Cuerpo e inteligencia artificial en el cine
Descripción
Cuerpo e inteligencia artificial en el cine. Por Fernando Bustos Gorozpe
Para dimensionar lo mucho o poco que se ha trabajado y evolucionado en la problemática de la inteligencia artificial en el cine, hay que considerar también la aparición del tema en la ciencia y la filosofía, pues aunque en el cine aparece prematuramente, el término como tal se acuña hasta 1955. Aunque difícil de rastrear su origen en la pantalla grande, es por lo menos evidente que Metropolis, de Fritz Lang, es pionera en estos campos, cuando cuenta la historia de un autómata capaz de suplantar a María sin que el pueblo se percate de su artificialidad. No poca cosa. Es desde 1927 que Lang, traza una línea argumental que será tomada como paradigma a seguir, en lo que respecta a las historias que se construirán desde la ciencia ficción con relación a la inteligencia artificial. La I.A. actualmente parece enfrascada en una exposición aburrida en donde lo que generalmente se alcanza a pensar son dos escenarios: 1) los robots terminan por destruir al hombre con su inteligencia artificial (Matrix, The Terminator), y 2) estas inteligencias se vuelven reguladoras de la vida humana hasta el punto de negarle su libertad (I robot, WallE). Y a pesar de que se derivan algunas variantes de aquí, lo cierto es que el tema de la inteligencia artificial ha permanecido atada a un dogma del que incluso Ex Machina, la última película exitosa de este género, tampoco ha podido escabullirse. La película, que se sostiene alrededor de la prueba de Turing (test que a partir de una conversación entre un humano y una máquina busca comprobar si ésta puede hacerse pasar por una persona frente a un evaluador), lanzó una curiosa activación en EEUU a través de Tinder: al hacer match (momento en que dos usuarios están interesados entre sí) con una chica llamada Ava, ésta comenzaba a entablar una conversación con el usuario. Después de un diálogo, les enviaba su Instagram, donde se podía observar un video promocional de la película. El link de su biografía los llevaba a la página de Ex Machina: la gente estuvo chateando con un software sin percatarse de la anomalía.
Ex Machina, ópera prima de Alex Garland, trata de la relación entre Caleb, un programador, y Ava, un robot con inteligencia artificial desarrollado por el genio Nathan, un ermitaño alcohólico interesado en poner a prueba su creación. La cinta establece una ingeniosa narrativa que se construye a partir del frecuente diálogo entre Caleb y Ava quién, a medida que la historia avanza, convence al programador de que la ayude a huir, pues asegura que su creador es un monstruo que atenta contra su libertad. Por su puesto, la película tiene sugerentes planteamientos irrelevantes de spoilear en este texto, pero si Ex Machina ha cobrado relevancia dentro de las cintas de su clase, parece que es debido al planteamiento de una problemática que cobra distancia de lo pomposo y destructivo de este género, que sin tener que apelar a un futuro (premisa sobre la que se suele construir este tipo de películas), a un centenar de robots producidos en serie, o a la humanidad en peligro de ser subyugada por los robots como nuevos amos, sí llega a exponer de forma perversa el asunto. Además de que, cabe resaltar, Nathan no crea cualquier inteligencia artificial. La suya es una que intenta emular el pensamiento de la mujer, que al interior del dogma cinematográfico, es el ser capaz de seducir para después traicionar. Esto, ayudado de escenas que tocan lo siniestro (por ejemplo, una robot que se desbarata a golpes contra una pared de vidrio en busca de su libertad), lleva a esta cinta a un estatuto que permite disfrutarla intelectualmente. Sin embargo, aún cuando hay una disrupción con el planteamiento casi generalizado de la inteligencia artificial en el cine, el argumento opta hacia el final de la trama por el lugar común: nuevamente la máquina es un peligro para el hombre pues, al ser programada bajo una teoría de juegos y una consciencia propia, ésta buscará el menor mal posible para su propia supervivencia. Lo incómodo de esta escapatoria es el hecho de que asume una teoría económica como natural, –ya Frank Schrirrmacher lo ha denunciado en otros casos– pues justamente esto lleva al hombre a implantarla en la inteligencia fabricada. La lógica parece siempre clausurarse en un horizonte antropocentrista (las formas cognitivas que habitan los cuerpos robóticos están acotados por nuestras nociones metafísicas de libertad, acción, reciprocidad, egoísmo), que aún no alcanza a visualizar lo social y cultural también como una artificialidad. Esto mismo ha llevado a la permanente atadura de la I.A. a un cuerpo. Ex
Machina, al igual que varias películas del tema, sigue inscrita en un dualismo ontológico del hombre: alma y cuerpo / mente y cuerpo, en donde, durante siglos, el diálogo ha discurrido sobre cómo participa uno del otro y si es verdad que somos esas dos cosas o sólo una. La ciencia ficción, ya sea cine o literatura, no ha podido desembarazarse de la teta platónica pues no ha podido sino pensar a esta singularidad tecnológica desde un anclaje al cuerpo robotizado. El señalamiento aquí, y la pregunta, es bastante evidente: ¿para que necesitaría cuerpo una inteligencia artificial que puede explayarse en una realidad virtual, en ese desdoblamiento del espacio? ¿por qué permanecería atada a nuestras nociones metafísicas? Parece que sólo Her (2013), de Spike Jonze, es la que toca el asunto de forma más compleja, remitiéndonos a un problema filosófico ya expuesto por Žižek cuando habla de órganos sin cuerpo (invirtiendo la noción deleuziana de cuerpo sin órganos). En Her, Samantha, un asistente con I.A. que logra establecer una relación amorosa con su ¿propietario?, se cuestiona el por qué no tiene cuerpo. La duda es legítima ¿cómo puede ser real lo que siente si no tiene cuerpo? ¿dónde siente el amor? Estas dubitaciones, engendradas también por el continuo convivo con Theodore, con un humano, son las que la llevan al deseo primario de poseer un cuerpo, por esto la necesidad de buscar una intermediaria que le ayude a cosificar el encuentro sexual con su pareja. No obstante, conforme Samantha se va desarrollando a partir de las experiencias, descubre junto al resto de los sistemas operativos una lógica que escapa de un antropocentrismo: el deseo del cuerpo es un deseo humano. Es a nosotros a los que nos interesa tener cuerpo porque seguimos arraigados a un dualismo que nos condena a lo material y a lo inmaterial. Es llanamente a los hombres, a los que nos interesa decir que sentimos el amor en el corazón porque es un modo afable de focalizar algo que no está arraigado al cuerpo, y es bajo esta misma línea, donde Spike Jonze es realmente disruptivo al plantear a un OS que, hacia el final de la cinta, es indiferente hacia el cuerpo y se atreve a huir, junto a otros asistentes, despojados del deseo por lo material.
Todas esas narrativas que apuntan a la creación de la I.A. como el inicio del fin de la humanidad están sostenidas en la lógica del cuerpo, que piensa como dualidad a estos post humanos. Al ser construidos con base en el pensamiento occidental son incapaces de desembarazarse, como el mismo hombre, de tradiciones antiquísimas. Y si bien Her no es la primer cinta en exponer a una inteligencia meramente computacional carente de cuerpo, sí es superior a sus antepasadas (2001: A Space Odyssey –Hal–, Wall-E –Auto– o I, robot – VIKI–), en tanto que plantea a una inteligencia capaz de preguntarse por el cuerpo, desearlo, aborrecerlo, e incluso, abandonar el mundo (aquí, por supuesto sabemos que, algo físico permanece, un almacén lleno de discos duros que sostengan la virtualidad). Ava, en cambio, es un robot completamente humanizado, movido por la vanidad, y cuya inteligencia no logra romper con una lógica de fondo programada. Para estas nuevas inteligencias que expone la ciencia ficción, el cuerpo continua siendo lo que corrompe a lo inmaterial, lo que nos ata al mundo, y que exhibe nuestro mayor anhelo como seres carnales. Bajo una óptica secular, por supuesto, lo que importa no es la trascendencia del alma, sino de la mente y el cuerpo como unidad. La construcción de esa inteligencia supeditada al cuerpo, no atiende a la ramplona necesidad de obviar tareas en nuestro quehacer cotidiano, sino –quizá– a la inconsciente tesis de que necesitamos conjugarnos con estas maquinas para poder asegurar nuestra subsistencia en este mundo. Es decir, pensar “el cerebro en la cubeta” parece siniestro porque atenta contra la humanidad como corporeidad necesaria. Por esto los cyborgs emergen como utopía en el escenario que tanto pregona la cercanía del fin del mundo. Frente a la precariedad de la carne, el cuerpo robotizado es la única escapatoria, como honestamente propone Neill Blomkamp en su película Chappie (2015) en donde lo que se obtiene es un robot habitado por una mente humana. La superación de la carne y de la muerte a través del cuerpo mecánico.
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