Creer, sólo en Dios. El lugar del objeto en el acto de fe

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Creer, sólo en Dios. El lugar del objeto en el acto de fe

Domingo García Guillén Seminario Diocesano-Teologado (Alicante) Pontificio Instituto Juan Pablo II. Sección española (Valencia)

Beyond Belief (Más allá de la creencia) es un libro de la historiadora norteamericana Elaine Pagels, una reconocida especialista en gnosticismo antiguo1. La autora pretende mostrar la pluralidad de imágenes de Jesucristo y de la Iglesia que existieron en la edad antigua, centrándose en dos evangelios: el de Tomás, encontrado en Nag Hammadi, y el evangelio canónico de Juan. El libro fue escrito en un contexto emocional muy doloroso: la gravísima enfermedad de su hijo Mark. Transcurridos apenas dos días después del doloroso diagnóstico, Pagels recala en una iglesia llamada significativamente Heavenly Rest (Descanso celestial). Allí se siente acogida y confortada para afrontar los duros desafíos que asomaban en su vida. En aquella iglesia recibí una nueva energía y tome la firme decisión de afrontar lo que nos sucediera en el futuro, fuese lo que fuese, de la manera que pudiera resultar más constructiva para Mark y para todos nosotros. Si alguien me hubiera dicho «la fe que usted

1  Cf. E. PAGELS, Mas allá de la fe. El Evangelio secreto de Tomás, Crítica, Barcelona 2004. El título, como es evidente, no refleja el original inglés y traiciona notablemente la tesis principal del libro.

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tiene ha de serle de gran ayuda», me habría quedado sorprendida. ¿Que querían decir con esto? ¿Qué es la fe? Desde luego no sería sencillamente aceptar el conjunto de creencias que recitaban cada semana los fieles en aquella iglesia («creemos en un solo Dios padre, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra ...») [...] Me parecía que aquellas afirmaciones tenían poco que ver con cualquier tipo de relación que estuviéramos manteniendo unos con otros, o con nosotros mismos, o -como se decía allí- con seres invisibles. Era extremadamente consciente de que nos encontrábamos allí impulsados por la necesidad y el deseo. No obstante, a veces me atrevía a abrigar la esperanza de que aquella comunión tuviera el poder de transformarnos2. Un teólogo no puede leer este texto sin hacerse algunas preguntas. ¿Qué es lo que define la fe cristiana? ¿Basta con entenderla con una «comunión capaz de transformarnos»? ¿Es suficiente «creer» (sin más determinación), o es necesario creer en algo? Aquello que Pagels denomina «creencias autorizadas» (refiriéndose al credo niceno) ¿tienen alguna importancia en el acto de creer? En teología, resulta habitual distinguir entre aquello que se cree (también llamado su contenido u objeto) y el hecho mismo de creer (el acto de fe). Siguiendo un texto de San Agustín3, los contenidos de la fe se han designado con la expresión «fides quae» que podría traducirse como la «la fe que se cree», mientras que «el mismo acto con el que se 2  E. PAGELS, Mas allá de la fe, 17. 3 «Aliud sunt ea quae creduntur, aliud fides qua creduntur» Augustinus, De Trinitate XIII,II,5 (BAC 39, 596-597). El texto distingue con claridad entre «ea quae creduntur» y «fides qua creduntur». Otra cosa es si la distinción teológica posterior que se invoca con la terminología agustiniana, corresponde al pensamiento del hiponense. Una respuesta negativa ofrece O. RIAUDEL, «Fides qua creditur et Fides quae creditur. Retour sur une distinction qui n’est pas chez Augustin», Revue Théologique de Louvain 43 (2012) 169-194.

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cree» se denomina fides qua (literalmente: fe por medio de la cual se cree). El objetivo de esta modesta contribución es tratar de esclarecer la relación entre ambos elementos y, más precisamente, el modo en que la fides quae determina la fides qua. Comenzaremos analizando un proyecto teológico en el que se describe la fe tomando como punto de partida su objeto: la Summa Theologiae de Tomás de Aquino. Posteriormente, trataremos de hacer una propuesta actualizada de personalización del objeto de la fe4.

Pensar la fe desde su objeto. El tratado De fide de Tomás de Aquino Tomás de Aquino se ocupó varias veces de la virtud de la fe. De todas sus intervenciones, destacan tres: el Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, la cuestión catorce de las dedicadas a la verdad (De Veritate) y las dieciséis primeras cuestiones de la Secunda Secundae de la Summa Theologiae5. De acuerdo con Dulles parece que hay que considerar estas cuestiones como el tratado definitivo de Tomás sobre la fe6. No hay duda de que es su exposición más personal. El Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo y el De Veritate seguían el orden impuesto por las Senten-

4  Un enfoque alternativo sería partir de la Trinidad como contenido de la fe (fides quae), mostrando cómo este contenido influye en el acto de creer (fides qua). Quizá podamos desarrollarlo en el futuro. Algunos ejemplos pueden encontrarse en J. DUQUE, «Dimensión trinitaria de la fe cristiana», Estudios trinitarios 41 (2007) 265-284; M. GELABERT BALLESTER, Para encontrar a Dios. Vida teologal, San Esteban, Salamanca-Madrid 2002, 111-142; J. TRÜTSCH, «Explicación teológica de la fe», en J. FEINER - M. LÖHRER (ed.), Mysterium Salutis, I, Cristiandad, Madrid 19742, 915-988. 5 Cf. In III Sententiarum dd.23-25; De Verit. 14 aa.1-12; ST II-II qq.1-16. 6  Cf. A. DULLES, Il fondamento delle cose sperate. Teologia della fede cristiana, Queriniana, Brescia 1997, 48-49.

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cias de Pedro Lombardo, que le servían de «libro de texto». La Summa, en cambio, adopta un orden propio tomando como punto de partida el objeto de la fe7. Tomás considera la fe como un acto (un acto de conocimiento), y le aplica las mismas reglas de análisis que al resto de actos: «Dado que los hábitos se conocen por los actos, y éstos por los objetos, a la fe, por ser hábito, se la puede definir por su propio acto relacionado con su propio objeto»8. Así podría formularse el principio que sustenta la exposición tomista: Actus fidei specificatur ab obiecto9. Pretendemos ahora desarrollarlo. Comenzaremos atendiendo a los dos primeros artículos de la primera cuestión centrada en el objeto de la fe10. A ellos dedicaremos los dos primeros apartados de nuestra reflexión, para abordar en el tercero la cuestión de si este objeto tiene rasgos personales; a ello nos ayudarán tres textos que hemos seleccionado.

EL OBJETO DE LA FE (II-II q. 1, A. 1) La fe se examina desde su objeto. Tomás distingue entre objeto material (aquello que materialmente se conoce) y su objeto formal (aquello por lo cual o el aspecto según el cual

7  Cf. M. GELABERT, «Tratado de la Fe. Introducción a las cuestiones 1 a 16», en: ST III: Parte II-II (a), BAC, Madrid 1990, 35-43 (aquí 37). 8  ST II-II, q. 4,1. Hemos tomado la traducción de la edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España (BAC Maior 35 y 45). Los textos citados entre comillas corresponden a esta traducción. Sobre el lugar del objeto en los actos humanos, cf. D. Sousa-Lara, «Aquinas on the Object of the Human Act. A Reading in Light of the Texts and Commentators», Josephinum Journal of Theology 15 (2008) 243-276. 9  Cf. R. FISICHELLA, «Ecclesialità dell’atto di fede», en Idem (ed.), Noi crediamo. Per una teología dell’atto di fede, Dehoniane, Roma 1993, 70-72; G. Juan Morado, «También nosotros creemos porque amamos». Tres concepciones del acto de fe: Newman, Blondel, Garrigou-Lagrange. Estudio comparativo desde la perspectiva teológico-fundamental, PUG, Roma 2000, 217-220 y 283-289. 10  Cf. ST II-II q.1, a. 1. Las líneas que siguen son una lectura del texto latino que parafraseamos, excepto los textos entre comillas, que hemos tomado de la traducción de BAC Maior.

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se conoce). El objeto formal de la fe es la Verdad primera: cuando prestamos asentimiento a alguna verdad, lo hacemos porque ha sido revelada por Dios. En cuanto al objeto material, hemos de observar que también se nos proponen para creer realidades que no son Dios. Tomás piensa en las verdades de fe que tienen que ver con la Iglesia o con el hombre (pecado original, gracia…). Pero estas realidades que no son Dios sólo reciben el asentimiento de la fe en cuanto conducen a Él, «en cuanto que son efectos de la divinidad que ayudan al hombre a encaminarse hacia la fruición divina». Con esto -señala Tomás- también desde este punto de vista del objeto material, la fe tiene como objeto la Verdad primera, «en el sentido de que nada cae bajo la fe sino por la relación que tiene con Dios». Creemos la Verdad primera (objeto material) en cuanto Verdad primera (objeto formal). «Verdad primera» no designa un objeto construido filosóficamente, ni un atributo divino descubierto por la razón. Se refiere a Dios mismo11. Como todos los maestros medievales, Tomás considera que la fe es una forma de conocimiento, y estudia la primera virtud en términos predominantemente gnoseológicos12. Si la fe es conocimiento, y la verdad es objeto del conocimiento, necesariamente el objeto de la fe ha de ser la Verdad primera13.

11 ALFARO aporta un buen número de citas de santo Tomás en que las expresiones «creer en Dios [credere Deo]» y «apoyarse en la Verdad primera por sí misma [niti in Prima Veritate propter se ipsam]» son equivalentes, cf. J. Alfaro, «Supernaturalitas fidei iuxta S. Thomam», Gregorianum 44 (1963) 501542 (aquí 514, nota 46). Contamos también con una importante clarificación de Chenu: «En lenguaje del siglo XIII […] “verdad primera” no designa el atributo divino a que llega como conclusión el filósofo […] sino al Dios de la fe, objeto del asentimiento de salvación, Dios personal en comunión con el cual entra el creyente» M. D. Chenu, La fe en la inteligencia, Estela, Barcelona 1966, 181. 12  Bien expuesto por M. Gelabert, «Tratado de la Fe», 36 y más ampliamente en E. Gossmann, Fe y conocimiento de Dios en la Edad Media, BAC, Madrid 1975. 13 El primero en haber seguido esta línea de pensamiento parece haber sido Guillermo de Auxerre con su definición «Fides est acquiescere primae veritati propter se super omnia», cf. M. D. Chenu, La fe en la inteligencia, 183.

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Al inicio de su Compendium Theologiae, su inacabada obra de madurez, Tomás señala que para alcanzar la salvación, el hombre precisa de tres cosas: conocer la verdad, buscar el fin debido y cumplir la justicia al apartarse de los vicios. A esto le ayudan, respectivamente, las virtudes teologales: «la fe, por la cual se conoce la verdad; segundo, la esperanza, que dirige nuestros deseos a su legítimo fin; y tercero, la caridad, que ordena totalmente los afectos»14. Por la fe sobrenatural el hombre conoce la Verdad primera, es decir, a Dios.

LOS ARTÍCULOS DEL CREDO EXPRESAN EL OBJETO DE LA FE (II-II q. 1, A. 2) El segundo artículo de la cuestión dedicada al objeto de la fe se pregunta por la relación entre este objeto y los artículos del Credo que lo expresan. En el fondo se encuentra la preocupación medieval por mantener la identidad de la realidad a la que presta asentimiento la fe (res), aunque cambien los enunciados que la expresan (enuntiabiles)15. Tomás comienza preguntándose «si el objeto de la fe es algo complejo en forma de enunciado»16. A primera vista, habría que responder que no a esta pregunta puesto que la Verdad primera es algo simple; además, cuando seamos capaces de ver «cara a cara» (1Cor 13,12), contemplaremos

14 TOMÁS DE AQUINO, Compendio de Teología, Rialp, Madrid 1980, 41. 15  Más que la evolución del dogma, lo que preocupa a los maestros medievales es mostrar la continuidad entre el Antiguo Testamento (donde se creía que Cristo iba a nacer) y el Nuevo (donde se confiesa que ya ha nacido). Hay una única res (el nacimiento de Cristo), aunque se enuncie de forma distinta en cada una de las economías. La cuestión se observa con claridad en el modo en que Tomás plantea el problema en el De Veritate: «si es la misma la fe de los modernos y la de los antiguos», cf. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate q. 14 a. 12. Cf. el clásico trabajo de Chenu: «Contribución a la historia del tratado de la fe. Comentario histórico de la II-II, q. 1, a. 2», originalmente escrito en 1939, y publicado en M. D. CHENU, La fe en la inteligencia, 23-41. 16 «Utrum obiectum fidei sit aliquid complexum per modum enuntiabilis» ST II-II q.1, a. 2.

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la divina esencia en su simplicidad. Estas son la primera y la tercera objeción que se plantean al inicio del artículo segundo. Respondiendo señala Tomás que, efectivamente, en la Verdad primera no existe la composición. Dios es simple en sí mismo. Pero la fe es conocimiento de la Verdad y este conocimiento, aunque sobrenatural, se produce al modo humano. «Lo conocido está en quien lo conoce según la forma de éste. Pues bien, la manera propia de conocer del entendimiento humano es conocer la verdad por composición y división, según lo expuesto en otro lugar»17. A diferencia de Dios, el ser humano sólo puede conocer lo simple de modo complejo, es decir: dividiéndolo. Por eso, aunque la Verdad primera no sea compleja (es decir: compuesta), sólo podemos conocerla en modo complejo a través de los enunciados de la fe (complexum per modum enuntiabilis). El objeto de la fe es simple pero queda desglosado por los enunciados18. De este modo, como señala Chenu, se reconoce que el acto de fe «queda sometido a las imperfecciones constitutivas de todo conocimiento humano, y en particular al lento y progresivo perfeccionamiento»19. Conscientemente hemos reservado la segunda de las objeciones con las que el Aquinate comienza el artículo: el creyente no pone su fe en los enunciados del Credo, sino en la realidad que expresan. De este modo, el objeto de la fe no es el enunciado, sino la realidad (res) que este enunciado expresa. Tomás no responde a la objeción, sino que la acepta: el acto de fe no se dirige al enunciado sino a la realidad (res) que ese enunciado expresa (Actus autem credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem). Cuando profesamos la fe, no nos limitamos a decir que un enunciado es verdadero: al decir «Dios es omnipotente», lo que hacemos es creer en Dios Padre omnipotente.

17  El texto al que alude es ST I q.85, a. 5. 18  Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate q. 14 a. 12, c. 19  M. D. CHENU, La fe en la inteligencia, 40.

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Tomás nos recuerda que para alcanzar la realidad que es el objeto de nuestra fe (Dios mismo), necesitamos de los enunciados del Credo. «No formamos enunciados sino para alcanzar el conocimiento de las realidades; como ocurre con la ciencia, ocurre también en la fe». Los enunciados de fe nos dirigen al objeto de nuestra fe, a saber: Dios mismo.

¿HACIA UNA CARACTERIZACIÓN PERSONAL DEL OBJETO? Actus autem credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem. Tal vez sea esta una de las afirmaciones más citadas del tratado tomasiano De Fide y una de sus intuiciones más válidas. Desde aquí, no debería resultar difícil presentar esta res en clave personal. Cabe preguntarse si santo Tomás ha transitado este camino. Nos fijaremos en tres textos pertenecientes a lugares diversos de la Secunda Secundae que permitirán esbozar una respuesta a nuestra pregunta. a) Una vez tratado el objeto de la fe, Tomás se fija en el acto de creer, en el que distingue entre acto interno y acto externo20. El acto interno se define, con san Agustín, como un «pensar con asentimiento»21. La autoridad del Hiponense le basta a nuestro autor para rechazar las objeciones con las que comenzaba. Así lo dice en el sed contra. Pero la tercera objeción contenía su parte de verdad: en el asentimiento interviene la voluntad, porque nadie cree si no quiere creer. La fe es un acto del entendimiento puesto que su objeto es la Verdad primera. Pero es también un acto voluntario. Tomás intenta una definición integradora entre ambos extremos: el asentimiento de fe es «un acto del entendimiento determinado hacia una parte de la voluntad»22.

20  Cf. ST II-II qq. 2-3. La q. 2 se dedica al acto interno, y la q. 3 al acto externo. 21  Cf. ST II-II q. 2, a. 1. 22  ST II-II q. 2, a. 1 ad 3.

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La doble naturaleza (intelectual y volitiva) del acto de fe permite entender bien el artículo siguiente. Santo Tomás se fija en los tres usos del verbo «creer» en relación a Dios: «credere Deo [creer en Dios]», «credere Deum [creer a Dios]» y «credere in Deum [creer hacia Dios]»23. El origen agustiniano de la distinción sirve como argumento de autoridad para rechazar las objeciones planteadas al comenzar. Pero no basta con aceptar la distinción agustiniana. Santo Tomás la explica desde el presupuesto que acaba de establecer: la intervención de la voluntad en un acto predominantemente cognoscitivo como es la fe. Ya que al creer intervienen tanto el entendimiento como la voluntad, el objeto de la fe puede verse desde la perspectiva de ambas facultades. El lugar de la inteligencia es el objeto de la fe, la Verdad primera. Tomás recuerda la distinción entre objeto material y formal en los términos que ya hemos visto. De este modo, el objeto material corresponde al credere Deum: todo aquello que se nos propone que creamos, tiene relación con Dios. El objeto formal se identifica con el credere Deo: creemos en Dios en cuanto Verdad primera, «a la cual se adhiere el hombre para asentir por ella a las otras verdades». No hay aquí ninguna novedad respecto a lo afirmado antes24. Queda el tercer aspecto: el de la voluntad que mueve al entendimiento a creer. Este es el lugar del credere in Deum. Aquí la Verdad primera se quiere como fin: «La verdad primera dice orden a la voluntad en cuanto tiene para ella razón de fin». Encontramos aquí dos rasgos que apuntan

23 ST II-II q. 2, a. 2. Nos distanciamos de la traducción de BAC Maior, para incorporar la que propone J. ALFARO, «Actitudes fundamentales de la existencia cristiana», en: Idem, Cristología y antropología. Temas teológicos actuales, Cristiandad, Madrid 1973, 413-476 (aquí 439-440). Salvador PIÉ-NINOT emplea esta misma terminología, cf. S. PIÉ-NINOT, La teología fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca 20025, 189. 24  Cf. ST II-II q.1, a. 1.

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tímidamente a una presentación de la fe en clave personalista. Primero, que la construcción latina in Deum tiene una fuerte connotación de movimiento; de ahí la traducción «creer hacia Dios»25. Segundo, porque la mención de Dios como «fin» añade un matiz escatológico que permite mostrar la fe como un camino del hombre hacia Dios. b) El segundo texto que nos interesa aparece hacia el final del tratado De Fide. La metodología de Santo Tomás al presentar las virtudes incluye mostrar los vicios que se oponen a cada una de ellas. Uno de los vicios contrarios a la fe es la infidelidad. Tomás se pregunta si la herejía es una forma de infidelidad26, a lo que responde afirmativamente. Hay dos formas de ser infiel: en el fin o en los medios. Infiel respecto al fin es quien se niega a confesar a Cristo, mientras que la infidelidad en los medios corresponde a quien, queriendo confesar a Cristo, «no elige lo que en realidad enseñó Cristo, sino lo que le sugiere su propio pensamiento». Este segundo modo de infidelidad es la herejía, «propia de quienes profesan la fe de Cristo, pero corrompiendo sus dogmas». Conviene ahondar en el modo en que se aplica aquí la distinción entre fin y medios: Lo que es verdad principal tiene razón de fin último; las cosas secundarias, en cambio, tienen razón de medios que conducen hacia el fin. Y dado que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que lo principal y como fin de cualquier acto de creer es

25  El latín clásico empleaba la construcción in + acusativo para expresar movimiento hacia un lugar pero no lo aplicaba a personas. Hay que considerar la construcción «credere in Deum» como una originalidad del latín cristiano, cf. C. MOHRMANN, Études sur le latin des chrétiens I, Storia e Letteratura, Roma 1958, 195-203, y el análisis teológico de H. DE LUBAC, La fe cristiana. Ensayo sobre la estructura del Símbolo de los Apóstoles, Secretariado Trinitario, Salamanca 1988, 135-178. La traducción «creer hacia Dios» conserva el matiz de movimiento que tiene el original latino. 26  Cf. ST II-II q.11, a. 1.

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aquel en cuya aserción se cree; son, en cambio, secundarias las verdades a las que se asiente creyendo en él27. Quienes se niegan a confesar a Cristo tienen mala voluntad en lo que se refiere al fin último. En cambio, los que niegan las verdades de fe se equivocan en cuanto a los medios para alcanzar ese fin. La persona de Cristo es el fin último, mientras las verdades de fe (los enuntiabilia del Credo) son los medios para alcanzar ese fin. Las verdades nos llevan a la Verdad. La distinción entre medios y fines en el seno de la fe nos hace recordar los tres modos de creer en Dios. Aquello en lo que creemos (credere Deum) nos conduce hacia aquel en quien creemos (credere in Deum). También aquí se aprecia que la fe es antes una relación interpersonal que el asentimiento a un contenido. c) El último de los textos que me propongo destacar aparece cuando Tomás aborda la virtud de la fortaleza28. Uno de los componentes de esta virtud es la magnanimidad, que incluye a su vez la confianza. La palabra confianza [nomen fiduciae], al parecer, tiene la misma raíz que fe. Y es propio de la fe creer algo y en alguien [aliquid et alicui credere]. La confianza es parte de la esperanza, conforme al texto de Job 11,18: «tendrás confianza en la esperanza propuesta». Por eso la palabra confianza parece significar principalmente el que uno conciba esperanza porque da crédito a las palabras de otro [ex hoc quod credit verbis alicuius] que le promete ayuda29.

27  ST II-II q.11, a. 1. 28  ST II-II qq. 123-140. 29  ST II-II q. 129, a. 6.

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Cuando comenzamos a leer el texto, tenemos la impresión de que santo Tomás va a relacionar la confianza con la fe. Dos datos nos inducen a pensarlo. De nuevo el primer argumento es lingüístico: fides y fiducia comparten la misma raíz. El segundo, que la fe consiste en creer algo y en alguien. El verbo «credere» aparece dos veces pero santo Tomás decide relacionar la fiducia con la esperanza y para ello introduce una cita de Job. Un extraño cambio de dirección, como señala Alfaro30. Los tres textos analizados prolongan la intuición expresada en el famoso aserto Actus autem credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem. Santo Tomás deja entrever que aunque la fe esté centrada en sus contenidos (la fides quae o el credere Deum expresado en los enunciados de fe), su objeto es Dios mismo. Lo principal de la fe es la persona en la que se cree. De un lado, Tomás comparte y profundiza la visión de la fe que era característica de su época: creer es conocer la Verdad. Pero a la vez, ha abierto la puerta a una visión nueva. En el acto de fe se distinguen medios y fin: el ámbito de los medios reside en los contenidos confesados, el fin es la persona a la que se concede asentimiento. Las verdades se ponen al servicio de la Verdad. Hubiera sido deseable que Tomás situara en primer plano esta dimensión personal. Que la suya fuera una teología de la fe desde el credere in Deum, en el que el movimiento existencial del hombre a Dios tuviera un lugar mayor31. La consideración de la voluntad y de Dios como fin último del hombre invitaban también a esperarlo. Pero no ha sido así. En el Aquinate prima la dimensión cognoscitiva del acto de fe, en la que no se desarrollan tanto los aspectos personales. Por eso, considerando valiosa la

30  Cf. J. ALFARO, «Actitudes fundamentales de la existencia cristiana», 439440 y 442; Idem, Esistenza cristiana. Temi biblici. Sviluppo teologico-storico. Magistero, PUG, Roma 1996, 64. 31  Partiendo de Tomás de Aquino, desarrolla esta dimensión S. PIÉ-NINOT, La teología fundamental, 188-192.

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opción de elaborar una teología de la fe partiendo del objeto de la misma, necesitamos dar un paso que Tomás no podía dar: la presentación del objeto de la fe en clave personal. Tal será el objetivo de la segunda parte de nuestro estudio.

«Sé de quién me he fiado». Personalizar el objeto de la fe Tomás iniciaba su tratado sobre la fe partiendo del objeto de la misma. Para él, la fe es un acto, un acto de conocimiento, y ha de analizarse su objeto para comprenderla mejor. Nos proponemos recuperar esta válida intuición de Santo Tomás integrándola en una teología de la fe que desarrolla los aspectos afectivos que en Tomás tan sólo se apuntaban. Comenzaremos en primer lugar hablando de esta nueva forma de entender la fe como «encuentro personal». El cambio de paradigma nos inclinará a revisar nuestra terminología y sustituirla por otra más adecuada a la concepción personalista de la fe: del objeto a la persona. En un segundo momento, trataremos de mostrar que el Dios de la fe cristiana tiene unos rasgos particulares, que le diferencian radicalmente de otras imágenes de Dios. Describiremos al Dios creído por la fe como un «Dios que…», cuya personalidad se expresa principal (aunque no exclusivamente) en fórmulas verbales. Unas fórmulas transmitidas, aprendidas y confesadas, y cuyo fin es la comunión del hombre con el Dios confesado. La tercera y última de las estaciones de nuestro recorrido nos llevará a mostrar la progresiva personalización de los enunciados de fe en el magisterio reciente sobre la primera virtud teologal. Dicho de otro modo: la creciente conciencia eclesial de que, aunque podemos hablar de objeto, contenido o centro de la fe, aquello que define el creer cristiano es el Dios personal (mejor: el Dios en tres personas) al que se dirige el acto de fe. La fides quae desde la fides qua. O viceversa.

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DEL OBJETO A LA PERSONA a) La fe personal. Durante el siglo XX han surgido nuevas aproximaciones a la teología de la fe. El creer cristiano se ha analizado en perspectivas tan diversas como la percepción estética, la experiencia trascendental o el saber práctico32. Casi todas comparten el aire de familia del encuentro: tienden a presentar la fe como un acto de confianza personal, que trata de responder a un Dios que sale en busca del hombre33. Joseph Ratzinger presenta esta dimensión personal como rasgo distintivo de la fe cristiana. La fe -afirma Ratzinger- «es mucho más que una opción en favor del fundamento espiritual del mundo. Su enunciado clave no dice: “Creo en algo” sino “creo en ti”»34. El «creo en ti» trae inmediatamente a la memoria la obra homónima de Jean Mouroux35. Creo en ti, publicado originalmente como un artículo, contribuyó de modo decisivo a dejar atrás una visión estrecha del acto de fe entendido como mero asentimiento intelectual a un cuerpo de doctrinas que se aceptan por la autoridad del testigo. Esta visión se reivindicaba como heredera legítima de la teología de Tomás de Aquino. Ya hemos señalado que, si bien es cierto que el Aquinate ve

32  Avery Dulles, que distingue diversos «modelos» de entender la Revelación y la Iglesia, aplicado esta misma metodología al acto de fe, estableciendo siete paradigmas: 1) el proposicional (que hemos visto en Tomás de Aquino); 2) el trascendental (K. Rahner); 3) fiducial (presente en el ámbito protestante desde Lutero); 4) afectivo-experiencial (Schillebeeckx); 5) obediencial (Barth); 6) praxis (de las teologías política y de la liberación); 7) personalista (representado por Mouroux), cf. A. Dulles, Il fondamento delle cose sperate, 234-254. 33 Remitimos al excelente estudio, redactado bajo la guía de Pié-Ninot, de J. ZAZO, El encuentro. Propuesta para una Teología Fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca 2010. Puede verse también la síntesis de A. González MONTES, Teología Fundamental. De la Revelación y de la Fe, BAC, Madrid 2010, 438-474. 71.

34  J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 20019,

35 Cf. J. MOUROUX, Creo en ti. La estructura personal del acto de fe, Juan Flors, Barcelona 1964 (original: 1939).

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la fe en clave predominantemente intelectual, tampoco ignora otras dimensiones del acto de creer como los volitivos e incluso los personales. De ahí que Mouroux opte por presentar sus teorías como relectura personalista de Tomás de Aquino36, reformulando en términos personales la exposición tomista sobre la Verdad primera como objeto de la fe. Esta Verdad «es Alguien. Es una persona: el mismo Dios»37. Este enfoque personalista de la fe coincidió con un enriquecimiento similar del concepto teológico de revelación. De hecho, la teología fundamental se preocupa de la fe precisamente en cuanto responde a la revelación previa de Dios. Ambas categorías, revelación y fe, han de pensarse siempre en su mutua referencia y tensión: a cada modo de entender la revelación corresponde un acento particular en la teología de la fe38. El Concilio Vaticano I, labrando el mismo surco teológico iniciado por Trento, privilegió la dimensión cognoscitiva de la revelación, dando lugar a una teología de la fe centrada en el asentimiento a las verdades reveladas por Dios. En cambio, el Concilio Vaticano II acertó a formular con claridad que «revelación» significa, ante todo, que Dios se ha manifestado a sí mismo: «Placuit Deo in sua bonitate et sapientia Seipsum revelare»39. Con esta visión personalista de la revelación, se hizo posible hablar de la fe como respuesta personal a la autodonación de Dios. No se responde sólo a la revelación genérica, sino a Dios mismo que se revela40.

36  Cf. A. DULLES, Il fondamento delle cose sperate, 193. Otra cosa es si la lectura de Mouroux respeta la letra y el espíritu del Aquinate. Roger Aubert se quejaba precisamente de esto, cf. R. AUBERT, Le problème de l’acte de foi. Données traditionnelles et résultats des controverses récentes, Warny, Louvain 19583, 622. 37  J. MOUROUX, Creo en ti, 8. 38 Cf. J. ALFARO, Revelación cristiana, fe y teología, Sígueme, Salamanca 19942, 10; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Fundamentos de cristología I: El camino, BAC, Madrid 2005, 371-373. 39 CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Dei Verbum, 2. 40  Cf. H. DE LUBAC, «Commentaire du chapitre I sur la Révelation», en: B. DUPUY (ed.), La révelation divine. Constitution Dogmatique «Dei Verbum» I, Paris 1968, 157-302 (aquí 241-242).

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Las bellas intuiciones de Mouroux y otros autores como Newman o Rousselot41, cristalizaron en la descripción que Dei Verbum 5 realiza del acto de fe: Al Dios que se revela [Deo revelanti] el hombre ha de prestarle la obediencia de la fe, por la cual el hombre se entrega entera y libremente a Dios [se totum libere Deo commitit], «prestando pleno obsequio del intelecto y la voluntad al Dios que se revela» [revelanti Deo] y asintiendo voluntariamente a la revelación dada por Él42. La fe es una entrega personal, libre e integral al Dios que se revela. Conviene notar el triple uso del Deo que refuerza esa dimensión personal. De este modo, el asentimiento de la fe es personal y no consiste sólo en aceptar una verdad abstracta43. Al «placuit seipsum revelare» de Dios (DV 2) corresponde el «se totum libere commitit» del hombre (DV 5), que se concreta con las dos facultades mencionadas ya por el Concilio Vaticano I: entendimiento y voluntad. Con este fuerte acento en la persona, no ha de sorprendernos que los mejores tratados teológicos sobre la fe hayan bebido abundantemente de los hallazgos de las filosofías personalistas y del diálogo, mostrando que el acto de fe se apoya en y se entiende mejor a la luz de algunas estructuras básicas de la existencia humana, como la confianza y el encuentro44.

41  Cf. S. PIÉ-NINOT, La teología fundamental, 203-211. 42 CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Dei Verbum, 5. Traducción mía. Sobre la concepción de revelación en los concilios, cf. A. GONZÁLEZ MONTES, «Dei Verbum sullo sfondo di Dei Filius», en: R. FISICHELLA (ed.), La Teologia fondamentale. Convergenze per il terzo millenio, Piemme, Casale Monferrato 1997, 93-104; S. Pié-Ninot, La teología fundamental, 246-252. 43  Cf. J. ALFARO, Revelación cristiana, fe y teología, 109-122 («Perspectivas para una teología de la fe»); R. FISICHELLA, «Atto di fede: Dei Verbum ripete Dei Filius?» en: Idem (ed.), La Teologia fondamentale, 105-124 (aquí 120). 44 Un excelente ejemplo es F. SEBASTIÁN, Antropología y teología de la fe cristiana, Sígueme, Salamanca 1973, cuyo segundo capítulo se fija en «la fe como estructura primordial de la existencia humana» (39-54).

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b) Revisión terminológica. Tomás de Aquino habla de «objeto» de la fe porque toma en serio la condición de «acto» del creer cristiano. Por eso, analiza el acto a través de su objeto, la Veritas prima, que Tomás identifica con Dios. Aún así, se resiste a afirmar que Dios es un objeto (aunque sea de fe). De hecho, al hablar sobre la teología nos dice que Dios es el «sujeto» de esta ciencia45, una afirmación de la que Benedicto XVI y el Papa Francisco se han hecho eco recientemente: «Dios no se puede reducir a un objeto. Él es el Sujeto que se deja conocer y se manifiesta en la relación de persona a persona»46. Si se decide hablar de Dios como objeto de la fe, habrá que recordar el contexto en que lo hizo Tomás de Aquino: viendo la fe como un acto de conocimiento, cuyo objeto es Dios como Verdad primera. Pero siempre a condición de no olvidar que Dios nunca puede ser uno más entre los objetos de los que el hombre tiene conocimiento en su experiencia mundana47. De ahí que el giro personalista en teología de la fe haya llevado también a revisar la terminología. Algunos autores indican que sería más correcto hablar de «centro» o «contenido» de la fe que de «objeto». Juan Alfaro prefiere «centro», cuando afirma que «la fe tiene su centro, hablando con propiedad, no en objeto alguno, sino en las personas divinas, en la Persona del Verbo Encarnado y en la persona humana llamada a la relación personal suprema con las personas divinas»48. Walter Kasper sugiere «contenido» subrayando que se trata de un contenido personal identificado

45  Cf. ST I q. 1, a. 7, sed contra. 46 FRANCISCO, Carta encíclica Lumen Fidei 36. Los términos son idénticos a los de BENEDICTO XVI, Homilía a la Comisión Teológica Internacional (06/10/2006). 47  Cf. J. CHOZA, Manual de antropología filosófica, Rialp, Madrid 1988, 521; R. FERRARA, El misterio de Dios. Correspondencias y paradojas, Sígueme, Salamanca 2005, 237-265 («Dios existe en el horizonte de nuestra inteligencia»). 48  J. ALFARO, Fides, Spes, Caritas. Adnotationes in Tractatum De Virtutibus Theologicis, Romae 1964, 151. Modifico levemente la traducción de M.A. CRIADO CLAROS, La fe, 232. En la misma línea, cf. G. JUAN MORADO, «La dimensión

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con Jesucristo y su obra. Las primeras confesiones de fe, que se encuentran en el libro de Hechos y en las cartas de Pablo y Juan, confiesan sencillamente que Jesús es Señor o que Él es el Cristo. Jesús es el contenido de la fe porque es a Él (o a Dios en Él) a quien confesamos49. Tanto si se decide hablar de Dios como «objeto» de la fe50, como si se opta por sustituir este término por «centro» o «contenido», se hará necesario recordar siempre que se trata de un encuentro personal. Aunque un encuentro del todo particular. c) Dios como persona. El acercamiento a la fe desde el paradigma de la confianza personal que hemos esbozado tiene sus límites, o al menos necesita algunos correctivos para evitar que la fe teologal se asimile sin más a la confianza entre dos seres humanos51. Decimos que el hombre se encuentra con Dios cuando, movido por el Espíritu Santo profesa su fe en Jesucristo y confiesa a Dios como Padre. Este encuentro no borra la diferencia entre Dios y el hombre. Como afirma Javier Prades, Dios salva la distancia. La salva porque la ha franqueado, invitando al hombre a la comunión con Él; pero también porque su trascendencia y su misterio quedan a salvo52. Conviene recordar que «personal» ha de emplearse con cautela al aplicarse a Dios. Creemos, no una persona, sino en un Dios en tres personas eclesiológica, comunitaria y celebrativa de la fe», Scripta Fulgentina 22 (2012), 61-82 (aquí 77). 49 Cf. W. KASPER, Introducción a la fe, Sal Terrae, Santander 1989, 113. En la misma línea, Hercsik habla de «contenido principal» («hauptsächliche Inhalt»), aunque no lo identifica con Cristo sino con Dios, cf. D. HERCSIK, Der Glaube. Eine katholische Theologie des Glaubensaktes, Echter Verlag, Würzburg 2007, 241. 50 Un estudio tan centrado en la perspectiva personalista como el de J. ZAZO, El encuentro, 449-454 muestra en qué sentido se puede hablar de «Dios como objeto», en el sentido en que Pedro Laín Entralgo entiende la relación «objetual» de un hombre con otro hombre (Ibid, 203-206). 51  Me remito a las precisas conclusiones de J. ZAZO, El encuentro, 472-475. 9-10.

52 Cf. J. PRADES, Dios ha salvado la distancia, Encuentro, Madrid 2003,

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(Padre, Hijo y Espíritu Santo). Su realidad abarca lo personal excediéndolo. Como afirma Olegario González, «nos atrevemos a considerarle personal no porque sea persona como lo somos nosotros, sino para evitar que se le reduzca a algo apersonal o infrapersonal, conscientes sin embargo de que tampoco el concepto de persona es adecuado para definirle»53. También aquí son de aplicación las sabias palabras del cuarto Concilio de Letrán (1215): «No puede afirmarse tanta semejanza entre el Creador y la Creatura, sin que haya de afirmarse mayor desemejanza»54. El adjetivo «personal» se emplea de modo analógico, siendo Dios el término de referencia, a saber: sólo Él es «personal» en sentido pleno55. Y esto no se afirma en desdoro de la dignidad humana. Todo lo contrario. El «corazón inquieto» del hombre -para decirlo con Agustín- o su «apertura relacional constitutiva» sólo queda satisfecha en el encuentro con Dios. Una fe entendida en clave personal sólo puede dirigirse a quien es persona en sentido pleno: Desde su realización interhumana e interpersonal la fe abre un espacio en el que se puede conseguir su propia consumación. Esa consumación no es posible en el ámbito interhumano; en él sólo podría darse, si la fe pudiera relacionarse con un tú personal distinto de cualquier personalidad finita, que no posea menos sino más personalidad, que sea persona en el sentido absoluto… [Esa es] la realización plena de la intención más profunda de la fe como proceso humano56.

53  O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, El poder y la conciencia. Rostros personales frente a poderes anónimos, Espasa-Calpe, Madrid 1984, 148. Cf. Idem, Dios, Sígueme, Salamanca 2004, 329. 54  IV CONCILIO DE LETRÁN (DH 806). 55  Cf. J. ZAZO, El encuentro, 325-344. 56  H. FRIES, Teología fundamental, Herder, Barcelona 1987, 67. Con mayor claridad aún lo afirma el Papa Francisco: «Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más

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El texto de Fries se comprende muy bien desde la mutua imbricación entre el revelarse de Dios y el asentimiento de fe. Ya hemos señalado que, a cada modo de presentar la revelación divina, responde un modo de entender la fe en Dios. Una adhesión radical e incondicional, como la que se produce en el acto de creer, sólo puede prestarse a alguien como Dios. Alguien trascendente, nunca reductible a un eslabón más en la serie de causas y efectos que constituye este mundo57. Alguien que no «compite» con el hombre ni quiere aplastar su dignidad58. Alguien que no le quita nada y se lo da todo59, porque no es celoso ni egoísta con sus dones, sino que goza en compartirlos60. Sólo alguien así merece nuestra fe. Únicamente el Ser que es -a la vez- personal y trascendente [...] es digno de recibir el homenaje de nuestra fe. Así pues no creemos generalmente in aliquem [...] sino in solum Deum, en Dios únicamente. Creer, en el sentido pleno de la palabra [...] es decir, creer de manera absoluta, incondicional, definitiva, y de una manera que compromete irrevocablemente el fondo del ser, creer con tal fe, es algo que sólo lo podemos realizar creyendo en aquel Ser personal y único, a quien llamamos Dios61.

allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero» Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 8. 57  Cf. M. CABADA CASTRO, El Dios que da que pensar. Acceso filosófico-antropológico a la divinidad, BAC, Madrid 1999, 87. 58  De Lubac habla del «trágico equívoco» que sostiene el humanismo ateo: para que el hombre viva, Dios debe desaparecer del mapa. Cf. H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 20114, 25-31. 59  Cf. BENEDICTO XVI, Discurso inaugural de su pontificado (24 de abril de 2005). 60 Siguiendo una tradición muy arraigada en el mundo griego, algunos autores de la antigüedad cristiana describían a Dios como «no-indigente [adeetos]» y «no-celoso [aphthonos]», cf. A. ORBE, Espiritualidad de San Ireneo, PUG, Roma 1989, 45-89 («El Dios no indigente»); D. García Guillén, «Padre es nombre de Relación». Dios Padre en la teología de Gregorio Nacianceno, PUG, Roma 2010, 117-120. 61 H. DE LUBAC, La fe cristiana, 173-174.

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De Lubac pone sobre la mesa la estrecha correlación que existe entre el acto de fe y su objeto, o si se quiere, entre el hombre creyente y el Dios en quien se cree. Del lado del creyente, como ya hemos señalado, la fe supone una confianza radical como no se produce en ningún otro acto humano. Benedicto XVI la definía como el «encuentro con una Persona a la que se confía la propia vida»62. Tal adhesión sólo puede ofrecerse a un ser como Dios. Un ser «sumamente creíble». La credibilidad en persona63. Pero el encuentro personal, antes de ser teorizado, tiene que haberse experimentado. Por necesarias que sean las especulaciones teológicas a priori, conviene recordar que éstas sólo son posibles como formalización posterior de un previo encuentro con Dios64. Nos toca trazar los rasgos de ese Dios «creído», mostrando también la relación entre el carácter personal de la fe (del que nos hemos ocupado en este apartado) y la confesión de unos enunciados concretos: los del Símbolo de la fe.

EL DIOS CREÍDO El modelo proposicional del acto de fe deja en la sombra el carácter personal del creer cristiano, pero acierta a situar en primer plano las afirmaciones del Credo. Cuando se adopta, en cambio, la presentación personalista del acto de fe, la mayor dificultad recae en encontrar el lugar de los

62 BENEDICTO XVI, Exhortación apostólica Verbum Domini, 25. 63 «Ipsum esse credibile [...] credibile subsistens et purum» J. ALFARO, Fides, Spes, Caritas, PUG, Romae 1964, 450 y el oportuno comentario de M.A. CRIADO CLAROS, La fe, 364. Con esta expresión, Alfaro reformula en términos personalistas la «auctoritas Dei revelantis». 64  Me parecen muy luminosas las palabras de alguien que tenía esta dimensión formal como principio metodológico. Hablando de la encarnación, señala Karl Rahner que «reflexionamos siempre sobre las condiciones de posibilidad de una realidad con la que nos hemos encontrado ya» K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 19985, 215.

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enunciados, es decir del credere Deum o la fides quae. Más difícil aún, por no decir imposible, resulta integrar tales afirmaciones del Credo cuando se concibe la fe como mera confianza subjetiva. Basta recordar el reproche de Elaine Pagels con el que comenzábamos nuestro artículo. ¿Habremos de considerar insuperable esta oposición entre persona y contenido, entre la entrega personal y la confesión de la verdad? En una palabra: ¿tan lejos están fides qua y fides quae? Una primera respuesta la encontramos en la afirmación de la segunda carta a Timoteo con la que encabezamos esta sección: «¡Sé de quién me he fiado!» (1,12). El autor de la carta, que se presenta como «Pablo, apóstol de Cristo Jesús» (1,1), entiende la fe en términos de confianza en una persona. Su confianza se describe como «la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús» (1,13). Este fundamento se observa en la propia experiencia del apóstol: confía en quien previamente se fió de él, a pesar de no reconocerse digno de tal confianza. Esta experiencia se formula en una palabra, un logos, que el apóstol considera digna de fe: pistos, un adjetivo derivado de la fe (cf. 1Tm 1,12-15). La propia misión de Pablo tiene que ver con una palabra «sana» que él ha de defender (1,13), una «sana doctrina» (4,3) y un «depósito» que debe custodiar (1,14). Palabras y doctrina aparecen muy conectadas con el Evangelio, del que el autor fue «constituido heraldo, apóstol y maestro» (1,11) y por el cual sufre él mismo e invita a sufrir a su discípulo (1,8.12). La carta dibuja la fe con los trazos de la confianza, aunque no olvida que creer implica la aceptación de un contenido expresado en palabras y doctrina. Este contenido está al servicio de un encuentro previo («se fio de mí») y se mantiene gracias a la asistencia de aquel en quien se confía: «sé de quién me he fiado, y estoy firmemente convencido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día» (1,12). El destinatario de la carta (Timoteo) ha de custodiar ese precioso depósito y cuenta para ello «con la ayuda del Espíritu Santo» (1,14).

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Nuestro análisis es demasiado breve y sin duda necesitaría numerosas precisiones exegéticas65. Aún así, podemos afirmar sin miedo que el Pablo que aquí habla conoce a Dios. Tiene un conocimiento que es fruto de su experiencia personal. Un conocimiento que le permite hablar de Dios, formulando afirmaciones sobre Él, diciendo «qué clase de Dios es»66. La expresión no es un abuso poético. No sirve creer en cualquier Dios. Mucho más importante que si Dios existe (an sit Deus?) resulta la pregunta de cómo es ese Dios67. Tanto al creyente como al ateo les resulta importante saber quién es Dios: el ateo combate una determinada idea de Dios, aunque niegue su existencia68. La cuestión de la identidad de Dios resulta más urgente para quien le confía su propia vida. Los creyentes -señala Gesché- «necesitamos saber de qué Dios se trata […] Uno no quiere ni puede ya creer en cualquier Dios»69. Benedicto XVI comparte esta prevención frente a las falsas imágenes de Dios: «Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto»70.

65  He hecho una lectura personal, guiada por algunos comentarios bíblicos, cf. F. Pastor Ramos, Corpus Paulino II, Desclée, Bilbao 20092, 262-265; K. STAAB-N. Brox, Cartas a los Tesalonicenses. Cartas de la cautividad. Cartas pastorales, Herder, Barcelona 1974, 611-624; P.H. TOWNER, The Letters to Timothy and Titus, Eerdmans, Grand Rapids MI 2006, 476-480 66  Tomo la expression de P.H. TOWNER, The Letters to Timothy and Titus, 475. 67  Cf. A. GESCHÉ, Dios (Dios para pensar III), Sígueme, Salamanca 2010, 19-52 («Tópicos de la cuestión de Dios»). Una crítica de las ideas de Gesché que aquí expongo puede encontrarse en R. FERRARA, El misterio de Dios, 131-132.143. 68  «La idea de Dios seguiría existiendo siempre y permanecería entre los hombres, desposeyéndoles de sí mismos e impidiéndoles ser ellos mismos “su propio sol”» A. GESCHÉ, Dios, 25. 69 A. GESCHÉ, Dios, 29. Olegario González de Cardedal ha reformulado muy bien esta intuición de Gesché: «la cuestión primordial no es si hay Dios, sino cómo es el Dios que hay; a la luz de su esencia se acepta o se rechaza su existencia» O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Dios, 233. 70 BENEDICTO XVI, Encíclica Spe Salvi, 31. Subrayado nuestro.

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Para distinguir al Dios vivo y verdadero de «cualquier Dios», algunos autores han propuesto recuperar la crítica de los falsos dioses como tema de la teología. Joseph Moingt denuncia un «concepto general» de Dios, limitado a una serie de ideas preconcebidas71. Thomas Ruster reclama la extrañeza e imprevisibilidad del Dios de la Biblia, frente a un concepto impreciso y general de la realidad divina («experiencia de la realidad que lo determina todo»)72. Más allá de si estas propuestas son aceptables en todos sus aspectos73, convenimos en la necesidad de saber quién es el Dios en quien creemos. Para quien dice «creo en Dios», la palabra «Dios» no puede ser reducida a una denominación común. Nadie puede tener un encuentro con un concepto. La palabra «Dios» necesita llenarse de contenido, o mejor: tomar rasgos personales, a fin de no degenerar en un mero flatus vocis. Este conocimiento personal sucede únicamente en el encuentro con Dios. Un encuentro que bebe de la revelación histórica de Dios. Creer en Dios significa «aprender de Dios lo que Él es»74. Éxodo 3,14 refleja bien que a Dios se le conoce sólo en el encuentro con Él75. Moisés pregunta a Dios cuál su nombre, para que los hijos de Israel puedan creer su testimonio. La respuesta divina es tan conocida como enigmática: «“Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy me envía a vosotros”». La expresión hebrea puede traducirse tanto

71  El término exacto es «le bien-connu de Dieu» o «le Dieu bien-connu», aquello que todo el mundo cree saber acerca de Dios,0 cf. J. MOINGT, Dios que viene al hombre I: Del duelo al desvelamiento de Dios, Sígueme, Salamanca 2008. 72 Cf. T. RUSTER, El Dios falsificado. Una nueva teología desde la ruptura entre cristianismo y religión, Sígueme, Salamanca 2011. 73  Para una breve pero precisa exposición y crítica, cf. A. CORDOVILLA, Crisis de Dios y crisis de fe. Volver a lo esencial, Sal Terrae, Santander 2012, 54-59. 74  Cf. A. GESCHÉ, Dios, 83-126 («Aprender de Dios lo que Él es»). 75  Para lo que sigue, cf. B.S. CHILDS, El libro del Éxodo. Comentario crítico y teológica, Verbo Divino, Estella 2003, 94-119; F. GARCÍA LÓPEZ, Éxodo, Desclée, Bilbao 2007, 43-45; W. ZIMMERLI, Manual de teología del Antiguo Testamento, Cristiandad, Madrid 1980, 15-20.

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en presente («yo soy el que soy») como en futuro («yo soy el que seré»). Tan sólo la combinación de ambos significados nos permite entender el texto en su riqueza. El presente mantiene el misterio: Dios rechaza encerrarse en una estrecha definición. El futuro invita a confiar en que la presencia actual de Dios (el «yo estoy contigo» de Ex 3,12) seguirá produciéndose en los días venideros. Paul Ricoeur elaboró en su filosofía el concepto de «identidad narrativa» que él comprende como «aquella identidad que el sujeto humano alcanza mediante la función narrativa»76. Pues bien, partiendo de esta idea puede decirse que las escrituras de Israel presentan la identidad de Dios desde esta clave narrativa77. Conviviendo con la acción de Dios en su historia, Israel conoce de primera mano quién es el Dios que le salva. Es un quién, nunca un qué. La existencia de los grandes creyentes queda alterada por el paso de Dios por sus vidas. Una experiencia que adquiere a veces tintes muy concretos y hasta físicos, como la cojera de Jacob que siempre le recordará por qué su nombre es ahora Israel (Gn 32,32). El creyente Job confiesa haber visto a Dios con sus propios ojos, cuando supera su enfermedad (Job 42,5). El Dios de la Biblia es un Dios que deja una huella muy visible en la historia de los hombres. Tanto, que Dios no tendrá reparo en llamarse «su» Dios (Hb 11,16). El Dios de los hombres, de Abraham, de Isaac, de Jacob (Ex 3,6). Uno de los modos privilegiados de describir los rasgos personales de este Dios es contar sus acciones, describir su paso por la vida de los hombres. Por eso, la fe del Antiguo Testamento confiesa hechos históricos78. Los eventos

76 Cf. P. RICOEUR, Tiempo y narración III: El tiempo narrado, Siglo XXI, México 1996, 994-1002; Idem, «La identidad narrativa», en Idem, Historia y narratividad, Paidós, Barcelona-Buenos Aires-Mexico 1999, 215-230. 77 Cf. J.P. SONNET, «Ehyeh asher ehyeh (Exodus 3:14): God’s “Narrative Identity” among Suspense, Curiosity, and Surprise», Poetics Today 31 (2010) 331351. 78  Cf. Dt 6,20-23 y 26,4-11; Jos 24, 1-13; Neh 9,7-25.

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confesados van caracterizando al Dios de Israel, mostrando cuáles son los rasgos que le distinguen de otros dioses. Walter Bruegemann ha estudiado las oraciones verbales con las que el Antiguo Testamento describe a Yahvé en función de sus acciones: es el Dios que crea, que promete, que libera, que ordena y que guía. Los verbos expresan una transformación fuerte cuyo autor es el mismo Dios. En ellos la Escritura traza un retrato narrativo de Yahvé, cuya identidad queda reflejada en sus acciones. Dios es «el Dios que…»79. San Pablo emplea fórmulas similares. Dios es «el que da la vida a los muertos y llama a lo que es lo mismo que a lo que no es» (Rom 4,17), «quien nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo» (1Cor 15,55) o «el que por Cristo nos ha reconciliado consigo» (2 Cor 5,17-19)80. Hay una fórmula de este género que, sin duda, es la más importante: Dios es «aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor»81. La acción definitiva de resucitar a Jesús refleja, como ninguna otra, el ser de Dios. Él es el Dios que se ha manifestado en la vida, muerte y resurrección de Jesús. Allí aparecen sus rasgos personales. El largo proceso de clarificación del rostro de Dios ha alcanzado su cénit con la venida de Jesucristo. De ahí que las primeras confesiones de fe consistan en atribuir a Jesús de un título que expresa su especialísima relación con Dios, como Cristo, Señor o Hijo de Dios82. 79  Cf. W. BRUEGEMANN, Teología del Antiguo Testamento. Un juicio a Yahvé. Testimonio. Disputa. Defensa, Sígueme, Salamanca 2007, 165-234. 80  Se ha ocupado de estudiarlas G. DELLING, «Geprägte partizipiale Gottesaussagen in der urchristlichen Verkündigung», en: Idem, Studien zum Neuen Testament und zum hellenistischen Judentum gesammelte Aufsätze 1950-1968, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 1970, 401-416. Schlier habla de «confesiones verbales de fe», cf. H. SCHLIER, «Die Anfänge des christologischen Credo», en: B. WELTE (ed.), Zur Frühgeschichte der Christologie, Herder, Freiburg 1970, 13-50. 81  Cf. Rom 4,24; 8,11; 2Cor 4,14; Col 2,12; 1Pe 1,21. 82  Cristo: Mc 8,29; Hch 2,36; 1 Jn 2,22, 4,15 y 5,1. Señor: Rom 10,9-10; 1 Cor 12,3 y 16,22; Flp 2,11; Col 2,6; Hch 11,17.20 y 16,31. Hijo de Dios: Rom 1, 3-4; 8,3; 8,32; 1 Cor 8,6; 12,3; 16,22; Gal 2,20; 4,4; Mc 3,11; 5,7; Jn 1,34.49; 10,36; 1 Jn 4,15 y 5,5.

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El Dios creído por los cristianos es el Dios que se ha dado a conocer en la actuación histórica de Jesús de Nazaret. Por eso, poner la fe en Jesús es creer en Dios. El evangelio de Juan realiza la identificación entre creer en Jesús y creer en Dios incluso en el plano verbal transformando la expresión veterotestamentaria «creer a Dios» en «creer a Cristo»83. Algo similar encontramos en la primera carta del apóstol Pedro, dirigiéndose a los bautizados como quienes «por medio de él [Cristo] creéis en Dios, que le resucitó de entre los muertos y le dio gloria, de manera que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios» (1Pe 1,21). Si Juan representa la personalización de la fe en Jesús, los escritos de Pablo apuntan en una dirección complementaria. Cuando el apóstol habla de fe, se refiere especial (aunque no exclusivamente) al contenido de la fe. Creer en Jesucristo significa aceptar el kerigma anunciado por Pablo, a saber: que Jesús es Señor, que ha muerto y ha resucitado (cf. Rm 10,9-10 y 1Cor 15). Esa confesión de fe es capaz de salvar y su ausencia dejaría vacío de contenido el acto de creer84. Desde esta perspectiva bíblica, se comprueba sin dificultad que los cristianos no creemos en un Dios cualquiera. Este Dios tiene rasgos muy concretos, que lo distinguen de cualquier otra concepción filosófica o religiosa sobre Dios. Los rasgos son los que aparecen descritos en la Escritura, se confiesan en los Símbolos de fe y se contienen en los dogmas declarados por la Iglesia. Nuestra fe no se dirige, en último término, a esos símbolos ni a esos dogmas (los enuntiabilia de Santo Tomás), sino a la divina comunión de personas que estos enunciados describen (la res). Ahora bien, si esos faltaran enunciados, nuestro acto de fe no sería capaz de salir de nosotros mismos. La fe, en cuanto respuesta personal a la revelación personal de Dios, incluye la confesión

83  Seguimos a Alfaro en la síntesis de M.A. CRIADO CLAROS, La fe, 104-111. 84  Cf. M.A. CRIADO CLAROS, La fe, 82-86.

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y aceptación de los hechos y verdades que constituyen los «rasgos» personales del Dios revelado. Su «identidad narrativa», en la expresión de Ricoeur. Juan Alfaro lo dice en términos más teológicos. Si la fe alcanza la realidad del misterio salvífico de Cristo, no puede menos de incluir la adhesión intelectual al mensaje, que proclama la realidad de este misterio. Como mensaje humano, expresado en imágenes y conceptos, el mensaje cristiano toma inevitablemente la forma de un contenido doctrinal; pero a través de este contenido la fe alcanza la realidad misma de nuestra salvación por Cristo. El cristianismo no es principal ni definitivamente una doctrina; es la Persona misma del Hijo de Dios, hecho hombre, muerto y resucitado por la salvación de todos los hombres. El carácter intelectual de la fe corresponde al carácter real del misterio de Cristo; si no se salvaguarda el primero, es imposible salvaguardar el segundo85.

PERSONALIZAR TAMBIÉN LOS ENUNCIADOS Esta convicción de que los enunciados de fe (fides quae) están al servicio de la entrega personal a Dios (fides qua) debería conllevar un mayor esfuerzo teológico por «personalizar» estos enunciados. De lo contrario, continuará existiendo dificultad para integrar estos contenidos en una visión personal del acto de fe. Una prueba son, a mi juicio, tanto el debate suscitado en el siglo XIX acerca de la «esencia del cristianismo» como los intentos por construir «fórmulas breves de la fe». Se trata en ambos casos de un intento por «reconstruir» 85  J. ALFARO, «La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano», Concilium 21 (1967), 56-69 (aquí 59). Sobre la recepción de este texto en la teología posconciliar de la fe, cf. M.A. CRIADO CLAROS, La fe, 188, nota 53.

Creer, sólo en Dios. El lugar del objeto en el acto de fe

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el contenido de la fe desde el punto de vista del creyente que lo confiesa, en lugar de una atención mayor a Aquel que es confesado. Se tiene la sensación de que, en lugar de conocer mejor a Dios o a Jesucristo, se le trata como un simple enunciado que se puede modificar o resumir a placer86. Los recientes documentos del magisterio muestran una tendencia decidida -aunque tímida- por esbozar el carácter personal de los contenidos confesados en el Credo. Ya hemos hablado de DV 5 y su presentación personalista del acto de fe. A continuación, DV 6 trata acerca de las «verdades de fe», mostrando que Dios ha querido revelarlas para «manifestarse a sí mismo». A continuación siguen dos citas del Concilio Vaticano I, la primera sobre la revelación sobrenatural, la segunda sobre la revelación en las realidades creadas. Hay que reconocer que se ha invertido aquí la perspectiva de Dei Filius, que comenzaba por la revelación natural, para después fijarse en la sobrenatural87. Pero no deja de resultar evidente que el correcto texto de DV 6 no está a la altura del magnífico párrafo anterior. Apenas se dice nada sobre el modo en que esos enunciados expresan al Dios confesado en ellas. Algo similar se puede decir del Catecismo de la Iglesia católica. El n. 154 describe la fe como un «acto humano», en el que intervienen la inteligencia y voluntad. Según el Catecismo, creer consiste en «depositar la confianza en Dios (fidere Deo) y adherirse a las verdades reveladas por Él». Como señala Francisco Conesa, el aspecto personal se presenta aquí como «confianza», mientras que el aspecto cognoscitivo se describe como adhesión a unas verdades88. Podría haberse

86  Me he ocupado de esto en D. GARCÍA GUILLÉN, «Abreviar la Palabra de la fe», Scripta Fulgentina 22 (2012), 175-195 (aquí 187-197). 87  Lo señalan Roger Schutz y Max Thurian, observadores de Taizè en el Concilio, como recoge H. de Lubac, «Commentaire du chapitre I sur la Révelation», 264. 88  Cf. F. CONESA, «El acto de fe en el Catecismo de la Iglesia Católica», Facies Domini 5 (2013), 13-39 (aquí 21).

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Domingo García Guillén

mostrado que la aceptación de estas verdades apunta en la misma dirección que la confianza personal. El reciente magisterio pontificio apunta en esta dirección de personalizar los contenidos de la fe. Benedicto XVI insistió en sus encíclicas sobre el amor y la esperanza que el centro de la fe es una persona, no una idea ni un contenido89. Aún más significativo es el esfuerzo realizado en Porta Fidei. Allí se insiste en la «unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento». Invita a redescubrir los «contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada», mostrando que éstos no son «una teoría sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia»90. La culminación de los esfuerzos de Benedicto XVI es la carta Lumen Fidei, completada por el Papa Francisco y publicada bajo su autoridad. La carta ofrece una amplia reflexión sobre el modo específico de conocimiento que es la fe, un conocimiento personal y por eso vinculado al amor, que se describe por su relación con los sentidos corporales: ver oír y tocar91. El papa señala que Dios nunca puede ser un objeto92. Tampoco la fe puede reducirse a un contenido o una idea. Si así fuera, nos recuerda, «quizás sería suficiente un libro, o la reproducción de un mensaje oral. Pero lo que se comunica en la Iglesia […] es la luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo»93. Más allá de las palabras se encuentra la Palabra de la vida que se manifestó (1 Jn 1,1-2). Las fórmulas de fe se encuentran al servicio de la transmisión de esa luz nueva. Sólo cumplen su función cuando conducen al encuentro con Aquel cuyo rostro trazan,

89  Remito a mi propio resumen, cf. D. GARCÍA GUILLÉN, «El Rostro de la Esperanza. Lectura cristológica de Spe Salvi», Scriptorium Victoriense 58 (2011), 151-221. 90  Cf. BENEDICTO XVI, Carta apostólica Porta Fidei, 9-11. 91  Cf. FRANCISCO, Carta encíclica Lumen Fidei 23-36. 92 Cf. Ibid, 35. 93  Ibid, 40.

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cuyos rasgos describen sus enunciados. No nacieron para ser escritas, ni siquiera únicamente para ser pronunciadas. Nacieron para dar vida. Y ahí está precisamente su límite: siguiendo la bella intuición de Benedicto XVI, hay que recordar que el contenido de la fe no sólo se confiesa; también se celebra, se vive y se ora94. Pero a la vez, es preciso reconocerlo, sólo disfruta de esta vida quien la conoce personalmente. Y para ello, las fórmulas de fe son ineludibles. Sin ellas nos quedamos a solas con nuestras propias fuerzas, encerrados en nuestros propios deseos y necesidades95. Entonces la salvación aparece sólo como posibilidad, con la entidad nebulosa de aquello que se intuye y se desea pero se considera imposible de alcanzar96. El triste horizonte que se divisa desde la atalaya de la propia soledad.

94  He tratado de aplicar esta estructura de cuatro partes en dos trabajos anteriores: «Abreviar la Palabra de la fe», 189-194 y en «“La fe de todos los cristianos consiste en la Trinidad”. El misterio de Dios en el Catecismo de la Iglesia Católica», Facies Domini 5 (2013), 77-117. 95 «La depreciación polémica del credere Deum no se llevaba a cabo en beneficio del impulso de la fe in Deum [...] Se operaba un cambio de orientación, cuyas consecuencias aparecerían más tarde, Se había enfilado la proa, no ya hacia Dios, sino hacia el hombre» H. DE LUBAC, La fe cristiana, 320. El texto habla de Calvino. 96  «Era extremadamente consciente de que nos encontrábamos allí impulsados por la necesidad y el deseo. No obstante, a veces me atrevía a abrigar la esperanza de que aquella comunión tuviera el poder de transformarnos» E. PAGELS, Mas allá de la fe, 17.

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