EL ARTE DE CONSTRUIR PAREDES ESCRIBIENDO

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Descripción

LA HABITACIÓN PROPIA



EL ARTE DE CONSTRUIR PAREDES ESCRIBIENDO



Ana María Rodas



Mi habitación propia es, esencialmente, un recinto amplio y acogedor.
Imaginario por supuesto, y va siempre a donde yo voy. Pero a veces se
deslíe en el aire, se convierte en un espacio que no tiene forma; se estira
y se encoge, se alarga y desaparece por algún tiempo sin que sepa yo dónde
se halla; hasta que de pronto cae suavemente encima de mi cama cuando
duermo y lo encuentro rodeándome al despertar. Me ha acompañado casi toda
mi vida. Desde el tiempo en que, teniendo unos dos años, dejaba tiradas en
el suelo de la sala las hojas para acuarela y los crayones más finos de mi
padre -que no decía nada cuando llegaba a casa, veía con ojos bondadosos
los desastres causados por la niña y solo recogía los materiales- mientras
yo, olvidada de dibujar, repasaba con los dedos los lomos de las obras
cuidadosamente puestas en la librera de la habitación.

Algunos volúmenes eran delgados, con tapas y lomos rígidos; otros, de suave
textura, de piel. Los de los anaqueles inferiores solían ser los más
grandes. Libros que mi padre iba abriendo para que ambos pudiéramos verlos
echados sobre una alfombra de lana de ovejas chichicastecas de lana gris
claro en el centro con una orla gruesa de lana negra Eran tomos con poco
texto, con muchas figuras y muchos colores. Unos cuantos años más tarde
comprendí que eran reproducciones de pinturas de muy diversas épocas.
Cuando comencé a verlos solo iba notando cómo los colores y las formas se
mezclaban con un cierto método que los hacía atractivos a la vista.

Los libros de los estantes más altos poseían un tamaño menor; eran más
manejables y entre ellos buscaba alguno mi madre todas las tardes de entre
semana para leernos a mi hermano mayor y a mí historias muy diversas.
Penetro en los primeros recuerdos que tengo de ese tiempo y desfilan las
figuras imaginadas de Baloo, el oso ya mayor al que ideaba de pelaje espeso
y suave; Kaa, la poco confiable serpiente que siseaba o silbaba
deslizándose peligrosamente sobre los troncos de los árboles. Akela, el
jefe de aquella manada que decidió aceptar al cachorro de hombre, Mowgli,
entre los lobos de Seanee. El lobo gris criticaba ásperamente a los monos,
seres sin ley que vivían desordenadamente, haciendo el ridículo con sus
piruetas y sus gritos desaforados. Los Bandar-Log.

De esa manera entró tempranamente a mi recinto personal el conocimiento de
dos formas de estar en el mundo: la del acatamiento a la razón y a la
ética, y la locura insensata de los Bandar-Log. De estos últimos he
encontrado suficientes a lo largo de mi vida. He ido sorteándolos con
presteza para evitar invertir en simplezas y tonterías un tiempo precioso
que puede dedicarse a cuestiones importantes: observar con detenimiento los
cercanos pétalos de una flor cuando se abre el día o el titilar de las
estrellas, y soltar la imaginación en el formidable espacio universal. La
imaginación. Ese don recibido en el momento de nacer y que fue estimulado
tempranamente por padres y abuelos que ayudaron a que no tuviera que
esforzarme por crear a mi alrededor una suerte de espacio. Mío.
Absolutamente mío. Que me ha acompañado siempre pero que de repente se
esfuma, dejándome por unos días, unas semanas, sin capacidad para borrar la
blancura de la página electrónica o de papel.

Lecturas en el manzano

Hacia los seis o siete años encontré, en la biblioteca de la casa de mi
abuela materna, una serie de libros que un par de años antes habían sido
desterrados de mi casa. Mamá dudaba de que su lectura fuera a caerme bien.
Probablemente no percibía aún claramente hacia dónde iba orientándose mi
vida. Ella, que despertó en mí el amor por las palabras. Justamente ella.

Los niños suelen decir que van a ser aviadores, y a la semana siguiente,
se decantan por pertenecer al cuerpo de bomberos. Las niñas asumen un papel
atávico y juegan con muñecas y trastecitos. Se cuidan. No quieren
cicatrices horrorosas en brazos o piernas. Y al menor descuido de los
mayores se manchan de carmín labios y mejillas, que entonces se convierten
en cachetes divertidos.

En el Europeo, una de mis primeras amigas fue Dora; con ella y con su
hermana menor vaciamos a su tiempo los armarios de su mamá para vestirnos
como espantajos, logramos quebrarle algunos tacones a sus zapatos y
terminamos con el rouge que guardaba al lado de la polvera, en un tocador
precioso de madera finamente barnizada, con manijas de cristal para abrir
sus gavetas y un espejo inmenso de orillas biseladas.

Dora escribía poesía y se llevaba sus poemas cuidadosamente medidos y
rimados al colegio, donde la maestra de idioma la hacía leerlos en clase.
Mi amiga se transfiguraba. Me desasosegaba porque en esa época para mí no
existía más que la prosa. Y las obras de teatro. Perdí interés en aquellas
cosas que llegué a considerar de niñas. Me empalagué.

Para entonces ya hacía tiempo de mis ascensos al manzano.

Con el paso de los días y los meses, acuñada entre dos ramas
suficientemente fuertes para soportarme y colocadas de tal forma que
lograba una relativa comodidad me fui haciendo muy amiga de una mujer
llamada Scharahzada, que a comienzos del primer tomo -entre aquellos
veintitantos ordenados por número- le dice a su hermana Doniazada "…y así
que llegues y veas que el rey ha terminado su cosa conmigo me dirás:
hermana cuenta alguna historia maravillosa que nos haga pasar la noche.
Entonces yo narraré cuentos que, si quiere Alah, serán la causa de la
emancipación de las hijas de los musulmanes."

La introducción de la obra -una traducción del árabe por el doctor J.C.
Mardrus titulada Las mil noches y una noche por él- era de un tal E. Gómez
Carrillo. Ninguno de esos nombres me decía nada entonces, ni me importaban.
Iba deslizándome entre aquella serie de historias lúbricas, salvajes,
seductoras, impúdica, sangrientas, interrumpidas únicamente por la llegada
del día o por poemas árabes relativos a los sucesos de los cuentos que iban
saliendo suavemente de la boca juvenil de Sharahzada : "¡Oh, poeta! ¡Nunca
soplará hacia ti el viento de la fortuna…ni tu pluma de caña ni las líneas
armoniosas de la escritura han de enriquecerte jamás!"

Lloraba o me angustiaba totalmente, o sentía removerse dulcemente mis
entrañas augurando placeres que solo años más tarde iba a sentir a
plenitud. Pero si aquellos sentimientos o emociones se volvían demasiado
fuertes, insoportables, entraba a la casa y cambiaba el tomo por la obra de
Quinto Curcio Rufo, autor de la antigüedad que escribió la Vida y acciones
de Alejandro el Grande, cuya traducción directa del latín llevó a cabo el
español Mateo Ibáñez de Segovia y Orellana en el año de 1749 -y me
enteraba de todo eso porque quería saber y siempre he querido saber- que
reposaba tranquilamente entre los libros de los autores clásicos de mi tío
Aurelio.

Y cómo no iba a interesarme en la vida codiciosa de aventuras, sumergida
siempre entre combates, asaltos, sitios y entradas triunfales, por encima
de cadáveres y hogueras aún humeantes, de aquel hombre destinado a morir
joven, de quien después de su muerte se dijo -en el libro se anotan
fielmente tales cuestiones- que no era Filipo su padre, que en realidad era
hijo de Júpiter, quien tomó forma de serpiente para entrar en la cámara y
lecho de la cámara de la madre de Alejandro, para procrearlo.

Recuerdo todavía a Timoclea, una mujer que fue violada por un tracio de las
tropas de Alejandro, que halló la forma de darle muerte a su verdugo
haciéndolo caer en un pozo que luego llenó con piedras. Y habiendo sido
llevada por los soldados ante Alejandro para que le otorgara el castigo que
merecía, se defendió recordando que era hermana de un general tebano,
muerto defendiendo la libertad de Grecia.

Alejandro la escuchó, le dio la razón por haber ajusticiado al tracio, y
declaró que no permitía que se violara la pureza de las mujeres libres.

Esos días en el manzano me dieron una base sólida para comprender que las
mujeres no eran lo débiles, enfermizas y deleznables que resultan parecer
dentro de una percepción machista. No tenía la menor idea de que existiera
esa palabra, machista, pero entendía claramente el concepto que regía la
vida de las mujeres y de los hombres socialmente.

Y había aprendido que las mujeres somos fuertes, inteligentes, resistentes,
astutas, sabias, llenas de recursos, hijas de diosas o diosas mismas. La
visión sobre un frágil sexo femenino, llamado ahora género, jamás cuajó en
mí.

Aprendí también que los hombres pueden ser gentiles, delicados,
inteligentes y que sus espíritus, desligados de la cobertura meramente
física, pueden hermanarse con los espíritus de las mujeres. Eso me lo
enseñó Oscar Wilde, a quien leía también en un libro de mi abuelo,
fallecido hacía poco, y que contenía sus obras completas. Al principio era
un descanso de los sucesos tremendos o amenazadores de las Mil noches y una
noche o de la Vida de Alejandro el Grande y sus conquistas.

Me iba bien con las obras de teatro, pero llegó el momento en que lloré
terriblemente con El ruiseñor y la rosa. Y cuando llegué a De profundis me
violentó completa la tristeza y anduve varias semanas sin subir al manzano.
Tenía que recomponer mi espíritu que se había roto en cientos de
fragmentos, uno más adolorido que el otro.

El English American School

Del tiempo que pasé en ese primer año de colegio recuerdo perfectamente a
Johanna, una niña de piel bronceada y pelo rubio. Bellísima, pasaba todo el
tiempo alardeando de los novios que tenía. Johanna se dejaba las uñas un
poco largas y pasaba generosos ratos viéndose las manos extendidas en el
aire, frente a sí, y deslizando los dedos por entre el sedoso y brillante
pelo.

Recuerdo mucho mejor a Sarita, un poco gorda, de cara redonda y anteojos
que cabalgaban peligrosamente en una nariz de pellizco. Sobrina de Miss
Ayleen, la directora del colegio, hacía cuanto le venía en gana, y no solía
tener intenciones éticas. Yo no pertenecía a ese mundo de jóvenes de
familias ricas; yo pertenecía a una clase media que ellas detestaban.
Llevábamos el mismo uniforme, pero sólo cuatro de las niñas de la clase no
eran groseras, agresivas o desdeñosas conmigo: María Eugenia, Brenda,
Catalina y Cecilia. También las recuerdo, pero mis sentimientos hacia ellas
tienen otra tesitura, infinitamente más amable.

Mamá había decidido que me cortaran las trenzas y llevaba un peinado de
paje. Entonces me pusieron el mote de Cristóbal Colón. Ofensivo por el dejo
de la mayoría de las voces.

Cierta mañana Sarita comenzó a dolerse de que algo le había desaparecidos.
No recuerdo ya si era un estuche de lápices o algún libro. Fue a quejarse
con la maestra y ambas vinieron derechamente hacia mí. Sara levantó la tapa
del escritorio y allí estaba el objeto perdido, que yo jamás había visto.
Nunca. Todavía recuerdo el calor de mi rostro incendiado por la cólera. No
lloré ni me quejé -aunque los sollozos casi casi estallaban y la ira me
carcomía- porque en el Callejón Aurora, donde vivíamos, pasaba muchas
tardes jugando con los amigos de mi hermano y aprendí así a aguantar caídas
y tratos duros. Pero para entonces, en el callejón, tanto los trancazos
como los aventones se repartían por parejo, entre iguales.

Me dejaba caer entre las clases con la delicia con que se entra al agua de
un lago. Allí no había ofensas, ni burlas, ni malas miradas. Y las
enseñanzas de mi madre hacían efecto, como hacían efecto las lecturas de
los fines de semana en el manzano. Mis calificaciones, recuerdo, eran
altas. Si había que escribir siempre tenía el primer puesto. Y ya que la
naturaleza me había dotado de facilidades para los idiomas, hablaba y
escribía el inglés como si toda la vida lo hubiera hecho.

Entonces comencé a escribir. Era el paliativo que hallaba en casa al
desastre en el colegio. Historias disparatadas porque al lado de mis
lecturas donde la abuela, revolvía los comics de mi hermano y terminaba
leyendo a Nick Carter, a La Sombra o a Doc Savage, el hombre de bronce, por
quien di los primeros suspiros de ilusión de una niña que sabía mucho de
los hechos de la vida real por los libros que leía en el manzano pero que
conservaba, no me lo explico aún, una inocencia inesperada en alguien que
ya había avanzado en la versión total de Las mil noches y una noche.

Por esa misma época caí de cabeza en la lectura de las historias de Emilio
Salgari. Los tigres de la Malasia, Sandokan, La venganza de Sandokan. Este
personaje, Sandokan, era un príncipe de Borneo convertido en pirata y
además, resistente al colonialismo británico de la época en que trascurrían
tales aventuras. Estaba el feroz pirata, a quien yo admiraba con fervor
nuevo, inevitablemente enamorado de la inglesa Lady Mariana Guillonk, quien
le correspondía su amor. Pero la joven tuvo un final trágico, por lo que
Sandokan, tras visitar su tumba, bautizó su barco con el nombre de Mariana.
Y se dedicó con cuerpo y alma a su vida de tigre de alta mar.

Desde entonces para mí la libertad total está significada por un barco, y
poco antes de cumplir siete años, recuerdo bien, adopté la insignia 'contra
viento y marea' que no he traicionado en mi vida y que cuelga desde
entonces, misteriosa e invisible, en esa habitación propia que en aquel
tiempo se iba construyendo alrededor mío a fuerza de libros.

Al finalizar el año en el English American School declaré mi independencia.
Armada imaginariamente con una espada de pirata abandoné ese recinto donde
aprendí que sí, que hay niñas, y por lo tanto mujeres, que imitan a Circe y
a Calipso, figuras de la mitología griega dedicadas únicamente a atrapar a
los hombres en sus redes de hechicería. Las conocí leyendo a Homero, ese
ciego bicéfalo capaz de escribir dos obras tan dispares entre sí que ya
entonces dudaba —ahora ya estoy cierta de ello— de que el sitio a Troya y
el periplo de Odiseo hubiesen sido escritos por la misma persona.

Entré a estudiar al Colegio Europeo, una escuela muy normal donde lo más
grave que me sucedió fue que Carl Keydel, que se sentaba atrás mío, metiera
mis trenzas en su tintero Pero esas eran travesuras del único niño de la
clase, que reía y reía, mientras la tinta azul corría por mi jumper del
mismo color, y la maestra corría por el papel toilette para arreglar aquel
desaguisado. La seño Esperanza fue una de las primeras personas en leer mis
historias y aún veo su rostro iluminado por el reconocimiento de algo
escrito que parecía bueno.

El Callejón Aurora No. 3

A los cinco años había sido arrancada de la casa de la novena avenida,
donde había niñas con quienes jugar usando un lenguaje común, y fuimos a
parar a una casa encantadora, situada en el Callejon Aurora No. 3 donde
pasé muchos años de vida feliz antes de casarme con el padre de mis hijas.
Para entonces llevaba ya más de una década dedicada al periodismo y luego,
por cuestiones de intereses opuestos, nos divorciamos cuando las niñas
estaban entre los ocho y los tres años.

(intermedio de aprendizajes)

Hay quienes afirman que el periodismo arruina cualquier posibilidad
literaria, pero no es cierto. Trabajando en las diversas fases que debe
cumplir un periodista antes de llegar a reportero –reportera en mi caso; la
primera mujer que desempeñó ese trabajo en el país- fui refinando mi
lenguaje, la escritura. Aprendí muy pronto en mi etapa de niña a leer y
escribir bajo la tutela de mi madre, quien me enseñó todos los secretos que
el idioma posee. De ahí, y de las lecturas cotidianas que ya he mencionado,
surgió mi pasión por la palabra.

El periodismo me dio oficio. Pero también me permitió continuar con
observaciones silenciosas y penetrantes sobre los roles femenino y
masculino asignados irracionalmente a los seres humanos por la sociedad
machista que había presentido en la niñez. Fue entonces que me informé a
plenitud sobre el sexismo y el machismo. Estábamos en la década prodigiosa
de los sesenta: la rebelión de los estudiantes en París, la revolución
sexual, el triunfo de la lucha por los derechos civiles, el renacimiento
del feminismo. Sucedió el verano del amor en California, aparecieron los
niños de las flores, los hippies y todo un movimiento contracultural que
esparció una libertad inusitada en medio de la confrontación de la Guerra
Fría. El lema de los jóvenes era 'haz el amor y no la guerra'.

Yo era una mujer hecha y derecha cuando regresé al Callejón Aurora No. 3
cuyo nombre había sido cambiado por el de la 13 Calle A 10-35, donde
crecieron mis hijas. Darlas a luz, amamantarlas y criarlas durante
veintitantos años fueron experiencias que le otorgaron a mi habitación
invisible una solidez providencial.



Pero me adelanto a los sucesos, apenas acabo de llegar al Callejón Aurora,
donde no había niñas. Entonces, encerrada a la fuerza, dediqué más tiempo a
lecturas rebosantes de una esquizofrenia peculiar: entre libros de
extraordinaria calidad y los folletines de mi hermano. Escribía, pero me
faltaba la experiencia vital para hacerlo. Eran historias correctamente
escritas, pero sin alma. Hasta que los gritos de mi hermano y sus
compañeros, provenientes de la calle, me arrastraron a verlos durante
muchos días con mucha envidia desde las ventanas de la sala.

Costó, pero fui aceptada a regañadientes entre aquella partida de niños
despeinados y sudorosos, dispuestos a luchar entre sí por cualquier motivo.
Me sometí a sus reglas de codazos y empellones para ser acogida entre aquel
mundo de hombrecitos que confiaban en que, a los primeros sangrados de
nariz o moretones, berrearía como niña e iría a buscar la ayuda de algún
adulto.

Se sorprendieron de que no sucediera tal cosa. Me miraban con desconfianza,
pero finalmente me dejaron entrar a su roñoso equipo de beisbol, o
acompañarlos a barranquear por Gerona. Refugiada por las noches en mi
estancia, escribiendo en mi diario, anoté otras peculiaridades del
aprendizaje que las mujeres debemos hacer si queremos sobrevivir en el
mundo que crearon para sí los hombres: ser tan fuerte como ellos aguantando
los golpes físicos. Esas noches hicieron crecer las paredes de aquella
cámara que se iba formando a mi alrededor.

Nuestro traslado al Callejón Aurora no me libró de la visión horrenda de la
Segunda Guerra Mundial. La revista Life, que nos siguió puntual, me abrió
los ojos a la capacidad humana para la maldad. Temprano en mi vida entraron
los muertos que no merecían morir a esa edad. Casi niños, a veces con los
ojos cerrados como si durmieran, la mayoría del tiempo con los ojos
entreabiertos y vidriosos, como después comprobé que quedan los de quienes
fallecen aún en la tranquilidad de su cama, los cadáveres de los soldados
me acechaban por la noche. No importaba a qué bando pertenecieran. La
propaganda de los aliados hacía ver al enemigo como los monstruos más
detestables. Pero la muerte los volvía iguales.

Víctimas de las bestialidades de los políticos, hombres jóvenes y mujeres,
más tarde, entraban a mi mente en ese momento en que el sueño ya no cedía y
las imágenes del día se deslizaban en él, para regresar una y otra vez a lo
largo de la noche. Sin despertarme, solamente acercándose peligrosamente a
mi rostro, derramando la sangre negra de la tinta de imprenta sobre mi
percepción nocturna de las cosas. Al amanecer reparaba en que los cuatro
angelitos que invocaba en las oraciones infantiles no acudían al llamado
porque era menester que hicieran guardia al lado de aquellos cadáveres que
eran la causa de que las almohadas estuvieran mojadas por la mañana y mis
ojos, rojos como los de una rata blanca.

El colegio, los pelotazos de beisbol rompiendo vidrios, las desbandadas en
silencio para que no nos atraparan, los libros -siempre los libros- las
anotaciones en el diario, los cuentos abominables que solía escribir en ese
tiempo, y mis pláticas con Meme, un niño moreno y de ojos risueños, con un
mechón de pelo cayéndole siempre sobre la frente, me hacían olvidar, de
día, la tragedia que iba carcomiendo mis entrañas con cada número de la
revista que entraba a casa. Alejado de la guerra lejana, mi aposento crecía
jubilosamente, salpicado a ratos con ladrillos de hiel.

Cierta noche se sintió tempranamente el miedo. Nos prohibieron salir al
callejón, algunos hombres que no conocía llegaron a hablar con mi padre en
voz baja, como si estuvieran en confesión. Se armaron catres para que
durmieran en casa. De pronto unos ruidos ásperos y desconocidos empezaron a
pasar encima de los techos. La vivienda quedaba a medio tiro de cañón entre
dos guarniciones: Matamoros y el Fuerte de San José de Buenavista. Papá nos
tendió en dos colchones bajo la mesa del comedor, única habitación con
terraza y así recibimos la mañana del 20 de octubre, cuando los huéspedes
de la noche habían partido jubilosos mucho antes del amanecer y cesaron los
cañonazos.

La década prodigiosa

Mamá me mandó a buscar pan, mantequilla y mermelada porque los que había no
alcanzaba para toda la gente que entraba y salía. Y era tal la alegría en
la calle como en la casa. Suspendidas las clases, mis amigos salieron
pitando para sustituir a los policías en las esquinas de las calles,
dirigiendo un tránsito poco usual. Ubico, el tirano de los 14 años había
huido a Estados Unidos meses atrás, dejando a un chafarote como presidente:
Ponce Vaides. Justamente el que acababa de ser derrotado. Fue la única vez
de mi vida en que constaté que civiles y militares estaban en el mismo y
democrático bando. Años más tarde las cosas cambiaron violentamente. Y
durante una década las paredes de aquel espacio —Mío, absolutamente mío—
alcanzaron características amables.

Fue el momento en que adquirió la capacidad de estirarse, crecer o
encogerse. Los libros producidos por una editorial del Estado costaban
diez centavos y mi biblioteca creció de forma admirable. Por primera vez
había una Orquesta Sinfónica, un cuerpo de Ballet, un Coro Nacional y
numerosos grupos de teatro. Se llenaban la luneta y los palcos del Cine
Capitol, en cuyo escenario se presentaron los conjuntos nacionales y los
extranjeros que, por primera vez en mi vida y en la vida de muchos
guatemaltecos entraban libremente al país, y ofrecían galas de ballets,
óperas, zarzuelas. En aquel mítico teatro hubo orquestas completas,
quintetos, grupos de teatro, compañías de baile de toda clase. A casi todas
me llevaban mis padres, privados durante muchos años de expresiones
culturales.

El cinematógrafo se enriqueció con películas que ya nadie prohibía, y era
tal la liberad de esos diez años que nadie se oponía a que niño alguno
entrara a las funciones de cintas que podrían haber sido consideradas, en
la época anterior, como indeseables incluso para los adultos. Fueron años
en los que leí y escribí largamente, además de gozar de la libertad que
recorría al país de un lado al otro.

Los diez años que transcurrieron entre el 20 de octubre de 1944 y el
fatídico 27 de julio de 1954 — fecha en que los jefes militares que
rodeaban al presidente Arbenz lo traicionaron y lo obligaron a abandonar el
cargo que había ganado limpiamente en elecciones democráticas; ese momento
culminante de la operación PBSuccess ideada por la CIA respondiendo a los
deseos del gobierno estadounidense— fueron admirables para todo mi país, y
a mí me permitieron finalizar la construcción de la inusitada habitación
propia que me acompaña siempre.

Hablando en los años 70 con el adulto en que se transformó aquel niño
moreno y de ojos vivaces, con el mechón perpetuamente cayéndole sobre la
frente, que ocupaba entonces el principal cargo del Muncipio en el Palacio
de la Loba, concluimos que aquellos que vivimos esa década prodigiosa
éramos diferentes de quienes habían nacido luego de 1954. Habíamos
experimentado la libertad, nos habíamos refrescado con expresiones
culturales al alcance de todos los ciudadanos, poseíamos un espíritu de
lucha poco común entre los seres profunda y moralmente aplastados por las
dictaduras militares que se enseñorearon en el país a partir de aquel
fatídico 54.

Los años 60 y 70

En los sesenta mientras grupos de artistas y escritores en los que me
desarrollaba, nos dedicábamos a la creación y a discutir como un eco lo que
sucedía en otras latitudes, surgió la primera ola de la guerrilla. En la
Sierra de las Minas. Y aquel movimiento de jóvenes casi todos de clase
media, fue aplastado inmisericordemente. Se reagruparon poco a poco, y con
la experiencia ganada, los supervivientes y muchos otros que se agregaron
al movimiento se instalaron en diversas partes el país, sobre todo en
Occidente.

Yo, sumergida en otra fase esquizofrénica –pero esta vez la sufríamos casi
todos los guatemaltecos- cumplía con mis labores de reportera, esquivando
gases lacrimógenos, apaleadas de la policía, tirándome al suelo al primer
ruido de balazos. Y ya tarde nos reuníamos pintores, escritores,
dramaturgos, músicos, a hablar de arte y literatura y teatro en la Galería
DS, que Luis Díaz Y Danny Schafer fundaron en la Avenida Reforma 6-28 en el
año 1964.

Justamente en ese año el general Ríos Montt ganó las elecciones
presidenciales con Alberto Fuentes Mohr como vicepresidente. Ríos Montt no
tuvo el valor de defender su triunfo y huyó a España, tomando el cargo de
agregado militar que le mandó el Ejército. Comenzó una nueva etapa de
persecución a políticos democráticos, que cayeron en las calles abatidos a
balazos. Yo reporteaba, visitaba la DS como paliativo al estado de cosas en
el país y escribía poco. Mi recinto estaba desapareciendo francamente y me
agarraba a él con fuerza para no perderlo.

Escribí cuentos muy malos. Eran mejores mis notas periodísticas, mis
entrevistas, mis crónicas. Pero jamás dejé de escribir mis diarios, oficio
de escritor si los hay. Nueve años más tarde publiqué mi primer libro,
Poemas de la izquierda erótica, una protesta por la desigualdad cada vez
más evidente en el contexto social, escogiendo la relación hombre-mujer
como ejemplo de ello. Infortunadamente su lectura se ha circunscrito más
que todo al aspecto de feminismo muy evidente en él.

Solo en Europa, sin duda por una mirada desde afuera, se ha percibido su
intención de protesta social en general. Y su primera traducción a otro
idioma, el alemán, acogió esta faceta del libro, que de todas formas,
cambió para siempre la forma de escribir poesía entre las mujeres
centroamericanas

Final en voz baja

Manuel ya no está. Su asesinato también ha dejado una señal -mas no
luctuosa sino verde, del verde de algunas plantas inmateriales que me
crecen en el interior del cuerpo- en una de las paredes esas que ascienden,
se inclinan, se encogen, se dilatan, se esfuman a veces y me dejan,
desolada, sin poder escribir a pesar del oficio de periodista de tantos
años, de los libros publicados, de los que esperan su turno en estos días,
de los volúmenes que se apilan en mi biblioteca y en cuanto rincón de la
casa se ofrece.

Pero siempre una joven árabe, tan incorpórea como mi habitación propia,
atrapa bajo las estrellas el recinto que fui creando con el correr de los
años, le recuerda que fue erigido en su forma poco usual para que una mujer
pudiera contar desde su interior; y mientras duermo lo deposita con gran
cariño sobre mi cama, donde lo encuentro al abrir los ojos.
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