¿Cuál es el colmo de un vanguardista? Autonegación, comicidad y crítica en el «Manifiesto Dadá de 1918»

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¿Cuál es el colmo de un vanguardista? Autonegación, comicidad y crítica en el «Manifiesto Dadá de 1918»1 Ignacio Cobo

Resumen El presente trabajo propone la autonegación dentro del «Manifiesto Dadá de 1918» como una postura que autoriza la crítica nihilista del contexto moderno. El autor postula que el Dadá recurrió al cuestionamiento de su calidad programática –usurpando el género demostrativo y negando cualquier axiología- para luego criticar la episteme científica y estética de principios del siglo XX. Dentro de dicha crítica, existiría un correlato entre las ideas de Henri Bergson sobre lo cómico y la rigidez totalizante de los discursos predominantes, ante los cuales el Dadá ponderaría la libertad y el azar como cura y castigo de lo absurdo en la Modernidad. Palabras claves: Dadaísmo, Tristan Tzara, autonegación, rigidez, Modernidad

Abstract This paper proposes self-negation in "Dada Manifesto” (1918) as an authorization for nihilistic criticism of Modernity. The author thinks that Dada questioned its own program – usurping epideictic oratory and denying axiology- and then criticized the early twentieth century scientific and aesthetic episteme. Within this critique, there would be a correlation between the ideas of Henri Bergson on laughter and the mechanic nature of dominant discourses. Dada freedom would be cure and punishment of the absurdity of Modernity. Key words: Dadaism, Tristan Tzara, self-negation, mechanism nature, Modernity

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Ponencia leída en la “II Jornada de Investigación de Estudiantes: perspectivas en torno a las vanguardias históricas" de la Universidad Finis Terrae, diciembre 2013, y posteriormente publicada en Exploraciones (Carol Arcos ed.). Santiago de Chile: Ediciones Universidad Finis Terrae, 2014, pp. 23-36.

Todo hombre debe gritar. Hay una gran tarea destructiva, negativa por hacer. Tristan Tzara

Para Ionesco, famoso desde la representación de su anti-obra La cantante calva, Arthur Rimbaud fue el más grande poeta anarquista de la Francia moderna. Según el dramaturgo, el valor de aquél radicaba en su capacidad de haber enriquecido la cultura a través la negación y de rearticular la lengua mediante su ruptura (Ionesco 65). Tal como se piensa de Rimbaud, creo que el valor del Dadaísmo estuvo marcado por su praxis de desestructuración. En una especie de sinécdoque kamikaze, el programa de Tristan Tzara (1896-1963) buscó destruir el todo –en este caso hablamos del campo estético y político de comienzos del siglo XX- a través de la supresión de la propia parte, es decir, mediante su autonegación. Autorizado por un nihilismo que arrasa con sujeto y objeto, la vanguardia se amparó en una lógica suicida para vindicar la autoinmolación como argumento para destruir. Pero no solo. El título de este trabajo delata que el presente texto trata tanto de cómicos como de radicales. Como expondré a continuación, considero que existe un correlato entre la visión que Tzara tenía sobre la Modernidad y las teorías sobre lo cómico propuestas por el filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) en su libro La risa, una relación estrecha entre los vicios que el Dadá achacó a la modernolatría y la repetición mecánica propia de lo risible. El Dadaísmo nace en Viena en 1916 en medio de una época que Marshall Berman caracterizó como sometida a “polarizaciones rígidas y totalizaciones burdas” (11). La Primera Guerra Mundial escenificó la pugna entre visiones estáticas que consideraban, de una u otra forma, la Modernidad como un “monolito cerrado, incapaz de ser configurado o cambiado por los hombres modernos” (Berman 11). No sorprende que en tal panorama aparezca la vanguardia que nos convoca: la paradoja reunió por un lado la agitación bélica y por otro la rigidez de los discursos monolitistas, todo aquello mientras la Suiza neutral devenía en un refugio para la intelectualidad europea o, como prefiero llamarlo, un reducto para reír.

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Teniendo en cuenta las condiciones del contexto, el nihilismo Dadá se perfiló como una verdadera estrategia política. Frente a la época-vorágine la carcajada dadaísta aparece como un fármaco dispuesto a denunciar la arbitrariedad de la episteme y curar sus efectos sobre los sujetos-objetos de la misma Modernidad. La metáfora de la enfermedad no es azarosa. Pienso que el sinsentido vindicado por Tzara y los demás dadaístas sintetiza lo que a partir de Moliere definimos como “curar a palos”: la risa posee el potencial de desnudar la contradicción, desestabilizar lo rígido y destruir cualquier pose. Como mencioné anteriormente, creo que todo esto guarda un correlato con las ideas postuladas por Henri Bergson sobre lo risible. Para el francés lo cómico radica en “cierta rigidez mecánica que se observa allí donde hubiéramos querido ver la agilidad despierta y la flexibilidad viva de un ser humano” (16). Sin embargo, lo cómico no se agota en el recuerdo de lo automático, sino que se especializa en dos naturalezas: lo cómico exterior que se encarna en un accidente, y se constituye en un hecho que se pierde en el mismo instante en que ocurre y es gracioso en tanto imprevisto; y lo cómico interior, relacionado con aquella distracción sistemática que se repite y se repite sin violencia como si un fuera un síntoma, una “distracción fundamental” (25) que, como lo quijotesco, habita en el interior mismo de la persona. En lo siguiente me dispongo a comprobar cómo, según la visión demostrada en el «Manifiesto de 1918», la Modernidad sufre lo cómico interior como un verdadero parásito.

Me gusta pensar el escrito de Tzara como un antiprograma. El «Manifiesto» es un texto que no se toma en serio a sí mismo, ni al lector que se enfrenta a él y la mayoría de las veces cae en la trampa formal. Porque allí donde se supone que la literatura política debe interpelar para conseguir la adhesión de sus contratantes –es decir, donde el yo enunciador busca que el receptor solidarice con su causa-, el rumano problematiza el proselitismo intrínseco a todo panfleto. Si leemos con atención, llegaremos a darnos cuenta que el «Manifiesto» se configura como un discurso axiomático que termina por rechazar todo axioma, así como varias de las claves que podrían situarlo al mismo nivel que los otros textos fundantes de la vanguardia histórica. Tzara no buscó convencernos de nada, o quizá solo de que imponer los propios valores es algo deplorable, y que el único sistema todavía aceptable es el de no tener sistemas. Que la contradicción no pase inadvertida, porque es allí donde se hace patente el carácter político del movimiento, su inscripción más allá de la mera modernolatría estética, 3

de la renovación por la renovación. La escritura de un manifiesto que no busca la adhesión de sus destinatarios debe pensarse como una usurpación del género demostrativo. El texto del rumano subvierte el contenido supuestamente axiológico de la literatura panfletaria – afirmado explícitamente que se está en contra de las afirmaciones- mientras hace uso de su forma. Tzara realiza, entonces, una “praxis de resistencia” en tanto, según Beatriz Preciado, “ningún instrumento de dominación está a salvo de ser pervertido y reapropiado” (Preciado 87). Justamente por ello el sinsentido con que se ha buscado reducir la complejidad del Dadaísmo se diluye en la superficialidad de la acusación. Creo que no existe nada más lógico que la libertad ponderada por el Dadaísmo estuviera enunciada en un manifiesto que se resiste incluso a sus propios valores: No tengo derecho a arrastrar a nadie a mi río, declara Tzara en la segunda parte de su escrito, yo no obligo a nadie a que me siga. Pero la estrategia de resistencia del movimiento no se circunscribe a la usurpación de la retórica política, sino que se remonta a su momento fundacional. No hace falta más que pensar en la palabra Dadá para intuir todo un código de ataque, todo el potencial de una vanguardia pensada para acometer contra la sociedad en general, y contra la crítica literaria en particular. Porque ¿qué significa Dadá? La definición no tiene ninguna importancia, escribió el propio Tzara, porque no es posible construir la sensibilidad sobre una palabra, pues todo sistema converge hacia una aburrida perfección, estancada idea de una ciénaga dorada, relativo producto humano. Debemos considerar el nombre de la vanguardia como un pronombre de resistencia, bautizada justamente para esquivar y entorpecer las taxonomías de la Academia. Porque con un objeto de tales características el aparato crítico que intenta ceñirlo se muestra inútil, desnudo en sus deficiencias y contradicciones, sorprendido en calidad de disfraz o mero continente arbitrario de un algo vital, poético y por ello más complejo. En correlato a esta idea Bergson nos dice que no hay nada más risible que las formalidades o las etiquetas cuando éstas son despojadas de su fin último: “Será, pues, ridícula toda imagen que nos sugiera la idea de una sociedad que se disfraza, y por decirlo así, de una mascarada social. (…) esta idea apunta ya desde el momento en que advertimos algo inerte, algo hecho, algo añadido en la superficie de la sociedad viva” (Bergson 37)2. Los sistemas y las estructuras atentan contra la flexibilidad de lo humano, afirman Bergson y Tzara, como si se trataran de rígidos disfraces esmerados en contener lo que por

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El destacado es mío.

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naturaleza es plástico y subjetivo. Desde esta premisa, es que la vanguardia levantó la voz contra la Academia y sus cánones, buscando desnudar el Arte –ése con mayúsculas, ése venerable y pomposo que tanto se ha protegido tras la política del “no tocar”- no solo amonestando su aparato crítico, sino también negándose a participar de su catálogo en tanto sumiso objeto de estudio: Así nació DADÁ, de una necesidad de independencia, de desconfianza hacia la comunidad. Los que están con nosotros conservan su libertad. No reconocemos ninguna teoría. Basta de academias cubistas y futuristas, laboratorios de ideas de formales. La resistencia del Dadaísmo ante la Academia también debe ser vista como una postura intransigente ante las ideas que buscaban vincular vanguardia y praxis vital. La problematización del proselitismo dentro del «Manifiesto» se traduce en su negación a devenir en un programa totalizante, en una teorización dirigida a regenerar la sociedad moderna basándose en las formas artísticas. De ahí que los demás ismos de la época fueran considerados por Tzara como cánones –o tendencias en vías de serlo- que era necesario derribar, como si la rigidez mecánica propia de lo cómico también estuviera presente en la modernolatría estética. Según la lectura del «Manifiesto» realizada por De Micheli, el rigor del Dadá contrarió el mesianismo de las demás tendencias en tanto se opuso a cualquier punto “de cristalización del espíritu, el cual nunca debe ser aprisionado en la camisa de fuerza de una regla, aunque sea nueva y distinta, sino que siempre debe estar libre, disponible y suelto en el continuo movimiento de sí mismo, en la continua invención de su propia existencia” (De Micheli 138). No solo. Para Tzara y sus seguidores el afán por la renovación de las formas terminaría finalmente por fagocitar a las propias vanguardias, sumiéndolas en un ciclo de reforma y obsolescencia perpetua. En palabras del rumano, el arte viviría en el incesto, tragándose su propia cola, su cuerpo, fornicando consigo mismo. Frente a ello, y tomando como base su autonegación, es que el Dadaísmo ponderó su arma más radical: la libertad como fundamento esencial del nihilismo. Tanto la problematización de sus propios valores como el cuestionamiento de su carácter programático, autorizaron al Dadá a denunciar la Modernidad como una contingencia surcada por discursos estáticos y totalizantes. Frente a tal evidencia, y en consonancia con mi análisis anterior, los dadaístas vindicaron la libertad del individuo como un anti-axioma, máxima fundada en su autonegación al mismo tiempo que pensada para no supeditarse ni a la modernolatría estética, ni al discurso político del propio 5

movimiento. No podemos olvidar que la libertad postulada por el dadaísmo devino en una estrategia incontrarrestable en tanto refiere el repudio que sintió Tzara ante cualquier sistema: aquélla debía vivir “negándose continuamente a sí misma” (139) dice De Micheli, pues para el Dadá cualquier esbozo de orden debía ser derribado, incluso aquel que se encontrara cimentado en el deseo de destruir el todo. El único sistema todavía aceptable es el de no tener sistemas. Según nuestra lectura del «Manifiesto», el panorama ideológico de principios del siglo XX para Tzara parecía ajustarse a los criterios de lo cómico y lo mecánico. La crítica dadaísta hacia la Modernidad se centró duramente en la rigidez de la episteme científica y estética en un correlato más que evidente con las teorías presentadas en La risa –en tanto aquellas se encontraban “en pugna con la flexibilidad interna de la vida” (Bergson 23)- así como con ciertos aspectos de la estética kantiana. La primera denuncia se proyecta dentro del texto como una crítica ante la supuesta impotencia del discurso positivista frente a la complejidad de lo humano. Donde Marinetti alabó el mesianismo de la técnica como inconfundible vía hacia el progreso, Tzara observaba un racionalismo alienante incapaz de poner orden en el caos de infinitas e informes variaciones que es el hombre. No solo. El «Manifiesto» caracterizó tajantemente la lógica como una enfermedad orgánica, poniendo de relieve a lo absurdo como síntoma de lo moderno y levantando la voz contra sus diversos agentes, ya estuvieran estos al servicio de la represión cívica (la policía), el monopolitismo estético (lo críticos) o el control de la subjetividad (los psicoanalistas). En contraste a la rigidez de la razón, el Dadá ponderó la relatividad y su calidad de devenir fuente de una experiencia vital, características desmerecidas ante la objetividad científica: Todo es relativo. El pensamiento es una bonita cosa para la filosofía, pero es relativo. El psicoanálisis es una enfermedad dañina, que adormece las tendencias antirreales del hombre y hace de la burguesía un sistema. No hay una Verdad definitiva. La problemática de la relatividad como resistencia a la episteme positivista, así como el afán libertario manifiesto en el texto de Tzara encuentran, además, su correlato estético en el concepto de obra como proceso determinado por el azar y el desorden. La producción artística del Dadá estuvo marcada por la ausencia de cualquier causa o teoría, lo que para sus adeptos la mantendría a salvo de una historicidad determinante –ya sea pasando a ser leída como un instrumento revolucionario o de propaganda-, así como de ser procesada y catalogada por las taxonomías de la Academia. La “fabricación” dadaísta 6

polemizó con la producción artística ortodoxa al ponderar la supremacía del azar por sobre la poética, logrando que sus objetos descollaran en el paradigma artístico gracias a una (o)posición de emergencia, debido a “la violencia explosiva de su presencia irregular entre auténticas obras de arte” (De Micheli 141). En consecuencia a la preponderancia de lo irracional en su praxis plástica o poética, el Dadaísmo no fue ambiguo al ponderar el subjetivismo intrínseco a toda experiencia estética. El azar predominante en la obra constituía una estrategia efectiva tanto a la hora de esquivar al aparato crítico como también eficiente cuando se trataba de abrir sus procesos hacia interpretaciones múltiples: su “flexibilidad”, diríamos con Bergson, produjo las herramientas para que la libertad del individuo se enfrentara a ella sabiendo que la Belleza no existe como categoría única. Una obra de arte nunca es bella por decreto, escribió Tzara, por ello la crítica es inútil, no existe más que subjetivamente, sin el mínimo carácter de generalidad. A través de este trabajo he querido trasmitir parte del heroísmo que, creo, colma la propuesta programática de Tristan Tzara. Desde su lectura, el «Manifiesto de 1918» me ha parecido un ejemplo revelador de toda escritura que se piensa a sí misma como atrevimiento y ensayo. Lo primero, en tanto resistencia; lo segundo, en lo referente a su autocuestionamiento como autorización para el ejercicio de una crítica más amplia, más ambiciosa, dirigida a la vez al plano de lo estético como de lo político. Como he evidenciado a través de mi análisis, la libertad ponderada por Tzara no se supeditó siquiera al propio Dadá. Su postura antisistémica devino un programa consecuente con su nihilismo en tanto negó su propio valor como movimiento estético para defender, de una manera paradojalmente lógica, la destrucción del todo. Como he demostrado, tanto una rigidez programática como un mesianismo modernólatra habrían discutido los antivalores propuestos en el «Manifiesto», cuando lo importante para Tazara era señalar la naturaleza patológica de la episteme. Sin embargo, la crítica acérrima también requería de una forma. Fue así que la usurpación del género político devino en un discurso avant-garde enunciado desde el sinsentido, desde el peligro y la emergencia que suponía caer en las mismas utopías estéticas que supeditaron los demás proyectos vanguardistas al marco de la gran promesa moderna. Lo esencial, entonces, era la negación y la libertad por la libertad, destruir a carcajadas y sacudir la mecanicidad de los discursos. Todo hombre debe reír, podría haber dicho también el rumano y su historia no habría sido muy distinta.

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Bibliografía: Bergson, Henri. La risa. Buenos Aires: Ediciones Orbis, 1983. Berman, Marshall. “Introducción. La modernidad: ayer, hoy y mañana”. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. Buenos Aires: Siglo XXI, 3ª ed. 1989. De Micheli, Mario: “La negación dadaísta”. Las vanguardias artísticas del siglo XX. Madrid: Alianza Editorial, 3ª reimpresión, 2008. Ionesco, Eugéne: “Cultura y política”. El hombre cuestionado. Buenos Aires: Emecé, 1981. Preciado, Beatriz: “Breve genealogía de los juguetes sexuales o de cómo Butler descubrió el vibrador”. Manifiesto contrasexual. Barcelona: Anagrama, 2011.

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