Democracia y comunicación pública: un desafío para América Latina

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Descripción

Democracia y comunicación pública: un desafío para América Latina Ángel Badillo Matos y Juan Ramos Martín

Grupo de Investigación en Industrias Creativas, Culturales y de la Comunicación (GRIC), Universidad de Salamanca1

Los medios y la conversación social de la democracia2 ¿Cuál es el valor de las industrias culturales, creativas y de la comunicación para nuestras sociedades? Quizá al responder debamos ir más allá de las metáforas más superficiales para recordar que los medios son la arena en la que se juega, diariamente, la calidad de nuestra vida en común y si tienen sentido por sí mismos y tiene sentido luchar por un modelo de comunicación en libertad y ecuánime con la sociedad en la que existen es porque los medios son clave para sostener la deliberación pública, la conversación cotidiana sobre la agenda pública. Y esta deliberación democrática es la base para una convivencia democrática. 1

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El Grupo Interdisciplinar de Investigación en Industrias Creativas, Culturales y de la Comunicación (GRIC) es un colectivo académico especializado en el estudio sincrónico y diacrónico de los fenómenos infocomunicacionales, en particular los que tienen relación con las políticas públicas, los mercados y sus procesos de regulación/desregulación y las transformaciones tecnológicas. El GRIC fue reconocido como Grupo de Investigación por el Consejo de Investigación de la Universidad de Salamanca en su reunión del 16 de noviembre de 2010, y ratificado por la Comisión Permanente del Consejo de Gobierno el 23 de noviembre 2010. Parte importante de este texto procede de una conferencia impartida en la escuela de periodismo de la Universidad Jaime Bauzate y Mesa (Lima, Perú) en noviembre de 2011.

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Las industrias culturales son, por tanto y sobre todo, los escenarios en los que se genera y se desarrolla la conversación social. En palabras de Gaëtan Tremblay (2006), la exigente vinculación de los medios con la realidad social se puede sincretizar en una reflexión: los media funcionan tanto de fuentes de información como de lugares de elaboración de la opinión pública. Esta deliberación como fundamento de la democracia es destacada, especialmente por el filósofo alemán Jürgen Habermas, para reforzar la idea de la discusión imprescindible en el proceso democrático de toma de decisiones. Según Habermas, la política deliberativa es determinante en la legitimidad de las leyes, es decir, es preciso institucionalizar las condiciones que permitan la expresión de los discursos de opinión y voluntad popular. Recuerda Adela Cortina (El País, 24-08-2004) que el concepto esconde básicamente dos significados: el de la necesidad de negociar las decisiones con los sectores más afectados y el de los que plantean que es necesario estimular el debate público de ideas en todos los niveles sociales, como un modo de comprometer a todos en el debate democrático. La democracia deliberativa mejora cualitativamente las condiciones de ejercicio democrático extendiéndolas más allá del ejercicio del voto o completándolo con una implicación de los ciudadanos en el debate –público– de las normas sociales, lo que refuerza su legitimidad. Pero para que el debate en la esfera pública pueda producirse adecuadamente es preciso que los ciudadanos accedan a la información. La primera responsabilidad es, por tanto, del sector público, en cuanto a la transparencia de la actividad administrativa, y de la participación ciudadana reclamándola. Pero, ¿existe alguna forma de democracia que no sea deliberativa? Las democracias latinoamericanas parecen estar marcadas por un carácter más delegativo –siguiendo a O’Donnell (1997)– que deliberativo. Aunque la actividad pública está sometida a una accountability formal, sabemos que no es especialmente efectiva: la accountability horizontal garantizada por la separación de poderes presenta demasiados problemas, derivados de la corrupción institucional o la falta de tradición democrática. La accountability vertical o electoral –la que cada x años realizan los electores– tampoco parece especial-

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mente eficiente, pese a que el fraude electoral es escaso. En muchos países, redes clientelares clandestinas organizan y pagan a los votantes. Nos queda, por tanto, una última forma de control: el social. La influencia de la participación histórico-política de los ciudadanos no parece particularmente relevante en América Latina que es –y especialmente ha sido– un ámbito donde una pequeña parte de la población ha actuado de manera protagónica en la toma de decisiones sobre asuntos colectivos, en tanto que la gran mayoría de la población se ha posicionado de forma pasiva (Camacho, 2007). De hecho, en América Latina, el replanteo de las problemáticas sobre ciudadanía y representación social y política puede guardar relación con los efectos «aún persistentes de los procesos de transición a la democracia (…) y más recientemente, con el impacto de la llamada reacción antipolítica que también ha afectado a la región» (Caetano, 2006). En la etiología del propio concepto se insertan también debates propios de la sociedad capitalista postindustrial o de capitalismo cognitivo, tales como el explicitado por Lechner (1982), que nos incluye en el interior de una sociedad de la desconfianza, en la que los contextos habituales de confianza –escuela, empresa, barrio, partido político, etc.– se han debilitado, provocando un incremento del miedo público y la consiguiente afectación del vínculo social y el repliegue ciudadano hacia el interior de su vida privada, provocando una desincorporación de fuertes franjas de población a la vida social y política reivindicativa debido en gran medida a la ausencia consciente de los estados regionales en dotación y consolidación de planes de acceso y participación. En su influyente trabajo en el que caracteriza los rasgos de la poliarquía, Robert Dahl (1971) incluye, entre otras, como condiciones sine qua non la libertad de expresión y la diversidad de fuentes de información. Y en sociedades complejas, extensas y numerosas como las nuestras, la articulación de esa libertad de expresión necesita de los medios de comunicación. Damos por hecho que los medios son imprescindibles para la democracia por cuanto ejercen ese modo especial de accountability social. Se cita con frecuencia el adagio del presidente norteamericano Jefferson, que decía preferir «periódicos sin gobierno antes que gobierno sin periódicos».

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La importancia que le atribuimos a los medios como garantes del debate de asuntos públicos en la democracia es tan fundamental que durante décadas hemos hablado, en especial desde los Estados Unidos, de la función de perro guardián que se atribuye a los medios de comunicación, a los que arrogamos tanto una función vigilante como, al tiempo, criticamos la disfunción de haberse convertido en un cuarto poder adjunto a la triada clásica de Rousseau, con la diferencia, que apunta por ejemplo el británico James Curran (Curran y Seaton, 1981), de que es un poder sin responsabilidad. Si los medios no son sólo «canalizadores» del discurso social –la común metáfora de los medios de comunicación como medios de transporte– sino constructores de la opinión pública, la cuestión sobre su origen, su existencia, su propiedad, sus vías de financiación, sus relaciones con los actores dominantes de la política y la economía empiezan a resultar fundamentales. La investigación crítica en las ciencias sociales ha venido insistiendo en el modo en el que las industrias culturales y de la comunicación construyen y sostienen modelos hegemónicos económico-políticos, y al tiempo ha subrayado el «contrapapel» que desempeñan los grupos y movimientos sociales, conscientes del problema y deseosos de un cambio, en la gestación de un esfuerzo a gran escala a modo de consecución de un cambio del control político y económico actual, «de corporativo y privado a la participación pública y la responsabilidad social» (Segovia, 2001). Centrando el debate en la comunicación comunitaria, podría decirse que, en relación a los importantes datos de creación y participación sectorial en Latinoamérica, donde por ejemplo, en lo referente a radios populares y comunitarias se pueden cifrar en más de un millar (AA. VV., 2007) los medios comunitarios, alternativos o populares, éstos son un actor socialmente legitimado e institucionalizado en la opinión pública latinoamericana. ¿Son los medios los mejores actores para la accountability social? Ésa es una de las preguntas cruciales en este debate. La primera respuesta es, indudablemente, que al menos lo son tanto como los grupos sociales organizados que hacen de la participación ciudadana un ejercicio activo de los derechos democráticos. Pero, ¿por qué no siempre resulta la acción de los medios eficaz en el control de la acción pública? Hay sin duda varias razones.

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Déficits (y superávits) de la comunicación latinoamericana La primera razón ha sido extensamente estudiada por las perspectivas críticas de los estudios de comunicación y se refiere al papel de los medios como actores de un mercado. En el caso de América Latina, todos los trabajos realizados hasta hoy –muchos de ellos precisamente en el debate de la década de 1980 en torno al imperialismo cultural– apuntan hacia las connivencias entre las oligarquías que controlan las industrias culturales y los sectores que controlan el poder político, sea éste democrático o dictatorial. La mayor parte de los imperios mediáticos de Latinoamérica han sobrevivido a etapas de dictadura encontrando la simbiosis adecuada entre sus propios intereses económicos y los intereses políticos de los regímenes dictatoriales. No parece que la todopoderosa Rede Globo de la familia Marinho o la Televisa de los Azcárraga puedan ser destacadas como herramientas de accountability social, sino más bien como instrumentos que recuerdan a los paradigmáticos aparatos ideológicos del capitalismo descritos por Louis Althusser o Hans Magnus Ezensberger en la década de 1970. La concentración de los medios en torno a grandes corporaciones transnacionales en América Latina con intereses en sectores y mercados diversos (Mastrini y Becerra, 2006) podría ser vista –como a menudo intentan sus ejecutivos– como garantía de la independencia económica de esos medios respecto de las presiones exógenas, pero puede y debe verse también como una debilidad de estas compañías que operan en mercados inestables en los que algunos gobiernos utilizan la regulación como la espada de Damocles que puede cambiar las condiciones del mercado de un día para otro. Eso sin olvidar la ausencia de medios de comunicación públicos de relevancia –con la excepción de TVN en Chile, véase por ejemplo Fuenzalida (2000) y las transformaciones de los últimos dos años– en toda América Latina. El nacimiento de los sistemas audiovisuales latinoamericanos con fuertes intereses de las compañías norteamericanas generó modelos diversos concentrados en casi todos los casos en una fuerte privatización en favor de grupos económicos oligár-

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quicos (Sinclair, 1999), y sólo desde la década de 1970 –fructificando en el informe McBride de UNESCO– se consiguió cierto giro hacia los medios públicos, los comunitarios y la preocupación por las políticas públicas en materia de comunicación. En este esquema de mercado, los intereses económicos, los del mercado publicitario, mandan sobre las parrillas de programación de las cadenas de televisión, más atentas a proporcionar entretenimiento importado de bajo coste –que además resulta no conflictivo ideológicamente– que información, salvo en períodos históricos muy concretos. Los medios, y es algo que no debemos olvidar para evitar idealizar este sector, son plataformas de comercialización publicitaria. Como nos recordaba Dallas Smythe (1977) en la década de 1970, los medios no venden contenidos sino que producen audiencias para ofrecérselas a los anunciantes. Los contenidos de los medios, esos en los que buscamos la accountability, no son sino los ganchos para la atención de ciertos targets sociodemográficos que son vendidos a las centrales de compra publicitaria transnacional. La televisión, como a veces se dice, no es más que lo que se emite en medio de los anuncios, que son lo que verdaderamente importa a las empresas de comunicación.

Los viejos medios: algunos puntos negros Esta cuestión nos conduce a un tema transcendental: los medios como actores del mercado son grandes clientes de las instituciones públicas como anunciantes. Para garantizar el equilibrio adecuado de democracia y comunicación en la región sería imprescindible conocer al menos: • La inversión anual de todas las instituciones públicas en publicidad institucional de cualquier tipo y los medios a los que se destina. • Los criterios con los que se determinan las inserciones publicitarias en cada medio. • Las agencias y centrales publicitarias que canalizan esa inversión.

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• La proporción que para los ingresos anuales de cada medio supone la inversión pública. Sería de una extraordinaria ayuda a la transparencia del funcionamiento de los medios en Latinoamérica contar con un observatorio que pudiera recoger estos datos para contrastarlos con la posición editorial de los medios de comunicación ante los asuntos públicos. Una segunda razón tiene que ver, indudablemente, con la formación de los profesionales de los medios y, en extenso, con las rutinas de producción informativa. Pedimos a los periodistas que sean garantes de la accountability social, pero al tiempo las escuelas de comunicación en América Latina carecen frecuentemente de fondos para garantizar la formación, el profesorado tiene sueldos muy bajos y los propios planes de estudio de la comunicación son manifiestamente mejorables. Cuando los futuros profesionales acceden a los medios, se encuentran con frecuencia con puestos de trabajo con sueldos bajos y condiciones laborales en las que un mismo redactor debe realizar varias coberturas informativas en un mismo día. Los periodistas se vuelven entonces parte de una cadena de transmisión informativa en la que la triangulación de fuentes pasa de ser requisito esencial de cualquier forma de gestión de la información a rara avis. La información en los medios, marcados por las condiciones del «mercado de ideas» en el que se ha convertido la esfera pública, está sometida a criterios de selección que quizá tengan más que ver con el mercado que con la responsabilidad social. Y una última cuestión es la de la legislación. Por un lado, los pueblos deben proveerse de garantías para el acceso a la información pública. Y deben proporcionar herramientas que garanticen a cualquier ciudadano, especialmente a los profesionales del periodismo, la protección frente a las amenazas, a la persecución, al crimen organizado. Reporteros Sin Fronteras nos ofrece datos escalofriantes año tras año. Según la clasificación sobre libertad de prensa que anualmente realiza esta organización internacional, los países latinoamericanos con mayores problemas son Cuba, México, Colombia y Venezuela; hay que buscar en el puesto 21 para encontrar el primer país latinoamericano, Costa Rica. En una línea similar, la Freedom House creada por Eleanor Roosevelt sólo reconoce la existencia

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de libertad de prensa en Uruguay, Chile y Costa Rica, mientras que sitúa a Venezuela, Colombia o Cuba como países en los que no existe libertad de prensa como tal.

Internet y los nuevos puntos negros Hace quince años, el norteamericano James Carey (1998) anunciaba que Internet suponía, por encima de cualquier otra consideración, el fin de los sistemas de medios nacionales tal y como hoy los conocemos: la ruptura del monopolio estatal sobre la regulación de la comunicación, el final de los oligopolios locales que controlan los hubs culturales dentro de la fronteras de los moribundos Estados nación. La promesa de una nueva comunicación alentada por las compañías de telecomunicaciones, los fabricantes de tecnología, los grupos sociales deseosos de mejores cuotas de acceso y, sobre todo, de los gurúes que han inundado las librerías en los últimos años, ha venido a recomponer todas las fallas del sistema de comunicación tradicional oligárquico, comercializado, financiarizado, desregulado y tan vinculado a las claves de la lucha de los partidos que ha perdido, progresivamente, buena parte de su legitimidad como defensor de derechos sociales y watchdog de la democracia. Hoy, los ciudadanos perciben a los grandes medios como actores económicos al servicio del sostenimiento del statu quo económico, como brazos discursivos de los partidos políticos dominantes, como productores del mainstream social. La llegada de Internet, su ubicuidad, su generosa oferta de contenidos gratuitos, su reproducción del mercado de ideas perfecto, ha sido festejada desde todos los sectores: empresariales, porque ha creado un nuevo mercado de gadgets cuya caducidad garantiza un mercado en perpetua renovación que se han transformado en símbolos de identidad grupal y de estatus social; políticos, que han visto en las nuevas tecnologías y en Internet un respiro a las necesidades de renovación del modelo productivo, generando nuevos espacios laborales y cierto crecimiento económico; ciudadanos, que se vieron

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seducidos por esa fuente permanente de información gratuita que es la World Wide Web y la sensación de liberación de la dictadura de los viejos medios. Llegados a este punto, aparecen algunos aspectos críticos en la evolución de las redes que ofrecen tantas sombras como luces, y que podrían alejar su evolución inmediata de las promesas de emancipación que han iluminado su primera década de masificación. La primera se refiere a ese mercado perfecto que promete la Web. Hasta hoy, no todos los públicos tenían justamente el contenido que buscaban. Pero desde la aparición de la World Wide Web, todo está en ella, y cualquiera puede encontrar lo que necesite en ese jardín del edén de la pluralidad en el que todos los contenidos están presentes. Dicha pluralidad es cuestionada cada vez que uno se asoma a un cibercentro o al ordenador de cualquier amigo y descubre que Internet, la Web y Google son la misma cosa. Paradójicamente, en el paraíso de la diversidad de contenidos, el único portal que da entrada a ese mercado perfecto es Google. Es a él al que nos encomendamos cada vez que necesitamos saber el cambio del dólar, la temperatura en Lima, cada vez que queremos una foto de satélite o un video. Y si no está en Google, no existe. Hace treinta años, Margaret Thatcher acusó a la televisión de negar la existencia a todo lo que no cabía en la caja. Hoy es Google el que dota de existencia legítima al que quiera tenerla. Y su uso se ha vuelto tan omnipresente que la promesa de la información sin fin pasa, sin embargo, porque se la pidamos solamente a un canalizador, a un único cruce de caminos ubicado en California. Y ello sin que ningún gobierno se atreva a intervenir contra esta formidable concentración de poder en este segmento del mercado informativo. La segunda se refiere a la ficción de la gratuidad. Cuando, en la década de 1990, la explosión mundial del cable y enseguida de la televisión digital por satélite parecía anunciar la desaparición del modelo de gratuidad en las industrias culturales tradicionales, la World Wide Web ha vuelto a recuperarlo. Millones de horas de video gratuito en YouTube, cientos de páginas de diarios digitales en abierto,

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miles de emisoras que emiten veinticuatro horas para una audiencia global a través de Internet, decenas de miles de podcasts, descargas –ilegales, legales y toleradas– infinitas de películas, de canciones, de libros. Pero este modelo del gratis total esconde dos caras ocultas. La primera se refiere a la sustitución de productos por servicios. Estamos en la transición de un modelo de pago por productos –compro un DVD que contiene una película– a un modelo de pago por servicios –pago por ver un DVD en un dispositivo sin controlar en ningún momento el producto que alquilo, y sin poder reutilizarlo, copiarlo o cederlo. Este modelo de abandono de los productos a favor de los servicios en cultura y comunicación tiene sólo un inconveniente: necesita que cambiemos nuestras lógicas de consumo de dispositivos aislados, desconectados, a terminales permanentemente conectados a las redes, a los flujos. Así, abandonamos productos por servicios: ubicuos, siempre disponibles, tan transportables como un teléfono celular conectado a Internet. Nadie quiere ya un DVD, un disco, o un libro: queremos el acceso ubicuo y permanente a sus contenidos cuando lo necesitemos, como el formidable y gratuito YouTube. Netflix, Hulu o iTunes garantizan exactamente eso. Y marcan, por primera vez, el camino implacable para la transición a los servicios audiovisuales de pago en Internet. Existe una segunda cara oculta en este gratis total: el control de la inversión publicitaria que está comenzando a producirse alrededor de Google. Cada vez que abrimos el buscador, Google nos ofrece amablemente enlaces relacionados con nuestra búsqueda, enlaces patrocinados por los que Google cobra. Y tan pertinentes que se refieren precisamente a nuestro interés en ese segundo: el de la búsqueda de información que estamos realizando. Google, la megacorporación que hace diez años era apenas el proyecto de dos estudiantes de posgrado en Stanford, es hoy una gigantesca máquina publicitaria disfrazada de buscador de Internet. Pero su negocio no son las búsquedas: es la capacidad que éstas tienen para indicar, en tiempo real, lo que buscamos, lo que nos interesa, para colocar allí mismo el spot adecuado. Cuando abrimos un correo en Gmail, ahí

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están los anuncios que hablan justamente de lo mismo que el mensaje que estamos leyendo. Cuando pedimos una página en Chrome, ahí está el anuncio relacionado con nuestro interés en ese momento, igual que cuando vemos un vídeo en YouTube. Cuando multiplicamos este efecto por miles de millones de individuos cada día, el resultado es espeluznante. Un ejemplo preocupante: hace unos años, el mundo se encontraba angustiado por una cepa del virus de la gripe, la H1N1, cuya virulencia se anunciaba como equiparable sólo a la de la gripe de 1918 que mató a millones de personas en todo el mundo. Ante la angustia de verse contagiados por la gripe, millones de personas acudían a compartir cada estornudo, no con su médico, sino con… Google. Google descubrió que podía encontrar una relación entre lo que los ciudadanos de una región buscaban y la aparición de brotes de la gripe. Y el resultado es impresionante: efectivamente, Google era capaz de predecir con días de antelación cuándo y dónde se iba a producir un brote de gripe sólo estudiando qué palabras buscaban sus habitantes en él. Es aterrador imaginar qué otras relaciones habrá encontrado Google entre lo que buscamos, agregadamente, los habitantes de un país, y nuestras expectativas de consumo, nuestra intención de cambiar de coche, de contratar un plan de pensiones o de ir al cine. El poder del conocimiento global de Google está no en tener las respuestas, sino en saber exactamente qué nos estamos preguntando en cada segundo. Porque siempre se lo preguntamos a Google. Y un último elemento de preocupación: hemos hablado de la promesa de la multiplicidad de fuentes, que paradójicamente pasan todas por el mismo camino de un buscador hegemónico, de la promesa de los contenidos infinitos y gratuitos, que terminarán pronto con el establecimiento de los servicios globales de contenido y la desaparición del contenido como un producto. Y la tercera promesa es la que nos dice que en Internet todas las opiniones pueden llegar en igualdad de oportunidades a su destinatario, que todas pueden ser igualmente accesibles porque todo está en la World Wide Web. Hay dos razones por las que esta afirmación debe ser discutida. La primera es que la estructura de los backbones de Internet es de

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todo menos igualitaria. El ancho de banda que comunica el hemisferio norte –Asia-Norteamérica-Europa– es incomparablemente mayor al que permite el tráfico hacia el sur. En el mundo de las redes, el espacio –la distancia– ha desaparecido, todo se mide en tiempo. Y comunicarse con un servidor que se encuentre en un país del sur, o tratar de acceder a la red con gran velocidad desde un país del sur, es frecuentemente muy problemático. Y esa escasez hace que el ancho de banda sea mucho más caro en el sur que en el norte, es decir, paradójicamente, más caro donde menos recursos existen. Y hay un peligro aún mayor cuando nos detenemos sobre el acceso universal a los contenidos en Internet: la neutralidad de la red. Con el modelo actual de Internet, el que desarrollaron las universidades en las décadas de 1960 y 1970, todos los servidores tienen el mismo peso. No importa si uno decide visitar la web de la radio comunitaria del pueblo o la de CNN: la información circula por las redes sin que éstas puedan priorizar un contenido sobre otro. Pero los grandes operadores de telecomunicaciones llevan varios años promoviendo que las redes dejen de ser neutrales y que puedan cobrar por promocionar unos contenidos sobre otros. Como resultado, acceder al sitio de CNN sería infinitamente más rápido que acceder a la radio local, porque CNN pagaría a los operadores de red para que sus contenidos viajen más rápido, ralentizando los demás. Hay muchas razones para pensar que los operadores de telefonía móvil están usando ya estos criterios en las redes celulares. Y el gran impulsor del fin de la neutralidad es, una vez más, Google. Viejos problemas para los nuevos medios: ni tan plurales como prometen, ni tan gratuitos como parecen, ni tan neutrales como fueron diseñados tecnológicamente. En esas condiciones, cuesta trabajo pensar en que la fractura de los viejos sistemas nacionales de medios, los responsables de las defectuosas democracias en las que vivimos, vaya a dejar paso a un escenario en el que los nuevos medios sirvan como panacea para mejorar la deliberación pública y, por tanto, para incrementar la calidad de nuestras democracias.

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El valor añadido del tercer sector: institución, comunidad y red En materia de comunicación local y comunitaria, existe un espíritu contrafáctico, en el que se señalaría un afán destructivo en base a la profusión de políticas restrictivas desde el sector público como elemento de connivencia con los actores privado-comerciales. Así, según AMARC (2010), son claros, en varios países de América Latina, los elementos para trabar el desarrollo de un sistema alternativo de medios: Discrecionalidad, impedimentos técnicos, económicos y burocráticos, y normativas discriminatorias establecidas por los Estados –quienes abusan de su potestad para administrar el espectro radioeléctrico–, así como la presión indebida que ejercen cámaras y gremiales de los medios privados comerciales, siguen siendo poderosas barreras para una radiodifusión democrática e inclusiva en la mayor parte de América Latina, como se puede constatar en Perú, Chile, México, Paraguay, Brasil, Guatemala, Honduras y El Salvador (AMARC, 2010). En contraposición con la realidad mediática y social latinoamericana, en la que la comunicación comunitaria tiene un peso específico alto en el sector, en la legislación se suele ofrecer un panorama que, si bien por primera vez regula los medios comunitarios y les ofrece carácter legal y normado, también los encierra en una concepción mínima, rural y de potencia marginal al publicar medidas de restricción espacial, de frecuencias, etc. Por otra parte, es reseñable cómo los esfuerzos de la mayor parte de los Estados se centran en dotar de manera técnica y estructural los proyectos de comunicación comunitaria, obviando el apoyo, y en muchos casos actuando de manera punitiva, a la participación activa y la creación de comunidad, restringiendo la formación de redes debido a la exención de competencias de éstas dado el carácter rural o local –circunscrito en la legislación al término municipal– de las licencias así como la baja potencia y restricción de frecuencias ofrecidas.

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Por lo tanto, si instituciones de alta legitimidad social, como son los medios comunitarios, no encuentran respuesta satisfactoria de los organismos del Estado en materia regulatoria y de participación política, cabría entonces preguntarse si dicho proceso restrictivo no sería más que una consecuencia de que estos medios se hayan establecido como eje básico de integración del cambio y el desarrollo entendido como deriva igualitaria e intercultural. En lo que a comunicación local y comunitaria se refiere, habría que añadir a estos problemas el grave impedimento de la visibilización en medio de la exponencialidad de los flujos informativos centrales. Si para el NOMIC (Nuevo Orden Mundial de la Información y Comunicación) uno de los grandes objetivos fue la descentralización de la información y la producción y distribución plural de las noticias de manera local, con la llegada de Internet la repercusión de la producción informativa de estos medios pierde aun más presencia en el conjunto, y en base a la facilidad de acceso, termina por replicar aquella que se encuentra accesible en la red, la misma que proviene de las grandes agencias. Existen, sin embargo, experiencias contrarias a las dinámicas hegemónicas de centralidad y concentración. Ejemplos de ello serían los casos de las agencias de información comunitaria Pulsar, perteneciente a la red AMARC, o de manera más local aún, la Agencia de Noticias EnLaRed municipal, perteneciente a la Federación de Asociaciones Municipales de Bolivia, cuya producción propia distribuye contenido informativo a través de la red de todas sus asociadas. Presentado en un esquema progresivo, el proceso emancipador de los medios locales-comunitarios pasaría por tres pasos: independencia económica-independencia política-autonomía política y cultural. En la consecución de dicho esquema, la vinculación en redes y los trabajos sobre social networking (Cranston y Davies, 2009), o el concepto de beneficios reticulares (Miguel de Bustos, 2007) o de rizoma, pretenden acabar con la pasada concepción desarrollista, en la que «el desarrollo se asoció al crecimiento económico» (Miguel de Bustos, 2007). Se quiere ofrecer la visión de un cambio de paradigma cultural –partiendo de la base teórica de encontrarse insertos en una realidad dominada por el paradigma del capitalismo cog-

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nitivo (Vercellone, 2000)– en la utilización de la concepción de la vinculación social, finalmente de la utilización de la comunidad –en contraposición con la promesa de falsa comunidad de iguales que la posmodernidad utiliza para acabar con ella (Barcellona, 1990). Está mucho más cerca del sentido común propuesto por Geertz (1994) que de la concepción occidental-naturalizada, y con un objetivo claro orientado a la autonomía económica que les proporcione de manera consecutiva las demás libertades anexas al control de la propiedad y los recursos, procurando objetivos totalmente distintos a los de las industrias culturales, pero aprovechando las ventajas propias del trabajo en red, tanto económicas (reducción de costes), como políticas (diálogo privilegiado). En este sentido, y para el caso de América Latina, existen ejemplos de estudios comparativos, tales como el encargado por ALER a Geerts y Van Oeyen en el año 2001, en el que se parte de un proceso generalizado de retirada de la subvención externa en la región, lo que se traduce para los medios populares y comunitarios, al menos, en una redistribución de las fuentes de ingresos que, en la mayor parte de los casos, se da puertas adentro. El problema es que, para muchos de éstos, debido al «contexto sociogeográfico y económico en que se encuentran, nunca podrán ser autofinanciadas» (Geerts y Van Oeyen, 2001, pág. 165). Por otra parte, se argumentaron otro tipo de consecuencias concernientes a dicha reducción: • Reducción de la producción propia. Consecuencia de esto es el aumento de los programas enlatados, espacios vendidos a terceros y los espacios musicales. En resumen, una pérdida cualitativa. • Reducción de los programas en vivo, entrevistas colectivas, debates con las comunidades. Es decir, una disminución de la participación por falta de recursos. • Envejecimiento de los equipos técnicos, además de pérdida de procesos de capacitación e investigación, lo cual repercute también en una pérdida de calidad programática. Viendo las consecuencias del sacrificio, los medios comunitarios temen un cambio más profundo. Al no ser capaces de ofrecer aquello para lo que fueron creados (educación, localización de la co-

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municación, participación de la comunidad…), lo que en realidad estaría cambiando sería la naturaleza del medio en sí. Debido a estos problemas, el fortalecimiento de redes donde el préstamo de programas, y especialmente su producción conjunta, no agote las propuestas locales (Chaparro, 1998), surge como alternativa –no de crear cadenas, ni tampoco de perder el sentido de lo local, sino más bien en una suma de sinergias–, un fortalecimiento desde y para lo común, enfocado desde el compromiso de la puesta a punto de un servicio público imposibilitado desde las grandes cadenas, «preocupadas por acercarnos el mundo, pero no a la realidad inmediata que nos otorga el referente básico cada día». En el estudio de las estructuras de los medios alternativos, existe también amplia bibliografía que muestra la más que posible vinculación histórica de investigaciones críticas y estructurales en el estudio de los procesos de desarrollo de la región (Beltrán, 2005; Camacho, 2008; Mattelart y Schmucler, 1983; Herrera, 2006; Gumucio y Herrera, 2010; Chaparro, 1998; Peppino, 1999; Ramos, 2003). Pero esta vinculación no es tan sólo válida para las industrias culturales tradicionales o clásicas. En la aplicación a dichos procesos de formación de vínculos críticos y reversivos a las TIC, dentro de una sociedad inscrita en el mercado del capitalismo cognitivo, existen también ejemplos de un acercamiento más prófugo, tal como en el análisis de la denominada lógica P2P, muy en consonancia con la recuperación de la «ética hacker» (Himanen, 2001),3 y su concepción de una nética o ética de las redes expresada en una «completa libertad de expresión en la acción, privacidad para proteger la creación de un estilo de vida individual, y rechazo de la receptividad pasiva en favor del ejercicio activo de las propias pasiones» (Himanen, 2001, pág. 101), sustrayendo la idea de «supervivencia» de la mentalidad social dominante.

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Aunque Himanen se encarga de difundirlo y la aporta nuevos matices y representaciones, originalmente es creado por Levy en 1984.

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