del espíritu humano. Un día su anhelo será saciado. Dichosos «los misericordiosos» que actúan, trabajan y viven movidos por la compasión. Son los que, en la tierra, más se parecen al Padre del cielo. Dichosa la Iglesia a la que Dios le arranca el corazón de piedra y le da un corazón de carne. Ella alcanzará misericordia. Dichosos «los que trabajan por la paz» con paciencia y fe, buscando el bien para todos. Dichosa la Iglesia que introduce en el mundo paz y no discordia, reconciliación y no enfrentamiento. Ella será «hija de Dios». Dichosos los que, «perseguidos a causa de la justicia», responden con mansedumbre a las injusticias y ofensas. Ellos nos ayudan a vencer 98

el mal con el bien. Dichosa la Iglesia perseguida por seguir a Jesús. De ella es el reino de Dios. CONTENIDO INAGOTABLE Quien se acerca una y otra vez a las bienaventuranzas de Jesús advierte que su contenido es inagotable. Siempre tienen resonancias nuevas. Siempre encontramos en ellas una luz diferente para el momento que estamos viviendo. Así «resuenan» hoy en mí las palabras de Jesús. Felices los pobres de espíritu, los que saben vivir con poco. Tendrán menos problemas, estarán más atentos a los necesitados y vivirán con más libertad. El día en que lo entendamos seremos más humanos. Felices los mansos, los que vacían su corazón de violencia y agresividad. Son un regalo para nuestro mundo violento. Cuando todos lo hagamos, podremos convivir en verdadera paz. Felices los que lloran al ver sufrir a otros. Son gente buena. Con ellos se puede construir un mundo más fraterno y solidario. 99

Felices los que tienen hambre y sed de justicia, los que no han perdido el deseo de ser más justos ni la voluntad de hacer una sociedad más digna. En ellos alienta lo mejor del espíritu humano. Felices los misericordiosos, los que saben perdonar en lo hondo de su corazón. Solo Dios conoce su lucha interior y su grandeza. Ellos son los que mejor nos pueden acercar a la reconciliación. Felices los que mantienen su corazón limpio de odios, engaños e intereses ambiguos. Se puede confiar en ellos para construir el futuro. Felices los que trabajan por la paz con paciencia y con fe. Sin desalentarse ante los obstáculos y dificultades, y buscando siempre el bien de todos. Los necesitamos para reconstruir la convivencia. Felices los que son perseguidos por actuar con justicia y responden con mansedumbre a las injurias y ofensas. Ellos nos ayudan a vencer el mal con el bien. Felices los que son insultados, perseguidos y calumniados por seguir fielmente la trayectoria de Jesús. Su sufrimiento no se perderá inútilmente. 100

Deformaríamos, sin embargo, el sentido de estas bienaventuranzas si no añadiéramos algo que se subraya en cada una de ellas. Con bellas expresiones Jesús pone ante sus ojos a Dios como garante último de la dicha humana. Quienes vivan inspirándose en este programa de vida, un día «serán consolados», «quedarán saciados de justicia», «alcanzarán misericordia», «verán a Dios» y disfrutarán eternamente en su reino. EL DIOS DE LOS QUE SUFREN Si algo aparece claro en las bienaventuranzas es que Dios es de los pobres, los oprimidos, los que lloran y sufren. Dios no es insensible al sufrimiento. No es apático. Dios «sufre donde sufre el amor» (Jürgen Moltmann). Por eso, el futuro proyectado y querido por Dios pertenece a quienes sufren, porque apenas hay un lugar para ellos ni en la sociedad ni en el corazón de los hermanos. Son bastantes los pensadores que creen observar un aumento creciente de la apatía en la sociedad moderna. Parece estar creciendo nuestra incapacidad para percibir el sufrimiento ajeno. Es la actitud del 101

ciego que ya no percibe el dolor. El embotamiento de quien permanece insensible ante el sufrimiento. De mil maneras vamos evitando la relación y el contacto con los que sufren. Levantamos muros que nos separan de la experiencia y la realidad del sufrimiento ajeno. Nos mantenemos lo más lejos posible del dolor. Nos preocupamos de lo nuestro y vivimos «asépticamente» en nuestro mundo privado, después de colocar el correspondiente «Do not disturb». Por otra parte, la organización de la vida moderna parece ayudar a encubrir la miseria y soledad de las gentes, ocultando el sufrimiento. Raramente experimentamos de forma sensible e inmediata el sufrimiento y la angustia de los otros. No es frecuente encontrarse de cerca con el rostro perdido de un hombre marginado. No tocamos la soledad y la desesperación del que vive junto a nosotros. Hemos reducido los problemas humanos a números y datos. Contemplamos el sufrimiento ajeno de forma indirecta, a través de la 102

pantalla televisiva. Corremos cada uno a nuestras ocupaciones, sin tiempo para detenernos ante quien sufre. En medio de esta apatía social se hace todavía más significativa la fe cristiana en un «Dios amigo de los que sufren», un Dios crucificado, que ha querido sufrir junto a los abandonados de este mundo: el Dios de las bienaventuranzas. «Podemos cambiar las condiciones sociales bajo las cuales sufren los hombres... Podemos hacer retroceder y suprimir incluso el sufrimiento, que aun hoy se produce para provecho de unos pocos. Pero en todos esos caminos tropezamos con fronteras que no se dejan traspasar. No solo la muerte... También el embrutecimiento y la falta de sensibilidad. El único medio de traspasar estas fronteras consiste en compartir el dolor con los que sufren, no dejarlos solos y hacer más fuerte su grito» (Dorothee Solle). ES BUENO CREER A menudo se piensa que la fe es algo que tiene que ver con la salvación eterna del ser humano, pero no con la felicidad concreta de cada día, 103

que es lo que ahora mismo nos interesa. Más aún. Hay quienes sospechan que sin Dios y sin religión seríamos más dichosos. Por eso es saludable recordar algunas convicciones cristianas que han podido quedar olvidadas o encubiertas por una presentación desacertada o insuficiente de la fe. He aquí algunas. Dios nos ha creado solo por amor, no para su propio provecho o pensando en su interés, sino buscando nuestra dicha. A Dios lo único que le interesa es nuestro bien. Dios quiere nuestra felicidad no solo a partir de la muerte, en lo que llamamos «vida eterna», sino ahora mismo, en esta vida. Por eso está presente en nuestra existencia potenciando nuestro bien, nunca nuestro daño. Dios respeta las leyes de la naturaleza y la libertad del ser humano. No fuerza ni la libertad humana ni la creación. Pero está junto a nosotros apoyando nuestra lucha por una vida más humana y atrayendo nuestra libertad hacia el bien. Por eso, en cada momento contamos con la gracia de Dios para ser lo más dichosos posible. 104

La moral no consiste en cumplir unas leyes impuestas arbitrariamente por Dios. Si él quiere que escuchemos las exigencias morales que llevamos dentro del corazón es porque su cumplimiento es bueno para nosotros. Dios no prohíbe lo que es bueno para el ser humano ni obliga a lo que puede ser dañoso. Solo quiere nuestro bien. Convertirse a Dios no significa decidirse por una vida más infeliz y fastidiosa, sino orientar la propia libertad hacia una existencia más humana, más sana y, en definitiva, más dichosa, aunque ello exija sacrificios y renuncia. Ser feliz siempre tiene sus exigencias. Ser cristiano es aprender a «vivir bien» siguiendo el camino abierto por Jesús. Las bienaventuranzas son el núcleo más significativo y «escandaloso» de ese camino. Hacia la felicidad se camina con corazón sencillo y transparente, con hambre y sed de justicia, trabajando por la paz con entrañas de misericordia, soportando el peso del camino con mansedumbre. Este camino diseñado en las bienaventuranzas lleva a conocer ya en esta tierra la felicidad vivida y experimentada por el mismo Jesús. 105

8 VOSOTROS SON LA SAL DE LA TIERRA Dijo Jesús a sus discípulos: -Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a su Padre, que está en el cielo (Mateo 5,13-16). SI LA SAL SE VUELVE SOSA… Pocos escritos pueden sacudir hoy el corazón de los creyentes con tanta fuerza como el pequeño libro de Paul Evdokimov El amor loco de Dios. Con fe ardiente y palabras de fuego, el teólogo de San 106

Petersburgo pone al descubierto nuestro cristianismo rutinario y satisfecho. Así ve P. Evdokimov el momento actual: «Los cristianos han hecho todo lo posible para esterilizar el evangelio; se diría que lo han sumergido en un líquido neutralizante. Se amortigua todo lo que impresiona, supera o invierte. Convertida así en algo inofensivo, esta religión aplanada, prudente y razonable, el hombre no puede sino vomitarla». ¿De dónde procede este cristianismo inoperante y amortiguado? Las críticas del teólogo ortodoxo no se detienen en cuestiones secundarias, sino que apuntan a lo esencial. La Iglesia aparece a sus ojos no como «un organismo vivo de la presencia real de Cristo», sino como una organización estática y «un lugar de autonutrición». Los cristianos no tienen sentido de la misión, y la fe cristiana «ha perdido extrañamente su cualidad de fermento». El evangelio vivido por los cristianos de hoy «no encuentra más que la total indiferencia». 107

Según Evdokimov, los cristianos han perdido contacto con el Dios vivo de Jesucristo y se pierden en disquisiciones doctrinales. Se confunde la verdad de Dios con las fórmulas dogmáticas, que en realidad solo son «iconos» que invitan a abrirnos al Misterio santo de Dios. El cristianismo se desplaza hacia lo exterior y periférico, cuando Dios habita en lo profundo. Se busca entonces un cristianismo rebajado y cómodo. Como decía Marcel More, «los cristianos han encontrado la manera de sentarse, no sabemos cómo, de forma confortable en la cruz». Se olvida que el cristianismo «no es una doctrina, sino una vida, una encarnación». Y cuando en la Iglesia ya no brilla la vida de Jesús, apenas se constata diferencia alguna con el mundo. La Iglesia «se convierte en espejo fiel del mundo», al que ella reconoce como «carne de su carne». Muchos reaccionarán, sin duda, poniendo matices y reparos a una denuncia tan contundente, pero es difícil no reconocer el fondo de verdad hacia el que apunta Evdokimov: en la Iglesia falta santidad, fe viva, contacto con Dios. Faltan santos que escandalicen porque 108

encarnan «el amor loco de Dios», faltan testigos vivos del evangelio de Jesucristo. Las páginas ardientes del teólogo ruso no hacen sino recordar las de Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿ con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente». ¿Dónde está la sal? Con una pincelada no exenta de humor, Jesús define a sus seguidores con un rasgo al que los cristianos hemos prestado probablemente poca atención. Jesús ve a sus discípulos como hombres y mujeres llamados a ser «sal de la tierra». Gentes que ponen sal en la vida. «Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?». Los especialistas han ahondado en los diversos aspectos del simbolismo religioso de la sal, muy extendido en el mundo antiguo. La sal aparece como imagen de lo que purifica, lo que da sabor, lo que conserva y da vida a los alimentos. Probablemente, las gentes sencillas que escuchaban a Jesús captaban en toda su frescura el simbolismo 109

encerrado en la sal, y entendían que el evangelio puede poner en la vida del ser humano un sabor y una «gracia» desconocidos. El teólogo norteamericano Harvey Cox decía hace años que el hombre occidental «ha ganado todo el mundo y ha perdido su alma. Ha comprado la prosperidad al precio de un vertiginoso empobrecimiento de sus elementos vitales». El tedio, el aburrimiento, el sinsentido de la vida parecen amenazar a muchos. Las raíces de este fenómeno son, sin duda, complejas. Parece que la sociedad industrial nos ha hecho más productivos, metódicos y organizados, pero también menos festivos, lúdicos e imaginativos. Los análisis de los observadores nos hablan de que el talante festivo, la ternura, la fantasía, la creatividad o el gozo del compartir «se hallan en estado lamentable». Con frecuencia buscamos angustiosa y obsesivamente pasarlo bien, sin encontrar dentro de nosotros una verdadera fuente de vida. Quizá hemos caído en «una anemia de vida interior» que nos impide 110

experimentar y vivir la vida de cada momento de manera más intensa, gozosa y fecunda. ¿Dónde está la sal de los creyentes? ¿Dónde hay creyentes capaces de contagiar su entusiasmo a los demás? ¿No se nos ha vuelto sosa la fe? Necesitamos redescubrir que la fe es sal que puede hacernos vivir de manera nueva todo: la convivencia y la soledad, la alegría y la tristeza, el trabajo y la fiesta. DAR SABOR A LA VIDA Una de las tareas más urgentes de la Iglesia de hoy y de siempre es conseguir que la fe llegue a los hombres como «buena noticia». Con frecuencia entendemos la evangelización como una tarea casi exclusivamente doctrinal. Evangelizar sería llevar la doctrina de Jesucristo a aquellos que todavía no la conocen o la conocen de manera insuficiente. Entonces nos preocupamos de asegurar la enseñanza religiosa y la propagación de la fe frente a otras ideologías y corrientes de opinión. Buscamos hombres y mujeres bien formados, que conozcan 111

perfectamente el mensaje cristiano y lo transmitan de manera correcta. Tratamos de mejorar nuestras técnicas y organización pastoral. Naturalmente, todo esto es importante, pues la evangelización implica anunciar el mensaje de Jesucristo. Pero no es esto lo único ni lo más decisivo. Evangelizar no significa solo anunciar verbalmente una doctrina, sino hacer presente en la vida de las gentes la fuerza humanizadora, liberadora y salvadora que se encierra en el acontecimiento y la persona de Jesucristo. Entendida así la evangelización, lo más importante no es contar con medios poderosos y eficaces de propaganda religiosa, sino saber actuar con el estilo liberador de Jesús. Lo decisivo no es tener hombres y mujeres bien formados doctrinalmente, sino poder contar con testigos vivientes del evangelio. Creyentes en cuya vida se pueda ver la fuerza humanizadora y salvadora que encierra el evangelio cuando es acogido con convicción y de manera responsable. 112

Los cristianos hemos confundido muchas veces la evangelización con el deseo de que se acepte socialmente «nuestro cristianismo». Las palabras de Jesús llamándonos a ser «sal de la tierra» y «luz del mundo» nos obligan a hacernos preguntas muy graves. ¿Somos los creyentes una «buena noticia» para alguien? Lo que se vive en nuestras comunidades cristianas, lo que se observa entre los creyentes, ¿es «buena noticia» para la gente de hoy? ¿Ponemos los cristianos en la actual sociedad algo que dé sabor a la vida, algo que purifique, sane y libere de la descomposición espiritual y del egoísmo brutal e insolidario? ¿Vivimos algo que pueda iluminar a las gentes en estos tiempos de incertidumbre, ofreciendo una esperanza y un horizonte nuevo a quienes buscan salvación? LA LUZ DE LAS BUENAS OBRAS Los seres humanos tendemos a aparecer ante los demás como más inteligentes, más buenos, más nobles de lo que realmente somos. Nos pasamos la vida tratando de aparentar ante los demás y ante nosotros mismos una perfección que no poseemos. 113

Los psicólogos dicen que esta tendencia se debe, sobre todo, al deseo de afirmarnos ante nosotros mismos y ante los otros, para defendernos así de su posible superioridad. Nos falta la verdad de «las buenas obras», y llenamos nuestra vida de palabrería y de toda clase de disquisiciones. No somos capaces de dar al hijo un ejemplo de vida digna, y nos pasamos los días exigiéndole lo que nosotros no vivimos. No somos coherentes con nuestra fe cristiana, y tratamos de justificamos criticando a quienes han abandonado la práctica religiosa. No somos testigos del evangelio, y nos dedicamos a predicarlo a otros. Tal vez hayamos de comenzar por reconocer pacientemente nuestras incoherencias, para presentar a los demás solo la verdad de nuestra vida. Si tenemos el coraje de aceptar nuestra mediocridad, nos abriremos más fácilmente a la acción de ese Dios que puede transformar todavía nuestra vida. Jesús habla del peligro de que «la sal se vuelva sosa». San Juan de la Cruz lo dice de otra manera: «Dios os libre que se comience a 114

envanecer la sal, que aunque más parezca que hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios». Para ser «sal de la tierra», lo importante no es el activismo, la agitación, el protagonismo superficial, sino «las buenas obras» que nacen del amor y de la acción del Espíritu en nosotros. Con qué atención deberíamos escuchar hoy en la Iglesia estas palabras del mismo Juan de la Cruz: «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos y piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios... si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración». De lo contrario, según el místico doctor, «todo es martillear y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aún a veces daño». En medio de tanta actividad y agitación, ¿dónde están nuestras «buenas obras»? Jesús decía a sus discípulos: «Alumbre vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria al Padre». 115

CONTRA LA CORRUPCIÓN Un día sí y otro también saltan a los medios de comunicación nuevos casos de corrupción y fraudes escandalosos. No son hechos que han brotado de pronto entre nosotros, sino el resultado lamentable de una contradicción que ha acompañado la gestación de la moderna sociedad democrática desde sus orígenes. Por una parte, la filosofía democrática proclama y postula libertad e igualdad para todos. Pero, por otra, un pragmatismo económico salvaje, orientado hacia el logro del máximo beneficio, segrega en el interior de esa misma sociedad democrática desigualdad y explotación de los más débiles. Este es el principal caldo de cultivo de la corrupción actual. Como dice el escritor italiano Claudio Magris, «vivimos la vida como una rapiña». Seguimos defendiendo los valores democráticos de libertad, igualdad y solidaridad para todos, pero lo que importa es ganar dinero como sea. El «todo vale» con tal de obtener beneficios va corrompiendo las 116

conductas, viciando las instituciones y vaciando de contenido nuestras solemnes proclamas. Se confunde el progreso con el bienestar creciente de los afortunados. La actividad económica, sustentada por un espíritu de lucro salvaje, termina por olvidar que su meta es elevar el nivel humano de todos los ciudadanos. Todo se sacrifica al «dios» del interés económico: el derecho de toda persona al trabajo y a una vida digna, la transparencia y honestidad en la función pública, la verdad de la información o el nivel cultural y educativo de la televisión. ¿Hay alguna «sal» capaz de preservarnos de tanta corrupción? Se pide investigación y aplicación rigurosa de la justicia. Se piensa en nuevas medidas sociales y políticas. Pero nos faltan personas capaces de sanear esta sociedad introduciendo en ella honestidad. Hombres y mujeres que no se dejen corromper ni por la ambición del dinero ni por el atractivo del éxito fácil. «Vosotros sois la sal de la tierra». Estas palabras dirigidas por Jesús a los que creen en él tienen contenidos muy concretos hoy. Son un 117

llamamiento a mantenernos libres frente a la idolatría del dinero, y frente al bienestar material cuando este esclaviza, corrompe y produce marginación. Una llamada a desarrollar la solidaridad responsable frente a tantos corporativismos interesados. Una invitación a introducir compasión en una sociedad despiadada que parece reprimir cada vez más «la civilización del corazón».

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9 AMOR AL ENEMIGO Dijo Jesús a sus discípulos: -Sabéis que está mandando: «Ojo por ojo, diente por diente». Pues yo os digo: no hagáis frente al que los agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehuyas. Han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo». Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de su Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo 119

mismo también los paganos? Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5,38-48). AMAR AL ENEMIGO «Amad a sus enemigos, haced el bien a los que os aborrecen». ¿Qué podemos hacer los creyentes de hoy ante estas palabras de Jesús? ¿Suprimirlas del evangelio? ¿Borrarlas del fondo de nuestra conciencia? ¿Dejarlas para tiempos mejores? No cambia mucho, en las diferentes culturas, la postura básica de los seres humanos ante el «enemigo», es decir, ante alguien de quien solo se han de esperar daños y peligros. El ateniense Lisias (siglo v a. C) expresa la concepción vigente en la antigüedad griega con una fórmula que sería bien acogida en nuestros tiempos: «Considero como norma establecida que uno tiene que procurar hacer daño a sus enemigos y ponerse al servicio de sus amigos». Por eso hemos de destacar la importancia revolucionaria que se encierra en el mandato evangélico del amor al enemigo, considerado 120

por los especialistas como el exponente más diáfano del mensaje cristiano. Cuando Jesús habla del amor al enemigo, no está pensando en un sentimiento de afecto y cariño hacia él, menos aún en una entrega apasionada, sino en una relación radicalmente humana, de interés positivo por su persona. Este es el pensamiento de Jesús. La persona es humana cuando el amor está en la base de toda su actuación. Y ni siquiera la relación con el enemigo ha de ser una excepción. Quien es humano hasta el final descubre y respeta la dignidad humana del enemigo, por muy desfigurada que pueda aparecer ante nuestros ojos. No adopta ante él una postura excluyente de maldición, sino una actitud positiva de interés real por su bien. Es precisamente este amor universal que alcanza a todos y busca realmente el bien de todos, sin exclusiones, la aportación más positiva y humana que puede introducir el cristiano en la sociedad violenta de nuestros días. 121

Este amor al enemigo parece casi imposible en el clima de indignada crispación que se vive en ciertas situaciones. Solo recordar las palabras evangélicas puede resultar irritante. Y, sin embargo, es necesario hacerla si queremos vemos libres de la deshumanización que generan el odio y la venganza. Hay dos cosas que los cristianos podemos y debemos recordar hoy en medio de esta sociedad, aun al precio de ser rechazados. Amar al delincuente injusto y violento no significa en absoluto dar por buena su actuación injusta y violenta. Por otra parte, condenar de manera tajante la injusticia y crueldad de la violencia no debe llevar necesariamente al odio hacia quienes la instigan o llevan a cabo. INCLUSO A LOS ENEMIGOS Es innegable que vivimos en una situación paradójica. «Mientras más aumenta la sensibilidad ante los derechos pisoteados o injusticias violentas, más crece el sentimiento de tener que recurrir a una violencia brutal o despiadada para llevar a cabo los profundos cambios que se 122

anhelan». Así decía hace unos años, en su documento final, la Asamblea General de los Provinciales de la Compañía de Jesús. No parece haber otro camino para resolver los problemas que el recurso a la violencia. No es extraño que las palabras de Jesús resuenen en nuestra sociedad como un grito ingenuo además de discordante: «Amad a sus enemigos, haced el bien a los que os aborrecen». Y, sin embargo, quizá es la palabra que más necesitamos escuchar en estos momentos en que, sumidos en la perplejidad, no sabemos qué hacer en concreto para ir arrancando del mundo la violencia. Alguien ha dicho que «los problemas que solo pueden resolverse con violencia deben ser planteados de nuevo» (F. Hacker). Y es precisamente aquí donde tiene mucho que aportar también hoy el evangelio de Jesús, no para ofrecer soluciones técnicas a los conflictos, pero sí para descubrirnos en qué actitud hemos de abordarlos. Hay una convicción profunda en Jesús. Al mal no se le puede vencer a base de odio y violencia. Al mal se le vence solo con el bien. Como 123

decía Martin Luther King, «el último defecto de la violencia es que genera una espiral descendente que destruye todo lo que engendra. En vez de disminuir el mal, lo aumenta». Jesús no se detiene a precisar si, en alguna circunstancia concreta, la violencia puede ser legítima. Más bien nos invita a trabajar y luchar para que no lo sea nunca. Por eso es importante buscar siempre caminos que nos lleven hacia la fraternidad y no hacia el fratricidio. Amar a los enemigos no significa tolerar las injusticias y retirarse cómodamente de la lucha contra el mal. Lo que Jesús ha visto con claridad es que no se lucha contra el mal cuando se destruye a las personas. Hay que combatir el mal, pero sin buscar la destrucción del adversario. Pero no olvidemos algo importante. Esta llamada a renunciar a la violencia debe "dirigirse no tanto a los débiles, que apenas tienen poder ni acceso alguno a la violencia destructora, sino sobre todo a quienes manejan el poder, el dinero o las armas, y pueden por ello oprimir violentamente a los más débiles e indefensos. 124

LA NO VIOLENCIA Los cristianos no siempre sabemos captar algo que Gandhi descubrió con gozo al leer el evangelio: la profunda convicción de Jesús de que solo la no violencia puede salvar a la humanidad. Después de su encuentro con Jesús, Gandhi escribía estas palabras: «Leyendo toda la historia de esta vida... me parece que el cristianismo está todavía por realizar... Mientras no hayamos arrancado de raíz la violencia de la civilización, Cristo no ha nacido todavía». La vida entera de Jesús ha sido una llamada a resolver los problemas de la humanidad por caminos no violentos. La violencia tiende siempre a destruir; pretende solucionar los problemas de la convivencia arrasando al que considera enemigo, pero no hace sino poner en marcha una reacción en cadena que no tiene fin. Jesús llama a «hacer violencia a la violencia». El verdadero enemigo hacia el que tenemos que dirigir nuestra agresividad no es el otro, sino nuestro propio «yo» egoísta, capaz de destruir a quien se nos opone.

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Es una equivocación creer que el mal se puede detener con el mal y la injusticia con la injusticia. El respeto total al ser humano, tal como lo entiende Jesús, está pidiendo un esfuerzo constante por suprimir la mutua violencia y promover el diálogo y la búsqueda de una convivencia siempre más justa y fraterna. Los cristianos hemos de preguntarnos por qué no hemos sabido extraer del Evangelio todas las consecuencias de la «no violencia» de Jesús, y por qué no le hemos dado el papel central que ha de ocupar en la vida y la predicación de la Iglesia. No basta con denunciar el terrorismo. No es suficiente sobrecogernos y mostrar nuestra repulsa cada vez que se atenta contra la vida. Día a día hemos de construir entre todos una sociedad diferente, suprimiendo de raíz «el ojo por ojo y diente por diente» y cultivando una actitud reconciliadora difícil, pero posible. Las palabras de Jesús nos interpelan y nos sostienen: «Amad a sus enemigos, haced el bien a los que os aborrecen».

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NO SOMOS INOCENTES «¿Qué sabéis vosotros de salvación los que nunca habéis pecado?». Con estas palabras fustigaba el escritor francés Georges Bernanos a determinados católicos de su tiempo, condenando su cristianismo de carácter fariseo, que siempre se cree limpio e inmaculado, sin necesidad alguna de conversión. A raíz de los brutales atentados de Madrid hemos podido escuchar condenas terribles del terrorismo, y silencio casi total sobre nuestra posible complicidad en su gestación. Al parecer, lo que sucede en el mundo es «una historia de buenos y malos». Nosotros, naturalmente, somos los buenos. Los cristianos somos más humanos que los musulmanes; los pueblos desarrollados, más justos que los que viven rozando la miseria. No es verdad. El terrorismo es, sin duda, un crimen execrable y sin justificación alguna. Pero es también un síntoma. No se produce porque un odio diabólico se ha apoderado de pronto de unos desalmados. Nace de la desesperación y del fanatismo, del miedo y del odio a los poderosos de 127

la tierra, de la impotencia ante los que quieren dominar a sus pueblos. Todo se mezcla de manera irracional. Pero tampoco nosotros somos inocentes. Hemos convertido el mundo en un «holocausto global». Cada año mueren de hambre muchos millones de personas, y nosotros queremos que nadie nos moleste. Seguimos desarrollando nuestro afán de supremacía y poder para asegurar nuestro propio bienestar, y pretendemos que en el mundo haya paz. Nosotros no necesitamos organizar «actos terroristas» para sembrar hambre y muerte en diferentes pueblos de la tierra. Lo hacemos desde nuestra política injusta e insolidaria. Ante la tragedia del 11-M hemos podido oír gritos magníficos de solidaridad: «Todos somos madrileños»; «todos íbamos en ese tren». Pero es insuficiente si no ensanchamos este grito aún más: «Todos somos iraquíes, palestinos o ruandeses»; «todos veníamos en esa patera». 128

Nuestra actitud sería diferente si viviéramos como hijos de un Padre bueno que «hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos». LA CORDIALIDAD No es la manifestación sensible de los sentimientos el mejor criterio para verificar el amor cristiano, sino el comportamiento solícito por el bien del otro. Por lo general, un servicio humilde al necesitado encierra, casi siempre, más amor que muchas palabras conmovedoras. Pero se ha insistido a veces tanto en el esfuerzo de la voluntad que hemos llegado a privar a la caridad de su contenido afectivo. Y, sin embargo, el amor cristiano que nace de lo profundo de la persona inspira también los sentimientos, y se traduce en afecto cordial. Amar al prójimo exige hacerle bien, pero significa también aceptarlo, respetarlo, valorar lo que hay en él de amable, hacerle sentir nuestra acogida y nuestro amor. La caridad cristiana induce a la persona a adoptar una actitud cordial de simpatía, solicitud y afecto, superando posturas de antipatía, indiferencia o rechazo. 129

Naturalmente, nuestro modo personal de amar viene condicionado por la sensibilidad, la riqueza afectiva o la capacidad de comunicación de cada uno. Pero el amor cristiano promueve la cordialidad, el afecto sincero y la amistad entre las personas. Esta cordialidad no es mera cortesía exterior exigida por la buena educación, ni simpatía espontánea que nace al contacto con las personas agradables, sino la actitud sincera y purificada de quien se deja vivificar por el amor cristiano. Tal vez no subrayamos hoy suficientemente la importancia que tiene el cultivo de esta cordialidad en el seno de la familia, en el ámbito del trabajo y en todas nuestras relaciones. Sin embargo, la cordialidad ayuda a las personas a sentirse mejor, suaviza las tensiones y conflictos, acerca posturas, fortalece la amistad, hace crecer la fraternidad. La cordialidad ayuda a liberarnos de sentimientos de indiferencia y rechazo, pues se opone directamente a nuestra tendencia a dominar, manipular o hacer sufrir al prójimo. Quienes saben comunicar afecto de 130

manera sana y generosa crean en su entorno un mundo más humano y habitable. Jesús insiste en desplegar esta cordialidad no solo ante el amigo o la persona agradable, sino incluso ante quien nos rechaza. Recordemos unas palabras suyas que revelan su estilo de ser: «Si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario?».

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10 DIOS O EL DINERO Dijo Jesús a sus discípulos: -Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: no estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, su Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca 132

fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer o qué vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos (Mateo 6,24-34). DIOS O EL DINERO Uno de los gritos más firmes de Jesús Y, al mismo tiempo, más escandalosos está recogido por Mateo con estos términos: «No podéis servir a Dios y al Dinero». El pensamiento de Jesús es de una lógica aplastante. Dios no puede reinar entre nosotros sino preocupándose de todos y haciendo justicia a los que nadie hace. Por tanto, Dios solo puede ser servido por aquellos que promueven la solidaridad y la fraternidad. En consecuencia, los ricos y privilegiados son llamados a compartir sus bienes con los necesitados. El Padre, que ama a todos sus hijos e 133

hijas, no puede ser servido por quien vive dominado por el dinero y olvidado de sus hermanos. Precisamente por eso, Jesús va a condenar duramente, a lo largo de su vida, a aquellos que acaparan y poseen más de lo necesario para vivir, sin preocuparse de los que junto a ellos padecen necesidad. Mientras siga habiendo pobres y necesitados, toda la riqueza que la persona acapara para sí misma, sin necesidad, es «injusta», porque está privando a otros de lo que necesitan. En el fondo, la riqueza de algunos solo puede mantenerse y crecer a costa de la pobreza de otros. Por eso, quien se afana por acrecentar su propio capital sin preocuparse de los necesitados está impidiendo el nacimiento de esa sociedad fraterna querida por Dios. O se sirve al Dios que quiere fraternidad entre todos sus hijos o se sirve al propio interés económico. De nada sirve afirmar que uno vive en actitud de desapego interior de unos bienes que disfruta cómodamente sin mayor preocupación por los demás. Cuando uno tiene «espíritu de pobre» y verdadero desapego 134

interior, busca compartir de alguna manera lo que tiene, para liberar a los necesitados de una pobreza deshumanizadora. Y no sirve tampoco pensar que los ricos siempre son los otros. Muchos de nosotros lo somos, en un grado u otro, pues rico es, en definitiva, el que sigue teniendo solo para sí más de lo que necesita, mientras otros carecen de lo indispensable. Algo falla en nuestra vida cristiana cuando somos capaces de vivir disfrutando despreocupadamente de nuestras cosas, sin sentirnos jamás interpelados por el mensaje de Jesús y las necesidades de los pobres. EL BECERRO DE ORO Los llamados «países libres» de Occidente somos más esclavos que nunca de un «capitalismo sin entrañas» que, para procurar el bienestar relativo de mil millones de personas, no duda en condenar a la miseria a los otros cuatro mil quinientos millones que pueblan la Tierra. Los datos nos dicen que, poco a poco, pero de manera inexorable, «el pastel se reparte cada vez entre menos bocas». Aquella Europa que 135

hace unos años ofrecía «acogida generosa» a trabajadores extranjeros que llegaban a realizar trabajos que nadie quería, dicta hoy «leyes de extranjería» para poner barreras infranqueables a los hambrientos que nosotros mismos estamos contribuyendo a crear en el mundo. ¿A quién le importa en Europa que dos continentes enteros -África y América Latina- tengan hoy un nivel de vida más bajo que hace diez años? ¿Quién se va a preocupar en esta Europa en la que sigue creciendo el rechazo racista, a veces de manera descarada y casi siempre maquillada de mil formas diferentes, por los catorce millones de niños que mueren de hambre cada año? Ya nos vamos habituando a contemplar, bien acomodados en nuestro sillón, cómo son expulsados esos albaneses enfermos, hambrientos y desesperados que llegan a los puertos italianos. Nadie parece reaccionar con demasiada convicción ante el espectáculo de esos africanos que intentan «la travesía imposible», para acabar en el fondo del mar. 136

La Iglesia no puede hoy anunciar el evangelio en Europa sin desenmascarar toda esa inhumanidad, y sin plantear las preguntas que apenas nadie se quiere hacer. ¿Por qué hay personas que mueren de hambre, si Dios puso en nuestras manos una tierra que tiene recursos suficientes para todos? ¿Por qué tenemos que ser competitivos antes que humanos? ¿Por qué la competitividad tiene que marcar las relaciones entre las personas y entre los pueblos, y no la solidaridad? ¿Por qué hemos de aceptar como algo lógico e inevitable un sisstema económico que, para lograr el mayor bienestar de algunos, hunde a tantas víctimas en la pobreza y la marginación? ¿Por qué hemos de seguir alimentando el consumismo como «filosofía de la vida», si está provocando en nosotros una «espiral insaciable» de necesidades artificiales que nos va vaciando de espíritu y sensibilidad humanitaria? ¿Por qué hemos de seguir desarrollando el culto al dinero como el único dios que ofrece seguridad, poder y felicidad? ¿Es esta, acaso, «la 137

nueva religión» que hará progresar al hombre de hoy hacia niveles de mayor humanidad? No son preguntas para otros. Cada uno las hemos de escuchar en nuestra conciencia como eco de aquellas palabras de Jesús: «No podéis servir a Dios y al Dinero». HACER DINERO Poca gente es consciente del daño que provocan en muchas personas algunos criterios y pautas de actuación que la economía actual considera «valores indiscutibles». Luis González-Carvajal los considera «los demonios de la economía», que andan sueltos entre nosotros. El primero es, tal vez, el rendimiento. Durante muchos años, los seres humanos han tenido el sentido común suficiente como para no trabajar más que lo preciso para llevar una vida satisfactoria. El capitalismo moderno, por el contrario, ha elevado el trabajo a «sentido de la vida». A Benjamin Franklin se le atribuye la famosa frase «el tiempo es oro». Quien no lo aprovecha para ganar está perdiendo su vida. 138

Sin duda, ese afán de rendimiento ha contribuido al progreso material de la humanidad, pero cada vez hay más personas dañadas por el exceso de trabajo. Se crea más riqueza, pero, ¿somos más felices? Por otra parte, se va olvidando el disfrute de actividades que no resultan productivas. ¿Qué sentido puede tener la contemplación estética?, ¿para qué puede servir el cultivo de la amistad o la poesía?, ¿qué utilidad puede tener la oración? El segundo demonio sería la obsesión por acumular dinero. Todos sabemos que el dinero comenzó siendo un medio inteligente para medir el valor de las cosas y facilitar los intercambios. Hoy, sin embargo, «hacer dinero» es para muchos una especie de deber. Es difícil llegar a «ser alguien» si no se tiene poder económico. Muy emparentado con este último demonio está el de la competencia. Lo decisivo para bastantes personas es competir para superar a los demás rivales. Es innegable que una «sana dosis» de competitividad puede tener aspectos beneficiosos, pero cuando una sociedad funciona motivada casi exclusivamente por la rivalidad, las personas corren el 139

riesgo de deshumanizarse, pues la vida termina siendo una carrera donde lo importante es tener más éxito que los demás. Hace algunos años, el filósofo Emmanuel Mounier describía así al burgués occidental: «Un tipo de hombre absolutamente vacío de todo misterio, del sentido del ser y del sentido del amor, del sufrimiento y de la alegría, dedicado a la felicidad y a la seguridad; barnizado en las zonas más altas con una capa de cortesía, de buen humor y virtud de raza; por abajo, emparedado entre la lectura somnolienta del periódico, las reivindicaciones profesionales o el aburrimiento de los domingos y la obsesión por figurar». Para Jesús, la vida es otra cosa. Sus palabras invitan a vivir con otro horizonte: «No podéis servir a Dios y al Dinero... No estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir... Buscad, sobre todo, el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura». UNA «NUEVA RELIGIÓN» El consumismo penetra en nosotros de forma sutil. Nadie elige esta manera de vivir después de un proceso de reflexión. Nos vamos 140

sumergiendo en ella, víctimas de una seducción casi inconsciente. El ingenio de la publicidad y el atractivo de las modas van captando suavemente nuestra voluntad. Al final nos parece imposible vivir de otra manera. No hay que pensar mucho para saber cómo actuar. El proyecto de vida para la mayoría es muy sencillo: trabajar para ganar el dinero que necesitamos para poder disfrutar de unos períodos de tiempo (fin de semana, vacaciones) en los que se gasta el dinero anteriormente ganado y se recuperan las fuerzas para volver al trabajo. El consumismo se ha convertido en la «nueva religión» del hombre moderno. La meta absoluta consiste en poseer y disfrutar (doctrina dogmática). Para ello es necesario trabajar y ganar dinero (ética y méritos). Los practicantes acuden fielmente a su compra semanal (precepto de fin de semana). Se viven con devoción intensa las grandes fiestas (Navidad, Reyes, vacaciones, bodas, día del padre, de la madre...). No es fácil liberarse de la esclavitud del consumismo. Como decía Erich Fromm, «el hombre puede ser un esclavo sin cadenas». El consu141

mismo no ha hecho sino desplazar las cadenas del exterior al interior. Por dentro estamos encadenados a un sinfín de caprichos y falsas ilusiones. Estas cadenas interiores son más fuertes que las que se ven por fuera. ¿Cómo liberarnos de esa esclavitud si vivimos creyendo ser libres? Nuestra vida es insensata. La obesidad y la anorexia que se dan en no pocas personas son una imagen gráfica del aletargamiento y la pérdida de vitalidad de muchos espíritus. Tenemos de todo y carecemos de paz y alegría interior. Queremos vivir triunfando, pero somos cómplices de la miseria y del hambre de muchos. Inmersos en la sociedad del bienestar, nos preocupamos de seleccionar el restaurante donde iremos a comer, la calidad del vino que vamos a tomar o la marca de nuestro atuendo. Jesús tenía su manera de ver las cosas. Es importante pensar en «lo que van a comer», «lo que van a beber» o «con qué se van a vestir». Pero no vivan obsesionados por todo eso: «Sobre todo, buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura». 142

NO PODEMOS MIRAR SOLO A EUROPA Cuando las personas sufren en exceso, suelen quedar mudas. La opresión las deja sin palabras. No son capaces de gritar su protesta o de articular su defensa. Su queja solo es un gemido. Así es hoy, en el ancho mundo, la voz de millones de niños explotados como esclavos en su trabajo o la de millones de mujeres violentadas y humilladas de mil formas en su dignidad. Así es la voz de los pueblos que se consumen en el hambre y la miseria. No oiremos su voz en la radio o la televisión. No la reconoceremos en los espacios de publicidad. Nadie les hace entrevistas en los semanarios de moda, ni pronuncian discursos en foros internacionales. El gemido de los últimos de la Tierra solo lo escucha cada uno en el fondo de su conciencia. No es fácil. Para oír esa voz, lo primero es querer oírla: prestar atención al sufrimiento y la impotencia de esos seres; ser sensible a la injusticia y el abuso que reinan en el mundo. Es necesario, además, desoír otros mensajes que nos invitan a seguir pensando solo en 143

nuestro bienestar, no hacer caso de las voces que nos incitan a vivir encerrados en nuestro pequeño mundo, indiferentes al dolor y la destrucción de los últimos. Pero, sobre todo, es necesario arriesgarse. Porque si se escucha de verdad la voz de los que sufren, ya no se puede vivir de cualquier manera. Se necesita hacer algo: plantearnos cómo se puede compartir más y mejor lo que tenemos «los ricos del mundo»; colaborar en proyectos de desarrollo; apoyar campañas en favor de los pueblos pobres de la Tierra. La intensidad con que se vive entre nosotros la crisis económica no ha de impedir a nuestra Iglesia desarrollar la solidaridad con los pueblos empobrecidos por nosotros mismos. No podemos mirar solo a Europa. El Espíritu de Cristo nos interpela desde los pobres y hambrientos de la Tierra. Nada hay más importante y decisivo en la vida del verdadero discípulo ni en los proyectos de una Iglesia fiel a su Señor. Lo primero es buscar una vida digna y dichosa para todos. Todo lo demás viene después. 144

Nos lo recuerdan una vez más las palabras de Jesús: «Buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura».

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11 CONSTRUIR SOBRE ROCA Dijo Jesús a sus discípulos -No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Aquel día, muchos dirán: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre milagros?» Yo entonces les declararé: «Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados». El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. 146

Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente (Mateo 7,21~27). ¿CÓMO ESTAMOS CONSTRUYENDO? Los seguidores de Jesús daban a sus «palabras» una importancia trascendental. El cielo y la tierra podrán pasar; las palabras de Jesús, nunca. En Galilea habían conocido la fuerza de esa palabra que liberaba de la enfermedad, el sufrimiento, el pecado o los miedos. Ahora, en las comunidades cristianas experimentan que introduce verdad en sus vidas, los «resucita» por dentro y los llena de vida y de paz. Por eso Mateo recoge una parábola en la que subraya algo que los cristianos hemos de recordar continuamente: ser cristiano es «practicar» las palabras de Jesús, «hacer realidad» su evangelio. Si no se da esto, nuestro cristianismo es «insensato». No tiene sentido. La parábola es breve, simétrica y rítmica. Probablemente está redactada así para facilitar su enseñanza en la catequesis. Es importante que todos sepan que esto es lo primero que hay que cuidar 147

en la comunidad cristiana: «escuchar» y «poner en práctica» las palabras que vienen de Jesús. No hay otra manera de construir una Iglesia de seguidores ni un mundo mejor. El hombre sensato no construye su casa de cualquier manera. Se preocupa de lo esencial: edificar sobre «roca» firme. El insensato, por el contrario, no piensa lo que está haciendo: construye sobre «arena», en el fondo del valle. Al llegar las lluvias del invierno, las riadas y el vendaval, la casa construida sobre roca se mantiene firme, la edificada sobre arena «se hunde totalmente». La parábola es una grave advertencia y nos obliga a los cristianos a preguntarnos si estamos construyendo la Iglesia de Jesús sobre roca, escuchando y poniendo en práctica sus palabras, o si estamos edificando sobre arenas inseguras que no poseen la solidez ni la garantía del evangelio. La crisis actual está poniendo al descubierto la verdad o la mentira de nuestra vida cristiana. No basta con hacer análisis sociológicos. ¿No ha llegado el momento de hacer un examen de conciencia en nuestras 148

comunidades y en la Iglesia, en todos los niveles, para cuestionar falsas seguridades y poner nombre concreto a la falta de vida evangélica? No basta confesar a Jesús: «Señor, Señor», si no hacemos la voluntad del Padre. REVISAR LOS CIMIENTOS DE LA IGLESIA Quizá estamos viviendo uno de los momentos más adecuados para escuchar esa parábola tan aleccionadora con la que Jesús termina el Sermón de la montaña. Dos hombres construyen una casa. Aparentemente los dos hacen lo mismo. A los dos se les ve comprometidos en algo hermoso y duradero: construir una casa. Pero no están construyendo de la misma manera. Al llegar la tormenta se descubre que uno la había asentado sobre roca, mientras el otro había edificado sobre arena. La enseñanza de Jesús es clara. No se puede edificar algo duradero de cualquier manera. Solo quien escucha sus palabras y las pone en práctica está construyendo sobre roca. 149

La crisis que estamos viviendo los cristianos tiene raíces sociológicas y culturales muy concretas, pero nos obliga a revisar los cimientos y observar sobre qué bases estamos construyendo nuestra vida cristiana. Quizá no hemos arraigado nuestro cristianismo sobre el cimiento sólido del evangelio, sino sobre costumbres, modas y tradiciones no siempre muy acordes con el espíritu de Jesús. Hemos querido apoyar nuestra religión en la seguridad de nuestras fórmulas y en el rigor de la disciplina, pero quizá no nos hemos molestado demasiado en buscar la verdad del evangelio. Hemos vivido a veces demasiado atentos a códigos, rúbricas, normas y consignas, y no hemos aprendido a afrontar nuestra propia responsabilidad y los riesgos de la libertad cristiana. Estamos acostumbrados a recibir los sacramentos como el recurso fácil y seguro para obtener la gracia y la salvación. Y quizá, una vez cumplidas nuestras «obligaciones religiosas», no nos hemos preocupado tanto de que el sacramento fuera realmente expresión de nuestra conversión sincera. 150

La hora de la crisis puede ser también hora de gracia y de conversión, «la hora de la verificación fundamental» (P. A. Liege). No se trata de reducir el cristianismo al «mínimo indispensable» para seguir subsistiendo, sino de reanimar nuestra fe desde el espíritu del evangelio. En medio de tantas incertidumbres, discusiones y divergencias, hoy como siempre hemos de hacer un esfuerzo por volver a la verdad del evangelio. Ha llegado el momento de preguntarnos con realismo y honestidad cuáles son las bases sobre las que estamos construyendo la vida de nuestras comunidades cristianas. No basta seguir llamando a Jesús «Señor, Señor». Es necesario escuchar juntos su Palabra y animarnos mutuamente a ponerla en práctica. PONER HOY EN PRÁCTICA EL EVANGELIO Hay muchas formas de vivir el momento actual. Unos se dedican a reprobar esa corrupción pública que no parece tener fin. Otros viven lamentándose de una crisis económica a la que no se ve fácil salida. La 151

mayoría solo se preocupa de disfrutar mientras se pueda. Es posible, no obstante, reaccionar de manera más sana. ¿En qué dirección? Frente a un pragmatismo que lo reduce todo a cálculos interesados, defensa de la persona. Hemos de defender siempre a las personas como lo más grande, lo que nunca ha de ser sacrificado a nada ni a nadie. Frente a un individualismo exacerbado que difunde la consigna del «sálvese quien pueda», solidaridad y preocupación por las víctimas. Ningún ser humano ha de quedar abandonado a su desgracia, excluido de nuestra ayuda solidaria. Frente a la violencia y el enfrentamiento destructor, diálogo y reconciliación. No es posible construir juntos el futuro si no es desde el respeto mutuo, la tolerancia y el acercamiento de posturas. Frente a la apatía y la insensibilidad social que prohíbe pensar en las víctimas del desarrollo, compasión. Solo es de verdad humano quien sabe mirar la vida desde el sufrimiento de los excluidos del bienestar. 152

Frente a un tipo de organización social que busca eficacia y rendimiento sin atender a las necesidades del corazón humano, ternura y misericordia. Son cada vez más las personas que necesitan afecto, cariño y compañía para no caer en la desesperación. Frente a una permisividad ingenua que predica «libertad» para sucumbir luego a las nuevas esclavitudes del dinero, el sexo o la moda, lucidez. Solo quien vive desde una libertad interior y es capaz de amar con generosidad disfruta de la vida con corazón liberado. Frente al desencanto y la crisis de esperanza, fe en un Dios Amigo del hombre. Eliminado Dios, el ser humano se va convirtiendo en una pregunta sin respuesta, un proyecto imposible, un caminar hacia ninguna parte. Estamos necesitados de una mirada más positiva y confiada. Hace bien creer en el «Dios de la esperanza». Esta puede ser la forma concreta de escuchar hoy la llamada de Jesús a «construir» nuestra vida sobre la «roca» del evangelio. LOS

EVANGELIOS DE

JESÚS 153

Cuando los primeros discípulos de Jesús se convencieron de que Dios lo había resucitado, desautorizando a cuantos lo habían condenado, tomaron conciencia de que en la vida y el mensaje de Jesús se encerraba algo único, confirmado por el mismo Dios. Entonces sucedió un hecho singular y desconocido en toda la literatura universal. Los discípulos comenzaron a recoger las palabras que le habían escuchado a Jesús durante su vida terrena, pero no como se recoge el testamento de un maestro muerto ya para siempre, sino como palabras de alguien que está vivo y sigue hablando ahora mismo a los que creen en él. Nació así un género literario nuevo y desconocido: los evangelios. En las primeras comunidades cristianas se leían los evangelios no como palabras dichas por Jesús en el pasado, sino como palabras que en cada tiempo está diciendo el Señor resucitado a sus seguidores. Los cristianos las escuchan como palabras que son «espíritu y vida», palabras que hacen vivir en la verdad, «palabras de vida eterna». 154

Por eso, un cristiano no confunde nunca el evangelio con ningún otro escrito. Cuando se dispone a leer las palabras de Jesús, sabe que no va a leer un libro, sino que va a escuchar a Cristo, que le habla al corazón. El Concilio Vaticano II quiso despertar de nuevo esta fe de los primeros cristianos proclamando solemnemente que «Cristo está presente en la Palabra, pues es él mismo quien habla mientras se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras». Cuando los creyentes abrimos los evangelios, no estamos leyendo la biografía de un personaje difunto. No nos acercamos a Jesús como a algo acabado. Su vida no ha terminado con su muerte. Sus palabras no han quedado silenciadas para siempre. Jesús sigue vivo. Quien saber leer el evangelio con fe lo escucha en el fondo de su corazón. Nunca se sentirá solo. Es el mismo Jesús quien nos invita a construir nuestra vida sobre sus palabras: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece al hombre prudente que edificó su casa sobre roca». 155

ESCUCHAR LA PALABRA DE DIOS Bastantes personas tienen hoy algún ejemplar de la Biblia en su casa, pero pocas lo abren y leen con cierta frecuencia. Las razones son diversas. No encontramos tiempo. Nos falta una preparación adecuada. No sabemos por dónde empezar. No estamos habituados a alimentar ahí nuestra vida cristiana. Sin embargo, la lectura personal de la Biblia es uno de los medios más válidos para «escuchar las palabras de Jesús y ponerlas en práctica». Al invitarnos a todos a una lectura frecuente, el Vaticano II nos repite las palabras de san Jerónimo: «Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo». ¿Qué puede hacer un cristiano que no tiene preparación alguna y, sin embargo, desea leer la Biblia? ¿Cómo aprender a escuchar a Dios en las Escrituras? He aquí algunas orientaciones prácticas. - Reservar todos los días quince minutos para dedicarlos a leer y saborear la Biblia con calma y tranquilidad. 156

- Comenzar haciendo un rato de silencio para distanciarnos de las impresiones y preocupaciones del día, y tomar conciencia de lo que vamos a hacer: «No voy a leer un libro cualquiera; voy a escuchar a Dios, que me quiere decir algo». - Antes de leer un trozo conviene saber qué libro voy a leer, quién lo ha escrito y con qué intención. Para ello basta leer las breves pero sustanciosas introducciones que suelen traer las Biblias antes de cada libro. - Durante la lectura es muy útil leer las notas que vienen a pie de página, porque nos aclararán frases y palabras que tal vez no entendemos bien. - Hemos de leer el texto muy despacio, mucho más despacio que lo habitual, para captar bien lo que quiere decir. No hemos de tener prisa alguna por acabar un pasaje o un capítulo. - Las frases oscuras o difíciles de interpretar podemos pasarlas por alto y detenernos en aquello que nos resulta claro. Ya las entenderemos un día más adelante. 157

- Conviene leer la Biblia según un plan. Lo mejor es empezar por los evangelios en este orden: Lucas, Marcos, Mateo y Juan; luego los Hechos de los Apóstoles, las cartas de Juan, las cartas más breves de Pablo... Puede ser un buen método ir leyendo durante la semana las lecturas que se leerán en la eucaristía del domingo siguiente. - Después de leer un breve trozo nos podemos hacer estas preguntas: en este texto, ¿qué me enseña Dios?, ¿qué aspecto de la vida me ilumina? En este pasaje, ¿a qué me invita Dios?, ¿a qué me compromete? En este fragmento, ¿qué confianza despierta en mí Dios?, ¿qué esperanza me ofrece?

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12 AMIGO DE PECADORES Vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: -Sígueme. Él se levantó y lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: -¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores? Jesús lo oyó y dijo: -No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id, aprended lo que significa «misericordia quiero y no sacrificios»: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mateo 9,9-13). 159

ANTES QUE NADA, MISERICORDIA La escena es insólita. Para los sectores más religiosos de Israel, un escándalo inadmisible. Jesús está en casa de Mateo, sentado a la mesa con los suyos. Pero no están solos. «Muchos publicanos y pecadores» acuden al banquete y «se sientan con Jesús y sus discípulos». Jesús queda sumergido en, un ambiente de «pecadores». El relato señala que son «muchos». Todos se sientan a la misma mesa, entremezclados con sus discípulos. La acusación de los sectores más religiosos es inmediata. ¿Por qué actúa Jesús de manera tan escandalosa? Los «pecadores» son gente indeseable y despreciada, causa de los males que sufre el pueblo elegido. Lo mejor es excluir a los que no viven de acuerdo con la Alianza. ¿Cómo se permite un hombre de Dios acogerlos de forma tan amistosa? Jesús no hace caso de las críticas. Todos están invitados a su mesa, porque Dios es de todos, también de los excluidos por la religión. Estas comidas representan el gran proyecto de un Dios que ofrece a todos su 160

salvación: su misericordia de Padre no puede ser medida ni explicada por los hombres de la religión. Jesús responde a las acusaciones descubriendo la hondura de su actuación. En primer lugar, su manera de mirar a quienes, por razones diferentes, no viven a la altura moral de quienes actúan conforme a lo prescrito. Los ve como «enfermos». Más «víctimas» que «culpables»; más necesitados de ayuda que de condena. Así es la mirada de Jesús. En segundo lugar, su modo de acogerlos. «No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos». Lo primero que necesitan no es un maestro de la ley que los juzgue, sino un médico amigo que los ayude a curarse. Así se veía a sí mismo: no como juez que dicta sentencias, sino como médico que viene a buscar y salvar a quienes se encuentran «perdidos». Este comportamiento no es la actuación simpática de un profeta bueno. Aquí se nos está revelando cómo es Dios. Por eso dice Jesús: déjense de acusaciones y «aprendan» de mi actuación lo que significan 161

las palabras de Oseas: Dios quiere misericordia antes que ofrendas y culto. Si no aprendemos de Jesús que lo primero para Dios es siempre la «misericordia», nos falta algo esencial para ser sus discípulos. Una Iglesia sin misericordia es una Iglesia que no camina tras los pasos de Jesús. ¿CUÁNDO NOS LLAMARÁN AMIGOS DE PECADORES? No hay ninguna duda. El gesto más escandaloso de Jesús fue su amistad con pecadores y gentes indeseables. Nunca había ocurrido algo parecido en Israel. Lo de Jesús era inaudito. Jamás se había visto a un profeta conviviendo con pecadores en esa actitud de confianza y amistad. ¿Cómo un hombre de Dios los puede aceptar como amigos? ¿Cómo se atreve a comer con ellos sin guardar las debidas distancias? No se come con cualquiera. Cada uno acoge en su mesa a los suyos. Hay que proteger la propia identidad y santidad sin mezclarse con gente 162

pecadora. Esta era la norma entre los grupos más piadosos de aquel pueblo que se sentía santo. Jesús, por el contrario, se sienta a comer con cualquiera. Su identidad consiste precisamente en no excluir a nadie. Su mesa está abierta a todos. No hace falta ser santo. No es necesario ser una mujer honesta para sentarse junto a él. A nadie le exige previamente signo alguno de arrepentimiento. No se preocupa de que su mesa sea santa, sino acogedora. Lo guía su experiencia de Dios. Nadie le pudo convencer de lo contrario: Dios no discrimina a nadie. Le llamaron «amigo de pecadores» y nunca lo desmintió, porque era verdad: también Dios es amigo de pecadores e indeseables. Él vive aquellas comidas como un proceso de curación: «No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos». Es verdad. Aquellos recaudadores y prostitutas no le ven como un maestro de moral, lo sienten como un amigo que los cura por dentro. Por vez primera pueden sentarse junto a un hombre de Dios. Jesús 163

rompe toda discriminación. Poco a poco crece en ellos la dignidad y se despierta una confianza nueva en Dios. Junto a Jesús todo es posible. Incluso empezar a cambiar. ¿Dónde se reproduce hoy en nuestra Iglesia algo parecido? Nosotros confesamos repetidamente que la Iglesia es santa, como si temiéramos que nadie lo notara. ¿Cuándo nos llamarán «amigos de pecadores»? Parejas rotas que no han podido mantener su fidelidad, jóvenes derrotados por la droga, delincuentes indeseables para todos, esclavas de la prostitución, ¿nos ven como una Iglesia acogedora? ¿QUÉ SERÍA LA IGLESIA SIN COMPASIÓN? A Dios le duele el sufrimiento de la gente. Por eso su primera reacción ante el ser humano es la compasión. Dios no quiere ver sufrir a nadie. Tampoco Jesús. Lo primero para él es eliminar o aliviar el sufrimiento. Si le duele el pecado es precisamente porque el pecado hace sufrir o permite que la gente siga sufriendo. Por eso la compasión no es una virtud más. Es la única manera de parecernos a Dios, el único modo de ser como Jesús y de actuar como 164

él. Lo primero que Jesús pide a sus seguidores es: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». La compasión ha de ser, por tanto, la actitud que inspire y configure toda la actuación de la Iglesia. Si lo que hacemos desde la Iglesia no nace del amor compasivo, será casi siempre irrelevante e incluso peligroso, pues terminará desfigurando el verdadero rostro de Dios. A la Iglesia, como a toda institución, no le resulta siempre fácil reaccionar con compasión. Menos aún mantener por encima de todo la supremacía de la compasión. Nos cuesta ponernos en la carne de las personas concretas que sufren. Le cuesta a la Iglesia llamada «institucional» y le cuesta a la Iglesia llamada «progresista». Pero, ¿qué es una Iglesia sin compasión?, ¿quién la escuchará?, ¿en qué corazón tendrá eco su mensaje? Sin duda, la sociedad necesita directrices morales y principios de orientación, pero las personas concretas necesitan ser comprendidas con sus problemas, sufrimientos y contradicciones. Una palabra que no esté transida de compasión difícilmente será bien acogida. 165

No se trata solo de que los cristianos hagamos «obras de misericordia», sino de que la Iglesia entera sea signo de la misericordia y del amor compasivo de Dios al hombre y a la mujer de hoy. Esta sociedad «enferma» necesita urgentemente una palabra de crítica y de aliento. Y la Iglesia se la puede comunicar desde el evangelio. Pero, para ser escuchada, ha de provenir de una Iglesia cercana y compasiva -nunca permisiva- a la que se le vea sufrir con las heridas físicas, morales y espirituales de las personas. Lo dijo Jesús: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos». DIOS ES PARA LOS PECADORES Son muchos los que se sienten mal al oír hablar de Dios. No pueden pensar en él sin experimentar su propia indignidad y pecado. Para estas personas, Dios es el exigente, el que de forma permanente e implacable reprocha nuestro vivir. Un Dios que nos devuelve la imagen de nuestra pequeñez y mediocridad. Alguien siempre a la espera de nuestra confesión de culpabilidad. Imposible acercarse a él sin previa humillación. 166

Es normal entonces la tentación de evitar a este Dios. En el fondo es defenderse de una experiencia sumamente fastidiosa. A nadie puede atraer sentirse humillado, siempre acusado de algo. Mejor tener a ese Dios lejos y olvidado. Lo que no saben esas personas es que ese no es el Dios revelado en Jesucristo, sino una falsa proyección del «Superyo» del que habla Sigmund Freud, ese «ojo eternamente abierto en nuestro interior», que, sin el más mínimo parpadeo, vigila nuestros actos, recuerda lo que debemos ser y reprueba las transgresiones. El psicoanálisis nos ha enseñado mucho sobre la culpabilidad. El sentimiento de culpa puede contribuir a nuestra maduración y crecimiento, pero también puede ser un factor represivo y destructor. Reconocerse culpable para transformarse y cambiar es signo de madurez; encerrarse en el remordimiento para condenarse sin piedad es destruirse. Por eso la religión puede ayudar a vivir la culpa de manera sana y liberadora, pero también puede reforzar su desviación patológica y anuladora. 167

No basta creer en Dios. Lo importante es saber en qué Dios se cree. No hay que confundirlo con el ojo vigilante de la conciencia. El Dios encarnado en Jesús es radicalmente misericordia. Para encontrarse con él no es necesario pasar siempre por una humillación previa. Hoy sabemos que el sentimiento de culpa se genera con frecuencia a partir de un temor profundo a ser abandonados o rechazados por aquel a quien necesitamos radicalmente para vivir. Pues bien, ante el Dios Amor, la culpa se puede vivir siempre de manera confiada. Cuando el creyente se entrega a su amor insondable, el sentimiento de pecado no aleja de Dios, sino que acerca a él. Ante Dios no nos hemos de sentir acusados, sino devueltos a la paz e invitados a la transformación. Recordemos las palabras de Jesús: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos... Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».

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EL PECADO NO NOS ALEJA DE DIOS Sin duda son muchos hoy los que «pasan» de Dios y viven en una actitud de total indiferencia a cualquier llamada religiosa. Sus oídos se cerraron hace tiempo a toda invitación de la gracia. Pero también hay muchos hombres y mujeres en cuyo corazón el recuerdo de Dios permanece vivo. Un Dios quizá olvidado y arrinconado, pero que no está ausente de sus conciencias. Sin embargo, bastantes de ellos no viven en paz con él. Dios les recuerda inmediatamente su vida oscura, empobrecida por el egoísmo, la mediocridad y la búsqueda superficial del placer. Son creyentes que sienten necesidad de Dios, pero que no se atreven a acercarse a él desde su conciencia de pecado. Todos tenemos la tentación de pensar que el pecado es algo que aleja a Dios de nosotros. Pocos creen en un Dios que se acerca a nosotros precisamente cuando nos ve más desorientados y necesitados de paz y de perdón. Creemos en un Dios que mira complacido a 169

quienes viven una existencia fiel, pero cuyo rostro se ensombrece ante los pecadores. Con frecuencia hacemos de Dios una caricatura a nuestra imagen y semejanza. Lo imaginamos pequeño y mezquino como nosotros. Alguien que ama exclusivamente a quienes le aman y que rechaza a quienes le contrarían. Nos resulta difícil creer en un Dios grande, que nos ama sin fin no porque lo merezcamos, sino porque lo necesitamos. Hemos de recordar una y otra vez la actuación y las palabras de Jesús: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Cometemos un grave error cuando buscamos primeramente ocultar nuestro pecado, pacificar nuestra conciencia o justificar nuestra vida para, en un segundo momento, poder presentarnos con cierta dignidad ante Dios. Por muy grave que sea nuestro pecado, no ha de ser nunca un obstáculo para acercarnos humildemente a Dios. Al contrario, pocas veces está el ser humano tan cerca de Dios como cuando se reconoce pecador y acoge agradecido el perdón de Dios y su fuerza renovadora. 170

En el interior mismo de nuestro pecado podemos siempre encontrarnos con el Dios de Jesucristo, que nos perdona, nos llama y nos invita a una vida mejor, más digna y dichosa.

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13 MISIÓN CURADORA Al ver Jesús a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: -La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo, y su hermano Juan, Felipe y Bartolomé, Tomás Y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo, Simón el fanático y Judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: -No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad 172

muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis (Mateo 9,36-1O,8). AUTORIDAD PARA CURAR LA VIDA Jesús vivía muy atento a las personas necesitadas que encontraba en su camino. Mira al paralítico de Cafarnaún, a los dos ciegos de Jericó o a la anciana encorvada por la enfermedad, y se le conmueven las entrañas. No es capaz de pasar de largo sin hacer algo por aliviar su sufrimiento. Pero los evangelios nos lo presentan, además, fijando con frecuencia su mirada sobre las «muchedumbres». Veía a las gentes con hambre o con toda clase de enfermedades y dolencias, y le sucedía siempre lo mismo: sentía compasión. Había algo que le dolía de manera especial. Nos lo recuerda Mateo: «Al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor». Ni los representantes de Roma ni los dirigentes religiosos de Jerusalén se preocupan de aquella gente de pueblo. 173

Esta compasión de Jesús no es un sentimiento pasajero. Es su manera de mirar a la gente y de vivir buscando su bien. Su forma de encarnar la misericordia de Dios. De esta compasión nace su decisión de llamar a los «doce apóstoles» para enviarlos a las «ovejas perdidas de Israel». Para ello, él mismo les da «autoridad», pero lo que les regala no es un poder sagrado para que lo utilicen según su propia voluntad. No es un poder de gobernar al pueblo como los romanos, que «gobiernan a las naciones con su poder». Es una «autoridad» orientada a hacer el bien, «expulsando espíritus malignos» y «curando toda enfermedad y dolencia». La autoridad que hay en la Iglesia arranca y se basa en esta compasión de Jesús por el pueblo. Está orientada a curar, aliviar el sufrimiento y hacer el bien. Es un regalo de Jesús. Los que lo ejercen lo han de hacer «gratis», pues la Iglesia es un regalo de Jesús a la gente. Por eso los discípulos han de predicar lo que predicaba él, no otra cosa: «Predicad que el reino de Dios está cerca»; que la gente pueda 174

escuchar esa noticia y entrar en el proyecto de Dios. Pero lo han de hacer poniendo salud, vida y liberación de lo demoníaco. Así lo indican las cuatro órdenes de Jesús: «curad enfermos», «resucitad muertos», «limpiad leprosos», «arrojad demonios». INTRODUCIR VIDA EN LA SOCIEDAD ACTUAL El reino de Dios no es solo una salvación que comienza después de la muerte. Es una irrupción de gracia y de vida ya en nuestra existencia actual. Más aún. El signo más claro de que el reino está cerca es precisamente esta corriente de vida que comienza a abrirse paso en la tierra. «Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios». Hoy más que nunca deberíamos escuchar los creyentes la invitación de Jesús a poner nueva vida en la sociedad. Se está abriendo un abismo inquietante entre el progreso técnico y nuestro desarrollo espiritual. Se diría que el hombre no tiene fuerza espiritual para animar y dar sentido a su incesante progreso. Los resultados son palpables. A bastantes se les ve empobrecidos por su 175

dinero y por las cosas que creen poseer. El cansancio de la vida y el aburrimiento se apoderan de muchos. La «contaminación interior» está ensuciando lo mejor de no pocas personas. Hay hombres y mujeres que viven perdidos, sin poder encontrar un sentido a su vida. Hay personas que viven corriendo, sumergidas en una nerviosa e intensa actividad, vaciándose por dentro, sin saber exactamente lo que quieren. ¿No estamos de nuevo ante hombres y mujeres «enfermos» que necesitan ser curados, «muertos» que necesitan resurrección, «poseídos» que esperan ser liberados de tantos demonios que les impiden vivir como seres humanos? Hay personas que, en el fondo, quieren volver a vivir. Quieren curarse y resucitar. Volver a reír y disfrutar de la vida, enfrentarse a cada día con alegría. Y solo hay un camino: aprender a amar. Y aprender de nuevo cosas que exige el amor y que no están muy de moda: sencillez, acogida, amistad, solidaridad, atención gratuita al otro, fidelidad... Entre nosotros sigue faltando amor. Alguien lo tiene que despertar. A los hombres de hoy no los va a salvar ni el confort ni la electrónica, sino el amor. Si en 176

nosotros hay capacidad de amar, la tenemos que contagiar. Se nos ha dado gratis y gratis lo tenemos que regalar de muchas maneras a quienes encontremos en nuestro camino. PROGRAMA LIBERADOR Muchos cristianos piensan estar viviendo su fe con responsabilidad porque se preocupan de cumplir determinadas prácticas religiosas y tratan de ajustar su comportamiento a unas leyes morales y unas normas eclesiásticas. Asimismo, muchas comunidades cristianas piensan estar cumpliendo fielmente su misión porque se afanan en ofrecer servicios de catequesis y educación de la fe, y se esfuerzan por celebrar con dignidad el culto cristiano. ¿Es esto lo único que Jesús quería poner en marcha al enviar a sus discípulos por el mundo? ¿Es esta la vida que quería infundir en el corazón de la historia? Necesitamos escuchar de nuevo las palabras de Jesús para redescubrir la verdadera misión de los creyentes en medio de esta 177

sociedad. Así recoge el evangelista Mateo su mandato: «Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis». Nuestra primera tarea también hoy es proclamar que Dios está cerca de nosotros, empeñado en salvar la felicidad de la humanidad. Pero este anuncio de un Dios salvador no se hace solo a través de discursos y palabras sugestivas. No se asegura solo con catequesis ni clases de religión. Jesús nos recuerda la manera de proclamar a Dios: trabajar gratuitamente por infundir a los hombres nueva vida. «Curar enfermos», es decir, liberar a las personas de todo lo que les roba vida y hace sufrir. Sanar el alma y el cuerpo de los que se sienten destruidos por el dolor y angustiados por la dureza despiadada de la vida diaria. «Resucitar muertos», es decir, liberar a las personas de aquello que bloquea sus vidas y mata su esperanza. Despertar de nuevo el amor a la vida, la confianza en Dios, la voluntad de lucha y el deseo de libertad 178

en tantos hombres y mujeres en los que la vida va muriendo poco a poco. «Limpiar leprosos», es decir, limpiar esta sociedad de tanta mentira, hipocresía y convencionalismo. Ayudar a las gentes a vivir con más verdad, sencillez y honradez. «Arrojar demonios», es decir, liberar a las personas de tantos ídolos que nos esclavizan, nos poseen y pervierten nuestra convivencia. Allí donde se está liberando a las personas, allí se está anunciando a Dios. MIRAR A LA GENTE COMO LA MIRABA JESÚS Jesús daba una importancia grande a la manera de mirar a las personas. De ello depende, en buena parte, nuestra manera de actuar. El evangelista Mateo recoge esta observación de Jesús: «La lámpara de tu cuerpo son tus ojos. Si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tus ojos están enfermos, tu cuerpo entero estará a oscuras» (Mateo 6,22-23). Una mirada clara permite que la luz entre dentro de nosotros y podamos actuar con lucidez. 179

¿Cómo era la mirada de Jesús?, ¿cómo veía a la gente? Los evangelistas repiten una y otra vez que su mirada era diferente. No era como la de los fariseos radicales, que solo veían en el pueblo impiedad, ignorancia de la ley e indiferencia religiosa. Tampoco miraba como el Bautista, que veía pecado, corrupción e inconsciencia ante la llegada inminente de Dios. La mirada de Jesús estaba llena de cariño, respeto y amor. «Al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor». Sufría al ver a tanta gente perdida y sin orientación. Le dolía el abandono en que se encontraban tantas personas solas, cansadas y maltratadas por la vida. Aquellas gentes eran víctimas más que culpables. No necesitaban oír más condenas, sino conocer una vida más sana. Por eso inició un movimiento nuevo e inconfundible. Llamó a sus discípulos y les dio «autoridad» no para condenar, sino para «curar toda enfermedad y dolencia». 180

En la Iglesia cambiaremos cuando empecemos a mirar a la gente como la miraba Jesús. Cuando veamos a las personas más como víctimas que como culpables, cuando nos fijemos más en su sufrimiento que en su pecado, cuando miremos a todos con menos miedo y más piedad. Nadie hemos recibido de Jesús «autoridad» para condenar, sino para curar. No nos llama Jesús a juzgar al mundo, sino a sanar la vida. Nunca quiso poner en marcha un movimiento para combatir, condenar y derrotar a sus adversarios. Pensaba en discípulos que miraran al mundo con ternura. Los quería ver dedicados a aliviar el sufrimiento e infundir esperanza. Esa es su herencia, no otra. RECORDAR A LOS QUE SUFREN Hace unos años volvía yo de Ruanda después de pasar allí la Navidad. Mientras volábamos de Kigali hacia Bruselas, un pensamiento ocupaba mi mente. Atrás quedaba el horror, la miseria y la muerte en esos pueblos de los Grandes Lagos de África. En Europa nos esperaba una sociedad obsesionada por su propio bienestar. ¿Cómo es posible que, a 181

pocas horas de avión, estén muriendo esas gentes mientras nosotros vivimos aquí ajenos a todo lo que no sea nuestro interés? ¿Cómo podemos aguantar que el mundo «funcione» así? Solo se me ocurría una explicación: nuestra increíble inconsciencia. Por eso he vuelto a leer estos días algunas páginas de Johann Baptist Metz, ese gran teólogo que lleva años advirtiendo que solo «el recuerdo del sufrimiento de los inocentes» nos puede humanizar. ¿Desde dónde pensar de nuevo al hombre? ¿Cómo humanizar la historia? «En realidad -dice Metz-, yo solo conozco una categoría universal por excelencia, que se llama memoria passionis». Según el teólogo de Münster, el sufrimiento de los inocentes desafía cualquier teoría del hombre, cualquier filosofía, política o religión que no lo tome en serio. Es inhumano todo planteamiento de una causa si trivializa el sufrimiento de las víctimas. La única autoridad que nos juzga a todos es «la autoridad de los que sufren». De ahí la importancia de escuchar no solo al que razona o al que ora, sino sobre todo al que sufre. Cuando se olvida el sufrimiento concreto 182

de las personas, la humanidad corre peligro. Cuando la política utiliza el sufrimiento humano como estrategia, degrada su propia causa. Cuando la religión vive de espaldas a los que padecen, se deshumaniza. Cuando la Iglesia no se acerca a ellos, se aleja del Crucificado. Metz insiste en la necesidad de desarrollar una cultura en cuyo centro esté presente «el recuerdo del sufrimiento». Hemos de luchar contra la amnesia; reaccionar ante ese olvido fácil del que sufre hambre, secuestro, tortura o muerte. Solo la preocupación por el que sufre revela la verdad de nuestra defensa del hombre. Solo haciendo nuestra su causa nos hacemos humanos. El evangelio nos recuerda que Jesús dedicaba su tiempo y sus fuerzas no solo a predicar en las sinagogas, sino a liberar del sufrimiento y de la enfermedad a los doblegados por el mal. Por eso, al confiar a sus discípulos la tarea de la evangelización, no les manda solo predicar, sino quitar sufrimiento. «Id y proclamad que el reino de Dios está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis». 183

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14 NO TENGAIS MIEDO -No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga su Padre. Pues vosotros, hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo (Mateo 10,26-33).

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SEGUIR A JESÚS SIN MIEDO El recuerdo de la ejecución de Jesús estaba todavía muy reciente. Por las comunidades cristianas circulaban diversas versiones de su pasión. Todos sabían que era peligroso seguir a alguien que había terminado tan mal. Se recordaba una frase de Jesús: «El discípulo no está por encima de su maestro». Si a él le han llamado Belcebú, ¿qué no dirán de sus seguidores? Jesús no quería que sus discípulos se hicieran falsas ilusiones. Nadie puede pretender seguirle de verdad sin compartir de alguna manera su suerte. En algún momento alguien nos rechazará, maltratará, insultará o condenará. ¿Qué hay que hacer? La respuesta le sale a Jesús desde dentro: «No les tengáis miedo». El miedo es malo. No ha de paralizar nunca a sus discípulos. No han de callarse. No han de cesar de propagar su mensaje por ningún motivo. Jesús les explica cómo han de situarse ante la persecución. Con él ha comenzado ya la revelación de la Buena Noticia de Dios. Deben confiar. Lo que todavía está «encubierto» y «escondido» a muchos, un día 186

quedará patente: se conocerá el Misterio de Dios, su amor al ser humano y su proyecto de una vida más feliz para todos. Los seguidores de Jesús están llamados a tomar parte desde ahora en ese proceso de revelación: «Lo que yo os digo de noche, decidlo en pleno día». Lo que les explica al anochecer, antes de retirarse a descansar, lo tienen que comunicar sin miedo «en pleno día». «Lo que yo os digo al oído, pregonadlo desde los tejados». Lo que les susurra al oído para que penetre bien en su corazón, lo tienen que hacer público. Jesús insiste en que no tengan miedo. «Quien se pone de mi parte», nada ha de temer. El último juicio será para él una sorpresa gozosa. El juez será «mi Padre del cielo», el que os ama sin fin. El defensor seré yo mismo, que «me pondré de vuestra parte». ¿Quién puede infundirnos más esperanza en medio de las pruebas? Jesús imaginaba a sus seguidores como un grupo de creyentes que saben «ponerse de su parte» sin miedo. ¿Por qué somos tan poco libres para abrir nuevos caminos más fieles a Jesús? ¿Por qué no nos 187

atrevemos a plantear de manera sencilla, clara y concreta lo esencial del evangelio? LIBERAR DEL MIEDO A NUESTRAS COMUNIDADES Las fuentes cristianas presentan a Jesús dedicado a liberar a la gente del miedo. Le apenaba ver a las personas aterrorizadas por el poder de Roma, intimidadas por las amenazas de los maestros de la ley, distanciadas de Dios por el miedo a su ira, culpabilizadas por su poca fidelidad a la ley. De su corazón, lleno de Dios, solo podía brotar un deseo: «No tengáis miedo». Son palabras de Jesús que se repiten una y otra vez en los evangelios. Las que más se deberían repetir también hoy en su Iglesia. El miedo se apodera de nosotros cuando en nuestro corazón crece la desconfianza, la inseguridad o la falta de libertad interior. Este miedo es el problema central del ser humano, y solo nos podemos liberar de él arraigando nuestra vida en un Dios que solo busca nuestro bien. Así lo veía Jesús. Por eso se dedicó, antes que nada, a despertar la confianza en el corazón de las personas. Su fe profunda y sencilla era 188

contagiosa: si Dios cuida con tanta ternura de los gorriones del campo, los pájaros más pequeños de Galilea, ¿cómo no va a cuidar de vosotros? Para Dios vosotros sois más importantes y queridos que todos los pájaros del cielo. Un cristiano de la primera generación recogió bien su mensaje: «Descargad en Dios todo agobio, que a él le interesa vuestro bien». Con qué fuerza hablaba Jesús a cada enfermo: «Ten fe. Dios no se ha olvidado de ti». Con qué alegría los despedía cuando los podía ver curados: «Vete en paz. Vive bien». Era su gran deseo. Que la gente viviera con paz, sin miedos ni angustias: «No os juzguéis, no os condenéis mutuamente, no os hagáis daño. Vivid de manera amistosa». Son muchos los miedos que hacen sufrir en secreto a las personas. El miedo hace daño, mucho daño. Donde crece el miedo se pierde de vista a Dios y se ahoga la bondad que hay en el corazón de las personas. La vida se apaga, la alegría desaparece. Una comunidad de seguidores de Jesús ha de ser, antes que muchas otras cosas, un lugar donde la gente se libera de sus miedos y aprende 189

a vivir confiando en Dios. Una comunidad donde se respira una paz contagiosa y se vive una amistad entrañable que hacen posible escuchar hoy la llamada de Jesús: «No tengáis miedo». APRENDER A CONFIAR EN DIOS Estoy convencido de que la experiencia de Dios, tal como la ofrece y comunica Jesús, infunde siempre una paz inconfundible en nuestro corazón, lleno de inquietudes, miedos e inseguridades. Esta paz es casi siempre el mejor signo de que hemos escuchado desde el fondo de nuestro ser su llamada: «No tengáis miedo, no hay comparación entre vosotros y los gorriones». ¿Cómo acercarnos a ese Dios? Tal vez, lo primero es detenernos a experimentar a Dios solo como amor. Todo lo que nace de él es amor. De él solo nos llega vida, paz y bien. Yo me puedo apartar de él y olvidar su amor, pero él no cambia. El cambio se produce solo en mí. Él nunca deja de amarme. Hay algo todavía más conmovedor. Dios me ama incondicionalmente, tal como soy. No tengo que ganarme su amor. No tengo que conquistar su corazón. No tengo que cambiar ni ser mejor para ser amado por él. 190

Más bien, sabiendo que me ama así, puedo cambiar, crecer y ser bueno. Ahora puedo pensar en mi vida: ¿qué me pide Dios?, ¿qué espera de mí? Solo que aprenda a amar. No sé en qué circunstancias me puedo encontrar y qué decisiones tendré que tomar, pero Dios solo espera de mí que ame a las personas y busque su bien, que me ame a mí mismo y me trate bien, que ame la vida y me esfuerce por hacerla más digna y humana para todos. Que sea sensible al amor. Hay algo que no he de olvidar. Nunca estaré solo. Todos «vivimos, nos movemos y existimos» en Dios. Él será siempre esa presencia comprensiva y exigente que necesito, esa mano fuerte que me sostendrá en la debilidad, esa luz que me guiará por sus caminos. Él me invitará siempre a caminar diciendo «sí» a la vida. Un día, cuando termine mi peregrinación por este mundo, conoceré junto a Dios la paz y el descanso, la vida y la libertad.

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MIRAR AL FUTURO SIN PERDER LA FE En todas las épocas ha habido «profetas de desgracias» dedicados a anunciar toda clase de males para el futuro. También hoy aparecen aquí o allá personas poco equilibradas que profetizan catástrofes y desgracias, tal vez porque ellas mismos viven su vida como un fracaso y proyectan sobre el mundo sus propios deseos de destrucción. Estos falsos profetas pueden arruinar el alma frágil de algunos, pero no son los más peligrosos. Mayor daño hacen quienes constantemente destilan su pesimismo, envenenando la vida cotidiana con su visión sombría y sus pronósticos pesimistas. El creyente no se hace ilusiones sobre la situación del mundo. No se engaña «resolviendo» los problemas desde una fe ingenua. Conoce la fuerza del mal, pero su fe en Dios le ayuda a no olvidar que el mundo no está abandonado a su desgracia. Más allá de los titulares de la prensa y los datos de las estadísticas, el creyente ve la realidad en su hondura última, que es la salvación que viene de Dios. 192

Esta es la confianza fundamental que Jesús quiere transmitir a sus discípulos: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma». Es cierto que la vida está llena de experiencias negativas, y que la fe no ofrece recetas mágicas para resolver los problemas. Pero la existencia del ser humano está en manos de Dios. Solo en él está nuestra salvación de la muerte y del fracaso final. Esta fe robusta en Dios no lleva a la evasión o la pasividad. Se traduce, por el contrario, en coraje para tomar decisiones y asumir responsabilidades. Conduce a afrontar riesgos y aceptar sacrificios para ser fiel a uno mismo y a la propia dignidad. Lo propio del verdadero creyente no es la cobardía y la resignación, sino la audacia y la creatividad. Otra consecuencia de la confianza en Dios es la paciencia, ese arte de resistir a la agresividad del mal sin perder la propia dignidad ni destruirse. La palabra «paciencia», en el primitivo lenguaje griego de las primeras comunidades cristianas, se dice con un término que significa 193

literalmente «permanecer en pie», soportando el mal de cada día. Esa es la actitud secreta de quien pone su confianza última en Dios. NO AL MIEDO No es pecar de dramatismo constatar que crece entre nosotros el miedo social y la inseguridad. La vida está cada vez más difícil o, al menos, así lo percibe mucha gente, que se siente amenazada de muchas maneras y no ve claro su futuro. Este miedo social es algo difuso, pero real. Es la impresión casi imperceptible de que las instituciones sociales, políticas y económicas existentes no son capaces de resolver los problemas actuales. Este miedo no se manifiesta siempre de la misma manera ni tiene los mismos efectos en todos. Hay quienes sienten necesidad de consumir más, para sentirse más seguros, y de lanzarse a una vida de divertimiento que les permita olvidar los problemas de cada día. Hay quienes caen en la pasividad, la resignación y el desencanto, pues se sienten dominados por una sensación de impotencia al tener 194

muy pocas posibilidades de protagonismo en una sociedad tan compleja y tan sometida al interés de los privilegiados. No faltan quienes, acobardados ante el riesgo que supone una mayor libertad social, desean volver a situaciones más dictatoriales y anhelan un Estado fuerte, defensor de un orden rígido y seguro, con el riesgo de construir una sociedad menos libre y más inhumana. La superación del miedo no es solo ni principalmente cuestión de buena voluntad. El ser humano necesita encontrar una esperanza definitiva y una fuerza que dé sentido a su lucha diaria. Necesita descubrir una razón para vivir, una confianza para morir. La fe es, quizá, antes que nada, fuerza contra todo miedo y coraje para seguir creyendo en el futuro del ser humano desde un compromiso humilde y desde una confianza ilimitada en el Padre de todos. A ello nos invita permanentemente la llamada de Jesús: «No tengáis miedo».

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15 CÓMO SEGUIR A JESÚS Dijo Jesús a sus discípulos: -El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos solo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro (Mateo 10,37-42). DISPUESTOS A SUFRIR Jesús no quería ver sufrir a nadie. El sufrimiento es malo. Jesús nunca lo buscó ni para sí mismo ni para los demás. Al contrario, toda su vida 196

consistió en luchar contra el sufrimiento y el mal, que tanto daño hacen a las personas. Las fuentes lo presentan siempre combatiendo el sufrimiento que se esconde en la enfermedad, las injusticias, la soledad, la desesperanza o la culpabilidad. Así fue Jesús: un hombre dedicado a eliminar el sufrimiento, suprimiendo injusticias y contagiando fuerza para vivir. Pero buscar el bien y la felicidad para todos trae muchos problemas. Jesús lo sabía por experiencia. No se puede estar con los que sufren y buscar el bien de los últimos sin provocar el rechazo y la hostilidad de aquellos a los que no interesa cambio alguno. Es imposible estar con los crucificados y no verse un día «crucificado». Jesús no lo ocultó nunca a sus seguidores. Empleó en varias ocasiones una metáfora inquietante que Mateo ha resumido así: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí». No podía haber elegido un lenguaje más gráfico. Todos conocían la imagen terrible del condenado que, desnudo e indefenso, era obligado a llevar sobre sus 197

espaldas el madero horizontal de la cruz hasta el lugar de la ejecución, donde esperaba el madero vertical fijado en tierra. «Llevar la cruz» era parte del ritual de la crucifixión. Su objetivo era que el condenado apareciera ante la sociedad como culpable, un hombre indigno de seguir viviendo entre los suyos. Todos descansarían viéndolo muerto. Los discípulos trataban de entenderle. Jesús les venía a decir más o menos lo siguiente: «Si me seguís, tenéis que estar dispuestos a ser rechazados. Os pasará lo mismo que a mí. A los ojos de muchos pareceréis culpables. Os condenarán. Buscarán que no molestéis. Tendréis que llevar vuestra cruz. Entonces os pareceréis más a mí. Seréis dignos seguidores míos. Compartiréis la suerte de los crucificados. Con ellos entraréis un día en el reino de Dios». Llevar la cruz no es buscar «cruces», sino aceptar la «crucifixión» que nos llegará si seguimos los pasos de Jesús. Así de claro.

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EL PELIGRO DE UN CRISTIANISMO SIN CRUZ Uno de los mayores riesgos del cristianismo actual es ir pasando poco a poco de la «religión de la cruz» a una «religión del bienestar». Hace unos años tomé nota de unas palabras de Reinhold Niebuhr, que me hicieron pensar mucho. Hablaba el teólogo norteamericano del peligro de una «religión sin aguijón» que terminara predicando «un Dios sin cólera que conduce a unos hombres sin pecado hacia un reino sin juicio por medio de un Cristo sin cruz». El peligro es real y hemos de evitarlo. Insistir en el amor incondicional de un Dios Amigo no ha de significar nunca fabricarnos un Dios a nuestra conveniencia, el Dios permisivo que legitime una «religión burguesa» (Johann-Baptist Metz). Ser cristiano no es buscar el Dios que me conviene y me dice «sí» a todo, sino encontrarme con el Dios que, precisamente por ser Amigo, despierta mi responsabilidad y, por eso mismo, más de una vez me hace renunciar a mi propia voluntad. Descubrir el evangelio como fuente de vida y estímulo de crecimiento sano no significa vivir «inmunizado» frente al sufrimiento. El evangelio 199

no es un tranquilizante para una vida organizada al servicio de nuestros fantasmas de placer y bienestar. Cristo hace gozar y hace sufrir, consuela e inquieta, apoya y contradice: Solo así es camino, verdad y vida. Creer en un Dios Salvador que, ya desde ahora y sin esperar al más allá, busca liberarnos de lo que nos hace daño no ha de llevarnos a entender la fe cristiana como una religión de uso privado al servicio exclusivo de nuestros problemas y sufrimientos. El Dios de Jesucristo nos pone siempre mirando al que sufre. El evangelio no centra a la persona en su propio sufrimiento, sino en el de los otros. Solo así se vive la fe como experiencia de salvación. En la fe como en el amor todo suele andar muy mezclado: la entrega confiada y el deseo de posesión, la generosidad y el egoísmo. Por eso no hemos de borrar del evangelio esas palabras de Jesús que, por duras que parezcan, nos ponen ante la verdad de nuestra fe: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará». 200

APRENDER A DAR A veces no es tan fácil responder a las preguntas más sencillas. Hemos oído decir con frecuencia que amar es dar. Pero, ¿qué es dar? Muchos suponen que dar es solo privarse de algo, renunciar a algo, «sacrificarse» desprendiéndose de algo. Estamos tan condicionados por nuestra sociedad del bienestar y tan inclinados a poseer, acumular y ganar, que «dar» nos parece algo improductivo. Un empobrecimiento que no estamos dispuestos a aceptar. En nuestra sociedad, quien da sin recibir es una persona poco práctica, sin sentido realista, poco inteligente. Sin embargo, dar es algo totalmente distinto. El gesto de dar es la expresión más rica de vitalidad, riqueza y poder creador. Cuando damos algo de verdad, nos experimentamos a nosotros mismos llenos de vida, desbordantes, con capacidad de enriquecer a otros, aunque sea en grado muy modesto. «Solo el amor hace que la vida merezca ser vivida. Solo la ayuda a los demás procura la gran alegría de vivir» (Karl Tillmann). 201

Dar significa estar vivo y ser rico. El que tiene mucho y no sabe dar, no es rico. Es un hombre pequeño, impotente, empobrecido, por mucho que posea. En realidad, solo es rico quien es capaz de regalar algo de sí mismo a los demás. Necesitamos todos escuchar con más atención y hondura las palabras de Jesús. No quedará sin recompensa ni siquiera el vaso de agua fresca que sepamos dar a un pobre sediento. Hemos de aprender a regalar lo que está vivo en nosotros y puede hacer bien a los demás; dar nuestra alegría, comprensión, aliento, esperanza, acogida o cercanía. Muchas veces no se trata de cosas grandes ni espectaculares. Sencillamente, «un vaso de agua fresca»: una sonrisa acogedora, una escucha sin prisas, una ayuda a levantar el ánimo decaído, un gesto de solidaridad, una visita, un signo de apoyo y amistad. No lo olvidemos. En el fondo de la vida hay alguien que bendice, acoge y recompensa todo gesto de amor, por pequeño que nos pueda parecer. Se llama Dios, nuestro Padre. 202

ARTISTAS ANÓNIMOS Sus rostros no aparecen en la televisión. Nadie airea su nombre en la radio o la prensa. Pero son hombres y mujeres grandes, porque su vida es una bendición en medio de esta sociedad. Ellos forman ese ejército pacífico de voluntarios que trabajan de manera gratuita y callada, solo porque les nace del corazón estar junto a los que sufren. Jóvenes que pasan el fin de semana con el minusválido necesitado de amistad y compañía. Mujeres que se hacen cargo de esos ancianos que no tienen a nadie que se ocupe de ellos. Matrimonios que acogen en su casa a un toxicómano para acompañarlo en su rehabilitación. Yo me los he encontrado sirviendo a los vagabundos en el comedor social «Aterpe» o en los albergues para transeúntes. Los he visto escuchando con solicitud a través del «Teléfono de la Esperanza» a personas hundidas en la depresión o la angustia. Conozco su constancia para acercarse a la cárcel, domingo tras domingo, a compartir unas horas con los presos. 203

Los voluntarios no son personas de cualidades excepcionales. Son sencillamente humanos. Tienen ojos para descubrir las necesidades de la gente, oídos para escuchar su sufrimiento, pies para acercarse a quien está solo, manos para tendérselas a quien necesita ayuda y, sobre todo, un corazón grande donde cabe todo ser desvalido. Eso es precisamente lo más importante: los voluntarios ponen verdadero amor en la sociedad actual. Nos ayudan a descubrir que no se debe confundir el amor con el sentimentalismo o la limosna. Que la solidaridad se construye con gestos, no con palabras. Que amar al ser humano significa querer a las personas concretas, no solo proclamar grandes ideales. Los voluntarios no cobran dinero, pero ganan muchísimo. Ganan la sonrisa del enfermo, el cariño del preso, las lágrimas agradecidas del anciano. Ganan, sobre todo, el placer de aliviar el sufrimiento del hermano. Gloria Fuertes, con su ternura de mujer poeta, dice que el premio del voluntario es que se convierte en un artista: «El voluntario no ha pintado 204

un cuadro, no ha hecho una escultura, no ha inventado una música, no ha escrito un poema, pero ha hecho una obra de arte con sus horas libres». Jesús piensa en un premio todavía más grande para ellos: «El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos... no perderá su paga, os lo aseguro». UNA VOCACIÓN ADMIRABLE Uno de los hechos más positivos y esperanzadores de nuestra sociedad es, sin duda, el crecimiento del voluntariado social. Son cada vez más las personas que dedican su tiempo libre a actividades y servicios de carácter gratuito. ¿Cómo se despierta esa admirable vocación a vivir gratuitamente al servicio de los demás? Lo primero es abrir los ojos y tomar conciencia de que no todos disfrutan de bienestar. La mirada del futuro voluntario se detiene sobre el sufrimiento, la marginación y los problemas de tantas personas necesitadas de apoyo y compañía. En su corazón se despierta el deseo de «hacer algo» por aliviar su sufrimiento. 205

Pero no bastan los buenos deseos. El voluntario toma una decisión: comprometerse a servir a los necesitados en un campo concreto. No lo hace por moda, tampoco por sentimentalismos tontos, sino por coherencia con sus convicciones humanas o inspirado por su fe cristiana. Su compromiso no es una especie de entretenimiento o hobby. Es una forma concreta de vivir, que lo irá marcando cada vez más. El voluntario no da cosas, se da a sí mismo. Ofrece su persona, sus cualidades, su tiempo libre. En su vida hay un tiempo que es para los demás. Un tiempo entregado a quienes sufren y necesitan algún tipo de ayuda. Esta es su manera concreta de vivir la solidaridad o el amor cristiano. El voluntario no busca retribución alguna. Actúa movido solo por un amor desinteresado. Por eso su vida interpela: el dinero no lo es todo. Mientras muchos viven pendientes de su propio bienestar, él se dedica a poner amor, compañía y ayuda en esas vidas donde todo parece sufrimiento, marginación y desgracia. 206

El voluntario no trabaja de ordinario solo ni de forma esporádica. Sabe que su servicio será más eficaz si se integra en una asociación o institución concreta. Por su parte, el voluntario cristiano alimenta y sostiene su compromiso en la vida de una comunidad cristiana. En todo esto no basta la buena voluntad. El voluntario necesita preparación tanto teórica como práctica. Esta preocupación por su capacitación personal es prueba de la seriedad de su compromiso por ofrecer un servicio eficaz. Para aliviar el dolor humano no es suficiente el servicio técnico ni la prestación profesional. Pensemos en la lista larga de ancianos solos, de enfermos crónicos mal atendidos, de disminuidos físicos y psíquicos sin apoyo familiar, de depresivos hundidos en la soledad... Su necesidad de compañía, apoyo cercano y seguimiento afectuoso está pidiendo algo más que el servicio técnico del profesional. Según Jesús, nada quedará sin recompensa. Ni siquiera el «vaso de agua fresca» que se dé a «uno de estos pobrecillos». 207

16 LIBERAR LA VIDA Juan, que había oído en la cárcel las obras de Cristo, le mandó a preguntar por medio de dos de sus discípulos: -¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Jesús les respondió: -Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí! Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: -¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os lo digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que prepare el camino ante ti». 208

Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista, aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él (Mateo 11,2-11). LA IDENTIDAD DE JESÚS Hasta la prisión de Maqueronte, donde está encerrado por Antipas, le llegan al Bautista noticias de Jesús. Lo que oye le deja desconcertado. No responde a sus expectativas. Él espera un Mesías que se imponga con la fuerza terrible del juicio de Dios, salvando a quienes han acogido su bautismo y condenando a quienes lo han rechazado. ¿Quién es Jesús? Para salir de dudas, encarga a dos discípulos que pregunten a Jesús sobre su verdadera identidad: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». La pregunta era decisiva en los primeros momentos del cristianismo. La respuesta de Jesús no es teórica, sino muy concreta y precisa: comuníquenle a Juan «lo que están viendo y oyendo». Le preguntan por su identidad, y Jesús les responde con su actuación curadora al servicio 209

de los enfermos, los pobres y desgraciados que encuentra por las aldeas de Galilea, sin recursos ni esperanza para una vida mejor: «Los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia». Para conocer a Jesús, lo mejor es ver a quiénes se acerca y a qué se dedica. Para captar bien su identidad no basta confesar teóricamente que es el Mesías, Hijo de Dios. Es necesario sintonizar con su modo de ser Mesías, que no es otro sino el de aliviar el sufrimiento, curar la vida y abrir un horizonte de esperanza a los pobres. Jesús sabe que su respuesta puede decepcionar a quienes sueñan con un Mesías poderoso. Por eso añade: «Dichoso el que no se sienta defraudado por mí». Que nadie espere otro Mesías que realice otro tipo de «obras»; que nadie invente otro Cristo más a su gusto, pues el Hijo ha sido enviado para hacer la vida más digna y dichosa para todos, hasta alcanzar su plenitud en la fiesta final del Padre. 210

¿A qué Mesías seguimos hoy los cristianos? ¿Nos dedicamos a hacer «las obras» que hacía Jesús? Y si no las hacemos, ¿qué estamos haciendo en medio del mundo? ¿Qué está «viendo y oyendo» la gente en la Iglesia de Jesús? ¿Qué ve en nuestras vidas? ¿Qué escucha en nuestras palabras? GESTOS LIBERADORES La actuación de Jesús no ha sido de fuerza y opresión. Las «obras» que presenta a los enviados del Bautista no son gestos justicieros, sino servicio liberador a los que necesitan vida. El gesto que mejor descubre su verdadera identidad es su tarea de curar, sanar y liberar la vida. Podemos recoger así su respuesta a Juan: «Yo soy: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia». La vida de Jesús es la de alguien cercano a los necesitados. Un profeta entregado totalmente a liberar a hombres y mujeres de todo lo que bloquea el crecimiento de la vida e impide a la humanidad vivir con 211

esperanza. Un hombre en el que se encarna Dios para salvar a sus hijos e hijas del mal. Heinrich Böll ha visto con claridad. «En el Nuevo Testamento hay una teología de la ternura que siempre es curativa: con palabras, con manos, con caricias, con besos, con una comida en común... Este elemento del Nuevo Testamento, la ternura, no ha sido descubierto aún; todo ha sido transformado en riñas y gritos; hay, sin embargo, ciertos seres que pueden ser curados por una voz simplemente o por una comida en común... Y entonces, imagínense algo así como una ternura socialista». Quizá debamos leer con atención el texto del escritor alemán. A veces descalificamos apresuradamente cualquier gesto de acogida, servicio personal o presencia solidaria junto a los desvalidos como una actitud sospechosa de «reformismo», incapaz de renovar nuestra sociedad. Pensamos con ingenuidad que el «pueblo nuevo, liberado y solidario» nacerá solo del enfrentamiento, la lucha y la violencia. 212

Es necesario luchar con firmeza y tenacidad contra toda forma de injusticia y opresión, desenmascarando todos los mecanismos sociales que lo generan. Pero no es suficiente para hacer surgir un «hombre nuevo». Hay algo que no puede ser resuelto ni por la reforma más profunda ni por la revolución más radical: el afecto que falta a tantas personas, la soledad, la crisis de sentido de la vida, el vacío interior, la desafección, la desesperanza que experimentan no pocos. El afecto a cada persona, la cercanía amistosa, el respeto y la escucha a cada ser humano, la acogida y comprensión de cada vida; no pueden ser garantizados si no surgen del corazón de hombres y mujeres animados por el Espíritu de Jesús. AMOR A LA VIDA Frente a las diferentes tendencias destructivas que se pueden detectar en la sociedad contemporánea (necrofilia), Erich Fromm ha hecho una llamada vigorosa a desarrollar todo lo que sea amor a la vida (biofilia), si 213

no queremos caer en lo que el célebre científico llama «síndrome de decadencia». Sin duda, hemos de estar muy atentos a las diversas formas de agresividad, violencia y destrucción que se generan en la sociedad moderna. Más de un sociólogo habla de auténtica «cultura de la violencia». Pero hay otras formas más sutiles y, por ello mismo, más eficaces de destruir el crecimiento y la vida de las personas. La mecanización del trabajo, la masificación del estilo de vida, la burocratización de la sociedad, la cosificación de las relaciones, son otros tantos factores que están llevando a muchas personas a sentirse no seres vivos, sino piezas de un engranaje social. Millones de individuos viven hoy en Occidente unas vidas cómodas, pero monótonas, donde la falta de sentido y de proyecto puede ahogar todo crecimiento verdaderamente humano. Entonces, algunas personas terminan por perder el contacto con todo lo que es vivo. Su vida se llena de cosas. Solo parecen vibrar 214

adquiriendo nuevos artículos. Funcionan según el programa que les dicta la sociedad. Otras buscan toda clase de estímulos. Necesitan trabajar, producir, agitarse o divertirse. Han de experimentar siempre nuevas emociones. Algo excitante que les permita sentirse todavía vivas. Si algo caracteriza la personalidad de Jesús es su amor apasionado a la vida, su biofilia. Los relatos evangélicos lo presentan luchando contra todo lo que bloquea la vida, la mutila o empequeñece. Siempre atento a lo que puede hacer crecer a las personas. Siempre sembrando vida, salud, sentido. Él mismo nos traza su tarea con expresiones tomadas de Isaías: «Los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan ya los pobres se les anuncia la Buena Noticia. Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí». Dichosos en verdad los que descubren que ser creyente no es odiar la vida, sino amarla, no es bloquear o mutilar nuestro ser, sino abrirlo a sus mejores posibilidades. Muchas personas abandonan hoy la fe en 215

Jesucristo antes de haber experimentado la verdad de estas palabras suyas: «Yo he venido para que los hombres tengan vida, y la tengan en abundancia» (Juan 10,10). HECHOS, NO PALABRAS Los expertos nos hablan de un curioso fenómeno lingüístico propio de nuestros días. En pocos años se ha extendido en las sociedades desarrolladas un lenguaje de carácter técnico, aséptico y eufemista para hablar de quienes sufren problemas o enfermedades. Incluso en América se ha publicado un diccionario políticamente correcto donde se indica cómo designar a ciertas personas y colectivos. Así, en la sociedad moderna ya no hay pobres, sino gente «económicamente débil»; no hay viejos, sino personas que han llegado a la «tercera edad»; los ciegos son ahora «invidentes» y los moribundos solo «enfermos en fase terminal»; los que viven sin techo se han convertido en «transeúntes»; los negros son ahora afortunadamente «personas de color», y las criadas han alcanzado la dignidad de «colaboradoras domésticas». 216

Este lenguaje refleja, sin duda, una actitud más respetuosa y cuidada hacia esas personas, pero puede indicar, al mismo tiempo, una postura más aséptica, distante y tranquilizadora, pues, de alguna manera, disimula el sufrimiento y la tragedia. No hemos de preocupamos mucho: se trata de problemas de los que se ha de ocupar la Administración, la Seguridad Social o las instituciones. Por eso no es superfluo recordar la advertencia cristiana: el amor al que sufre no consiste en usar palabras correctas y amables, sino en ayudarle con obras. Lo dice ya un escrito cristiano del siglo I: «Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con hechos y de verdad» (1 Juan 3,18). La escena evangélica es aleccionadora. El profeta Juan envía a sus discípulos para hacerle a Jesús una pregunta decisiva: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Jesús no responde con un discurso teórico. Lo importante para captar su identidad no son las palabras, sino los hechos. «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan 217

limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan ya los pobres se les anuncia la Buena Noticia». Lo que identifica al verdadero Mesías y a quienes le siguen es su servicio a los que sufren; no las bellas palabras, sino las obras. He leído que el filósofo danés Soren Kierkegaard comienza uno de sus tratados con estas palabras: «Estas son reflexiones cristianas. Por eso no se habla aquí de amor, sino de las obras del amor». Sencillamente genial. El amor cristiano al que sufre no es un amor explicado, cantado, exaltado. El amor verdadero no consiste en palabras, sino en hechos. NO SENTIRNOS DEFRAUDADOS POR JESÚS En estos tiempos de crisis religiosa y confusión interior es importante recordar que Jesucristo no es propiedad particular de las Iglesias. Es de todos. A él pueden acercarse quienes lo confiesan como Hijo de Dios, y también quienes andan buscando un sentido más humano a sus vidas. Hace ya algunos años, el conocido pensador Roger Garaudy, marxista convencido en aquel tiempo, gritaba así a los cristianos: 218

«Vosotros habéis recogido y conservado esta esperanza que es Jesucristo. Devolvednosla, pues ella pertenece a todo el mundo». Casi por la misma época, Jean Onimus publicaba su apasionante e insólito libro sobre Jesús con el provocativo título de Le Perturbateur. Dirigiéndose a Jesús, decía así el escritor francés: «¿Por qué vas a permanecer propiedad privada de los predicadores, de los doctores y de algunos eruditos, tú que has dicho cosas tan sencillas, palabras directas, palabras que permanecen para los hombres, palabras de vida eterna?». Por eso pocas cosas me producen más alegría que saber que hombres y mujeres alejados de la práctica religiosa habitual buscan en mis escritos encontrarse con Jesús. Estoy convencido de que él puede ser para muchos el mejor camino para encontrarse con el Dios Amigo y para dar un sentido más esperanzado a sus vidas. Jesús no deja indiferente a nadie que se acerca a él. Uno se encuentra, por fin, con alguien que vive en la verdad, alguien que sabe por qué hay que vivir y por qué merece la pena morir. Intuye que ese 219

estilo de vivir «tan de Jesús» es la manera más acertada y humana de enfrentarse a la vida y a la muerte. Jesús sana. Su pasión por la vida pone al descubierto nuestra superficialidad y convencionalismo. Su amor a los indefensos desenmascara nuestros egoísmos y mediocridad. Su verdad desvela nuestros autoengaños. Pero, sobre todo, su fe incondicional en el Padre nos invita a salir de la incredulidad y a confiar en Dios. Quienes hoy abandonan la Iglesia porque se encuentran incómodos dentro de ella, o porque discrepan de alguna de sus actuaciones o directrices concretas, o porque sencillamente la liturgia cristiana ha perdido para ellos todo interés vital, no deberían por ello abandonar automáticamente a Jesús. Cuando uno ha perdido otros puntos de referencia y siente que «algo» está muriendo en su conciencia, puede ser decisivo no perder contacto con Jesucristo. El texto evangélico nos recuerda sus palabras: «¡Dichoso el que no se sienta defraudado por mi!». Dichoso el que entienda todo lo que Cristo puede significar en su vida. 220

17 EL PADRE SE REVELA A LOS SENCILLOS Jesús exclamó: -Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga, ligera (Mateo 11,25-30). DIOS SE REVELA A LOS SENCILLOS Un día, Jesús sorprendió a todos dando gracias a Dios por su éxito con la gente sencilla de Galilea y por su fracaso entre los maestros de la ley, escribas y sacerdotes. «Te doy gracias, Padre... porque has escondido 221

estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla». A Jesús se le ve contento. «Sí, Padre, así te ha parecido mejor». Esa es la manera que tiene Dios de revelar sus «cosas». La gente sencilla e ignorante, los que no tienen acceso a grandes conocimientos, los que no cuentan en la religión del templo, se están abriendo a Dios con corazón limpio. Están dispuestos a dejarse enseñar por Jesús. El Padre les está revelando su amor a través de él. Entienden a Jesús como nadie. Sin embargo, los «sabios y entendidos» no entienden nada. Tienen su propia visión docta de Dios y de la religión. Creen saberlo todo. No aprenden nada nuevo de Jesús. Su visión cerrada y su corazón endurecido les impiden abrirse a la revelación del Padre a través de su Hijo. Jesús termina su oración, pero sigue pensando en la «gente sencilla». Viven oprimidos por los poderosos y no encuentran alivio en la religión del templo. Su vida es dura, y la doctrina que les ofrecen los 222

«entendidos» la hacen todavía más dura y difícil. Jesús les hace tres llamadas. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados». Es la primera llamada. Está dirigida a todos los que sienten la religión como un peso y a los que viven agobiados por normas y doctrinas que les impiden captar la alegría de la salvación. Si se encuentran vitalmente con Jesús, experimentarán un alivio inmediato: «Yo os aliviaré». «Cargad con mi yugo... porque es llevadero y mi carga, ligera». Es la segunda llamada. Hay que cambiar de yugo. Abandonar el de los «sabios y entendidos», pues no es ligero, y cargar con el de Jesús, que hace la vida más llevadera. No porque Jesús exija menos. Exige más, pero de otra manera. Exige lo esencial: el amor que libera y hace vivir. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Es la tercera llamada. Hay que aprender a cumplir la ley y vivir la religión con su espíritu. Jesús no «complica» la vida, la hace más simple y humilde. No oprime, ayuda a vivir de manera más digna y humana. Es un «descanso» encontrarse con él. 223

Jesús no tuvo problemas con las gentes sencillas del pueblo. Sabía que le entendían. Lo que le preocupaba era si algún día llegarían a captar su mensaje los líderes religiosos, los especialistas de la ley, los grandes maestros de Israel. Cada día era más evidente: lo que al pueblo sencillo le llenaba de alegría, a ellos los dejaba indiferentes. Aquellos campesinos que vivían defendiéndose del hambre y de los grandes terratenientes le entendían muy bien: Dios los quería ver felices, sin hambre ni opresores. Los enfermos se fiaban de él y, animados por su fe, volvían a creer en el Dios de la vida. Las mujeres que se atrevían a salir de su casa para escucharle intuían que Dios tenía que amar como decía Jesús: con entrañas de madre. La gente sencilla del pueblo sintonizaba con él. El Dios que les anunciaba era el que anhelaban y necesitaban. La actitud de los «entendidos» era diferente. Caifás y los sacerdotes de Jerusalén lo veían como un peligro. Los maestros de la ley no entendían que se preocupara tanto del sufrimiento de la gente y se olvidara de las exigencias de la religión. Por eso, entre los seguidores 224

más cercanos de Jesús no hubo sacerdotes, escribas o maestros de la ley. Un día, Jesús descubrió a todos lo que sentía en su corazón. Lleno de alegría le rezó así a Dios: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla». Siempre es igual. La mirada de la gente sencilla es, de ordinario, más limpia. No hay en su corazón tanto interés torcido. Van a lo esencial. Saben lo que es sufrir, sentirse mal y vivir sin seguridad. Son los primeros que entienden el evangelio. Esta gente sencilla es lo mejor que tenemos en la Iglesia. De ellos tenemos que aprender obispos, teólogos, moralistas y entendidos en religión. A ellos les descubre Dios algo que a nosotros se nos escapa. Los eclesiásticos tenemos el riesgo de racionalizar, teorizar y «complicar» demasiado la fe. Solo dos preguntas: ¿por qué hay tanta distancia entre nuestra palabra y la vida de la gente? ¿Por qué nuestro 225

mensaje resulta casi siempre más oscuro y complicado que el de Jesús? DIOS ES PARA GENTE SENCILLA Fue hace muchos años, en L'École Biblique de Jerusalén, un maestro de exégesis nos iniciaba en el difícil arte de desentrañar el evangelio de Mateo. Todo parecía poco para captar el sentido último del texto: crítica textual, análisis literario, estructura del pasaje. Un día llegamos a esos versículos en los que Jesús exclama: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla». El profesor hizo un largo silencio. Después nos dijo muy despacio: «No olvidéis nunca estas palabras. Todo lo demás lo podéis olvidar». Fue probablemente la mejor lección de exégesis que he recibido nunca. Luego, a lo largo de los años, he podido ver que es así. Siempre que he tenido la impresión de estar junto a una persona cercana a Dios, ha sido alguien de corazón sencillo. A veces una 226

persona sin grandes conocimientos, otras alguien de notable cultura, pero siempre un hombre o mujer de alma humilde y limpia. En más de una ocasión he podido comprobar que no basta hablar de Dios para que se despierte la fe. Para mucha gente, ciertos conceptos religiosos están muy gastados, y aunque uno trate de sacarles todo el vigor y sabor que tuvieron en su origen, Dios sigue como «fosilizado» en sus conciencias. Sin embargo, me he encontrado con gentes sencillas que no parecen necesitar grandes ideas ni razonamientos. Intuyen enseguida que Dios es «un Dios oculto», y de su corazón nace espontánea una invocación: «Señor, muéstrame tu rostro». Me he encontrado también con personas que se mueven siempre en el terreno de lo útil. Algunas abandonan a Dios porque les resulta perfectamente inútil; otras le retienen y dan culto porque les sirve. Sin embargo, he podido conocer a gentes sencillas que viven dando gracias a Dios. Disfrutan de lo bueno de la vida, soportan con paciencia los males; saben vivir y hacer vivir. No sé cómo lo logran, pero de su 227

corazón parece estar siempre brotando la alabanza al Creador. Su vida es un acierto. He expuesto muchas veces temas religiosos y he hablado de Dios ante gentes muy diversas. En ocasiones me he encontrado con personas que planteaban preguntas y más preguntas sobre toda clase de cuestiones teológicas, sin mostrar el menor interés por encontrarse con Dios. Pero he visto también a gente sencilla cuyos ojos brillaban de forma especial cuando yo leía textos como este del profeta Isaías: «Yo soy el Señor, tu Dios... Tú eres de gran precio a mis ojos, eres valioso y yo te quiero... No temas, que estoy contigo» (Isaías 43,4); o cuando pronunciaba el Salmo 103: «Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente ternura el Señor por quienes le temen. Pues él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos barro» (Salmo 103,13-14). Sí, Dios se revela a gente sencilla. EL ARTE DE DESCANSAR Somos muchos los que vivimos sometidos a un ritmo duro de trabajo que nos va desgastando a lo largo de los meses. Por eso, al llegar el 228

verano, todos buscamos de una manera u otra un tiempo de descanso que nos ayude a liberarnos de la tensión, el agobio y el desgaste que hemos ido acumulando a lo largo de los días. Pero, ¿qué es descansar? ¿Es suficiente recuperar nuestras fuerzas físicas, tomando el sol durante horas y más horas junto a la orilla de cualquier mar? ¿Basta con olvidar nuestros problemas y conflictos sumergiéndonos en el ruido de nuestras fiestas y verbenas? AI retorno de las vacaciones, más de uno siente en su interior la sensación de haberlas perdido. y es que también en vacaciones podemos caer en la tiranía de la agitación, el ruido, la superficialidad y la ansiedad del disfrute fácil y agotador. No todos saben descansar. y quizá el hombre moderno necesita urgentemente iniciarse en el arte del verdadero descanso. Necesitamos, antes que nada, encontrarnos más profundamente con nosotros mismos y buscar el silencio, la calma y la serenidad que tantas veces nos faltan durante el año, para escuchar lo mejor que hay dentro de nosotros y a nuestro alrededor. 229

Necesitamos recordar que una vida intensa no es una vida agitada. Queremos tenerlo todo, acapararlo y disfrutarlo todo. Y nos hacemos rodear de mil cosas superfluas e inútiles que ahogan nuestra libertad y espontaneidad. Necesitamos redescubrir la naturaleza, contemplar la vida que brota cerca de nosotros, detenernos ante las cosas pequeñas y las gentes sencillas y buenas. Experimentar que la felicidad tiene poco que ver con la riqueza, los éxitos y el placer fácil. Necesitamos recordar que el sentido último de la vida no se agota en el esfuerzo, el trabajo y la lucha. Por el contrario, se nos revela con más claridad en la fiesta, el gozo compartido, la amistad y la convivencia fraterna. Pero necesitamos, además, arraigar nuestra vida en ese Dios «amigo de la vida», fuente del verdadero y definitivo descanso. ¿Puede descansar el corazón del ser humano sin encontrarse con Dios? Escuchemos con fe las palabras de Jesús: «Venid a mí todos los que estáisn fatigados y agobiados, y yo os haré descansar». 230

NECESITAMOS ALGO MÁS QUE UNAS VACACIONES Hay cansancios propios de la sociedad actual que no se curan con las vacaciones. No desaparecen por el mero hecho de irnos a descansar unos días. La razón es sencilla. Las vacaciones pueden ayudar a rehacernos un poco, pero no pueden darnos el descanso interior, la paz del corazón y la tranquilidad de espíritu que necesitamos. Hay un primer cansancio que proviene de un activismo agotador. No respetamos los ritmos naturales de la vida. Hacemos cada vez más cosas en menos tiempo. Vivimos acelerados, en desgaste permanente, deshaciéndonos cada día un poco más. Ya llegarán las vacaciones para «cargar pilas». Es un error. Las vacaciones no sirven para resolver este cansancio. No basta «desconectar» de todo. A la vuelta de vacaciones todo seguirá igual. Lo que necesitamos es no acelerar más nuestra vida, aprender un ritmo más humano, dejar de hacer algunas cosas, vivir más despacio y de manera más descansada. 231

Hay otro tipo de cansancio que nace de la saturación. Vivimos un exceso de actividades, relaciones, citas, encuentros, comidas. Por otra parte, el contestador automático, el móvil, el ordenador o el correo electrónico facilitan nuestro trabajo, pero introducen en nuestra vida una saturación. Estamos en todas partes, siempre localizables, siempre «conectados». Ya llegarán las vacaciones para «desaparecer» y «desconectar» . Es un error. Lo que necesitamos es aprender a «ordenar» nuesstra vida: cuidar lo importante, relativizar lo accidental, dedicar más tiempo a lo que nos da paz interior y sosiego. Hay también otro cansancio más difuso, difícil de precisar. Vivimos cansados de nosotros mismos, hartos de nuestra mediocridad, sin encontrar lo que desde el fondo anhela nuestro corazón. ¿Cómo nos van a curar unas vacaciones? Por eso no es superfluo escuchar las palabras de Jesús: «Venid aquí los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré». Hay un descanso que solo se puede encontrar en el 232

misterio de Dios acogido en nuestro corazón siguiendo los pasos de Jesús.

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18 SEMBRAR EL EVANGELIO Salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló mucho rato en parábolas: -Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda brotó enseguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos ciento, otros sesenta, otros treinta. El que tenga oídos, que oiga. Se le acercaron los discípulos y le preguntaron: -¿Por qué les hablas en parábolas? Él les contestó: -A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de 234

sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumplirá en ellos la profecía de Isaías: "Oirán con los oídos sin entender; mirarán con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure» (Mateo 13,1-17). APRENDER A SEMBRAR COMO JESÚS No fue fácil para Jesús llevar adelante su proyecto. Enseguida se encontró con la crítica y el rechazo. Su palabra no tenía la acogida que cabía esperar. Entre sus seguidores más cercanos empezaba a despertarse el desaliento y la desconfianza. ¿Merecía la pena seguir trabajando junto a Jesús? ¿No era todo aquello una utopía imposible? Jesús les dijo lo que pensaba. Les contó la parábola de un sembrador para hacerles ver el realismo con que trabajaba y la fe inquebrantable que le animaba. Las dos cosas. Hay, ciertamente, un trabajo infructuoso 235

que se puede echar a perder, pero el proyecto final de Dios no fracasará. No hay que ceder al desaliento. Hay que seguir sembrando. Al final habrá cosecha abundante. Los que le escuchaban la parábola sabían que estaba hablando de sí mismo. Así era Jesús. Sembraba su palabra en cualquier parte donde veía alguna esperanza de que pudiera germinar. Sembraba gestos de bondad y misericordia hasta en los ambientes más insospechados: entre gentes muy alejadas de la religión. Jesús sembraba con el realismo y la confianza de un labrador de Galilea. Todos sabían que la siembra se echaría a perder en más de un lugar en aquellas tierras tan desiguales. Pero eso no desalentaba a nadie: ningún labrador dejaba por ello de sembrar. Lo importante era la cosecha final. Algo semejante ocurre con el reino de Dios. No faltan obstáculos y resistencias, pero la fuerza de Dios dará su fruto. Sería absurdo dejar de sembrar, En la Iglesia de Jesús no necesitamos cosechadores. Lo nuestro no es cosechar éxitos, conquistar la calle, dominar la sociedad, llenar las 236

iglesias, imponer nuestra fe religiosa. Lo que nos hace falta son sembradores. Seguidores y seguidoras de Jesús que siembren por donde pasan palabras de esperanza y gestos de compasión. Esta es la conversión que hemos de promover hoy entre nosotros: ir pasando de la obsesión por «cosechar» a la paciente labor de «sembrar». Jesús nos dejó en herencia la parábola del sembrador, no la del cosechador. LA FUERZA OCULTA DEL EVANGELIO La parábola del sembrador es una invitación a la esperanza. La siembra del evangelio, muchas veces inútil por diversas contrariedades y oposiciones, tiene una fuerza incontenible. A pesar de todos los obstáculos y dificultades, y aun con resultados muy diversos, la siembra termina en cosecha fecunda que hace olvidar otros fracasos. No hemos de perder la confianza a causa de la aparente impotencia del reino de Dios. Siempre parece que «la causa de Dios» está en decadencia y que el evangelio es algo insignificante y sin futuro. y sin embargo no es así. El evangelio no es una moral ni una política, ni 237

siquiera una religión con mayor o menor porvenir. El evangelio es la fuerza salvadora de Dios «sembrada» por Jesús en el corazón del mundo y de la vida de los hombres. Empujados por el sensacionalismo de los actuales medios de comunicación, parece que solo tenemos ojos para ver el mal. Y ya no sabemos adivinar esa fuerza de vida que se halla oculta bajo las apariencias más desalentadoras. Si pudiéramos observar el interior de las vidas, nos sorprendería encontrar tanta bondad, entrega, sacrificio, generosidad y amor verdadero. Hay violencia y sangre en el mundo, pero crece en muchos el anhelo de una verdadera paz. Se impone el consumismo egoísta en nuestra sociedad, pero son bastantes los que descubren el gozo de una vida sencilla y compartida. La indiferencia parece haber apagado la religión, pero en no pocas personas se despierta la nostalgia de Dios y la necesidad de la plegaria. La energía transformadora del evangelio está ahí trabajando a la humanidad. La sed de justicia y de amor seguirá creciendo. La siembra 238

de Jesús no terminará en fracaso. Lo que se nos pide es acoger la semilla. ¿No descubrimos en nosotros mismos esa fuerza que no proviene de nosotros y que nos invita sin cesar a crecer, a ser más humanos, a transformar nuestra vida, a tejer relaciones nuevas entre las personas, a vivir con más transparencia, a abrimos con más verdad a Dios? SEMBRAR CON FE En pocos años estamos pasando de una sociedad profundamente religiosa, donde el cristianismo jugaba un papel decisivo en la vida de las personas y en la convivencia social, a otro estilo de vida más laico e increyente, donde lo religioso va perdiendo importancia. Acostumbrados a una «sociedad de cristiandad» donde lo religioso estaba presente visiblemente en nuestras calles, plazas, escuelas y hogares, son muchos los creyentes que sienten malestar y sufren ante la nueva situación.

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Más aún. Casi sin darnos cuenta podemos llegar a pensar que el evangelio ha perdido su anterior virtualidad, y el mensaje de Jesús no tiene ya garra ni fuerza de convicción para el hombre moderno. Por eso se hace necesario escuchar con atención la parábola de Jesús. Aun en su aparente insignificancia y modestia, el evangelio sigue encerrando una virtualidad poderosa para «salvar» al hombre de lo que le deshumaniza. Difícilmente encontraremos algo o a alguien que pueda dar un sentido más humano y liberador a nuestras vidas. Es cierto que, para ejercer su fuerza liberador a, este evangelio ha de ser presentado con fidelidad, en toda su verdad, sus exigencias y su esperanza. Sin deformaciones ni cobardías. Sin parcialismos intencionados ni manipulaciones interesadas. Es cierto también que el evangelio exige una acogida sincera y una disponibilidad total. Y son muchos los factores que, como la riqueza, los intereses egoístas o la cobardía, pueden ahogar y anular la eficacia de la palabra de Jesús. 240

Pero el evangelio sigue teniendo hoy una energía humanizadora insospechada. Olvidarlo sería un error lamentable para la sociedad moderna. En cualquier caso, los creyentes hemos de recordar que no es momento de «cosechar», sino hora de sembrar con fe en la fuerza renovadora que se encierra en el evangelio. IMPULSAR LA CREATIVIDAD Durante muchos siglos, las sociedades premodernas se han ido desarrollando siguiendo la tradición. Las generaciones aprendían a vivir mirando al pasado. La tradición ofrecía un código de saberes, valores y costumbres que se transmitía de padres a hijos. La sabiduría del pasado servía para regir la vida de las personas y de la sociedad entera. Hoy no es así. La tradición ha entrado en crisis. La sociedad moderna cambia de manera tan acelerada que el pasado apenas tiene autoridad alguna si no se ve su interés para el futuro. Se vive mirando hacia adelante. No hay por qué hacer las cosas como se han hecho siempre. Las soluciones del pasado no sirven para resolver los problemas 241

inéditos de estos tiempos. No basta mirar a la tradición. Hay que aprender a vivir con creatividad. No es esta, de ordinario, la actitud en la Iglesia actual. La creatividad es un concepto prácticamente ausente en el magisterio de la Iglesia. Por lo general se tiende a abordar las cuestiones inspirándose en la tradición. Sin embargo, una Iglesia sin creatividad es una Iglesia condenada a estancarse. Si el cristianismo es percibido como un «asunto del pasado», cada vez interesará menos. En la Iglesia tenemos miedo a promover la creatividad. Este miedo tiene algo de razonable, pues hay quienes confunden «creatividad» con espontaneidad, improvisación o arbitrariedad. Pero ahogar la creatividad y oponerse sistemáticamente a nuevos planteamientos ante problemas inéditos puede conducir a la Iglesia a un inmovilismo que está lejos del espíritu que animó a Jesús. Sorprende la creatividad que desarrolló la Iglesia en los primeros siglos, respondiendo con audacia a las nuevas circunstancias a las que se iba enfrentando. Impresiona, por ejemplo, su coraje para abandonar 242

el contexto cultural y religioso del mundo judío para arraigarse en la cultura griega o latina. ¿No tenemos los cristianos de hoy un derecho a la creatividad semejante al de los cristianos de otras épocas? La parábola del sembrador nos sigue interpelando a todos: ¿qué frutos podría producir hoy la palabra de Jesús acogida con fe en nuestros corazones? TENER OÍDOS Y NO OÍR Las parábolas de Jesús han cautivado siempre a sus seguidores. Los evangelios han conservado cerca de cuarenta. Seguramente las que Jesús repitió más veces o las que se grabaron con más fuerza en el corazón y el recuerdo de sus discípulos. ¿Cómo leer estas parábolas? ¿Cómo captar su mensaje? Mateo nos recuerda antes que nada que las parábolas han sido «sembradas» en el mundo por Jesús. «Salió Jesús de su casa» a enseñar su mensaje a la gente, y su primera parábola comienza precisamente así: «Salió el sembrador a sembrar». El sembrador es Jesús. Sus parábolas son una llamada a entender y vivir la vida tal 243

como la entendía y vivía él. Si no sintonizamos con Jesús, difícilmente entenderemos sus parábolas. Lo que Jesús siembra es «la palabra del reino». Así dice Mateo. Cada parábola es una invitación a pasar de un mundo viejo, convencional y poco humano, a un «país nuevo», lleno de vida, tal como lo quiere Dios para sus hijos e hijas. Jesús lo llamaba «reino de Dios». Si no seguimos a Jesús trabajando por un mundo más humano, ¿cómo vamos a entender sus parábolas? Jesús siembra su mensaje «en el corazón», es decir, en el interior de las personas. Ahí se produce la verdadera conversión. No basta con predicar las parábolas. Si nuestro «corazón» no se abre a Jesús, nunca captaremos su fuerza transformadora. Jesús no discrimina a nadie al anunciar el evangelio. Lo que ocurre es que a los que son «discípulos» y caminan tras sus pasos, Dios les da a «conocer los secretos del reino». A los demás no. Los discípulos tienen la clave para captar las parábolas; su conocimiento del proyecto de Dios será cada vez más profundo. Pero los que no dan el paso y viven sin 244

hacer la opción por Jesús no entienden su mensaje, y lo poco que escuchan lo terminan perdiendo. Nuestro problema es terminar viviendo con el «corazón embotado». Entonces sucede algo inevitable. Tenemos «oídos», pero no escuchamos ningún mensaje. Tenemos «ojos», pero no miramos a Jesús. Nuestro corazón no entiende nada. ¿Cómo se siembra el evangelio en nuestras comunidades cristianas? ¿Cómo despertamos entre nosotros la acogida al Sembrador? , 19 PARÁBOLAS DE JESÚS Jesús propuso esta parábola a la gente: -El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga, apareció también la 245

cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?». Él les dijo: «Un enemigo lo ha hecho». Los criados le preguntaron: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?». Pero él les respondió: «No, que podríais arrancar también el trigo. Déjadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega diré a los segadores: "Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero"». Les propuso esta otro parábola: -El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerto; aunque es lo más pequeño de los semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros o anidar en sus ramas. Les dijo otra parábola: -El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente. 246

Jesús expuso todo esto o la gente en parábolas, y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: «Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo». Luego dejó o lo gente y se fue o casa. Los discípulos se le acercaron o decirle: -Acláranos la parábola de la cizaña en el campo. Él les contestó: -El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será el fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados, y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga (Mateo 13,24-43). 247

LA VIDA ES MÁS DE LO QUE SE VE Por lo general, tendemos a buscar a Dios en lo espectacular y prodigioso, no en lo pequeño e insignificante. Por eso les resultaba difícil a los galileos creer a Jesús cuando les decía que Dios estaba ya actuando en el mundo. ¿Dónde se podía sentir su poder? ¿Dónde estaban las «señales extraordinarias» de las que hablaban los escritores apocalípticos? Jesús tuvo que enseñarles a captar la presencia salvadora de Dios de otra manera. Les descubrió su gran convicción: la vida es más que lo que se ve. Mientras vamos viviendo de manera distraída sin captar nada especial, algo misterioso está sucediendo en el interior de la vida. Con esa fe vivía Jesús: no podemos experimentar nada extraordinario, pero Dios está trabajando el mundo. Su fuerza es irresistible. Se necesita tiempo para ver el resultado final. Se necesita, sobre todo, fe y paciencia para mirar la vida hasta el fondo e intuir la acción secreta de Dios. 248

Tal vez la parábola que más les sorprendió fue la de la semilla de mostaza. Es la más pequeña de todas, como la cabeza de un alfiler, pero con el tiempo se convierte en un hermoso arbusto. Por abril, todos pueden ver bandadas de jilgueros cobijándose en sus ramas. Así es el «reino de Dios». El desconcierto tuvo que ser general. No hablaban así los profetas. Ezequiel lo comparaba con un «cedro magnífico», plantado en una «montaña elevada y excelsa», que echaría un ramaje frondoso y serviría de cobijo a todos los pájaros y aves del cielo. Para Jesús, la verdadera metáfora de Dios no es el «cedro», que hace pensar en algo grandioso y poderoso, sino la «mostaza», que sugiere lo pequeño e insignificante. Para seguir a Jesús no hay que soñar en cosas grandes. Es un error que sus seguidores busquen una Iglesia poderosa y fuerte que se imponga sobre los demás. El ideal no es el cedro encumbrado sobre una montaña alta, sino el arbusto de mostaza que crece junto a los caminos y acoge por abril a los jilgueros. 249

Dios no está en el éxito, el poder o la superioridad. Para descubrir su presencia salvadora, hemos de estar atentos a lo pequeño, lo ordinario y cotidiano. La vida no es solo lo que se ve. Es mucho más. Así pensaba Jesús. LA FUERZA TRANSFORMADORA DE LA LEVADURA Jesús lo repetía una y otra vez: ya está aquí Dios tratando de transformar el mundo; su reinado está llegando. No era fácil creerle. La gente esperaba algo más espectacular: ¿dónde podían captar el poder de Dios imponiendo por fin su reinado? Todavía recordaba Jesús una escena que había podido contemplar desde niño en el patio de su casa. Su madre y las demás mujeres se levantaban temprano, la víspera del sábado, a elaborar el pan para toda la semana. A Jesús le sugería ahora la actuación maternal de Dios introduciendo su «levadura» en el mundo. Con el reino de Dios sucede como con la «levadura» que una mujer «esconde» en la masa de harina para que «todo» quede fermentado. Así actúa Dios. No viene a imponer desde fuera su poder, como el 250

emperador de Roma. Viene a trasformar la vida desde dentro, de manera callada y oculta. Así es Dios: no se impone, sino que trasforma; no domina, sino que atrae. Y así han de actuar quienes colaboran en su proyecto: como «levadura» que introduce en el mundo su verdad, su justicia y su amor de manera humilde, pero con fuerza trasformadora. Los seguidores de Jesús no podemos presentarnos en esta sociedad como «desde fuera», tratando de imponernos para dominar y controlar a quienes no piensan como nosotros. No es esa la forma de abrir camino al reino de Dios. Hemos de vivir «dentro» de la sociedad, compartiendo las incertidumbres, crisis y contradicciones del mundo actual, y aportando nuestra vida trasformada por el evangelio. Hemos de aprender a vivir nuestra fe «en minoría» como testigos fieles de Jesús. Lo que necesita la Iglesia no es más poder social o político, sino más humildad para dejarse trasformar por Jesús y poder ser fermento de un mundo más humano. 251

FERMENTO DE UNA VIDA MÁS HUMANA Sorprende ver con qué frecuencia se dirige Jesús a sus discípulos para ponerles en guardia contra una falsa «impaciencia mesiánica» que no sabe respetar el ritmo de la acción discreta pero vigorosa de Dios. A los que esperan de él la puesta en marcha de un movimiento contundente y arrollador, capaz de terminar con otras corrientes y alternativas, Jesús les habla de una acción de Dios más humilde y respetuosa. El mundo es un campo de siembras opuestas. Y el reino de Dios crece ahí, en la densidad de esa vida a veces tan ambigua y compleja. Ahí está Dios salvando al ser humano. En esos comportamientos colectivos, animados unas veces por grandes ideales y otras por oscuros egoísmos. En esos mil gestos que hacemos cada día y donde se mezcla la generosidad con las mezquindades más inconfesables. A quienes esperan el despliegue de algo espectacular y poderoso, Jesús les habla de un reinado de Dios más sencillo y discreto. Algo que no está hecho para desencadenar movimientos grandiosos de masas. 252

El reino de Dios está ya actuando, pero al modo de un grano de mostaza minúsculo y casi irrisorio que germina con humildad, o como un trozo imperceptible de levadura que se pierde en la masa fermentándola desde dentro. Al reino de Dios no le abriremos camino lanzando excomuniones sobre otros grupos, partidos o ideologías, ni condenando todo lo que no coincide con nuestro pensamiento. No lo implantaremos en la sociedad concentrando grandes masas o logrando el aplauso pasajero de las muchedumbres. El reino de Dios es un «fermento de humanidad» y crece en cualquier rincón oscuro del mundo donde se ama al ser humano y donde se lucha por una humanidad más digna. Al reino de Dios le abriremos camino dejando que la fuerza del evangelio transforme nuestro estilo de vivir, amar, trabajar, disfrutar, luchar y ser. SIN CONDENAR A NADIE Vivimos en una sociedad donde es fácil observar un hecho que algunos autores llaman «diseminación religiosa». Entre nosotros podemos 253

encontrarnos hoy con creyentes piadosos y con ateos convencidos, con personas indiferentes a lo religioso y con adeptos a nuevas religiones, con gente que cree vagamente en «algo» y con individuos que se han hecho una «religión a la carta» para su uso particular, con personas que no saben si creen o no creen y con personas que desean creer y no saben cómo hacerlo. Sin embargo, aunque vivimos juntos y nos encontramos diariamente en el trabajo, el descanso o la convivencia, lo cierto es que sabemos muy poco de lo que realmente piensa el otro acerca de Dios, de la fe o del sentido último de la vida. A veces ni las parejas conocen el mundo interior del otro. Cada uno lleva en su corazón cuestiones, dudas, incertidumbres y búsquedas que no conocemos. Nosotros llamamos «increyentes» a los que han abandonado la fe religiosa. No parece un término muy adecuado. Es cierto que estas personas han abandonado «algo» que un día vivieron, pero su vida no se asienta en ese rechazo o abandono. Son personas que viven desde otras convicciones, difíciles a veces de formular, pero que a ellas les 254

ayudan a vivir, luchar, sufrir y hasta morir con un determinado sentido. En el fondo de cada vida hay unas convicciones, compromisos y fidelidades que dan consistencia a la persona. No es fácil saber cómo se abre Dios camino en la conciencia de cada persona. La «parábola del trigo y la cizaña» nos invita a no precipitarnos. No nos toca a nosotros calificar a cada individuo. Menos aún excomulgar a quienes no se identifican en el «ideal de cristiano» que nosotros nos fabricamos desde nuestra manera de entender la fe y que, probablemente, no es tan perfecta como a nosotros nos parece. «Solo Dios conoce a los suyos», decía san Agustín. Solo él sabe quién vive con el corazón abierto a su Misterio, respondiendo a su deseo profundo de paz, amor y solidaridad entre los hombres. Los que nos llamamos «cristianos» hemos de estar atentos a quienes se sitúan fuera de la fe religiosa, pues Dios está también vivo y operante en sus corazones. Descubriremos que hay en ellos mucho de bueno, noble y sincero. Descubriremos, sobre todo, que Dios puede ser buscado siempre por todos. 255

APRENDER A CONVIVIR CON NO CREYENTES Pese a la advertencia de Jesús, una y otra vez caemos los cristianos en la vieja tentación de pretender separar el trigo y la cizaña, creeyéndonos naturalmente «trigo limpio» cada uno. Sorprende la dureza con que ciertas personas que se dicen «creyentes» se atreven a condenar a quienes, por razones muy diversas, se han ido alejando de la fe y de la Iglesia. Sin embargo, creencia e increencia, lo mismo que el trigo y la cizaña de la parábola, están muy entremezclados en nosotros, Y lo más honesto sería descubrir al increyente que hay en cada uno de nosotros y reconocer al creyente que late todavía en el fondo de bastantes alejados. Por otra parte, no es el escándalo o la turbación la única reacción posible ante los que se alejan. Su actuación incluso puede ayudarnos a entender y vivir mejor nuestra propia fe. Diré algo de mi propia experiencia. 256

En primer lugar, el hecho de que haya hombres y mujeres que pueden vivir sin creer en Dios me descubre que soy libre al creer. Mi fe no es algo que me viene impuesto. No me siento coaccionado por nada ni por nadie. Mi fe es un acto de libertad. Me nace de dentro. Por otra parte, los no creyentes me enseñan a ser más exigente al vivir mi fe. Con frecuencia observo que rechazan un Dios ridículo y falso que no existe, pero que a veces lo pueden deducir de la vida de los que nos decimos creyentes. No deberíamos olvidar las palabras del Vaticano II: «En esta proliferación del ateísmo puede muy bien suceder que una parte no pequeña de la responsabilidad cargue sobre los creyentes en cuanto que, por el descuido en educar su fe o por una exposición deficiente de la doctrina... o también por los defectos de su vida religiosa, moral o social, en vez de revelar el rostro auténtico de Dios y de la religión se ha de decir que más bien lo velan». 257

Los no creyentes me obligan, además, a recordar que también en mí hay un incrédulo. Es cierto que podemos hablar hoy de creyentes y no creyentes. Pero esta división es demasiado cómoda. La frontera entre fe e increencia pasa por dentro de cada uno. Entonces aprendo a no ser un creyente arrogante, engreído o fanático, sino a seguir caminando humildemente ante el misterio de Dios. No me siento mal entre increyentes. Creo que Dios está en ellos y cuida su vida con amor infinito. No puedo olvidar aquellas palabras tan consoladoras de Dios: «Yo me he dejado encontrar por quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar por quienes no me buscaban. Dije: "Aquí estoy, aquí estoy" a gente que no invocaba mi nombre» (Isaías 65,1).

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20 UN TESORO SIN DESCUBRIR Jesús dijo a la gente: -El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra (Mateo 13,44-46). UN TESORO OCULTO No todos se entusiasmaban con el proyecto de Jesús. En bastantes surgían no pocas dudas e interrogantes. ¿Era razonable seguirle? ¿No era una locura? Son las preguntas de aquellos galileos y de todos los que se encuentran con Jesús en un nivel un poco profundo. Jesús contó dos breves parábolas para «seducir» a quienes permanecían indiferentes. Quería sembrar en todos un interrogante decisivo: ¿no habrá en la vida un «secreto» que todavía no hemos descubierto? 259

Todos entendieron la parábola de aquel labrador pobre que, estando cavando en una tierra que no era suya, encontró un tesoro escondido en alguna tinaja. No se lo pensó dos veces. Era la ocasión de su vida. No la podía desaprovechar. Vendió todo lo que tenía y, lleno de alegría, se hizo con el tesoro. Lo mismo hizo un rico comerciante de perlas cuando descubrió una de valor incalculable. Nunca había visto algo semejante. Vendió todo lo que poseía y se hizo con la perla. Las palabras de Jesús eran seductoras. ¿Será Dios así? ¿Será esto encontrarse con él? ¿Descubrir un «tesoro» más bello y atractivo, más sólido y verdadero que todo lo que nosotros estamos viviendo y disfrutando? Jesús está comunicando su experiencia de Dios: lo que ha transformado por entero su vida. ¿Tendrá razón? ¿Será esto seguirle? ¿Encontrar lo esencial, tener la inmensa fortuna de hallar lo que el ser humano está anhelando desde siempre? 260

Entre nosotros, mucha gente está abandonando la religión sin haber saboreado a Dios. Les entiendo. Yo haría lo mismo. Si una persona no ha descubierto un poco la experiencia de Dios que vivía Jesús, la religión es un aburrimiento. No merece la pena. Lo triste es encontrar a tantos cristianos cuyas vidas no están marcadas por la alegría, el asombro o la sorpresa de Dios. No lo han estado nunca. Viven encerrados en su religión, sin haber encontrado ningún «tesoro». Entre los seguidores de Jesús, cuidar la vida interior no es una cosa más. Es imprescindible para vivir abiertos a la sorpresa de Dios. DESCUBRIR EL PROYECTO DE DIOS No era fácil creer a Jesús. Algunos se sentían atraídos por sus palabras. En otros, por el contrario, surgían no pocas dudas. ¿Era razonable seguir a Jesús o una locura? Hoy sucede lo mismo: ¿merece la pena comprometerse en su proyecto de humanizar la vida o es más práctico ocuparnos cada uno de nuestro propio bienestar? Mientras tanto se nos puede pasar la vida sin tomar decisión alguna. 261

Jesús cuenta dos breves parábolas. En ambos relatos, el respectivo protagonista se encuentra con un tesoro enormemente valioso o con una perla de valor incalculable. Los dos reaccionan del mismo modo: venden todo lo que tienen y se hacen con el tesoro o con la perla. Es, sin duda, lo más sensato y razonable. El reino de Dios está «oculto». Muchos no han descubierto todavía el gran proyecto que tiene Dios de un mundo nuevo. Sin embargo, no es un misterio inaccesible. Está «oculto» en Jesús, en su vida y en su mensaje. Una comunidad cristiana que no ha descubierto el reino de Dios no conoce bien a Jesús, no puede seguir sus pasos. El descubrimiento del reino de Dios cambia la vida de quien lo descubre. Su «alegría» es inconfundible. Ha encontrado lo esencial, lo mejor de Jesús, lo que puede trasformar su vida. Si los cristianos no descubrimos el proyecto de Jesús, en la Iglesia no habrá alegría. Los dos protagonistas de las parábolas toman la misma decisión: «venden todo lo que tienen». Nada es más importante que «buscar el 262

reino de Dios y su justicia». Todo lo demás viene después, es relativo y ha de quedar subordinado al proyecto de Dios. Esta es la decisión más importante que hemos de tomar en la Iglesia y en las comunidades cristianas: liberarnos de tantas cosas accidentales para comprometernos en el reino de Dios. Despojarnos de lo superfluo. Olvidarnos de otros intereses. Saber «perder» para «ganar» en autenticidad. Si lo hacemos, estamos colaborando en la conversión de la Iglesia. BUSCAR A DIOS Los estudios sociológicos dicen que la crisis religiosa se va deslizando en Europa hacia una «indiferencia» cada vez mayor. Una indiferencia tranquila, ajena a todo planteamiento sobre Dios. Sin embargo, son cada vez más los que, movidos por una cierta «nostalgia de Dios», sienten la necesidad de buscar «algo diferente», una manera nueva de creer en él. ¿Cómo buscar a Dios? Sin duda, cada uno ha de partir de su propia experiencia. No hay que copiar a otros. No hay que hacer nada forzado ni postizo. Cada uno 263

conoce sus propios deseos y miserias, sus vacíos y sus miedos. Cada uno sabe su «necesidad» de Dios. Su voz no calla nunca. No grita con los labios, pero nos susurra al corazón. Por eso precisamente no basta buscar a Dios por fuera: en los libros las discusiones o el debate. Una cosa es «discutir de religión» y otra muy distinta buscar a Dios con sincero corazón. Uno mismo se da cuenta cuándo está huyendo de Dios y cuándo lo está buscando de verdad. San Agustín decía así: «No te desparrames. Concéntrate en tu intimidad. La verdad reside en el hombre interior». Buscar a Dios exige esfuerzo, pero encontrarse con él no es nunca resultado de un voluntarismo fanático ni de una ascesis crispada. Dios es un regalo, y lo importante es acogerlo con «simplicidad de alma». Recordemos la reflexión de la vieja priora en el Diálogo de carmelitas de Georges Bernanos: «Una vez salidos de la infancia, hay que sufrir mucho para volver a ella, como solo después de una larga noche vuelve a aparecer de nuevo la aurora. ¿He vuelto yo a ser de nuevo niño?». 264

No es lo más acertado buscar a Dios apoyándonos solo en las propias intuiciones. Hay muchas formas de engañarse o de andar dando vueltas sobre uno mismo, sobre nuestros sentimientos e ideas. Por eso es mejor compartir y contrastar la propia experiencia con alguien que nos pueda guiar desde su vivencia de Dios. Ese mutuo compartir puede ser el mejor estímulo para seguir buscándolo. En su parábola del «tesoro escondido en el campo», Jesús habla del hombre que, «lleno de alegría», vende todo lo que tiene por hacerse con el tesoro. Buscar a Dios no produce tristeza ni amargura; al contrario, genera alegría y paz, porque la persona comienza a descubrir dónde está la verdadera felicidad. Recordemos a san Agustín: «Solo lo que hace bueno al hombre puede hacerlo feliz». ¿POR DÓNDE EMPEZAR? Hace algún tiempo pronunciaba yo una conferencia ante un público joven de San Sebastián. Después de mi intervención se produjo un animado debate sobre la fe. En cierto momento, una joven, después de sumarse a quienes confesaban una postura agnóstica, vino a decir más 265

o menos lo siguiente: «Hoy sigo siendo agnóstica, pero se está despertando en mí el deseo o la necesidad de creer. ¿Por dónde tengo que empezar?». La pregunta me llegó muy dentro: «¿Por dónde empezar?». Sinceramente le tuve que responder que yo no sé por experiencia cómo se sale del agnosticismo y cómo se vuelve a recuperar una fe viva en Dios. Por otra parte, creo que los caminos pueden ser diversos. Pero la pregunta de la joven me está obligando a pensar qué puedo aportar yo desde mi experiencia creyente a quien busca recuperar o «refundar» su fe. Antes que nada pienso que, desde fuera, no se le puede «enseñar» a nadie a creer, como no se le puede enseñar a sentir, a llorar o a gozar. Yo puedo compartir con él mi experiencia y mostrarle cómo vivo yo el misterio de la vida, pero el camino de la fe lo ha de recorrer cada uno, «atraído» secretamente por Dios. Estoy también convencido de que la fe no es cuestión de razonamientos y discusiones. Creer es otra cosa. Lo esencial no es llegar a verificar de manera razonable la «hipótesis» de Dios. El 266

verdadero problema está en otra parte. Siempre que he discutido con alguien sobre cuestiones teóricas de fe he tenido la impresión de que no estábamos hablando de «lo importante». Tal vez, lo primero es encontrarse sinceramente consigo mismo y descender hasta el «corazón», ese lugar simbólico y secreto donde se toman las decisiones fundamentales. Por lo general vivimos demasiado distraídos y ocupados, y no acertamos a plantearnos la vida ante el misterio último de la existencia. Esa actitud interior sincera me parece decisiva. Por eso es tan importante la oración. ¿Tú oras o no oras? Creo que ahí estamos abordando algo esencial. La oración no es teoría, ni discusión, ni reflexión. Es una actitud responsable y libre ante el misterio último de la vida. Cuando oro, me estoy planteando las cuestiones más decisivas: ¿puedo confiar en alguien o me constituyo a mí mismo en centro absoluto de mi existencia? Mi vida, ¿termina en mí mismo o puedo esperar en Dios?

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No conozco una postura más honesta y valiente que la del hombre o la mujer que, desde una actitud de búsqueda sincera, sabe decir de verdad: «Dios, si existes, haz que yo crea en ti». El misterio de Dios, según Jesús, se parece a un «tesoro escondido en el campo». Quien un día lo encuentra se desprende de todo para hacerse con él. ENCONTRARNOS CON DIOS Muchos cristianos viven hoy en un estado intermedio entre el cristianismo tradicional que alimentó los primeros años de su vida y una descristianización que ha ido poco a poco invadiéndolo todo. Sin expresarlo tal vez con palabras, más de uno vive con la secreta inquietud de que los profundos cambios socio-culturales que se están produciendo amenazan con hacer desaparecer de nuestro pueblo la fe cristiana de la que hemos vivido hasta hace poco. Es normal entonces ese cristianismo «a la defensiva» que se observa en bastantes creyentes, desconcertados ante costumbres y planteamientos que arrasan el sentido cristiano de la vida, y turbados por tanta burla y ataque irrespetuoso a la fe. 268

Una fe expuesta a tantas críticas y combatida desde tantos frentes solo puede ser vivida con autenticidad por aquellos que descubren el gozo de encontrarse con la realidad del Dios vivo. Cada uno tiene que hacer su propia experiencia. Pertenecer a la Iglesia y confesar con los labios la doctrina cristiana no protege contra la incredulidad de manera mecánica. Hoy es más necesaria que nunca «la experiencia religiosa». De poco servirá a los cristianos confesar rutinariamente sus creencias si no descubren la fe como experiencia gozosa, cálida y revitalizadora. Lo decisivo es siempre encontrar «el tesoro escondido en el campo». Encontrarse con el Dios de Jesucristo y experimentar que él es quien puede responder de manera plena a las preguntas más vitales y los anhelos más hondos. Necesitamos más que nunca orar, hacer silencio, curarnos de tanta prisa y superficialidad, detenernos ante Dios, abrirnos con más sinceridad y confianza a su misterio insondable. No se puede ya ser cristiano por nacimiento, sino por una decisión que se alimenta en la experiencia personal de cada uno. 269

21 DADLES VOSOTROS DE COMER Al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: -Estamos en despoblado y es muy tarde; despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer. Jesús les replicó: -No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer. Ellos le replicaron: -Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces. Les dijo: - Traédmelos. Mandó a la gente que se recostara en la hierba, y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los 270

discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños (Mateo 14,1321). DADLES VOSOTROS DE COMER El evangelista Mateo no se preocupa de los detalles del relato. Solo le interesa enmarcar la escena presentando a Jesús en medio de la «gente» en actitud de «compasión». Lo hace también en otras ocasiones. Esta compasión está en el origen de toda su actuación. Jesús no vive de espaldas a la gente, encerrado en sus ocupaciones religiosas e indiferente al dolor de aquel pueblo. «Ve el gentío, le da lástima y cura a los enfermos». Su experiencia de Dios le hace vivir aliviando el sufrimiento y saciando el hambre de aquellas pobres gentes. Así ha de vivir la Iglesia que quiera hacer presente a Jesús en el mundo de hoy. El tiempo pasa y Jesús sigue ocupado en curar. Los discípulos le interrumpen con una propuesta: «Es muy tarde; lo mejor es “despedir” a 271

aquella gente y que cada uno se "compre" algo de comer». No han aprendido nada de Jesús. Se desentienden de los hambrientos y los abandonan a su suerte: que se «compren comida». ¿Qué harán quienes no puedan comprar? Jesús les replica con una orden tajante, que los cristianos satisfechos de los países ricos no queremos ni escuchar: «Dadles vosotros de comer». Frente al «comprar», Jesús propone el «dar de comer». No lo puede decir de manera más clara. Él vive gritando al Padre: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Dios quiere que todos sus hijos e hijas tengan pan, también quienes no lo pueden comprar. Los discípulos siguen escépticos. Entre la gente solo se encuentran cinco panes y dos peces. Para Jesús es suficiente: si compartimos lo poco que tenemos, se puede saciar el hambre de todos; incluso pueden «sobrar» doce cestos de pan. Esta es su alternativa: una sociedad más humana, capaz de compartir su pan con los hambrientos, tendrá recursos suficientes para todos. 272

En un mundo donde mueren de hambre millones de personas, los cristianos solo podemos vivir avergonzados. Europa no tiene alma cristiana y «despide» como delincuentes a quienes vienen buscando pan. Y, mientras tanto, ¿quiénes son en la Iglesia los que caminan en la dirección marcada por Jesús? Por desgracia, la mayoría vivimos sordos a su llamada, distraídos por nuestros intereses, discusiones, doctrinas y celebraciones. ¿Por qué nos llamamos seguidores de Jesús? COMPARTIR LO NUESTRO CON LOS NECESITADOS Dos eran los problemas más angustiosos en las aldeas de Galilea: el hambre y las deudas. Era lo que más hacía sufrir a Jesús. Cuando sus discípulos le pidieron que les enseñara a orar, a Jesús le salieron desde muy dentro las dos peticiones: «Padre, danos hoy el pan necesario»; «Padre, perdónanos nuestras deudas, pues también nosotros perdonamos a los que nos deben algo». ¿Qué podían hacer contra el hambre que los destruía y contra las deudas que los llevaban a perder sus tierras? Jesús veía con claridad la 273

voluntad de Dios: compartir lo poco que tenían y perdonarse mutuamente las deudas. Solo así nacería un mundo nuevo. Las fuentes cristianas han conservado el recuerdo de una comida memorable con Jesús. Fue al descampado y tomó parte mucha gente. Es difícil reconstruir lo que sucedió. El recuerdo que quedó fue este: entre la gente solo recogieron «cinco panes y dos peces», pero compartieron lo poco que tenían y, con la bendición de Jesús, pudieron comer todos. Al comienzo del relato se produce un diálogo muy esclarecedor. Al ver que la gente tiene hambre, los discípulos proponen la solución más cómoda y menos comprometida; «que vayan a las aldeas y se compren algo de comer»; que cada uno resuelva sus problemas como pueda. Jesús les replica llamándolos a la responsabilidad; «Dadles vosotros de comer»; no dejéis a los hambrientos abandonados a su suerte. No lo hemos de olvidar. Si vivimos de espaldas a los hambrientos del mundo, perdemos nuestra identidad cristiana; no somos fieles a Jesús; a nuestras comidas eucarísticas les falta su sensibilidad y su horizonte, 274

les falta su compasión. ¿Cómo se transforma una religión como la nuestra en un movimiento de seguidores más fiel a Jesús? Lo primero es no perder su perspectiva fundamental: dejarnos afectar más y más por el sufrimiento de quienes no saben lo que es vivir con pan y dignidad. Lo segundo, comprometemos en pequeñas iniciativas, concretas, modestas, parciales, que nos enseñan a compartir y nos identifican más con el estilo de Jesús. CREAR FRATERNIDAD Un proverbio oriental dice que «cuando el dedo del profeta señala la luna, el estúpido se queda mirando el dedo». Algo semejante se podría decir de nosotros cuando nos quedamos exclusivamente en el carácter portentoso de los milagros de Jesús, sin llegar hasta el mensaje que encierran. Porque Jesús no fue un milagrero dedicado a realizar prodigios propagandísticos. Sus milagros son más bien signos que abren brecha en este mundo de pecado y apuntan ya hacia una realidad nueva, meta final del ser humano. 275

Concretamente, el milagro de la multiplicación de los panes nos invita a descubrir que el proyecto de Jesús es alimentar a los hombres y reunirlos en una fraternidad real en la que sepan compartir «su pan y su pescado» como hermanos. Para el cristiano, la fraternidad no es una exigencia junto a otras. Es la única manera de construir entre los hombres el reino del Padre. Esta fraternidad puede ser mal entendida. Con demasiada frecuencia la confundimos con «un egoísmo vividor que sabe comportarse muy decentemente» (Karl Rahner). Pensamos que amamos al prójimo simplemente porque no le hacemos nada especialmente malo, aunque luego vivamos con un horizonte mezquino y egoísta, despreocupados de todos, movidos únicamente por nuestros propios intereses. La Iglesia, en cuanto «sacramento de fraternidad», está llamada a impulsar, en cada momento de la historia, nuevas formas de fraternidad estrecha entre los hombres. Los creyentes hemos de aprender a vivir 276

con un estilo más fraterno, escuchando las nuevas necesidades del hombre actual. La lucha a favor del desarme, la protección del medio ambiente, la solidaridad con los pueblos hambrientos, el compartir con los parados las consecuencias de la crisis económica, la ayuda a los drogadictos, la preocupación por los ancianos solos y olvidados ... son otras tantas exigencias para quien se siente hermano y quiere «multiplicar» para todos el pan que necesitamos los hombres para vivir. El relato evangélico nos recuerda que no podemos comer tranquilos nuestro pan y nuestro pescado mientras junto a nosotros hay hombres y mujeres amenazados de tantas «hambres». Los que vivimos tranquilos y satisfechos hemos de oír las palabras de Jesús: «Dadles vosotros de comer». LA MURALLA EUROPEA Una inmensa marcha de africanos, latinoamericanos y gentes del Este se acerca desde hace unos años a Europa, empujados por el hambre y la miseria. En 1989 fueron ya catorce millones. Hoy son muchos más. 277

Europa, sin embargo, no está preparada para responder de manera solidaria a este reto de nuestro tiempo. Esta sociedad europea que cimentó su prosperidad en siglos de explotación colonial vive demasiado cómoda y confortable para acoger sin temor a estos hombres y mujeres que buscan sobrevivir entre nosotros. De pronto han renacido los sentimientos racistas y el rechazo a los extranjeros. Desde los medios de comunicación se alimenta una opinión pública que, con frecuencia, presenta a los inmigrantes como delincuentes, peligrosos, usurpadores de un trabajo relativamente escaso. Pero, sobre todo, se va construyendo poco a poco una gran muralla que nos defienda del peligro. Se toman medidas firmes de control sobre los movimientos de los extranjeros. Se incrementa la política de devoluciones y expulsiones. Se favorece la negativa sistemática a legalizar la situación de inmigrantes y refugiados. Esta insolidaridad es presentada a los ciudadanos como defensa de un «umbral de 278

tolerancia» que es necesario salvaguardar para que no se rompa nuestro equilibrio socio-económico. El relato evangélico de los panes es aleccionador. Los discípulos, estimando que no hay suficiente pan para todos, piensan que el problema del hambre se resolverá haciendo que la muchedumbre «compre» comida. A este «comprar», regido por las leyes económicas, Jesús opone el «dar» generoso y gratuito: «Dadles vosotros de comer». Luego coge todas las provisiones que hay en el grupo y pronuncia las palabras de acción de gracias. De esta manera, el pan se desvincula de sus poseedores para considerarlo don de Dios y repartirlo generosamente entre todos los que tienen hambre. Esta es la enseñanza profunda del relato. «Cuando se libera la creación del egoísmo humano, sobra para cubrir la necesidad de todos». Europa necesita recordar que la tierra es de todos los hombres y que no se puede negar el pan a ningún hombre hambriento. Hay suficiente pan para todos si sabemos compartirlo de manera solidaria. Lejos de despertar nuevos racismos y xenofobias, hay que educar en la 279

solidaridad a la opinión pública y hay que promover, sobre todo, programas de ayuda y cooperación que vayan sacando a los países del hambre de su postración económica. ¿CÓMO BENDECIR LA MESA? Casi sin damos cuenta y empujados por diversos factores, hemos ido deshumanizando poco a poco ese gesto tan entrañable y humano que es sentarse a la mesa a comer juntos. La comida se ha convertido para muchos en algo puramente funcional que es necesario organizar de manera rápida y precisa dentro de la jornada laboral. Cada vez es más raro ese momento privilegiado de encuentro familiar en torno a la mesa. En muchos hogares, esa mesa hecha para ser rodeada ya no sirve para que padres e hijos se encuentren, compartan sus vidas, conversen y descansen juntos. Otros se van habituando a «alimentar su organismo» en esas comidas impersonales de los restaurantes o en el rincón del self-service de turno. No pocos se ven obligados a participar en comidas protocolarias o de 280

trabajo, donde el gesto amistoso del comer juntos es sustituido por el interés, el pragmatismo o la ostentación. El gesto de Jesús invitando a las gentes a recostarse para compartir juntos una comida sencilla, bendiciendo a Dios por el pan que recibimos, puede ser una llamada para nosotros. Como expone jugosamente Xabier Basurko en su estudio Compartir el pan, comer es mucho más que «introducir una determinada ración de calorías en el organismo». La necesidad de alimentarnos es, antes que nada, signo de nuestra indigencia radical. Oscuramente, los seres humanos percibimos que no nos fundamentamos a nosotros mismos. En realidad vivimos recibiendo, nutriéndonos de una vida que, a través de la tierra, se nos regala día a día a cada uno. Por eso es un gesto profundamente humano recogerse antes de comer para agradecer a Dios esos alimentos, fruto del esfuerzo y trabajo del hombre, pero, al mismo tiempo, regalo originario del Dios. creador que sustenta la vida.

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Pero, además, comer no es solo un acto individualista de carácter biológico. El ser humano está hecho para comer con otros, comprartiendo su mesa con familiares y amigos. Comer juntos es confraternizar, dialogar, crecer en amistad, compartir el regalo de la vida. Por eso es tan difícil dar gracias a Dios cuando uno tiene más comida que la que necesita mientras otros sufren miseria y hambre. Nos sentimos acusados por aquellas palabras de Gandhi: «Todo lo que comes sin necesidad lo estás robando al estómago de los pobres». Tal vez en los países del bienestar hemos de aprender a bendecir la mesa de otra manera: dando gracias a Dios, pero, al mismo tiempo, pidiendo perdón por nuestra insolidaridad y tomando conciencia de nuestra responsabilidad ante los hambrientos de la Tierra.

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22 ¡ANIMO, SOY YO! Después de que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: -¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo! Pedro le contestó: -Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua. Él le dijo: -Ven. 283

Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: -¡Señor, sálvame! Enseguida, Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: -¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado? En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: -Realmente eres Hijo de Dios (Mateo 14,22-33). EN LA IGLESIA HA ENTRADO EL MIEDO Seguramente, aprovechando los momentos difíciles de sus idas y venidas por el lago de Galilea, Jesús educaba a sus discípulos para enfrentarse a tempestades futuras más peligrosas. Mateo «recrea» ahora uno de estos episodios para ayudar a las comunidades cristianas a liberarse de sus «miedos» y de su «poca fe». Los discípulos están solos. Esta vez no los acompaña Jesús. Su barca está «muy lejos de tierra», a mucha distancia de él, y un «viento 284

contrario» les impide volver. Solos en medio de la tempestad, ¿qué pueden hacer sin Jesús? La situación de la barca es desesperada. Mateo habla de las tinieblas de la «noche», la «fuerza del viento» y el peligro de «hundirse en las aguas». Con este lenguaje bíblico, conocido por sus lectores, va describiendo la situación de aquellas comunidades cristianas, amenazadas desde fuera por la hostilidad y tentadas desde dentro por el miedo y la poca fe. ¿No es esta nuestra situación hoy? Entre las tres y las seis de la madrugada «se les acerca Jesús andando sobre el agua», pero los discípulos son incapaces de reconocerlo. El miedo les hace ver en él «un fantasma». Los miedos son el mayor obstáculo para reconocer, amar y seguir a Jesús como «Hijo de Dios» que nos acompaña y salva en la crisis. Jesús les dice las palabras que necesitan escuchar: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo». Quiere trasmitirles su fuerza, su seguridad y su confianza absoluta en el Padre. Pedro es el primero en reaccionar. Su actuación es, como casi siempre, modelo de entrega confiada y ejemplo 285

de miedo y debilidad. Camina seguro sobre las aguas, luego «le entra miedo»; va confiado hacia Jesús, luego olvida su Palabra, siente la fuerza del viento y comienza a «hundirse». En la Iglesia de Jesús ha entrado el miedo y no sabemos cómo liberarnos de él. Tenemos miedo al desprestigio, la pérdida de poder y el rechazo de la sociedad. Nos tenemos miedo unos a otros: la jerarquía endurece su lenguaje, los teólogos perdemos libertad, los pastores prefieren no correr riesgos, los fieles miran con temor el futuro. En el fondo de estos miedos hay casi siempre miedo a Jesús, poca fe en él, resistencia a seguir sus pasos. Él mismo nos ayuda a descubrirlo: «iQué poca fe! ¿Por qué dudáis tanto?». ANTES DE HUNDIRNOS Es sorprendente la actualidad que cobra en estos tiempos de crisis religiosa el relato de la tempestad en el lago de Galilea. Mateo describe con rasgos certeros la situación: los discípulos de Jesús se encuentran solos, «lejos de tierra firme», en medio de la inseguridad del mar; la barca está «sacudida por las olas», desbordada por fuerzas adversas; 286

«el viento es contrario», todo se vuelve en contra; es «noche cerrada», las tinieblas impiden ver el horizonte. Así viven no pocos creyentes el momento actual. No hay seguriidad ni certezas religiosas; todo se ha vuelto oscuro y dudoso. La religión está sometida a toda clase de acusaciones y sospechas. Se habla del cristianismo como una «religión terminal» que pertenece al pasado; se dice que estamos entrando en una «era poscristiana» (E. Poulat). En algunos nace el interrogante: ¿no será la religión un sueño irreal, un mito ingenuo llamado a desaparecer? Este es el grito de los discípulos al atisbar a Jesús en medio de la tempestad: «Es un fantasma». La reacción de Jesús es inmediata: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo». Animado por estas palabras, Pedro hace a Jesús una petición inaudita: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti andando sobre el agua». No sabe si Jesús es un fantasma o alguien real, pero quiere comprobar que se puede caminar hacia él andando, no sobre tierra firme, sino sobre el agua, no apoyándose en argumentos seguros, sino en la debilidad de la fe. 287

Así vive el creyente su adhesión a Cristo en momentos de crisis y oscuridad. No sabemos si Cristo es un fantasma o alguien vivo y real, resucitado por el Padre para nuestra salvación. No tenemos argumentos científicos para comprobarlo, pero sabemos por experiencia que se puede caminar por la vida sostenidos por la fe en él y en su palabra. No es fácil vivir de esta fe desnuda. El relato evangélico nos dice que Pedro «sintió la fuerza del viento, «le entró miedo» y «empezó a hundirse»;. Es un proceso muy conocido: fijarnos solo en la fuerza del mal, dejarnos paralizar por el miedo y hundirnos en la desesperanza. Pedro reacciona y, antes de hundirse del todo, grita: «Señor, sálvame». La fe es muchas veces un grito, una invocación, una llamada a Dios: «Señor, sálvame». Sin saber ni cómo ni por qué, es posible entonces percibir a Cristo como una mano tendida que sostiene nuestra fe y nos salva, al tiempo que nos dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudas?».

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CAMINAR SOBRE EL AGUA Son muchos los creyentes que se sienten hoy a la intemperie, desamparados en medio de una crisis y confusión general. Los pilares en los que tradicionalmente se apoyaba su fe se han visto sacudidos violentamente desde sus raíces. La autoridad de la Iglesia, la infalibilidad del papa, el magisterio de los obispos, ya no pueden sostenerlos en sus convicciones religiosas. Un lenguaje nuevo y desconcertante ha llegado hasta sus oídos creando malestar y confusión, antes desconocidos. La «falta de acuerdo» entre los sacerdotes y hasta en los mismos obispos los ha sumido en el desconcierto. Con mayor o menor sinceridad son bastantes los que se preguntan: ¿qué debemos creer? ¿A quién debemos escuchar? ¿Qué dogmas hay que aceptar? ¿Qué moral hay que seguir? Y son muchos los que, al no poder responder a estas preguntas con la certeza de otros tiempos, tienen la sensación de estar «perdiendo la fe». 289

Sin embargo, no hemos de confundir nunca la fe con la mera afirmación teórica de unas verdades o principios. Ciertamente, la fe implica una visión de la vida y una peculiar concepción del ser humano, su tarea y su destino último. Pero ser creyente es algo más profundo y radical. y consiste, antes que nada, en una apertura confiada a Jesucristo como sentido último de nuestra vida, criterio definitivo de nuestro amor a los hermanos y esperanza última de nuestro futuro. Por eso se puede ser verdadero creyente y no ser capaz de formular con certeza determinados aspectos de la concepción cristiana de la vida. Y se puede también afirmar con seguridad absoluta los diversos dogmas cristianos y no vivir entregado a Dios en actitud de fe. Mateo ha descrito la verdadera fe al presentar a Pedro, que «caminaba sobre el agua» acercándose a Jesús. Eso es creer. Caminar sobre el agua y no sobre tierra firme. Apoyar nuestra existencia en Dios y no en nuestras propias razones, argumentos y definiciones. Vivir sostenidos no por nuestra seguridad, sino por nuestra confianza en él. 290

APRENDER A CREER DESDE LA DUDA No es fácil responder con sinceridad a esa pregunta que Jesús hace a Pedro en el momento mismo en que lo salva de las aguas: «¿Por qué has dudado?». A veces, las más hondas convicciones se nos desvanecen y los ojos del alma se nos turban sin saber exactamente por qué. Principios aceptados hasta entonces como inconmovibles comienzan a tambalearse. Y se despierta en nosotros la tentación de abandonarlo todo sin reconstruir nada nuevo. Otras veces, el misterio de Dios se nos hace abrumador. La última palabra sobre mi vida se me escapa y es duro abandonarme al misterio: mi razón sigue buscando insatisfecha una luz clara y apodíctica que no encuentra ni podrá jamás encontrar. No pocas veces la superficialidad y ligereza de nuestra vida cotidiana y el culto secreto a tantos ídolos nos sumergen en largas crisis de indiferencia y escepticismo interior, con la sensación de haber perdido realmente a Dios. 291

Con frecuencia es nuestro propio pecado el que quebranta nuestra fe, pues esta decae y se debilita cuando nos alejamos de Dios. Si somos sinceros, hemos de confesar que hay una distancia enorme entre el creyente que profesamos ser y el creyente que somos en realidad. ¿Qué hacer al constatar en nosotros una fe a veces tan frágil y vacilante? Lo primero, no desesperar ni asustarnos al descubrir en nosotros dudas y vacilaciones. La búsqueda de Dios se vive casi siempre en la inseguridad, la oscuridad y el riesgo. A Dios se le busca «a tientas». Y no hemos de olvidar que muchas veces «la fe genuina solo puede aparecer como duda superada» (Ladislao Baros). Lo importante es aceptar el misterio de Dios con el corazón abierto. Nuestra fe depende de la verdad de nuestra relación con él. Y no hace falta esperar a que nuestros interrogantes y dudas se resuelvan para vivir en verdad ante ese Padre. Por eso lo importante es saber gritar como Pedro: «Señor, sálvame». Saber levantar hacia Dios nuestras manos vacías, no solo como gesto 292

de súplica, sino también de entrega confiada de alguien que se sabe pequeño, ignorante y necesitado de salvación. No olvidemos que la fe es «caminar sobre agua», pero con la posibilidad de encontrar siempre esa mano que nos salva cuando comenzamos a hundirnos. LAS DUDAS DEL CREYENTE Hace todavía unos años, los cristianos hablaban de la incredulidad como de un asunto propio de ateos y descreídos, algo que a nosotros no nos rozaba de cerca. Hoy no nos sentimos tan inmunizados. La increencia ya no es algo que afecta solo a «los otros», sino una cuestión que el creyente se ha de plantear sobre su propia fe. Antes que nada hemos de recordar que la fe nunca es algo seguro, de lo que podemos disponer a capricho. La fe es un don de Dios que hemos de acoger y cuidar con fidelidad. Por eso, el peligro de perder la fe no viene tanto del exterior cuanto de nuestra actitud personal ante Dios. Bastantes personas hablan hoy de sus «dudas de fe». Por lo general se trata en realidad de dificultades para comprender de manera 293

coherente y razonable ciertas ideas y concepciones sobre Dios y el misterio cristiano. Estas «dudas de fe» no son tan peligrosas para el cristiano que vive una actitud de confianza amorosa hacia Dios. Como decía el cardenal Newman, «diez dificultades no hacen una duda». Para hablar de la fe, en la cultura hebrea se utiliza un término muy expresivo: 'amán. De ahí proviene la palabra «amén». Este verbo significa «apoyarse», «asentarse», «poner la confianza» en alguien más sólido que nosotros. En esto consiste precisamente lo más nuclear de la fe. Creer es vivir apoyándonos en Dios. Esperar confiadamente en él, en una actitud de entrega absoluta de confianza y fidelidad. Esta es la experiencia que han vivido siempre los grandes creyentes en medio de sus crisis. San Pablo lo expresa de manera muy gráfica: «Yo sé de quién me he fiado» (2 Timoteo 1,12). Esta es también la actitud de Pedro, que, al comenzar a hundirse, grita desde lo más hondo: «Señor, sálvame», y siente la mano de Jesús, que lo agarra y le dice: «¿Por qué has dudado?». 294

Las dudas pueden ser una ocasión propicia para purificar más nuestra fe, arraigándola de manera más viva y real en el mismo Dios. Es el momento de apoyarnos con más firmeza en él y de orar con más verdad que nunca. Cuando uno es «cristiano de nacimiento», siempre llega un momento en el que nos hemos de preguntar si creemos realmente en Dios o simplemente seguimos creyendo en aquellos que nos han hablado de él desde que éramos niños.

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23 JESÚS Y LA MUJER PAGANA Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: -Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo. Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: -Atiéndela, que viene detrás gritando. Él les contestó: -Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió de rodillas: -Señor, socórreme. Él le contestó: -No está bien echar a los perros el pan de los hijos. Pero ella repuso: -Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. 296

Jesús le respondió: -Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas. En aquel momento quedó curada su hija (Mateo 15,21-28). EL GRITO DE LA MUJER Cuando en los años ochenta del siglo I Mateo escribe su evangelio, la Iglesia tiene planteada una grave cuestión: ¿qué han de hacer los seguidores de Jesús? ¿Encerrarse en el marco del pueblo judío o abrirse también a los paganos? Jesús solo había actuado dentro de las fronteras de Israel. Eliminado rápidamente por el representante de Roma y los dirigentes del templo, no había podido hacer nada más. Sin embargo, rastreando en su vida, los discípulos recordaron dos cosas muy iluminadoras. Primero, Jesús era capaz de descubrir entre los paganos una fe más grande que entre sus propios seguidores. Segundo, Jesús no había reservado su compasión solo para los judíos. El Dios de la compasión es de todos. La escena es conmovedora. Una mujer sale al encuentro de Jesús. No pertenece al pueblo elegido. Es pagana. Proviene del maldito pueblo 297

de los cananeos, que tanto había luchado contra Israel. Es una mujer sola y sin nombre. Tal vez es madre soltera, viuda o ha sido abandonada por los suyos. Mateo solo destaca su fe. Toda su vida se resume en un grito que expresa lo profundo de su desgracia. Viene detrás de los discípulos «gritando». No se detiene ante el silencio de Jesús ni ante el malestar de sus discípulos. La desgracia de su hija, poseída por «un demonio muy malo», se ha convertido en su propio dolor: «Señor, ten compasión de mí». En un momento determinado, la mujer alcanza al grupo, detiene a Jesús, se postra ante él y de rodillas le dice: «Señor, socórreme». No acepta las explicaciones de Jesús, dedicado a su quehacer en Israel. No acepta la exclusión étnica, política, religiosa y de sexos en que se encuentran tantas mujeres, sufriendo soledad y marginación. Es entonces cuando Jesús se manifiesta en toda su humildad y grandeza: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas». 298

La mujer tiene razón. De nada sirven otras explicaciones. Lo primero es aliviar el sufrimiento. Su petición coincide con la voluntad de Dios. ¿Qué hacemos los cristianos de hoy ante los gritos de tantas mujeres solas, marginadas, maltratadas y olvidadas por la Iglesia? ¿Las dejamos de lado justificando nuestro abandono por exigencias de otros quehaceres? Jesús no lo hizo. ALIVIAR EL SUFRIMIENTO Jesús vive muy atento a la vida. Es ahí donde descubre la voluntad de Dios. Mira con hondura la creación y capta el misterio del Padre, que lo invita a cuidar con ternura a los más pequeños. Abre su corazón al sufrimiento de la gente y escucha la voz de Dios, que lo llama a aliviar su dolor. Los evangelios nos han conservado el recuerdo de un encuentro que tuvo Jesús con una mujer pagana en la región de Tiro y Sidón. El relato es sorprendente y nos descubre cómo aprendía Jesús el camino concreto para ser fiel a Dios. 299

Una mujer sola y desesperada sale a su encuentro. Solo sabe hacer una cosa: gritar y pedir compasión. Su hija no solo está enferma y desquiciada, sino que vive poseída por un «demonio muy malo». Su hogar es un infierno. De su corazón desgarrado brota una súplica: «Señor, socórreme». Jesús le responde con una frialdad inesperada. Él tiene una vocación muy concreta y definida: se debe a las «ovejas descarriadas de Israel». No es su misión adentrar se en el mundo pagano: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos». La frase es dura, pero la mujer no se ofende. Está segura de que lo que pide es bueno y, retornando la imagen de Jesús, le dice estas admirables palabras: «Tienes razón, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos». De pronto Jesús comprende todo desde una luz nueva. Esta mujer tiene razón: lo que desea coincide con la voluntad de Dios, que no quiere ver sufrir a nadie. Conmovido y admirado le dice: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas». 300

Jesús, que parecía tan seguro de su propia misión, se deja enseñar y corregir por esta mujer pagana. El sufrimiento no conoce fronteras. Es verdad que su misión está en Israel, pero la compasión de Dios ha de llegar a cualquier persona que está sufriendo. Cuando nos encontramos con una persona que sufre, la voluntad de Dios resplandece allí con toda claridad. Dios quiere que aliviemos su sufrimiento. Es lo primero. Todo lo demás viene después. Ese fue el camino que siguió Jesús para ser fiel al Padre. NO CONQUISTAR, SINO LIBERAR Al parecer, Jesús no entró nunca en las ciudades paganas de su entorno a proclamar su mensaje. No se considera un «conquistador religioso». Se siente más bien enviado al pueblo de Israel, llamado a ser un día «luz de los pueblos paganos», según el profeta Isaías. Y, dentro de Israel, enviado a las «ovejas perdidas», los más pobres y olvidados, los más despreciados, los maltratados por la vida y por la sociedad. Sin embargo, en un momento en que se ha retirado a la región de Tiro y Sidón, Jesús se encuentra con una mujer pagana que viene hacia él 301

con un sufrimiento grande: «Mi hija tiene un demonio muy malo». Algo inquietante y siniestro se ha apoderado de ella; no puede comunicarse con su hija querida; la vida se le ha convertido en un infierno. De aquella madre pagana solo nace un grito hacia Jesús: «Ten compasión de mí». La reacción de Jesús siempre es la misma. Solo atiende al sufrimiento. Le conmueve la pena de aquella mujer luchando con fe por su hija. El sufrimiento humano no tiene fronteras ni conoce los límites de las religiones. Por eso tampoco la compasión ha de quedar encerrada en la propia religión. Jesús sabe que Dios no quiere ver sufrir a nadie. Y él, que reza a Dios: «Hágase tu voluntad», dice a la pagana: «Hágase tu voluntad», pues coincide con la de Dios. No pocas veces la relación del cristianismo con otras religiones ha sido una relación de invasión y sometimiento. Consciente de su poder, la Iglesia se esforzó por imponer su fe e implantar su sistema religioso, contribuyendo a destruir culturas y desarraigar poblaciones enteras de sus propias raíces. Esta operación «colonizadora» nacía, sin duda, de un deseo sincero de hacer cristianos a todos los pueblos, pero no era la 302

manera evangélica de hacer presente el Espíritu de Cristo en tierras paganas. Hoy las cosas han cambiado. Los cristianos hemos aprendido a acercarnos al sufrimiento humano para tratar de aliviarlo. El trabajo de los misioneros y misioneras ha conocido una profunda transformación. Su misión no es «conquistar» pueblos para la fe, sino servir abnegadamente para liberar a las gentes del hambre, la miseria o la enfermedad. Son los mejores testigos de Cristo sobre la Tierra. De su servicio puede nacer la verdadera fe en Jesucristo. ¿PARA QUÉ PEDIR ALGO A DIOS? Nos hemos acostumbrado a dirigir nuestras peticiones a Dios de manera tan superficial e interesada que probablemente hemos de aprender de nuevo el sentido y la grandeza de la súplica cristiana. A algunos les parece indigno rebajarse a pedir nada. El hombre es responsable de sí mismo y de su historia. Pero, aun siendo esto verdad, también lo es el que los hombres vivimos del amor de Dios. y reconocerlo significa arraigarnos en nuestra propia verdad. 303

Para otros, Dios es algo demasiado irreal. Un ser lejano que no se preocupa del mundo. Por un lado estamos nosotros, sumergidos en «el laberinto de las cosas terrenas», y, por otro, Dios en su mundo eterno. Y, sin embargo, orar a Dios es descubrir que está de nuestro lado contra el mal que nos amenaza. Suplicar es invocar a Dios como gracia, liberación y fuerza para vivir. Pero es entonces, precisamente, cuando Dios nos parece demasiado débil e impotente, pues no actúa ni interviene. Y es cierto que Dios no lo puede todo. Ha creado el mundo y lo respeta tal como es, sin entrar en conflicto con él. Nos ha hecho libres y no anula nuestras decisiones. Pero los acontecimientos del mundo y nuestra propia vida no son algo cerrado. Y la súplica es ya fecunda en sí misma porque nos abre a ese Dios que está trabajando nuestra salvación definitiva por encima de todo mal. Si nosotros oramos a Dios no es para que nos ame más y se preocupe con más atención de nosotros. Dios no puede amarnos más de lo que nos ama. Somos nosotros los que, al orar, descubrimos la vida desde el horizonte de su amor y nos abrimos a su voluntad salvadora. No es Dios el que tiene que cambiar, sino nosotros. 304

La humilde mujer cananea arrodillada con fe a los pies de Jesús puede ser una llamada y una invitación a recuperar el sentido de la súplica confiada al Señor. PEDIR CON FE La oración de petición ha sido objeto de una fuerte crítica a lo largo de estos años. El hombre ilustrado de la época moderna no acierta a ponerse en actitud de súplica ante Dios, pues sabe que Dios no va a alterar el curso natural de los acontecimientos para atender sus deseos. La naturaleza es «una máquina» que funciona según unas leyes naturales, y el hombre es el único ser que puede actuar y transformar, solo en parte, el mundo y la historia con su intervención. Entonces la oración de petición queda arrinconada para cultivar otras formas de oración como la alabanza, la acción de gracias o la adoración, que se pueden armonizar mejor con el pensamiento moderno.

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Otras veces la súplica de la criatura a su Creador queda sustituida por la meditación o la inmersión del alma en Dios, misterio último de la existencia y fuente de toda vida. Sin embargo, la oración de súplica, tan controvertida por sus posibles malentendidos, es decisiva para expresar y vivir desde la fe nuestra dependencia creatural ante Dios. No es extraño que el mismo Jesús alabe la fe grande de una mujer sencilla que sabe suplicar de manera insistente su ayuda. A Dios se le puede invocar desde cualquier situación. Desde la felicidad y desde la adversidad; desde el bienestar y desde el sufrimiento. El hombre o la mujer que eleva a Dios su petición no se dirige a un Ser apático o indiferente al sufrimiento de sus criaturas, sino a un Dios que puede salir de su ocultamiento y manifestar su cercanía a los que le suplican. Pues de eso se trata. No de utilizar a Dios para conseguir nuestros objetivos, sino de buscar y pedir la cercanía de Dios en aquella 306

situación. Y la experiencia de la cercanía de Dios no depende primariamente de que se cumplan nuestros deseos. El creyente puede experimentar de muchas maneras la cercanía de Dios, independientemente de cómo se resuelva nuestro problema. Recordemos la sabia advertencia de san Agustín: «Dios escucha tu llamada si le buscas a él. No te escucha si, a través de él, buscas otra cosa». No es este el tiempo del cumplimiento definitivo. El mal no está vencido de manera total. El orante experimenta la contradicción entre la desgracia que padece y la salvación definitiva prometida por Dios. Por eso toda súplica y petición concreta a Dios queda siempre envuelta en esa gran súplica que nos enseñó el mismo Jesús: «Venga a nosotros tu reino», el reino de la salvación y de la vida definitiva.

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24 ¿QUIÉN DECÍS VOSOTROS QUE SOY YO? Al llegar a la región de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: -Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. Él les preguntó: -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: -Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: -¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo. 308

Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías (Mateo 16,13-20). UNA PREGUNTA DECISIVA «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Esta pregunta de Jesús no está dirigida solo a sus primeros seguidores. Es la cuestión fundamental a la que hemos de responder siempre los que nos confesamos cristianos. Nuestra primera reacción puede ser encontrar rápidamente una respuesta doctrinal y confesar de manera rutinaria que Jesús es el «Hijo de Dios encarnado», el «Redentor» del mundo, el «Salvador» de la humanidad. Títulos todos ellos muy solemnes y ortodoxos, sin duda, pero que pueden ser pronunciados sin contenido vital alguno. La pregunta de Jesús no nos pide simplemente nuestra opinión. Nos interpela, sobre todo, acerca de nuestra actitud ante él. Y esta no se refleja solo en nuestras palabras, sino sobre todo en nuestro seguimiento concreto a él. Como ha escrito algún teólogo: «La breve proposición: "Yo creo que Jesús es el Hijo de Dios", significa algo 309

completamente distinto si la pronuncia Francisco de Asís o la pronuncia uno de los actuales dictadores sudamericanos. El Dios de estos hombres no es el mismo, o, al menos, el Dios al que cada uno invoca para dirigir su conducta». Las palabras de Jesús piden una opción radical. O bien Jesús es para nosotros un personaje más, junto a otros muchos de la historia, o bien es la Persona decisiva que nos proporciona la comprensión última de la existencia, da la orientación decisiva a nuestra vida y nos ofrece la esperanza definitiva. La pregunta «¿quién dicís que soy yo?» cobra entonces un contenido nuevo. No es ya una cuestión sobre Jesús, sino sobre nosotros mismos. ¿Quién soy yo? ¿En quién creo? ¿Desde dónde oriento mi existencia? ¿A qué se reduce mi fe? Todos hemos de recordar una y otra vez que la fe no se identifica con las fórmulas que pronunciamos. Para comprender mejor el alcance de «lo que yo creo» es necesario verificar cómo vivo, a qué aspiro, en qué me comprometo. 310

Por eso, la pregunta de Jesús, más que un examen sobre nuestra ortodoxia, debería ser la llamada a un estilo de vida cristiano. Evidentemente no se trata de decir o creer cualquier cosa acerca de Cristo. Pero tampoco de hacer solemnes profesiones de fe ortodoxa para vivir luego muy lejos del espíritu que esa misma proclamación de fe exige y lleva consigo. ADHESIÓN VIVA A JESUCRISTO No es fácil intentar responder con sinceridad a la pregunta de Jesús: «¿Quién dicís que soy yo?». En realidad, ¿quién es Jesús para nosotros? Su persona nos llega a través de veinte siglos de imágenes, fórmulas, devociones, experiencias, interpretaciones culturales... que van desvelando y velando al mismo tiempo su riqueza insondable. Pero, además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que somos nosotros. Y proyectamos en él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Y casi sin damos cuenta lo empequeñecemos y desfiguramos, incluso cuando tratamos de exaltarlo. 311

Pero Jesús sigue vivo. Los cristianos no lo hemos podido disecar con nuestra mediocridad. No permite que lo disfracemos. No se deja etiquetar ni reducir a unos ritos, unas fórmulas o unas costumbres. Jesús siempre desconcierta a quien se acerca a él con postura abierta y sincera. Siempre es distinto de lo que esperábamos. Siempre abre nuevas brechas en nuestra vida, rompe nuestros esquemas y nos atrae a una vida nueva. Cuanto más se le conoce, más sabe uno que todavía está empezando a descubrirlo. Jesús es peligroso. Percibimos en él una entrega a los hombres que desenmascara nuestro egoísmo. Una pasión por la justicia que sacude nuestras seguridades, privilegios y egoísmos. Una ternura que deja al descubierto nuestra mezquindad. Una libertad que rasga nuestras mil esclavitudes y servidumbres. Y, sobre todo, intuimos en él un misterio de apertura, cercanía y proximidad a Dios que nos atrae y nos invita a abrir nuestra existencia al Padre. A Jesús lo iremos conociendo en la medida en que nos 312

entreguemos a él. Solo hay un camino para ahondar en su missterio: seguirle. Seguir humildemente sus pasos, abrirnos con él al Padre, reproducir sus gestos de amor y ternura, mirar la vida con sus ojos, compartir su destino doloroso, esperar su resurrección. Y, sin duda, orar muchas veces desde el fondo de nuestro corazón: «Creo, Señor, ayuda a mi incredulidad». CONFESAR A JESÚS CON LA VIDA «¿Quién decis vosotros que soy yo?». Todos los evangelistas sinópticos recogen esta pregunta dirigida por Jesús a sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo. Para los primeros cristianos era muy importante recordar una y otra vez a quién estaban siguiendo, cómo estaban colaborando en su proyecto y por quién estaban arriesgando su vida. Cuando nosotros escuchamos hoy esta pregunta, tendemos a pronunciar las fórmulas que ha ido acuñando el cristianismo a lo largo de los siglos: Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador del 313

mundo, el Redentor de la humanidad... ¿Basta pronunciar estas palabras para convertimos en «seguidores» de Jesús? Por desgracia se trata con frecuencia de fórmulas aprendidas a una edad infantil, aceptadas de manera mecánica, repetidas de forma ligera y afirmadas verbalmente más que vividas siguiendo los pasos de Jesús. Confesamos a Cristo por costumbre, por piedad o por disciplina, pero vivimos con frecuencia sin captar la originalidad de su vida, sin escuchar la novedad de su llamada, sin dejarnos atraer por su amor apasionado, sin contagiarnos de su libertad y sin esforzarnos en seguir su trayectoria. Lo adoramos como «Dios», pero no es el centro de nuestra vida. Lo confesamos como «Señor», pero vivimos de espaldas a su proyecto, sin saber muy bien cómo era y qué quería. Lo llamamos «Maestro», pero no vivimos motivados por lo que motivaba su vida. Vivimos como miembros de una religión, pero no somos discípulos de Jesús. Paradójicamente, la «ortodoxia» de nuestras fórmulas doctrinales nos puede dar seguridad, dispensándonos de un encuentro más vivo con 314

Jesús. Hay cristianos muy «ortodoxos» que viven una religiosidad instintiva, pero no conocen por experiencia lo que es nutrirse de Jesús. Se sienten «propietarios» de la fe, alardean incluso de su ortodoxia, pero no conocen el dinamismo del Espíritu de Cristo. No nos hemos de engañar. Cada uno hemos de ponernos ante Jesús, dejarnos mirar directamente por él y escuchar desde el fondo de nuestro ser sus palabras: ¿quién soy yo realmente para ustedes? A esta pregunta se responde con la vida más que con palabras sublimes. ENCONTRARNOS CON JESÚS Los cristianos hemos olvidado con demasiada frecuencia que la fe no consiste en creer algo, sino en creer en Alguien. No se trata de adherimos fielmente a un credo, y mucho menos de aceptar ciegamente «un conjunto extraño de doctrinas», sino de encontrarnos con Alguien vivo que da sentido radical a nuestra existencia. Lo verdaderamente decisivo es encontrarse con la persona de Jesucristo y descubrir, por experiencia personal, que es el único que 315

puede responder de manera plena a nuestras preguntas más decisivas, nuestros anhelos más profundos y nuestras necesidades últimas. En nuestros tiempos se hace cada vez más difícil creer en algo. Las ideologías más firmes, los sistemas más poderosos, las teorías más brillantes, se han ido tambaleando al mostrar sus limitaciones y profundas deficiencias. El hombre de hoy, escarmentado de dogmas e ideologías, quizá está dispuesto todavía a creer en personas que le ayuden a vivir dando un sentido nuevo a su existencia. Por eso ha podido decir el teólogo Karl Lehmann que «el hombre moderno solo será creyente cuando haya hecho una experiencia auténtica de adhesión a la persona de Jesucristo». Produce tristeza observar la actitud de sectores católicos cuya única obsesión parece ser «conservar la fe» como «un depósito de doctrinas» que hay que saber defender contra el asalto de nuevas ideologías y corrientes. 316

Creer es otra cosa. Antes que nada, los creyentes hemos de reavivar nuestra adhesión profunda a la persona de Jesucristo. Solo cuando vivamos «seducidos» por él y trabajados por la fuerza regeneradora de su persona podremos contagiar también hoy su espíritu y su visión de la vida. De lo contrario proclamaremos con los labios doctrinas sublimes, pero seguiremos viviendo una fe mediocre y poco convincente. Los cristianos hemos de responder con sinceridad a esa pregunta interpelante de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Ibn Arabí escribió que «aquel que ha quedado atrapado por esa enfermedad que se llama Jesús no puede ya curarse». NUESTRA IMAGEN DE JESÚS La pregunta de Jesús: «¿Quién decís que soy yo?», sigue pidiendo todavía una respuesta a los creyentes de nuestro tiempo. No todos tenemos la misma imagen de Jesús. Y esto no solo por el carácter inagotable de su personalidad, sino, sobre todo, porque cada uno vamos elaborando nuestra imagen de Jesús a partir de nuestros intereses y preocupaciones, condicionados por nuestra psicología 317

personal y el medio social al que pertenecemos, y marcados por la formación religiosa que hemos recibido. Y, sin embargo, la imagen de Cristo que podamos tener cada uno tiene importancia decisiva para nuestra vida, pues condiciona nuestra manera de entender y vivir la fe. Una imagen empobrecida, unilateral, parcial o falsa de Jesús nos conducirá a una vivencia empobrecida, unilateral, parcial o falsa de la fe. De ahí la importancia de evitar posibles deformaciones de nuestra visión de Jesús y de purificar nuestra adhesión a él. Por otra parte, es pura ilusión pensar que uno cree en Jesucristo porque «cree» en un dogma o porque está dispuesto a creer «en lo que la santa Madre Iglesia cree». En realidad, cada creyente cree en lo que cree él, es decir, en lo que personalmente va descubriendo en su seguimiento a Jesucristo, aunque, naturalmente, lo haga dentro de la comunidad cristiana. Por desgracia, son bastantes los cristianos que entienden y viven su religión de tal manera que, probablemente, nunca podrán tener una 318

experiencia un poco viva de lo que es encontrarse personalmente con Cristo. Ya en una época muy temprana de su vida se han hecho una idea infantil de Jesús, cuando quizá no se habían planteado todavía con suficiente lucidez las cuestiones y preguntas a las que Cristo puede responder. Más tarde ya no han vuelto a repensar su fe en Jesucristo, bien porque la consideran algo trivial y sin importancia alguna para sus vidas, bien porque no se atreven a examinarla con seriedad y rigor, bien porque se contentan con conservarla de manera indiferente y apática, sin eco alguno en su ser. Desgraciadamente no sospechan lo que Jesús podría ser para ellos. Marcel Légaut escribía esta frase dura, pero quizá muy real: «Esos cristianos ignoran quién es Jesús y están condenados por su misma religión a no descubrirlo jamás».

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25 CARGAR CON LA CRUZ Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: -¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte. Jesús se volvió y dijo a Pedro: -¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios! Entonces dijo a los discípulos: -El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta (Mateo 16,21-27). 320

LO QUE TUVO QUE OÍR PEDRO La aparición de Jesús provocó en los pueblos de Galilea sorpresa, admiración y entusiasmo. Los discípulos soñaban con el éxito total. Jesús, por el contrario, solo pensaba en la voluntad del Padre. Quería cumplirla hasta el final. Por eso empezó a explicar a sus discípulos lo que le esperaba. Su intención era subir a Jerusalén, a pesar de que allí iba a «sufrir mucho» precisamente por parte de los dirigentes religiosos. Su muerte entraba en los designios de Dios como consecuencia inevitable de su actuación. Pero el Padre lo iba a resucitar. No se quedaría pasivo e indiferente. Pedro se rebela ante la sola idea de imaginar a Jesús crucificado. No lo quiere ver fracasado. Solo quiere seguir a Jesús victorioso y triunfante. Por eso lo «toma aparte», lo presiona y «le increpa» para que se olvide de lo que acaba de decir: «¡No lo permita Dios! No te puede pasar a ti eso». 321

La respuesta de Jesús es muy fuerte: «Quítate de mi vista, Satanás». No quiere ver a Pedro ante sus ojos, porque «le hace tropezar», es un obstáculo en su camino. «Tú no piensas como Dios, sino como los hombres». Tienes una manera de pensar que no es la del Padre, que busca la felicidad de todos sus hijos e hijas; tú eres como los hombres, que solo piensan en su bienestar. Eres la encarnación de Satanás. Cuando Pedro se abre con sencillez a la revelación del Padre y confiesa a Jesús como Hijo del Dios vivo, se convierte en «Roca» sobre la que Jesús puede construir su Iglesia. Cuando, siguiendo intereses humanos, pretende apartar a Jesús del camino de la cruz, se convierte en «Tentador satánico» (!). Los autores subrayan que Jesús dice literalmente a Pedro: «Ponte detrás de mí, Satanás». Ese es tu sitio. Colócate como seguidor fiel detrás de mí. No pretendas pervertir mi vida orientando mi proyecto hacia el poder y el triunfo. Es un error confesar a Jesús como «Hijo del Dios vivo» y no seguirle en su camino hacia la cruz. Si en la Iglesia de hoy seguimos actuando 322

como Pedro, tendremos que oír también nosotros lo que él tuvo que oír de labios de Jesús. ARRIESGAR TODO POR JESÚS No es fácil asomarse al mundo interior de Jesús, pero en su corazón podemos intuir una doble experiencia: su identificación con los últimos y su confianza total en el Padre. Por una parte sufre con la injusticia, las desgracias y las enfermedades que hacen sufrir a tantos. Por otra confía totalmente en ese Dios Padre que nada quiere más que arrancar de la vida lo que es malo y hace sufrir a sus hijos. Jesús estaba dispuesto a todo con tal de hacer realidad el deseo de Dios, su Padre: un mundo más justo, digno y dichoso para todos. Y, como es natural, quería encontrar entre sus seguidores la misma actitud. Si seguían sus pasos, debían compartir su pasión por Dios y su disponibilidad total al servicio de su reino. Quería encender en ellos el fuego que llevaba dentro. Hay frases que lo dicen todo. Las fuentes cristianas han conservado, con pequeñas diferencias, un dicho dirigido por Jesús a sus discípulos: 323

«Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, la encontrará». Con estas palabras tan paradójicas, Jesús les está invitando a vivir como él: agarrarse ciegamente a la vida puede llevar a perderla; arriesgarla de manera generosa y valiente lleva a salvarla. El pensamiento de Jesús es claro. El que camina tras él, pero sigue aferrado a las seguridades, metas y expectativas que le ofrece su vida, puede terminar perdiendo el mayor bien de todos: la vida vivida según el proyecto salvador de Dios. Por el contrario, el que lo arriesga todo por seguirle encontrará vida entrando con él en el reino del Padre. Quien sigue a Jesús tiene con frecuencia la sensación de estar «perdiendo la vida» por una utopía inalcanzable: ¿No estamos echando a perder nuestros mejores años soñando con Jesús? ¿No estamos gastando nuestras mejores energías por una causa inútil? ¿Qué hacía Jesús cuando se veía turbado por este tipo de pensamientos oscuros? Identificarse todavía más con los que sufren y seguir confiando en ese Padre que puede regalarnos una vida que no puede deducirse de lo que experimentamos aquí en la tierra. 324

JESÚS ANTE EL SUFRIMIENTO Querámoslo o no, el sufrimiento está incrustado en el interior mismo de nuestra experiencia humana, y sería una ingenuidad tratar de soslayarlo. A veces es el dolor físico el que sacude nuestro organismo. Otras, el sufrimiento moral, la muerte del ser querido, la amistad rota, el conflicto, la inseguridad, el miedo o la depresión. El sufrimiento intenso e inesperado que pronto pasará o la situación penosa que se prolonga consumiendo nuestro ser y destruyendo nuestra alegría de vivir. A lo largo de la historia han sido muy diversas las posturas que el hombre ha adoptado ante el mal. Los estoicos han creído que la postura más humana era enfrentarse al dolor y aguantarlo con dignidad. La escuela de Epicuro propagó una actitud pragmática: huir del sufrimiento disfrutando al máximo mientras se pueda. El budismo, por su parte, intenta arrancar el sufrimiento del corazón humano suprimiendo «el deseo». Luego, en la vida diaria, cada uno se defiende como puede. Unos se rebelan ante lo inevitable; otros adoptan una postura de resignación; 325

hay quienes se hunden en el pesimismo; alguno, por el contrario, necesita sufrir para sentirse vivo... ¿Y Jesús? ¿Cuál ha sido su actitud ante el sufrimiento? Jesús no hace de su sufrimiento el centro en torno al cual han de girar lo demás. Al contrario, el suyo es un dolor solidario, abierto a los demás, fecundo. No adopta tampoco una actitud victimista. No vive compadeciéndose de sí mismo, sino escuchando los padecimientos de los demás. No se queja de su situación ni se lamenta. Está atento más bien a las quejas y lágrimas de quienes lo rodean. No se agobia con fantasmas de posibles sufrimientos futuros. Vive cada momento acogiendo y regalando la vida que recibe del Padre. Su sabia consigna dice así: «No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos» (Mateo 6,34). Y, por encima de todo, confía en el Padre, se pone serenamente en sus manos. E incluso, cuando la angustia le ahoga el corazón, de sus 326

labios solo brota una plegaria: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». APRENDER DE JESÚS LA ACTITUD ANTE EL SUFRIMIENTO Pocos aspectos del mensaje evangélico han sido tan distorsionados como la llamada de Jesús a «tomar la cruz». De ahí que no pocos cristianos tengan ideas bastante confusas sobre la actitud cristiana ante el sufrimiento. Recordemos algunos datos que no hemos de ignorar, si queremos seguir al Crucificado con mayor fidelidad. En Jesús no encontramos ese sufrimiento que hay tantas veces en nosotros, generado por nuestro propio pecado o nuestra manera desacertada de vivir. Jesús no ha conocido los sufrimientos que nacen de la envidia, el resentimiento, el vacío interior o el apego egoísta a las cosas y a las personas. Hay, por tanto, en nuestra vida un sufrimiento (según los expertos, puede llegar en algunas personas al 90% de lo que sufren) que hemos de ir eliminando precisamente si queremos seguir a Jesús. 327

Por otra parte, Jesús no ama ni busca arbitrariamente el sufrimiento ni para él ni para los demás, como si el sufrimiento encerrara algo especialmente grato a Dios. Es un error creer que uno sigue más de cerca a Cristo porque busca sufrir arbitrariamente y sin necesidad alguna. Lo que agrada a Dios no es el sufrimiento, sino la actitud con que una persona asume el sufrimiento en seguimiento fiel a Cristo. Jesús, además, se compromete con todas sus fuerzas para hacer desaparecer en el mundo el sufrimiento. Toda su vida ha sido una lucha constante por arrancar al ser humano de ese padecimiento que se esconde en la enfermedad, el hambre, la injusticia, los abusos, el pecado o la muerte. El que quiera seguirle no podrá ignorar a los que sufren. Al contrario, su primera tarea será quitar sufrimiento de la vida de los hombres. Como ha dicho un teólogo, «no hay derecho a ser feliz sin los demás ni contra los demás» (Ignacio Larrañeta). Por último, cuando Jesús se encuentra con el sufrimiento provocado por quienes se oponen a su misión, no lo rehúye, sino que lo asume en 328

actitud de fidelidad total al Padre y de servicio incondicional a los hombres. Antes que nada, «tomar la cruz» es seguir fielmente a Jesús y aceptar las consecuencias dolorosas que se seguirán, sin duda, de este seguimiento. Hay rechazos, padecimientos y daños que el cristiano ha de asumir siempre. Es el sufrimiento que solo podríamos hacer desaparecer de nuestra vida, dejando de seguir a Cristo. Ahí está para cada uno de nosotros la cruz que hemos de llevar siguiendo sus pasos. LA CRUZ ES OTRA COSA Es difícil no sentir desconcierto y malestar al escuchar una vez más las palabras de Jesús: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Entendemos muy bien la reacción de Pedro, que, al oír a Jesús hablar de rechazo y sufrimiento, «se lo lleva aparte y se pone a increparlo». Dice el teólogo mártir Dietrich Bonhoeffer que esta reacción de Pedro «prueba que, desde el principio, la Iglesia se ha escandalizado del Cristo sufriente. No quiere que su Señor le imponga la ley del sufrimiento». 329

Este escándalo puede hacerse hoy insoportable para los que vivimos en lo que Leszek Kolakowsky llama «la cultura de analgésicos», esa sociedad obsesionada por eliminar el sufrimiento y malestar por medio de toda clase de drogas, narcóticos y evasiones. Si queremos clarificar cuál ha de ser la actitud cristiana, hemos de comprender bien en qué consiste la cruz para el cristiano, pues puede suceder que nosotros la pongamos donde Jesús nunca la puso. Nosotros llamamos fácilmente «cruz» a todo aquello que nos hace sufrir, incluso a ese sufrimiento que aparece en nuestra vida generado por nuestro propio pecado o nuestra manera equivocada de vivir. Pero no hemos de confundir la cruz con cualquier desgracia, contrariedad o malestar que se produce en la vida. La cruz es otra cosa. Jesús llama a sus discípulos a que le sigan fielmente y se pongan al servicio de un mundo más humano: el reino de Dios. Esto es lo primero. La cruz no es sino el sufrimiento que nos llegará como consecuencia de ese seguimiento; el destino doloroso que habremos de compartir con Cristo si seguimos realmente sus pasos. 330

Por eso no hemos de confundir el «llevar la cruz» con posturas masoquistas, una falsa mortificación o lo que P. Evdokimov llama «ascetismo barato» e individualista. Por otra parte, hemos de entender correctamente el «negarse a sí mismo» que pide Jesús para cargar con la cruz y seguirle. «Negarse a sí mismo» no significa mortificarse de cualquier manera, castigarse a sí mismo y, menos aún, anularse o autodestruirse. «Negarse a sí mismo» es no vivir pendiente de uno mismo, olvidarse del propio «ego», para construir la existencia sobre Jesucristo. Liberarnos de nosotros mismos para adherirnos radicalmente a él. Dicho de otra manera, «llevar la cruz» significa seguir a Jesús dispuestos a asumir la inseguridad, la conflictividad, el rechazo o la persecución que hubo de padecer el mismo Crucificado. Pero los creyentes no vivimos la cruz como derrotados, sino como portadores de una esperanza final. Todo el que pierda su vida por Jesucristo la encontrará. El Dios que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros a una vida plena. 331

26 TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: -Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenle». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y tocándolos les dijo: -Levantaos, no temáis. Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: 332

-No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos (Mateo 17, 1 ~9). ESCUCHAR SOLO A JESÚS Jesús toma consigo a sus discípulos más íntimos y los lleva a una «montaña alta». No es la montaña a la que le ha llevado el tentador para ofrecerle el poder y la gloria de «todos los reinos del mundo». Es la montaña en la que sus más íntimos van a poder descubrir el camino que lleva a la gloria de la resurrección. El rostro transfigurado de Jesús «resplandece como el sol» y manifiesta en qué consiste su verdadera gloria. No proviene del diablo, sino de Dios, su Padre. No se alcanza por los caminos del poder mundano, sino por el camino paciente del servicio oculto, el sufrimiento y la crucifixión. Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, tal vez como representantes de la ley y los profetas. No tienen el rostro resplandeciente, sino apagado. No se ponen a enseñar a los discípulos, sino que «conversan con Jesús». La ley y los profetas están orientados y subordinados a él. 333

Pedro, sin embargo, no logra intuir el carácter único de Jesús: «Si quieres haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Coloca a Jesús en el mismo plano que a Moisés y Elías. A cada uno su choza. No sabe que a Jesús no hay que equipararlo con nadie. Es Dios mismo quien hace callar a Pedro. «Todavía estaba hablando» cuando, entre luces y sombras, oyen su voz misteriosa: «Este es mi Hijo amado», el que tiene el rostro glorificado por la resurrección. «Escuchadlo a él». A nadie más. Mi Hijo es el único legislador, maestro y profeta. No lo confundáis con nadie. Los discípulos caen por los suelos «llenos de espanto». Les da miedo «escuchar solo a Jesús» y seguir su camino humilde de servicio al reino hasta la cruz. Es el mismo Jesús quien los libera de sus temores. «Se acercó» a ellos como solo él sabía hacerlo; «los «tocó» como tocaba a los enfermos, y les dijo: «Levantaos, no tengáis miedo» de escucharme y de seguirme solo a mí. También a los cristianos de hoy nos da miedo escuchar solo a Jesús. No nos atrevemos a ponerlo en el centro de nuestras vidas y 334

comunidades. No le dejamos ser la única y decisiva Palabra. Es el mismo Jesús quien nos puede liberar de tantos miedos, cobardías y ambigüedades si nos dejamos transformar por él. ESCUCHAR A JESÚS EN LA SOCIEDAD ACTUAL Todavía hace unos años era la religión la que ofrecía a la mayoría de las personas criterios para interpretar la vida y principios para orientarla con sentido y responsabilidad. Hoy, por el contrario, son bastantes los que prescinden de Dios para enfrentarse solos a su vida, sus deseos, miedos y expectativas. No es tarea fácil. Probablemente nunca le ha resultado al individuo tan difícil y problemático detenerse a pensar, reflexionar y tomar decisiones sobre sí mismo y sobre lo importante de su vida. Vivimos sumergidos en una «cultura de la intrascendencia», que ata a las personas al «aquí» y al «ahora», haciéndoles vivir solo para lo inmediato, sin apertura alguna al misterio último de la vida. Nos movemos en una «cultura del divertimiento» que arranca a las personas de sí mismas y les hace vivir olvidadas de las grandes cuestiones que llevan en su corazón. 335

El hombre de nuestros días ha aprendido muchas cosas, está informado de cuanto acontece en el mundo que le rodea, pero no sabe el camino para conocerse a sí mismo y construir su libertad. Muchos suscribirían la oscura descripción que hacía el director de La Croix, G. Hourdin, hace algunos años: «El hombre se está haciendo incapaz de querer, de ser libre, de juzgar por sí mismo, de cambiar su modo de vida. Se está convirtiendo en el robot disciplinado que trabaja para ganar el dinero, que después disfrutará en unas vacaciones colectivas. Lee las revistas de moda, ve las emisiones de televisión que todo el mundo ve. Aprende así lo que es, lo que quiere y cómo debe pensar y vivir». Necesitamos más que nunca atender la llamada evangélica: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo». Necesitamos pararnos, hacer silencio y escuchar más a Dios revelado en Jesús. Esa escucha interior ayuda a vivir en la verdad, a saborear la vida en sus raíces, a no malgastarla de cualquier manera, a no pasar superficialmente ante lo esencial. Escuchando a Dios encarnado en Jesús descubrimos nuestra 336

pequeñez y pobreza, pero también nuestra grandeza de seres amados infinitamente por él. Cada uno es libre para vivir escuchando a Dios o dándole la espalda. Pero, en cualquier caso, hay algo que hemos de recordar todos, aunque resulte escandaloso y contracultural: vivir sin un sentido último es vivir de manera «in-sensata»; actuar sin escuchar la voz interior de la conciencia es ser un «in-consciente». LOS MIEDOS EN LA IGLESIA Probablemente es el miedo lo que más paraliza a los cristianos en el seguimiento fiel a Jesucristo. En la Iglesia actual hay pecado y debilidad, pero hay sobre todo miedo a correr riesgos. Hemos comenzado el tercer milenio sin audacia para renovar creativamente la vivencia de la fe cristiana. No es difícil señalar alguno de estos miedos. Tenemos miedo a lo nuevo, como si «conservar el pasado» garantizara automáticamente la fidelidad al Evangelio. Es cierto que el Concilio Vaticano II afirmó de manera rotunda que en la Iglesia ha de haber «una constante reforma», pues «como institución humana la 337

necesita permanentemente». Sin embargo, no es menos cierto que lo que mueve en estos momentos a la Iglesia no es tanto un espíritu de renovación cuanto un instinto de conservación. Tenemos miedo para asumir las tensiones y conflictos que lleva consigo buscar la fidelidad al evangelio. Nos callamos cuando tendríamos que hablar; nos inhibimos cuando deberíamos intervenir. Se prohíbe el debate de cuestiones importantes, para evitar planteamientos que pueden inquietar; preferimos la adhesión rutinaria que no trae problemas ni disgusta a la jerarquía. Tenemos miedo a la investigación teológica creativa. Miedo a revisar ritos y lenguajes litúrgicos que no favorecen hoy la celebración viva de la fe. Miedo a hablar de los «derechos humanos» dentro de la Iglesia. Miedo a reconocer prácticamente a la mujer un lugar más acorde con el espíritu de Jesús. Tenemos miedo a anteponer la misericordia por encima de todo, olvidando que la Iglesia no ha recibido el «ministerio del juicio y la condena», sino el «ministerio de la reconciliación». Hay miedo a acoger 338

a los pecadores como lo hacía Jesús. Difícilmente se dirá hoy de la Iglesia que es «amiga de pecadores», como se decía de su Maestro. Según el relato evangélico, los discípulos caen por tierra «llenos de miedo» al oír una voz que les dice: «Este es mi Hijo amado... escuchadlo». Da miedo escuchar solo a Jesús. Es el mismo Jesús quien se acerca, los toca y les dice: «Levantaos, no tengan miedo». Solo el contacto vivo con Cristo nos podría liberar de tanto miedo. LOS MIEDOS DEL HOMBRE DE NUESTROS DÍAS ¿Qué le está pasando al hombre de hoy? Nunca había tenido antes tantos conocimientos para controlar la vida; jamás había poseído tantos recursos técnicos y científicos para resolver sus problemas. Sin embargo, según los estudiosos, hoy vivimos más inseguros y amenazados que en épocas anteriores, anidando en nuestro interior miedos de todo tipo, a veces sin razón aparente. ¿Por qué se escucha a tantos esa extraña frase: «Todo me da miedo»? El prestigioso psiquiatra y buen amigo Vicente Madoz ha publicado un excelente trabajo titulado Los miedos del hombre moderno, donde, con 339

la clarividencia y sencillez del verdadero experto, va analizando tanto los miedos irracionales del hombre actual como sus miedos concretos a la enfermedad, la vejez, la muerte, el fracaso, el desamor o la soledad. La inquietud y desazón de no pocos tiene que ver, sin duda, con los profundos y rápidos cambios que se están produciendo en la sociedad. También con el individualismo, la in solidaridad o el pragmatismo exagerado. Pero es fácil detectar, además, una angustia existencial, a veces solapada o disfrazada, que está muy ligada a las grandes incógnitas de la vida y que surge en no pocos ante la enfermedad, la vejez, el fracaso, el desamor o la muerte. El origen de los miedos concretos que hacen sufrir tanto, a veces de manera inútil y desproporcionada, puede ser muy diferente y requiere en cada caso una atención específica adecuada, pero no es difícil percibir en bastantes una «existencia vacía de contenido, dispersa y desorientada». Según el doctor Madoz, «es el caldo de cultivo idóneo en el que se alimentan y se nutren tanto la angustia fundamental del hombre de hoy como todo tipo de miedos neuróticos secundarios». 340

Pocas palabras se repiten más en los evangelios que estas de Jesús: «No tengáis miedo», «Confiad», «No se turbe vuestro corazón», «No seáis cobardes». El relato del Tabor recoge el mismo mensaje. Cuando los discípulos, envueltos por las sombras de la nube, caen por tierra abrumados por el miedo, escuchan estas palabras de Jesús: «Levantaos, no tengáis miedo». Enseguida se oye una voz de lo alto: «Este es mi Hijo amado... Escuchadlo». Nunca hemos de rebajar la fe a remedio psicológico, pero escuchar a Dios revelado en Jesús y dejarse iluminar por su Palabra puede sanar al ser humano en sus raíces más hondas, dando sentido e infundiendo una confianza básica indestructible. EL MIEDO DE INSTALARSE Tarde o temprano, todos corremos el riesgo de instalarnos en la vida, buscando el refugio cómodo que nos permita vivir tranquilos, sin sobresaltos ni preocupaciones excesivas, renunciando a cualquier otra aspiración. 341

Logrado ya un cierto éxito profesional, encauzada la familia y asegurado, de alguna manera, el porvenir, es fácil dejarse atrapar por un conformismo cómodo que nos permita seguir caminando en la vida de la manera más confortable. Es el momento de buscar una atmósfera agradable y acogedora. Vivir relajado en un ambiente feliz. Hacer del hogar un refugio entrañable, un rincón para leer y escuchar buena música. Saborear unas buenas vacaciones. Asegurar unos fines de semana agradables... Pero, con frecuencia, es entonces cuando la persona descubre con más claridad que nunca que la felicidad no coincide con el bienestar. Falta en esa vida algo que nos deja vacíos e insatisfechos. Algo que no se puede comprar con dinero ni asegurar con una vida confortable. Falta sencillamente la alegría propia de quien sabe vibrar con los problemas y necesidades de los demás, sentirse solidario con los necesitados y vivir, de alguna manera, más cerca de los maltratados por la sociedad.

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Pero hay además un modo de «instalarse» que puede ser falsamente reforzado con «tonos cristianos». Es la eterna tentación de Pedro que nos acecha siempre a los creyentes: «plantar tiendas en lo alto de la montaña». Es decir, buscar en la religión nuestro bienestar interior, eludiendo nuestra responsabilidad individual y colectiva en el logro de una convivencia más humana. Y, sin embargo, el mensaje de Jesús es claro. Una experiencia reeligiosa no es verdaderamente cristiana si nos aísla de los hermanos, nos instala cómodamente en la vida y nos aleja del servicio a los más necesitados. Si escuchamos a Jesús, nos sentiremos invitados a salir de nuestro conformismo, romper con un estilo de vida egoísta en el que estamos tal vez confortablemente instalados y empezar a vivir más atentos a la interpelación que nos llega desde los más desvalidos de nuestra sociedad.

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27 REUNIDOS EN EL NOMBRE DE JESÚS Dijo Jesús a sus discípulos: -Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, paro que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro además que, si dos de vosotros se ponéis de acuerdo en la tierra para pedir algo, os lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mateo 18,15-20). REUNIRSE EN EL NOMBRE DE JESÚS La destrucción del templo de Jerusalén el año 70 provocó una profunda crisis en el pueblo judío. El templo era «la casa de Dios». Desde allí 344

reinaba imponiendo su ley. Destruido el templo, ¿dónde podrían encontrarse ahora con su presencia salvadora? Los rabinos reaccionaron buscando a Dios en las reuniones que hacían para estudiar la Ley. El célebre Rabbí Ananías, muerto hacia el año 135, lo afirmaba claramente: «Donde dos se reúnen para estudiar las palabras de la Ley, la presencia de Dios (shekiná) está con ellos». Los seguidores de Jesús provenientes del judaísmo reaccionaron de manera muy diferente. Mateo recuerda a sus lectores unas palabras que atribuye a Jesús y que son de gran importancia para mantener viva su presencia entre sus seguidores: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». No es una reunión que se hace por costumbre, por disciplina o por sumisión a un precepto. La atmósfera de este encuentro es otra clase. Son seguidores de Jesús que «se reúnen en su nombre», atraídos por él, animados por su espíritu. Jesús es la razón, la fuente, el aliento, la vida de ese encuentro. Allí se hace presente Jesús, el Resucitado. 345

No es ningún secreto que la reunión dominical de los cristianos está en crisis profunda. A no pocos la misa se les hace insufrible. Ya no tienen paciencia para asistir a un acto en el que se les escapa el sentido de los símbolos y donde no siempre escuchan palabras que toquen la realidad de sus vidas. Algunos solo conocen misas reducidas a un acto gregario, regulado y dirigido por los eclesiásticos, donde el pueblo permanece pasivo, encerrado en su silencio o en respuestas mecánicas, sin poder sintonizar con un lenguaje cuyo contenido no siempre entienden. ¿Es esto «reunirse en el nombre del Señor»? ¿Cómo es posible que la reunión dominical se vaya perdiendo como si no pasara nada? ¿No es la eucaristía el centro del cristianismo? ¿No es un problema grave que debería abordar la jerarquía cuanto antes? ¿Cómo es que los cristianos permanecemos callados? ¿Por qué tanta pasividad y falta de reacción? ¿Dónde suscitará el Espíritu encuentros de dos o tres que nos enseñen a reunirnos en el nombre de Jesús? 346

HABITAR EN UN ESPACIO CREADO POR JESÚS Al parecer, a las primeras generaciones cristianas no les preocupaba mucho el número. A finales del siglo I eran solo unos veinte mil, perdidos en medio del Imperio romano. ¿Eran muchos o eran pocos? Ellos formaban la Iglesia de Jesús, y lo importante era vivir de su Espíritu. Pablo invita constantemente a los miembros de sus pequeñas comunidades a que «vivan en Cristo». El cuarto evangelio exhorta a sus lectores a que «permanezcan en él». Mateo, por su parte, pone en labios de Jesús estas palabras: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». En la Iglesia de Jesús no se puede estar de cualquier manera: por costumbre, por inercia o por miedo. Sus seguidores han de estar «reunidos en su nombre», convirtiéndose a él, alimentándose de su evangelio. Esta es también hoy nuestra primera tarea, aunque seamos pocos, aunque seamos dos o tres. Reunirse en el nombre de Jesús es crear un espacio para vivir la existencia entera en torno a él y desde su horizonte. Un espacio 347

espiritual bien definido no por doctrinas, costumbres o prácticas, sino por el Espíritu de Jesús, que nos hace vivir con su estilo. El centro de este «espacio Jesús» lo ocupa la narración del evangelio. Es la experiencia esencial de toda comunidad cristiana: «hacer memoria de Jesús», recordar sus palabras, acogerlas con fe y actualizarlas con gozo. Ese arte de acoger el evangelio desde nuestra vida nos permite entrar en contacto con Jesús y vivir la experiencia de ir creciendo como discípulos y seguidores suyos. En este espacio creado en su nombre vamos caminando, no sin debilidades y pecado, hacia la verdad del evangelio, descubriendo juntos el núcleo esencial de nuestra fe y recuperando nuestra identidad cristiana en medio de una Iglesia a veces tan debilitada por la rutina y tan paralizada por los miedos. Este espacio dominado por Jesús es lo primero que hemos de cuidar, consolidar y profundizar en nuestras comunidades y parroquias. No nos engañemos. La renovación de la Iglesia comienza siempre en el corazón de dos o tres creyentes que se reúnen en el nombre de Jesús. 348

UNA IGLESIA REUNIDA EN EL NOMBRE DE JESÚS Cuando uno vive distanciado de la religión o se ha visto decepcionado por la actuación de los cristianos, es fácil que la Iglesia se le presente solo como una gran organización. Una especie de «multinacional» ocupada en defender y sacar adelante sus propios intereses. Estas personas, por lo general, solo conocen a la Iglesia desde fuera. Hablan del Vaticano, critican las intervenciones de la jerarquía, se irritan ante ciertas actuaciones del papa. La Iglesia es para ellas una institución anacrónica de la que viven lejos. No es esta la experiencia de quienes se sienten miembros de una comunidad creyente. Para estos, el rostro concreto de la Iglesia es casi siempre su propia parroquia. Ese grupo de personas amigas que se reúnen cada domingo a celebrar la eucaristía. Ese lugar de encuentro donde celebran la fe y rezan todos juntos a Dios. Esa comunidad donde se bautiza a los hijos o se despide a los seres queridos hasta el encuentro final en la otra vida. 349

Para quien vive en la Iglesia buscando en ella la comunidad de Jesús, la Iglesia es casi siempre fuente de alegría y motivo de sufrimiento. Por una parte, la Iglesia es estímulo y gozo; podemos experimentar dentro de ella el recuerdo de Jesús, escuchar su mensaje, rastrear su espíritu, alimentar nuestra fe en el Dios vivo. Por otra, la Iglesia hace sufrir, porque observamos en ella incoherencias y rutina; con frecuencia es demasiado grande la distancia entre lo que se predica y lo que se vive; falta vitalidad evangélica; en muchas cosas se ha ido perdiendo el estilo de Jesús. Esta es la mayor tragedia de la Iglesia. Jesús ya no es amado ni venerado como en las primeras comunidades. No se conoce ni se comprende su originalidad. Bastantes no llegarán siquiera a sospechar la experiencia salvadora que vivieron los primeros que se encontraron con él. Hemos hecho una Iglesia donde no pocos cristianos se imaginan que, por el hecho de aceptar unas doctrinas y de cumplir unas prácticas religiosas, están siguiendo a Cristo como los primeros discípulos. Y, sin embargo, en esto consiste el núcleo esencial de la Iglesia. En vivir la adhesión a Cristo en comunidad, reactualizando la experiencia 350

de quienes encontraron en él la cercanía, el amor y el perdón de Dios. Por eso, tal vez, el texto eclesiológico más fundamental son estas palabras de Jesús que leemos en el evangelio: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». El primer quehacer de la Iglesia es aprender a «reunirse en el nombre de Jesús». Alimentar su recuerdo, vivir de su presencia, reactualizar su fe en Dios, abrir hoy nuevos caminos a su Espíritu. Cuando esto falta, todo corre el riesgo de quedar desvirtuado por nuestra mediocridad. ¿QUÉ HAGO YO POR UNA IGLESIA MÁS FIEL A JESÚS? «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». La mejor manera de hacer presente a Cristo en su Iglesia es mantenernos unidos actuando «en su nombre», movidos por su Espíritu. La Iglesia no necesita tanto de nuestras confesiones de amor o nuestras críticas cuanto de nuestro compromiso real. No son pocas las preguntas que nos podemos hacer. ¿Qué hago yo por crear un clima de conversión colectiva en el seno de esta Iglesia, siempre necesitada de renovación y transformación? 351

¿Cómo sería la Iglesia si todos vivieran la adhesión a Cristo más o menos como la vivo yo? ¿Sería más o menos fiel a Jesús? ¿Qué aporto yo de espíritu, verdad y autenticidad a esta Iglesia tan necesitada de radicalidad evangélica para ofrecer un testimonio creíble de Jesús en medio de una sociedad indiferente y descreída? ¿Cómo contribuyo con mi vida a edificar una Iglesia más cercana a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que sepa no solo enseñar, predicar y exhortar, sino, sobre todo, acoger, escuchar y acompañar a quienes viven perdidos, sin conocer el amor ni la amistad? ¿Qué aporto yo para construir una Iglesia samaritana, de corazón grande y compasivo, capaz de olvidarse de sus propios intereses, para vivir volcada sobre los grandes problemas de la humanidad? ¿Qué hago yo para que la Iglesia se libere de miedos y servidumbres que la paralizan y atan al pasado, y se deje penetrar y vivificar por la frescura y la creatividad que nace del evangelio de Jesús?

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¿Qué aporto yo en estos momentos para que la Iglesia aprenda a «vivir en minoría», sin grandes pretensiones sociales, sino de manera humilde, como «levadura» oculta, «sal» transformadora, pequeña «semilla» dispuesta a morir para dar vida? ¿Qué hago yo por una Iglesia más alegre y esperanzada, más libre y comprensiva, más transparente y fraterna, más creyente y más creíble, más de Dios y menos del mundo, más de Jesús y menos de nuestros intereses y ambiciones? La Iglesia cambia cuando cambiamos nosotros, se convierte cuando nosotros nos convertimos. AYUDARNOS A SER MEJORES Cansados por la experiencia diaria nacen a veces en nosotros preguntas inquietantes y sombrías. ¿Podemos ser mucho mejores? ¿Podemos cambiar nuestra vida de manera decisiva? ¿Podemos transformar nuestras actitudes equivocadas y adoptar un comportamiento nuevo? Con frecuencia, lo que vemos, lo que escuchamos, lo que respiramos en torno a nosotros no nos ayuda a ser mejores, no eleva nuestro espíritu ni nos anima a ser más humanos. 353

Por otra parte, se diría que hemos perdido capacidad para adentrarnos en nuestra propia conciencia, descubrir nuestro pecado y renovar nuestra vida. El tradicional «examen de conciencia», que nos ayudaba a hacer un poco de luz, ha quedado arrinconado como algo anticuado y sin utilidad alguna. No queremos inquietar nuestra tranquilidad. Preferimos seguir sin abrirnos a ninguna llamada, sin despertar responsabilidad alguna. Indiferentes a todo lo que pueda interpelar nuestra vida, empeñados en asegurar nuestra pequeña felicidad por los caminos egoístas de siempre. ¿Cómo despertar en nosotros la llamada al cambio? ¿Cómo sacudimos de encima la pereza? ¿Cómo recuperar el deseo de bondad, generosidad o entrega? Los creyentes deberíamos escuchar hoy más que nunca la llamada de Jesús a corregirnos y ayudarnos mutuamente a ser mejores. Jesús nos invita a actuar con paciencia y sin precipitación, acercándonos de manera personal y amistosa a quien está actuando de manera 354

equivocada. «Si tu hermano peca, repréndelo a solas, entre los dos. Si te hace caso, habrás salvado a tu hermano». Cuánto bien nos puede hacer a todos esa crítica amistosa y leal, esa observación oportuna, ese apoyo sincero en el momento en que nos habíamos desorientado. Toda persona es capaz de salir de su pecado y volver a la razón y a la bondad. Pero con frecuencia necesita encontrarse con alguien que lo ame de verdad, le invite a interrogarse y le contagie un deseo nuevo de verdad y generosidad. Quizá lo que más cambia a muchas personas no son las grandes ideas ni los pensamientos hermosos, sino el haberse encontrado con alguien que ha sabido acercarse a ellas amistosamente y les ha ayudado a renovarse.

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28 PERDONAR SETENTA VECES SIETE Se acercó Pedro a Jesús y le preguntó: -Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: -No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y les propuso esta Parábola: -Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo». El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo: 356

«Págame lo que me debes». El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré». Pero él se negó, y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: «¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano (Mateo 18,21-35). PERDONAR SIEMPRE A Mateo se le ve preocupado por corregir los conflictos, disputas y enfrentamientos que pueden surgir en la comunidad de los seguidores de Jesús. Probablemente está escribiendo su evangelio en unos momentos en que, como se dice en su evangelio, «la caridad de la mayoría se está enfriando» (Mateo 24,12). 357

Por eso concreta con mucho detalle cómo se ha de actuar para extirpar el mal del interior de la comunidad, respetando siempre a las personas, buscando antes que nada «la corrección a solas», acudiendo al diálogo con «testigos», haciendo intervenir a la «comunidad» o separándose de quien puede hacer daño a los seguidores de Jesús. Todo eso puede ser necesario, pero, ¿cómo ha de actuar en concreto la persona ofendida?, ¿Qué ha de hacer el discípulo de Jesús que desea seguir sus pasos y colaborar con él abriendo caminos al reino de Dios, el reino de la misericordia y la justicia para todos? Mateo no podía olvidar unas palabras de Jesús recogidas por un evangelio anterior al suyo. No eran fáciles de entender, pero reflejaban lo que había en el corazón de Jesús. Aunque hayan pasado veinte siglos, sus seguidores no hemos de rebajar su contenido. Pedro se acerca a Jesús. Como en otras ocasiones, lo hace representando al grupo de seguidores: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?, ¿hasta siete veces?». Su pregunta no es mezquina, sino enormemente generosa. Le ha 358

escuchado a Jesús sus parábolas sobre la misericordia de Dios. Conoce su capacidad de comprender, disculpar y perdonar. También él está dispuesto a perdonar «muchas veces», pero, ¿no hay un límite? La respuesta de Jesús es contundente: «No te digo siete veces, sino hasta setenta veces siete»: has de perdonar siempre, en todo momento, de manera incondicional. A lo largo de los siglos se ha querido rebajar de muchas maneras lo dicho por Jesús: «perdonar siempre, es perjudicial»; «da alicientes al ofensor»; «hay que exigirle primero arrepentimiento». Todo esto parece muy razonable, pero oculta y desfigura lo que pensaba y vivía Jesús. Hay que volver a él. En su Iglesia hacen falta hombres y mujeres que estén dispuestos a perdonar como él, introduciendo entre nosotros su gesto de perdón en toda su gratuidad y grandeza. Es lo que mejor hace brillar en la Iglesia el rostro de Cristo. ¿QUÉ SERÍA DE NOSOTROS SIN EL PERDÓN? Se la llama «parábola del siervo sin entrañas», porque trata de un hombre que, habiendo sido perdonado por el rey de una deuda 359

imposible de pagar, es incapaz de perdonar a su vez a un compañero que le debe una pequeña cantidad. El relato parece sencillo y claro. Sin embargo, los autores siguen discutiendo sobre su sentido original, pues, tal como la presenta Mateo, no encaja bien con la llamada de Jesús a «perdonar hasta setenta veces siete». La parábola, que había empezado de manera tan prometedora, con el perdón del rey, acaba trágicamente. Todo termina mal. El perdón del rey no logra introducir un comportamiento más compasivo entre sus subordinados. El siervo perdonado no sabe compadecerse de su compañero. Los demás siervos no se lo perdonan y piden al rey que haga justicia. El rey, indignado, retira su perdón y entrega al siervo a los verdugos. Por un momento parecía que podía haber comenzado una era nueva de comprensión y mutuo perdón. No es así. Al final, la compasión queda anulada por todos. Ni el siervo, ni sus compañeros, ni siquiera el rey escuchan la llamada del perdón. Éste ha hecho un gesto inicial, pero tampoco sabe perdonar «setenta veces siete». 360

¿Qué está sugiriendo Jesús? A veces pensamos ingenuamente que el mundo sería más humano si todo estuviera regido por el orden, la estricta justicia y el castigo a los que actúan mal. Pero, ¿no construiríamos así un mundo tenebroso? ¿Qué sería una sociedad donde quedara suprimido de raíz el perdón? ¿Qué sería de nosotros si Dios no supiera perdonar? La negación del perdón nos parece a veces la reacción más normal y hasta la más digna ante la ofensa, la humillación o la injusticia. No es eso, sin embargo, lo que humanizará al mundo. Una pareja sin mutua comprensión se destruye; una familia sin perdón es un infierno; una sociedad sin compasión es inhumana. La parábola de Jesús es una especie de «trampa». A todos nos parece que el siervo perdonado por el rey «debía» perdonar a su compañero. Es lo menos que se le puede exigir. Pero entonces, ¿no es el perdón lo menos que se puede esperar de quien vive del perdón y la misericordia de Dios? Nosotros hablamos del perdón como un gesto admirable y heroico. Para Jesús era lo más normal. 361

APOLOGÍA DEL PERDÓN Casi siempre que he escrito sobre el perdón he recibido cartas, por lo general anónimas, en que se me acusaba de olvidar el sufrimiento de las víctimas del terrorismo, de no entender la humillación de quien ha sido traicionado por su cónyuge, de no «tener los pies sobre el suelo» y cosas semejantes. No me resulta difícil comprender esta resistencia al perdón. ¿Cómo no voy a intuir la rabia, impotencia y dolor de quien ha sido víctima de la violencia, el desprecio o la traición? Pero, precisamente, el resentimiento y la agresividad que se advierten tras esas líneas me hacen ver con mayor claridad qué sería de un mundo en que se suprimiera el perdón. Hay un mecanismo de defensa bien conocido por los psicólogos. En virtud de un «mimetismo misterioso», quien ha sido víctima de una agresión tiende a su vez a imitar de alguna manera a su agresor. Se trata de una reacción casi instintiva que se desata en el inconsciente 362

individual o colectivo y puede incluso transmitirse de generación en generación. Si, en algún momento, no se produce una reacción de signo contrario, el mal tiende a perpetuarse. Cuando la víctima no quiere o no puede perdonar, queda en ella una «herida mal curada» que le hace daño, pues la encadena negativamente al pasado. De la misma manera, el resentimiento instalado en una sociedad hace más difícil la lucidez para buscar caminos de convivencia, y puede bloquear todo esfuerzo por encontrar solución a los conflictos. El deseo de revancha es, sin duda, la respuesta más instintiva ante la ofensa. La persona necesita defenderse de la herida recibida, pero, como advierte el conocido experto Jacques Pohier, quien pretenda curar su herida infligiendo sufrimiento al agresor, se equivoca. El sufrimiento no posee un poder mágico para curar de la humillación o la agresión recibidas. Puede producir una breve satisfacción, pero la persona necesita algo más para volver a vivir de forma sana. Lo decía hace 363

mucho tiempo Henri Lacordaire: «¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona». A veces se olvida que el proceso del perdón a quien más bien hace es al ofendido, pues lo libera del mal, hace crecer su dignidad y nobleza, le da fuerzas para recrear su vida, le permite iniciar nuevos proyectos. Cuando Jesús invita a perdonar «hasta setenta veces siete», está invitando a seguir el camino más sano y eficaz para erradicar de nuestra vida el mal. Sus palabras adquieren una hondura todavía mayor para quien cree en Dios como fuente última de perdón: «Perdonad y seréis perdonados». Importancia social del perdón No es fácil escuchar la llamada de Jesús al perdón ni sacar todas las implicaciones que puede tener el aceptar que un hombre es más humano cuando perdona que cuando se venga. Sin duda hay que entender bien el pensamiento de Jesús. Perdonar no significa ignorar las injusticias cometidas, ni aceptarlas de manera pasiva o indiferente. Al contrario, si uno perdona es precisamente para 364

destruir, de alguna manera, la espiral del mal, y para ayudar al otro a rehabilitarse y actuar de manera diferente en el futuro. En la dinámica del perdón hay un esfuerzo por superar el mal con el bien. El perdón es un gesto que cambia cualitativamente las relaciones entre las personas y busca plantearse la convivencia futura de manera nueva. Por eso el perdón no ha de ser solo una exigencia individual, sino que debería tener una traducción social. La sociedad no debe dejar abandonado a ningún hombre, ni siquiera al culpable. Toda persona tiene derecho a ser amada. No podemos aceptar que la represión penal solo «devuelva mal por mal» al encarcelado, hundiéndolo en su delito, degradando su existencia e impidiendo su verdadera rehabilitación. El gran jurista G. Radbruch entiende que el castigo como imposición del mal por el mal ha de ir desapareciendo para convertirse, en lo posible, en «estímulo para saldar el mal con el bien, único modo en que puede ejercerse en la tierra una justicia que no empeora a esta, sino que la transforma en un mundo mejor». 365

No existe justificación alguna para actuar de manera vejatoria o injusta con ningún encarcelado, sea delincuente común o político. Nunca avanzaremos hacia una sociedad más humana si no abandonamos posturas de represalia, odio y venganza. Por eso es también una equivocación incitar a la gente a la revancha. El grito de «el pueblo no perdonará» es, por desgracia, comprensible, pero no es el camino acertado para enseñarle a construir un futuro más humano. El rechazo del perdón es un grito que, como creyentes, no podemos suscribir nunca, porque, en definitiva, es un rechazo de la fraternidad querida por Aquel que nos perdona a todos. PERDONAR NOS HACE BIEN Las grandes escuelas de psicoterapia apenas han estudiado la fuerza curadora del perdón. Hasta hace muy poco, los psicólogos no le concedían un papel en el crecimiento de una personalidad sana. Se pensaba erróneamente -y se sigue pensando- que el perdón es una actitud puramente religiosa. 366

Por otra parte, el mensaje del cristianismo se ha reducido con frecuencia a exhortar a las gentes a perdonar con generosidad, fundamentando ese comportamiento en el perdón que Dios nos concede, pero sin enseñar mucho más sobre los caminos que hay que recorrer para llegar a perdonar de corazón. No es, pues, extraño que haya personas que lo ignoren casi todo sobre el proceso del perdón. Sin embargo, el perdón es necesario para convivir de manera sana: en la familia, donde los roces de la vida diaria pueden generar frecuentes tensiones y conflictos; en la amistad y el amor, donde hay que saber actuar ante humillaciones, engaños e infidelidades posibles; en múltiples situaciones de la vida, en las que hemos de reaccionar ante agresiones, injusticias y abusos. Quien no sabe perdonar puede quedar herido para siempre. Hay algo que es necesario aclarar desde el comienzo. Muchos se creen incapaces de perdonar porque confunden la cólera con la venganza. La cólera es una reacción sana de irritación ante la ofensa, la agresión o la injusticia sufrida: el individuo se rebela de manera casi 367

instintiva para defender su vida y su dignidad. Por el contrario, el odio, el resentimiento y la venganza van más allá de esta primera reacción; la persona vengativa busca hacer daño, humillar y hasta destruir a quien le ha hecho mal. Perdonar no quiere decir necesariamente reprimir la cólera. Al contrario, reprimir estos primeros sentimientos puede ser dañoso si la persona acumula en su interior una ira que más tarde se desviará hacia otras personas inocentes o hacia ella misma. Es más sano reconocer y aceptar la cólera, compartiendo tal vez con alguien la rabia y la indignación. Luego será más fácil serenarse y tomar la decisión de no seguir alimentando el resentimiento ni las fantasías de venganza, para no hacernos más daño. La fe en un Dios perdonador es entonces para el creyente un estímulo y una fuerza inestimables. A quien vive del amor incondicional de Dios le resulta más fácil perdonar.

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29 DIOS ES BUENO CON TODOS Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: -El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: «Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido». Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros parados y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar. Le respondieron: «Nadie nos ha contratado». Él les dijo: «Id también vosotros a mi viña». Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: «Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros». Vinieron los del atardecer, y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero 369

ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: «Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno». Él replicó a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?». Así, los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos (Mateo 20,1-16). BONDAD ESCANDALOSA DE DIOS Probablemente era otoño y en los pueblos de Galilea se vivía intensamente la vendimia. Jesús veía en las plazas a quienes no tenían tierras propias, esperando a ser contratados para ganarse el sustento del día. ¿Cómo ayudar a esta pobre gente a intuir la bondad misteriosa de Dios hacia todos? 370

Jesús les contó una parábola sorprendente. Les habló de un señor que contrató a todos los jornaleros que pudo. Él mismo fue a la plaza del pueblo una y otra vez, a horas diferentes. Al final de la jornada, aunque el trabajo había sido absolutamente desigual, a todos les dio un denario: lo que su familia necesitaba para vivir. El primer grupo protesta. No se quejan de recibir más o menos dinero. Lo que les ofende es que el señor «ha tratado a los últimos igual que a nosotros». La respuesta del señor al que hace de portavoz es admirable: «¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?». La parábola es tan revolucionaria que seguramente después de veinte siglos no nos atrevemos todavía a tomarla en serio. ¿Será verdad que Dios es bueno incluso con aquellos que apenas pueden presentarse ante él con méritos y obras? ¿Será verdad que en su corazón de Padre no hay privilegios basados en el trabajo más o menos meritorio de quienes han trabajado en su viña? Todos nuestros esquemas se tambalean cuando hace su aparición el amor libre e insondable de Dios. Por eso nos resulta escandaloso que 371

Jesús parezca olvidarse de los «piadosos», cargados de méritos, y se acerque precisamente a los que no tienen derecho a recompensa alguna por parte de Dios: pecadores que no observan la Alianza o prostitutas que no tienen acceso al templo. Nosotros nos encerramos a veces en nuestros cálculos, sin dejarle a Dios ser bueno con todos. No toleramos su bondad infinita hacia todos: hay personas que no se lo merecen. Nos parece que Dios tendría que dar a cada uno su merecido, y solo su merecido. Menos mal que Dios no es como nosotros. Desde su corazón de Padre, él sabe regalar también su amor salvador a esas personas a las que nosotros no sabemos amar. DIOS ES BUENO CON TODOS Sin duda es una de las parábolas más sorprendentes y provocativas de Jesús. Se solía llamar «parábola de los obreros de la viña». Sin embargo, el protagonista es el dueño de la viña. Algunos investigadores la llaman hoy «parábola del patrono que quería trabajo y pan para todos». 372

Este hombre sale personalmente a la plaza para contratar a diversos grupos de trabajadores. A los primeros a las seis de la mañana, a otros a las nueve, más tarde a las doce del mediodía y a las tres de la tarde. A los últimos los contrata a las cinco, cuando solo falta una hora para terminar la jornada. Su conducta es extraña. No parece urgido por la vendimia. Lo que quiere es que aquella gente no se quede sin trabajo. Por eso sale incluso a última hora para dar trabajo a los que nadie ha llamado. Y por eso, al final de la jornada, les da a todos el denario que necesitan para cenar esa noche, incluso a los que no lo han ganado. Cuando los primeros protestan, esta es su respuesta: « ¿Vais a tener envidia porque soy bueno?». ¿Qué está sugiriendo Jesús? ¿Es que Dios no actúa con los criterios de justicia e igualdad que nosotros manejamos? ¿Será verdad que, más que estar midiendo los méritos de las personas, Dios busca responder a nuestras necesidades? 373

No es fácil creer en esa bondad insondable de Dios de la que habla Jesús. A más de uno le puede escandalizar que Dios sea bueno con todos, lo merezcan o no, sean creyentes o agnósticos, invoquen su nombre o vivan de espaldas a él. Pero Dios es así. Y lo mejor es dejarle a Dios ser Dios, sin empequeñecerlo con nuestras ideas y esquemas. La imagen que no pocos cristianos se hacen de Dios es un «conglomerado» de elementos heterogéneos y hasta contradictorios. Algunos aspectos vienen de Jesús, otros del Dios justiciero del Antiguo Testamento, otros de sus propios miedos y fantasmas. Entonces, la bondad de Dios con todas sus criaturas queda como perdida o distorsionada. Una de las tareas más importantes en una comunidad cristiana será siempre ahondar cada vez más en la experiencia de Dios vivida por Jesús. Solo los testigos de ese Dios pondrán una esperanza diferente en el mundo.

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CONFIAR EN LA BONDAD DE DIOS Cada vez estoy más convencido de que muchos de los que se dicen ateos son hombres y mujeres que, cuando rechazan a Dios, están rechazando en realidad un «ídolo mental» que se fabricaron cuando eran niños. La idea de Dios que llevan en su interior y con la que han vivido durante algunos años se les ha quedado pequeña. Llegado un momento, ese Dios les ha resultado un ser tan extraño, incómodo y molesto que han prescindido de él. No me cuesta nada comprender a estas personas. Dialogando con alguna de ellas he recordado más de una vez aquellas certeras palabras del patriarca Máximos IV durante el Concilio: «Yo tampoco creo en el dios en que los ateos no creen». En realidad, el dios que algunos han suprimido de sus vidas es una caricatura que se han formado falsamente de él. Si han vaciado su alma de ese «dios falso», ¿no será para dejar sitio algún día al Dios verdadero? Pero, ¿cómo puede hoy una persona encontrarse con Dios? Si se acerca a los que nos decimos creyentes, es fácil que nos encuentre 375

rezando, no al Dios verdadero, sino a un pequeño ídolo sobre el que proyectamos nuestros intereses, miedos y obsesiones. Un Dios del que pretendemos apropiarnos y al que intentamos utilizar para nuestro provecho, olvidando su inmensa e incomprensible bondad con todos. Jesús rompe todos nuestros esquemas cuando nos presenta en la parábola del «señor de la viña» a ese Dios que «da a todos su denario», lo merezcan o no, y dice así a los que protestan: «¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?», Lo que hemos de hacer es olvidarnos de nuestros esquemas, hacer silencio en nuestro interior, escuchar hasta el fondo la vida que palpita en nosotros... y esperar, confiar, dejar abierto nuestro ser. Dios no se oculta indefinidamente a quien lo busca con sincero corazón. DIOS NO ES COMO NOSOTROS PENSAMOS En los últimos años de su vida, el gran teólogo alemán Karl Rahner utilizaba con frecuencia una expresión un tanto rebuscada para designar a Dios. En vez de nombrarlo directamente prefería hablar de «el Misterio que de ordinario llamamos Dios». De esta manera intentaba 376

hacer notar que «no debemos poner bajo el nombre de Dios cualquier cosa: un anciano de barbas, un moralista tirano que vigila nuestra vida o algo semejante». Decimos con razón que Dios es «misterio insondable», pero hemos de confesar que muchas veces los creyentes, y sobre todo los eclesiásticos, hablamos de él como si lo hubiéramos visto y conociéramos perfectamente su modo de ver las cosas, de sentir y de actuar. Lo peor es que, al encerrado en nuestras visiones estrechas y ajustado a nuestros esquemas, terminamos casi siempre por empequeñecerlo. El resultado es, con frecuencia, un Dios tan poco humano como nosotros, y a veces menos humano. Son bastantes, por ejemplo, los que solo creen en un Dios cuyo quehacer esencial consiste en anotar los pecados y méritos de los humanos para retribuir exactamente a cada uno según sus obras. ¿Podemos imaginar un ser más inhumano que alguien dedicado a esto durante toda su existencia? 377

Este Dios no tiene corazón. Es tan pequeño y peligroso como nosotros. Lo más seguro sería «estar en regla» con él, cumplir escrupulosamente los deberes religiosos y acumular méritos para aseguramos la salvación eterna. La parábola del «dueño de la viña» introduce una verdadera revolución en la manera de concebir a Dios. Según Jesús, la bondad de Dios es insondable y no se ajusta a los cálculos que nosotros podamos hacer. Dios no hará injusticia a nadie. Pero, lo mismo que el señor de la viña hace con su dinero lo que quiere, sin que nadie tenga derecho a protestar envidiosamente, así también Dios puede regalar su vida, incluso a los que no se la han ganado según nuestros cálculos. Hemos de aprender una y otra vez a no confundir a Dios con nuestros esquemas religiosos y morales. Hemos de dejar a Dios ser más grande que nosotros. Hemos de dejarle sencillamente ser Dios.

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Tenemos el riesgo de creer que somos cristianos sin haber asumido todavía ese mensaje que Jesús nos ofrece, de un Dios cuya bondad infinita llega misteriosamente hasta todos sus hijos e hijas. Probablemente, más de un cristiano se escandalizaría todavía hoy al oír hablar de un Dios a quien no obliga el derecho canónico, que puede regalar su gracia sin pasar por ninguno de los siete sacramentos y salvar, incluso fuera de la Iglesia, a hombres y mujeres que nosotros consideramos perdidos. DEJARLE A DIOS SER DIOS A veces se habla mucho de la importancia de creer o no creer en Dios. Pero se olvida que lo importante es saber en qué Dios cree cada uno. No es lo mismo creer en un Dios inmensamente bueno con todos, que «hace salir su sol sobre buenos y malos», o creer en un Dios del orden y de la ley, con el que hay que hacer toda clase de cálculos para saber a qué atenerse. Creer en un Dios Amigo incondicional puede ser la experiencia más liberadora y gozosa que se puede imaginar, la fuerza más vigorosa para 379

vivir y morir. Creer en un Dios justiciero y amenazador puede convertirse, por el contrario, en la neurosis más peligrosa y destructora del ser humano. La imagen de Dios que nos ha llegado hasta nosotros está inevitablemente amalgamada de ideas y concepciones de otras épocas, a veces con aciertos luminosos, otras con ambigüedades peligrosas. ¿Cómo ir liberando nuestra representación de Dios de falsas adherencias que se han podido ir acumulando en el fondo de nuestra conciencia? Lo primero es dejarle a Dios ser Dios. No empequeñecerlo, encerrándolo en nuestros esquemas o reduciéndolo a nuestros cálculos. Dejar que sea más grande y más humano que lo más grande y humano que hay en nosotros. No representamos a Dios a partir de nuestra mediocridad y nuestros resentimientos; buscar más bien su verdadero rostro siguiendo a Jesús, aunque a veces esa imagen de Dios nos sorprenda y hasta «escandalice».

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Nunca olvidaré el impacto que me produjo, hace ya muchos años, descubrir que no fue el rigor o la radicalidad de Jesús lo que provocó irritación y rechazo, sino su anuncio de un Dios «escandalosamente bueno». La parábola del «dueño de la viña» es particularmente significativa. Su contenido es tan revolucionario que todavía no nos atrevemos a asumirlo. Y, sin embargo, el mensaje de Jesús es claro: lo mismo que «el señor de la viña» da a todos sus obreros su «denario», lo merezcan o no, sencillamente porque su corazón es grande, así, Dios no hará injusticia a nadie, pero puede ofrecer su salvación incluso a los que, según nuestros cálculos, no se la han ganado. Dios es bueno con todos, lo merezcan o no, sean creyentes o sean ateos. Su bondad misteriosa desborda todos nuestros cálculos y está más allá de la fe de los creyentes y del ateísmo de los incrédulos. Ante este Dios, lo único que cabe es el gozo agradecido y la confianza absoluta en su bondad. 381

30 LAS PROSTITUTAS LES LLEVAN LA DELANTERA Dijo Jesús a los sumos sacerdotes ya los ancianos del pueblo: -¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar a la viña». Él le contestó: «No quiero». Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: «Voy, señor». Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: -El primero. Jesús les dijo: -Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creisteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y aun después de ver esto vosotros no se arrepentisteis ni le creísteis (Mateo 21,2832). 382

OS LLEVAN LA DELANTERA La parábola es tan simple que parece poco digna de un gran profeta como Jesús. Sin embargo, no está dirigida al grupo de niños que corretea a su alrededor, sino a «los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo», que lo acosan cuando se acerca al templo. Según el relato, un padre pide a dos de sus hijos que vayan a trabajar a su viña. El primero le responde bruscamente: «No quiero», pero no se olvida de la llamada del padre y termina trabajando en la viña. El segundo reacciona con una disponibilidad admirable: «Por supuesto que voy, señor», pero todo se queda en palabras. Nadie lo verá trabajando en la viña. El mensaje de la parábola es claro. También los dirigentes religiosos que escuchan a Jesús están de acuerdo. Ante Dios, lo importante no es «hablar», sino «hacer». Para cumplir la voluntad del Padre del cielo, lo decisivo no son las palabras, promesas y rezos, sino los hechos y la vida cotidiana. 383

Lo sorprendente es la aplicación de Jesús. Sus palabras no pueden ser más duras. Solo las recoge el evangelista Mateo, pero no hay duda de que provienen de Jesús. Solo él tenía esa libertad frente a los dirigentes religiosos: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios». Jesús está hablando desde su propia experiencia. Los dirigentes religiosos han dicho «sí» a Dios. Son los primeros en hablar de él, de su ley y de su templo. Pero, cuando Jesús los llama a «buscar el reino de Dios y su justicia», se cierran a su mensaje y no entran por ese camino. Dicen «no» a Dios con su resistencia a Jesús. Los recaudadores y prostitutas han dicho «no» a Dios. Viven fuera de la ley, están excluidos del templo. Sin embargo, cuando Jesús les ofrece la amistad de Dios, escuchan su llamada y dan pasos hacia la conversión. Para Jesús no hay duda: el publicano Zaqueo, la prostituta que ha regado con lágrimas sus pies y tantos otros... van por delante en «el camino del reino de Dios». 384

En este camino van por delante no quienes hacen solemnes profesiones de fe, sino los que se abren a Jesús dando pasos concretos de conversión al proyecto del Padre. LAS COSAS NO SON SIEMPRE LO QUE PARECEN La parábola es una de las más claras y simples. Un padre se acerca a sus dos hijos para pedirles que vayan a trabajar a la viña. El primero le responde con una negativa rotunda: «No quiero». Luego lo piensa mejor y va a trabajar. El segundo reacciona con una docilidad ostentosa: «Por supuesto que voy, señor». Sin embargo, todo se queda en palabras, pues no va a la viña. También el mensaje de la parábola es claro y fuera de toda discusión. Ante Dios, lo importante no es «hablar» sino hacer; lo decisivo no es prometer o confesar, sino cumplir su voluntad. Las palabras de Jesús no tienen nada de original. Lo original es la aplicación que, según el evangelista Mateo, lanza Jesús a los dirigentes religiosos de aquella sociedad: «Os aseguro: los 385

publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios». ¿Será verdad lo que dice Jesús? Los escribas hablan constantemente de la ley: el nombre de Dios está siempre en sus labios. Los sacerdotes del templo alaban a Dios sin descanso; su boca está llena de salmos. Nadie dudaría de que están haciendo la voluntad del Padre. Pero las cosas no son siempre como parecen. Los recaudadores y las prostitutas no hablan a nadie de Dios. Hace tiempo que han olvidado su ley. Sin embargo, según Jesús, van por delante de los sumos sacerdotes y escribas en el camino del reino de Dios. ¿Qué podía ver Jesús en aquellos hombres y mujeres despreciados por todos? Tal vez su humillación. Quizá un corazón más abierto a Dios y más necesitado de su perdón. Acaso una comprensión y una cercanía mayor a los últimos de la sociedad. Tal vez menos orgullo y prepotencia que la de los escribas y sumos sacerdotes. Los cristianos hemos llenado de palabras muy hermosas nuestra historia de veinte siglos. Hemos construido sistemas impresionantes 386

que recogen la doctrina cristiana con profundos conceptos. Sin embargo, hoy y siempre, la verdadera voluntad del Padre la hacen aquellos que traducen en hechos el evangelio de Jesús y aquellos que se abren con sencillez y confianza a su perdón. PARA JESÚS, LOS ÚLTIMOS SON LOS PRIMEROS Jesús conoció una sociedad dividida por barreras de separación y atravesada por complejas discriminaciones. En ella encontramos judíos que pueden entrar en el templo y paganos excluidos del culto; personas «puras» con las que se puede tratar y personas «impuras» a las que hay que evitar; «prójimos» a los que se debe amar y «no prójimos» a los que se puede abandonar; hombres «piadosos» observantes de la ley y «gentes malditas» que ni conocen ni cumplen lo prescrito; personas «sanas» bendecidas por Dios y «enfermos» malditos que no tienen acceso al templo; personas «justas» y hombres y mujeres «pecadores». La actuación de Jesús en esta sociedad resulta tan sorprendente que todavía hoy nos resistimos a aceptarla. No adopta la postura de los grupos fariseos, que evitan todo contacto con impuros y pecadores. No 387

sigue la actitud elitista de Qumrán, donde se redactan listas precisas de los que quedan excluidos de la comunidad. Jesús se acerca precisamente a los más discriminados. Se sienta a comer con publicanos. Se deja besar los pies por una pecadora. Toca con su mano a los leprosos. Busca salvar «lo que está perdido». La gente lo llama «amigo de pecadores». Con insistencia provocativa va repitiendo que «los últimos serán los primeros», y que los publicanos y las prostitutas van por delante de los escribas y sacerdotes en el camino del reino de Dios. ¿Quién sospecha hoy realmente que los alcohólicos, vagabundos, pordioseros y todos los que forman el desecho de la sociedad pueden ser ante Dios los primeros? ¿Quién se atreve a pensar que las prostitutas, los heroinómanos o los afectados por el sida pueden preceder a no pocos eclesiásticos de vida intachable? Sin embargo, aunque ya casi nadie se lo diga, ustedes, los indeseables y anatematizados, tienen que saber que el Dios revelado en Jesucristo sigue siendo realmente su amigo. Ustedes pueden 388

«entender» y acoger el perdón de Dios mejor que muchos cristianos que no sienten necesidad de arrepentirse de nada. Cuando nosotros los evitamos, Dios se les acerca. Cuando nosotros los humillamos, él los defiende. Cuándo los despreciamos, los acoge. En lo más oscuro de su noche no están solos. En lo más profundo de su humillación no están abandonados. No hay sitio para ustedes en nuestra sociedad ni en nuestro corazón. Por eso precisamente tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios. CRÍTICA A LOS PROFESIONALES DE LA RELIGIÓN La parábola de Jesús es breve y clara. Un padre envía a sus hijos a trabajar en su viña. El primero le responde: «No quiero», pero después se arrepiente y va. El segundo le dice: «Ya voy», pero luego no marcha a trabajar. Jesús pregunta: ¿quién de los dos hizo la voluntad del padre? La parábola, dirigida por Jesús a los sacerdotes y dirigentes religiosos de Israel, es una fuerte crítica a los «profesionales» de la religión, que tienen continuamente en sus labios el nombre de Dios, pero, 389

acostumbrados a la religión, terminan haciéndose insensibles a la verdadera voluntad del Padre del cielo. Según Jesús, lo único que Dios quiere es que sus hijos e hijas vivan desde ahora una vida digna y dichosa. Ese es siempre el criterio para actuar según su voluntad. Si alguien ayuda a las personas a vivir, si trata a todos con respeto y comprensión, si contagia confianza y contribuye a una vida más humana, está «haciendo» lo que desea el Padre. Jesús advierte muchas veces a los escribas, sacerdotes y dirigentes religiosos de uno de los peligros que amenazan a los «profesionales» de la religión: hablan mucho de Dios, creen saberlo todo de él, predican en su nombre la ley, el orden y la moral. Pueden ser celosos y diligentes, pero pueden terminar haciendo la vida de las personas más dura y penosa de lo que ya es. No es mala voluntad, pero hay un modo de entender lo religioso que no contribuye a una vida más plena y digna. Hay personas muy «religiosas» que acusan, amenazan y hasta condenan en nombre de 390

Dios, sin despertar nunca en el corazón de nadie el deseo de una vida más elevada. En esa forma de entender la religión, todo parece estar en orden, todo es perfecto, todo se ajusta a la ley, pero al mismo tiempo, todo es frío y rígido, nada invita a la vida. Al terminar la parábola, Jesús añade estas palabras terribles: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios». Los que aparentemente tienen poco que ver con Dios están con frecuencia más cerca de él que los teólogos y sacerdotes, pues entienden y acogen mejor la comprensión y la bondad de Dios con todos. EL RIESGO DE INSTALARNOS EN LA RELIGIÓN Son bastantes los cristianos que terminan por instalarse cómodamente en su fe, sin que su vida apenas se vea afectada. Se diría que su fe es un añadido, no algo nuclear que anima su vivir diario. Cuántas veces la vida de los cristianos queda como cortada en dos. Actúan, se organizan y viven como todos los demás a lo largo de los 391

días, y el domingo dedican un cierto tiempo a dar culto a un Dios que está ausente de sus vidas el resto de la semana. Cristianos que se desdoblan y cambian de personalidad, según se arrodillen para orar a Dios o se entreguen a sus ocupaciones diarias. Dios no penetra en su vida familiar, en su trabajo, en sus relaciones sociales, en sus proyectos o intereses. La fe queda convertida así en una costumbre, un reflejo, una «relajación semanal», como diría Jean Onimus, y, en cualquier caso, en una prudente medida de seguridad para ese futuro que tal vez exista después de la muerte. Todos hemos de preguntarnos con sinceridad qué significa realmente Dios en nuestro diario vivir. Lo que se opone a la verdadera fe no es muchas veces la increencia, sino la falta de coherencia. ¿Qué importa el credo que pronuncian nuestros labios, si falta luego en nuestra vida un mínimo esfuerzo de seguimiento sincero a Jesús? ¿Qué importa -nos dice Jesús en su parábola- que un hijo diga a su padre que va a trabajar en la viña si luego en realidad no lo hace? Las palabras, por muy hermosas que sean, no dejan de ser palabras. 392

¿No hemos reducido con frecuencia nuestra fe a palabras, ideas o sentimientos? ¿No hemos olvidado demasiado que la fe verdadera da un significado nuevo y una orientación diferente a todo el comportamiento de la persona? Los cristianos no deberíamos ignorar que, en realidad, no creemos lo que decimos con los labios, sino lo que expresamos con nuestra vida entera.

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31 EL RIESGO DE DEFRAUDAR A DIOS Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: -Escuchad otra parábola: había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió a sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro le apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo diciéndose: «Tendrán respeto a mi hijo». Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: «Este es el heredero; venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia». Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le contestaron: 394

-Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a sus tiempos. Y Jesús les dice: -¿No habéis leído nunca vosotros en la Escritura: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente»? Por eso les digo que se os quitará a vosotros el reino de los cielos y se lo dará a un pueblo que produzca sus frutos (Mateo 21,33-43). EL RIESGO DE DEFRAUDAR A DIOS La parábola de los «viñadores homicidas» es tan dura que a los cristianos nos cuesta pensar que esta advertencia profética, dirigida por Jesús a los dirigentes religiosos de su tiempo, tenga algo que ver con nosotros. El relato habla de unos labradores encargados por un señor para trabajar su viña. Llegado el tiempo de la vendimia sucede algo 395

sorprendente e inesperado. Los labradores se niegan a entregar la cosecha. El señor no recogerá los frutos que tanto espera. Su osadía es increíble. Uno tras otro van matando a los criados que el señor les envía para recoger los frutos. Más aún. Cuando les envía a su propio hijo, lo echan «fuera de la viña» y lo matan para quedarse como únicos dueños de todo. ¿Qué puede hacer el señor de la viña con esos labradores? Los dirigentes religiosos, que escuchan nerviosos la parábola, sacan una conclusión terrible: los hará morir y traspasará la viña a otros labradores «que le entreguen los frutos a su tiempo». Ellos mismos se están condenando. Jesús se lo dice a la cara: «Por eso les digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos». En la «viña de Dios» no hay sitio para quienes no aportan frutos. En el proyecto del reino de Dios que Jesús anuncia y promueve no pueden seguir ocupando un lugar «labradores» indignos que no reconozcan el señorío de su Hijo, porque se sienten propietarios, señores y amos del 396

pueblo de Dios. Han de ser sustituidos por «un pueblo que produzca frutos». A veces pensamos que esta parábola tan amenazadora vale para el pueblo del Antiguo Testamento, pero no para nosotros, que somos el pueblo de la Nueva Alianza y tenemos ya la garantía de que Cristo estará siempre con nosotros. Es un error. La parábola está hablando también de nosotros. Dios no tiene por qué bendecir un cristianismo estéril del que no recibe los frutos que espera. No tiene por qué identificarse con nuestras incoherencias, desviaciones y poca fidelidad. También ahora Dios quiere que los trabajadores indignos de su viña sean sustituidos por un pueblo que produzca frutos dignos del reino de Dios. DURA CRÍTICA A LOS DIRIGENTES RELIGIOSOS La parábola de los «viñadores homicidas» es, sin duda, la más dura que Jesús pronunció contra los dirigentes religiosos de su pueblo. No es fácil remontarse hasta el relato original, pero, probablemente, no era muy diferente del que podemos leer hoy en la tradición evangélica. 397

Los protagonistas de mayor relieve son, sin duda, los labradores encargados de trabajar la viña. Su actuación es siniestra. No se parecen en absoluto al dueño que cuida la viña con solicitud y amor para que no carezca de nada. No aceptan al señor al que pertenece la viña. Quieren ser ellos los únicos dueños. Uno tras otro van eliminando a los siervos que él les envía con paciencia increíble. No respetan ni a su hijo. Cuando llega, lo «echan fuera de la viña» y lo matan. Su única obsesión es «quedarse con la herencia», ¿Qué puede hacer el dueño? Terminar con estos viñadores y entregar su viña a otros «que le entreguen los frutos». La conclusión de Jesús es trágica: «Yo les aseguro que a ustedes se les quitará el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos». A partir de la destrucción de Jerusalén el año 70, la parábola fue leída como una confirmación de que la Iglesia había tomado el relevo de Israel, pero nunca fue interpretada como si en el «nuevo Israel» estuviera garantizada la fidelidad al dueño de la viña. 398

El reino de Dios no es de la Iglesia. No pertenece a la jerarquía. No es propiedad de estos teólogos o de aquellos. Su único dueño es el Padre. Nadie se ha de sentir propietario de su verdad ni de su espíritu. El reino de Dios está en «el pueblo que produce sus frutos» de justicia, compasión y defensa de los últimos. La mayor tragedia que puede sucederle al cristianismo de hoy y de siempre es que mate la voz de los profetas, que los sumos sacerdotes se sientan dueños de la «viña del Señor» y que, entre todos, echemos al Hijo «fuera», ahogando su Espíritu. Si la Iglesia no responde a las esperanzas que ha puesto en ella su Señor, Dios abrirá nuevos caminos de salvación en pueblos que produzcan frutos. EL PELIGRO DE AHOGAR LA VOZ DE LOS PROFETAS Cuando el año 70 las tropas romanas destruyeron Jerusalén y el pueblo judío desapareció como nación, los cristianos hicieron una lectura terrible de este trágico hecho. Israel, aquel pueblo tan querido por Dios, no ha sabido responder a sus llamadas. Sus dirigentes religiosos han ido matando a los profetas enviados por él; han crucificado, por último, a 399

su propio Hijo. Ahora, Dios los abandona y permite su destrucción: Israel será sustituido por la Iglesia cristiana. Así leían los primeros cristianos la parábola de los «viñadores homicidas», dirigida por Jesús a los sumos sacerdotes de Israel. Los labradores encargados de cuidar la «viña del Señor» van matando uno tras otro a los criados que él les envía para recoger los frutos. Por último matan también al hijo del propietario, con la intención de suprimir al heredero y quedarse con la viña. El señor no puede hacer otra cosa que darles muerte y entregar su viña a otros labradores más fieles. Esta parábola no fue recogida por los evangelistas para alimentar el orgullo de la Iglesia, nuevo Israel, frente al pueblo judío, derrotado por Roma y dispersado por todo el mundo. La preocupación era otra: ¿le puede suceder a la Iglesia cristiana lo mismo que le sucedió al antiguo Israel? ¿Puede defraudar las expectativas de Dios? Y si la Iglesia no produce los frutos que él espera, ¿qué caminos seguirá Dios para llevar a cabo sus planes de salvación? 400

El peligro siempre es el mismo. Israel se sentía seguro: tenían las Escrituras Sagradas; poseían el templo; se celebraba escrupulosamente el culto; se predicaba la Ley; se defendían las instituciones. No parecía necesario nada nuevo. Bastaba conservarlo todo en orden. Es lo más peligroso que le puede suceder a una religión: que se ahogue la voz de los profetas y que los sacerdotes, sintiéndose los dueños de la «viña del señor», quieran administrarla como propiedad suya. Es también nuestro peligro. Pensar que la fidelidad de la Iglesia está garantizada por pertenecer a la Nueva Alianza. Sentirnos seguros por tener a Cristo en propiedad. Sin embargo, Dios no es propiedad de nadie. Su viña le pertenece solo a él. Y si la Iglesia no produce los frutos que él espera, Dios seguirá abriendo nuevos caminos de salvación. ¿ACASO MATAR A DIOS NO ES MATAR AL HOMBRE? Es difícil no estremecerse ante los gritos del loco en La gaya ciencia de F. Nietzsche: «¿Dónde está Dios? Yo se lo voy a decir. ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! Pero, ¿cómo hemos podido hacer eso? ¿Qué hemos hecho al cortar la 401

cadena que unía esta tierra al sol? ¿Hacia dónde se dirige ahora? ¿A dónde nos dirigimos nosotros?». Según F. Nietzsche, el mayor acontecimiento de los tiempos modernos es que «Dios ha muerto». Dios no existe. No ha existido nunca. En cualquier caso, los hombres estamos solos para construir nuestro futuro. Esta es la convicción profunda que se encierra en muchos proyectos de liberación que se le ofrecen al hombre moderno, sean de carácter cientifista, de inspiración marxiana o de origen freudiano. Se dice que las religiones representan hoy una respuesta arcaica, ineficaz o insuficiente para liberar al hombre. Una respuesta ligada a una fase todavía infantil e inmadura de la historia humana. Ha llegado el momento de emancipamos de toda tutela religiosa. Dios es un obstáculo para la autonomía y el crecimiento del ser humano. Hay que matar a Dios para que nazca el verdadero hombre. Es, una vez más, la actitud de los viñadores de la parábola: «Venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia». 402

La historia reciente de estos años comienza a descubrirnos que no le es tan fácil al hombre recoger la herencia de «un Dios muerto». Después de la declaración solemne de la muerte de Dios, son bastantes los que comienzan a entrever la muerte del hombre. Bastantes los que se preguntan, como André Malraux, si el «verdugo de Dios» podrá sobrevivir a su víctima. Las revoluciones socialistas no han podido lograr la libertad a la que el hombre aspira desde lo más hondo de su ser. La libre expansión de los impulsos instintivos, predicada por Sigmund Freud, lejos de hacer surgir un hombre más sano y maduro, parece originar nuevas neurosis, frustraciones y una incapacidad profunda para el amor de comunión. «El desarrollo científico, privado de dirección y de sentido, está convirtiendo el mundo en una inmensa fábrica» (Herbert Marcuse), y va produciendo no solo máquinas que se asemejan a hombres, sino «hombres que se asemejan cada vez más a máquinas» (Ignazio Silone). Este hombre, frustrado en sus necesidades más auténticas, víctima de la «neurosis más radical», que es la falta de sentido para su 403

existencia, atemorizado ante la posibilidad ya real de una autodestrucción total, ¿no está necesitado más que nunca de Dios? Pero, ¿encontrará entre los creyentes a ese Dios capaz de hacer al hombre más responsable, más libre y más humano? LOS FRUTOS DE LA SOCIEDAD ACTUAL No es una visión simplista la de aquellos que consideran «la propiedad privada, el lucro y el poder» como los pilares en los que se basa la sociedad industrial occidental. Si analizamos las constantes que estructuran nuestra conducta social, veremos que hunden sus raíces casi siempre en el deseo ilimitado de adquirir; lucrar y dominar. Los frutos amargos de esta conducta son evidentes en nuestros días. El afán de poseer va configurando poco a poco un estilo de hombre insolidario, preocupado casi exclusivamente de sus bienes, indiferente al bien común de la sociedad. No olvidemos que si a la propiedad se la llama «privada» es precisamente porque se considera al propietario con poder para privar a los demás de su uso o disfrute. El resultado es una sociedad estructurada en función de los intereses de los más 404

poderosos, y no al servicio de los más necesitados y más «privados» de bienestar. Por otra parte, el deseo ilimitado de adquirir, conservar y aumentar los propios bienes va creando un ser humano que lucha egoístamente por lo suyo y se organiza para defenderse de los demás. Va surgiendo así una sociedad que separa y enfrenta a los individuos empujándolos hacia la rivalidad y la competencia, y no hacia la solidaridad y el mutuo servicio. Por fin, el deseo de poder propicia una sociedad asentada en la agresividad y la violencia, donde, con frecuencia, solo cuenta la ley del más fuerte y poderoso. No lo olvidemos. En la sociedad se recogen los frutos que se van sembrando en nuestras familias, centros docentes, instituciones políticas, estructuras sociales y comunidades religiosas. Erich Fromm se preguntaba con razón: «¿Es cristiano el mundo occidental?». A juzgar por los frutos, la respuesta sería básicamente negativa. Nuestra sociedad occidental apenas produce «frutos del reino 405

de Dios»: solidaridad, fraternidad, mutuo servicio, justicia para los más desfavorecidos, perdón. Hoy seguimos escuchando el grito de alerta de Jesús: «El reino de Dios se dará a un pueblo que produzca sus frutos». No es el momento de lamentarse estérilmente. La creación de una sociedad nueva solo es posible si los estímulos de lucro, poder y dominio son sustituidos por los de la solidaridad y la fraternidad.

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32 LA INVITACIÓN DE DIOS Volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes ya los ancianos del pueblo, diciendo: -El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: «Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda». Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: «La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, ya todos los que encontréis, convidadlos a la boda». Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de 407

comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta, y le dijo: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?». El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: «Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos» (Mateo 22,1-14). LA INVITACIÓN DE DIOS Al parecer, la parábola del banquete fue muy popular entre las primeras generaciones cristianas, y ha quedado recogida en Lucas, Mateo e incluso en el evangelio apócrifo de Tomás. Las versiones son tan diferentes y las aplicaciones que se extraen tan diversas que solo nos podemos aproximar a los elementos esenciales del relato original. Dios está preparando una fiesta final para todos sus hijos, pues a todos los quiere ver sentados, junto a él, en torno a una misma mesa, disfrutando para siempre de una vida plena. Esta fue ciertamente una de las imágenes más queridas por Jesús para «sugerir» el final último 408

de la historia humana. No se contentaba solo con decirlo con palabras. Se sentaba a la mesa con todos, y comía hasta con pecadores e indeseables, pues quería que todos pudieran ver plásticamente algo de lo que Dios deseaba llevar a cabo. Por eso Jesús entendió su vida como una gran invitación en nombre de Dios. No imponía nada, no presionaba a nadie. Anunciaba la buena noticia de Dios, despertaba la confianza en el Padre, quitaba los miedos, encendía la alegría y el deseo de Dios. A todos debía llegar su invitación, sobre todo a los más necesitados de esperanza. Jesús era realista. Sabía que la invitación podía ser rechazada. En la versión de Mateo se describen diversas reacciones. Unos la rechazan de manera consciente: «No quisieron ir». Otros responden con la indiferencia: «No hicieron caso». Les importan más sus tierras y negocios. Hubo quienes reaccionaron de manera hostil contra los criados. Son muchos los que ya no escuchan llamada alguna de Dios. Les basta con responder de sí mismos ante sí mismos. Sin ser tal vez muy 409

conscientes de ello, viven una existencia «solitaria», encerrados en un monólogo perpetuo consigo mismos. El riesgo siempre es el mismo: vivir cada día más sordos a toda llamada que pueda transformar de raíz su vida. Tal vez una de las tareas más importantes de la Iglesia sea hoy crear espacios y facilitar experiencias donde las personas puedan escuchar de manera sencilla, transparente y gozosa la invitación de Dios proclamada en el evangelio de Jesús. IR A LOS CRUCES DE LOS CAMINOS Jesús conocía muy bien la vida dura y monótona de los campesinos. Sabía cómo esperaban la llegada del sábado para «liberarse» del trabajo. Los veía disfrutar en las fiestas y en las bodas. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a un banquete y poder sentarse a la mesa con los vecinos a compartir una fiesta de bodas? Movido por su experiencia de Dios, Jesús comenzó a hablarles de una manera sorprendente. La vida no es solo esta vida de trabajos y 410

preocupaciones, penas y sinsabores. Dios está preparando una fiesta final para todos sus hijos e hijas. A todos nos quiere ver sentados junto a él, en torno a una misma mesa, disfrutando para siempre de una vida plenamente dichosa. No se contentaba solo con hablar así de Dios. Él mismo invitaba a todos a su mesa y comía incluso con pecadores e indeseables. Quería ser para todos la gran invitación de Dios a la fiesta final. Los quería ver recibiendo con gozo su llamada, y creando entre todos un clima más amistoso y fraterno que los preparara adecuadamente para la fiesta final. ¿Qué ha sido de esta invitación?, ¿quién la anuncia?, ¿quién la escucha?, ¿dónde se pueden tener noticias de esta fiesta? Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a todo lo que no sea nuestro propio interés, no creemos necesitar de Dios. ¿No nos estamos acostumbrando poco a poco a vivir sin necesidad de una esperanza última?

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En la parábola de Mateo, cuando los que tienen tierras y negocios rechazan la invitación, el rey dice a sus criados: «Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda». La orden es inaudita, pero refleja lo que siente Jesús. A pesar de tanto rechazo y menosprecio habrá fiesta. Dios no ha cambiado. Hay que seguir convidando. Pero ahora lo mejor es ir a «los cruces de los caminos» por donde transitan tantas gentes errantes, sin tierras ni negocios, a los que nadie ha invitado nunca a una fiesta. Ellos pueden entender mejor que nadie la invitación. Ellos pueden recordarnos la necesidad última que tenemos de Dios. Pueden enseñarnos la esperanza. TAMBIÉN HOY ES POSIBLE ESCUCHAR A DIOS Lo dicen todos los estudios. La religión está en crisis en las sociedades desarrolladas de Occidente. Son cada vez menos los que se interesan por las creencias religiosas. Las elaboraciones de los teólogos no tienen apenas eco. Los jóvenes abandonan las prácticas religiosas. La sociedad se desliza hacia una indiferencia creciente. 412

Hay, sin embargo, algo que nunca hemos de olvidar los creyentes. Dios no está en crisis. Esa Realidad suprema hacia la que apuntan las religiones con nombres diferentes sigue viva y operante. Dios está también hoy en contacto inmediato con cada ser humano. La crisis de lo religioso no puede impedir que Dios se siga ofreciendo a cada persona en el fondo misterioso de su conciencia. Desde esta perspectiva, es un error «demonizar» en exceso la actual crisis religiosa, como si fuera una situación imposible para la acción salvadora de Dios. No es así. Cada contexto socio-cultural tiene sus condiciones más o menos favorables para el desarrollo de una determinada religión, pero el ser humano mantiene intactas sus posibilidades de abrirse al Misterio último de la vida, que le interpela desde lo íntimo de su conciencia. La parábola de «los invitados a la boda» lo recuerda de manera expresiva. Dios no excluye a nadie. Su único anhelo es que la historia humana termine en una fiesta gozosa. Su único deseo, que la sala 413

espaciosa del banquete se llene de invitados. Todo está ya preparado. Nadie puede impedir a Dios que haga llegar a todos su invitación. Es cierto que la llamada religiosa encuentra rechazo en no pocos, pero la invitación de Dios no se detiene. La pueden escuchar todos, «buenos y malos», los que viven en «la ciudad» y los que andan perdidos «por los cruces de los caminos». Toda persona que escucha la llamada del bien, del amor y de la justicia está acogiendo a Dios. Pienso en tantas personas que lo ignoran casi todo de Dios. Solo conocen una caricatura de lo religioso. Nunca podrán sospechar «la alegría de creer». Estoy seguro de que Dios está vivo y operante en lo más íntimo de su ser. Estoy convencido de que muchos de ellos acogen su invitación por caminos que a mí se me escapan. EL RIESGO DE DESOÍR A DIOS La parábola de Jesús es de total actualidad. La invitación a la fiesta del amor y de la fraternidad sigue escuchándose en el corazón de todo ser 414

humano; pero los convidados no hacen caso. Están ocupados en sus tierras, sus negocios... ¿Dónde buscan los hombres de hoy la felicidad? ¿A qué puertas llaman buscando salvación? Para la gran mayoría, la felicidad está en tener más, comprar más, poseer más cosas y más seguridad. «Acumular, acumular: en esto consiste la ley y los profetas» (Karl Marx). Otros buscan el goce inmediato e individualista: sexo, droga, diversión, cenas de fin de semana; hay que huir de los problemas; refugiarse en el placer del presente. Hay quienes se entregan al cuidado del cuerpo: lo importante es mantenerse en forma, ser joven, no envejecer nunca. Son muchas las ofertas de salvación en nuestra sociedad. Pero son ofertas parciales, reductoras, que no proporcionan todo lo que el ser humano anda buscando. El hombre sigue insatisfecho. Y la invitación de Dios sigue resonando. Su invitación la hemos de percibir no al margen, sino en medio de las insatisfacciones, gozos, luchas e incertidumbres de nuestra vida. «Incluso allí donde se busca u ofrece algo parcial que 415

tiene acogida entre los hombres habrá que atisbar a Dios intentando llegar al hombre» (José María Mardones). Es bueno que el hombre busque un bienestar mayor, pero, ¿qué plenitud puede haber tras ese afán de poseer televisores cada vez más perfectos, coches más veloces, electrodomésticos más sofisticados? ¿No hay personas que poseen ya demasiadas cosas para ser felices? Después de caminar a la búsqueda de tantas cosas, ¿no son muchos los que pierden su libertad, su capacidad de amar, su ternura y hasta el disfrute sencillo de la vida? Es normal que las nuevas generaciones busquen con afán otro tipo de salvación. Pero, ¿qué plenitud se puede encontrar cuando se han estrujado todas las posibilidades del sexo, se ha vuelto del «viaje» de la droga o se ha hundido uno en el aislamiento de un pasotismo total? Los hombres seguirán siendo unos eternos buscadores de orientación, felicidad, plenitud, verdad, amor. Seguirán buscando, de alguna manera, el Absoluto. En medio de nuestra vida, a veces tan alocada y superficial, en medio de nuestra búsqueda vana de felicidad 416

total, ¿no estamos desoyendo una invitación que, quizá, otros hombres y mujeres sencillos y pobres están escuchando con gozo «en los cruces de los caminos» de este mundo nuestro tan desquiciado? QUEDARNOS SIN OÍDO PARA LO RELIGIOSO Son cada vez más los que, entre nosotros, se confiesan increyentes. Pero, si se observa de cerca su postura, quizá haya que decir que su increencia no es tanto fruto de una decisión responsable cuanto resultado de una vida alienada y privada de interioridad. En la vida de muchos contemporáneos faltan las condiciones mínimas para tomar una postura seria y responsable ante la fe o la increencia. Se vive un estilo de vida donde ni siquiera aparece la necesidad de dar un sentido último a la existencia. Como dice un ateo contemporáneo, sencillamente «somos nosotros los que tenemos que dar un sentido a nuestra vida, viviéndola» (F. Jeanson). Pero cuando uno vive buscando solo un bienestar material cada vez mayor, interesado únicamente en «tener dinero» y «adquirir símbolos de prestigio», preocupado por ser «algo» y no por ser «alguien», la 417

persona pierde capacidad para escuchar las llamadas más profundas que se encierran en el ser humano. Esta persona carece de oídos para cualquier rumor que no sea el que proviene de su mundo de intereses. No tiene ojos para percibir otras dimensiones que no sean las del bienestar material, la posesión y el prestigio social. Como diría Max Weber, son hombres que «carecen de oído para lo religioso». La parábola de Jesús nos vuelve a recordar a todos que en el fondo de la vida hay una invitación a buscar la libertad y la plenitud por otros caminos. Y nuestra mayor equivocación puede ser desoír ligeramente la llamada de Dios, marchando cada uno a «nuestras tierras y nuestros negocios». Seguiremos huyendo de nosotros mismos, perdiéndonos en mil formas de evasión, tratando de olvidar a Dios y evitando cuidadosamente tomar en serio la vida. Pero la invitación no cesa. En el fondo de muchas posturas de increencia, ¿no se esconde un temor al 418

cambio que necesariamente se tendría que producir en nuestra vida si tomáramos en serio a Dios? Sin duda se encierra una gran verdad en la plegaria de san Juan de la Cruz: «Señor, Dios mío, tú no eres extraño a quien no se extraña contigo. ¿Cómo dicen que te ausentas tú?».

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33 A DIOS LO QUE ES DE DIOS Los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: -Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuestos al César o no? Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: -¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto. Le presentaron un denario. Él les preguntó: -¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: -Del César. Entonces les replicó: 420

-Pues pagad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mareo 22,15-21). A DIOS LO QUE ES DE DIOS La trampa que tienden a Jesús está bien pensada: «¿Es lícito pagar tributos al César o no?». Si responde negativamente, lo podrán acusar de rebelión contra Roma. Si acepta la tributación, quedará desacreditado ante aquellas gentes que viven exprimidas por los impuestos, y a las que él tanto quiere y defiende. Jesús les pide que le enseñen «la moneda del impuesto». Él no la tiene, pues vive como un vagabundo itinerante, sin tierras ni trabajo fijo; no tiene problemas con los recaudadores. Después les pregunta por la imagen que aparece en aquel denario de plata. Representa a Tiberio, y la leyenda decía: «Tiberius Caesar, Divi Augusti Filius Augustus». En el reverso se podía leer: «Pontifex Maximus». El gesto de Jesús es ya clarificador. Sus adversarios viven esclavos del sistema, pues, al utilizar aquella moneda acuñada con símbolos políticos y religiosos, están reconociendo la soberanía del emperador. 421

No es el caso de Jesús, que vive de manera pobre pero libre, dedicado a los más pobres y excluidos del Imperio. Jesús añade entonces algo que nadie le ha planteado. Le preguntan por los derechos del César y él les responde recordando los derechos de Dios: «Pagad al César lo que es del César, pero dad a Dios lo que es de Dios». La moneda lleva la imagen del emperador, pero el ser huma-no, como recuerda el viejo libro del Génesis, es «imagen de Dios». Por eso nunca ha de ser sometido a ningún emperador. Jesús lo había recordado muchas veces. Los pobres son de Dios; los pequeños son sus hijos predilectos; el reino de Dios les pertenece. Nadie ha de abusar de ellos. Jesús no dice que una mitad de la vida, la material y económica, pertenece a la esfera del César, y la otra mitad, la espiritual y religiosa, a la esfera de Dios. Su mensaje es otro: si entramos en el reino, no hemos de consentir que ningún César sacrifique lo que solo le pertenece a Dios: los hambrientos del mundo, los subsaharianos abandonados que llegan en las pateras, los «sin papeles» de nuestras ciudades. Que ningún César cuente con nosotros. 422

LOS POBRES SON DE DIOS, DE NADIE MÁS «Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Pocas palabras de Jesús habrán sido tan citadas como estas. Y ninguna, tal vez, más distorsionada desde intereses muy ajenos a aquel Profeta que vivió totalmente dedicado, no precisamente al emperador de Roma, sino a los olvidados, empobrecidos y excluidos por el Imperio. El episodio está cargado de tensión. Los fariseos se han retirado a planear un ataque decisivo contra Jesús. Para ello envían a «unos discípulos»; no vienen ellos mismos; evitan el encuentro directo con Jesús. Ellos son defensores del orden vigente y no quieren perder su puesto privilegiado en aquella sociedad que Jesús está cuestionando de raíz. Pero, además, los envían acompañados «por unos partidarios de Herodes», del entorno de Antipas. Tal vez no faltan entre ellos terratenientes y recaudadores, encargados de almacenar el grano de Galilea y de recolectar los tributos para el César. El elogio que hacen de Jesús es insólito en sus labios: «Sabemos que eres sincero y enseñas el camino conforme a la verdad». Todo es una 423

trampa, pero han hablado con más verdad de lo que se imaginan. Es así. Jesús vive totalmente entregado a preparar el «camino de Dios» para que nazca una sociedad más justa. No está al servicio del emperador de Roma; ha entrado en la dinámica del reino de Dios. No vive para desarrollar el Imperio, sino para hacer posible la justicia de Dios entre sus hijos e hijas. Cuando le preguntan si «es lícito pagar impuesto al César o no», su respuesta es rotunda: «Pagad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Jesús no está pensando en Dios y el César como dos poderes que pueden exigir cada uno sus derechos a sus súbditos. Como judío fiel sabe que a Dios le pertenece «la tierra y todo lo que contiene, el orbe y todos sus habitantes» (Salmo 24). ¿Qué le puede pertenecer al César que no sea de Dios? Solo su dinero injusto. Si alguien vive enredado en el sistema del César, que cumpla sus «obligaciones», pero si entra en la dinámica del reino de Dios, ha de saber que los pobres le pertenecen solo a Dios, son sus hijos 424

predilectos. Nadie ha de abusar de ellos. Esto es lo que Jesús enseña «conforme a la verdad». Sus seguidores nos hemos de resistir a que nadie, cerca o lejos de nosotros, sea sacrificado a ningún poder político, económico, religioso o eclesiástico. Los humillados por los poderosos son de Dios. De nadie más. LA VIDA SOLO ES PARA DIOS La exégesis moderna no deja lugar a dudas. Lo primero para Jesús es la vida, no la religión. Basta con analizar la trayectoria de su actividad. Se le ve siempre preocupado por suscitar y desarrollar, en medio de aquella sociedad, una vida más sana y más digna. Pensemos en su actuación en el mundo de los enfermos: Jesús se acerca a quienes viven su vida de manera disminuida, amenazada o insegura, para despertar en ellos una vida más plena. Pensemos en su acercamiento a los pecadores: Jesús les ofrece el perdón que les haga vivir una vida más digna, rescatada de la humillación y el desprecio. Pensemos también en los endemoniados, incapaces de ser dueños de 425

su existencia: Jesús los libera de una vida alienada y desquiciada por el mal. Como ha subrayado Jon Sobrino, pobres son aquellos para quienes la vida es una carga pesada, pues no pueden vivir con un mínimo de dignidad. Esta pobreza es lo más contrario al plan original del Creador de la vida. Donde un ser humano no puede vivir con dignidad, la creación de Dios aparece allí como viciada y anulada. Por eso Jesús se preocupa tanto de la vida concreta de los campesinos de Galilea. Lo primero que necesitan aquellas gentes es vivir, y vivir con dignidad. No es la meta final, pero es ahora mismo lo más urgente. Jesús les invita a confiar en la salvación última del Padre, pero lo hace salvando a la gente de la enfermedad y aliviando dolencias y sufrimientos. Les anuncia la felicidad definitiva en el seno de Dios, pero lo hace introduciendo dignidad, paz y dicha en este mundo. A veces, los cristianos exponemos la fe con tal embrollo de conceptos y palabras que, a la hora de la verdad, pocos se enteran de lo que es exactamente el reino de Dios del que habla Jesús. Sin embargo, las 426

cosas no son tan complicadas. Lo único que Dios quiere es esto: una vida más humana para todos y desde ahora, una vida que alcance su plenitud en la vida eterna. Por eso nunca hay que dar a ningún César lo que es de Dios: la vida y la dignidad de sus hijos. SOLO PERTENECEMOS A DIOS «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Estas palabras de Jesús han sido utilizadas con frecuencia para establecer una frontera clara entre lo político y lo religioso, y defender así la autonomía absoluta del Estado ante cualquier interpelación hecha desde la fe. Según esta interpretación, Jesús habría colocado al hombre, por una parte, ante unas obligaciones de carácter cívico-político y, por otra, ante una interpelación religiosa. Como si el hombre tuviera que responder de los asuntos socio-políticos ante el poder político y de los asuntos religiosos ante Dios. La intención de Jesús no es esa. El acento de sus palabras está en la parte final. Le han preguntado insidiosamente por el problema de los 427

tributos y Jesús resuelve prontamente el problema. Si manejan moneda que pertenece al César, habrán de someterse a las consecuencias que ello implica. Pero Jesús introduce una idea nueva que no aparecía en la pregunta de los adversarios. De forma inesperada introduce a Dios en el planteamiento. La imagen de la moneda pertenece al César, pero los hombres no han de olvidar que llevan en sí mismos la imagen de Dios y, por lo tanto, solo le pertenecen a él. Así lo afirmaba la tradición bíblica. Es entonces cuando podemos captar el pensamiento de Jesús. «Dad al César lo que le pertenece a él, pero no olvidéis que vosotros mismos pertenecéis a Dios». Para Jesús, el César y Dios no son dos autoridades de rango semejante que se han de repartir la sumisión de los hombres. Dios está por encima de cualquier César, y este no puede nunca exigir lo que pertenece a Dios. En unos tiempos en que crece el poder del Estado y a los ciudadanos les resulta cada vez más difícil defender su libertad en medio de una 428

sociedad, donde casi todo está dirigido y controlado, los creyentes no hemos de dejarnos robar nuestra conciencia y nuestra libertad por ningún poder. Hemos de cumplir con honradez nuestros deberes ciudadanos, pero no hemos de dejarnos modelar ni dirigir por ningún poder que nos enfrente con las exigencias fundamentales del reino de Dios. RELIGIÓN Y POLÍTICA Nunca han sido fáciles las relaciones entre fe y política. Tampoco entre la Iglesia y los políticos. A veces son estos los que tratan de utilizar lo religioso para defender su propia causa. Otras es la Iglesia la que pretende servirse de ellos para sus propios intereses. Y con frecuencia no se valora debidamente el importante quehacer del político ni se le ayuda a descubrir el papel que la fe puede jugar en su tarea. Para hacer luz, hemos de comenzar tal vez por recordar dos datos ampliamente admitidos por la exégesis actual. Por una parte, el proyecto del reino de Dios que pone en marcha Jesús busca promover una transformación profunda en la convivencia humana y está, por ello, 429

llamado a tener una repercusión política, en el sentido amplio de esta palabra, que es promover el bien común en la sociedad. Pero, por otra, Jesús no utiliza el poder para llevar adelante su proyecto, y por ello se aleja de la «política» en el sentido moderno de la palabra, que es el uso técnico del poder para estructurar la convivencia. El reino de Dios no se impone por el poder, la fuerza o la coacción, sino que penetra en la sociedad por la siembra y la acogida de valores como la justicia, la solidaridad o la defensa de los débiles. El episodio del tributo al César es iluminador. La respuesta de Jesús dice así: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Es un anacronismo erróneo ver en estas palabras una «separación entre política y religión», como si la primera se ocupara de los problemas terrenos y la segunda solo de lo espiritual. Su sentido es otro. A Jesús le preguntan por los derechos del César, pero él responde recordando los derechos de Dios, por los que nadie le ha preguntado. La moneda imperial lleva la imagen del César, pero el ser humano es «imagen de Dios», y su dignidad de hijo de Dios no debe quedar sometida a ningún César. 430

El político cristiano no ha de utilizar nunca a Dios para legitimar sus posturas partidistas; la fe cristiana no se identifica con ninguna opción de partido, pues los valores evangélicos pueden promoverse desde mediaciones técnicas diversas. Pero esto no significa que se deba arrinconar la fe al ámbito de lo privado. El evangelio le ofrece al político cristiano una inspiración, una visión de la persona y unos valores que pueden orientar y estimular su quehacer. El gran reto para él es cómo hacer políticamente operativos en la vida pública esos valores que defiendan al ser humano de cuanto lo puede deshumanizar. 34 AMARÁS A DIOS Y A TU HERMANO Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se acercaron a Jesús y uno de ellos le preguntó a modo de prueba: -Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Él le dijo: -«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser», Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti 431

mismo», Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los Profetas (Mateo 22,34-40). NO OLVIDAR LO ESENCIAL No era fácil para los contemporáneos de Jesús tener una visión clara de lo que constituía el núcleo de su religión. La gente sencilla se sentía perdida. Los escribas hablaban de seiscientos trece mandamientos contenidos en la ley. ¿Cómo orientarse en una red tan complicada de preceptos y prohibiciones? En algún momento, el planteamiento llegó hasta Jesús: ¿qué es lo más importante y decisivo? ¿Cuál es el mandamiento principal, el que puede dar sentido a los demás? Jesús no se lo pensó dos veces y respondió recordando unas palabras que todos los judíos varones repetían diariamente al comienzo y al final del día: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Él mismo había pronunciado aquella mañana estas palabras. A él le ayudaban a vivir centrado en Dios. Esto era lo primero para él. 432

Enseguida añadió algo que nadie le había preguntado: «El segundo mandato es: amarás a tu prójimo como a ti mismo». Nada hay más importante que estos dos mandamientos. Para Jesús son inseparables. No se puede amar a Dios y desentenderse del vecino. A nosotros se nos ocurren muchas preguntas. ¿Qué es amar a Dios? ¿Cómo se puede amar a alguien a quien no es posible siquiera ver? Al hablar del amor a Dios, los hebreos no pensaban en los sentimientos que pueden nacer en nuestro corazón. La fe en Dios no consiste en un «estado de ánimo». Amar a Dios es sencillamente centrar la vida en él para vivirlo todo desde su voluntad. Por eso añade Jesús el segundo mandamiento. No es posible amar a Dios y vivir olvidado de gente que sufre y a la que Dios ama tanto. No hay un «espacio sagrado» en el que podamos «entendernos» a solas con Dios, de espaldas a los demás. Un amor a Dios que olvida a sus hijos e hijas es una gran mentira. La religión cristiana les resulta hoy a no pocos complicada y difícil de entender. Probablemente necesitamos en la Iglesia un proceso de 433

concentración en lo esencial para desprendernos de añadidos secundarios y quedarnos con lo importante: amar a Dios con todas mis fuerzas y querer a los demás como me quiero a mí mismo. PASIÓN POR DIOS Y COMPASIÓN POR EL SER HUMANO Cuando olvidan lo esencial, fácilmente se adentran las religiones por caminos de mediocridad piadosa o de casuística moral, que no solo incapacitan para una relación sana con Dios, sino que pueden dañar gravemente a las personas. Ninguna religión escapa a este riesgo. La escena que se narra en los evangelios tiene como trasfondo una atmósfera religiosa en que sacerdotes y maestros de la ley clasifican cientos de mandatos de la Ley divina en «fáciles» y «difíciles», «graves» y «leves», «pequeños» y «grandes». Casi imposible moverse con un corazón sano en esta red. La pregunta que plantean a Jesús busca recuperar lo esencial, descubrir el «espíritu perdido»: ¿cuál es el mandato principal?, ¿qué es lo esencial?, ¿dónde está el núcleo de todo? La respuesta de Jesús, como la de Hillel y otros maestros judíos, recoge la fe básica de Israel: 434

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Que nadie piense que, al hablar del amor a Dios, se está hablando de emociones o sentimientos hacia un Ser imaginario, ni de invitaciones a rezos y devociones. «Amar a Dios con todo el corazón» es reconocer humildemente el Misterio último de la vida; orientar confiadamente la existencia de acuerdo con su voluntad: amar a Dios como Padre, que es bueno y nos quiere bien. Todo esto marca decisivamente la vida, pues significa alabar la existencia desde su raíz; tomar parte en la vida con gratitud; optar siempre por lo bueno y lo bello; vivir con corazón de carne y no de piedra; resistirnos a todo lo que traiciona la voluntad de Dios negando la vida y la dignidad de sus hijos e hijas. Por eso el amor a Dios es inseparable del amor a los hermanos. Así lo recuerda Jesús: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No es posible el amor real a Dios sin escuchar el sufrimiento de sus hijos e hijas. ¿Qué religión sería aquella en la que el hambre de los desnutridos o el 435

exceso de los satisfechos no planteara pregunta ni inquietud alguna a los creyentes? No están descaminados quienes resumen la religión de Jesús como «pasión por Dios y compasión por la humanidad». EL AMOR LO ES TODO Los judíos llegaron a contar hasta seiscientos trece mandamientos que debían ser observados para cumplir íntegramente la Ley. Por eso no era extraño en los círculos rabínicos hacerse preguntas como la que plantean a Jesús en un intento de buscar lo esencial: ¿qué mandamiento es el primero de todos? Jesús responde de manera clara y precisa: «El primero es: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser". El segundo es este: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay mandamiento mayor que estos». ¿Cómo escuchar hoy estas palabras fundamentales de Jesús? Hay algo que se nos revela con toda claridad: el amor lo es todo. Lo que se nos pide en la vida es amar. Ahí está la clave. Podremos luego sacar toda clase de consecuencias y derivaciones, pero lo esencial es 436

vivir ante Dios y ante los demás en una actitud de amor. Si pudiéramos actuar siempre así, todo estaría salvado. Nada hay más importante que esto, ni siquiera la práctica de una determinada religión. Pero, ¿por qué el amor es la fuerza que da sentido, verdad y plenitud a la vida? Esta centralidad del amor se arraiga, según la fe cristiana, en una realidad: Dios, el origen de toda vida, él mismo es amor. Esa es la definición osada e insuperable de la fe cristiana: «Dios es amor» (1 Juan 4,8). Por decirlo de alguna manera, aunque sea deficiente, Dios consiste en amar; Dios no sabe, no quiere y no puede hacer otra cosa que amar. Podemos dudar de todo, pero de lo que no hemos de dudar nunca es de su amor. Precisamente por esto, amar a Dios es encontrar nuestro propio bien. Lo que da verdadera gloria a Dios no es nuestro mal, sino nuestra vida y plenitud. Quien ama a Dios y se sabe amado por él con amor infinito aprende a mirarse, estimarse y cuidarse con verdadero amor. Qué fuerza y dinamismo genera en nosotros esta peculiar manera de entendernos. Cuántos miedos y angustias se diluyen dentro de 437

nosotros. Qué diferente es la vida cuando la persona aprende a decir: «Señor, que se haga tu voluntad, porque así se va forjando también mi bien». Por otra parte, es entonces cuando se comprende en su verdadera profundidad el segundo mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Quien ama a Dios sabe que no puede vivir en una actitud de indiferencia, despreocupación u olvido de los demás. La única postura humana ante cualquier persona que encontremos en la vida es amarla. Esto no significa que se haya de vivir de la misma forma la intimidad con la esposa, la relación con el cliente o el encuentro fortuito con alguien en la calle. Lo que se nos pide es actuar, en cada caso, buscando positivamente el bien que queremos para nosotros mismos. En unos tiempos en que parece cuestionarse todo, es bueno recordar que hay algo incuestionable: el hombre es humano cuando sabe vivir amando a Dios y a su prójimo.

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LA ÚNICA TAREA Hacemos muchas cosas en la vida. Nos movemos y agitamos tras muchos objetivos. Pero, ¿qué es lo verdaderamente importante?, ¿qué hay que hacer en la vida para acertar? Jesús lo ha resumido todo en el amor, asociando de manera íntima e inseparable dos preceptos que conocía muy bien el pueblo judío: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser»; «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Todo se reduce a vivir el amor a Dios y el amor a los hermanos. Según Jesús, de aquí se deriva todo lo demás. A más de uno, todo esto podrá parecerle demasiado conocido, demasiado viejo y demasiado ineficaz. Y, sin embargo, hoy más que nunca necesitamos recordarlo: Saber amar es la única cosa que importa. ¿Por qué tanta gente no tiene un aspecto más feliz? ¿Por qué las cosas que poseemos nos dejan, a fin de cuentas, tan vacíos e insatisfechos? ¿Por qué no acertamos a construir una sociedad mejor, sin recurrir a la extorsión, la mentira o la violencia? Es amor lo que nos falta. 439

Poco a poco, la falta de amor va haciendo del hombre un solitario, un ser siempre atareado y nunca satisfecho. La falta de amor va deshumanizando nuestros esfuerzos y luchas por obtener unos determinados objetivos políticos y sociales. Nos falta amor. Y, si nos falta amor, nos falta todo. Hemos perdido nuestras raíces. Hemos abandonado la fuente más importante de vida y felicidad. Jesús no ha confundido el amor a Dios con el amor al hermano. El «mandamiento principal y primero» sigue siendo amar a Dios, buscar su voluntad, escuchar su llamada. Pero no se puede amar «con todo nuestro ser» a ese Dios Padre sin amar con todas nuestras fuerzas a los hermanos. Se oye hablar de una renovación de nuestra sociedad, de una reforma de las estructuras. Pero pocos se preocupan de acrecentar su capacidad de amar. Sin embargo, por muchos que sean nuestros logros sociales, poco habrán cambiado las cosas si seguimos tan inmunizados al amor, a la atención a los desvalidos, al servicio gratuito, a la generosidad desinteresada o al compartir con los necesitados. 440

FRENTE AL INDIVIDUALISMO MODERNO No es difícil observar entre nosotros los rasgos más característicos del individualismo moderno. Para muchos, el ideal de la vida es «sentirse bien». Todo lo demás viene después. Lo primero es mejorar la calidad de vida, evitar lo que nos puede molestar y asegurar, como sea, nuestro pequeño bienestar material, psicológico y afectivo. Para lograrlo, cada uno debe organizarse la vida a su gusto. No hay que pensar en los problemas de los demás. Lo que haga el otro es cosa suya. No es bueno meterse en la vida ajena. Bastante tiene uno con sacar adelante la suya. Este individualismo moderno está cambiando el estilo de vida de muchos. Poco a poco se va difundiendo una «moral sin mandamientos». Todo es bueno si no me hace daño. Lo importante es ser inteligente y actuar con habilidad. Naturalmente, hay que respetar a todos y no perjudicar a nadie. Eso es todo. Va cambiando también la manera de vivir la fe. Cada uno sabe «lo que le va» y «lo que no le va». Lo importante es que la religión le ayude 441

a uno a sentirse bien. Siempre viene bien algo de religión. Lo que hace falta es «gestionar» lo religioso de manera inteligente. El resultado es una sociedad instalada en el bienestar, compuesta por individuos respetables que se comportan correctamente en todos los órdenes de la vida, pero que viven encerrados en sí mismos, separados de su propia alma y apartados de Dios y de sus semejantes. Hay una manera muy sencilla de saber qué queda de «cristiano» en este individualismo moderno, y es ver si todavía nos preocupamos de los que sufren. Jesús precisó con toda claridad lo esencial: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón» y «amarás al prójimo como a ti mismo». Ser cristiano no es sentirse bien ni mal, sino sentir a los que viven mal, pensar en los que sufren y reaccionar ante su impotencia sin refugiarnos en nuestro propio bienestar. No hay que dar por supuesto que somos cristianos, pues puede no ser verdad. No basta preguntarnos si creemos en Dios o lo amamos. Hemos de preguntarnos si amamos como hermanos a quienes sufren. 442

35 DICEN Y NO HACEN Jesús habló a la gente y a sus discípulos diciendo: -En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos; haced y cumplid lo que les digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame «maestro». Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «maestro, porque uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis «padre» vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar «jefes», porque uno solo es vuestro Señor, Cristo. El primero entre vosotros será 443

vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido (Mateo 23,1-12). NI MAESTROS NI PADRES El evangelio de Mateo nos ha trasmitido unas palabras de carácter fuertemente antijerárquico donde Jesús pide a sus seguidores que se resistan a la tentación de convertir su movimiento en un grupo dirigido por sabios maestros, por padres autoritarios o por dirigentes superiores a los demás. Son probablemente palabras muy trabajadas por Mateo para criticar la tendencia a las aspiraciones de grandeza y poder que se advertía ya entre los cristianos de la segunda generación, pero, sin duda, eco del pensamiento auténtico de Jesús. «Vosotros no os dejéis llamar "maestro", porque uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos». En la comunidad de Jesús nadie es propietario de su enseñanza. Nadie ha de someter doctrinalmente a otros. Todos son hermanos que se ayudan a vivir la 444

experiencia de un Dios Padre al que, precisamente, le gusta revelarse a los pequeños. «Y no llaméis "padre" vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo». En el movimiento de Jesús no hay «padres». Solo el del cielo. Nadie ha de ocupar su lugar. Nadie se ha de imponer desde arriba sobre los demás. Cualquier título que introduzca superioridad sobre los otros va contra la fraternidad. Pocas exhortaciones evangélicas han sido ignoradas o desobedecidas tan frontalmente como esta a lo largo de los siglos. Todavía hoy en la Iglesia se vive en flagrante contradicción con el evangelio. Es tal el número de títulos, prerrogativas, honores y dignidades que no siempre es fácil vivir la experiencia de auténticos hermanos. Sin embargo, Jesús pensó en una Iglesia donde no hubiera «los de arriba» y «los de abajo»: una Iglesia de hermanos iguales y solidarios. De nada sirve enmascarar la realidad con el lenguaje piadoso del «servicio» o llamándonos «hermanos» en la liturgia. No es cuestión de 445

palabras, sino de un espíritu nuevo de servicio mutuo, amistoso y fraterno. ¿No veremos nunca cumplida la llamada del evangelio?, ¿no conoceremos seguidores de Jesús que «no os dejéis llamar "maestros" ni "padres"» ni nada semejante? ¿No es posible crear una atmósfera más sencilla, fraterna y amable en la Iglesia? ¿Qué lo impide? DICEN Y NO HACEN Jesús ha desenmascarado siempre la mentira que ha encontrado en su caminar diario, pero nunca lo ha hecho con más violencia que cuando se ha enfrentado con los dirigentes de la sociedad. No soporta la actuación de aquellos que «han sentado cátedra» en medio del pueblo para exigir a los demás lo que ellos mismos no viven. Jesús condena su descarada incoherencia: «Dicen y no hacen». Hay un abismo entre lo que enseñan y lo que practican, entre lo que pretenden de los demás y lo que se exigen a sí mismos. Las palabras de Jesús no han perdido actualidad. El pueblo sigue escuchando a dirigentes que «no hacen lo que dicen»; defensores del 446

orden cuya vida es desordenada; proclamadores de justicia cuyas actuaciones están al margen de lo que es justo; educadores cuya conducta deseduca a quienes la conocen; reformadores incapaces de reformar su propia vida; revolucionarios que no se plantean una transformación radical de su existencia; socialistas que no han «socializado» mínimamente su vida. Pero no hemos de olvidar que la invectiva de Jesús se dirige de manera directa a los dirigentes religiosos. Porque también en la Iglesia hay quienes viven obsesionados por aplicar a otros la ley con rigorismo, sin preocuparse de vivir la radicalidad del seguimiento a Jesús. También hoy se levantan maestros que detectan «herejías ocultas» y diagnostican supuestos peligros para la ortodoxia, sin ayudar luego más positivamente a vivir con fidelidad la adhesión a Jesucristo. También hoy se condena con rigor desde ciertas cátedras el pecado de los pequeños y débiles, y se olvidan escandalosamente las injusticias de los poderosos.

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Nuestra sociedad no necesita predicadores de palabras hermosas, sino dirigentes que, con su propia conducta, impulsen una transformación social. Nuestra Iglesia no necesita tanto moralistas minuciosos y teólogos ortodoxos cuanto creyentes verdaderos que con su vida irradien un aire más evangélico. Necesitamos «maestros de vida»; creyentes de existencia convincente. «Con su vuelta a lo esencial del evangelio, con su cordialidad y sinceridad habrán hecho posible la "desintoxicación" de la atmósfera en la Iglesia» (Laadislao Boros). RABINISMO CRISTIANO Una de las críticas más duras de Jesús a los rabinos de su tiempo es la de que imponen al pueblo la moral mosaica, pero luego no le ayudan realmente a vivir de manera más humana. Estas son sus palabras: «Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar». Esta actitud de Jesús significa una llamada de alerta a su Iglesia ante el peligro de un «rabinismo cristiano» que siempre puede brotar en la comunidad eclesial. 448

La Iglesia ha de exponer con valentía y claridad el mensaje de Cristo y el conjunto de exigencias morales que del mismo se derivan. Traicionaría a su misión si no se atreviera a defender los principios morales, recordando al hombre su responsabilidad ante Dios y ante su propia dignidad humana. Pero, según la advertencia de Jesús, ha de preocuparse también de ayudar a las personas a asumir esa moral de manera humana. Por eso no basta la insistencia doctrinal, y mucho menos la condena desabrida o la indignación amargada ante la inmoralidad del mundo moderno. Las personas no necesitan solo condenas, sino, sobre todo, fuerzas para cambiar. Por otra parte, los cristianos nos hemos de esforzar por mostrar prácticamente con nuestras vidas que la moral cristiana no es un conjunto de arbitrariedades impuestas por Dios para «fastidiar» al hombre, sino la manera más sana y acertada de vivir. Además, en unos tiempos en los que al hombre se le hace difícil creer en Dios, los creyentes hemos de saber contagiar la experiencia gozosa, radiante y liberadora de ese Misterio de Amor que llamamos Dios. Si 449

una persona no ha hecho siquiera inicialmente la experiencia de ese Dios que libera de la soledad, la desesperanza y el miedo, ¿cómo podrá entender «los mandamientos de Dios»? ¿Cómo podrá captar lo que la fe cristiana quiere decir al hablar de pecado como ofensa a Dios? Por eso es importante que la palabra moral de la Iglesia, dicha con valentía y claridad, sea, al mismo tiempo, expuesta de manera que no produzca la falsa imagen de un Dios rigorista y mezquino. La palabra y el testimonio de los cristianos no deben dejar dudas sobre la bondad y la misericordia de Dios. Hemos de agradecer a Juan Pablo II que, en su encíclica Veritatis splendor, después de exponer los fundamentos de la moral cristiana, nos haya recordado que «en la palabra pronunciada por la Iglesia» ha de resonar «la voz del Dios que "solo es el Bueno", que solo "es el Amor"». CONTRIBUIR A LA CONVERSIÓN DE LA IGLESIA No son pocos los que se han alejado de la fe, escandalizados o decepcionados por la actuación de una Iglesia que, según ellos, no es 450

fiel al evangelio ni actúa en coherencia con lo que predica. También Jesús criticó con fuerza a los dirigentes religiosos: «No hacen lo que dicen». Solo que Jesús no se quedó ahí. Siguió buscando y llamando a todos a una vida más digna y responsable ante Dios. A lo largo de los años, también yo he podido conocer, incluso de cerca, actuaciones de la Iglesia poco coherentes con el evangelio. A veces me han escandalizado, otras me han hecho daño, casi siempre me han llenado de pena. Hoy, sin embargo, comprendo mejor que nunca que la mediocridad de la Iglesia no justifica la mediocridad de mi fe. La Iglesia tendrá que cambiar mucho, pero lo importante es que cada uno re avivemos nuestra fe, que aprendamos a creer de manera diferente, que no vivamos eludiendo a Dios, que sigamos con honestidad las llamadas de la propia conciencia, que cambie nuestra manera de mirar la vida, que descubramos lo esencial del evangelio y lo vivamos con gozo. 451

La Iglesia tendrá que superar sus inercias y miedos para encarnar el evangelio en la sociedad moderna, pero cada uno hemos de descubrir que hoy se puede seguir a Cristo con más verdad que nunca, sin falsos apoyos sociales y sin rutinas religiosas. Cada uno hemos de aprender a vivir de manera más evangélica el trabajo y la fiesta, la actividad y el silencio, sin dejarnos modelar por la sociedad, y sin perder nuestra identidad cristiana en la frivolidad moderna. La Iglesia tendrá que revisar a fondo su fidelidad a Cristo, pero cada uno hemos de verificar la calidad de nuestra adhesión a él. Cada uno hemos de cuidar nuestra fe en el Dios revelado en Jesús. El pecado y las miserias de la institución eclesial no me dispensan ni me desresponsabilizan de nada. La decisión de abrirme a Dios o de rechazarlo es solo mía. La Iglesia tendrá que despertar su confianza y liberarse de cobardías y recelos que le impiden contagiar esperanza en el mundo actual, pero cada uno somos responsables de nuestra alegría interior. Cada uno 452

hemos de alimentar nuestra esperanza acudiendo a la verdadera fuente. TODOS SOMOS HERMANOS Durante muchos años hemos conocido entre nosotros un clero numeroso y activo. Esta realidad que, por una parte, ha sido tan valiosa y enriquecedora para nuestra Iglesia, ha provocado sin embargo una postura de pasividad y falta de protagonismo en el resto de la comunidad creyente. Nos hemos acostumbrado a pensar que son los sacerdotes los únicos protagonistas y responsables de la vida y la marcha de la Iglesia; que ellos son los únicos que han de pensar, programar y hacerla todo. Hemos entendido la Iglesia como una gran pirámide donde toda la responsabilidad parece recaer en el papa, los obispos y los sacerdotes. En la base de la pirámide están los fieles, dispuestos a escuchar, aprender y recibir lo que se les indique. Sin embargo, esta imagen piramidal no responde al deseo original de Jesús, ni refleja bien el 453

misterio de la Iglesia, llamada a ser comunidad fraterna, Cuerpo vivo de Cristo. Jesús ha pensado más bien en una Iglesia donde nadie se sienta «padre» ni «maestro» ni «jefe». Una Iglesia hecha de hermanos y hermanas donde todos han de encontrar su sitio y su tarea de servicio a los demás. Por eso nadie ha de pretender en la comunidad cristiana monopolizar toda la responsabilidad ni acaparar todas las tareas. Y nadie ha de considerarse miembro innecesario o pasivo. Todos estamos llamados a participar activamente, pues todos somos responsables de la Iglesia y de su misión, aunque no todos seamos responsables de la misma manera. Esto nos exige a todos un cambio y una conversión. Los seglares han de ir asumiendo su propia responsabilidad, colaborando con interés y generosidad, sin rehuir las tareas y funciones que les corresponden. Por su parte, los presbíteros hemos de aprender a trabajar no solo para los fieles, sino con los fieles. Hemos de aprender a ser sacerdotes 454

en una Iglesia más corresponsable, valorando el papel de los seglares, promoviendo su participación activa y confiándoles una responsabilidad mayor. Los sacerdotes somos responsables de que todos sean responsables. Esta es una de nuestras grandes tareas en la Iglesia: ir encontrando cada uno nuestro verdadero sitio en la comunidad cristiana, para colaborar de manera fraterna y corresponsable en la vida y en la misión de toda la Iglesia.

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36 VIGILAD Dijo Jesús a sus discípulos: -Lo que pasó en tiempos de Noé, pasará cuando venga el Hijo del hombre. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y, cuando menos lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán. Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá su Señor. Comprended que, si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre (Mateo 24,37-44). ¿SEGUIMOS DESPIERTOS? 456

Un día la historia apasionante de los hombres terminará, como termina inevitablemente la vida de cada uno de nosotros. Los evangelios ponen en boca de Jesús un discurso sobre este final, y siempre destacan una exhortación: «vigilad», «estad alerta», «vivid despiertos». Las primeras generaciones cristianas dieron mucha importancia a esta vigilancia. El fin del mundo no llegaba tan pronto como algunos pensaban. Sentían el riesgo de irse olvidando poco a poco de Jesús y no querían que los encontrara un día «dormidos». Han pasado muchos siglos desde entonces. ¿Cómo vivimos los cristianos de hoy?, ¿seguimos despiertos o nos hemos ido durmiendo poco a poco? ¿Vivimos atraídos por Jesús o distraídos por toda clase de cuestiones secundarias? ¿Le seguimos a él o hemos aprendido a vivir al estilo de todos? Vigilar es antes que nada despertar de la inconsciencia. Vivimos el «sueño» de ser cristianos cuando, en realidad, no pocas veces nuestros intereses, actitudes y estilo de vivir no son los de Jesús. Este «sueño» 457

nos protege de buscar nuestra conversión personal y la de la Iglesia. Si no «despertamos», seguiremos engañándonos a nosotros mismos. Vigilar es vivir atentos a la realidad. Escuchar los gemidos de los que sufren. Sentir el amor de Dios a la vida. Vivir más atentos a su presencia misteriosa entre nosotros. Sin esta sensibilidad no es posible caminar tras los pasos de Jesús. Vivimos a veces inmunizados a las llamadas del evangelio. Tenemos corazón, pero se nos ha endurecido; tenemos oídos, pero no escuchamos lo que Jesús escuchaba; tenemos ojos, pero no vemos la vida como la veía él, ni miramos a las personas como él las miraba. Puede ocurrir entonces lo que Jesús quería evitar entre sus seguidores: verlos como «ciegos conduciendo a otros ciegos». Si no despertamos, a todos nos puede ocurrir lo de aquellos de la parábola que todavía, al final de los tiempos, preguntaban: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o extranjero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te asistimos?». 458

¿CÓMO DESPERTAR? Lo repitió Jesús una y otra vez: «Estad siempre despiertos». Le preocupaba que el fuego inicial se apagara y sus seguidores se durmieran. Es el gran riesgo de los cristianos: instalarnos cómodamente en nuestras creencias, «acostumbrarnos» al evangelio y vivir adormecidos en la observancia tranquila de una religión apagada. ¿Cómo despertar? Lo primero es volver a Jesús y sintonizar con la experiencia primera que desencadenó todo. No basta instalarnos «correctamente» en la tradición. Hemos de arraigar nuestra fe en la persona de Jesús, volver a nacer de su espíritu. Nada hay más importante que esto en la Iglesia. Solo Jesús nos puede conducir de nuevo a lo esencial. Necesitamos, además, reavivar la experiencia de Dios. Lo esencial del evangelio no se aprende desde fuera. Lo descubre cada uno en su interior como Buena Noticia de Dios. Hemos de aprender y enseñar caminos para encontrarnos con Dios. De poco sirve desarrollar temas didácticos de religión o seguir discutiendo de cuestiones de «moral 459

sexual», si no despertamos en nadie el gusto por un Dios amigo, fuente de vida digna y dichosa. Hay algo más. La clave desde la que Jesús vivía a Dios y miraba la vida entera no era el pecado, la moral o la ley, sino el sufrimiento de las gentes. Jesús no solo amaba a los desgraciados, sino que nada amaba más o por encima de ellos. No estamos siguiendo bien los pasos de Jesús si vivimos más preocupados por la religión que por el sufrimiento de las personas. Nada despertará a la Iglesia de su rutina, inmovilismo o mediocridad si no nos conmueve más el hambre, la humillación y el sufrimiento de las gentes. Lo importante para Jesús es siempre la vida digna y dichosa de las personas. Por eso, si nuestro «cristianismo» no sirve para hacer vivir y crecer, no sirve para lo esencial, por más nombres piadosos y venerables con que lo queramos designar. No hemos de mirar a otros. Cada uno hemos de sacudirnos de encima la indiferencia, la rutina y la pasividad que nos hace vivir dormidos. 460

REACCIONAR Los ensayos que conozco sobre el momento actual insisten mucho en las contradicciones de la sociedad contemporánea, en la gravedad de la crisis socio-cultural y económica, y en el carácter decadente de estos tiempos. Sin duda, también hablan de fragmentos de bondad y de belleza, y de gestos de nobleza y generosidad, pero todo ello parece quedar como ocultado por la fuerza del mal, el deterioro de la vida y la injusticia. Al final todo son «profecías de desventuras». Se olvida, por lo general, un dato enormemente esperanzador. Está creciendo en la conciencia de muchas personas un sentimiento de indignación ante tanta injusticia, degradación y sufrimiento. Son muchos los hombres y mujeres que no se resignan ya a aceptar una sociedad tan poco humana. De su corazón brota un «no» firme a lo inhumano. Esta resistencia al mal es común a cristianos y agnósticos. Como decía el teólogo holandés E. Schillebeeckx, puede hablarse dentro de la 461

sociedad moderna de «un frente común, de creyentes y no creyentes, de cara a un mundo mejor, de aspecto más humano». En el fondo de esta reacción hay una búsqueda de algo diferente, un reducto de esperanza, un anhelo de algo que en esta sociedad no se ve cumplido. Es el sentimiento de que podríamos ser más humanos, más felices y más buenos en una sociedad más justa, aunque siempre limitada y precaria. En este contexto cobra una actualidad particular la llamada de Jesús: «Estad en vela». Son palabras que invitan a despertar y a vivir con más lucidez, sin dejarnos arrastrar y modelar pasivamente por cuanto se impone en esta sociedad. Tal vez esto es lo primero. Reaccionar y mantener despierta la resistencia y la rebeldía. Atrevernos a ser diferentes. No actuar como todo el mundo. No identificarnos con lo inhumano de esta sociedad. Vivir en contradicción con tanta mediocridad y falta de sensatez. Iniciar la reacción. 462

Nos han de animar dos convicciones. El hombre no ha perdido su capacidad de ser más humano y de organizar una sociedad más digna. Por otra parte, el Espíritu de Dios sigue actuando en la historia y en el corazón de cada persona. Es posible cambiar el rumbo equivocado que lleva esta sociedad. Lo que se necesita es que cada vez haya más personas lúcidas que se atrevan a introducir sensatez en medio de tanta locura, sentido moral en medio de tanto vacío ético, calor humano y solidaridad en el interior de tanto pragmatismo sin corazón. NUNCA ES TARDE Desde que Sigmund Freud formuló la hipótesis de que toda una sociedad en su conjunto puede estar enferma, no han sido pocos los que han analizado sus posibles neurosis y enfermedades. Recientemente se viene hablando en la sociedad occidental de una «patología de la abundancia», cuyos síntomas son diversos. Un cierto 463

tipo de bienestar fácil puede llegar a atrofiar el crecimiento sano de la persona, aletargando su espíritu y adormeciendo su vitalidad. Pero, tal vez, uno de sus efectos más graves y generalizados es la frivolidad. La ligereza en el planteamiento de los problemas más serios de la vida. La superficialidad que lo invade casi todo. Este cultivo de lo frívolo se traduce a menudo en incoherencias fácilmente detectables entre nosotros. Se descuida la educación ética en la enseñanza y se eliminan los fundamentos de la vida moral, y luego nos extrañamos de que aumente la corrupción en la vida pública. Se incita a la ganancia del dinero fácil, se promueven los juegos de azar, y luego nos lamentamos de que se produzcan fraudes y negocios sucios. Se educa a los hijos en la insolidaridad y la búsqueda egoísta de su propio interés, y más tarde nos sorprende que se desentiendan de sus padres ancianos. Protestamos del número alarmante de violaciones y agresiones sexuales de todo tipo, pero se sigue fomentando el desenfreno sexual 464

de muchas maneras. Se exalta el amor libre y se trivializan las relaciones extramatrimoniales, y al mismo tiempo nos irritamos ante el sufrimiento inevitable de los fracasos y rupturas de los matrimonios. Cada uno se dedica a lo suyo, ignorando a quien no le sirva para su interés o placer inmediato, y luego nos extrañamos de sentirnos terriblemente solos. Nos alarmamos ante esa plaga moderna de la depresión y el «estrés», pero seguimos fomentando un estilo de vida agitado, superficial y vacío. De la frivolidad solo podemos liberarnos despertando de la inconsciencia, reaccionando con vigor y aprendiendo a vivir de manera más lúcida. Este es precisamente el grito del evangelio: «Despertad. Sacudíos el sueño. Sed lúcidos». Nunca es tarde para escuchar la llamada de Jesús a «vivir vigilantes», despertando de tanta frivolidad y asumiendo la vida de manera más responsable. REORIENTAR NUESTRA VIDA No siempre es fácil poner nombre a ese malestar profundo y persistente que podemos sentir en algún momento de la vida. Así me lo han 465

confesado en más de una ocasión personas que, por otra parte, buscaban «algo diferente», una luz nueva, tal vez una experiencia capaz de dar color nuevo a su vivir diario. Lo podemos llamar «vacío interior», insatisfacción, incapacidad de encontrar algo sólido que llene el deseo de vivir intensamente. Tal vez sería mejor llamarlo «aburrimiento», cansancio de vivir siempre lo mismo, sensación de no acertar con el secreto de la vida: nos estamos equivocando en algo esencial y no sabemos exactamente en qué. A veces, la crisis adquiere un tono religioso. ¿Podemos hablar de «pérdida de fe»? No sabemos ya en qué creer, nada logra iluminarnos por dentro, hemos abandonado la religión ingenua de otros tiempos, pero no la hemos sustituido por nada mejor. Puede crecer entonces en nosotros una sensación extraña: nos hemos quedado sin clave alguna para orientar nuestra vida. ¿Qué podemos hacer? Lo primero es no ceder a la tristeza ni a la crispación: todo nos está llamando a vivir. Dentro de ese malestar tan persistente hay algo muy saludable: nuestro deseo de vivir algo más positivo y menos postizo, 466

algo más digno y menos artificial. Lo que necesitamos es reorientar nuestra vida. No se trata de corregir un aspecto concreto de nuestra persona. Eso vendrá tal vez después. Ahora lo importante es ir a lo esencial, encontrar una fuente de vida y de salvación. ¿Por qué no nos detenemos a oír esa llamada urgente de Jesús a despertar? ¿No necesitamos escuchar sus palabras?: «Estad en vela», «daos cuenta del momento que vivís», «es hora de despertar». Todos hemos de preguntarnos qué es lo que estamos descuidando en nuestra vida, qué es lo que hemos de cambiar y a qué hemos de dedicar más atención y más tiempo. Las palabras de Jesús están dirigidas a todos y a cada uno: «Vigilad», Hemos de reaccionar. Si lo hacemos, viviremos uno de esos raros momentos en que nos sentimos «despiertos» desde lo más hondo de nuestro ser.

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37 CON LAS LÁMPARAS ENCENDIDAS Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: -El reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Que llega el esposo, salid a recibirlo». Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos un poco de su aceite, que se nos apagan las lámparas». Pero las sensatas contestaron: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compráis». Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: 468

«Señor, señor, ábrenos». Pero él respondió: «Os lo aseguro: no os conozco». Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora (Mateo 25,1-13). ANTES DE QUE SEA TARDE Mateo escribió su evangelio en unos momentos críticos para los seguidores de Jesús. La venida de Cristo se iba retrasando. La fe de no pocos se relajaba. Era necesario reavivar de nuevo la conversión primera recordando una parábola de Jesús. El relato nos habla de una fiesta de bodas. Llenas de alegría, un grupo de jóvenes «salen a esperar al esposo». No todas van bien preparadas. Unas llevan consigo aceite para encender sus antorchas; a las otras ni se les ha ocurrido pensar en ello. Creen que basta con llevar antorchas en sus manos. Como el esposo tarda en llegar, «a todas les entra el sueño y se duermen». Los problemas comienzan cuando se anuncia la llegada del esposo. Las jóvenes previsoras encienden sus antorchas y entran con él en el banquete. Las inconscientes se ven obligadas a salir a 469

comprarlo. Para cuando vuelven, «la puerta está cerrada». Es demasiado tarde. Es un error andar buscando un significado secreto al «aceite»: ¿será una alegoría para hablar del fervor espiritual, de la vida interior, de las buenas obras, del amor...? La parábola es sencillamente una llamada a vivir la adhesión a Cristo de manera responsable y lúcida ahora mismo, antes de que sea tarde. Cada uno sabrá qué es lo que ha de cuidar. Es una irresponsabilidad llamarnos cristianos y vivir la propia religión sin hacer más esfuerzos por parecemos a él: Es un error vivir con autocomplacencia en la propia Iglesia sin plantearnos una verdadera conversión a los valores evangélicos. Es propio de inconscientes sentirnos seguidores de Jesús sin «entrar» en el proyecto de Dios que él quiso poner en marcha. En estos momentos en que es tan fácil «relajarse», caer en el escepticismo e «ir tirando» por los caminos seguros de siempre, solo encuentro una manera de estar en la Iglesia: convirtiéndonos a Jesucristo. 470

ESPERAR A JESÚS CON LAS LÁMPARAS ENCENDIDAS Entre los primeros cristianos había, sin duda, discípulos «buenos» y discípulos «malos». Sin embargo, al escribir su evangelio, Mateo se preocupa sobre todo de recordar que, dentro de la comunidad cristiana, hay discípulos «sensatos» que están actuando de manera responsable y discípulos «necios» que actúan de manera frívola y descuidada. ¿Qué quiere decir esto? Mateo recuerda dos parábolas de Jesús. La primera es muy clara. Hay algunos que «escuchan las palabras de Jesús» y «las ponen en práctica». Toman en serio el evangelio y lo traducen en vida. Son como el «hombre sensato» que construye su casa sobre roca. Es el sector más responsable: los que van construyendo su vida y la de la Iglesia sobre la verdad de Jesús. Pero hay también quienes escuchan las palabras de Jesús y «no las ponen en práctica». Son tan «necios» como el hombre que «edifica su casa sobre arena». Su vida es un disparate. Si fuera solo por ellos, el cristianismo sería pura fachada, sin fundamento real en Jesús. 471

Esta parábola nos ayuda a captar el mensaje fundamental de otro relato en el que un grupo de jóvenes salen, llenas de alegría, a esperar al esposo para acompañarlo a la fiesta de su boda. Desde el comienzo se nos advierte que unas son «sensatas» y otras «necias». Las «sensatas» llevan consigo aceite para mantener encendidas sus lámparas; las «necias» no piensan en nada de esto. El esposo tarda, pero llega a medianoche. Las «sensatas» salen con sus lámparas a iluminar el camino, acompañan al esposo y «entran con él» en la fiesta. Las «necias», por su parte, no saben cómo resolver su problema: «se les apagan las lámparas». Así no pueden acompañar al esposo. Cuando llegan es tarde. La puerta está cerrada. El mensaje es claro y urgente. Es una insensatez seguir escuchando el evangelio sin hacer un esfuerzo mayor para convertirlo en vida: es construir un cristianismo sobre arena. Y es una necedad confesar a Jesucristo con una vida apagada, vacía de su espíritu y su verdad: es esperar a Jesús con las «lámparas apagadas». Jesús puede tardar, pero nosotros no podemos retrasar más nuestra conversión. 472

CREYENTES POCO SENSATOS Son bastantes las parábolas en que Jesús repite, de una manera o de otra, el mismo mensaje: «Lo mejor que tienen es la esperanza. No la perdáis. Mantenedla viva. No apaguéis su anhelo de vida eterna. Esperad con el corazón ardiendo. Sed lúcidos. Nada hay más triste que una persona "acabada" que ha perdido la esperanza en Dios». Jesús no utiliza un lenguaje moral. Para él, dejar que se apague en nosotros la esperanza no es un pecado, es una insensatez. Las jóvenes de la parábola, que dejan que se apague su lámpara antes de que llegue el esposo, son «necias», pues no han sabido mantener viva su espera. No se han ocupado de lo más importante que ha de hacer el ser humano: esperar a Dios hasta el final. No es fácil escuchar hoy este mensaje. Hemos perdido capacidad para vivir algo intensamente de manera duradera. El paso del tiempo lo desgasta todo. Al hombre de nuestros días solo parece fascinarle lo nuevo, lo actual, el momento presente. No acertamos a vivir algo de manera viva y permanente sin dejarlo languidecer. 473

Hemos encontrado una manera más razonable y sensata de mirar al futuro. Somos maestros en hacer toda clase de cálculos y previsiones para no correr riesgos en el futuro. Nos preocupamos de asegurar nuestra salud y garantizar nuestro nivel de vida; planificamos nuestra jubilación y nos organizamos una vejez tranquila. Todo ello está muy bien, pero no dejamos de ser insensatos si no reconocemos algo que es evidente: todas estas seguridades fabricadas por nosotros son inseguras. La advertencia evangélica no es irracional o absurda. Jesús invita sencillamente a vivir en el horizonte de la vida eterna, sin engañarnos ingenuamente sobre la caducidad y los límites de esta vida: «¿Qué previsiones hacen más allá de lo visible y perecedero? ¿Dónde piensan encontrar seguridad cuando se desmoronen sus seguridades?». Mantener despierta la esperanza significa no contentarse con cualquier cosa, no desesperar del ser humano, no perder nunca el anhelo de «vida eterna» para todos, no dejar de buscar, de creer y de 474

confiar. Aunque no lo sepan, quienes viven así están esperando la venida de Dios. HOMBRES ACABADOS Sorprende la insistencia con que Jesús habla de la vigilancia. Son numerosas las parábolas que nos invitan a adoptar una actitud vigilante ante la existencia. Nuestra mayor insensatez sería vivir «sin horizonte». Sumergimos en el presente, sin otra perspectiva más amplia. Ahogar nuestra vocación de infinito en la vulgaridad de una vida superficial y satisfecha. La esperanza cristiana no es algo desfasado. Por una parte, nos puede liberar de un optimismo ingenuo, que piensa que el ser humano puede darse a sí mismo todo lo que anda buscando. Por otra, nos puede despertar de la pasividad propia de quien se siente resignado o satisfecho. El ser humano no tiene solo «necesidades» que se apagan cuando han quedado satisfechas. Lo propio del hombre es «el deseo» que no se sacia nunca, puesto que está abierto a lo infinito y universal. El ser 475

humano es deseo de amor, verdad, plenitud, felicidad total. «Nunca hay nada logrado para el hombre» (L. Aragón). Nada puede satisfacerlo por completo. Nuestro mayor error es quedar atrapados en la mera satisfacción de algunas de nuestras necesidades. ¿No hay entre nosotros hombres y mujeres «acabados», sin afán alguno de superación, instalados aburridamente en una vida satisfecha? ¿No hay gentes que, en el fondo, no desean que cambie nada? Individuos replegados sobre sí mismos, insensibles al dolor ajeno, personas a las que se les ha «apagado» hace mucho tiempo «la lámpara» del amor gratuito y generoso. El evangelio nos invita a la vigilancia. La esperanza cristiana no instala en la inconsciencia. Al contrario, inquieta; anima nuestra responsabilidad y creatividad; no nos deja descansar. Una persona que mantiene encendida la lámpara de la esperanza es una persona eternamente insatisfecha, que nunca está del todo contenta ni de sí misma ni del mundo en que vive. Por eso, precisamente, se la ve 476

comprometida allí donde se está luchando por una vida mejor y más liberada. Estos son los creyentes «sensatos» que tanto necesita nuestra sociedad. Personas de esperanza incansable. Hombres y mujeres que saben que el crecimiento del nivel de vida no es la última salvación que apaciguará al ser humano. Creyentes que luchan por un mundo más humano, pero saben que nunca será un puro desarrollo de nuestros esfuerzos, sino regalo de Aquel en quien encontraremos un día la plenitud. CUANDO LA ESPERANZA SE ACABA A veces pensamos que lo contrario de la esperanza es la desesperación. No siempre es así. En una época de crisis como la nuestra, la pérdida de esperanza se manifiesta sobre todo en una actitud de desesperanza que lo va penetrando todo. Es fácil observar hoy este «desgaste» de la esperanza en bastantes personas. 477

A veces, el rasgo más evidente es la actitud negativa ante la vida. El que pierde la esperanza lo va viendo todo de manera cada vez más oscura. No es capaz de captar lo bueno, lo hermoso que hay en la existencia. No acierta a ver el lado positivo de las cosas, las personas o los acontecimientos. Todo está mal, todo es inútil. En esa actitud desesperanzada va malgastando la persona sus mejores energías. La falta de esperanza se manifiesta otras veces en una pérdida de confianza. La persona no espera ya gran cosa de la vida, de la sociedad, de los demás. Sobre todo, no espera ya mucho de sí misma. Por eso va rebajando poco a poco sus aspiraciones. Se siente mal consigo misma, pero no es capaz de reaccionar. No sabe dónde encontrar fuerzas para vivir. Lo más fácil entonces es caer en la pasividad y el escepticismo. La desesperanza viene otras veces acompañada de la tristeza. Desaparece la alegría de vivir. La persona se ríe y divierte por fuera, pero hay algo que ha muerto en su interior. El mal humor, el pesimismo y la 478

amargura están cada vez más presentes. Nada merece la pena. No hay un «porqué» para vivir. Lo único que queda es dejarse llevar por la vida. A veces la falta de esperanza se manifiesta sencillamente en cansancio. La vida se convierte en una carga pesada, difícil de llevar. Falta empuje y entusiasmo. La persona se siente cansada de todo. No es la fatiga normal después de un trabajo o actividad concreta. Es un cansancio vital, un aburrimiento profundo que nace desde dentro y envuelve toda la existencia de la persona. Sin duda son muchos los factores que pueden generar este desmoronamiento de la esperanza, pero muchas veces todo comienza con la pérdida de «vida interior». El problema de muchas personas no es «tener problemas», sino no tener fuerza interior para enfrentarse a ellos. Quiero recordar unas palabras de ese filósofo agnóstico, tan poco sospechoso de devaneos espirituales, que es Rafael Argullol: «Creo que bajo nuestra apariencia de fortaleza material y técnica hay una debilidad sustancial. Se va adelgazando la silueta espiritual del 479

hombre». Según el escritor catalán, esa «delgadez espiritual» está en el origen del miedo, la inseguridad y la inconsistencia del hombre contemporáneo. Son momentos de recordar la parábola de Jesús y su advertencia. Es una insensatez dejar que se apague «el aceite de nuestras lámparas». Un hombre vacío de espíritu y empobrecido interiormente no puede caminar hacia su verdadero progreso ni orientarse hacia su salvación definitiva.

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38 NO AL CONSERVADURISMO Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: -Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus empleados y les dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: «Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco». Su señor le dijo: «Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor». 481

Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos». Su señor le dijo: «Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor». Finalmente se acercó el que había recibido un talento y dijo: «Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo». El señor le respondió: «Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mateo 25,14-30). 482

NO ENTERRAR LA VIDA La parábola de los talentos es seguramente una de las más conocidas. Antes de salir de viaje, un señor confía sus bienes a tres empleados. Los dos primeros se ponen de inmediato a trabajar. Cuando el señor regresa, le presentan los resultados: ambos han duplicado los talentos recibidos. Su esfuerzo es premiado con generosidad, pues han sabido responder a las expectativas de su señor. La actuación del tercer empleado es extraña. Lo único que se le ocurre es «esconder bajo tierra» el talento recibido y conservarlo seguro hasta el final. Cuando llega el señor, se lo entrega pensando que ha respondido fielmente a sus deseos: «Aquí tienes lo tuyo». El señor lo condena. Este empleado «negligente y holgazán» no ha entendido nada. Solo ha pensado en su seguridad. El mensaje de Jesús es claro. No al conservadurismo, sí a la creatividad. No a una vida estéril, sí a la respuesta activa a Dios. No a la obsesión por la seguridad, sí al esfuerzo arriesgado por transformar el mundo. No a la fe enterrada bajo el conformismo, sí al seguimiento comprometido a Jesús. 483

Es muy tentador vivir siempre evitando problemas y buscando tranquilidad: no comprometernos en nada que nos pueda complicar la vida, defender nuestro pequeño bienestar. No hay mejor forma de vivir una vida estéril, pequeña y sin horizonte. Lo mismo sucede en la vida cristiana. Nuestro mayor riesgo no es salirnos de los esquemas de siempre y caer en innovaciones exageradas, sino congelar nuestra fe y apagar la frescura del evangelio. Hemos de preguntarnos qué estamos sembrando en la sociedad, a quiénes contagiamos esperanza, dónde aliviamos sufrimiento. Sería un error presentarnos ante Dios con la actitud del tercer siervo: «Aquí tienes lo tuyo. Aquí está tu evangelio, el proyecto de tu reino, tu mensaje de amor a los que sufren. Lo hemos conservado fielmente. No ha servido para transformar nuestra vida ni para introducir tu reino en el mundo. No hemos querido correr riesgos. Pero aquí lo tienes intacto». DESPERTAR LA RESPONSABILIDAD La parábola de los talentos es un relato abierto que se presta a lecturas diversas. De hecho, comentaristas y predicadores la han 484

interpretado con frecuencia en un sentido alegórico orientado en diferentes direcciones. Es importante que nos centremos en la actuación del tercer siervo, pues ocupa la mayor atención y espacio en la parábola. Su conducta es extraña. Mientras los otros siervos se dedican a hacer fructificar los bienes que les ha confiado su señor, al tercero no se le ocurre nada mejor que «esconder bajo tierra» el talento recibido para conservarlo seguro. Cuando el señor llega, lo condena como siervo «negligente y holgazán» que no ha entendido nada. ¿Cómo se explica su comportamiento? Este siervo no se siente identificado con su señor ni con sus intereses. En ningún momento actúa movido por el amor. No ama a u señor, le tiene miedo. Y es precisamente ese miedo el que lo lleva actuar buscando su propia seguridad. Él mismo lo explica todo: Tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra». Este siervo no entiende en qué consiste su verdadera responsabilidad. Piensa que está respondiendo a las expectativas de su 485

señor conservando su talento seguro, aunque improductivo. No conoce lo que es una fidelidad activa y creativa. No se implica en los proyectos de su señor. Cuando este llega, se lo dice claramente: «Aquí tienes lo tuyo». En estos momentos en que, al parecer, el cristianismo de no pocos ha llegado a un punto en el que lo primordial es «conservar» no tanto buscar con coraje caminos nuevos para acoger, vivir y anunciar su proyecto del reino de Dios, hemos de escuchar atentamente la parábola de Jesús. Hoy nos la dice a nosotros. Si nunca nos sentimos llamados a seguir las exigencias de Cristo más allá de lo enseñado y mandado siempre; si no arriesgamos nada por hacer una Iglesia más fiel a Jesús; si nos mantenemos ajenos a cualquier conversión que nos pueda complicar la vida; si no asumimos la responsabilidad del reino como lo hizo Jesús, buscando «vino nuevo en odres nuevos», es que necesitamos aprender la fidelidad activa, creativa y arriesgada a la que nos invita su parábola. 486

EL MIEDO A CORRER RIESGOS Con frecuencia se entiende la religión como un sistema de creencias y prácticas que sirven para protegerse contra Dios, pero no ayudan a vivir de manera creativa. Esta religión conduce a una vida triste y estéril donde lo importante es vivir seguros ante Dios, pero donde falta alegría y dinamismo. Hay que decirlo sin rodeos. En el fondo de esa religión solo hay miedo. Quien busca protegerse de Dios es que le tiene miedo. Esa persona no ama a Dios, no confía en él, no disfruta de su misericordia. Solo le teme, y por eso busca en la religión remedio para sus miedos y fantasmas. Después de Jesús no tenemos ya derecho a entender y vivir así lo religioso. Dios no es un tirano que atemoriza a los hombres buscando egoístamente su propio interés, sino un Padre que le confía a cada uno el gran regalo de la vida. Por eso Jesús imagina a sus seguidores no como «observantes piadosos» de una religión, sino como creyentes audaces dispuestos a correr riesgos y superar dificultades para «crear» 487

una vida más digna y dichosa para todos. Un discípulo de Jesús se siente llamado a todo menos a enterrar su vida de manera estéril. El tercer siervo de la parábola es condenado, no por hacer algo malo, sino porque, paralizado por el miedo a su señor, «entierra» los talentos que se le han confiado. El mensaje es claro. A Dios no se le puede devolver la vida diciendo: «Aquí está lo tuyo. La vida que me diste no ha servido para nada». Es un error vivir una vida «religiosamente correcta», sin arriesgarnos a vivir el amor de manera más audaz y creativa. Quien solo busca cuidar su vida, protegerla y defenderla, la echa perder. Quien no sigue las aspiraciones más nobles de su corazón por miedo a fracasar, ya está fracasando. Quien no toma iniciativa alguna por miedo a equivocarse, ya se está equivocando. Quien solo se dedica a conservar su virtud y su fe, corre el riesgo de enterrar su vida. Al final no habremos cometido grandes errores, pero no habremos vivido. Jesús es una invitación a vivir intensamente. A lo único que hemos de temer es a vivir siempre con miedo a arriesgarnos, con temor a salirnos 488

de lo «correcto», sin audacia para renovarnos, sin valor para actualizar el evangelio, sin fantasía para inventar el amor cristiano. CRÍTICA DE JESÚS AL CONSERVADURISMO Nadie se atrevería hoy a hacer una crítica tan radical al conservadurismo cristiano como la que hace Jesús en esta parábola de los talentos. No hemos de olvidar que el tercer siervo de la parábola es condenado no porque haya cometido maldad alguna, sino porque se ha limitado a conservar estérilmente lo recibido sin hacerla fructificar. Lo que Jesús critica no es simplemente «el pecado de omisión», sino la actitud conservadora de quien, por miedo al riesgo, reduce la fe a mera autoconservación, impidiendo su crecimiento y expansión. No hemos de mirar a otros. El miedo al riesgo y la tentación fácil del conservadurismo nos acechan a todos. Pero ese miedo no es cristiano, y puede ocultar una falta de fe en la fuerza que se encierra en el evangelio.

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Es explicable que a los dirigentes eclesiásticos les preocupe en estos momentos asegurar la ortodoxia y poner orden en el interior de la Iglesia, pero, ¿es eso lo que va a revitalizar el espíritu de los creyentes? Para los teólogos puede ser más cómodo «repetir» una teología heredada, ignorando los interrogantes, intuiciones y valores del hombre moderno, pero, ¿no se esteriliza así el cristianismo haciéndolo aparecer como una reliquia históricamente superada? Para los pastores puede ser más fácil y gratificante «restaurar» formas religiosas tradicionales para ofrecerlas a quienes todavía se acercan al templo, pero, ¿es esa la manera más evangélica de hacer fructificar hoy la fuerza salvadora de Jesucristo en las nuevas generaciones? A todos nos puede parecer hoy más seguro y prudente defender la fe en una especie de gueto y esperar a que lleguen tiempos mejores, pero, ¿no es más evangélico vivir en medio de la sociedad actual esforzándonos por construir un mundo mejor y más humano? 490

La actitud conservadora es tanto más peligrosa cuanto que no se presenta bajo su propio nombre, sino invocando la ortodoxia, el sentido de Iglesia o la defensa de los valores cristianos. Pero, ¿no es, una vez más, una manera de congelar el evangelio? La Iglesia no pierde su fuerza y vigor evangélico por los ataques que recibe de fuera, sino porque dentro de ella no somos capaces de confiar radicalmente en el Espíritu, y de responder de manera audaz y arriesgada a los retos de nuestro tiempo. Lo más grave es que, imitando al siervo de la parábola, creemos estar respondiendo fielmente a Dios con nuestra postura conservadora, cuando en realidad estamos defraudando sus expectativas. NUESTRA TAREA NO ES CONSERVAR EL PASADO El quehacer de la Iglesia no es conservar el pasado. Nadie puede poner en duda su necesidad de alimentarse en la experiencia fundante de Cristo, ni de reavivar una y otra vez lo mejor que el Espíritu de Jesús ha generado a lo largo de los siglos, pero la Iglesia no ha de convertirse en monumento de lo que ha sido. De nada sirve ser fieles al pasado 491

cuando ese pasado apenas guarda relación con los interrogantes y desafíos del presente. El objetivo de la Iglesia tampoco es sobrevivir. Esto significaría olvidar su misión más profunda, que es comunicar en cada momento histórico la Buena Noticia de un Dios Padre que ha de ser estímulo, horizonte y esperanza para el ser humano. De nada sirve restaurar el pasado si no somos capaces de transmitir algo significativo a los hombres y mujeres de hoy. Por eso las virtudes que hay que desarrollar en el interior de la Iglesia actual no se llaman «prudencia», «conformidad», «resignación», «fidelidad al pasado». Llevan más bien el nombre de «audacia», «capacidad de riesgo», «búsqueda creativa», «escucha al Espíritu», que todo lo hace nuevo. Arriesgar no es un camino fácil para ninguna institución, tampoco para la Iglesia. Pero no hay otro si queremos comunicar la experiencia cristiana en un mundo que ha cambiado radicalmente. 492

Cuando se vive del Espíritu creador de Dios, pertenecer a una institución que tiene dos mil años no es una excusa para no arriesgarse. Algo está fallando en la Iglesia si la propia seguridad se vuelve más importante que la búsqueda creativa y arriesgada de caminos nuevos para comunicar al hombre de hoy el evangelio y la esperanza cristiana. Lo más grave del «tercer siervo» de la parábola evangélica no es que entierra su talento sin hacerlo fructificar, sino que piensa equivocadamente estar respondiendo fielmente a Dios con su postura conservadora, a salvo de todo riesgo. El hecho de no cambiar nada no significa que estemos siendo fieles a Dios. Nuestra supuesta fidelidad puede ocultar cosas como rigidez, cobardía, inmovilismo, comodidad y, en definitiva, falta de fe en la creatividad del Espíritu. La verdadera fidelidad a Dios no se vive desde la pasividad y la inercia, sino desde la vitalidad y el riesgo de quien trata de escuchar hoy sus llamadas.

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39 UN JUICIO SORPRENDENTE Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: -Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: «Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Entonces los justos le contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te 494

vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?». Y el rey les dirá: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis». Y entonces dirá a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis». Entonces también estos contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos?» Y él replicará: «Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de estos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo». Y estos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna (Mateo 25,31-46).

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Un juicio sorprendente Las fuentes no admiten dudas. Jesús vive volcado hacia aquellos que ve necesitados de ayuda. Es incapaz de pasar de largo. Ningún sufrimiento le es ajeno. Se identifica con los más pequeños y desvalidos y hace por ellos todo lo que puede. Para él, la compasión es lo primero. El único modo de parecernos a Dios: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». No nos debería extrañar que, al hablar del Juicio final, Jesús presente la compasión como el criterio último y decisivo que juzgará nuestras vidas y nuestra identificación con él. ¿Cómo nos va a sorprender que se presente identificado con todos los pobres y desgraciados de la historia? Según el relato de Mateo, «todas las naciones» comparecen ante el Hijo del hombre, es decir, ante Jesús el compasivo. No se hace diferencia alguna entre «pueblo elegido» y «pueblos paganos». Nada se dice de las diferentes religiones y cultos. Se habla de algo muy humano 496

y que todos entienden: ¿qué hemos hecho con los que han vivido sufriendo junto a nosotros? El evangelista no se detiene propiamente a describir los detalles de un juicio. Lo que destaca es un doble diálogo que arroja una luz inmensa sobre nuestro presente, y nos abre los ojos para ver que, en definitiva, hay dos maneras de reaccionar ante los que sufren: nos compadecemos y les ayudamos o nos desentendemos y los abandonamos. El que habla es un juez que está identificado con todos los pobres y necesitados: «Cada vez que ayudasteis a uno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis». Quienes se han acercado a ayudar a un necesitado se han acercado a él. Por eso han de estar junto a él en el reino: «Venid, benditos de mi Padre». Luego se dirige a quienes han vivido sin compasión: «Cada vez que no ayudasteis a uno de estos pequeños, lo dejasteis de hacer conmigo». Quienes se han apartado de los que sufren se han apartado 497

de Jesús. Es lógico que ahora les diga: «Apartaos de mí». Seguid vuestro camino. Nuestra vida se está jugando ahora mismo. No hay que esperar ningún juicio. Ahora nos estamos acercando o alejando de los que sufren. Ahora nos estamos acercando o alejando de Cristo. Ahora estamos decidiendo nuestra vida. LO DECISIVO NO ES LA RELIGIÓN La parábola del «juicio final» es, en realidad, una descripción grandiosa del veredicto final sobre la historia humana. No es fácil reconstruir el relato original de Jesús, pero la escena nos permite captar la «revolución» que ha introducido en la orientación del mundo. Allí están gentes de todas las razas y pueblos, de todas las culturas y religiones. Se va a escuchar la última palabra que lo esclarecerá todo. Dos grupos van emergiendo de aquella muchedumbre. Unos son llamados a recibir la bendición de Dios: son los que se han acercado con compasión a los necesitados. Otros son invitados a apartarse: han vivido indiferentes al sufrimiento de los demás. 498

Lo que va a decidir la suerte final no es la religión en la que uno ha vivido ni la fe que ha confesado durante su vida. Lo decisivo es vivir con compasión ayudando a quien sufre y necesita nuestra ayuda. Lo que se hace a gentes hambrientas, inmigrantes indefensos, enfermos desvalidos o encarcelados olvidados por todos se le está haciendo al mismo Dios, encarnado en Jesús. La religión más agradable al Creador es la ayuda al que sufre. En la escena evangélica no se pronuncian grandes palabras como «justicia», «solidaridad» o «democracia». Sobran todas, si no hay ayuda real a los que sufren. Jesús habla de comida, ropa, algo de beber, un techo para guarecerse. No se habla tampoco de «amor». A Jesús le resulta un lenguaje demasiado abstracto. No lo usó prácticamente nunca. Aquí se habla de cosas tan concretas como «dar de comer», «vestir», «hospedar», «visitar», «acudir». En el «atardecer de la vida» no se nos examinará del amor; se nos preguntará qué hemos hecho en concreto ante las personas que necesitaban nuestra ayuda. 499

Este es el grito de Jesús a toda la humanidad: ocúpense de los que sufren, cuiden a los pequeños. En ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios si no es liberando a las gentes del sufrimiento. Ninguna religión será bendecida por él si no genera compasión hacia los últimos. LA SORPRESA FINAL Los cristianos llevamos veinte siglos hablando del amor. Repetimos constantemente que el amor es el criterio último de toda actitud y comportamiento. Afirmamos que desde el amor será pronunciado el juicio definitivo sobre todas las personas, estructuras y realizaciones de los hombres. Sin embargo, con ese lenguaje tan hermoso del amor, podemos estar ocultando con frecuencia el mensaje auténtico de Jesús, mucho más directo, sencillo y concreto. Es sorprendente observar que Jesús apenas pronuncia en los evangelios la palabra «amor». Tampoco en esta parábola que nos describe la suerte final de los humanos. Al final no se nos juzgará de manera general sobre el amor, sino sobre algo mucho más concreto: 500

¿qué hemos hecho cuando nos hemos encontrado con alguien que nos necesitaba? ¿Cómo hemos reaccionado ante los problemas y sufrimientos de personas concretas que hemos ido encontrando en nuestro camino? Lo decisivo en la vida no es lo que decimos o pensamos, lo que creemos o escribimos. No bastan tampoco los sentimientos hermosos ni las protestas estériles. Lo importante es ayudar a quien nos necesita. La mayoría de los cristianos nos sentimos satisfechos y tranquilos porque no hacemos a nadie ningún mal especialmente grave. Se nos olvida que, según la advertencia de Jesús, estamos preparando nuestro fracaso final siempre que cerramos nuestros ojos a las necesidades ajenas, siempre que eludimos cualquier responsabilidad que no sea en beneficio propio, siempre que nos contentamos con criticarlo todo, sin echar una mano a nadie. La parábola de Jesús nos obliga a hacernos preguntas muy concretas: ¿estoy haciendo algo por alguien?, ¿a qué personas puedo 501

yo prestar ayuda?, ¿qué hago para que reine un poco más de justicia, solidaridad y amistad entre nosotros?, ¿qué más podría hacer? La última y decisiva enseñanza de Jesús es esta: el reino de Dios es y será siempre de los que aman al pobre y le ayudan en su necesidad. Esto es lo esencial y definitivo. Un día se nos abrirán los ojos y descubriremos con sorpresa que el amor es la única verdad, y que Dios reina allí donde hay hombres y mujeres capaces de amar y preocuparse por los demás. MÁS QUE UNA LIMOSNA Es bueno recordar el test definitivo de nuestra existencia, aunque sintamos una vez más malestar ante la palabra de Jesús. Nuestra suerte se decidirá a partir de nuestro comportamiento práctico ante el sufrimiento de los pobres, hambrientos, enfermos, encarcelados... Esta será la pregunta: ¿qué has hecho tú ante ese hermano al que encontraste sufriendo en tu camino? Nosotros lo hemos querido resolver todo de una manera muy sencilla: dando dinero, aportando nuestra limosna y contribuyendo en las 502

colectas. Pero las cosas no son tan sencillas. «Las exigencias del amor que aquí se piden no se satisfacen con el sacramento del dinero, por la sencilla razón de que la misma manera de adquirir este dinero vuelve a incrementar la pobreza que con él se quiere remediar» (Johann Baptist Metz). El amor a los necesitados no puede quedar reducido a «dar dinero», entre otras cosas porque no tiene sentido expresar nuestra solidaridad y compasión al necesitado con un dinero adquirido quizá de manera insolidaria y sin compasión de ninguna clase. Para el hombre bíblico, la limosna tenía un contenido profundo que hoy se nos escapa. La limosna se designa en hebreo con el término sedaqá, que significa «justicia». Podríamos decir que «dar limosna» equivale a «hacer justicia» en nombre de Dios a quienes no se la hacen los hombres. Nuestro amor a los necesitados no se puede reducir a una acción asistencial, aunque esta es totalmente imprescindible ante situaciones que no admiten demora. Tenemos que descubrir la injusticia que se 503

encierra en nuestras vidas aprendiendo poco a poco a mirarnos a nosotros mismos y mirar nuestros bienes desde los ojos de las gentes y los pueblos pobres. Hoy como siempre se nos pide dar un vaso de agua a quien encontremos sediento, pero se nos pide además ir transformando nuestra sociedad al servicio de los más necesitados y desposeídos. Ante las injusticias concretas de nuestra sociedad, un cristiano no puede pretender una neutralidad ingenua, diciendo que no se quiere «meter en política». De una manera o de otra, con nuestras situaciones o con nuestra pasividad, todos «hacemos política», los individuos y las instituciones. Por eso no se trata de decidir si haremos política o no, sino de plantearnos a favor de quién haremos política. Un creyente que escucha las palabras de Jesús, siga al partido que siga, solo puede hacer una política: la que favorezca a los más necesitados y abandonados.

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ESTOY EN LA CÁRCEL Y NO ME VISITÁIS Todo el mundo lo sabe. La cárcel no rehabilita al delincuente. Los penalistas hablan de que la pena ha de contribuir a la resocialización del penado, a su «reinserción» o «integración» en la sociedad. De hecho no es así. Al contrario, en muchos casos, la prisión lo envilece, destruye aún más su personalidad e incluso lo hunde definitivamente en el camino de la delincuencia. Los penalistas exponen con rigor sus críticas al actual sistema penitenciario. Por una parte parece contradictorio pretender reinsertar en la sociedad a quien se le aparta de ella mediante una drástica prisión. Por otra, si el tratamiento al recluso se reduce a una intervención externa, difícilmente se pueden lograr cambios fundamentales en la personalidad del preso, en su esquema de valores o en su actitud ante la vida. Mientras tanto, es general en la sociedad el olvido y la indiferencia. Los presos no interesan. Son pocos y la defensa de su causa no da votos. Los colectivos que los apoyan resultan molestos. Socialmente 505

funcionan más bien dos principios muy simples: «Hay que defenderse de los infractores del orden» (seguridad ciudadana), «el que la hace la paga» (justicia estricta). En esta sociedad que se dice progresista, nadie se quiere enterar de que muchos de los encarcelados -basta tratar con ellos-, provenientes de la marginación, esclavos de la droga, con mala salud física o mental, privados de afecto, con un futuro incierto, están abocados a una destrucción progresiva al no recibir la ayuda que necesitan. Es cierto que se trabaja cada vez más para mejorar su tratamiento médico y asistencia psicológica, la gestión de permisos y salidas terapéuticos o la aplicación de medidas a las que tienen derecho. No es suficiente. Esta cárcel no ayuda a la recuperación humana y social de los presos y las presas. La sociedad ha de conocer mejor el sufrimiento y la destrucción que padece este grupo de personas. Los penalistas han de suscitar un amplio debate social. Los responsables públicos han de buscar alternativas eficaces. Mientras tanto, en la conciencia de los 506

creyentes ha de resonar actualizado el grito de Cristo: «Estoy en la cárcel y no me visitan».

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40 CRUCIFICADO Los que pasaban lo injuriaban y decían, meneando la cabeza: -Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo: si eres Hijo de Dios, baja de la cruz. Los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también diciendo: -A otros ha salvado, y él no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios? Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban. Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó: -Elí, Elí, lamá sabaktaní (es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») Al oírlo, algunos de los que estaban por allí dijeron: -A Elías llama este. 508

Uno de ellos fue corriendo; enseguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio a beber. Los demás decían: -Dejadlo, a ver si viene Elías a salvarlo. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu (Mateo 27,39-50). NO TE BAJES DE LA CRUZ Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él y, riéndose de su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: si eres Hijo de Dios, «sálvate a ti mismo» y «bájate de la cruz». Esa es exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros mismos, pensar solo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la cruz, pasarnos la vida sorteando todo lo que nos puede hacer sufrir. ¿Será también Dios como nosotros? ¿Alguien que solo piensa en sí mismo y en su felicidad?

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Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No pronuncia palabra alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su respuesta es el silencio. Un silencio que es respeto a quienes lo desprecian y, sobre todo, compasión y amor. Jesús solo rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito desgarrador: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». No pide que lo salve bajándolo de la cruz. Solo que no se oculte ni lo abandone en este momento de muerte y sufrimiento extremo. y Dios, su Padre, permanece en silencio. Solo escuchando hasta el fondo este silencio de Dios descubrimos algo de su misterio. Dios no es un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento humano, sino un Dios callado, impotente y humillado, que sufre con nosotros el dolor, la oscuridad y hasta la misma muerte. Por eso, al contemplar al Crucificado, nuestra reacción no puede ser de burla o desprecio, sino de oración confiada y agradecida: «No te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción. ¿De qué nos 510

serviría un Dios que no conociera nuestros sufrimientos? ¿Quién nos podría entender?». ¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas? ¿Dónde podrían poner su esperanza tantas mujeres humilladas y violentadas sin defensa alguna? ¿A qué se agarrarían los enfermos crónicos y los moribundos? ¿Quién podría ofrecer consuelo a las víctimas de tantas guerras, terrorismos, hambres y miserias? No. No te bajes de la cruz, pues, si no te sentimos «crucificado» junto a nosotros, nos veremos más «perdidos». CRUCIFICADO CON NOSOTROS El sufrimiento lleva a muchos a gritar a Dios. No todos lo hacen de la misma forma. Algunos preguntan por Dios teóricamente: «¿Cómo puede Dios permitir esto?». Tienen la impresión de que Dios es una especie de fuerza ciega e insensible que no se preocupa de nadie. De ordinario habla así quien contempla el sufrimiento desde lejos. No es esta la pregunta del que lo sufre en su propia carne. Su grito tiene otro 511

acento más desgarrador: «Dios mío, ¿dónde estás?, ¿por qué te ocultas?, ¿no sientes mi dolor y mi pena?». En el corazón de la fe cristiana hay una historia de pasión. Es la historia de Jesús perseguido, abandonado, torturado y crucificado. Ninguna otra religión tiene una figura martirizada en su centro. Pero -lo que es más escandaloso aún-, en el centro de esta pasión está la experiencia del abandono de Dios. Después de tres horas de silencio, clavado en la cruz, aguardando la muerte, Jesús lanza un grito desgarrador: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Lo que angustia a Jesús no es solo la muerte. Es el temor a que, después de haber confiado totalmente en el Padre, este lo pueda «abandonar». ¿Dónde quedará el reino de Dios cuya dicha ha prometido a los pobres y desgraciados del mundo? Es el silencio espantoso de Dios lo que le hace gritar. Y es ese precisamente el grito al que tantas personas atormentadas se siguen uniendo todavía hoy, pues expresa lo que sienten: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». 512

Pero, ¿es realmente así? Si lo ha dejado morir solo y abandonado en la cruz, Dios no solo sería un Dios insensible, sino también un Dios cruel. Pero en la primera comunidad cristiana afirman rotundamente lo contrario. «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Corintios 5,19). Cuando Cristo sufre en la cruz, el Padre sufre la muerte de su Hijo amado. Ambos sufren, aunque de manera distinta: Cristo sufre la muerte en su carne humana. El Padre sufre la muerte de su Hijo en su corazón de Padre. La pasión de Cristo le hace sufrir a Dios, es la pasión de Dios. Esto lo cambia todo. Si Dios mismo está sufriendo en Cristo, entonces Cristo trae la comunión de Dios con quienes se ven humillados y crucificados como él. Su cruz, levantada entre nuestras cruces, es la señal de que Dios sufre en todo sufrimiento humano. A Dios le duele el hambre de los niños de Etiopía, la humillación de las mujeres de Iraq o la angustia de los torturados por tantos abusos e injusticias. Este Dios «crucificado con nosotros» es nuestra esperanza. No sabemos por qué Dios permite el mal. Y, aunque lo supiéramos, no nos 513

serviría de mucho. Sabemos que Dios sufre con nosotros. Esto es lo decisivo, pues, con Dios, la cruz termina en resurrección, el sufrimiento en dicha eterna. EL CAMINO PARA SALVAR AL SER HUMANO Para un cristiano, la cruz de Cristo no es un acontecimiento más que se pierde en el pasado. Es el acontecimiento decisivo en el que Dios salva a la humanidad. Por eso, la vida de Jesús entregada hasta la muerte nos revela el camino para liberar y salvar al ser humano. La cruz nos revela, en primer lugar, que es importante «cargar con el pecado». Por supuesto, hay que eliminar el mal y la injusticia, hay que combatirlos de todas las formas posibles. Pero hemos de estar dispuestos a cargar con ese mal hasta donde haga falta. Jesús redime sufriendo. Solo quienes se implican hasta sufrir el mal en su propia carne humanizan el mundo. La cruz nos revela además que el amor redime de la crueldad. Muchos dirán que lo importante es la defensa de la democracia y de sus valores, ¿para qué queremos el amor? Pues bien, el amor es necesario 514

para llegar a ser sencillamente humanos. Se olvida que la misma ilustración basó la democracia sobre «la libertad, la igualdad y la fraternidad». Hoy se insiste mucho en la libertad, apenas se habla de igualdad y no se dice nada de la fraternidad. Cristo redime amando hasta el final. Una democracia sin amor fraterno no llevará a una sociedad más humana. La cruz revela también que la verdad redime de la mentira. Se piensa que, para combatir el mal, lo único importante es la eficacia de las estrategias. No es cierto. Si no hay voluntad de verdad, si se difunde la mentira o se encubre la realidad, se está obstaculizando el camino hacia la reconciliación. Cristo redime dando testimonio de la verdad hasta el final. Solo quienes buscan la verdad por encima de sus propios intereses humanizan el mundo. Nuestra sociedad sigue necesitando urgentemente amor y verdad. Indudablemente hemos de concretar sus exigencias entre nosotros. Pero concretar el amor y la verdad no significa desvirtuarlos o manipularlos, menos aún eliminarlos. Quienes «cargan con el pecado» 515

de todos y siguen luchando hasta el final por poner amor y verdad entre los hombres generan esperanza. El teólogo alemán Jürgen Moltmann hace esta afirmación: «No toda vida es motivo de esperanza, pero sí esta vida de Jesús, que por amor toma sobre sí la cruz y la muerte». CARGAR

CON LA CRUZ

Lo que nos hace cristianos es seguir a Jesús. Nada más. Este seguimiento a Jesús no es algo teórico o abstracto. Significa seguir sus pasos, comprometernos como él a «humanizar la vida», y vivir así contribuyendo a que, poco a poco, se vaya haciendo realidad su proyecto de un mundo donde reine Dios y su justicia. Esto quiere decir que los seguidores de Jesús estamos llamados a poner verdad donde hay mentira, a introducir justicia donde hay abusos y crueldad con los más débiles, a reclamar compasión donde hay indiferencia ante los que sufren. Y esto exige construir comunidades donde se viva con el proyecto de Jesús, con su espíritu y sus actitudes. Seguir así a Jesús trae consigo conflictos, problemas y sufrimiento. Hay que estar dispuestos a cargar con las reacciones y resistencias de 516

quienes, por una razón u otra, no buscan un mundo más humano, tal como lo quiere ese Dios encarnado en Jesús. Quieren otra cosa. Los evangelios han conservado una llamada realista de Jesús a sus seguidores. Lo escandaloso de la imagen solo puede provenir de él: «Si alguno quiere venir detrás de mí... cargue sobre las espaldas su cruz y sígame». Jesús no los engaña. Si le siguen de verdad, tendrán que compartir su destino. Terminarán como él. Esa será la mejor prueba de que su seguimiento es fiel. Seguir a Jesús es una tarea apasionante: es difícil imaginar una vida más digna y noble. Pero tiene un precio. Para seguir a Jesús es importante «hace»: hacer un mundo más justo y más humano; hacer una Iglesia más fiel a Jesús y más coherente con el evangelio. Sin embargo, es tan importante o más «padecer»: padecer por un mundo más digno; padecer por una Iglesia más evangélica. Al final de su vida, el teólogo Karl Rahner escribió esto: «Creo que ser cristiano es la tarea más sencilla, la más simple y, a la vez, aquella pesada "carga ligera" de que habla el evangelio. Cuando uno carga con 517

ella, ella carga con uno, y cuanto más tiempo viva uno, tanto más pesada y más ligera llegará a ser. Al final solo queda el misterio. Pero es el misterio de Jesús». SEGUIR A JESÚS CONDUCE A LA CRUZ Estamos tan familiarizados con la cruz del Calvario que ya no nos causa impresión alguna. La costumbre lo domestica y lo «rebaja» todo. Por eso es bueno recordar algunos aspectos demasiado olvidados del Crucificado. Empecemos por decir que Jesús no ha muerto de muerte natural. Su muerte no ha sido la extinción esperada de su vida biológica. A Jesús lo han matado violentamente. No ha muerto tampoco víctima de un accidente casual ni fortuito, sino ajusticiado, después de un proceso llevado a cabo por las fuerzas religiosas y civiles más influyentes de aquella sociedad. Su muerte ha sido consecuencia de la reacción que provocó con su actuación libre, fraterna y solidaria con los más pobres y abandonados de aquella sociedad. 518

Esto quiere decir que no se puede vivir el evangelio impunemente. No se puede construir el reino de Dios, que es reino de fraternidad, libertad y justicia, sin provocar el rechazo y la persecución de aquellos a los que no interesa cambio alguno. Imposible la solidaridad con los indefensos sin sufrir la reacción de los poderosos. Su compromiso por crear una sociedad más justa y humana fue tan concreto y serio que hasta su misma vida quedó comprometida. Y, sin embargo, Jesús no fue un guerrillero, ni un líder político, ni un fanático religioso. Fue un hombre en el que se encarnó y se hizo realidad el amor insondable de Dios a los hombres. Por eso ahora sabemos cuáles son las fuerzas que se sienten amenazadas cuando el amor verdadero penetra en una sociedad, y cómo reaccionan violentamente tratando de suprimir y ahogar la actuación de quienes buscan una fraternidad más justa y libre. El evangelio siempre será perseguido por quienes ponen la seguridad y el orden por encima de la fraternidad y la justicia (fariseísmo). El reino de Dios siempre se verá obstaculizado por toda fuerza política que se 519

entienda a sí misma como poder absoluto (Pilato). El mensaje del amor será rechazado en su raíz por toda religión en la que Dios no sea Padre de los que sufren (sacerdotes judíos). Seguir a Jesús conduce siempre a la cruz; implica estar dispuestos a sufrir el conflicto, la polémica, la persecución y hasta la muerte. Pero su resurrección nos revela que a una vida crucificada, vivida hasta el final con el espíritu de Jesús, solo le espera resurrección.

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41 RESUCITADO POR DIOS En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. Su aspecto era de relámpago y su vestido blanco como la nieve; los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos. El ángel habló a las mujeres: -No temáis, ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Mirad, os lo he anunciado. Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro y les dijo: -Alegraos. 521

Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo: -No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mateo 28,1-10). Cristo está vivo La Pascua no es la celebración de un acontecimiento del pasado que, cada año que transcurre, queda un poco más lejos de nosotros. Los creyentes celebramos hoy al resucitado que vive ahora llenando de vida la historia de los hombres. Creer en Cristo resucitado no es solamente creer en algo que le sucedió al muerto Jesús. Es saber escuchar hoy desde lo más hondo de nuestro ser estas palabras: «No tengas miedo, soy yo, el que vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 1,17-18). Cristo resucitado vive ahora infundiendo en nosotros su energía vital. De manera oculta, pero real, va impulsando nuestras vidas hacia la plenitud final. Él es «la ley secreta» que dirige la marcha de todo hacia 522

la Vida. Él es «el corazón del mundo», según la bella expresión de Karl Rahner. Por eso, celebrar la Pascua es entender la vida de manera diferente. Intuir con gozo que el Resucitado está ahí, en medio de nuestras pobres cosas, sosteniendo para siempre todo lo bueno, lo bello, lo limpio que florece en nosotros como promesa de infinito, y que, sin embargo, se disuelve y muere sin haber llegado a su plenitud. Él está en nuestras lágrimas y penas como consuelo permanente y misterioso. Él está en nuestros fracasos e impotencia como fuerza segura que nos defiende. Está en nuestras depresiones acompañando en silencio nuestra soledad y nuestra tristeza. Él está en nuestros pecados como misericordia que nos soporta con paciencia infinita, y nos comprende y acoge hasta el fin. Está incluso en nuestra muerte como vida que triunfa cuando parece extinguirse. Ningún ser humano está solo. Nadie vive olvidado. Ninguna queja cae en el vacío. Ningún grito deja de ser escuchado. El Resucitado está con nosotros y en nosotros para siempre. 523

Por eso, Pascua es la fiesta de los que se sienten solos y perdidos. La fiesta de los que se avergüenzan de su mezquindad y su pecado. La fiesta de los que se sienten muertos por dentro. La fiesta de los que gimen agobiados por el peso de la vida y la mediocridad de su corazón. La fiesta de todos los que nos sabemos mortales, pero hemos descubierto en Cristo resucitado la esperanza de una vida eterna. Felices los que dejan penetrar en su corazón las palabras de Cristo: «Tened paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero, ánimo, yo he vencido al mundo» (Juan 16,33). Recuperar al Resucitado Para no pocos cristianos, la resurrección de Jesús es solo un hecho del pasado. Algo que le sucedió al muerto Jesús después de ser ejecutado en las afueras de Jerusalén hace aproximadamente dos mil años. Un acontecimiento, por tanto, que con el paso del tiempo se aleja cada vez más de nosotros, perdiendo fuerza para influir en el presente. Para otros, la resurrección de Cristo es, ante todo, un dogma que hay que creer y confesar. Una verdad que está en el credo como otras 524

verdades de fe, pero cuya eficacia real no se sabe muy bien en qué pueda consistir. Son cristianos que tienen fe, pero no conocen «la fuerza de la fe»; no saben por experiencia lo que es vivir arraigando la vida en el Resucitado. Las consecuencias pueden ser graves. Si pierden el contacto vivo con el Resucitado, los cristianos se quedan sin aquel que es su «Espíritu vivificador». La Iglesia puede entrar entonces en un proceso de envejecimiento, rutina y decadencia. Puede crecer sociológicamente, pero debilitarse al mismo tiempo por dentro; su cuerpo puede ser grande y poderoso, pero su fuerza transformadora pequeña y débil. Si no hay contacto vital con Cristo como alguien que está vivo y da vida, Jesús se queda en un personaje del pasado al que se puede admirar, pero que no hace arder los corazones; su evangelio se reduce a «letra muerta», sabida y desgastada, que ya no hace vivir. Entonces el vacío que deja Cristo resucitado comienza a ser llenado con la doctrina, la teología, los ritos o la actividad pastoral. Pero nada de eso da vida si en su raíz falta el Resucitado. 525

Pocas cosas pueden desvirtuar más el ser y el quehacer de los cristianos que pretender sustituir con la institución, la teología o la organización lo que solo puede brotar de la fuerza vivificadora del Resucitado. Por eso es urgente recuperar la experiencia fundante que se vivió en los inicios. Los primeros discípulos experimentan la fuerza secreta de la resurrección de Cristo, viven «algo» que transforma sus vidas. Como dice san Pablo, conocen «el poder de la resurrección» (Filipenses 3,10). El exegeta suizo R. Pesch afirma que la experiencia primera consistió en que «los discípulos se dejan atrapar, fascinar y transformar por el Resucitado». Creer en el Resucitado Los cristianos no hemos de olvidar que la fe en Jesucristo resucitado es mucho más que el asentimiento a una fórmula del credo. Mucho más incluso que la afirmación de algo extraordinario que le aconteció al muerto Jesús hace aproximadamente dos mil años.

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Creer en el Resucitado es creer que ahora Cristo está vivo, lleno de fuerza y creatividad, impulsando la vida hacia su último destino y liberando a la humanidad de caer en la destrucción de la muerte. Creer en el Resucitado es creer que Jesús se hace presente en medio de los creyentes. Es tomar parte activa en los encuentros y las tareas de la comunidad cristiana, sabiendo con gozo que, cuando dos o tres nos reunimos en su nombre, allí está él poniendo esperanza en nuestras vidas. Creer en el Resucitado es descubrir que nuestra oración a Cristo no es un monólogo vacío, sin interlocutor que escuche nuestra invocación, sino diálogo con alguien vivo que está junto a nosotros en la misma raíz de la vida. Creer en el Resucitado es dejarnos interpelar por su palabra viva recogida en los evangelios, e ir descubriendo prácticamente que sus palabras son «espíritu y vida» para el que sabe alimentarse de ellas.

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Creer en el Resucitado es vivir la experiencia personal de que Jesús tiene fuerza para cambiar nuestras vidas, resucitar lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando de lo que mata nuestra libertad. Creer en el Resucitado es saber descubrirlo vivo en el último y más pequeño de los hermanos, llamándonos a la compasión y la solidaridad. Creer en el Resucitado es creer que él es «el primogénito de entre los muertos», en el que se inicia ya nuestra resurrección y en el que se nos abre ya la posibilidad de vivir eternamente. Creer en el Resucitado es creer que ni el sufrimiento, ni la injusticia ni el cáncer, ni el infarto, ni la metralleta, ni el pecado, ni la muerte tienen la última palabra. Solo el Resucitado es Señor de la vida y de la muerte. Dios tiene la última palabra La resurrección de Jesús no es solo una celebración litúrgica. Es, antes que nada, la manifestación del amor poderoso de Dios, que nos salva de la muerte y del pecado. ¿Es posible experimentar hoy su fuerza vivificadora? 528

Lo primero es tomar conciencia de que la vida está habitada por un Misterio acogedor que Jesús llama «Padre». En el mundo hay tal «exceso» de sufrimiento que la vida nos puede parecer algo caótico y absurdo. No es así. Aunque a veces no sea fácil experimentarlo, nuestra existencia está sostenida y dirigida por Dios hacia una plenitud final. Esto lo hemos de empezar a vivir desde nuestro propio ser: yo soy amado por Dios; a mí me espera una plenitud sin fin. Hay tantas frustraciones en nuestra vida, nos queremos a veces tan poco, nos despreciamos tanto, que ahogamos en nosotros la alegría de vivir. Dios resucitador puede despertar de nuevo nuestra confianza y nuestro gozo. No es la muerte la que tiene la última palabra, sino Dios. Hay tanta muerte injusta, tanta enfermedad dolorosa, tanta vida sin sentido que podríamos hundirnos en la desesperanza. La resurrección de Jesús nos recuerda que Dios existe y salva. Él nos hará conocer la vida plena que aquí no hemos conocido. 529

Celebrar la resurrección de Jesús es abrirnos a la energía vivificadora de Dios. El verdadero enemigo de la vida no es el sufrimiento, sino la tristeza. Nos falta pasión por la vida y compasión por los que sufren. Y nos sobra apatía y hedonismo barato que nos hacen vivir sin disfrutar lo mejor de la existencia: el amor. La resurrección puede ser fuente y estímulo de vida nueva. ¿Para qué sirve creer en el Resucitado? En cierta ocasión, después de una conferencia sobre la resurrección de Cristo, una persona pidió la palabra para decirme más o menos lo siguiente: «Después de la resurrección de Cristo, la historia de los hombres ha proseguido como siempre. Nada ha cambiado. ¿Para qué sirve entonces creer que Cristo ha resucitado? ¿En qué puede cambiar mi vida de hoy?». Yo sé que no es fácil transmitir a otro la propia experiencia de fe. ¿Cómo se le explica con palabras la luz interior, la esperanza, la dinámica que genera el vivir apoyado radicalmente en Cristo 530

resucitado? Pero es bueno que los creyentes expongamos desde dónde vivimos la vida. Lo primero es experimentar una gran confianza ante la existencia. No estamos solos. No caminamos perdidos y sin meta. A pesar de nuestro pecado y mezquindad, los hombres somos aceptados por Dios. Nunca meditaremos lo suficiente el saludo que Jesús resucitado repite una y otra vez: «Paz a vosotros». Aun crucificado por los hombres, Dios nos sigue ofreciendo su amistad. Podemos vivir además con libertad, sin dejarnos esclavizar por el deseo de posesión y de placer. No necesitamos «devorar» el tiempo, como si ya no hubiera nada más. No hay por qué atraparlo todo y vivir «estrujando» la vida antes de que se termine. Se puede vivir de manera más sensata. La Vida es mucho más que esta vida. No hemos hecho más que «empezar» a vivir. También podemos vivir con generosidad, comprometiéndonos a fondo en favor de los demás. Vivir amando con desinterés no es perder la vida, es ganarla para siempre. Desde la resurrección de Cristo sabemos 531

que el amor es más fuerte que la muerte. Vivir haciendo el bien es la forma más acertada de adentrarnos en el misterio del mas allá. Por otra parte, disfrutamos de todo lo hermoso y bueno que hay en la vida, acogiendo con gozo las experiencias de paz, de comunión amorosa o de solidaridad. Aunque fragmentarias, son experiencias donde se nos manifiesta ya la salvación de Dios. Un día, todo lo que aquí no ha podido ser, lo que ha quedado a medias, lo que ha sido arruinado por la enfermedad, el fracaso o el· desamor, encontrará en Dios su plenitud. Sabemos que un día nos llegará la hora de morir. Hay muchas formas de acercarse a este acontecimiento decisivo. El creyente no muere hacia la oscuridad, el vacío, la nada. Con fe humilde se entrega al misterio de la muerte, confiándose al amor insondable de Dios. «La fe en la resurrección -ha escrito Manuel Fraijó- es una fe difícil de compartir. En cambio, no es difícil de admirar. Representa un noble esfuerzo por seguir afirmando la vida incluso allí donde esta sucumbe 532

derrotada por la muerte». Esta es la fe que nos sostiene a quienes seguimos a Jesús.

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42 YO ESTOY CON VOSOTROS Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: -Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mateo 28,16-20). JESÚS ESTÁ CON NOSOTROS Mateo no ha querido terminar su narración evangélica con el relato de la Ascensión. Su evangelio, redactado en condiciones difíciles y críticas para las comunidades creyentes, pedía un final diferente al de Lucas. Una lectura ingenua y equivocada de la Ascensión podía crear en aquellas comunidades la sensación de orfandad y abandono ante la partida definitiva de Jesús. Por eso Mateo termina su evangelio con una 534

frase inolvidable de Jesús resucitado: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Esta es la fe que ha animado siempre a las comunidades cristianas. No estamos solos, perdidos en medio de la historia, abandonados a nuestras propias fuerzas y a nuestro pecado. Cristo está con nosotros. En momentos como los que estamos viviendo hoy los creyentes es fácil caer en lamentaciones, desalientos y derrotismo. Se diría que hemos olvidado algo que necesitamos urgentemente recordar: él está con nosotros. Los obispos, reunidos con ocasión del Concilio Vaticano II, constataban la falta de una verdadera teología de la presencia de Cristo en su Iglesia. La preocupación por defender y precisar la presencia del Cuerpo y la Sangre de Cristo en la eucaristía ha podido llevarnos inconscientemente a olvidar la presencia viva del Señor resucitado en el corazón de toda la comunidad cristiana.

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Sin embargo, para los primeros creyentes, Jesús no es un personaje del pasado, un difunto a quien se venera y se da culto, sino alguien vivo, que anima, vivifica y llena con su espíritu a la comunidad creyente. Cuando dos o tres creyentes se reúnen en su nombre, allí esta él en medio de ellos. Los encuentros de los creyentes no son asambleas de hombres huérfanos que tratan de alentarse unos a otros. En medio de ellos está el Resucitado, con su aliento y fuerza dinamizadora. Olvidarlo es arriesgarnos a debilitar de raíz nuestra esperanza. Todavía hay algo más. Cuando nos encontramos con un hombre necesitado, despreciado o abandonado, nos estamos encontrando con aquel que quiso solidarizarse con ellos de manera radical. Por eso nuestra adhesión actual a Cristo en ningún lugar se verifica mejor que en la ayuda y solidaridad con el necesitado. «Cuanto hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». El Señor resucitado está en la eucaristía alimentando nuestra fe. Está en la comunidad cristiana infundiendo su Espíritu e impulsando la 536

misión. Está en los pobres moviendo nuestros corazones a la compasión. Está todos los días, hasta el fin del mundo. HACER DISCÍPULOS DE JESÚS Mateo describe la despedida de Jesús trazando las líneas de fuerza que han de orientar para siempre a sus discípulos, los rasgos que han de marcar a su Iglesia para cumplir fielmente su misión. El punto de arranque es Galilea. Ahí los convoca Jesús. La resurrección no los ha de llevar a olvidar lo vivido con él en Galilea. Allí le han escuchado hablar de Dios con parábolas conmovedoras. Allí lo han visto aliviando el sufrimiento, ofreciendo el perdón de Dios y acogiendo a los más olvidados. Es esto precisamente lo que han de seguir transmitiendo. Entre los discípulos que rodean a Jesús resucitado hay «creyentes» y hay quienes «vacilan». El narrador es realista. Los discípulos «se postran». Sin duda quieren creer, pero en algunos se despierta la duda y la indecisión. Tal vez están asustados, no pueden captar todo lo que 537

aquello significa. Mateo conoce la fe frágil de las comunidades cristianas. Si no contaran con Jesús, pronto se apagaría. Jesús «se acerca» y entra en contacto con ellos. Él tiene la fuerza y el poder que a ellos les falta. El Resucitado ha recibido del Padre la autoridad del Hijo de Dios con «pleno poder en el cielo y en la tierra». Si se apoyan en él no vacilarán. Jesús les indica con toda precisión cuál ha de ser su misión. No es propiamente «enseñar doctrina», no es solo «anunciar al Resucitado». Sin duda, los discípulos de Jesús habrán de cuidar diversos aspectos: «dar testimonio del Resucitado», «proclamar el evangelio», «implantar comunidades»... pero todo estará finalmente orientado a un objetivo: «hacer discípulos» de Jesús. Esta es nuestra misión: hacer «seguidores» de Jesús que conozcan su mensaje, sintonicen con su proyecto, aprendan a vivir como él y reproduzcan hoy su presencia en el mundo. Actividades tan fundamentales como el bautismo, compromiso de adhesión a Jesús, y la enseñanza de «todo lo mandado» por él son vías para aprender a ser 538

sus discípulos. Jesús les promete su presencia y ayuda constante. No estarán solos ni desamparados. Ni aunque sean pocos. Ni aunque sean solo dos o tres. Así es la comunidad cristiana. La fuerza del Resucitado la sostiene con su Espíritu. Todo está orientado a aprender y enseñar a vivir como Jesús y desde Jesús. Él sigue vivo en sus comunidades. Sigue con nosotros y entre nosotros curando, perdonando, acogiendo... salvando. EL EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO ¿Cómo se comunicaba Jesús con Dios?, ¿qué sentimientos se despertaban en su corazón?, ¿cómo lo experimentaba día a día? Los relatos evangélicos nos llevan a una doble conclusión: Jesús sentía a Dios como Padre, y lo vivía todo impulsado por su Espíritu. Jesús se sentía «hijo querido» de Dios. Siempre que se comunica con él lo llama «Padre». No le sale otra palabra. Para él, Dios no es solo el «Santo» del que hablan todos, sino el «Compasivo». No habita en el templo, acogiendo solo a los de corazón limpio y manos inocentes. Jesús lo capta como Padre que no excluye a nadie de su amor 539

compasivo. Cada mañana disfruta porque Dios hace salir su sol sobre buenos y malos. Ese Padre tiene un gran proyecto en su corazón: hacer de la tierra una casa habitable. Jesús no duda: Dios no descansará hasta ver a sus hijos e hijas disfrutando juntos de una fiesta final. Nadie lo podrá impedir, ni la crueldad de la muerte ni la injusticia de los hombres. Como nadie puede impedir que llegue la primavera y lo llene todo de vida. Fiel a este Padre y movido por su Espíritu, Jesús solo se dedica a una cosa: hacer un mundo más humano. Todos han de conocer la Buena Noticia, sobre todo los que menos se lo esperan: los pecadores y los despreciados. Dios no da a nadie por perdido. A todos busca, a todos llama. No vive controlando a sus hijos e hijas, sino abriendo a cada uno caminos hacia una vida más humana. Quien escucha hasta el fondo su propio corazón le está escuchando a él. Ese Espíritu empuja a Jesús hacia los que más sufren. Es normal, pues ve grabados en el corazón de Dios los nombres de los más solos y desgraciados. Los que para nosotros no son nadie, esos son 540

precisamente los predilectos de Dios. Jesús sabe que a ese Dios no le entienden los grandes, sino los pequeños. Su amor lo descubren quienes le buscan, porque no tienen a nadie que enjugue sus lágrimas. La mejor manera de creer en el Dios trinitario no es tratar de entender las explicaciones de los teólogos, sino seguir los pasos de Jesús, que vivió como Hijo querido de un Dios Padre y que, movido por su Espíritu, se dedicó a hacer un mundo más amable para todos. LO ESENCIAL DEL CREDO A lo largo de los siglos, los teólogos cristianos han elaborado profundos estudios sobre la Trinidad. Sin embargo, bastantes cristianos de nuestros días no logran captar qué tienen que ver con su vida esas admirables doctrinas. Al parecer, hoy necesitamos oír hablar de Dios con palabras humildes y sencillas, que toquen nuestro pobre corazón, confuso y desalentado, y reconforten nuestra fe vacilante. Necesitamos, tal vez, recuperar lo esencial de nuestro Credo para aprender a vivirlo con alegría nueva. 541

«Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra». No estamos solos ante nuestros problemas y conflictos. No vivimos olvidados. Dios es nuestro «Padre» querido. Así lo llamaba Jesús y así lo llamamos nosotros. Él es el origen y la meta de nuestra vida. Nos ha creado a todos solo por amor, y nos espera a todos con corazón de Padre al final de nuestra peregrinación por este mundo. Su nombre es hoy olvidado y negado por muchos. Las nuevas generaciones se van alejando de él, y los creyentes no sabemos contagiarles nuestra fe, pero Dios nos sigue mirando a todos con amor. Aunque vivamos llenos de dudas, no hemos de perder la fe en este Dios, Creador y Padre, pues habríamos perdido nuestra última esperanza. «Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». Es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo. Él nos ha contado cómo es el Padre. Para nosotros, Jesús nunca será un hombre más. Mirándolo a él vemos al Padre: en sus gestos captamos su ternura y comprensión. En él podemos sentir a Dios humano, cercano, amigo. 542

Este Jesús, el Hijo amado de Dios, nos ha animado a construir una vida más fraterna y dichosa para todos. Es lo que más quiere el Padre. Nos ha indicado, además, el camino a seguir: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Si olvidamos a Jesús, ¿quién ocupará su vacío?, ¿quién nos podrá ofrecer su luz y su esperanza? «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». Este misterio de Dios no es algo lejano. Está presente en el fondo de cada uno de nosotros. Lo podemos captar como Espíritu que alienta nuestras vidas, como Amor que nos lleva hacia los que sufren. Este Espíritu es lo mejor que hay dentro de nosotros. Es una gracia grande caminar por la vida bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. No lo hemos de olvidar. ¿ES NECESARIO CREER EN LA TRINIDAD? ¿Es necesario creer en la Trinidad?, ¿se puede?, ¿sirve para algo?, ¿no es una construcción intelectual innecesaria?, ¿cambia en algo nuestra fe si no creemos en el Dios trinitario? Hace dos siglos, el 543

célebre filósofo Immanuel Kant escribía estas palabras: «Desde el punto de vista práctico, la doctrina de la Trinidad es perfectamente inútil». Nada más lejos de la realidad. La fe en la Trinidad cambia no solo nuestra visión de Dios, sino también nuestra manera de entender la vida. Confesar la Trinidad de Dios es creer que Dios es un misterio de comunión y de amor. No un ser cerrado e impenetrable, inmóvil e indiferente. Su intimidad misteriosa es solo amor y comunicación. Consecuencia: en el fondo último de la realidad, dando sentido y existencia a todo, no hay sino Amor. Todo lo que existe viene del Amor. El Padre es Amor originario, la fuente de todo amor. Él empieza el amor. «Solo él empieza a amar sin motivos; es más, es él quien desde siempre ha empezado a amar» (Eberhard Jüngel). El Padre ama desde siempre y para siempre, sin ser obligado ni motivado desde fuera. Es el «eterno Amante». Ama y seguirá amando siempre. Nunca nos retirará su amor y fidelidad. De él solo brota amor. Consecuencia: creados a su imagen, estamos hechos para amar. Solo amando acertamos en la existencia. 544

El ser del Hijo consiste en recibir el amor del Padre. Él es el «Amado eternamente», antes de la creación del mundo. El Hijo es el Amor que acoge, la respuesta eterna al amor del Padre. El misterio de Dios consiste, pues, en dar y también en recibir amor. En Dios, dejarse amar no es menos que amar. ¡Recibir amor es también divino! Consecuencia: creados a imagen de ese Dios, estamos hechos no solo para amar, sino para ser amados. El Espíritu Santo es la comunión del Padre y del Hijo. Él es el Amor eterno entre el Padre amante y el Hijo amado, el que revela que el amor divino no es posesión celosa del Padre ni acaparamiento egoísta del Hijo. El amor verdadero es siempre apertura, don, comunicación desbordante. Por eso, el Amor de Dios no se queda en sí mismo, sino que se comunica y se extiende hasta sus criaturas. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5,5). Consecuencia: creados a imagen de ese Dios, estamos hechos para amarnos, sin acaparar y sin encerrarnos en amores ficticios y egoístas. 545

INDICE GENERAL Presentación ........................ 2 Evangelio de Mateo ............. 6 1. El nombre de Jesús ........ 10 2. Adorado por los Magos .... 17 3. Preparar el camino del Señor

24

4. El bautismo de Jesús ....... 31 5. Las tentaciones de Jesús

38

6. Llamada a la conversión . . 45 7. Bienaventuranzas ............ 52 8. Vosotros sois la sal de la tierra

59

9. Amor al enemigo .............. 66 10.Dios o el dinero ............... 73 11.Construir sobre roca ....... 80 12.Amigo de pecadores ....... 87 546

13.Misión curadora .............. 94 14. No tengáis miedo ...........101 15.Cómo seguir a Jesús ......107 16.Liberar la vida .................114 17.El Padre se revela a los sencillos

121

18.Sembrar el evangelio ......128 19.Parábolas de Jesús ........134 20.Un tesoro sin descubrir ...141 21.Dadles vosotros de comer

147

22.¡Animo, soy yo! ...............154 23.Jesús y la mujer pagana .161 24.¿Quién decís vosotros que soy yo? 168 25.Cargar con la cruz ..........175 26.Transfiguración de Jesús

182

27.Reunidos en el nombre de Jesús 547

189

28.Perdonar setenta veces siete

196

29.Dios es bueno con todos 203 30.Las prostitutas os llevan la delantera 31.El riesgo de defraudar a Dios

216

32.La invitación de Dios ......223 33.A Dios lo que es de Dios 230 34.Amarás a Dios y a tu hermano

236

35.Dicen y no hacen ............243 36.Vigilad .............................250 37.Con las lámparas encendidas

257

38.No al conservadurismo ...264 39.Un juicio sorprendente ....271 40.Crucificado ......................278 41.Resucitado por Dios .......285 42.Yo estoy con vosotros ....292 548

210

INDICE LITÚRGICO CICLO A (Mateo) ADVIENTO 1er Domingo. Vigilad (24,37-44) 250 2º Domingo. Preparar el camino del Señor (3,1-12) 3er Domingo. Liberar la vida (11,2-11) 114 4º Domingo. El nombre de Jesús (1,18-24) 10

24

NAVIDAD Epifanía del Señor. Adorado por los magos (2,1-12) 17 Bautismo del Señor. El bautismo de Jesús (3,13-17) 31 CUARESMA 1er Domingo. Las tentaciones de Jesús (4,1-11) 38 2º Domingo. Transfiguración de Jesús (17,1-9) 182 Domingo de Ramos. Crucificado (27,39-50) 278 PASCUA Vigilia pascual. Resucitado por Dios (28,1-10) 285 Ascensión. Yo estoy con vosotros (28,16-20) 292 549

TIEMPO ORDINARIO 3erDomingo. Llamada a la conversión (4,12-23) 45 4º Domingo. Bienaventuranzas (5,1-12) 52 5º Domingo. Vosotros sois la sal de la tierra (5,13-16) 59 7º Domingo. Amor al enemigo (5,38-48) 66 8º Domingo. Dios o el dinero (6,24-34) 73 9º Domingo. Construir sobre roca (7,21-27) 80 10º Domingo. Amigo de pecadores (9,9-13) 87 11º Domingo. Misión curadora (9,36-10,8) 94 12º Domingo. No tengáis miedo (10,26-33) 101 13º Domingo. Cómo seguir a Jesús (10,37-42) 107 14º Domingo. El Padre se revela a los sencillos (11,25-30) 121 15º Domingo. Sembrar el evangelio (13,1-17) 128 16º Domingo. Parábolas de Jesús (13,24-43) 134 17º Domingo. Un tesoro sin descubrir (13,44-46) 141 18º Domingo. Dadles vosotros de comer (14,13-21) 147 19º Domingo. No tengáis miedo (14,22-33) 101 20º Domingo. Jesús y la mujer pagana (15,21-28) 161 550

21º Domingo. ¿Quién decís que soy yo? (16,13-20) 168 22º Domingo. Cargar con la cruz (16,21-27) 175 23º Domingo. Reunidos en el nombre de Jesús (18,15-20) 189 24º Domingo. Perdonar setenta veces siete (18,21-35) 196 25º Domingo. Dios es bueno con todos (20,1-16) 203 26º Domingo. Las prostitutas os llevan la delantera (21,28-32) 210 27º Domingo. El riesgo de defraudar a Dios (21,33-43) 216 28º Domingo. La invitación de Dios (22,1-14) 223 29º Domingo. A Dios lo que es de Dios (22,15-21) 230 30º Domingo. Amarás a Dios y a tu hermano (22,34-40) 236 31º Domingo. Dicen y no hacen (23,1-12) 243 32º Domingo. Con las lámparas encendidas (25,1-13) 257 33º Domingo. No al conservadurismo (25,14-30) 264 Fiesta de Cristo Rey. Un juicio sorprendente (25,31-46) 271 OTRAS FIESTAS Santísima Trinidad (ciclo B). Yo estoy con vosotros (28,16-20)... 292 El Sagrado Corazón de Jesús (ciclo A). 551

El Padre se revela a los sencillos (11,25-30) 121 Todos los Santos (ciclo A). Bienaventuranzas (5,1-12)

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