De la latinité a la transamericanidad: Raíces y rutas del latinoamericanismo en Julia Álvarez y Junot Díaz

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Descripción

MÓNICA GONZÁLEZ GARCÍA

De la latinité a la transamericanidad: Raíces y rutas del latinoamericanismo en Julia Álvarez y Junot Díaz

Revista Casa de las Américas No. 277 octubre-diciembre/2014 pp. 92-102

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sedios recientes al latinoamericanismo como lugar europeizante y territorial de construcción de subjetividad y resistencia sugeridos en La idea de América Latina (2005), de Walter Mignolo, y en Trans-americanidad: modernidades subalternas, colonialidad global y las culturas del Gran México (2012), de José David Saldívar, enmarcan mi seguimiento a las raíces y las rutas del pensamiento continental «diaspórico» propuesto por los dominicanos Julia Álvarez y Junot Díaz en sus novelas En el nombre de Salomé (2000) y La maravillosa vida breve de Óscar Wao (2007). Acompaño la trayectoria de cuerpos e ideas trazadas por sus personajes a fin de reflexionar sobre los desafíos venideros del latinoamericanismo frente a teorizaciones que comentan sus limitaciones críticas, como la pluriversalidad de Mignolo y la transamericanidad de Saldívar. Como sabemos, el concepto «América Latina» fue acuñado en Francia a principios del siglo XIX en el marco de su competencia con Inglaterra por el dominio del Nuevo Mundo, siendo más tarde apropiado por elites criollas de América del Sur tras la guerra entre México y los Estados Unidos (1846-1848).1 La latinité invocada 1 Sobre el polémico origen del concepto «América Latina», ver Sección «Hechos/Ideas», de Casa de las Américas, No. 276, jul.-sept. de 2014 (N. de la E.).

por los franceses es, según Mignolo, una «epistemología imperial» que nace junto a la teología y al latín en la metrópolis del Imperio Romano para ser diseminada por sus dominios. Los pensadores franceses resignifican esta epistemología en el siglo XIX a fin de crear un sentido transcontinental de comunidad entre los «herederos lingüísticos» de Roma ubicados a ambos lados del Atlántico, oponiendo en las Américas el Sur «latino» al Norte «anglosajón» (González y Mignolo: 38). Así, mientras Mignolo problematiza la etimología ideológico-imperialista del concepto, Camila Henríquez Ureña se desplaza por el Continente a la sombra de la utopía patriótica nacional y continental de su madre Salomé –utopía ciertamente emparentada con la idea de la América Latina–, quien luego de ser elegida «poeta nacional dominicana» se uniera a la campaña educativa de Eugenio María de Hostos por la liberación del Continente.2 Paralelamente, asumo la mirada «transamericana» de resistencia minoritaria de Saldívar con el objeto de examinar la saga global de la familia de Óscar Wao para escapar del dictador Rafael Trujillo y la maldición colonial del fukú americanus. Teniendo todo en su contra al crecer en Nueva Jersey –raza, pasatiempos y una timidez con el sexo opuesto que sus pares califican de «antidominicana»–, Óscar se empeña en reivindicar su derecho a 2 Luego de desencantarse de la literatura como motor de cambio en el Nuevo Mundo, Hostos decide aplicar la razón a la educación y promover la liberación del Continente mediante la instrucción. Tras instalarse en República Dominicana luego de la derrota cubana en la Guerra de los Diez años, promovió la promulgación de la Ley de Escuelas Normales y ejerció una fuerte influencia en el matrimonio de Salomé Ureña y Francisco Henríquez y Carvajal. Salomé sería la encargada de fundar en 1881 la primera institución de educación superior para mujeres: el «Instituto de Señoritas».

la imaginación, la palabra y el amor. Los itinerarios de Camila y Óscar hacen patentes las dolorosas búsquedas identitarias de caribeños en los espacios colonizados de las Américas –búsquedas que, desde los viajes transcontinentales de José Martí y Eugenio María de Hostos en el siglo XIX, siguen transformando la genética cultural de numerosos barrios estadunidenses y nuestroamericanos con sueños de libertad para las Antillas y las Américas. Desde la perspectiva pluriversal de Mignolo y la transminoritaria de Saldívar, así como desde las propuestas estéticas de Álvarez y Díaz, examino los retos del latinoamericanismo a fin de renovar el debate sobre las estrategias colectivas para forjar un continente más justo que a la vez promueva la construcción de un mundo mejor.

Trayectorias recientes del pensamiento crítico continental En la segunda mitad del siglo XX, el despunte de los estudios poscoloniales, posnacionales y descoloniales en las Américas derivó en buena parte de la común apropiación de la crucial tesis de Carlos Marx (1867) sobre el papel del Nuevo Mundo en la emergencia del capitalismo global: El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión de África en un coto para la caza de esclavos negros, son todos hechos que señalan los albores de la era de la producción capitalista [Galeano: 46]. Hacia 1950, los movimientos de liberación latinoamericanos –con la Revolución Cubana como 93

emblema continental–, las luchas anticolonialistas africanas y las reflexiones antillanas sobre las secuelas del colonialismo y sobre las estrategias para su resistencia por parte de lo que Saldívar llama «Escuela de Calibán» (1991) –con pensadores críticos en francés como Aimé Césaire (Martinica), en inglés como George Lamming (Barbados) y en español como Roberto Fernández Retamar (Cuba)– son el caldo de cultivo que nutre el pensamiento descolonizador de las décadas posteriores. En 1971, mientras Fernández Retamar reivindicaba el valor guerrero del indígena «caribe» –calificado de antropófago por los primeros colonizadores europeos– con el fin de «contribuir a colocar en su verdadero sitio la historia del opresor y la del oprimido» (64), Eduardo Galeano publicaba su clásico ensayo Las venas abiertas de América Latina, donde traza una genealogía del despojo de las riquezas del Continente por parte de agentes del colonialismo europeo primero y del imperialismo estadunidense después. Más tarde Aníbal Quijano, cuyo trabajo crítico data de la década de 1960, elaboró en «Colonialidad y modernidad/racionalidad» (1991) una de sus reflexiones más influyentes, tomando la relación entre el origen del capitalismo y la apropiación de las materias primas del Nuevo Mundo para explicar las desiguales relaciones de poder en las sociedades donde se impuso una modernidad global desde el siglo XVI en adelante. Con el concepto «colonialidad» Quijano da cuenta de un patrón de poder creado por el capitalismo que permitió la colonización no solo de las esferas colectivas de la economía y la política, sino también de las esferas subjetivas del conocimiento y el ser, fenómeno cuyas mayores víctimas son, según el autor, africanos y latinoamericanos. En última instancia, este texto denuncia la persistencia de esa matriz señalando que «[c]on la conquista de las sociedades y de las cul94

turas que habitan lo que hoy es nombrado como América Latina comenzó la formación de un orden mundial que culmina, quinientos años después, en un poder global que articula todo el planeta» (438). La idea central de «Colonialidad y modernidad/ racionalidad» fue ampliada a la luz de la teoría del sistema-mundo capitalista moderno de Immanuel Wallerstein, en el contexto de las reflexiones críticas en torno a los quinientos años de la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo. En el texto conjunto «La americanidad como concepto, o América en el moderno sistema mundial» (1992), los autores retoman la tesis de Marx para afirmar que «América no se incorporó en una ya existente economía-mundo capitalista» porque «[u]na economíamundo capitalista no hubiera tenido lugar sin América» (583). El patrón de poder, cuyo modelo surge del sistema-mundo impuesto en las Américas, se basa en cuatro pilares: colonialidad, etnicidad, racismo y novedad, de los cuales surge no solo el capitalismo global que alimenta algunos «centros» del planeta –localizados mayoritariamente en Europa y los Estados Unidos–, sino también la jerarquización de la población mundial según su raza y su etnia. Y aunque estas constituyen categorías cambiantes, la verticalidad del ordenamiento global de esta colonialidad todavía imperante es una característica heredada de la americanidad: Todas las grandes categorías por medio de las cuales dividimos hoy en día a América y el mundo (americanos nativos o «indios», «negros», «blancos» o «criollos»/europeos, «mestizos» u otro nombre otorgado a las supuestas categorías «mixtas») eran inexistentes antes del moderno sistema mundial. Son parte de lo que conformó la americanidad. Se han convertido en la matriz cultural del entero sistema mundial [584].

Dicho cuerpo de pensamiento crítico estimula los trabajos más recientes de Walter Mignolo y José David Saldívar, que aquí hemos presentado como «asedios» al latinoamericanismo. En 2005, y nutriéndose de la idea de colonialidad de Quijano,3 Mignolo nos recuerda que la idea de la América Latina tomada de pensadores franceses decimonónicos reproduce los paradigmas eurocéntricos impuestos por esa «matriz» de poder colonial e imperial, como por ejemplo la jerarquización del planeta según la raza. Ello necesariamente conlleva al paradigma de una superioridad «blanca» incuestionada y replicada casi sin excepción en las pirámides sociales latinoamericanas. Para Mignolo,

Ante tales limitaciones, Mignolo propone una alianza crítica de miradas subalternas –iniciativa que, dice, provocará temor en las clases hegemónicas mundiales porque «podría[n] perder su privilegio en el momento en que los subalternos comienzan a pensar por sí mismos» (265). La diferencia de esta alianza, que Mignolo denomina «opción decolonial», radica en que «no propone una ideología universal (como el

liberalismo, el cristianismo o el marxismo, todas ellas formando parte del globo de The Truman Show)»; por el contrario, se trata de «multiplicar y conectar proyectos decoloniales globales» (265). Por su parte, ante el efecto diferido de la herida colonial en las Américas –fenómeno que Dussel llama «transmodernidad», retomando el concepto de la española Rosa María Rodríguez–,4 Saldívar propone en 2012 una relectura del americanismo de Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein a la luz de las diferencias coloniales del Continente y del potencial subversivo-creativo de la teoría de «raza política» de Lani Guinier y Gerald Torres. Esta última propuesta, cuyos autores explican con la alegoría del canario del minero, es un proyecto «encauzado hacia el imaginario del Sur Global (“lo real maravilloso”)», lo cual significa que eventualmente podría «desestabilizar los límites de lo real en el Norte Global» (Saldívar: 91) porque propone una alianza subalterna entre afroestadunidenses y latinoestadunidenses en el marco del sistema legal de los Estados Unidos. Más allá de una construcción biológica o cultural de la raza, Guinier y Torres plantean la necesidad de una asociación política que permita enfrentar los problemas de la sociedad en su totalidad. Considerando que la raza opera como el canario del minero, Guinier y Torres explican que su riesgo y potencial deceso es una alarma para el resto porque «sus problemas constituyen síntomas que nos advierten que en realidad estamos todos en peligro» (Saldívar: 93). Reconociendo el potencial subversivo de esta estrategia política de alianzas raciales, Saldívar sitúa su reflexión en el contexto

3 En La idea de América Latina, Mignolo explica que Quijano «[d]efinió el eurocentrismo no en términos geográficos, sino en términos epistémicos e históricos: control del conocimiento y de la subjetividad. Esto es, colonialidad del saber y del ser» (257).

4 La filósofa española acuña el término en el libro La sonrisa de Saturno (1989), siendo retomado una década después por el filósofo argentino en su libro Postmodernidad y transmodernidad. Diálogos con la filosofía de Gianni Vattimo.

la idea de América Latina es una idea que tiene como horizonte imperial el control de la economía y la autoridad (en el que entraba el conflicto de intereses imperiales de Francia frente a EE.UU.), el control del conocimiento, de la subjetividad de los sujetos coloniales, del género y la sexualidad mediante el modelo de familia cristiana-colonial terrateniente y burguesa y de la normatividad sexual [2009: 257].

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de la colonialidad impuesta por la americanidad a fin de constatar que los diversos grupos marginados de las Américas han sido subalternizados por el mismo patrón de poder. En consecuencia, Saldívar se pregunta: ¿De qué manera la colaboración transamericana Sur global-Norte global de Quijano y Wallerstein podría ayudarnos, a aquellos que trabajamos en Estudios Americanos, Estudios Críticos sobre los Estados Unidos, Estudios Latinoamericanos y Estudios Latinos/as en los Estados Unidos, a crear un modelo transnacional, antinacional y extranacional de estudios? [X] En el ensayo introductorio a Trans-americanidad: modernidades subalternas, colonialidad global y las culturas del Gran México, Saldívar anticipa las propuestas descoloniales de su libro señalando que la americanidad «tiene el potencial para abrir el imaginario de los emergentes Estudios Transamericanos a futuros distópicos y utópicos» gracias a «la clarividencia de Quijano y Wallerstein en construir la “americanidad” como un espacio geosocial fundamental para nuestros tiempos y para el giro disciplinario hacia los estudios hemisféricos y transamericanos» (X). Sentadas las bases teóricas para la reflexión sobre las novelas de los dominicanos Julia Álvarez y Junot Díaz, en las próximas páginas busco contrastar las experiencias de sus protagonistas a fin de explorar las raíces y las rutas del latinoamericanismo, así como sus posibles relecturas a partir del diálogo transminoritario que Walter Mignolo y José David Saldívar sugieren desde sus respectivos lugares de resistencia. Y aunque los personajes de las novelas analizadas, Camila Henríquez Ureña y Óscar Wao, comparten un lugar similar en la jerarquía de subalternidades de la americanidad a partir 96

de su dominicanidad y su raza –ambos detentan distintos grados de mulatez–, me interesa examinar las posibilidades de alianzas estratégicas a partir de sus diferencias de clase y género, por un lado, y de sus experiencias como latinos en los Estados Unidos, por el otro, con el objetivo de provocar e invitar a nuevas reflexiones en este sentido.

Las raíces, del fukú americanus, la diáspora y otros demonios coloniales «FOKIN SANTO DOMINGO… No quiero volver a verlo nunca más» –HYPATÍA BELICIA CABRAL

Al inicio de su novela, Junot Díaz ficcionaliza uno de los leitmotiv de su narración en el término fukú, definido como una suerte de imposibilidad histórica de muchos caribeños para vivir en su patria y/o ser felices. Como estudiante universitario conocedor de los protocolos de la escritura académica, el narrador Yúnior cumple con una serie de convenciones del género: indica el locus del concepto adjetivándolo de americanus, dado que su padre fundacional es Cristóbal Colón; define el concepto, en general, como «una maldición o condena de algún tipo» y, en particular, como «la Maldición y Condena del Nuevo Mundo» (13); señala que su encarnación moderna en República Dominicana es Rafael Trujillo Molina, sin dejar de describirlo en nota al pie como un «sádico» «ojos de cerdo» que «llevaba zapatos de plataforma» y que «llegó a controlar… la RD [con] una mezcla… de violencia, intimidación, masacre, violación, asimilación, y terror» (14); y, finalmente, expone la conexión del fukú americanus con las dictaduras latinoamericanas del siglo XX, aclarando que «si hay algo en que los latinos somos ex-

pertos es en tolerar dictadores respaldados por Estados Unidos», cosa «de la que los chilenos y los argentinos todavía se quejan» (15) –comentario con el que legitima la soberanía continental del fukú y donde utiliza el concepto «latino» como sinónimo de «latinoamericano». Según explica Yúnior, el fukú americanus puede ser conjurado con una palabra mágica que contrarresta su poder maligno: ¡zafa! Y añade: Claro que hay gente como mi tío Miguel en el Bronx que siguen metiéndole zafa a todo… Si los Yankees cometen un error en las últimas entradas, ahí va el zafa; si alguien trae conchas de la playa, zafa; si le sirves parcha a un hombre, zafa. Zafa está presente las veinticuatro horas con la esperanza de que la mala suerte no tenga tiempo de imponerse [18]. Pero los personajes de Díaz no son los únicos que procuran contrarrestar adversidades personales y colectivas con sortilegios verbales. Julia Álvarez nos cuenta que Camila Henríquez Ureña recurría a una oración protectora creada por su tía Ramona: «En el nombre del padre, del hijo y de mi madre Salomé» –frase que también «es mitad oración, mitad maldición –como ahora, cuando escucha el estridente y brusco bocinazo de la calle y [la] masculla entre dientes–» (17). Si seguimos el ejemplo academicista de Yúnior, podemos relaborar la teoría comentada en la sección anterior para identificar algunos rasgos de la genealogía transamericana, las raíces y las rutas de nuestra pluralidad racial y cultural, de nuestras luchas como individuos, familias y colectividades. Las consecuencias de la colonialidad del poder en las Américas, según una teleología muy resumida, podrían visualizarse como sigue: 97

Sea fukú americanus como sugiere Junot Díaz, sea colonialidad del poder según afirma Aníbal Quijano, lo cierto es que la violencia de los catastróficos enfrentamientos iniciales entre europeos y habitantes de Abya Yala creó demonios que a lo largo de los siglos modernos han crecido en sofisticación y extensión planetaria mucho más rápidamente que sus formas de resistencia, mucho más visiblemente que oraciones, zafas y conjuros. A nivel subjetivo, los demonios del colonialismo han creado, a su vez, otro surtido de males epistémicos de cuño sicológico y sociológico. Lola, hermana de Óscar Wao, interpreta la adversidad ineludible impuesta por su condición de afrolatina en los Estados Unidos como algo inherente a la vida. Cuando en República Dominicana, hasta cierto punto protegida de las hostilidades coloniales de la urbe imperial, su abuela le advierte que debe regresar a Nueva Jersey –y a la difícil relación con su madre–, Lola deduce: «Así es la vida. Toda la felicidad de la que te rodeas, te la barre como si nada. Si me preguntan, diría que no creo que las maldiciones existan. Pienso que solo existe la vida» (Díaz: 191). De manera similar, Salomé Ureña dice que no podía disimular el dolor de su rostro ante su hermana Ramona, razón por la cual deduce: «Ramona debe pensar que he comenzado a menstruar. “¿Qué duele?”, me pregunta. “Duele vivir”, le digo». Ramona, evidentemente sin comprender la profundidad de las reflexiones existenciales de su hermana, la interroga: «¿Qué clase de dolor es ese?» (Álvarez: 39). Si bien Óscar Wao no exterioriza ni articula su padecimiento en estos términos, su biógrafo y analista Yúnior subraya que, a medida que pasaba el tiempo y crecían sus frustraciones, «Óscar... parecía cansado, ni más alto ni más gordo, solo la piel bajo sus ojos, inflamada por años de callada desesperación, había cambiado». No obstante, «[p]or den98

tro, habitaba en un mundo de dolor» (Díaz: 247). Las esperanzas en torno a superar su tristeza existencial se desvanecían porque Óscar [s]e estaba transformando en la peor clase de ser humano del planeta: un nerdote amargado y viejo. Se veía en el Game Room, escogiendo miniaturas el resto de su vida. No quería ese futuro, pero no veía cómo evitarlo, no sabía cómo salir de él. Fukú. El exilio forzado produce una serie de dolores que algunos definen como nostalgia, a la que alude el poeta español Jorge Guillén5 en conversación con Camila Henríquez Ureña durante una reunión de académicos hispanos exiliados en los Estados Unidos: «Somos los nuevos israelitas... ¿Qué será de nosotros? Morimos del olvido. Morimos del recuerdo» (Álvarez: 140). Pedro Henríquez Ureña, citado por la narradora de En el nombre de Salomé, también se refiere a la imposibilidad de vivir en la patria como «el inexorable dolor del exilio». Su hermana Camila, al poner fin a una vida en tránsito por las Américas, le explica a una estudiante estadunidense: «He sufrido de nostalgia por mucho tiempo» (Álvarez: 64). Y como el dolor no se puede eliminar, durante su juventud Camila y su familia intentan al menos dosificarlo escogiendo exiliarse en la Cuba de Gerardo Machado porque «el dictador de otros no es tan difícil como el tuyo» (Álvarez: 51). Por su parte, cuando el dolor del colonialismo –o «herida colonial», como diría Gloria Anzaldúa– es tan literal como el causado por la paliza trujillista 5 Guillén salió de su país en 1938 a causa de la Guerra Civil Española. Desde entonces hasta 1970 fue docente en distintas universidades estadunidenses como Middlebury College, Wellesley College y Harvard University.

recibida por Beli, quebrando dentro de ella mucho más que huesos y esperanzas, el autoexilio se convierte en un horizonte utópico de negación y olvido que, si observamos las trayectorias de los personajes de nuestras novelas, nunca puede ser alcanzado. La primera evidencia de que esta herida no cicatrizase manifiesta, en palabras de Yúnior, como «el deseo inextinguible de estar siempre en otro lugar» (Díaz: 79). Luego, una vez en ese «otro lugar», surge la necesidad constante de un buen coctel de amnesia –«tan común en las Islas»– preparado con «cinco partes de negación» y «cinco partes de alucinación negativa» (239). Por supuesto, si la colonialidad del poder, o el fukú, no logra exterminar el cuerpo, a menudo extermina la palabra y reafirma la jerarquía racial que Mignolo interpreta como «la alegría del pensamiento eurocentrado de acoger a gente de color que reproduce el pensamiento eurocentrado» (2009: 271).6 La extinción de la palabra es una de las heridas de Beli, quien después de los «tres desengaños» sufridos entre 1955 y 1962 (Díaz: 7), no volvió a hablar del pasado. Yúnior aclara que «[t]odavía hoy La Inca raramente dice algo más que [a Beli] casi la acabaron» y añade que, «con excepción de unos momentos clave, no creo que Beli volviera a pensar de nuevo en esa vida» (239). Asimismo, la otra gran herida de Beli es la autosubalternización, fenómeno descrito por Yúnior como «el odio de la gente de color a sí misma» y señalado por Lola al comentar la dura interacción con su madre: «Por mucho tiempo, permití que dijera lo que quisiera de mí y, lo que es peor, durante mucho tiempo le creí. Yo era fea, no valía nada, era una idiota» (Díaz: 61). 6 Como muestras de ello, Mignolo menciona a Amartya Sen y Anthony Appiah, y añade que «[e]n política tenemos el ejemplo equivalente de Condoleezza Rice».

Las rutas, o el reverso de la diáspora a las coordenadas «patria» y «amor» «Vuelvo al Sur, como se vuelve siempre al amor» –FERNANDO «PINO» SOLANAS, ASTOR PIAZZOLA

Cuando los personajes de Julia Álvarez y Junot Díaz se dan cuenta de que el escape, el exilio o la amnesia no curan el dolor colonial ni cicatrizan su herida, los «espíritus ancestrales» de Óscar y los «fantasmas» de Camila ordenan el regreso: «Quizás sea bueno que finalmente confronte a cada uno [de mis fantasmas] cara a cara» (58), piensa Camila; «Bueno, tal vez quiero probar algo nuevo» (251), dice Óscar. Camila parte a colaborar con la Revolución Cubana a un año de su triunfo, en tanto Óscar «se imagin[a] enamorao de una isleña». El narrador Yúnior señala que, pese a los fukús, a los «fuck you» y a los «fucked-up» experimentados por Óscar y otros desterritorializados como él, «[c]ada verano Santo Domingo pone el motor de la Diáspora en marcha atrás y hala a todos los hijos expelidos que puede» –llevando inevitablemente de vuelta a Beli, Lola y Óscar. Esta fuerza centrípeta irresistible, que hace del olor tropical algo «más evocador que cualquier madeleine» (Díaz: 252), lleva a los protagonistas de Díaz y Álvarez de vuelta a las Antillas por razones aparentemente diferentes pero que, sin embargo, coinciden en el deseo motivador: el amor. Camila, al ser consultada por su amiga Marion, intenta explicar su decisión: «tengo que comenzar con mi madre, es decir, con el nacer de la patria, porque ambas nacieron al mismo tiempo» (Álvarez: 21). Volver a la patria significa, para Camila, regresar a la madre –¿o es al revés? La dualidad patria-madre, que se confunde en el corazón de Camila, fue aprendida por Salomé como dualidad 99

patria-padre pues creció viendo a Nicolás Ureña participar en las luchas independentistas dominicanas de mediados del siglo XIX. «¿Qué es la patria?», se pregunta Salomé de niña: «¿Qué es esta idea de nación que empuja a tantos a dar la vida por su liberación para que luego otros la vuelvan a encadenar?» (Álvarez: 38). Al igual que Salomé, quien consigue responder estas preguntas en su madurez, Camila termina por comprender el patriotismo de su madre cuando intenta explicarles a sus sobrinas por qué «a su edad» decidió abandonar el trabajo en Vassar College para regresar a Cuba: «Es la lucha continua de crear el país que soñamos lo que hace una patria de la tierra bajo nuestros pies. Esto lo aprendí de mi madre» (Álvarez: 402). Óscar, narrado por Yúnior, cree que vuelve a República Dominicana como último recurso para perder su virginidad. «Tú no eres dominicano», se burlan de él los dominicanoestadunidenses amigos de Yúnior al conocer «su condición». «Soy dominicano. Dominicano soy», responde enfático. Pero, ¿en qué consiste esa «dominicanidad»? Para Yúnior, evidentemente, se trata de una identidad patriótico-chovinista obtenida solo con «el levantamiento de jevitas de culo grande» (Díaz: 250). Ello sugiere que la patria-madre a la que alude Camila se trata, para los machos dominicanos, de una patria-cuerpo que se debe conquistar una y otra vez mediante el sometimiento sexual de la mujer. Óscar intuye que su afirmación como sujeto no pasa por la reproducción del poder colonial en la relación de pareja. Cuando llega a la isla, Óscar no puede evitar deslumbrarse con la belleza de las dominicanas. «Estoy en el cielo», comenta, a lo que su primo Pedro Pablo refuta sarcástico: «¿En el cielo?... Esto aquí es un maldito infierno» (Díaz: 253). Pero la fijación sexual es problematizada cuando Óscar observa la vida cotidiana en Santo Domingo y su «contaminación atmosféri100

ca», sus «millares de motos y carros y camiones destartalados», sus «racimos de vendedores ambulantes», sus guaguas «desbordadas de pasajeros» y, sobre todo, «el hambre en las caras de algunos de los carajitos [que] no se podía olvidar» (Díaz: 252). La sensibilidad de Óscar como sujeto herido por diversas manifestaciones de la colonialidad del poder permite que el amor pronto sustituya al sexo en su búsqueda identitaria, y que su devoción por Ybón, la vecina de La Inca, lo impulse a sacrificar la vida en defensa de sus sentimientos. En las cartas que Lola recibe después del asesinato de Óscar, este confiesa que «lo que realmente lo sorprendió no fue el bambam-bam del sexo, sino las pequeñas intimidades que nunca en su vida había anticipado, como peinarle el pelo [a Ybón] o... escucharla hablar de su niñez» (Díaz: 304). Óscar, quien a diferencia de su madre no silenció la palabra ni sacrificó la esperanza bajo el peso del fukú, escribió hasta sus últimos días y concluyó su última misiva comentando: «¡Así es que esto es de lo que todo el mundo siempre está hablando! ¡Diablo! Si lo hubiera sabido. ¡La belleza! ¡La belleza!». Incluso, antes de morir aprovechó la oportunidad para sermonear a sus asesinos sobre el poder del amor. Yúnior cuenta que, en medio del cañaveral, los asesinos [m]iraron a Óscar y él los miró a ellos y entonces comenzó a hablar. Las palabras que le salieron parecían pertenecer a otro, eran en buen español por primera vez. Les dijo que lo que hacían estaba mal, que borraban del mundo un gran amor. Que el amor era algo raro, fácilmente confundido con otro millón de cosas, y si alguien sabía que eso era verdad, ese era él. Les habló de Ybón y de la forma en que la amaba y cuánto habían arriesgado y que habían comenzado a soñar los mismos sueños y a decir las mismas palabras.

Les dijo que era solo por ese amor que él había podido hacer lo que había hecho, lo que ellos ya no podían detener [y que él estaría] esperando por ellos del otro lado y allá no sería ningún gordo, ningún comemierda, ningún chiquillo a quien ninguna muchacha jamás amó; allí sería un héroe, un vengador. Porque todo lo que uno puede soñar (subió la mano) lo puede ser [290]. La vuelta al Sur como la vuelta al Amor es experimentada también por Lola, quien en República Dominicana conoce el amor maternal en La Inca. Lola cuenta que en un momento su abuela le confesó que, si se iba, la extrañaría –«de forma tan sencilla que no p[odía] dejar de ser cierta» (Díaz: 75), aclara la joven como refutando su propio escepticismo. Incluso Beli comprende esta verdad al decidir, como Camila, regresar al punto de partida: «No veo a mi madre hace mucho, mucho tiempo, dijo en voz baja. Tengo muchas promesas que cumplir, así que mejor ahora que muerta» (249). Pero en realidad es Yúnior el mayor redimido por la lección póstuma de amor legada por Óscar, y continúa los sueños truncos de su amigo en los barrios de Nueva Jersey escribiendo muchísimo –«Aprendí eso de Óscar» (Díaz: 296)– y repasando una y otra vez el único libro que este marcó para destacar el capítulo llamado «Un mundo de amor más fuerte», cuyo último diálogo advierte sobre el carácter cíclico de las luchas individuales, familiares y colectivas. Yúnior reproduce el diálogo subrayado por Óscar en el libro de ciencia ficción: «Veidt dice: “Hice lo que debía, ¿no? Al final todo salió bien”. Y Manhattan, antes de desaparecer de nuestro Universo, contesta: “¿Al final? Nada termina, Adrián. Nada nunca termina”» (Díaz: 301). Yúnior, quien por fin comprende la epifanía vital de Óscar, le confiesa a su difunto amigo: «OK, Wao, OK. Ganaste» (Díaz: 295).

El amor es una lección que viene siendo dictada desde hace siglos por las hijas e hijos de nuestras convulsionadas Américas. Julia Álvarez nos lo recuerda al comentar uno de los discursos de Pedro Henríquez Ureña en la Universidad de Harvard con motivo de su beca Norton en 1940 y 1941. El ensayista, atribulado por la Segunda Guerra Mundial y recordando amargamente las atravesadas por su República Dominicana –«Treinta y una guerras durante la vida de Mamá. Las conté para mi última conferencia» (Álvarez: 136)–, concluye una de sus clases magistrales citando a Martí: «¡Solo el amor crea!», ante lo cual «la audiencia se puso de pie» (Álvarez: 149).Y aunque Salomé Ureña confiesa su preocupación por la diáspora antillana en carta a su esposo Francisco, cuando comenta que los niños están leyendo La Edad de Oro –«Martí en Nueva York... Betances en Brooklyn y Hostos en Chile… ¡Todo nuestro Caribe vive en otros lugares!» (Álvarez: 266)–, es su hijo Pedro quien interpreta la diáspora como una lucha que extiende la patria al lugar donde uno está: «Todo es la misma lucha, Camila, ¿no te das cuenta? Martí luchó por Cuba desde Nueva York, Máximo Gómez combatió a Lilís desde Cuba, Hostos nos llegó de Puerto Rico» (Álvarez: 152). Retomando el objetivo inicial de esta reflexión en torno a examinar las genealogías transamericanas de nuestra pluralidad racial, cultural y epistémica, así como de nuestras luchas como individuos, familias y colectividades, podemos deducir –ante los sucesivos exilios y desterritorializaciones intrínsecos a nuestras diversas identidades americanas– que los sueños y luchas que acompañan nuestros cuerpos por las geografías colonizadas del Continente, no solo transforman las demografías urbanas sino que también modifican las constelaciones epistemológicas de los barrios de las Américas. Cada latin@, 101

chican@, latinoamerican@, afroamerican@, nativoamerican@ que busca reterritorializarse en los Estados Unidos, persiguiendo sus sueños y continuando sus luchas, contribuye a descolonizar la matriz de poder que desde las entrañas del monstruo rige los destinos de muchos habitantes del globo. Pero lo cierto es que las luchas aisladas no han conseguido desmantelarlo, situación que nos indica que solo un «diálogo pluriversal»7 entre los grupos minoritarios de las Américas, como los auspiciados por teóricos como Walter Mignolo y José David Saldívar, es el desafío que nos resta. Ello significa que debemos convertir las rutas transamericanas impuestas por la colonialidad del poder en campos de batalla y resistencia colectiva y conflictiva que, siguiendo las lecciones que laten en nuestras raíces, nos llevarán sin duda –como a Camila y a Óscar– al origen de todo: es decir, al verdadero ejercicio del amor.

Bibliografía Álvarez, Julia: En el nombre de Salomé, México, Alfaguara, 2002. Díaz, Junot: La maravillosa vida breve de Óscar Wao, México, Mondadori, 2008. Fernández Retamar, Roberto: Todo Caliban, Buenos Aires, Clacso, 2004. 7 Sobre la pluriversalidad en Mignolo, puede consultarse la entrevista «Towards a Decolonial Horizon of Pluriversality. A Dialogue on and around The Idea of Latin America», realizada por la autora de este artículo (ver bibliografía).

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