Derrida y la rebelión de los bastardos. Resonancia del poder obrero en la monumentalización hegeliana de la Idea

September 11, 2017 | Autor: G. Bustos Gajardo | Categoría: Materialism, G.W.F. Hegel, Derrida
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Descripción

Derrida y la rebelión de los bastardos. Resonancia del poder obrero en la monumentalización hegeliana de la Idea Gustavo Bustos Gajardo a Lorena Osorio, espíritu y carne en mis luchas cotidianas

I. Signos de muerte: la degradación de la naturaleza “Las estatuas –escribió Hegel en la Fenomenología del espíritu– sólo son cadáveres de los que se ha escapado el alma que les daba vida, así como los himnos se quedan en palabras de las que ha huido la fe…” (Hegel, La fenomelogía 850).1 De este modo, el filósofo alemán presentaba a estatuas e himnos como monumentos inertes y silenciosos, desprovistos ellos aparentemente de espíritu. La verdad –ya sea histórica o política–, formalizada y vehiculizada en los márgenes de estas figuras, sería, en efecto, exterior a la materia (Stoff) que la contiene y conserva. Por tanto, los monumentos en sí esperan recibir “como la sombra de la memoria viva”2 las glorias de un pasado “que ya ha abandonado su viviente compenetración con la vida” (Hegel, La fenomenología 798). Se trate de una estatua o de un himno, el monumento es una suerte de encarnación de lo muerto cuya 1 Referimos, a lo largo de este texto, a la traducción de Phänomenologie des Geistes (1807) de Hegel, realizada por Manuel Jiménez Redondo para la edición publicada por editorial Pre-Textos, con el título: La fenomenología del espíritu (2009). 2 Con esta frase se abre la primera estrofa del Himno del FPMR: “Como la sombra de la memoria viva / vuelve al combate frontal Manuel Rodríguez / alto y duro como un rayo interminable / en contra del mismo tirano inmemorial”. [El Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) fue un movimiento político militar originado en el seno del Partido Comunista de Chile. Toma acta de nacimiento el 14 de diciembre de 1983, aun cuando comienza a articularse con posterioridad al Golpe de Estado propiciado por Augusto Pinochet en 1973. El FPMR, en efecto, jugó un importante papel en la resistencia a la dictadura militar (1973 - 1990)] [N. de E.].

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materialidad pretendía representar, bajo la forma aristotélica de obra (ergon), su condición suprasensible. Así, al menos en primera instancia, estas encarnaciones no tendrían en sí mismas un significado que les fuera propio. Las posibilidades de su sentido dependen, en consecuencia, de un espíritu que trabaja –o da forma– al ser-en-sí (“que se convierte en materia”) para constituir con él un primer paso hacia su autoconsciencia (Selbstbewusstsein); el paso de este en-sí al para-sí no es, sin embargo, tan fácil de dar. Como señala Hegel, corresponde al maestro de obras (Werkmeisten), más allá de facilitar tan sólo la unidad contradictoria entre obra y espíritu, convertir a estos monumentos en formas animadas. En este primer momento, relativo al entendimiento (Verstand), el espíritu se produce y adquiere la forma de un objeto que, en sí mismo, carece todavía de “las formas más estrictas y generales del pensamiento” (Hegel, La fenomenología 800). Y así es como la obra empieza constituyendo no más que el lado abstracto de la actividad del espíritu, que no se sabe en sí mismo, ni tampoco sabe su contenido, sino que se sabe en su obra, la cual es una cosa. El maestro de obras mismo, el espíritu completo (der ganze Geist), todavía no ha aparecido, todavía no ha amanecido, sino que es el ser (Wesen) interior aún oculto que, en cuanto Todo, está todavía descompuesto en autoconciencia activa y en objeto producido (Hegel, La fenomenología 799). La forma, en lo que se refiere a su carácter intelectivo, no es sino aquella realidad externa que envuelve y oculta al espíritu en una morada. Lo que “todavía no ha aparecido” habitaría, sin embargo, clandestinamente los ornamentos que, mediante el proceso dialéctico que caracteriza a la filosofía idealista, se convertirán posteriormente en jeroglíficos del pensamiento. Para ello, será necesario, como lo indica Hegel, elevar las figuras propias de la vida vegetal, lo que en sí no puede ser auto-consciente, y someterlas a las formas del pensamiento: la naturaleza inorgánica, morada y elemento universal

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de la vida, tendría inscrita, avant la lettre, una indeterminada figura de la individualidad (Einzelnheit) que se encuentra a la espera de su esplendor definitivo. En su interior, la forma pretende encerrar un significado del que, sin embargo, aún no puede dar cuenta, pues “a la obra le falta lenguaje” (Hegel, La fenomenología 801). Hegel agregará enseguida: La obra…aun en caso de que porte ya en sí la forma o figura de la autoconciencia [aun en caso de que tenga figura humana], es todavía una forma o figura exenta de sonido y voz, que necesita del rayo del sol naciente para tener sonido (Ton), un sonido que, al venir engendrado por la luz, es sólo un resonar (Klang) y no lenguaje (Sprache), [no es vox, sino sonitus], es decir, sólo muestra un Self externo [el que hace resonar a la obra], pero no muestra el Self interior (Hegel, La fenomenología 801). En sí, la obra se oculta en el modo de su exposición (Darstellung) aun cuando, bajo las modulaciones abstractas de la forma, perviva en ella el eco de su “ser interior”. Aquello que resuena al interior de la obra sería entonces una forma otra que la habita. Esto, según Hegel, convertiría a la obra, cualquiera sea esta, en un “estuche inesencial, que no es sino el encubrimiento o velo de lo interior” (Hegel, La fenomenología 801). Entre una forma y otra, lo que estaría en juego sería, contra un pensamiento de la esencia, la condición absoluta y enigmática de un resto (Rest) que no se deja atrapar. Aunque Hegel no le confiera mayor importancia, será Derrida, quien con posterioridad hará del resto (reste) el tema y la materia (sujet) de una escritura bastarda y parricida. A partir de y frente a Hegel, Derrida destacará en Glas que aquello que resiste la apropiación y el dominio filosófico es también aquello que hace posible su sistema.3 La 3 Derrida, en La farmacia de Platón, señala: “según un esquema que dominará toda la filosofía occidental, una buena escritura (natural, viviente, sabia, inteligible, interior, parlante) se opone a una mala escritura (artificiosa, moribunda, ignorante, sensible, exterior, muda”. Esta división, en lo que ha sido la historia de la filosofía en occidente, no ha dejado de imponer un velo sobre la escritura gráfi-

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escritura bastarda yace, a pesar de la tradición filosófica, como su desvío interior. Para bien o para mal, ella ha de producir efectos de lectura que, como veremos, corroen la tradición al diseminar lo inasimilable. Cuestión que, frente a la condición soberana de la ontología, constituye “la dimensión fantasmática que está ahí en la obra” y “que determina la auto-exposición de lo absoluto” (Hamacher 17). Antes de perderse en el desencadenamiento clandestino de esta tentativa, volvamos al velo hegeliano. Para Hegel el velo es tanto lo que cubre y protege la verdad como aquello que hace visible la contrapuesta relación entre exterioridad e interioridad. En el instante del desvelamiento, ahí donde lo interior es revelado en su exterioridad, lo que se mantiene velado compone dos momentos indisociables del espíritu en los que se unen y mezclan forma natural y forma autoconsciente. Hegel, en tal sentido, recalcará: El alma de la estatua a la que se le ha dado forma humana [Self como exterior], no viene todavía del interior, es decir, no es todavía lenguaje, es decir, no es todavía existencia que en sí misma sea interior, y el interior de esa existencia de múltiples formas [Self como interior] es todavía lo sin voz, lo que todavía no es capaz de diferenciarse ello a sí mismo de sí mismo, es decir, de hacer distinciones dentro de sí mismo, y lo todavía separado de su exterior al que pertenecen todas las diferencias (Hegel, La fenomenología 801). La tarea del maestro de obras, siguiendo el decurso hacia la autoconsciencia (Selbstbewusstsein), tiene por objetivo darle una voz, y por extensión una identidad, aunque sea negativa, a lo que carece ca, relegándola al espacio de lo excluido. Hegel, al igual que Platón, habría operado esta exclusión de la escritura relegándola del dominio del saber, confiriéndole por tanto al logos un lugar privilegiado en la escena filosófica. Derrida, liberado de esta pretensión, ha sostenido que la escritura, siendo cada vez lo otro del pensamiento, es aquello que produce efectos no gobernables por la voz. Glas, en esta línea, implica un despliegue de esta escritura que va contaminando, paso a paso, la escritura de Hegel e insertando en su corpus filosófico la figura de la orfandad y la bastardía como resto del sistema especulativo.

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de ella. Sin embargo, esta voz se produce como una realidad externa cuyo telos se confirma al borrar la “oscuridad del pensamiento” en “la claridad de la expresión”. Se trata, en otras palabras, de una brutal confrontación de la idea, por medio del concepto (Begriff), contra la materia, “la piedra negra carente de forma” (Hegel, La fenomenología 801); oposición de la voz contra la escritura o de la plenitud contra la huella. El idealismo hegeliano, en tal sentido, autoriza y favorece una lógica de la voz que absorbe, silencia y pretende disolver –purificar– toda resonancia material bajo el velo y las fronteras de la apariencia. La forma obrada del espíritu, en tanto idea y apariencia, implica, al decir de Hegel, disolver “aquellos monstruos y prodigios…en configuraciones o figuraciones espirituales” (Hegel, La fenomenología 802). De este modo, el maestro de obras se convierte, contra el poder obrero, en artista (Künstler) y especulador. el maestro de obras ha abandonado ese su tipo de trabajo sintético, ese mezclar formas que le son extrañas, como son la forma del pensamiento y la forma de lo natural; en cuanto la Gestalt ha cobrado la forma [la Form] de la actividad autoconsciente [la figura humana], resulta que el maestro de obras se ha convertido en trabajador espiritual (Hegel, La fenomenología 803). Con ello, la obra se presenta, como se ha entrevisto, bajo una domesticación de lo monstruoso, aquello que, como señalara Derrida en De la grammatologie, anticipa el porvenir “bajo la forma del peligro absoluto” (Derrida, De la grammatologie 14; De la gramatología 10). Hegel, en relación a la obra de arte, sostendrá que la estatua, por ejemplo, es lo que carece de consciencia: la estatua, siendo “la determinación de una cosa carente de consciencia” (Hegel, La fenomenología 811), sería la caída de dios en la exterioridad. Caída que supone, en un movimiento de oposición, el “amanecer, que todavía no ha particularizado su existencia, [pero que] pronuncia sentencias…acerca de la esencia, cuyo contenido sustancial es un contenido elevado y aun sublime en ese su ser simplemente verdades, pero que, precisamente en virtud de esa su universalidad, no tienen más remedio que resultar a la vez triviales a la autoconciencia

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(Selbstbewusstsein) cuando ésta se sigue desarrollando” (Hegel, La fenomenología 812-813). Esta caída, que a su vez considera un contenido elevado, supone la existencia de instantes que siguen la búsqueda de su pleno desarrollo. Lo monstruoso acontece así como el “pathos puro de la sustancia”, es lo que se mantiene tras el velo y que, en cuanto carece de lenguaje propio y seguro, permanece como el “contenido contingente y malo del saber” (Hegel, La fenomenología 813). Esta caída se traduce aquí, para nosotros, en resistencia de la materialidad ante la supuesta superioridad de la idea. “Es lo no obtenido en la reflexión” (Hegel, La fenomenología 814) que no deja, sin embargo, de resonar (Klang) y solicitar lo por venir en los límites del Saber absoluto. La función del trabajador intelectual, haciendo uso de esta dialéctica aniquiladora sería, en el contexto descrito, la de dejar caer al espíritu en una figura concreta para relevarlo de su vida interior. Sólo así la formación (Bildung) del espíritu encontraría en estatuas e himnos el hilo que les permite distinguir el interior del exterior. El espíritu, en su caminar hacia lo absoluto, estaría precedido por este momento donde la piedra negra, al carecer de voz y por tanto de lenguaje, constituye un resto de vida que ha de ser sacrificado por el sistema especulativo, facilitando así al Espíritu acceder a la expresión de su interioridad por medio del culto. La figura divina [Idea] que habita en las cavidades de todo monumento [concepto] desciende hacia la materia informe para, por medio del trabajo del artista, conferirle a la materia una forma ideal (eidos). Los monumentos encuentran, en el más allá de sus límites objetivos (la naturaleza de su material), aquello que los purifica de su inesencialidad, esto es, de su naturaleza. Inscrita y formalizada en la cultura occidental, la piedra cae fuera de la naturaleza y se disuelve, supuestamente, en el espíritu de la obra. La idea, en virtud de lo señalado, le dictaría entonces su forma a la materia. No obstante, la piedra, no siendo ni teniendo esencia, permanece como lo no dialectizable que hace posible al sistema en sí mismo. Es preciso, siguiendo a Hegel, interiorizar o apropiarse de la piedra para edificar con ella el templo de la Idea, entendiéndolo “como el espacio para la concentración interior y para la dirección hacia los objetos absolutos del espíritu”

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(Hegel, Lecciones 77).4 De este modo, el límite de los monumentos “está en que mantiene lo espiritual como interior frente a sus formas externas, y así indica lo lleno de alma tan sólo a manera de una cosa diferente” (Hegel, Lecciones 77). Producto de este movimiento, tanto artístico como religioso y filosófico, el espíritu se distanciará del mundo al punto de llegar a perderlo. Tras el velo que oculta la materia se encuentra, sin embargo, el exceso primario de la idea, esto es, aquello que enturbia su presencia. Como afirmaba Hegel en la Fenomenología del espíritu: lo que pertenece a la sustancia, el artista lo cedió [se lo dio] por entero a su obra, pero a sí mismo en cuanto esta individualidad (Individualität) determinada no se dio en su obra ninguna realidad; y el artista sólo pudo otorgar a su obra consumación y plenitud, sólo pudo darle acabamiento, sólo puede acabarla por vía de enajenarse él de su propia individualidad particular (Einzelnheit), y desencarnándose [descorporeizándose] y, sublimándose en la abstracción del puro hacer (Hegel, La fenomenología 809). La esencia del espíritu, elevándose por sobre la realidad (biológica, política, social y económica) quedaría, no obstante, relegada a la insustancialidad de la ideología y la religión. La sustancia, en consecuencia, habría sido traicionada por el trabajador espiritual, quien, liberándose de su existencia inmediata y al considerarse a sí mismo como artesano de dios (Hegel, Enciclopedia 584), pretendería sepultar en el olvido su “ser (Wesen) carente de forma” (Hegel, La fenomenología 806). Toda la actividad conceptual, implicada en el proceso de la autoconsciencia (Selbstbewusstsein), convertiría la materia en forma (Form) pura, dándose a partir de ella su propio contenido en cuanto obra. Es así que el espíritu universal de la obra se constituye en un objeto de representación. La superación ideal de lo concreto conservaría, sin embargo, la animación de lo inorgá4 Mediante esta referencia aludimos, a lo largo de este trabajo, a las Lecciones de estética de Hegel.

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nico como resto inconmensurable. Y, este resto orgánico, que no desaparece pero que tampoco puede ser visto, será negado en su particularidad y presentado por el entendimiento (Verstand), ya sea en la producción conceptual o en la contemplación artística, como totalidad de la cosa. La muerte de lo natural, operada por medio de esta superación dialéctica, resultaría en una naturaleza más bella: el espíritu es ciertamente y sin duda, para Hegel, el más alto modo de existencia del concepto de naturaleza. Dicho de otro modo, la existencia concreta de la idea es el producto de una acumulación que niega dialécticamente la exterioridad de la naturaleza. En tal caso, la degradación de la naturaleza, al traducirse en un tipo de acumulación que recicla constantemente los residuos de la producción y los transforma en capital, no puede sino operar como signo de muerte. II. La génesis de la idea y el eco de un jeroglífico Que lo no obtenido en la reflexión carezca de voz no implica que este privado de una inscripción en el sistema especulativo. Pues, como ya hemos adelantado, hay en la interioridad del sistema hegeliano lo que en su resonancia esta desprovisto, tanto a priori como a posteriori, de significado. El Klang (resonar), como ha señalado Derrida en su particular lectura de Hegel en Glas, “fue ya reconocido como esta repercusión singular de la interioridad en la exterioridad” (Derrida, Glas 278a).5 En el marco de esta repercusión, ha sido el maestro de obras quien, en primera instancia y según una necesidad interna de apropiación de la naturaleza, habrá tenido por objetivo producir una significación, la cual, simultáneamente, comenzaría a llenarse de voz. En suma, el proceso a partir del cual el maestro de obras se convierte en artesano de dios equivale al proceso a través del cual la degradación de la naturaleza constituye, a su vez, la génesis de la idea. Ambos procesos se entroncan el uno en el otro revelando que la negatividad como movimiento del espíritu no implica, estrictamente, una reconciliación o una síntesis. Si bien, la degra5 Con las letras a y b se indicará, como ha sido costumbre entre los estudiosos de Derrida, las columnas sobre Hegel y Genet, izquierda y derecha respectivamente, cada vez que remitamos a Glas (1974). En el caso de citar una mirilla, se utilizará la letra i junto a la letra que indica la respectiva columna.

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dación de la naturaleza se presenta como la anticipación o preparación de la génesis de lo Absoluto, la Idea, siendo ella la unidad de inicio y fin, no reconoce ni puede conciliar en y para sí, esto es, teleológicamente, la materia que ha reprimido para llegar a ser lo que es. La esencia (Wesen), en cuanto expresa la supuesta reconciliación de una figura de hecho y derecho en relación a la materia prima que la constituye, exige al espíritu autoconsciente situarse, retroactivamente, más allá de ese fragmento sustancial que, a fin de cuentas, le otorga consistencia al pensamiento. Lo pensado (Gedanke), en lo que se refiere a su esencia, representa al espíritu como aquello que se encuentra desprovisto de sustancia. En la Fenomenología del Espíritu Hegel expresaba esta situación del siguiente modo: …la reflexión de sí dentro de sí…no solamente se ha quedado sin esa vida esencial [sin ese lado del ser] que antes tenía, sino que también es consciente de esta pérdida y de la finitud en que su contenido [el contenido del espíritu] [ahora] consiste (Hegel, La fenomenología 116). Ese lado del ser, empobrecido y sacrificado en el altar del saber, es, sin embargo, lo que permite tanto la solidez como la edificación del Absoluto. El espíritu que no es todavía espíritu absoluto y lo informe que aún no es inteligencia pero que lo será, debe, según la expresión acabada del ideal, reprimir y/o sofocar la singularidad inmediata de lo particular sensible. Hegel, a propósito de la ciencia y “la consideración teórica de las cosas”, sostendrá en su Estética que: La inteligencia no sólo abandona lo particular sensible en su singularidad inmediata, sino que lo transforma también interiormente, y así de un concreto sensible hace algo abstracto, algo pensado y, por ello, esencialmente distinto de lo que el mismo objeto era en su aparición sensible (Hegel, Lecciones 39-40).

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El telos, función teleológica del ideal, disuelve, en consecuencia, los excesos del Absoluto. En este sentido, Catherine Malabou en L’avenir de Hegel, presentando los decursos de la Fenomenología del Espíritu, observa que para el espíritu “no hay alteridad absoluta del absoluto” (Malabou, L’avenir 15; El porvenir 22). En otras palabras, ello significa que el Absoluto adviene como si fuese una presencia sin resto. Con el fin de erigir su arquitectura, el sistema especulativo requiere, para el advenimiento de su condición circular, aniquilar todo aquello que se resista a su propia introversión. Sólo de esta forma el espíritu, al destruir toda determinación inmediata del ser (Seyn), podrá trascender hacia un más allá inscrito en la mismidad de la esencia. “El movimiento de la absoluta abstracción –escribe Hegel– consiste en destruir todo ser inmediato y en ser sólo el ser puramente negativo de la consciencia igual a sí misma” (Hegel, La fenomenología 290). La negación de la exterioridad opera así como disolución (Auflösung) de la materialidad del pensamiento. Ahora bien, en esta negación operada por Hegel subyace una ambigüedad que no habría que desconsiderar: el camino para superar la exterioridad esta materialmente constituido por una forma de interiorización (Innerlichkeit) del logos, que, en los límites de su universalidad, insiste en denegar su propio soporte material. A pesar de esta denegación, la “presentación material” (Vortrag) inscribe sus marcas en el sistema especulativo. En la Ciencia de la lógica, Hegel defendiendo el privilegio de la forma por sobre la materia, insinúa que la “forma es el dominio que ejerce lo absoluto en toda cosa para infundirle su universalidad” (Lara 38). En este contexto, Hegel sostendrá que el “pensar objetivo”, etapa última del extrañamiento (Entfremdung) de la sustancia por el espíritu, es posible sólo en la medida en que se elimine el principio de diferencia y/o de alteridad absoluta. Nada debe, bajo esta Lógica, obstruir la intelección genética del Saber absoluto. El espíritu que se sabe libre y se quiere como este objeto suyo, es decir, tiene a su esencia como determinación y fin, es primeramente y en general la voluntad racional o la idea en sí y es, por tanto, sólo el concepto del espíritu absoluto. Como idea abstracta está existiendo

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otra vez solamente en la voluntad inmediata-, es el lado de la existencia de la razón, la voluntad singular como saber de aquella determinación suya que constituye su contenido y fin y de la cual ella es sólo actividad formal. La idea aparece así solamente en la voluntad que es finita, pero que es [también] la actividad de desarrollar la idea y de poner su contenido, que se va desplegando, como existencia que en cuanto existencia de la idea es realidad efectiva, espíritu objetivo (Hegel, Enciclopedia 520). El Saber absoluto, en cuanto reconoce que es determinación para sí de la idea en sí, hace de la forma aquello que ha superado tanto la inmediatez como la sensibilidad de la figura y del saber. Lo importante, en este decurso genético de la idea, es que la forma toma distancia del contenido y de las esferas particulares y materiales para, en la exterioridad del espíritu, permitir al absoluto representarse. En consecuencia, si retomamos el pasaje que autoriza la auto-determinación del artista en Espíritu absoluto, nos encontramos con que la sustancia, en su manifestación sólida (fest) y permanente (bleibend), transcurre hacia su propia disolución. Esta disolución, según Hegel, permite al espíritu protegerse de la existencia natural y, con ello, “mantiene y eleva el Self de la consciencia a la libertad y a su fuerza” (Hegel, La fenomenología 553). Sólo así puede el Saber absoluto tornarse “pura referencia a sí mismo (reine Beziehung a uf sich selbst) haciendo abstracción del representar, del sensar y de cualquier estado o peculiaridad de la naturaleza, del talento o de la experiencia. El yo es por ello la existencia de la universalidad totalmente abstracta, lo abstractamente libre” (Hegel, Enciclopedia 129). Dominada por la forma, la libertad y la fuerza del espíritu quedan entonces circunscritas al quehacer del artista. Sin embargo, en la obra (ergon) hay, desde siempre, lo que no se deja enmarcar por la idea en cualquiera de sus formas. En tal sentido, la materia no entraría del todo en el Todo ni se dejaría dominar por la forma como una de sus determinaciones. Aunque Hegel haya expuesto

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lo contrario, especialmente en la Ciencia de la lógica,6 las partes que tomaban partido a favor del Todo son también la fuerza de un reino subterráneo. Las formas concretas espirituales (Gestalten als Geister), esto es, estatuas, himnos y monumentos, guardan en su interior eso que “no es del todo (du tout)…, [que no es en absoluto, pero también que no es o pertenece al todo] (ni una parte del todo ni un todo del todo ni un todo en absoluto (du tout un tout))” (Derrida, Del todo 477). En su estar ahí, lo recluido, guardado e interiorizado no está totalmente determinado y, por tanto, resiste las presiones que sobre él ejerce la negatividad absoluta. En otras palabras, lo que no es del todo carece de presuposición inmediata y de apariencia, siendo por ello inapropiable, sin retorno a sí. El infinito retorno a sí, en cuanto movimiento correspondiente a la esencia, consigna a contracorriente la determinación formal de todo y del todo “en la medida en que es un algo puesto y, con ello, diferente de aquello cuya forma es” (Hegel, Ciencia 501). Sin embargo, como enseguida aclara Hegel, “lo en ella todavía no reflexionado dentro de sí, igual que ésta [lo no diferente de su determinidad] es, por consiguiente, una determinidad que es, sin ser todavía una determinidad puesta” (Hegel, Ciencia 501). En tal contexto, lo todavía no obtenido en la reflexión, como puede recalcarse con Derrida, siempre existe, en cada movimiento de reapropiación y subjetivación, como eco de un jeroglífico. Eco que encuentra en la escritura sus campanadas. El Klang, al ser lengua muerta o inarticulada (palabra difunta), encuentra en su objeción de las determinaciones de la esencia, su afinidad con la escritura:

6 En el libro II de la “Doctrina de la Esencia”, Hegel señalaba: “La forma está, por lo pronto, enfrentada a la esencia; es así, referencia del fundamento en general, y sus determinaciones son el fundamento y lo fundamentado. Acto seguido, está enfrentada a la materia; es, así, reflexión determinante, y sus determinaciones son la determinación de reflexión misma y la consistencia de ésta. Finalmente, está enfrentada al contenido; sus determinaciones son, así, de nuevo ella misma y la materia. Lo que anteriormente era idéntico consigo: por lo pronto el fundamento, luego el consistir en general, y lo último la materia, entra ahora bajo el dominio de la forma y es, a su vez, una de sus determinaciones” (Hegel, Ciencia 507-508).

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En tanto resiste a la concepción, el Kling en el Klang juega para el logos hegeliano el papel de sonido mudo o de sonido loco, una suerte de automatismo maquinal que se desencadena y se conduce sin querer decir nada (Derrida, Glas 16ai). El proceso de emancipación del espíritu, dinámica idealizante de la Aufhebung en desmedro del carácter residual de la naturaleza, busca, en un movimiento opuesto a este desencadenamiento, cercar y someter el querer decir a la corporeidad del concepto. La senda del espíritu, en su devenir hacia el Saber absoluto y siguiendo la lógica descrita del progreso espiritual, no se fija simple y llanamente en una representación del dato comprensivo pasivamente interiorizado, sino que asume, al elevar la materia a una primera forma de idealidad, la forma de una expresión objetiva del significado. El carácter aparentemente silente de los monumentos, al no ser “la repetición viva de lo viviente” (Derrida, La dissémination 169; La diseminación 205),7 constituye entonces una escritura que se resiste a interiorizar la hegemonía de la voz. Dicho esto, por mucho que la tradición filosófica trate de expulsar la escritura, por considerar que es la “materia exterior de un contenido eidético-ideal resguardado de contaminaciones” (Aragón 28), ella se inscribe, hospeda y resuena, desde siempre, en lo profundo de todo monumento. Esta relación entre voz y escritura, que en el marco de una interpretación dialéctica de la obra de arte y sus monumentos específicos, podría comprenderse como momento de autodeterminación fenomenal de la idea, y, por tanto, que se haría representar por el concepto y la significación, encuentra en el momento del relevo lo que permanece (reste) extraño a sí mismo. El Werkmeister no se percataría que al (trans)formar y relevar lo natural en espiritual conservaría, a pesar suyo, lo que permite lo inclasificable inscrito al interior de toda forma simbólica. Ahora bien, si “la forma simbólica constituye tanto el requisito histórico como la condición conceptual de producción del ideal” (Vitale, Natura morta 120), lo que en ella permanece constre7 Con respecto a la versión en castellano de “La pharmacie de platon”, que aquí referimos, modificamos parcialmente dicha traducción.

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ñido por las pretensiones del Saber Absoluto, no tendría otra opción más que ser asumido en su forma ideal. De este modo, la degradación de la materia, –ergo lo que permite, según Hegel, la génesis absoluta de la idea– , adquiere tanto en la obra de arte como en el concepto, en cuanto negación inmediata de la naturaleza, la forma más elevada del absoluto. La pirámide, como señala Hegel en la Estética, sería este monumento funerario donde el espíritu comienza a diferenciarse de la naturaleza. Ella distingue y preserva lo interno de lo externo, lo vivo de lo muerto, lo pensado de lo impensado, lo premeditado de lo accidental con tal de retener lo muerto en el signo, esto es, en la memoria de una relación del interior con el interior. Esta capacidad de retener lo muerto representa para la idea su fuerza suprema. III. Exhumación del poder obrero: resistencia de ultratumba El carácter mortuorio de la idea convierte así a monumentos en tumbas o sarcófagos. Allí, lo finito, “sustraído a la existencia inmediata…, en su separación de la vida, mantiene no obstante su referencia a lo vivo y se conserva y hace autónomo en esta forma concreta” (Hegel, Lecciones 313). Petrificado, lo muerto se inscribe y sobrevive logrando el contenido de lo vivo mismo, aun cuando, sin embargo, al monumento se le escape el alma que antaño autorizaba tanto su producción como su devenir. En este decantar platónico de Hegel, el alma, capturada en el horizonte cerrado del Saber Absoluto, no puede sino constituir un significado trascendental cuya función sería mantener, en lo sensible, el recuerdo de lo sido. La especulativa génesis de la idea, partiendo del sueño del espíritu y pasando por el alma como obra de arte, encuentra en la voz el modo de trascender sus propios límites formales. En tal dirección, la trascendencia de la idea cree poder producir ella misma, esto es, dialécticamente, tanto su límite constitutivo como su limitación exterior. Olvidarse de su soporte sería para la idea el curso de “la cosa misma” (die Sache selbst) en la vía del conocimiento. Hegel, en la introducción de la Fenomenología del Espíritu, dirá que es necesario “antes de entrar en la cosa misma, es decir, en el conocimiento real de lo que es en verdad”, considerar el conocimiento “como el instrumento (Werk-

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zeug) que sirve para apoderarse (bemächtige) de lo absoluto o como el medio (Mittel) a través del cual es contemplado (erblicke)”.8 La cuestión es que estos instrumentos del saber, de los cuales se sirve el logos para imponer su reino, retiene al obrero y su poder en la gloria de dios. Sólo a partir de esta teológica cualidad de representación pueden los monumentos relevarse tanto en un lugar de memoria como en aquello que borra, y mantiene en el olvido, cualquier otra representación. A través de estos monumentos, lo que sin embargo sobrevive, más allá de la tan anhelada auto-conservación religiosa de una figura ideal, serían huellas y trazos que encuentran, entre las determinaciones formales y espirituales de un material inerte, su inscripción en aquello que impide al muerto su regreso a la vida. Ahora bien, no habría que desconocer, en una inversión de la filosofía de Hegel, que el sentido de la verdad permanece (reste) oculto y suspendido en el sistema especulativo. Aquello que objeta la idealidad de la esencia, sería, tal y como Derrida lo presenta en La farmacia de Platón, aquello que un vasallo ofrece en homenaje al soberano. Se trata nada más ni nada menos que de un artefacto, una obra producida según un arte que, a pesar suyo, el soberano no domina. Motivo, este último, por el cual el soberano rechazaría aquel presente que, en palabras de Derrida, hace posible “la puesta en cuestión de la verdad” (Derrida, La dissémination 133; La diseminación 161). Tal artefacto, para economizar la exposición de este punto, condensaría en la escritura un poder obrero (Derrida, La dissémination 94; La diseminación 111). Y, es ante este poder que el espíritu bloquea, mediante la voz de la autoconsciencia, la exhumación de eso (ça) que excede “todos los contrafuertes alzados por el platonismo” (Derrida, La dissémination 133; La diseminación 161). Hegel, desde este punto de vista, se ubica en un tiempo inmediatamente anterior a Platón toda vez que el Saber absoluto requiere, para garantizar su emergencia, situar al logos en una posición paternal. La figura del padre opera, al igual que en el esquema platónico, en desmedro de esos mal nacidos que osan aventurarse en la experiencia de la vida. 8 En esta oportunidad, excepcionalmente, citamos la traducción de W. Roces de la Fenomenología del Espíritu, pues nos parece, en este punto, más precisa en un aspecto técnico (Hegel, Fenomenología del espíritu 51). Este mismo pasaje se encuentra en la página 179 de la traducción de Manuel Jiménez Redondo.

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Franquear este límite, esquivar el rumbo pre-meditado a través del cual se configura la “conciencia moral” (Gewissen), es entonces un modo de desobedecer a “la potencia creadora de Dios que en su propio concepto porta la vida” (Hegel, La fenomenología 757). Esta experiencia de la vida, bajo la premisa del fin de la historia, actúa, a su vez, como una condena a muerte. Sólo tiene legitimidad la vida que, siguiendo los designios de Dios –padre del logos, viene, en este contexto, a neutralizar y/o reprimir cualquier posibilidad de revuelta. A los bastardos, huérfanos y parricidas –proletarios y marginales todos– no les está, en consecuencia, permitido la transformación del espíritu si esta se da por fuera de los límites del orden moral del mundo (Sittlichkeit). Las transformaciones válidas, son para el dios de la “religión revelada”, sólo aquellas que el especulador ha elevado como copia del mundo ininteligible. El silencio natural de la substancia (Derrida, Glas 263a), que yace como materia prima del concepto, resiste, no obstante, los embates de esta iluminación –del “logos de la consciencia de si”– (Derrida, Glas 263a), aun cuando en los monumentos lo muerto es “relevado” (Aufgehebt)­ por Hegel como “vida infinita e imperecedera del espíritu absoluto” (Vitale, Entre la vie).9 De este modo, el gesto religioso, manifestado y operado en la Fenomenología del espíritu, faculta el pasaje que va de la determinación primera e inmediata de la Idea absoluta (la vida natural) a la determinación de la Idea absoluta como vida sin muerte. El velamiento de la muerte o la monumentalización de la idea, como se quiera, es así una suerte de escalera que permite “la ascensión del cuerpo sobre el cadalso” (Derrida, Glas 200a) y, posteriormente, la disolución progresiva de sus determinaciones materiales. Esta ascensión del poder obrero hacia la muerte, restringe y supedita su derecho a la vida a mera reproducción mecánica de unas determinaciones ciegas y carentes de pensamiento. Cercado por el estigma de la Aufhebung, el “reino de los fines” garantiza, entre otras cosas, tanto la circularidad del sentido como la del capital. 9 Referimos aquí al trabajo de Francesco Vitale, “Entre la vie et la mort. Derrida lecteur de Hegel”, presentado en el Coloquio Derrida y el hegelianismo francés (Universidad Diego Portales, 14 de noviembre de 2013). La traducción del texto al castellano estuvo a cargo de Lorena Osorio Clavijos y de quien firma el presente artículo. El encuentro fue coordinado por Mauro Senatore.

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La transformación de las ideas en cosas y de las cosas en ideas, une y separa o bien supera y conserva lo uno en lo otro. El sentido del capital coincide por ello religiosamente con el capital del sentido en desmedro de lo indecible que sobrevive en la escritura. Antes de proseguir, habría que añadir, al menos someramente, que la mercancía es una de las formas modernas del monumento: en la mercancía el obrero vive su propia muerte, trasciende sin trascender, al inscribirse en los límites del objeto producido como producto sublime de una economía de lo posible. En suma, el faktum del “pensamiento objetivo” implica tanto el control y transformación de la naturaleza como la conversión del poder obrero en fuerza de trabajo. Aquello que garantiza este proceso no es sino la negación absoluta de la consciencia y la vida del obrero. La pena de muerte, en virtud de lo señalado y en todas sus extensiones, acontece como la condena que en vida debe pagar el poder obrero [la escritura] por su osadía y su afán de querer resistir la consumación (Vollendung) de la obra. Objetar “el dominio del límite (peras, limes, Grenze)” (Derrida, Marges I; Márgenes 17) a pesar de su realización en el movimiento efectivo (wirkliche Bewegung) de la historia, es el riesgo inevitable que, al igual que el obrero, la escritura debe atravesar. El peligro al que se enfrenta, y que le es inmanente, al rebelarse ante los relevos de la voz y sus inscripciones en figuras como las del padre y el capital,10 es que en su salto (revolucionario) el poder obrero caiga en las trampas del monumento; la historia de los llamados comunismo reales y de los iconos revolucionarios son un claro ejemplo de aquello. El trampolín, que en un punto permitiría liberar lo que había sido interiorizado, puede ser también aquello que puede atenuar la resonancia de una verdad otra. La ascensión hacia la muerte, sea o no monumental, conlleva una cierta consumación material de las ideas como proceso de idealización de la materia. Sin embargo, la fuerza 10 Derrida, a propósito de estas figuras, señalaba en La dissémination: “el logos representa a aquello de lo que es deudor, el padre, que es también un jefe, un capital y un bien. O más bien, el jefe, el capital, el bien. Pater quiere decir en griego todo esto a la vez.” Un poco más adelante, señalaba que el camino que va del logos al padre une “la palabra al kirios, al amo, al señor, otro nombre dado en la República al bien-sol-capital-padre” (cf. Derrida, La dissémintaion 100-104; La diseminación 119-120 y 124).

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material de la verdad histórica permanece (reste), cada vez, “dentro de la inminencia del sistema a destruir” (Derrida, La dissémination 12; La diseminación 10). El ojo del espíritu, vigilante y expectante ante la ejecución de la pena de muerte, no sólo contempla desde el Saber absoluto la consciencia natural sino que afirma, asimismo, la vida teórica del concepto contra la insubordinación que la escritura implica. Si el poder obrero o la escritura constituyen una amenaza para las formas puras o lógicas, esto es, para el concepto, la idea, en cuanto forma más elevada de la determinación de lo absoluto, constituye, inversamente, la mayor de sus defensas. Resguardarse de la escritura, como en cierto punto lo han hecho Platón y Hegel, es la máxima a partir de la cual la Idea pretende evitar la recaída de la consciencia en su noesencia. En el horizonte del Saber absoluto, el concepto –punto medio entre el espíritu y la naturaleza– tendría por destino impedir que la consciencia desventurada o desgraciada encuentre la verdad fuera del lazo familiar. Sin embargo, aquello que este destino desconsidera es la posibilidad, siempre latente, de unos desgarramientos de la estructura familiar. Entre los límites de la historia, de la idea, del Estado y la consciencia, por ejemplo, habita también quien, con mayor o menor grado de fortuna, puede prescindir del padre o desobedecer a su mandato. En los dominios del Saber absoluto no hay espacio para simulacros, la consciencia desventurada está obligada a superar “ese zumbido sin forma que deja el repique de las campanas” (Hegel, La fenomonemología 321), que supuestamente ciñe su pensamiento como tal. La vida del espíritu, en suma, deja en suspenso la vida del poder obrero, lo condena a muerte sin por ello quitarle la vida. La estrategia del espíritu absoluto ha sido, desde el punto de vista de la autoconsciencia que vigila a la cosa sensible, la de desconsiderar y olvidar, no prestar atención a eso que ella contiene. El movimiento dialéctico, confrontado –lo quiera o no– con su propia precariedad, supera pero conserva al mismo tiempo aquello que considera inesencial. Se trata de darle forma al zumbido sin forma, a ese resonar del que, en estricto rigor, no puede hallarse su fuente. Pero ¿de dónde le viene al espíritu ese resonar, ese “más-allá inaccesible que, al tratar de agarrarlo, se [le] escapa?” (Hegel, La fenomenología 322). Hegel dirá que ese más-allá la consciencia lo siente como “su

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propia realidad suelta o separada (einzeln), que al ser alcanzado en su esencia, “no puede alcanzar al otro o a lo otro como individualidad (einzelnes), o lo que es lo mismo: como real” (Hegel, La fenomenología 322). Este fragmento irreal o ficcional, que no se deja absorber por la individualidad, deja tras de sí las huellas de su desaparición. El obrero y su poder, a contracorriente de los esquemas ideales y su fuerza de trabajo, es, al igual que la escritura, exterioridad sensible respecto del Espíritu absoluto. Obrero y escritura acontecen, análogamente, como instrumentos del pensamiento que [se] resisten [a] la reapropiación e idealización metafísica. Constituyen un “aquí, ahora” que en su permanente diferir excede y objeta, cada vez, el origen absoluto del espíritu. Esta realidad desencadenada, o este más-allá sin plenitud sensible, se da como exceso de eso que pretendía agarrarla, aun cuando, espacialmente, no encuentre allí su lugar. En tal caso, una cosa es que este más-allá no pueda ser hallado y otra muy distinta es omitir o desoír su resonancia. El caso de Hegel, ciertamente es paradójico al respecto, pues en cuanto no encuentra lo que busca, eso que busca se disemina en el testimonio de su búsqueda. De ello hay evidencia en diversos lugares y tópicos de su obra, mas, para los efectos que aquí se persiguen, sólo consideramos un pasaje de la Fenomenología del espíritu donde la encarnación espiritual imagina, bajo el signo de su idealización, encontrar su relevo absoluto: Para la conciencia sólo puede cobrar, pues, presencia el sepulcro de su vida [es decir, el lugar en que se concreta su desaparecer o haber desaparecido]. Pero como ese sepulcro mismo es a su vez una realidad y como es contra la naturaleza de esa realidad el que de ella pueda provenir [o el que ella pueda asegurar] una posesión duradera [pues es sólo el lugar de una desaparición, o empírea desaparecida, o empírea que desaparece], resulta también que esa actualidad y presencia del Sepulcro no puede representar otra cosa que la pugna de un aspirar y un esforzarse que no tienen más remedio que acabar en fracaso. Pues sólo en cuanto la conciencia hace la experiencia de que el sepulcro de su ser (Wesen) real inmutable [de ese ser real inmuta-

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ble sobre el que ella versa] no tiene realidad alguna, es decir, de que la individualidad (Einzelnheit) desaparecida en cuanto desaparecida no es la verdadera individualidad o la individualidad verdadera [que ella andaba buscando], sólo entonces abandonará la búsqueda de esa individualidad inmutable como real [es decir, sólo entonces dejará de buscar como real a esa individualidad inmutable], sólo entonces dejará de tratar de fijarla [o agarrarla] como desaparecida [de fijarla o agarrarla en ese su haber desaparecido siempre ya, es decir, como sepulcro], y sólo por medio de ello podrá convertirse la conciencia en capaz de encontrar la individualidad en cuanto verdadera o en cuanto universal (Hegel, La fenomenología 323). Si bien, la muerte anuncia para Hegel el fracaso de la consciencia desventurada, este fracaso inscribe en su reverso la afirmación constante de una historia subterránea. En lo profundo de esta escisión, donde vida y muerte se condividen, el sepulcro se ofrece o, como un monumento de elaboración conceptual (trabajo de duelo) o bien, como lugar a partir del cual el poder obrero siempre tiene oportunidad de reescribir la historia. Sin embargo, para que esto último sea efectivo es necesario abandonar la pretensión hegeliana de elevar al cadáver a la universalidad del espíritu. Es tarea de los vivos dejar que los cadáveres se reinscriban en la naturaleza (cf. Blanco 213). El duelo es en tal sentido una operación que se opone a la descomposición material de estos. Como señala Derrida, el duelo es aquella operación espiritual que: transforma al viviente en consciencia y le arrebata con eso su singularidad a la naturaleza. Le impide al cadáver regresar a la naturaleza. Embalsamándolo, sepultándolo, apretándolo bajo vendas de género y de escritura, levantando el monumento (en dressant la stèle), lo asciende a la universalidad del espíritu. El espíritu se desprende de la descomposición del cadáver, se

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libera y sube (monte) gracias a la sepultura. Es la repetición relevante (Il est la répétition relevante) (Derrida, Glas 163a).11 La repetición relevante es de igual forma la repetición que releva. El espíritu, a través del trabajo de duelo, transforma al pozo, donde el muerto ha sido enterrado, en una pirámide que eleva (erhebt) al muerto hasta el lugar de la Idea. En la cúspide de la pirámide, “lugar fundamental de la muerte”, aquel que detenta el poder del espíritu absoluto tiene el don de vigilar y organizar la producción del sentimiento vivo. Sólo tras disolver la condición corpórea del cadáver este podrá ser transformado por el espíritu en algo subjetivo.12 Y este algo, en cualquier caso, es repetición e interiorización activa (Er-innerung) de una certeza sensible que se convierte en idealidad significada. Abandonando, enterrando y conjurando al muerto, creando su doble especular, el espíritu procura evitar que la descomposición siga su curso. “La idealización siempre se eleva, como la fermentación del espíritu (Geíst), como un gas, por encima de una descomposición orgánica” (Derrida, La verdad 230). Su objetivo es superar la muerte, haciendo del querer-decir la encarnación de una abstracción formal que, siendo ella misma fiel al movimiento de la Aufhebung, funciona como espacio donde el retorno a sí de la idea es permitido. Ahora bien, en este movimiento donde el espíritu se eleva y se posiciona por sobre la naturaleza, esta última permanece [reste] retenida en la vida espiritual: al igual que la idea, el espíritu es también un volver a sí, repetición que se repite a sí misma y cuya dependencia a la muerte es inevitable. En Glas, Derrida da cuenta de esta relación entre idea, vida y muerte del siguiendo modo:

11 Esta frase, como me ha indicado Ernesto Feuerhake, bien podría traducirse también del siguiente modo: “es la repetición que releva (Il est la répétition relevante)”. 12 Al respecto, valdría la pena revisar algunos pasajes de Hegel sobre el amor y la divinización de la cosa (el pan y el vino, por ejemplo), cuestión que podría seguirse en “El espíritu del cristianismo y su destino” (cf. Hegel, Escritos 303-383).

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La Idea, vida inmediata y natural, se releva, suprime y conserva, muere elevándose hacia la vida espiritual. La vida se desarrolla entonces en la contradicción y la negatividad, la metáfora entre ambas vidas es sólo este movimiento de la negatividad relevante…la vida natural ocupa a la vez el fin y el inicio. En su sentido ontológico, las metáforas son siempre de la vida, ritman la igualdad imperturbable de la vida, del ser, de la verdad, de la filiación: physis (Derrida, Glas 96a). La vida, como se observa, acontece allí como relevo de la muerte. La repetición relevante, al reproducir el proceso de la naturaleza en el Espíritu, garantiza, tal y como Hegel lo señalaba en su Ciencia de la lógica, el triunfo de la vida en el concepto. Es preciso, en este contexto, no olvidar que para Hegel la primera determinación de la Idea absoluta está constituida, en principio, por la vida natural. La génesis y la estructura del espíritu es, en consecuencia, lo que tras el sacrificio y la muerte del obrero permite su imperecedera reproducción. El obrero, siendo aquel espíritu sin esencia que ha levantado con su fuerza de trabajo las pirámides, es, sin embargo, lo rechazado que, aun así, organiza y produce por adelantado el reino económico del Saber absoluto. El planteamiento especulativo recurre, una y otra vez, a la reproducción no sólo de la fuerza de trabajo sino también a la consumación de la naturaleza: la economía general,13 en su búsqueda por eliminar hasta la más insignificante huella de resistencia, se presenta entonces al servicio de la esencia como reapropiación de la idea por la consciencia. La resurrección del muerto equivale, en tal sentido, a la consumación de la naturaleza en su elevación fuera de sí. Esta metafísica, donde la economía es negatividad, hace del cadáver un alimento necesario para la conservación de la vida en la Idea. Hegel, se sabe, ha inscrito en esta economía la lucha por el reconocimiento: el muerto es devorado por el espíritu para evidenciar que el estado salvaje y natural puede ser domesticado mediante esfuerzo penoso. Corresponde al esclavo, tal y como es 13 Sobre este punto, remito al trabajo de Derrida “De l’économie restreinte à l’économie générale. Un hegelianisme sans réserve”, recogido en L’écriture et la différence (1967).

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señalado por Hegel en la Fenomenología del espíritu, superar la muerte en la senda del conocimiento. Ahora bien, dicha superación sólo es posible gracias a una doble banda (Double Bind) entre la fatiga que el obrero (esclavo) padece y, aquella con la que éste afecta a la materia prima. IV. Fatiga material: dinastía de lo inclasificable Este doble padecimiento supone, aunque también facilita, lo que, en nombre de la tradición platónica, podría designarse como soberanía ontológica del Espíritu. El espíritu, al igual que el supremo Bien o lo Uno en Platón, detenta para el sistema hegeliano la forma de un decir absoluto. El obrero, sometido tanto al circuito económico del capital como a la circularidad de la voz descrita en De la gramatología, especialmente de esa voz soberana que hace triunfar las múltiples formas del capital como aparece en La diseminación, experimenta una degradación de su condición natural al tiempo que proyecta, en los objetos que produce, las ilusiones de una forma acabada que ejerce su poder sobre él. De este modo, a partir de la fuerza de trabajo del obrero, como ya se ha señalado, este ejerce una continua negación de sí mismo y de la naturaleza: el desarrollo del espíritu resulta de una economía de la clasificación no exenta de violencia. “La razón del más fuerte”, erección constante que asegura la reproducción de su esencialidad, produce y contiene, en los intersticios de la historia, aquellos restos que desea desechar. El movimiento de idealización, en cuanto eleva al espíritu al lugar de la soberanía, trata de borrar las huellas de aquella violencia que es signo de su repetición. “El Geist (Espíritu) es siempre, en la misma producción de su esencia, una suerte de repetición” (Derrida, Glas 27a). Dicho de otro modo, esta violencia queda inscrita, en cualquier caso, entre los límites de todo monumento; frente a la producción monumental de la Idea, la huella figura como aquel másallá inaccesible e incalculable que excede y se sustrae de las determinaciones del duelo y su fuerza de trabajo. El poder obrero, respecto de esta fuerza de trabajo que introyecta la Idea en el monumento, no puede sino devenir resistencia de ultratumba. La lógica del trabajo de duelo constituye para el Espíritu

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absoluto el motor de un retorno a sí de la Idea que no puede evitar, si quiere guardarse como promesa, racionalizar la descomposición y administrar los restos de unos cadáveres sin nombre. Sin nombres, habría que agregar, registrados en los anales de la historia oficial. Este proceso, compartido por el movimiento de idealización, utiliza el poder de clasificación con la intención, a través del trabajo de duelo, de “ontologizar los restos, en hacerlos presentes,…en identificar los despojos y en localizar a los muertos” (Derrida, Spectres 30; Espectros 23). Cada tumba debe tener grabado en su respectiva lápida el nombre del difunto y este “debe permanecer (rester) en su lugar…–es preciso saber quién está enterrado y dónde– y es preciso (saber –asegurarse) que, en lo que queda de él, él queda ahí (il y reste). ¡Que se quede ahí y no se mueva ya!” (Derrida, Spectres 30; Espectros 23). Para ello el epitafio, marca y sello que se inscribe sobre la lápida como garantía de pertenencia, pretende repetir la condición altiva de lo que pudo ser, y no necesariamente fue, el espíritu del muerto. Esto, por supuesto, obliga al muerto a seguir respondiendo, lo quiera o no, a los imperativos de una determinada filiación. Es él, en primer lugar, quien antes de dar recibe la herencia y, son los vivos, entonces, quienes transfieren al muerto un patrimonio del que, por su condición, este no podrá disfrutar. Ellos –los vivos– son, en segundo lugar, quienes interpretan a posteriori este patrimonio que le han legado al muerto, para de este modo, en tercer lugar, disfrutar (o gozar) de su retorno en un sentido no sólo trascendental sino empírico. Repetición relevante: aun cuando el muerto cae en las profundidades de la tumba guarda celosamente, cuando se evita su descomposición, “la sustancialidad inmediata del espíritu” (Hegel, Filosofía del Derecho 232). Este es, en la tradición, el espíritu de la Sittlichkeit hegeliana. Ante esto, tiende, de cuando en vez, a organizarse el poder obrero cuando ya no desea responder a esta “economía general del espíritu” (Derrida, Acabados 75). Hay muertos y los hay “quizás sin filiación”.14 Decapitados, 14 Respecto de esta proposición leo y re-escribo, con tono de infiel seguidor, lo propuesto, en este mismo libro por Iván Trujillo, en el texto “‘...Quizás sin filiación’. Sobre complicidad e historia”. Remito a ese texto, entonces, no sólo como un gesto de admiración sino también porque allí el lector encontrará una explicación más precisa y exhaustiva respecto a la complicidad entre vencidos y

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los hijos bastardos de occidente sobreviven como infieles y revolucionarios herederos del Saber absoluto. Marx es tal vez el más famoso de esos bastardos. Habiendo leído a Hegel, Marx vuelve caducas las obras del Espíritu sin por ello denegarlas del todo. De igual modo, el poder obrero y la escritura, la escritura del poder obrero y el poder obrero de la escritura expresan un exceso de fuerza que rompe con la circularidad del sentido, esto es, con la posibilidad general de los parentescos espirituales. Pues, no habría que olvidar, como Derrida lo señala en Glas, que “el concepto de Idea es espíritu, pero es espíritu en tanto que se conoce y hace efectivo (als sich Wissendes und Wirkliches). Entonces, no puede conocerse y devenir efectivo más que en la medida en que se objetiva. Esta objetivación se produce a través de la «forma de sus momentos» (durch die Form seiner Momente). Haciéndose objeto para sí mismo, el espíritu sale de sí” (Derrida, Glas 21-22a), esto es, se eleva, en cada una de sus etapas, y se pierde, finalmente, en la estructura misma de esos monumentos funerarios construidos en su nombre. Bastaría la lápida, o simplemente una pequeña placa, sin embargo, “la majestad del presente” requiere, como señalara Paul Celan, dar “testimonio de la presencia de lo humano” (Celan cit. Derrida, La bestia 262) bajo la forma de su superación “en el camino de lo imposible”. La presencia (Gegenwart), en el camino de la muerte o de la aporía, tiene su encuentro (Begegnung) con la vida, contra lo que se podría pensar, en el proceso a partir del cual el obrero transgrede el proceso de reapropiación de la materia por la idea, esto es, una vez que transgrede la lógica del sentido y su capitalización en el concepto. Así el poder obrero le abre paso a lo que no se deja dialectizar. Es preciso, eso sí, no perder de vista, sin embargo, que el espíritu soberano, al gobernar y detentar el poder de la clasificación, tiene entre sus facultades hacer desaparecer las huellas de esta violencia entre los archivos secretos de la historia oficial. Pero, como señala Derrida a propósito de los espectros de Marx, “todo (re) vencedores. [El texto de Iván Trujillo al que alude el autor, no fue el que finalmente fue incluido en este libro. A instancias de realizar correcciones al volumen, y no obstante la cuestión de la complicidad se encuentra igualmente allí concernida, el texto incluido lleva por título: “Complicidad, complicación, coimplicación. Políticas de la desconstrucción”. N. de E.]

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aparecido parece venir y reaparecer desde la tierra, venir de ella como de una clandestinidad soterrada (el humus y el mantillo, la tumba y la prisión subterránea), para volver allí, como a lo más bajo, hacia lo humilde, lo húmedo, lo humillado” (Derrida, Spectres 154; Espectros 108). De ahí que la economía tenga, a pesar suyo, que hacer circular metafísicamente aquello que pretendía excluir de su sistema. La función del relevo, tanto en el campo de la religión como en el de la economía política, siendo la de contener, por una parte, lo que no se deja administrar y, por otra, impedir su resurrección, no puede impedir el retorno de lo reprimido. Ahora bien, este retorno no promueve ninguna resurrección del poder obrero. Tras su muerte, a diferencia del soberano, este no asciende por medio de la reflexión especulativa hacia el azul del cielo, aunque tampoco desciende hacia lo profundo de la tierra: como un muerto sin sepultura, el poder obrero asedia el reino de los vivos, se queda entre nosotros. Dicho de otro modo, al no encontrar descanso en tumba alguna, la fuerza del poder obrero sigue siendo, entre otras cosas, lo que “resta (reste) por pensar” (Derrida, Glas 7ai). Es preciso señalar, pues ello como se verá no carece de relevancia, que este “reste à penser” está inscrito en una mirilla de Glas; la frase no hace parte del texto principal sino que se encuentra situada en el margen de la columna izquierda y viene a transformar, aquello que en el centro de la columna izquierda, se anunciaba como “pensamiento del resto” (pensée du reste). Lo que se anunciaba como tal se transforma, aunque a su vez permanece (reste), en lo que queda por pensar (reste à penser) y, esto que todavía no es pensado, se anuncia a sí mismo bajo el cuasi-concepto de resto (reste). Como señala Derrida, “el resto es indecible, o casi: no por aproximación empírica sino que en última instancia por indecidible (indécidable)” (Derrida, Glas 8b). Esta condición indecidible o irresoluble (indécidable) que envuelve y atraviesa la figura del reste excluye al poder obrero del sistema dialéctico. A diferencia del Espíritu, este último no se repite pero se afirma en su diseminación y, en ella, permanece (reste) como una extraña pero silenciosa y vaporosa resistencia. La descomposición del cadáver, su fermentación (gäschen), es signo de la muerte que se mantiene incluso (voire) por debajo de la Idea. “El espíritu (Geist) mismo –señala Derrida siguiendo a Hegel– puede

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pues sólo repetirse, repetir su propio soplo, aspirarse/expirarse el mismo” para mantenerse “por encima de eso que cae, de la materia” (Derrida, Glas 31ai). Sin embargo, en todo proceso de fermentación, eso que cae permanece como aquello que no sólo fisura sino contamina los refugios del espíritu. “La vida natural se destruye para relevarse en la vida espiritual” (Derrida, Glas 262a), no obstante, eso que se ha desprendido de los cadáveres es, por una parte, asimilado, interiorizado e idealizado por el espíritu pero, por otra, eso que cae, ese remanente inasimilable, opera como una resistencia que se sustrae (reste) a la totalización. De la fermentación, entonces, hay lo que se eleva (el gas), ese hálito que es reapropiado por el espíritu como su esencia, y aquello que cae y, por tanto, que no puede ser conquistado por la lógica del Saber absoluto. Ahora bien, por mucho que este resto inexpugnable no tenga modo alguno de ser asimilado, opera como una suerte de combustible del proceso dialéctico que se mantiene en el aire. No siendo la materia prima un elemento de la idea es, sin embargo, aquello que, en una economía de lo indecidible, alimenta o permite la diseminación de una fuerza otra que permanece suspendida (reste suspendu). Este resto (reste), por el cual Derrida está interesado, resiste, por una parte, a la dialéctica especulativa, razón por la cual no se deja invertir en la economía del sacrificio, que de una u otra forma es promovida por Hegel, pero, por otra, sirve también como aquello que posibilita al Saber absoluto. En Glas, Derrida da cuenta de esta paradoja al señalar que eso que cae no lo hace del todo puesto que “todo lo que cae en efecto releva (relève) al Sa” (Derrida, Glas 252a):15 “Se trata entonces de un resto suspendido (reste suspendu)” (Derrida, Glas 252a). Aún más, Derrida agrega a reglón seguido, que este resto no es, como podría pensarse, “ni presencia, ni substancia, ni esencia”, así como tampoco es una pérdida o “un residuo que cae o queda (demeure)” (Derrida, Glas 252a). Si llega a ser algo, sería más bien aquello que provoca la operación dialéctica 15 Importa consignar aquí que en Glas Derrida hace mención del Saber absoluto mediante la sigla Sa. Es preciso, en tal sentido, destacar que en francés esta sigla es homófona de la palabra Ça, palabra con la cual se suele hacer referencia al Ello como inconsciente. El Ça opera como el doble del Sa en tanto es su opuesto absoluto y es a la vez lo mismo en su diferencia.

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cuidándose de no ser uno de sus momentos. Cuestión, en cualquier caso, que impide su incorporación ahí donde, precisamente, “la devoración del límite es, en consecuencia (donc), el efecto económico de la Aufhebung” (Derrida, Glas 44a). No dejar resto alguno, reciclarlo todo y convertirlo en una abstracción material,16 un capital, es la pretensión hegeliana de la Aufhebung. Ahora, si “la Aufhebung –como señala Derrida– es fermentación” (Derrida, Glas 263a), el retorno a sí del espíritu constituye un modo específico de reconciliación que, en el contexto de la Fenomenología del espíritu, describe un cierto esfuerzo por asimilar hasta el más mínimo residuo. Cada fragmento que se desprende y, por tanto, que no logra elevarse, resta suspendido (reste suspendu) no como resultado de la operación dialéctica sino como aquello que la provoca y, que siendo consumido sin límite, guarda las huellas de la muerte. Ya no se trata, aquí, como habría sido en la metafísica y su economía, del trabajo de la forma sobre la materia sino que, ahora, es la materia quien la trabaja hasta su descomposición. Y, aquí, donde la forma se consume, ahí dónde lo Absoluto cae, el resto se suspende (Derrida, Glas 253a). La relación entre lo económico y la Aufhebung, cuya latencia se deja sentir a través de la paradójica noción de abstracción material, remite en Hegel a la cuestión de la fermentación como reapropiación de la muerte. El trabajo de la forma sobre la materia, tal y como ha sido establecido en la configuración metafísica de la economía, queda ab initio supeditado al desarrollo de la Idea absoluta. El proceso de fatiga de materiales equivale, para la dialéctica especulativa, al éter emanado de la descomposición del cadáver. “La 16 En un interesante artículo, Christopher J. Arthur observa que la Lógica de Hegel y el Capital de Marx comparten una misma estructura reflexiva. El autor argumenta “que el Ser, y la dialéctica de las categorías que surgen de él, es análogo al Valor y a la dialéctica de las formas del valor. El punto es que hay un fuerte paralelismo entre los pensamientos puros de Hegel - es decir, la evaluación de instancias (instantiations) contingentes empíricas para dejar la categoría como tal- y el mismo proceso en términos practicas cuando una mercancía adquiere un valor que ignora su figura natural…El movimiento del intercambio al valor es análogo a su Doctrina de Ser; el desdoblamiento del dinero y la mercancía es análogo a la Doctrina de la Esencia; y el capital, que pone su actualización en el trabajo y la industria, como forma absoluta reivindica todas las características del Concepto de Hegel” (Arthur 143).

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Aufhebung es –como Derrida habría observado en la literatura hegeliana– la amortización de la muerte” en cuanto “ley económica de reapropiación absoluta de una perdida absoluta” (Derrida, Glas 148a). Nada de restos. Sin embargo, en este proceso, mediante el cual todo es supuestamente reapropiado y recogido en el contexto familiar de una abstracción suprema, algo se pierde e inscribe más allá de las figuras del cap.17 Eso que se pierde y que no ha sido obtenido por la reflexión, eso que no se deja atrapar por el pensamiento especulativo, persiste irreductible en su no esencia. Derrida, esta vez leyendo en la columna b El milagro de la rosa de J. Genet, señalará que la ontología, a propósito de la esencia de la rosa que es su no esencia, no puede apoderarse de aquello que se evapora: “le reste ne reste pas” (Derrida, Glas 69b). Modular una traducción para esta pequeña frase sería un vano intento por fijar un telos a “este suspenso entre el resto y el no-resto del resto…[a] esta suspensión que retrasa un poco…la disipación absoluta [y]…que se mantiene por un tiempo por encima de ciénagas” (Derrida, Glas 70b). El resto no permanece en tanto no permanece ni queda lo que resta. Aquí, entonces, no hay punto medio (Mittelpunkt), a menos que este sea el suspenso de las oposiciones. El límite, cuya función es asegurar metafísicamente la reproducción incesante de las oposiciones, debe ser resistido, pues de lo contrario ningún poder obrero tendría porvenir. Esta resistencia, para no fracasar, ha de materializarse diseminando espectros ahí donde el límite defiende la idealidad del padre y el logos. El testamento de los bastardos, si es que algo así realmente existe, tendría por horizonte conminar a las generaciones siguientes a defender una “cierta zona de desconocimiento e incomprensión” toda vez que ella “es también una reserva y una posibilidad excesiva: una 17 La figura del cap, tematizada en su multiplicidad de significados por Derrida en El otro cabo, está íntimamente relacionada al problema del poder. De cabo a cabo, de un extremo a otro, siendo soberano o poder obrero, lo referido al cap implica estar en una determinada posición de poder. El cap, ya sea el lugar de la cabeza o siendo “el telos de un movimiento orientado, calculado, deliberado”, orienta nuestra relación con y ante el otro. El cap, entonces, designa, a favor o en contra, una relación al kirios. Cuestión esta última tematizada ya por Derrida en “La farmacia de Platón” (cf. Derrida, L`autre cap).

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posibilidad para el exceso de tener un porvenir y, por consiguiente, de generar nuevos contextos” (Derrida y Ferraris 46). Interrumpir el legado familiar sería la consigna, la cita secreta, a partir de la cual los que aún no han llegado podrían encontrarse con los que ya no están: en efecto, “el resto estalla como el otro lado de la herencia, como la producción del espacio de los desheredados” (Blanco 171). Al otro lado, en la otra orilla, la producción se encarga de reunir y componer las partes en el Todo. Ninguna esquirla debe permanecer desperdigada. Ninguna diseminación es autorizada en nombre del Saber absoluto. La especulación es en tal sentido una economía y, como tal, ella responde a los imperativos de un esquema familiar. No hay que olvidar, como lo ha destacado Derrida en Glas, que la economía “no rompe jamás el cordón umbilical que la liga a la familia” (Derrida, Glas 152a). En este contexto, la transmisión de la herencia procura reproducir las condiciones de producción bajo el esquema ontológico de la idealidad. La idealidad, producción de la Aufhebung, es en consecuencia un «concepto» onto-económico. El eidos, forma general de la filosofía, es propiamente familiar. Se produce como oikos: casa, habitación, apartamento, sala, residencia, templo, tumba, colmena/hormiguero (ruche), deber (avoir), familia, raza, etc. Si hay ahí un sema común, es la custodia de lo propio: ella retiene, inhibe, consigna la pérdida absoluta o la consume sólo para mirarle mejor volver a sí, esto es en la repetición de la muerte. El espíritu es el otro nombre de esta repetición (Derrida, Glas 152a). Si transitáramos por el hilo familiar del pensamiento especulativo, como lo hiciera Hegel, sería necesario reconocer que la idea no pretende tan sólo superar la materia sino precisa conservarla en una determinación eidética. La subordinación de la materia y su elevación hacia una totalidad más amplia implica, a la vez, una reducción empírica por fatiga de materiales y la consolidación de un Todo que excluye lo irrepresentable. No todo del todo puede ser,

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sin embargo, reapropiado, digerido, asimilado por el Espíritu, hay siempre producción residual de restos pero también “acumulación por desposesión” (cf. Harvey).18 El esquema onto-económico del Saber absoluto busca, como ocurre en los sistemas familiares tradicionales, convertir lo excluido en el límite a partir del cual el Espíritu dibuja sus fronteras y ordena sus ganancias. Exteriorizar los remanentes del sistema es la estrategia que permite posteriormente incorporarlos bajo nuevos patrones de acumulación. Al igual que en la relación del padre con su hijo (o bien del especulador con el obrero), el Saber absoluto busca inscribir la muerte del primero en el segundo como posibilidad ad infinitum de incubar un nuevo punto de partida sin perder por ello las ganancias acumuladas. La descomposición del cadáver, la fatiga de materiales y los residuos de la producción deben ser transformados en elementos de una nueva fase de producción. De esta manera, siguiendo el decurso familiar de la economía capitalista, la filiación representa la expansión sin retorno del patrimonio: en el hijo se engendra la muerte del padre para alojar en este el principio de su verdad. La verdad –el pasado pensado (passé-pensé)– es siempre la muerte (relevada, erigida, sepultada, revelada (dévoilée), que ha perdido su erección (débandée)) de la cual ella es la verdad…la vida del espíritu como historia es la muerte del padre en su hijo. El relevo de esta muerte tiene siempre el sentido de una reconciliación: la muerte sólo habrá podido ser un acto libre y violento. La historia es el proceso de un homicidio. Pero este homicidio es un sacrificio: la víctima se ofreció. Escándalo en el que un tribunal finito nada comprende (Derrida, Glas 41a). En tal sentido, la verdad filosófica de la historia, esto es, la vida del espíritu, es para Hegel una radical desposesión del poder de los obreros. La sobreacumulación de capital corre por cuenta del 18 Referimos aqui al trabajo de David Harvey: El nuevo imperialismo, especialmente el capítulo IV, titulado: “Acumulación por desposesión”.

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Espíritu absoluto, quien, a fin de cuentas, “le restituye ‘a la naturaleza’ el residuo de lo que ha tomado de ella, liberando los ‘humos’ al viento y vertiendo los ‘líquidos’ al río” (cf. Granel 58).19 La producción de restos, inherente a la operación dialéctica, no es más que un doble gesto de contaminación sistemático. Por una parte, hay restos que son una especie de partícula que el proceso no logra asimilar y, por otra, al permanecer (rester) como desechos, esto es, como lo excluido por el progreso, el resto (reste) “flota, inestable (incertain), indeterminable, entre el adentro y el afuera, entre la materia (le sujet) y su esencia, lo real y lo general, lo particular y la totalidad” (Hamacher, Pleroma 20), esto es, como resistencia de lo inclasificable. “Es sólo si un resto no dialéctico insiste y resiste, –como señala W. Hamacher en un decurso similar al de Derrida en Glas– que la dialéctica puede empezar su marcha y que la verdad puede mezclarse con la no-verdad como su propio momento” (Hamacher, Pleroma 20). Lo que queda inscrito en los monumentos, en cuanto gloriosos archivos de la historia oficial, no sería tan sólo la forma ideal y litúrgica de la razón, en su devenir pasado y su orientación hacia al progreso, sino serían también aquellos restos histórico que, a pesar de los esfuerzos de Hegel por denegarlos, insisten especialmente sobre la no-totalidad del sistema. Hay, por gracia, en la composición de todo monumento lo que, restándose a la sistematicidad imperial del Saber Absoluto, permanece como su escombro necesario. De principio a fin, coinciden, en el círculo que Hegel dibuja entre religión y filosofía, la plenitud y sus restos. Contra la pasividad de esta reconciliación, donde lo interior se imprime como el afuera de la representación, existiría, a contracorriente del pensamiento dialéctico hegeliano, otra vía del pensar que estrictura lo trascendental a favor de lo excluido. El recurso a la estricción, al estrangulamiento 19 Gérard Granel, en el trabajo que aquí referimos (“La ontología marxista de 1844 y la cuestión del corte”, recogido en 1972 en Traditionis traditio), señalaba un poco antes: “la producción del producto descansa sobre lo que escapa a todo proceso y no es producto/producido (produit): la naturaleza como conjunto del fondo de realidad explotable. Pero la naturaleza en el sentido de un fondo tal, solo aparece por sí misma en el seno de todo lo que, antes de aparecer como esto o aquello, aparece simplemente y, apareciendo, es.” [Las cursivas son mías]. Aun cuando he tenido a la vista el texto en francés, cito la excelente traducción de Ernesto Feuerhake, publicada en el Nº16 de la Revista Actuel Marx / Intervenciones (cf. Granel 57).

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que liga manteniendo abiertas las fronteras de la estructura, acontece y se impone, aquí, ahora, en este punto, como objeción al punto medio (Mittelpunkt) donde la idealidad vincula el todo del monumento a lo que, supuestamente, sería su presencia plena. El carácter circular del pensamiento dialéctico, como se adelantara antes, haría del monumento un concepto (Begriff). En su interior, sin embargo, restos excluidos del sistema aguardan cautelosos, aun al intimar con la muerte, el clamor (glas) de un duelo por venir. Dicho esto, entonces, lo que ha de brotar y desbordar los límites herméticos del monumento son estos restos “rechazados, reprimidos, desvalorizados, aminorados, deslegitimados, ocultados por los cánones hegemónicos” (Derrida, Biodegradables 819). Restos que, no siendo presencia ni ausencia plena, se conservan en y contra la monumentalización de la idea como proceso ideal de superación de la muerte. Asimismo, al no dejarse apropiar ni ontologizar, eso que resiste y se resta del Saber Absoluto tiene siempre la chance de inscribirse, informe y heterogéneamente, en el porvenir de unas constelaciones sin precedente. Tras el proceso de monumentalización, desplegado por Hegel en relación al carácter especulativo de la idea, el resto se afirma en su exceso. Ninguna síntesis tendría, en y con estricto rigor, la capacidad de recepcionarlo y conjurarlo eficazmente en el parergon de una escritura absoluta: lo extraño, incontenible e indescifrable de los monumentos existe, a pesar de las determinaciones históricas del Logos, como aquello que transita, estricturante, por el sistema de las oposiciones dialécticas. La relación entre totalidad y resto, devenida para Hegel síntesis de lo infinito en lo finito, representa lo Absoluto como reconciliación en la que, dialécticamente, se conserva (aufheben) la objetivación del espíritu como esencia de la realidad. Se impone, a través de los monumentos, una identidad de lo contradictorio que termina por introyectar, memorizar y disolver en el corpus del Saber Absoluto los remanentes de la historia. Nada parece tener vida si no es al interior de la clausura que convierte en objeto al espíritu. Como señalara el mismo Hegel, y cito aquí in extenso las Lecciones sobre filosofía de la religión: El espíritu se convierte así en objeto, se da a sí esencialmente la forma según la cual aparece como algo

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dado, como algo que llega hasta él de un modo superior; ahí reside la explicación de que el espíritu adopte la forma de una religión positiva. El espíritu deviene para sí bajo la figura de la representación; bajo la figura de lo otro para lo otro, para el que es él, es decir, la positividad de la religión se manifiesta como representación. Asimismo, se encuentra en el interior de la religión la determinación de la razón, según la que es algo cognoscente, actividad del pensamiento y de la comprensión (Hegel, Filosofía de la religión 144). La idea de monumento, articulada en su reverso a la monumentalización de la idea, hace de la representación (Vorstellung) el soporte negativo de lo sensible. La materia, en relación a la totalidad del concepto, se pretende a sí misma, a partir de la universalización de las determinaciones sensibles del contenido de la representación, idealidad acabada. Cuestión que ahoga en la metafísica y en la teología cualquier tentativa materialista. Desde esta perspectiva, la materialidad de la materia se desvanece en el carácter concreto de la representación: como habría indicado E. Lévinas, en la fenomenología de Hegel todo queda reducido a totalidad onto-teológica, puesto que, al “suspender la misma alteridad de lo que sólo es otro en el primer momento y otro con relación a mí”, se impone “la modalidad de lo Mismo” en cuanto la “lucha de los contrarios” es eterna repetición de lo mismo (Lévinas, Totalité 27; Totalidad 61). La lógica del Saber Absoluto, y su correspondiente voluntad de sistema, opera negándole a la textualidad hegeliana toda resistencia al imperio del idealismo especulativo. A contracorriente, sin embargo, existen desplazamientos ingobernables de lo negativo que, al resistirse a la Aufhebung, no se dejarían del todo relevar.20 Siempre hay lo que se es20 Se utiliza aquí el verbo relevar, siguiendo la decisión de J. Derrida de asumir el carácter aporético de la noción hegeliana de Aufhebung, pues, aunque ella constituya un momento clave de la dialéctica como tal, también, como ha señalado Derrida en diversos momentos, como por ejemplo en “Qu`est-ce qu`une traduction relevant?” (1999), el relevo “permitiría guardar, al conjuntarlo en una sola palabra, el doble motivo de la elevación y el re-emplazo que conserva lo que niega o destruye, guardando aquello que hace desaparecer” (Derrida, Qu’est-ce 40).

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cabulle entre las delimitaciones formales de los monumentos. Ahora bien, ello es posible puesto que los monumentos, ya sea en su sentido religioso o estético,21 se despliegan para Hegel como signos de muerte en los que, como ya se ha dicho, un resto de vida persevera. V. Restos del quema-todo: la rebelión de los bastardos La emergencia de una Teoría del signo en los recovecos de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, tal y como Derrida la re-escribe en “El pozo y la pirámide”, haría del signo esa tumba, ese monumento funerario al que con insistencia hemos aludido. Presentado y representado de este modo, “el signo, unidad del cuerpo significante y de la idealidad significada, se convierte en una especie de encarnación” (Derrida, Marges 94; Márgenes 117), cuya estructura esencial supone el retorno a sí de la idea. A partir de este movimiento de la Aufhebung, para decirlo de otro modo, el signo se hace “carne espiritual” (en el sentido de Husserl) de la “palabra viva”.22 La caracterización del signo bajo la forma de monumento funerario garantiza, al neutralizar e integrar la memoria de los vencidos al Saber Absoluto, el funcionamiento hegemónico de la idea. El fálico poder de la idea queda así constreñido, tal y como Derrida lo habría demostrado en 21 Respecto de lo primero, véase el capítulo sobre “La religión” en la Fenomenología del espíritu. Respecto de lo estético y, específicamente, en relación a lo artístico, véase el capítulo “Simbolismo consciente de la forma comparativa” de las Lecciones de Estética de Hegel. 22 En el “El pozo y la pirámide”, a propósito de esta “carne espiritual”, Derrida señala: “el cuerpo del signo es animado por la intención de significar como un cuerpo (Körper), se deja habitar por el Geist y se hace, por ese hecho, un cuerpo propio (Leib)” (Derrida, Marges 94-95; Márgenes 117). Cabe destacar que Derrida ya había esbozado esto en La voz y el fenómeno. Ahí Derrida consigna: “El privilegio necesario de la phoné que está implicado por toda la historia de la metafísica, Husserl lo radicalizará explotando todos sus recursos con el mayor refinamiento crítico. Pues no es a la sustancia sonora o a la voz física, al cuerpo de la voz en el mundo, a lo que reconocerá una afinidad de origen con el logos en general, sino a la voz fenomenológica, a la voz en su carne transcendental [el destacado es mío], al soplo, a la animación intencional que transforma el cuerpo de la palabra en carne, que hace del Kórper un Leib, una geistige Leiblichkeit. La voz fenomenológica sería esta carne espiritual que sigue hablando y estando presente a sí –oyéndose– en la ausencia del mundo” (Derrida, La voix 15; La voz 53).

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el texto citado, en la noción de signo toda vez que este es tanto un “monumento-de-la-vida-en-la-muerte” como un “monumento-dela-muerte-en-la-vida” (Derrida, Marges 95; Márgenes 118).23 El monumento, afirmado y firmado en cuanto signo de muerte, guarda en su interior, el sintagma sin conjunción “la vida la muerte” como quien se convierte, al impedir la clausura de la historia, en un mudo testigo que facilita la sobrevida (survie) de lo no articulado por el concepto. En Hegel, por tanto, sobrevive en el signo un alma que siempre le es ajena.24 En tal sentido, hay en todo signo o monumento funerario aquello que, a pesar de las pretensiones de Hegel, se resiste ante la idealidad del logos. En efecto, en las cavidades del signo, cuestión que Derrida llamara el pozo en tanto forma invertida de la pirámide, existe, sin destino pre-establecido, errando de un lugar a otro y objetando lo institucionalizado por el saber, la potencia inclasificable del poder obrero. En suma, aun cuando para Hegel los restos del Saber Absoluto, –bajo las huellas de una forma histórica, filosófica, política o económica– , estén empírica y fenoménicamente encerrados entre los monumentales márgenes del signo, algo en ellos los vuelve absolutamente inasimilable. Esta paradojal o aporética condición, en la que el resto (reste) se sustrae (reste) y permanece (reste) en cuanto resto (reste), se inscribe como efecto cuasi-trascendental que acontece diseminando trazas ausentes. “El ya-ahí del todavía-no” (Derrida, Glas 244a), esa no esencia de la esencia o esa imposibilidad del duelo, organiza el “espacio de los desheredados” aun cuando este permanezca extraño, inclasificable e indecidible en el contexto irreductible, 23 Con respecto a la traducción de Márgenes por parte de Carmen González (y particularmente aquí, de “El pozo y la pirámide”), es necesario advertir, por ejemplo, que esta versión omite en el pasaje citado los guiones que impiden la separación entre monumento, vida y muerte, así como más adelante, traduce la palabra francesa souffle simplemente por expiración, olvidando que lo que está en juego no es, en rigor, el acabamiento de la vida sino la pervivencia de un halito de vida del espíritu conservado en la materialidad de su ausencia. 24 Hegel, en la tercera parte “Sobre la filosofía del espíritu” de su Enciclopedia de las ciencias filosóficas, señala que “el signo es una cierta intuición inmediata que representa un contenido enteramente otro que el que tiene de suyo; es [como] la pirámide, en la cual se ha depuesto y guarda un alma que le es ajena” (Hegel, Enciclopedia 449).

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por ejemplo, de la lucha de clases.25 Sibilina y al mismo tiempo evanescente, la infigurable figura del resto y, por extensión, la escritura y el poder obrero, el obrero como escritor del poder y el poder de la escritura, desgarran, en los márgenes del monumento, la sistematicidad del absoluto. “La escisión del absoluto” (Hamacher, Pleroma 55) implica que a “la naturaleza material” “una cosa infinitamente distinta de ella le será opuesto, pero, en esta cosa infinitamente distinta, se repite y redobla su redoblamiento, su desgarro, su escisión” (Hamacher, Pleroma 55). Tras la figura del padre, del sol, del bien y/o del capital, tras las configuraciones familiares del pensamiento hegemónico, tras lo visible invisible persiste lo que en penumbras permite “poner lo no trascendental, el afuera del campo trascendental, lo excluido, en posición estructurante” (Derrida, Glas 272a). En efecto, “la desgarradura en la naturaleza material es al mismo tiempo trascendentalizada” (Hamacher, Pleroma 55)26 en eso que se disemina en el corpus del signo. No hay restancia (restance) ni resistencia del poder obrero sin esta inscripción de la división en el absoluto mismo. En tal sentido, como ha señalado Derrida, los restos siempre se dividen: por una parte son esa fuerza productiva que convierte la mercancía en capital y, por otra, es aquel poder obrero que siempre puede hacer fracasar la producción. En la columna b de Glas, Derrida, sostendrá respecto del resto (du reste) que en él: Hay por lo demás (il y a du reste), siempre, que se recortan, dos funciones. Una que asegura, guarda, asimila, interioriza, idealiza, releva la caída en el monumento. La caída (chute) se mantiene allí [en un lugar], embalsama y momifica, monumemorisa (monumémorise), se nombra allí –tum25 Hamacher señala a este respecto que “la condición de posibilidad de la lucha de clases sobre un plan ideológico, de la lucha de clases a secas [tout court], reside en la diferencia que se abre en el «sujeto autómata», en el fetiche del capital en sí – en la colisión entre prácticas diversas de producción del fetiche, diversidad que no es reductible a unidad según la lógica dialéctica del capital o del saber absoluto” (Las cursivas son de W.H). 26 Podría traducirse también esta frase de las siguientes maneras: “Hay resto, siempre, que se recortan, dos funciones” (Il y a du reste, toujours, qui se recoupent, deux fonctions).

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ba (tombe). Entonces, se erige ahí, pero como fracaso (chute). La otra –deja caer (tomber) el resto. Arriesgando volver a lo mismo (Derrida, Glas 7-8b). Esta doble función, que por una parte erige y por otra deja caer el sentido, suspende las significaciones canónicas en relación a esa inapropiable materialidad del resto. Y esta, al igual que los espectros, habita diseminada en los signos-armaduras del Saber absoluto a condición de mantenerse indecidible. Enrevesada, la condición desespiritualizada de la materialidad tan sólo puede ser entrevista gracias al efecto yelmo.27 De este modo, una y múltiples huellas se inscriben en la memoria de los monumentos para corroerlos desde su propio exceso indeterminable. Ninguna dialéctica defensiva puede cancelar del todo este gesto amenazante constituido en la objetivación de un capital, de una cabeza o un encabezamiento. De ahí la urgencia, como es observado por Derrida en Espectros de Marx, de “apunta[r] a menudo a la cabeza y al cabecilla” (Derrida, Spectres 185; Espectros 130). Decapitar la voz arconte del capital, primer y último recurso del signo, pasa necesariamente por inscribir, en eso que sería su trascendencia, aquello que se le resiste. Para comenzar “‘más allá’ del saber absoluto se requieren –cuestión que ya Derrida habría previsto en La voz y el fenómeno– pensamientos inauditos que se buscan a través de la memoria de los viejos signos” (Derrida, La voix 115; La voz 165), “intentando producir ahí seguramente la inseguridad, abriéndola a su afuera, lo que no puede hacerse más que desde un cierto adentro” (Derrida, La voix 64; La voz 108), en este caso, de aquellas figuras que, como el capital, condensan en y para sí una cierta posición paternal. Los viejos signos albergan, lo pretendan o no, lo que no pertenece “ya al sistema del querer decir” (Derrida, La voix 64; La voz 108), es decir, albergan eso que no se deja inscribir en el lenguaje de aquellos burócratas que se conforman con los dogmas del concepto. Lo que resta por pensar asimismo es lo que resta por inventar. 27 Sobre el efecto yelmo remito a Espectros de Marx (1994) (Derrida, Spectres 28-29; Espectros 22).

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Entrever ahí, en ese espacio por inventar, la inscripción de la materialidad, supone, en cualquier caso, infiltrar clandestinamente al idealismo filosófico. Tarea esta última que sólo ha sido asumida en la historia por los hijos bastardos de la filosofía, esto es, por aquellos que han arriesgado razonamientos cuyo esfuerzo no es “asimilar el resto” o “coser, comer, tragar, interiorizar el resto sin restos” (Derrida, Glas 263a). Contra ellos, sin embargo, la dialéctica, como hemos visto, no ha dejado nunca de actuar. Como una máquina de ontologizar restos, el Saber absoluto actúa mediante una luz que lo quema todo, que no quiere dejar nada pero que, al mismo tiempo, todo lo quiere contener. Este proceso, a raíz de las contradicciones que las sostiene, parece sin embargo estar subsumido en una crisis permanente. Por mucho que el círculo tenga fe en su cierre, es innegable que el paso del tiempo y las inclemencias temporales hacen lo suyo sobre la superficie de los monumentos, especialmente en aquellos donde son conservados esos restos denegados. Es por ello que entre los que controlan la fuerza de trabajo y la moralidad de los obreros existe una necesidad de restaurar, de forma casi permanente, la superficie de los grandes monumentos, sobre todo cuando se los tiene en alta estima. Sin embargo, lo que se restaura, en estricto rigor, no son simplemente las fachadas deterioradas sino el corazón mismo de estos monumentos. Y, tal y como ha sido señalado por José María Ripalda en su libro Fin del clasicismo: a vueltas con Hegel (1992), “la restauración fue en Hegel también manejo asombrosamente exhaustivo de las posibilidades del lógos, nudo de presentimientos, representación trágica del presente y lectura litúrgica de tradiciones difícilmente compatibles” (Ripalda 18). El sistema hegeliano, rechazando lo contingente en su irreductibilidad, ha resistido y resistirá, a través de la restauración del platónico mundo de las ideas, la fragmentación de la realidad empírica. El punto de equilibrio (Mittelpunkt), encuentro imposible entre los dinastas de la idea y los bastardos de la historia, se esfuerza por convertir en monumentos aquello que la Aufklärung nunca ha podido conquistar. La operación dialéctica retiene así, sin desearlo ni saberlo, en el resto (reste/Rest) su interregno. Y es en ese espacio de tiempo en el que no hay soberano, cuando el resto se convierte en ceniza. En

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cierto modo, el resto es desde siempre una resistencia, una sustracción a la condición idealizada del Saber Absoluto, la ceniza no es sino el hado “que conserva y a la vez pierde su huella” (Derrida, La difunta 19). Resto del resto, la ceniza anuncia lo suspendido, lo vaporoso y ligero, que se esfuma y desvanece “al ver la obra en crecimiento como una hoguera en llamas” (Benjamin, Las afinidades 126). Barricada que incendia y atormenta los monumentos dejando algo ahí donde todo debiera ser consumido. Tras esta hoguera no queda entonces más que la destrucción de la memoria que haría del resto un vestigio incinerado. Al quemar sus propios límites, la dialéctica extiende e inscribe sin cesar en los monumentos, las huellas de un ‘pasado absoluto’ que, si bien no se expone como significado, tampoco alcanza a borrarse como significante. Es por ello que Derrida se pregunta: “¿cómo de esta consumación sin límite puede quedar algo que bosqueje (amorce) el proceso dialéctico y abra la historia?… ¿cómo el gasto solar produciría él un resto –una cosa cualquiera que permanece o que se exceda? ¿Cómo es que lo puro de lo puro, lo peor de lo peor, el incendio pánico del quema-todo, impulsaría algún monumento, aunque fuera crematorio” (Derrida, Glas 267a). Aunque el fuego lo queme y destruye todo, algo permanece como una “pyramis que guarda huella de la muerte” (Derrida, Glas 267a). Pero esto, que inicialmente era tan sólo un privilegio de los secuaces del Saber absoluto, es también ahora una facultad de los bastardos: al hacer uso del fuego a través de las barricadas, los bastardos producen sus propios monumentos. La única diferencia es que mientras los burgueses condenan las barricadas, los otros hacen de ellas las huellas de su poder. La barricada es así el monumento de los bastardos y, a través de sus restos ella “no confiesa más que la incineración en curso cuyo monumento, ella sigue siendo” (Derrida, La difunta 23). Siendo entonces la barricada un monumento, ella no simula avanzar, como si lo hacen las obras del Espíritu objetivo, hacia el progreso, por el contrario, en ellas se reconoce que todo monumento se expone, en y desde el comienzo, como signo de la catástrofe. Las cenizas o las ruinas del Saber Absoluto, –eso que no ha podido históricamente ser digerido por la dialéctica y, por tanto, que cae en abismo dentro de sus límites–, es la experiencia misma

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de la totalidad que siempre ya, abre el intercambio y encadena lo que se eleva con lo que cae. La circularidad del Saber Absoluto, en virtud de lo señalado, ya no puede encontrar el camino hacia su clausura. Aun cuando, ante sus propios ojos, los monumentos conceptuales perciban que sus fines se tocan con sus principios, lo cierto será que en ellos habitan restos, ruinas y/o cenizas que sobreviven “como un accidente a un monumento ayer intacto” (Derrida, Mémoires d’aveugle 72). Como bien señala Derrida en varios de sus textos: “en el comienzo hay” restos, ruinas y cenizas. De ahí que el implacable destino de los bastardos sea, en relación a la voluntad de sistema del Saber Absoluto, la de producir una “huella destinada, como cualquiera, a desaparecer por sí misma, tanto para extraviar el camino como para reavivar la memoria” (Derrida, La difunta 43). Y, sólo en este extravío, que reaviva la memoria, podrá la rebelión del poder obrero releer a contrapelo la monumentalización de la idea en el signum28 que abandona su pertenencia al esquema familiar. Ahora bien, este hilván inconfesable entre lo ideal y lo espurio estaría, como se indica, en relación a una cierta ligadura donde la materialidad resta del Saber Absoluto. Sin embargo, es preciso insistir, en este restarse permanece un cierto desencadenamiento de lo que, puede o no, objetar la monumentalización. Las barricadas, en tal sentido, no olvidan nunca está objeción de la ipseidad. La idea, remitiéndose en y para sí, esto es, en su camino hacia la autoconsciencia (Selbstbewusstsein), se impone inversamente bajo su formalización. Ocupando los materiales que tiene a su disposición, la idea finge un “punto medio” (Mittelpunkt) a partir del cual soldar de manera coherente los principios de su trayectoria. A pesar de su aparente pulcritud queda siempre una mácu28 En el signum o emblema, como señala Benjamin en “‘Las afinidades electivas’ de Goethe” , “lo único decisivo es que, respecto a la cosa, su contenido nunca se comporta deductivamente, sino que debe ser considerado como el sello que la representa. Así como, por ejemplo, la forma de un sello es indeducible de la materia de la cera, indeducible de la finalidad de su precinto, e incluso indeducible del molden en el cual es cóncavo lo que allí es convexo…así el contenido de la cosa no cabe deducirlo en absoluto ni de la intelección de su estado, ni de la averiguación de su determinación, ni aún del barrunto de su contenido, sino que únicamente es comprensible en el seno de la experiencia filosófica de lo que es su divina acuñación” (Benjamin, Las afinidades 128).

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la, un entintado de sangre cuyo derrame es encerrado y reprimido en el monumento. Y, aun así, Hegel organiza los límites del Saber Absoluto en función de una “palabra de reconciliación” (Das Wort der Versöhnung) (Hegel, La fenomenología 774). Toda su fundamentación consiste en negar aquel fenómeno oculto que la rebelión de la materia [el poder obrero como indica Derrida en La diseminación] moviliza contra la manufactura misma del monumento. Como sucede análogamente en El libro de los pasajes de W. Benjamin, la rebelión de los bastardos suspende, contra el progreso sistemático de la dialéctica, toda palabra de reconciliación: al reunir, rescatar y actualizar “los desechos de la historia” en una imagen que descubre “en el análisis del pequeño momento singular, el cristal del acontecer total” (Benjamin, El libro 463), este exceso de singularidad permite, entonces, situar los escombros del progreso como material necesario “en una apocatástasis de la historia” (Benjamin, El libro 462). Siendo lo contrario de lo apocalíptico, la apocatástasis implica, en consecuencia, una vuelta al origen de los tiempos ahí donde sólo hay huella de huellas. No se trata con ello de regresar al tiempo fundacional, esgrimido por Hegel como lo absoluto de una síntesis. Por el contrario, tanto en Benjamin como Derrida, en el origen sería posible “otra relación que no sea la de síntesis” (Benjamin, Sobre el programa 82). El carácter dinámico del origen supone así la manifestación estricturante del dos en uno de la lucha de clases. Y, en razón de esta posibilidad ningún monumento encuentra en una síntesis el fin de las contradicciones. En tal sentido, como indica Derrida, “todas las oposiciones que se refieren a la distinción entre lo original y lo derivado, lo simple y la repetición, lo primero y lo segundo, etc., pierden su pertinencia desde el momento en que todo ‘comienza’ por seguir el vestigio” (Derrida, La dissémination 401; La diseminación 493). El monumento, aun cuando ha sido expuesto por Hegel bajo la forma estática del ergon, no puede comunicar directa y sin oposición la relación entre idea y materia. No puede hacerlo porque esta relación es en realidad una no-síntesis. Diluida la ilusión de la forma, los restos irrumpen, cada vez, para desgastar el universal abstracto hegeliano, e insisten, aquí y allá, con el objeto de producir, a partir de su condición inapropiable, la incineración de una interio-

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ridad familiar. Ni adentro, ni afuera, sino “fuera del afuera”, el resto adquiere así, contra la hegemonía de la forma, su carácter material. No obstante, para salir de la circularidad hegeliana, no habría que situar, como se pensaría desde la tradición metafísica, en el adentro lo que antes estaba en el afuera. Pensar así sería desconocer, como ha señalado Derrida, que “el afuera mantiene con el adentro una relación que, como siempre, no es de mera exterioridad. El sentido del afuera siempre estuvo en el adentro, prisionero fuera del afuera, y recíprocamente” (Derrida, De la grammatologie 52; De la gramatología 46). La existencia de restos, no digeridos por el sistema hegeliano, no es por tanto un afuera absoluto de Hegel; el resto, por mucho que haya sido relegado a la exterioridad del sistema dialéctico, estuvo siempre en relación con su adentro aporético. Y esta relación, al no ser de mera exterioridad, le permitiría a Derrida invaginar en la monumentalidad de la historia sus propios restos. Es por ello que podemos, como señala Benjamin, “reconocer los monumentos de la burguesía como ruinas, antes incluso que se hayan derrumbado” (Benjamin, El libro 49).29 Restos, ruinas y cenizas habitan petrificados en los límites mismos de la representación. En efecto, es preciso reconocer que la representación, cristalizada como signo de muerte, brilla y se refleja en la luz que lo quema-todo. Hegel, en este punto, vio en la Aufhebung una potencia infinita de domesticación del logos. La encarnación de la luz en el Saber Absoluto ha permitido, al negar sus restos constitutivos, el retorno de la idea a la verdad. Conservando, a su pesar, las cenizas como impúdicos desechos de la historia, el monumento necesita eliminar, 29 En las notas del Libro de los pasajes, esta cita encuentra, todo su esplendor. Ahí se lee: “Balzac fue el primero en hablar de las ruinas de la burguesía. Pero solo el surrealismo las ha hecho visibles. El desarrollo de las fuerzas productivas arruinó los símbolos desiderativos del pasado siglo antes incluso de que se derrumbaran los monumentos que los representaban…El inicio lo marca la arquitectura como una labor de ingeniería. Le sigue la reproducción de la naturaleza como fotografía. La imaginación creativa se prepara a ser práctica como dibujo publicitario. La creación literaria se somete, con el folletín, al montaje. Todos estos productos están a punto de entregarse al mercado como mercancías. Pero vacilan aún en el umbral. De esta época provienen los pasajes y los interiores, los pabellones de las exposiciones y los panoramas. Son posos de un mundo onírico” (Benjamin, El libro 1020).

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al menos especulativamente, la materialidad de su lenguaje. Pues, las cenizas insisten, a pesar de no presentarse nunca en cuanto substancia, en su condición de fuerza interior que desborda la forma de su recipiente. Es decir, las cenizas son, desde que el Saber Absoluto es esta luz quemante que se retiene en la monumentalidad de la catástrofe y se pierde en la extensión de su fuego, la condición de posibilidad del pensamiento. La ceniza rompe, en efecto, la unidad supuestamente garantizada entre forma y materia y, por tanto, actúa aquí, entonces, como suplemento del monumento. Este suplemento, no es un tercer término que viene completar el proceso de monumentalización de la idea, muy por el contrario, acontece precisamente para no olvidar que siempre hay holocaustos que lo incineran todo. Hay, injertado en el mismo Saber Absoluto, un poder obrero que interrumpe el origen pleno y canónico de lo absoluto. Es de este modo, por tanto, que la ceniza resiste a su captura o a su reinscripción en los anales de la historia. El Saber Absoluto, en pugna todavía contra los elementos derrotados de la historia, inscribe y condena a estos restos a la edificación de sendos monumentos. Así y todo, en las ruinas se mantiene lo inorgánico como patrimonio de la vida orgánica.30 Interrumpiendo con ello el carácter progresivo de la dialéctica, restos y monumentos ya no representan extremos contradictorios entre sí, sino, de otro modo, producen puntos de suspensión, fisuras y distancias que permiten re-escribir lo Absoluto alrededor de sus propios injertos. “No hay fuera-de-texto absoluto” (Derrida, La dissémination 47-48; La diseminación 54). Todo, incluyendo “el principio organizador” sobre el cual se despliega la monumentalización de la idea, “se reproduce en él a través de injertos de un corpus en el otro” (Blanco 116). El efecto indecidible se teje en un encuentro que no tiene más chance que ser a la vez el de su propia separación. La insistencia del Saber 30 A la inversa, Benjamin señala en el Libro de los pasajes que: [e]l sadismo y el fet(i)chismo se entrelazan en las fantasías que quieren hacer de toda vida orgánica patrimonio de lo inorgánico” (Benjamin, El libro 361). La cuestión del fetichismo en su relación a la monumentalización de la idea revierte una importancia que, lamentablemente, no abordaremos en lo que queda de este ensayo. Sin embargo, ello se mantendrá pendiente hasta el día en que cierta luz lo haga visible mientras, performativamente, va desapareciendo.

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absoluto por establecer un retorno de la idea a la verdad no puede, sin embargo, eliminar “la amenaza de una cripta absoluta” (Derrida, Schibboleth 83). De ahí que las cenizas no dejan de atormentar la anhelada restauración dialéctica que abandona al materialismo en la metafísica. Rebelándose ante la dinastía “del embellecimiento estratégico”,31 restos, ruinas y cenizas no dejan de sobrevivir a la monumental edificación del signo, puesto que, al igual que “la lucha de barricadas”, descritas por Benjamin contra la haussmanización, constituyen “lo imposible de clasificar en la filosofía de la historia”.32 Ahora bien, lo absoluto, creyendo poder denegar los restos y sus efectos materiales, habría instalado lo excluido por él, sin darse cuenta, en su propio cuerpo. En tal sentido, los estratagemas de la suplementariedad, sin buscar su formalización, tenderían a subvertir el sistema jerarquizado de las oposiciones dialécticas, abriendo la forma a la creación. Se trataría de permitir en el Saber Absoluto la irrupción de algo nuevo, en suma, de restos que se diseminan al estrangular la estructura en su clausura. Este proceso, bajo el cual la monumentalización se hace ceniza, no implicaría, por cierto, una mera inversión (Umkehrung) de los elementos. De ser así, seguiríamos confinados entre los límites del círculo dialéctico y, por tanto, capturados en el círculo familiar hegeliano. Aunque no se puede evitar la especulación dialéctica, habría que recordar, tal y como Benjamin lo hace en El carácter destructivo, que el progreso –signo y monumento de la superación dialéctica– “hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos” (Benjamin, El carácter 161). Es por ello que la ceniza, como todo resto, se divide, como ya habíamos señalado. De este modo, los restos siempre pueden romper en cada relevo con lo que relevan. En efecto, como indica Derrida, “la ley dialéctica se pliega y se refleja, se aplica a sus propios enunciados, a sus propios efectos metalingüísticos, a ese significante en apariencia singular que en alemán, por ejemplo, se 31

Esto es, de la haussmannización de la ciudad.

32 Esta frase de Los miserables de Victor Hugo, es citada por Derrida en Espectros de Marx (cf. Derrida, Spectres 157; Espectros 111).

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nombra Aufhebung y que permite designar…una ley de universalidad esencial y especulativa en el seno de una lengua natural, en el seno de la lengua de un pueblo” (Derrida, Glas 16-17a). El retorno de la idea a su monumentalización configura, en tal sentido, el lugar donde el espíritu absoluto, al sentirse en familia, se vive a sí mismo como protegido. En tales circunstancias, la idea, protegida bajo la forma del círculo dialéctico, haría del espíritu lo único libre e infinito. “Libre e infinito en sí, el espíritu” no tendría “opuesto absoluto” (Derrida, Glas 29a). La materialidad de los restos (huellas, ruinas y cenizas) sería, en este contexto, el opuesto no absoluto de la idea, lo que en todo sentido, significaría que ella no es libre. La materia caería así en una tumba; enterrada viva sin jamás poder morir. Lo que no muere, en el violento proceso de idealización de las ruinas, ha de oponerse a su propia tendencia. Tal y como la ceniza acontece no siendo lo que es, la materialidad, restándose de su configuración y formalización ideal, debe ser ella, en esencia, espíritu. Una vez más, en su condición cuasi-trascendental, los restos deben condensarse en una contra-banda que de cierto modo la restringe. Derrida, a propósito de esta consecuencia, señalará en Glas que “la materia como búsqueda de unidad, es pesantez, cómo búsqueda de la unidad, es dispersión. Su esencia es su no-esencia: y si ella responde a eso…no es más la materia y comienza a devenir espíritu, entonces, el espíritu es centro, unidad ligada a si, envuelta junto y en torno de sí. Y si ella no se reúne con su esencia, permanece (reste) (materia) pero no tiene ya esencia: ella no resta (lo que es)” (Derrida, Glas 30a). La rebelión de los bastardos y la reivindicación de la materia, entonces, no son ni pueden constituirse, simple y llanamente, en una oposición a la idea y al espíritu de lo Absoluto. Sus paradojales posibilidades implicaría, por una parte, que su deber es no quedar/permanecer y, por tanto, la esencia de la materia sería no tener esencia. Por otra parte, en su íntima e inmanente relación a la idea, la rebelión de los bastardos al inscribirse en “la Aufhebung sería a la sazón también un contra-impulso, una contra-fuerza, una Hemmung, una inhibición, una especie de anti-erección” (Derrida, Glas 34a). “El pozo y la pirámide” o, en otras palabras, la tumba y los signos/monumentos, permitirían instalar, entre las columnas de la especulación y la Aufhebung, los movimientos clandestinos de la

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historia. La insubordinación de los bastardos y la rebelión de la materia, abriendo las fronteras del Saber Absoluto e inscribiéndose en ellas, facilitarían a la idea acontecer en su división para caer (tomber) en una pluralidad de trazos (trace) materiales capaces de iterar su inscripción en un contrabando (contrebande) con las huellas [trace] de las generaciones por venir. Diseminándose, y multiplicando sus condiciones de posibilidad, restos y cenizas habitan siempre los monumentos que todavía no están en ruinas, marcan la indeterminación de una pluralidad de causas tanto ideales como materiales. La doble banda o división en dos de aquellos restos, en razón de su exposición, tendría lugar sin tenerlo, pues, en tanto “no ha intervenido” todavía, solo le resta acontecer como lo “otro que no es del todo ni en absoluto” (Derrida, Del todo 479). Es por ello que podemos pensar las barricadas como el más fiel monumento de los bastardos. La manifestación bastarda del poder obrero, la escritura parricida y revolucionaria del proletariado, no quiere decir nada, pues para quienes nos encontramos, al igual que el comunismo, en las mazmorras del poder, todo sigue estando por inventar.

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