Contingencias. Sobre la actual rebaja de expectativas

August 12, 2017 | Autor: J. Delgado Rojo | Categoría: Philosophy of History, Postmodernism, Filosofía De La Historia, Risk and crisis management
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Descripción

Jornadas “Sobre la libertad” Universidad de Barcelona Octubre de 2013

Contingencias. Sobre la actual rebaja de expectativas (réplica a la ponencia de Manuel Cruz).

José Luis Delgado Rojo Scuola Normale Superiore (Pisa – Firenze)

La idea de cambio o novedad histórica, de un índice de trascendencia respecto de un estado de cosas que se vive como intolerable, ha sufrido ella misma diferentes transformaciones a lo largo de la historia. Si antes de la modernidad el más allá de lo que hay se proyectaba en una esfera totalmente independiente del mundo sublunar (el paraíso celeste de los teólogos), en el umbral de la modernidad esa figura se ubica dentro del mundo, primero como un más allá en el espacio, en las islas o continentes remotos de la literatura utópica del siglo XVI, que eran literalmente u-topos, un espacio otro (Marramao, 2005: 75) i , y posteriormente como un más allá en el tiempo. Cuando Koselleck hablaba de la “temporalización” se refería precisamente a esta inclusión propiamente moderna de la trascendencia en el mundo histórico bajo la forma de futuro, de un más allá temporal remoto respecto al aquí y ahora pero situado dentro de los límites de la existencia histórica. Lo mínimo que se puede decir hoy de esta experiencia del tiempo, que proyecta los deseos de trascendencia sobre un futuro por venir, es que no es ya la nuestra. Hoy el futuro se presenta como fuente de una contingencia imprevisible y fuera de nuestro control, es más una fuente de amenaza que de esperanza. Se podría hablar entonces de una “destemporalización” (Rosa, 2010: 328; Revault d’Allonnes, 2012: 123) de la historia, en el sentido de que desaparece la posibilidad de cualquier margen de alteridad dentro del tiempo histórico, sin que seamos capaces de encontrar un nuevo sustituto. La “destemporalización” por tanto no hace más que redescribir con otros términos el panorama histórico en que vivimos tras el fin de la historia. Aunque el futuro sigue siendo el portador de un amplio volumen de variabilidad, ya no lo imaginamos como una fuente de nuevas aperturas sino como algo que meramente insiste en la reproducción de lo mismo que ya hay. El ritmo extremo de

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producción de novedades va de la mano con el fin de cualquier esencial novedad por lo que respecta el funcionamiento de nuestro orden social. O dicho de otra manera, se achica el margen para cualquier verdadera novedad a la vez que se produce un momento de continua e incesante producción de novedades (técnicas, sociales, etc.). Esta coexistencia paradójica de dos momentos opuestos es casi un lugar común en las descripciones de la configuración de nuestra experiencia histórica. Parece darse a la vez un exceso de inmovilidad y un exceso de variación. Habitamos “un presente que se expande y se estrecha a la vez” (Huyssen, 2002: 33). Es lo mismo que se expresa cuando se describe la contracción en el presente del resto de dimensiones temporales, es decir, la saturación del espacio presente por el pasado y el futuro: el presente es instantáneo, pasa a toda velocidad, y a la vez, estacionario, sin movimiento. Habitamos “un presente que se consume sin cesar en la inmediatez o casi estático e interminable, sino eterno” (Hartog, 2003: 27). Nuestro presente es un “tiempo atemporal” (Castells, 1999: 511), una “inmovilidad fulgurante” (Virilio, 1999). La actual “destemporalización” de la trascendencia se podría definir entonces bajo la forma paradójica de una oposición entre novedad y vacío de novedades, cambio perpetuo e inmovilidad (Jameson, 1998: 59-62), aceleración y petrificación (Rosa, 2010: 82, 116 y 330; Revault d’Allonnes, 2012: 126). En este sentido, el énfasis con el que Manuel Cruz habla en su ponencia de la “naturalización de los procesos sociales” nos ayuda a tomar distancia respecto al modo en que habitualmente se plantea la relación entre estos dos polos: entre el cambio acelerado y la apariencia de estancamiento que lleva aparejado. Si es cierto que, por un lado, es justo describir la aceleración que afecta a casi todas las dimensiones de nuestra vida como efecto de procesos objetivos y no intencionales (como por ejemplo, el desarrollo técnico), sin embargo resulta engañoso, por otro lado, presentar el estancamiento como mero resultado de “acciones sin dueño”, de “efectos de fuerzas ciegas y sin control al margen de la voluntad humana”. Respecto a lo primero, una de las consecuencias más importantes de la aceleración en el ritmo de producción de cambios es lo que se podría llamar una des-responsabilización del sujeto (incluso aunque ésta asuma, como veremos, la apariencia de su exacto opuesto, la sobre-responsabilización). Así, el primer efecto de la aceleración es una “desincronización” (Rosa, 2010: 317; Revault d’Allonnes, 2012: 127) entre las diferentes esferas del mundo social, cada una de las cuales marcha a diferentes velocidades. Se produce una coexistencia o pluralidad 2

simultánea de ritmos de desarrollo diferentes, sin ajuste o coordinación entre sí. Esto es visible por ejemplo, en la esfera política, que pierde el paso respecto la velocidad de los cambios en la esfera técnica, y derivadamente, en la económica. Debido a lentitud de sus tiempos de decisión, la política asume un papel esencialmente reactivo, es decir, pierde la iniciativa en la producción de cambios y se limita a reaccionar a acontecimientos que se producen como resultado de una iniciativa externa. La política ya no actúa como motor de los cambios, sino, en el mejor de los casos, como un lastre o un freno, intentando detenerlos o al menos adaptarlos a su propio ritmo, más lento que el de la economía (Rosa, 2010: 326). En el fondo este fenómeno no es más que una muestra particular de algo que ya había sido descrito por Günther Anders hace más de medio siglo, al señalar el “desnivel” del hombre respecto sus propias creaciones, o de forma equivalente, el “retraso” entre sus capacidades de imaginación y producción. La capacidad humana de imaginar lo que aún no existe se ve hoy desbordada por los propios productos realizados por medios técnicos, que siendo reales y efectivos, el hombre apenas es capaz de concebir como posibles (es decir, qué es lo que pueden, cuáles son sus usos virtuales, sus efectos posibles). Lo que no somos capaces de imaginar no es ya el futuro sino el propio presente, no lo posible en general sino las posibilidades de lo que existe aquí y ahora. La imaginación, demasiado lenta, se vuelve obsoleta y es sustituida en su función de trascender lo dado por un desarrollo técnico-económico que realiza posibles a un ritmo más elevado del ritmo al que el hombre puede siquiera imaginarlos. Una de las consecuencias del “desnivel” señalado por Anders es la desresponsabilización del individuo, entendiendo por “responsabilidad” no el uso habitual en el discurso moral sino “el específico vínculo que el agente mantiene con su acción” (Cruz, 1999: 88), como decía el propio Manuel Cruz hace solo unos años, es decir, la capacidad del individuo de conducir la propia acción, de apropiársela para disponer de ella como libremente decida ii . En el contexto del elevado ritmo de obsolescencia y sustitución que afecta a objetos y prácticas se produce una pérdida de responsabilidad, una ruptura del vínculo del sujeto con su acción, incapaz de anticiparla como posible ni siquiera después de haberla producido. Y sin anticipación (ni siquiera ese grado mínimo que es la anticipación a posteriori, el descubrir las posibilidades de lo que ya existe) el sujeto no puede actuar sobre su propia acción. Curiosamente, cuando menos responsable y menos capaz es el sujeto sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea, más responsabilidades se le cargan a su cuenta (como 3

señalaba Manuel Cruz respecto de ese yo gestor de sí mismo que debe “hacerse cargo del endemoniado caos del mundo”). A la des-responsabilización le acompaña una especie de sobre-responsabilización. Siguiendo la pista de lo que sugiere Manuel cuando conecta la aparición de ese tipo de yo aislado y auto-suficiente con la “destrucción de cualquier idea de lo común”, habría que preguntarse entonces si este fenómeno de la sobre-responsabilización no está relacionado precisamente con el actual contexto de liquidación de lo público. Me explico: si se ve en las instituciones públicas una entidad estable e impersonal que “exonera” o “descarga” (Gehlen) al individuo de parte de sus atribuciones, de forma que sus capacidades, limitadas y finitas, quedan entonces liberadas para satisfacer otros fines (es decir, si se consideran las instituciones como una especie de amortiguador de la relación del sujeto con el exceso de contingencia del mundo exterior), entonces no debería resultar sorprendente que el actual desmantelamiento del estado produzca una especie de des-exoneración, es decir, una nueva transferencia de responsabilidad de las instituciones a los individuos, que se ven sobre-cargados con nuevas funciones que absorben cada vez sus ya escasos recursos y habilidades. Allí donde no llega el estado debe llegar ahora cada cual por su propia cuenta y riesgo. Pero lo más grave es que junto con sus funciones se les transfiere también la responsabilidad por los errores y las malas prácticas de una gestión en la que no intervinieron directamente pero sí de forma delegada, por persona interpuesta, lo que los convierte finalmente en los últimos responsables. Es como si se nos dijera: “nunca debisteis confiar en que las instituciones hicieran un trabajo que en el fondo os correspondía solo a vosotros, por eso ahora junto con su trabajo cargaréis también con la culpa por sus errores”. Esta manera de imaginar las instituciones públicas como un agente sin identidad o responsabilidad propia, sino solo con una delegada o diferida, la de los agentes individuales, a los que les puede ser devuelta en cualquier momento, es la que parece estar aquí funcionando. Concebir las instituciones como un agente básicamente irresponsable ¿no es la mayor expresión concebible de la tan manida “desconfianza hacia las instituciones”? Parecería entonces que fenómenos como el de la desincronización de esferas o la desresponsabilización del sujeto serían resultado de la creciente aceleración de los cambios, que sin una instancia superior de control o coordinación mutua, sin una orientación común que dirija su avance, se dispersan en una simultaneidad estática, sin apariencia de movimiento. Es como si fuera el exceso de novedad, el rápido ritmo de sustitución, el que produjera la petrificación, la inercia, la ausencia de novedad. 4

De ahí entonces surgiría esa percepción del futuro como algo reiterativo, que no trae nada esencialmente nuevo, y en el peor de los casos, como fuente de inseguridad y de miedo a quedar nosotros mismos obsoletos, a perder el paso que dicta una adaptación acelerada. Esta forma de imaginar el futuro parece ser la tendencia dominante de toda una serie de obras de ficción (películas, series o novelas) que vuelven insistentemente sobre el tema del fin del mundo (en sus diversas variantes). En tal tipo de representaciones parece que el futuro solo puede ser imaginado en la forma de una catástrofe apocalíptica, de un punto final. Es decir: en la forma de la ausencia misma de futuro. Lo más significativo en este tipo de representaciones es, como decía Jameson, que resulte más plausible imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, lo cual es el síntoma de una imaginación defectuosa, que asume como fatal o necesaria la continuidad del actual sistema económico, como si estuviera ligada inseparablemente a la propia continuidad del mundo natural, y es incapaz de representarse su fin, como le correspondería en su condición de objeto histórico (Jameson, 1998: 50). Sin embargo, en este tipo de representaciones tal vez el fin del mundo aparezca como el modo más plausible de imaginar el fin del capitalismo. El futuro aparecería entonces todavía como proyección de un deseo utópico (la sustitución del actual orden social), y supondría la expresión de una imaginación sana, aunque impotente: porque la catástrofe que funciona como acto redentor final tiene el carácter de un acontecimiento natural, es decir, de algo que sucede completamente al margen de nuestra iniciativa y nuestra colaboración. Parece que solo así, y no como fruto de un proyecto colectivo, somos capaces de imaginar un descalabro del actual orden económico. En cualquier caso, la observación de Jameson apunta hacia algo que nos ayuda a entender el tipo de confusión implicada en el modo como suele plantearse actualmente la cuestión de la petrificación y el fin de la historia: es decir, como el desarrollo de procesos autónomos y objetivos, completamente independientes de la acción subjetiva iii , y por lo tanto políticamente neutros. A esto se refería precisamente Manuel Cruz cuando hablaba de la “alternancia autónoma de esferas” (entre política y economía), y sobre todo, de la “naturalización de los procesos sociales”: el atribuir la desaparición de cualquier índice de trascendencia de nuestra realidad histórica (inercia, petrificación, fin de la historia) al resultado de un proceso natural y autónomo, escamoteando así los intereses de los actores en juego. Esa “fachada mecánica, naturalista, impersonal” debe ser derribada. 5

Un ejemplo de esta “naturalización” lo tenemos hoy cuando se declaran “insostenibles” los actuales niveles de protección social. Tras el fracaso de las utopías de masas del siglo XX se impuso una general rebaja de expectativas por lo que respecta al orden social: es decir, una rebaja que consistía en permitir el máximo nivel de expectativa que fuera compatible con el principio de realidad. Un principio al cual claramente no se habrían atenido aquellos proyectos utópicos (de hecho, “utópico” ha pasado a ser hoy un calificativo sinónimo de ilusorio o irreal). El estado social se presentó entonces como la mejor organización política realizable, como una condición “irrebasable”. Sin embargo, a los mismos apologetas de ayer ese mismo estado social les parece hoy retrospectivamente demasiado utópico, y recomiendan un nuevo recorte de las expectativas para adaptarlas a la realidad, y hacerlas, esta vez sí, “sostenibles”. El estado social ha resultado ser finalmente “rebasable”, pero no por el lado esperado (por arriba), sino por abajo. Sin embargo, ese supuesto “principio de realidad” al que nuestras expectativas tienen que adaptarse continuamente a la baja, es algo menos sólido y más moldeable de lo que parece. Lo único que hay tras él es otra expectativa, la de quienes desean a toda costa mantener las actuales cuotas de acumulación y reparto de capital. Tras el decreto de adaptar nuestras expectativas a la realidad se esconde un conflicto entre expectativas: se nos dice que hemos vivido “por encima de nuestras posibilidades” (que nuestras expectativas eran demasiado elevadas para lo que ofrece nuestra realidad) pero en verdad lo que se está diciendo es que debemos acostumbrarnos a vivir por debajo de las suyas (nuestras expectativas eran demasiado elevadas como para poder mantener su expectativa de enriquecimiento ilimitado, y en cuanto aquéllas funcionan de límite externo a éstas deben ser rebajadas). El problema de la “sostenibilidad” del sistema de protección social no es una cuestión, por tanto, de falta de recursos iv . Es más bien una cuestión de cómo se decide a quién se otorgan esos beneficios y para qué, es decir, de política, por mucho que se esconda tras el principio de realidad. La “realidad” no funciona hoy más que como la naturalización de una expectativa (la de mantener intacto el régimen de propiedad), que no adopta el ropaje histórico de lo contingente y modificable por el hombre, sino la apariencia de una necesidad cósmica. Por tanto, la petrificación histórica, la inercia o inmovilidad que algunos analistas señalan como uno de los componentes esenciales de la descripción de nuestra época, no es de ninguna manera el resultado exclusivo de procesos objetivos. No puede entenderse 6

sin tener en cuenta la acción subjetiva de aquellos que desean mantener intacto el régimen de propiedad, fijarlo como una roca aunque sea a costa del cambio acelerado de todo lo demás. A mediados de los años treinta, en un estado general de crisis política y económica, Walter Benjamin se preguntaba cómo era posible desbloquear el desarrollo de las fuerzas productivas (recuperar la “senda” del crecimiento, en la jerga de hoy) a la vez que se mantienen intactas las relaciones de producción. Su respuesta era muy clara: mediante la guerra, entendida como un gigantesco acto de consumo de material bélico que sirviera de estímulo artificial a la producción, permitiendo conservar inalterado el reparto vigente de la propiedad. En el mismo sentido decía Anders que la guerra es “la continuación de la destrucción pacífica de productos con otros medios” (2011: 285). Hoy en día, sin embargo, ya no es necesario el consumo para liquidar los productos, basta con la innovación técnica que crea nuevos tipos de productos para volver obsoleto el stock existente y forzar a los compradores a sustituirlo, si no quieren perder el paso con la competencia. “Mediante la producción destruye”. Y todo ello sin necesidad de disparar un solo tiro. Algo similar está haciendo hoy el capitalismo con el estado social. El capitalismo, en la “ampliación del campo de batalla” de la competencia económica hasta incluir las propias instituciones del estado (una batalla silenciosa, en la que no necesita disparar un solo tiro), decreta su obsolescencia y procediendo al desmontaje pieza a pieza para entregarlo a manos privadas, sigue el mismo principio de “destrucción creativa”: liquida algo para volver a producirlo (esta vez bajo gestión privada). Estimulando así artificialmente la creación de beneficio, puede mantener inamovibles las relaciones de propiedad. Ellas se erigen como el único islote sólido y resistente en medio de la fluidez y volatilidad que afecta a todo lo demás, la auténtica fuente de inercia que se opone a la aparición de una verdadera novedad.

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Yendo más allá, Jameson ha visto en el espacio autónomo y cerrado en el que las obras de ficción utópica sitúan sus tramas (lo que él denomina un “enclave”) una constante del género a lo largo de su historia (véase el segundo capítulo de Arqueologías del futuro). ii En el fondo lo que llamamos “crisis” no es más que el modo en que se nos manifiesta la “indisponibilidad de la historia”, tal como señala J. L. Villacañas (2013: 126). iii Esta es precisamente la crítica que M. Revault d’Allonnes (2012: 140-142) dirige a H. Rosa. iv Como señala David Harvey, la persistencia de la actual crisis económica no se debe a un problema de falta de crédito sino al “problema de la absorción de plusvalía del capital”, es decir,

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a la escasez de áreas productivas donde invertir provechosamente el abundante exceso de beneficios obtenidos previamente. Dado que la economía productiva ofrece márgenes de beneficio cada vez más pequeños y la economía financiera (hasta ahora fuente principal de ganancia rápida) se ha ralentizado temporalmente, una de los escasos medios disponibles para “absorber” el capital sobrante es precisamente la privatización de los servicios públicos, que aun es capaz de ofrecer un nuevo margen de beneficio a un capital que dispone de pocos sitios donde colocar sus inversiones (cfr. Harvey, 2010).

Bibliografía ANDERS, Günther (2011). La obsolescencia del hombre (vol. II). Valencia: Pre-Textos. CASTELLS, Manuel (1999). La era de la información (vol. I). Madrid: Alianza. CRUZ, Manuel (1999). Hacerse cargo. Sobre responsabilidad e identidad personal. Barcelona: Paidós. HARTOG, François (2003). Règimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps: Paris: Seuil. HARVEY, David (2010). The enigma of capital. New York: Oxford University Press. HUYSSEN, Andreas (2002). En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización. México D. F.: FCE. JAMESON, Fredric (1998). The cultural turn. London: Verso.

––––––––––––––– (2009). Arqueologías del futuro. Madrid: Akal. MARRAMAO, Giacomo (2005). Potere e secolarizzazione. Torino: Bollati Boringhieri. REVAULT D’ALLONNES, Myriam (2012). La crise sans fin. Essai sur l’experience moderne du temps. Paris: Seuil. ROSA, Hartmut (2010). Accélération. Une critique sociale du temps. Paris: La Découverte. VILLACAÑAS, José Luis (2013). “Crisis: ensayo de definición”, Vínculos de Historia, n. 2, pp. 121-140. VIRILIO, Paul (1999). La inercia polar. Madrid: Trama.

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