CRONICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA

July 22, 2017 | Autor: Abigail Huerta | Categoría: Tecnologias da Informação e da Comunicação (TIC) na Educação
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Descripción

CRONICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta después de la media noche. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato, porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.
Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón, iguales a las que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendo de ocasión. De no haber sido por la llegada del obispo se habría puesto el vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen juicio aunque sin mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas, según él decía, podían partir un caballo por la cintura. En época de perdices llevaba también sus aperos de cetrería. En el armario tenía además un rifle 30.06 Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22 Hornet con mira telescópica de dos poderes, y una Winchester de repetición. Siempre dormía como durmió su padre, con el arma escondida dentro de la funda de la almohada, pero antes de abandonar la casa aquel día le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche. «Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo sabía, y sabía además que guardaba las armas en un lugar y -escondía la munición en otro lugar muy apartado, de modo que nadie cediera ni por casualidad a la tentación de cargarlas dentro de la casa.

Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.
Santiago Nasar, que entonces era muy niño, no olvidó nunca la lección de aquel percance.
La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio. La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín del baño, y ella encendió la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la mano, como había de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.
-Todos los sueños con pájaros son de buena salud -dijo.
Gabriel García Márquez nació en Aracataca (Magdalena), el 6 de marzo de 1927. Novelista colombiano, escritor de cuentos, guionista y periodista. Es considerado uno de los autores más significativos del siglo XX. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1982, según la laudatoria de la Academia Sueca "por sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real son combinados en un tranquilo mundo de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente". Su novela más reconocida internacionalmente es Cien años de soledad.
Crónica de una muerte anunciada fue publicada en 1981, es una de las obras más conocidas y apreciadas de García Márquez. Reconstruye casi periodísticamente el asesinato de Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se anuncia que Santiago Nasar va a morir: parece ser el causante de la deshonra de Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído matrimonio el día anterior y ha sido rechazada por su marido. «Nunca hubo una muerte tan anunciada», declara quien rememora los hechos veintisiete años después: los vengadores, en efecto, no se cansan de proclamar sus propósitos por todo el pueblo, como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un cúmulo de casualidades hace que quienes pueden evitar el crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde. El propio Santiago Nasar se levanta esa mañana despreocupado, ajeno por completo a la muerte que le aguarda.









LOS CACHORROS MARIO VARGAS LLANO
Ágil, intensa, única… Los cachorros es un puro ejercicio de estilo, donde el genial Mario Vargas Llosa, nos demuestra la intensidad de sus intenciones. Escrita después de La casa verde (su segunda novela) y Conversación en la catedral (la tercera), Los cachorros no es sino la destreza de un escritor hecha realidad negro sobre blanco. La puntuación, las voces, la dualidad entre la tercera y la segunda persona y un ritmo endiablado y vertiginoso, como la vida del protagonista, son todas ellas características que pigmentan soberbiamente ese universo miraflorino que tan bien conoce y retrata el Premio Nobel. Audaz, puntiagudo, a la vez que locuaz, su pluma no deja espacio para el desaliento, y si bien La colmena del también Nobel Camilo José Cela se ensalza por ser un espléndido ejemplo de cómo plasmar el eco coral de las voces de sus personajes, Los cachorros de Vargas Llosa, no dejan de sorprendernos en este sentido, pues el elenco de personajes que acompañan al protagonista Cuéllar (Choto, Cingolo, Mañuco y Lalo) son un magnífico remedo de ese arte coral llevado hasta las últimas consecuencias en la literatura. En este sentido, Vargas Llosa relata como nadie la vida de una persona marcada por un accidente vital; y lo hace en unas pocas páginas, porque no necesita más, ya que todas ellas son como un todo único, donde la acción y el discurso narrativo están tan magistralmente iniciados, planteados y resueltos, que no dejan opción para la duda. La vida de verdad, esa que transcurre en las calles de nuestra ciudad, está plasmada con una verosimilitud que elevan el valor de lo conciso a la categoría de obra maestra, pues en las páginas de Los cachorros está todo el vigor, la originalidad e interés de las obras más extensas del autor peruano, pero no así de su ambición literaria, porque de esa, Los cachorros tienen una fuente inagotable de talento.
Pichula Cuéllar representa como nadie los oscuros designios del diferente. La castración es sólo un símbolo que se ensalza sobre la vida de los protagonistas de la novela, aunque lo cierto y real de esta historia, es ese río oculto que transita por la parte de atrás de sus vidas. Ese trasunto que no mostramos por miedo y que en el caso de Cuéllar se primero se transforma en un afán por sobresalir para ser aceptado, para a continuación, convertirse en una forma de vida desmedida, que por temeraria asusta y se retroalimenta de la atención de los demás. Los cachorros es el retrato de la vida y obra de un joven, que sabiéndose diferente, lucha por seguir siéndolo, pero desde el lado equivocado, ese que hurga una y otra vez en las cenizas de la derrota. Aquí y allá nos encontramos ejemplos de mala vidas que terminan en las cunetas más olvidadas y oscuras de la existencia, pero si acaso duele más, cuando acabas así teniéndolo todo a mano. En ambos casos, el problema siempre sigue siendo el mismo: ¿qué es ese todo? La excelencia del diferente puede ser igual de dañina que la del líder y superdotado que siempre se muestra como un rey sol divino, porque en ambos casos, transitamos por la senda de la desgracia más profunda e insondable: la búsqueda de una felicidad perpetua y permanente que no existe.





EL MONO QUE QUISO SER ESCRITOR SATÍRICO AUGUSTO MONTERROSO
En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.
Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.

LA PRINCESA DEL PALACIO DE HIERRO
Cuando llegué a su cuarto de hotel toqué la puerta, toqué en la puerta... Fíjate qué recibimiento tan cursi, ahora que me acuerdo me muero... Abre la puerta muy elegante, de bata, casi luminoso, mentolado, inmóvil, inspirado y que me da un beso, un beso tú que duró como mil años, de veras, increíble, casi eterno, larguísimo, ardiente y dulce como la vida misma, desbordado y masticador, hermético, suave, y dentro del cual comenzó a formarse cada vez más concretamente esa cosa mágica y cosquilladora que es el deseo, un deseo que empezaba a jalar hilitos en las partes más vulnerables del cuerpo. Entonces así, miles de besos a tu medida, precisos, así como algo que estás esperando desde hace mucho tiempo ¿no? Algo que deseas y que por fin consigues...
Nos pasábamos los fines de semana encerrados en su cuarto de hotel esta parte no tiene nombre pero debería llamarse: para Alejandra
("Que los ruidos te perforen los dientes como una lima de dentista; que te crezca en cada uno de los poros una pata de araña; que sólo puedas alimentarte de barajas usadas; que al salir a la calle hasta los postes te corran a patadas; que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los botes de basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero; que cuando quieras decir mi amor, digas pescado frito; que tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo seas tú el que te arrojes a las escupideras; que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto para que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocdrilo, y que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un solo instante,de lamerle la cerradura.")
Yo soy muy dada a que cuando quiero a una gente, no lo digo por mí, oye, me lo han dicho varias personas, en fin, que yo soy del tipo de gentes, que yo hago, bueno, que si yo quiero a alguien hago que la gente lo quiera, casi a la fuerza porque te meto a esa persona que quiero. Y al mismo tiempo, cuando esa persona me deja de importar, pues me deja de importar ¿no?











CONTINUIDAD DE LOS PARQUES JULIO CORTÁZAR
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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