DESEMBARCO DE LAS ALIADAS

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Descripción

DESEMBARCO DE LAS ALIADAS

Nadie sabe por dónde vinieron, ni si su llegada fue cuestión de olfato, de
necesidad, de puro azar o de instinto. Pero lo cierto es que, apenas los
aliados pusieron pie a tierra en Salónica, las "aliadas" desembarcaban tras
ellos como otro numeroso y alborozado ejército, a la manera de esas nubes
densísimas de aves migratorias que atraviesan los mares y los continentes,
guiadas por el afán de vivir según la ley de su naturaleza. Son todas
mujeres jóvenes y aventureras, de esas que en Castilla se llamaron antaño
del partido, que los franceses designan con el nombre de demi - mondaines,
y que los catedráticos de Instituto—al comentar Ovidio, Catulo o Marcial, —
apellidan veladamente hetairas, por no poder llamarlas sin escándalo a la
manera del vulgo.

Sin necesidad de diplomacia ni de tratados solemnes, estas mujeres han
logrado desembarcar en Salónica con más acuerdo y prontitud que la misma
Cuádruple Inteligencia europea. Esta dispone de medios inagotables, de
escuadras omnipotentes, de caudales fabulosos y de transportes innúmeros.
Las "aliadas", por el contrario, no tienen más que un puñado de francos, un
par de vestidos, un estuche de afeites y una enorme caja de sombreros, cada
una de por sí. No obstante, á Salónica los aliados han podido tan sólo
llegar fragmentariamente, representados nada más que por Francia e
Inglaterra. Pero las "aliadas" han desembarcado en masa, unánimes, llevando
la representación completa de su gremio, sin que falten delegaciones de
ninguna metrópoli, ni de la más remota, pobre y raquítica de sus colonias.
Francia ha enviado sus celebérrimas mômes y jamonas parisienses, y las más
modestas que pululan por el Quinconce de Burdeos, la Guillotière de Lyon y
la turbulenta Cannebière marsellesa. Inglaterra sus pseudo-miss
sentimentales de Hyde Park, sus girls gimnastas y amuñecadas de los
tugurios manchesterianos y liverpulenses, las floristas del Cairo y las
bayaderas de Bombay y de Arabia. Italia, sus híbridas afrancesadas de
Lombardía y Piamonte, y sus rapazas gitaniles de Nápoles y la isla sicílea.
Rusia sus circasianas de opereta, sus fofas y blancas bellezas de Odessa y
lékaterianos, sus cosacas de orillas del Volga y sus rubias gigantescas de
Sebastopol.

Es por completo indispensable tener en cuenta a este otro ejército femenino
y armado también, a su manera, para hacerse cargo del aspecto actual de
Salónica. Sin él, la ciudad será en absoluto distinta de lo que os, y en el
interior de sus murallas no resonaría más que una sorda efervescencia de
malestar y de ira, contenida por el férreo rumor de los armamentos
guerreros, y la presencia temible de millares de soldados circulando de
continuo por calles y pinzas. Grados al concurro galante de las
advenediza", Salónica comparte sus preocupaciones taciturnas con otras más
leves. Las músicas alternan con los ejercicios de tiro, la excavación de
trincheras con el levamiento de tablados públicos donde se canta y se baila
con diversos estilos de cantinela con los de aires militares, con los que
se llenan en las noches los bares, los almacenes y las perfumerías.

Pero lo más maravilloso del caso está, como decía al principio al averiguar
de qué suerte ha podido verificarse esta confluencia tácita de aliados y
"aliadas". La llegada de los primeros a Salónica ha sido un acontecimiento
público y solemne, cuya realización no tiene nada de extraordinario porque
las grandes potencias que la emprendieron contaban con todos los medios
necesarios al caso. Pero, ¿cómo es posible que las segundas se pusieran tan
unánimemente de acuerdo, para llevar a cabo una empresa tan grave como era
la de venir de sus lejanas tierras a este rincón de Oriente?...

No se trata, sin embargo, de ningún milagro. El revuelo mujeril que ha
seguido inmediatamente al desembarco de los aliados en Salónica se explica,
al parecer, por dos concausas. Es la primera, que la mayor parte de esta
inmigración no ha llegado, en realidad, de tan lejos como a primera vista
parece. En los tiempos dichosos de Homero, había en cada una de las islas
que componen el archipiélago helénico, una familia o colegio de aedos que
rivalizaban entre sí en el canto de los personajes excelsos y las aventuras
fabulosas de la mitología. Pero en la triste edad contemporánea, en que las
epopeyas se hacen pero no se cantan, en vez de esos maravillosos cenáculos
de poesía inmortal hallen todas y cada una de las islas griegas un cafetín
rudimentario, con humos de music – hall europeo, donde se recitan o bailan
con varias décadas de retraso los couplets de París y las danzas de Viena.
En cada uno de estos tenebrosos tugurios, hay su "estrella" de ínfima
magnitud rodeada de una breve corona de satélites o comparsería. Tales
astros empañados y caídos de un cielo mejor, vegetan tristemente gracias a
la solicitud de algunos cortesanos montaraces é ingenuos. Al esparcirse por
el mundo la noticia de la expedición franco-inglesa a Salónica, la
turbamulta de bailarinas, de vedettes y cantatrices desparramadas por las
islas y colonias griegas, creyó llegada la hora de salir de su estrechez y
oscuridad nada halagüeñas. Nadie más que su instinto las puso de acuerdo. Y
abandonando en un impulso de predestinación sus compromisos tediosos y sus
ultras – provincianos refugios, volaron – como Napoleón escapado de Egipto
– a la conquista del mundo.

Pero hay, además, otra circunstancia que explica, la concentración en
Salónica no de las advenedizas allegadas del archipiélago helénico, sino de
las que vinieron de mucho más lejos, del corazón mismo de Europa. Y en que
sus tierras de origen están despobladas y en ellas las gentes que todavía
quedan no ríen ni se divierten como antes, porque la guerra ha acabado con
el humor general, con el dinero sobrante, con las francachelas licenciosas
y con el regodeo que se acompaña de Venus, Baco, Euterpe y Terpsícore. Y
puesto que los Romanos en guerra no van esta vez a buscar a las Sabinas, de
ahí que las Sabinas anden corriendo el mundo en pos de los Romanos
dispersos.

Y en verdad que sólo faltaban ellas en Salónica, para dar a la ciudad la
pincelada más típica de cuantas componen su entreverado y curiosísimo
aspecto. A la confusión espantosa de razas humanas que se advierte por
doquiera; al torbellino de franceses, ingleses, australianos, indios,
senegaleses, búlgaros, esquipétaros, turcos, griegos y judíos; a los
rostros que verían entre el negro de betún, el rojo-pimiento y el amarillo
de candela mustia; a la más complicada delineación de narices y perfiles
que ha visto la tierra; y al galimatías ensordecedor de las lenguas
contrapuestas que se oyen hablar en Salónica, hay que oponer todavía las
más abigarradas estilizaciones del arte del afeite y de la pintura o
esmalte en carne viva: cabelleras oxigenadas o a medio oxigenar, negras
como el ébano, castañas, broncíneas o rubicundas; peinados altos como
pagodas, prietos como casquetes, luengos como cucuruchos o cortos "a la
romana"; mejillas bruñidas, labios falsos, ojos aterciopelados, orejas de
celuloide y pestañas densas como cepillos. Cada una de las «estrellas»
menores que andan vagando por la ciudad, relumbra y deslumbra como ansiosa
de aumentar la magnitud ante las miradas del público atónito. Y el conjunto
es tan aparatoso, odorífero y sobrecargado, que a unos causa asombro, a
otros (muy pocos) consternación infinita, pero a nadie deja permanecer
indiferente o insensible.

Hay que ver, en efecto, atravesar la calle de Sabri-Pachá a uno de esos
prodigios de perversidad de arrabal, ante un grupo estupefacto de
senegaleses. Los sutiles artificios y filtros de Salambó y Cleopatra,
produjeron un efecto despreciable sin duda comparado con el que logra
causar en los almos de esos pobres africanos un collar de quincallería
sobre un cutis de pasta. Cuando termine la guerra y los senegaleses vuelvan
a su tierra natal, más que la visión de los combates feroces y las matanzas
tremendas á que habrán asistido, llevarán en sus adentros el recuerdo
nostálgico e inolvidable de una rara deidad entrevista, al caer de la tarde
y bajo un mechero de gas, por los barrios de Salónica.

Todas las delicias serenas del mundo – sus chiquillos grasientos é ingenuos
– les parecerán despreciables comparadas con esa visión. Y al pensar en
Europa, por la cual derramaron su sangre, la imaginarán siempre como una
jamona mirífica, de ojos cargados de tentación y cinismo, llena de vaga
pedrería y dispuesta a bailar a todas horas ante las candilejas turbias de
un tablado plebeyo.

No es de extrañar, por tanto, que las autoridades del cuerpo expedicionario
franco – inglés, se hayan visto de pronto aturdidas y luego indignadas por
el desbarajuste que podría provocar en sus huestes, la presencia de un
enjambre femenino tan poco favorable a la austeridad de la vida en campaña.
Los aliados opinan con perfecta cordura, que su alianza nada tiene que ver
con la de esta pléyade ninfea y emoliente que ha invadido á Salónica. Una
cosa son los aliados y otra las "aliadas". Y aunque la masa anónima de los
primeros no parece mirar con malos ojos la vecindad de las segundas – en
virtud del rarísimo consorcio que entablen siempre la Muerte y el
Libertinaje – las autoridades superiores han decidido limpiar la población
de esas deidades que los senegaleses admiran porque las desconocen.

Tal como vinieron y sin que nadie sepa tampoco por donde se van, las aves
migratorias, con su equipaje ligero de perifollos y vidrios, van a
emprender su regreso. Como en los demás frentes de la lucha europeo, en
Salónica va a comenzar muy pronto el otoño fatal para las golondrinas de
guerra.

Sino que esas... esas, ya volverán!

Gaziel

La Vanguardia, Miércoles 9 de febrero de 1916, Página 10, Sección "La
Guerra Europea", Primera y Segunda Columna


NOTA SOBRE EL AUTOR

CALVET PASCUAL, Agustí (San Feliú de Guíxols, Gerona, 7 de octubre de 1887
– Barcelona, 12 de abril de 1964) Escritor y periodista español. Comenzó la
carrera de Derecho en la Universidad de Barcelona, impulsado por el deseo
paterno de que ganase una notaría. Más tarde se matriculó en la Facultad de
Letras, su verdadera vocación. Vivió unos meses en Madrid, donde se doctoró
en 1908. Allí tuvo la oportunidad de tratar a diversas figuras de la época,
como Bonilla y San Martín –su querido maestro–, Ramón y Cajal, Luis
Simarro, Unamuno, Galdós y a Valle-Inclán.

Inició su carrera periodística en lengua catalana, en La Veu de
Catalunya, la revista de la Lliga Regionalista. En 1911 comenzó a trabajar
en el Instituto de Estudios Catalanes, fundado poco antes por Prat de la
Riba. En la capital francesa, donde se había trasladado para profundizar
sus conocimientos, vivió el estallido de la Gran Guerra, sobre lo cual dio
buena cuenta en sus crónicas para La Veu. Estos trabajos no gustaron a Prat
de la Riba (que dirigía La Veu) y sí, en cambio, a Miquel dels Sants
Oliver, que por entonces era todavía colaborador con el periódico de la
Lliga. Esto llevó a Gaziel a incorporarse a La Vanguardia para escribir
sobre el París de la Primera Guerra Mundial. Sus crónicas sobre la guerra
fueron muy leídas en toda España y le consagraron como periodista. Desde
entonces y hasta 1953, utilizó casi exclusivamente el castellano, lo que le
valió no pocas críticas por parte de los sectores más catalanistas. En el
diario barcelonés, que durante la República llegó a ser uno de los que
tenía más tirada de toda España, transcurrió buena parte de su carrera
periodística e incluso llegó a dirigir el diario entre 1920 y 1936. En esa
época se convirtió en el periodista político más admirado y en el líder de
opinión de la burguesía liberal y democrática, que era el público natural
de La Vanguardia.

Al estallar la Guerra Civil, se exilió, y el diario fue tomado por un
comité obrero, pasando la dirección a María Luz Morales. Regresó a España
en 1940, acuciado por el avance nazi en Europa. Fue procesado y absuelto
por las autoridades franquistas. Se estableció en Madrid, donde dirigió la
editorial Plus Ultra, y comenzó a escribir en catalán libros de memorias y
de viajes. Ya septuagenario, regresó a Barcelona donde retomó con
entusiasmo la escritura en su lengua materna, tratando de reconciliarse con
el catalanismo de su juventud.

Republicano íntegro y de talante moderado, laico y demócrata, amante
de su tierra y su lengua, más federalista que nacionalista, murió a la edad
de 77 años y dejó un legado literario formado por ocho libros en castellano
y catorce en catalán. Josep Benet, en el prólogo a la Obra Catalana
Completa (1970) que publicó póstumamente la Editorial Selecta, valoró así
su contribución: «Probablemente ha sido el escritor político más
inteligente que ha dado la derecha catalana en este siglo».

Tras su muerte y durante más de treinta años, su obra experimentó un
cierto olvido, atribuible a que había resultado un personaje incómodo tanto
para el franquismo como, luego, para el nacionalismo catalán. En 2004, el
profesor Xavier Pericay inicia su recuperación al incluirlo entre los
periodistas que forman parte de su antología Cuatro historias de la
República y en 2009 la editorial Diëresis empieza a recuperar sus obras
como cronista de la I Guerra Mundial, primero con En las trincheras y, en
2013, con Diario de un estudiante. París 1914.
https://es.wikipedia.org/wiki/Gaziel
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