Del \"dejad hacer, dejad pasar\" al \"dejad hacer, dejad destruir\"
Descripción
DEL «DEJAD HACER, DEJAD PASAR» AL «DEJAD HACER, DEJAD DESTRUIR» José Antonio Fernández de Córdoba Pérez Arqueólogo
Las leyes son objetos sociales, es decir, que son susceptibles de ser estudiadas como reflejo de la sociedad que las crea y nos permiten interpretar, a partir de su contenido y sus motivaciones, los intereses predominantes del momento. En este sentido, el borrador de anteproyecto de Ley de Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid no se escapa de su condición de producto social que refleja fielmente sus circunstancias políticas, económicas y sociales, el cual analizaremos en función de dos variables: el rico acervo normativo español en materia de patrimonio cultural, que tiene una raigambre de más de doscientos años, y los problemas de la gestión del patrimonio cultural, que si bien preocupan a un sector escaso de la sociedad, cuentan también con ciento cincuenta años de tradición y muchos estudios. El primer rasgo con el que cabe calificar este texto es neoliberal. Sus líneas rezuman la clara voluntad de minimizar la acción de la administración pública en el ámbito del patrimonio cultural, algo que trasciende del ámbito práctico y alcanza el ámbito conceptual. Solo así es posible entender que al describir el objeto de la ley se cite la protección, la conservación, la investigación y el enriquecimiento del patrimonio histórico, pero se olvide la difusión o la 14 / DIC 2012-ENE 2013 CDL
puesta en valor del patrimonio (artº 1.1). Se obvia nada menos que uno de los cuatro pilares sobre los que se sustenta la gestión del patrimonio cultural que son el conocimiento o la investigación, la protección, la conservación y la difusión. Otro ejemplo de la pobreza conceptual de este texto es la definición de patrimonio histórico, donde no se citan las obras de ingeniería, el patrimonio científico, el bibliográfico, el documental ni el paisajístico (artº 1.2). En este último caso se trata de toda una paradoja ya que el preámbulo de la norma se enorgullece de añadir como nueva tipología jurídica el paisaje cultural. En la misma línea se niega de forma expresa a otorgar categorías a los bienes inmuebles declarados de interés patrimonial (artº 4.2). Téngase en cuenta que podemos calificar como tales bienes tanto a un edificio, como a un yacimiento o a una construcción tradicional, y que estas diferencias influyen mucho en las medidas concretas de protección. En todo caso este planteamiento del borrador es coherente ya que la tacañería del legislador lleva a que se definan los patrimonios específicos sin más regulación concreta (artº 28), es decir, sin especificar tipos concretos a proteger o cualquier tipo de medida de protección transitoria. Sorprende, incluso, la inco-
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rrecta definición de los bienes industriales como «los bienes inmuebles, muebles e inmateriales relacionados con la cultura del trabajo surgidos tras la Revolución Industrial.» Ante esto cabe decir, en primer lugar, que no existe una fecha para la revolución industrial a la que nos podamos acoger ya que, como es sabido, la revolución industrial fue un proceso de larga duración. En segundo lugar el sistema industrial se diferencia del sistema tradicional (que entraría en el ámbito del patrimonio etnográfico) por el triunfo de la industria capitalista, la producción de bienes mediante la organización especializada del trabajo y la producción y aplicación de soluciones en serie (Álvarez Quintana 1996 y Cerdá 2008). El reducido desarrollo de los diferentes aspectos clave para la gestión del patrimonio cultural que recoge el borrador de anteproyecto es muy sorprendente en sus previsiones sobre el inventario del patrimonio (artº 5.2). El catálogo «geográfico» de bienes inmuebles del patrimonio histórico, es decir, el inventario formalizado, ha sido uno de los elementos a los que la tradición normativa ha dado más importancia a partir de un criterio fundamental: lo que no consta claramente escrito y referenciado, no se puede proteger. Para el legislador madrileño este tema merece sólo
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un apartado de un artículo: se crea, se ordena apuntar en él los bienes que se declaren y se prevé que lo actualice quien corresponda. Ni se indica una estructura básica, ni se concreta las implicaciones que supondrá para un bien estar inscrito, ni se define cómo realizar la inscripción, o cómo borrar un elemento, ni su articulación con el resto de previsiones de la ley, puesto que apenas vuelve a ser citado. Por lo general, los textos normativos breves pecan de un defecto: no se articulan bien internamente. Así, continuando con el tema del inventario formalizado, se prevé que los BIC contarán con un registro propio (artº 8), aunque se suponen incluidos también en el Catálogo (artº 5.2), sin que el legislador se haya planteado, al menos, articular ambos inventarios. Tampoco se plantea el problema de que este registro sea público y que contenga la inclusión de datos personales en el mismo, como son la titularidad de los bienes, las cargas y su valor económico, algo que debería revisarse desde la perspectiva de normativa de protección de datos personales. Además de claramente neoliberal, puede calificarse este texto como retrógrado, en el sentido estricto del término, por cuanto se recuperan instituciones y fórmulas del pasado y se suprimen otras de reciente creación. Así, se prevén unas comisiones de patrimonio histórico municipales allí donde existan o se declaren conjuntos históricos. Este tipo de órganos recuerdan a las juntas locales del Tesoro Artístico que creó la ley republicana de 1933 y que subsistieron en algunos lugares durante la dictadura franquista. La eficacia de este tipo de instituciones ha sido históricamente discutible, ya que suelen dar voz y cabida a intereses muy locales, con demasiada frecuencia reñidos con la conservación del patrimonio, más que a los intereses culturales.
Seguramente por esta razón la tendencia ha sido crear órganos consultivos de carácter autonómico y nacional, como es el caso del Consejo de Patrimonio Histórico Español. La justificación de estos organismos se basa en que la realidad de la gestión del patrimonio presenta una gran cantidad de matices que exceden el ámbito de lo estrictamente cultural y local, para alcanzar al urbanismo, la arquitectura, la estética, el turismo, la ordenación del territorio, los intereses profesionales, los problemas políticos municipales, la investigación científica... Sirven esencialmente para apuntar criterios homogéneos en materia de gestión del patrimonio cultural, por encima de los intereses locales, a quienes, por otro lado, pueden dar voz. En algunas comunidades las competencias de este órgano asesor afectan al quehacer diario de los órganos ejecutivos (los servicios de patrimonio) y en otras casi se restringen solo a participar en la declaración de los bienes de interés cultural. En todo caso, para comprender bien este tema, debe tenerse en cuenta que uno de los marcadores más claros de si nuestras leyes, instituciones y procedimientos son más o menos democráticos es el grado de participación de la sociedad en ellos. Si se aplica este borrador, la participación de la sociedad en la política cultural será mínima y solo opinará en exclusiva la Consejería de Cultura, lo que necesariamente le llevará a cometer muchas más equivocaciones de todo tipo. Pero donde mejor se observa el gusto por soluciones caducas es en la consagración del «fachadismo», es decir, el recurso arquitectónico tan asentado de limitar la protección de los bienes inmuebles a la conservación de sus fachadas. La principal preocupación del legislador es controlar que no se hagan obras no autorizadas en las fachadas de los bienes de interés patrimonial (la se-
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gunda categoría de protección) mientras que su interior parece no resultar relevante (artº 18). Esta preocupación se manifiesta también en el artículo 19.2.a y 19.2.b. Otra característica del texto del anteproyecto es la ignorancia de sus redactores sobre cuestiones de larga tradición en la normativa cultural española. Todo el texto de la ley revela una visión miope de la realidad del patrimonio cultural y la pluma de un ponente poco formado en esta materia. El ejemplo más claro de esto se da con el concepto de los paisajes culturales. Sólo así se entiende que se defina el paisaje cultural con el término «lugares», en vez de espacios (artº 4.1.c). Paradójicamente el preámbulo del borrador hace una velada crítica a ese mismo término que se elimina de la definición de bienes de interés etnográficos o industriales para centrarse en los bienes. Este batiburrillo conceptual muestra con claridad el desconocimiento de la evolución de los conceptos de protección centrados en «el monumento» hacia los espacios, los paisajes y los entornos, es decir, «el monumento en su contexto», hasta el punto de que ni siquiera se asumen las tímidas pautas que ofrece la normativa nacional sobre los entornos, cuando indica, a la hora de definir los entornos de protección, que deben tenerse en cuenta las «relaciones con el área territorial a que pertenece, así como la protección de los accidentes geográficos y parajes naturales que conforman su entorno» (LPHE, artº 17). Así, el artículo 5.1 del texto borrador hace hincapié en que el entorno de los bienes inmuebles será el espacio o inmuebles «circundantes», resorte que, en manos de políticos hábiles, garantizará la definición de entornos ajustados en función de los intereses del desarrollo urbanístico, en vez de aplicar entornos coherentes con los valores culturales de los bienes declara-
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dos. Curiosamente cuando se dictó la Ley del Patrimonio Histórico Español no existía todavía el convenio del Paisaje ni estábamos tan sensibilizados con estas cuestiones, como ahora, pero sus previsiones resultan, sin duda, más progresistas en esta materia, que el actual borrador. Solo en esta misma senda de desconocimiento se puede interpretar que las colecciones de bienes muebles se definan por afinidades artísticas, temáticas, funcionales o de contexto, en vez de vincularlas a los valores incluidos en las definiciones generales de patrimonio, es decir, a sus valores culturales. Otra de las características de la ley, recogida en su exposición de motivos, es que persigue «una simplificación normativa que permita dotar de mayor seguridad jurídica a los ciudadanos y promover la agilización de los trámites administrativos.» En primer lugar cabe decir que una ley de patrimonio cultural no está pensada para dotar de mayor seguridad jurídica a los ciudadanos, cosa que deben cumplir todas las leyes, sino para proteger el patrimonio cultural. En segundo lugar, el deseo de simplificación normativa, tan propio de la óptica neoliberal, llega a tal extremo en este caso que cae en el simplismo. No merece mejor calificación la resolución de problemas complejos a base de plumazos. La fórmula, utilizada hasta el abuso, para satisfacer este deseo de simplificación es el silencio positivo. La ley acude a esta técnica para los siguientes casos: un mes para la emisión de informe favorable a la declaración de bien de interés cultural por parte de los órganos consultivos (artº 6.4), tres meses en el caso de los trámites ambientales (artº 15.2), tres meses en el caso del planeamiento urbanístico (artº 16.3), dos meses para los proyectos de intervención en bienes muebles declarados de interés patrimonial 16 / DIC 2012-ENE 2013 CDL
(artº 17.1), dos meses para las obras de intervención en bienes inmuebles declarados de interés patrimonial (artº 18.3), tres meses para aprobar planes especiales de protección (artº 26.1) y tres meses para conceder los permisos arqueológicos (artº 30.5). El silencio positivo es un uso frecuente en los ordenamientos jurídicos anglosajones mientras que en el ámbito mediterráneo suele optarse por la fórmula de las autorizaciones previas. Cualquier jurista sensato podría escribir largo y tendido sobre la inseguridad jurídica que supone el silencio positivo en el marco de nuestro ordenamiento legal, sobre todo en el caso de actividades destructivas como pueden ser las obras o las intervenciones que afectan a yacimientos arqueológicos, o en acciones que afectan a terceros, como son los propietarios o los ayuntamientos en el caso de la declaración de una protección. Pero más allá de esto, nos encontramos ante uno de los puntos en los que el diagnóstico y la solución a un problema revelan de forma más tajante el fondo político que ilustra esta ley; y es que ante el problema de tardanza en los trámites administrativos caben dos soluciones: soslayar el problema con el silencio positivo o reorganizar internamente a la administración para que sea más eficaz. Esta segunda opción no suele estar entre el abanico de opciones neoliberales porque siempre se relaciona con el aumento de recursos públicos, algo que, simplemente, es un tópico. Con los mismos medios siempre es posible alcanzar mayor eficacia pero es más fácil resolver este problema de un plumazo, incluso a costa del patrimonio, porque la otra opción es actuar en cuestiones relacionadas con la productividad, la motivación, la organización del personal y sus formas de trabajar, algo que en España ni nos planteamos. Además, el silencio positivo es el mejor mecanismo político para fa-
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vorecer la inacción de la administración, una auténtica patente de corso en manos de un consejero o un director general mínimamente hábil, algo inaceptable en una sociedad democrática madura. En este mismo sentido cabe interpretar como excesiva la preocupación por el bienestar de nuestros ciudadanos frente al interés de conservación del patrimonio. La Comunidad de Madrid se muestra muy sensible ante las molestias a los propietarios, ya que se plantea dispensarlos, con causas justificadas (sin concretar más), del examen, la información y la documentación del estado de conservación de los bienes culturales (artº 11.2). Para contextualizar esto cabe recordar que el artículo 46 de la Constitución Española indica expresamente el deber de conservar y promover el enriquecimiento de nuestro patrimonio cultural cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad. La Ley 16/85 de Patrimonio Histórico Español lleva esta cuestión hasta la calificación de interés público a efectos de expropiación para los bienes de interés cultural (LPHE, artº 36.4). En el caso de la visita pública es comprensible que se limite en función del derecho a la intimidad. Pero es difícil acertar a comprender qué causa puede justificar que los técnicos de la administración no puedan entrar a revisar el estado de conservación de un bien, algo que en la práctica es un hecho muy puntual, para que al legislador madrileño le preocupe tanto. En relación con esta búsqueda de la simplicidad el borrador renuncia expresamente a interferir en tres campos fundamentales para conservar nuestro patrimonio. El primero es la declaración de ruina (artº 14), que se delega a la normativa urbanística, sin establecer ninguna previsión que dificulte a los propietarios utilizar esta vía para resolver el problema con inmuebles de interés cultural, cuya práctica está más
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que documentada en España. La segunda se refiere a la integración del patrimonio cultural como uno de los elementos a tener en cuenta en las evaluaciones de impacto ambiental que se delega a la normativa sectorial en la materia (artº 15), pese a que las transformaciones del territorio sean la vía principal de destrucción de patrimonio, sobre todo arqueológico; por ello una ley de patrimonio cultural, que realmente desee protegerlo, debe obligar a que se emita informe preceptivo y vinculante respecto de las afecciones al patrimonio cultural en todos los procesos de tramitación ambiental. La tercera se produce en el amplio campo de los bienes culturales que quedan bajo tutela de los ayuntamientos, que se cede, de nuevo, a la administración urbanística (artº 16). El patrimonio cultural y su protección es un problema para los ayuntamientos, especialmente cuanto más pequeños son, con lo cual no sobrarían unas mínimas pautas para la composición de los catálogos urbanísticos por parte de la administración que tiene la competencia en materia de patrimonio cultural, según el artículo 148 de la Constitución Española. En el ámbito de los requisitos para las intervenciones en bienes culturales y sus entornos (artículos 19 y 24) sería fundamental que se establecieran medidas claras como la redacción de una memoria descriptiva de los valores culturales de los bienes que pudieran guiar las actuaciones de los arquitectos y restauradores. Aún hoy en día es frecuente observar cómo se acometen intervenciones muy agresivas sobre bienes sin una documentación previa y sin un control constante, por parte de técnicos especializados; estas intervenciones destruyen información vital para profundizar en la historia de estos elementos. Hay que tener en cuenta que cuando protegemos un bien cultural lo hacemos a
partir de su imagen actual, con frecuencia muy transformada por el paso del tiempo. Las obras sobre los mismos son una oportunidad única que no se debe desaprovechar para conocer su historia real. El interés por desregular se manifiesta con evidente claridad en el caso del patrimonio arqueológico. Se eliminan las previsiones que la ley vigente hace sobre diferentes ámbitos de protección; se remite al reglamento para detallar las características que deberán tener los proyectos arqueológicos o paleontológicos (artº 30.3); y no se hace ni una mención a la memoria, el elemento más importante de una intervención arqueológica, desde el punto de vista científico y por el valor que tiene para el futuro, como único testigo de una realidad que es destruida al ser excavada. En definitiva este texto borrador trasluce con claridad una tendencia política neoliberal, una gran ignorancia de la realidad de los problemas de patrimonio cultural y de la rica tradición legislativa española en esta materia, y un considerable simplismo. Se trata de un claro ejemplo de la dificultad histórica en España para proteger los restos de nuestro pasado por una sencilla razón: la escasa sensibilidad de nuestra sociedad con este problema. De esta forma se muestra con crudeza el fracaso de la labor de quienes nos dedicamos a la gestión del patrimonio cultural, así como la fuerza de los intereses contrarios a la conservación del patrimonio que ven un obstáculo para su desarrollo en la mera existencia de bienes culturales protegidos. Resulta absurdo considerar que un simple cambio normativo favorecerá los intereses de unos u otros. Una ley perfecta estará condenada al fracaso en manos de una administración chapucera y una sociedad indolente. Una ley con deficiencias, como han sido todas las normas en materia de
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patrimonio cultural en España, podrá acercarse a lo ideal si la sociedad que la aplica lo hace de forma madura y eficaz. Sería mucho más sencillo y mucho más barato que el Gobierno de la Comunidad de Madrid identificara los problemas reales de la gestión del patrimonio, no desde la única perspectiva de los intereses de la construcción y el desarrollo urbanístico, si no teniendo en cuenta también otros puntos de vista, como el de un desarrollo ordenado y sostenible del territorio o el interés y la necesidad de cultura que demandan las sociedades democráticas maduras. En función de esto podría plantearse una reorganización interna de la administración madrileña que seguramente permitiría acortar esos plazos que tanto daño parecen ocasionar; también sería posible establecer políticas activas para minimizar las cargas y los problemas que la conservación del patrimonio ocasiona a sectores concretos de la sociedad y conseguir así un mejor futuro para nuestro rico patrimonio cultural. Utilizar el plumazo como solución, desde una perspectiva política en exclusiva, solo provocará la destrucción de nuestro patrimonio cultural, que también es un recurso rentable, no sólo una carga, en manos de sociedades que lo saben gestionar. REFERENCIAS CITADAS Anteproyecto de Ley de Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid. Álvarez Quintana, Covadonga (1996): «Apuntes para una estética de la arquitectura industrial del siglo XIX», Ábaco, revista de cultura y ciencias sociales, segunda época, nº 8, pp. 47-56. Cerdá Pérez, Manuel (2008): Arqueología industrial. Ley 16/85, de 25 de junio, de Patrimonio Histórico Español.
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