Claves para la democratización social en España

June 12, 2017 | Autor: L. Villacañas de ... | Categoría: Social Theory, Education, Social Sciences, Political Theory, Theories of Socialism
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Descripción

Claves para la democratización social de España

Luis S. Villacañas de Castro
(Universitat de València)

[publicado el 27 de enero de 2016 en eldiario.es]

En la vida personal y en la vida en sociedad, existen dos formas de solucionar un problema. La primera consiste en intervenir sobre sus causas, en transformar la cadena causal que lo origina para que el problema deje de tener lugar. Así se eliminan de cuajo sus condiciones de posibilidad, aún a riesgo de desencadenar otros procesos que deriven en problemas diferentes. En cambio, la segunda opción es aquélla que prefiere intervenir sobre los efectos: se permite que la raíz del problema subsista y se actúa solamente sobre el escenario que ésta crea, canalizando sus consecuencias de la manera menos perjudicial. Como aspecto negativo, esta segunda opción implica la asignación y el mantenimiento de recursos de forma sostenida (tan largamente como la causa exista) y que al problema sólo se le ofrece una compensación parcial.
En la vida social, encontramos estas dos aproximaciones al capitalismo y su Problema: el esquema de trabajo asalariado no distribuye el valor de una forma justa, entendiendo por esto ajustada a los hechos de la producción. O lo que es lo mismo: a través del salario la clase trabajadora en su conjunto recibe menos valor del que ella misma produce. Esto da lugar a las crisis capitalistas: cuando la clase trabajadora no puede comprar/consumir aquello que ella misma produce y necesita para vivir dignamente (crisis de demanda solvente), o bien no puede devolver los créditos que durante algún tiempo le habían permitido hacerlo, encubriendo con ello el problema (crisis de demanda reconvertida en crisis financiera).
Según las alternativas delineadas en el primer párrafo, existen dos maneras de afrontar este problema. La primera (la que busca eliminar sus causas) aboga por expropiar y socializar los medios de producción para que la clase trabajadora decida sobre la totalidad del valor que ella misma produce. Esta opción —socialista en sentido estricto— implica un cambio en las relaciones de producción y la disolución de la diferencia entre clase trabajadora y propietaria. Allí donde esta opción se implementó, surgió sin embargo el problema colateral de una casta privilegiada que cristalizaba en las proximidades de la gestión (ya no la posesión) burocrática de esos medios de producción socializados.
La segunda opción (la que permite que la raíz del problema subsista mientras se interviene en sus efectos) deja indemne las relaciones de producción capitalistas y su división de clases y se concentra en abrir nuevos cauces para que la clase trabajadora pueda recibir el valor que le corresponde, cauces alternativos que se añaden y complementan los salarios. Tradicionalmente esta opción se ha asociado al paradigma social-demócrata. Este acercamiento es del todo dependiente de un aparato institucional capaz de imponer un sistema impositivo progresivo, uno destinado a compensar las injusticias del trabajo asalariado gravando las ilícitas ganancias que éste crea, devolviendo el valor a la clase trabajadora en forma de servicios públicos. En el plano teórico, esta opción se topa con un límite estructural, puesto que confía toda la producción a la iniciativa privada. De ahí que la redistribución impositiva jamás pueda llegar a compensar enteramente la injusticia de la distribución que perpetra el esquema de trabajo asalariado —o de lo contrario no habría beneficio para el empresario ni, por lo tanto, actividad productiva—. Pero, en la práctica, este riesgo nunca se ha llegado a actualizar. Al contrario: el margen del beneficio tolerado por la social-democracia se ha demostrado siempre demasiado alto, desmedido, pues ha permitido que cristalicen conglomerados empresariales capaces de chantajear con sus decisiones al propio Estado que debía proteger y compensar la injusticia sufrida por la clase trabajadora en primer lugar.
Existen toda una gama de variantes intermedias entre las dos opciones (nacionalización de algunas ramas productivas pero no de otras), del mismo modo que existen muchas maneras de redistribuir el valor que el trabajo asalariado escamotea a la clase trabajadora, formas que implican comprensiones diferentes del fenómeno redistributivo, del propio aparato institucional y de su relación con las comunidades. Es evidente que España debe hoy explorar y profundizar en todas estas opciones para relanzar, a través de sus instituciones, el proceso de democratización y justicia social que reclaman hoy sus mayorías sociales. De esto me gustaría hablar en un segundo texto que se publicará en este medio como un artículo diferente.
En cualquier caso, resulta esencial comprender que la decisión acerca de cuál de estas dos opciones es preferible —intervenir sobre las causas o sobre los efectos— no es una decisión teórica, sino histórica. Esto debería desanimar a todo aquél que se rasgue las vestiduras respecto a la radicalidad o moderación de una u otra opción de izquierdas, convencerle del carácter superfluo de su gesto. Teóricamente las dos son válidas y solventes: ambas están basadas en la teoría del valor de Marx y ambas incluyen mecanismos para que éste sea devuelto a las clases trabajadoras, que es lo que de verdad importa cuando se quiere evitar el sufrimiento que le acarrean las crisis económicas. Una opción actúa sobre las causas y otra sobre los efectos, pero a priori esto no dice nada acerca de su adecuación. En realidad, el terreno en el que ha de basarse la decisión sobre su idoneidad es el análisis histórico, el estudio del presente y de la situación concreta en la que se ha de intervenir para solucionar el problema. Se evaluarán entonces las consecuencias de una y otra, sus pros y sus contras, sus condiciones de posibilidad, los obstáculos, problemas colaterales, etc.
Lo mismo sucede con otros tantos problemas que atraviesan la vida social. Por ejemplo: la prostitución o el consumo de drogas. ¿Se quiere intervenir sobre sus causas o sobre sus efectos? ¿Cuál de estas aproximaciones está más a mano aquí y ahora, teniendo en cuenta las dinámicas globales de uno y otro fenómeno? A la hora de contestar estas preguntas, lo primero que hay que tener en cuenta es que se trata de una cuestión diferente (a priori) de la ilegalización de los dos fenómenos, si bien es innegable que la ilegalización hace más difícil —en los dos casos— intervenir sobre las consecuencias que las drogas y la prostitución provocan. No sólo por el peligro de criminalización que sufren las propias víctimas, unido al estigma social, sino porque su legalización permitiría —también en los dos casos— someter ambas actividades a la visibilidad de un marco de regulación que evitaría más fácilmente los peores efectos que fomenta su clandestinidad actual. Finalmente, también permitiría al Estado generar más ingresos con los que intervenir sobre sus efectos con servicios específicos. Sabemos que en 2010, la prostitución y las drogas supusieron un 3,7% del PIB europeo y un 1,7 del PIB español. En su libro CeroCeroCero, Roberto Saviano sostiene la hipótesis de que el consumo de drogas genera más ganancias al capitalismo mundial que la plusvalía extraída a las clases trabajadoras. Sin embargo, de los beneficios que generan la droga y la prostitución el Estado no recibe un solo euro para intervenir sobre sus peores consecuencias. Desde este punto de vista, la legalización no es una buena solución pero tampoco es la peor de ellas.
Una última nota. Por doquier se alzan voces que señalan a la educación como la solución de todos los problemas. En la mayoría de los casos esta afirmación no implica más que una huida idealista hacia adelante, vacía de todo contenido. La educación no actúa sobre las causas o los efectos de los problemas, sino que es el modo de mantener vivo su conocimiento y las alternativas que hasta ahora se han propuesto como solución. De esto se deriva que de una educación que no trabaje sobre la identificación de problemas sino sobre su ocultación no cabe esperar solución alguna. De una educación que sólo reivindique el status quo, la legalidad vigente, las relaciones de producción capitalistas; que forme a los alumnos en valores pero no en problemas, criminalizando a las víctimas y moralizando sobre sus consecuencias; que asuma las competencias que reclama la gran empresa como competencias educativas en sí mismas sin complementarlas con el mínimo análisis teórico acerca de la realidad capitalista, y que no realice si quiera un intento por conectar su funcionamiento con las experiencias diarias del alumnado (con sus goces, sufrimientos, deseos, frustraciones, etc.)… de una educación y una sociedad así, insisto, no cabe esperar solución alguna.




Redistribución e investigación-acción participativa: por una reforma democrática del modelo institucional

Luis S. Villacañas de Castro

Durante los años 50 del siglo pasado, en zonas rurales y empobrecidas de Brasil, el pedagogo Paulo Freire desarrollaba campañas de alfabetización con adultos campesinos a los que daba la oportunidad de profundizar en el conocimiento de su realidad local a través de problemas y proyectos que, a la vez, les permitía diseñar estrategias para mejorar sus vidas. Inspiradas por el ejemplo de Freire, pero también por los textos de Marx, Gramsci, Gandhi, el maoísmo o la propia teología de la liberación, proliferaron pronto en América Latina iniciativas en las que intelectuales provenientes (si bien desencantados) del mundo académico (todos ellos militantes de izquierdas) implementaban proyectos destinados a colaborar con las víctimas de las políticas impuestas por las oligarquías que gobernaban durante aquellos años aquellas tierras. El sociológico colombiano Orlando Fals-Borda tal vez sea la voz más y mejor conocida por el mundo hispano; a él se debe el término con el que se pasó a llamar a este tipo intervención: investigación-acción participativa (IAP). Su característica esencial residía en que los miembros de las comunidades en los que estos proyectos se llevaban a cabo tomaban parte en las tareas de estudio y transformación de su propia realidad, de tal modo que sus acciones eran una consecuencia orgánica y lógica de la reflexión que ellos mismos habían realizado previamente, afinando y expandiendo su cosmovisión cultural. A la vez, los y las académicas acompañaban este proceso y se hacían eco de él desde cualquiera que fuese la perspectiva que conformaba su especialidad: psicológica, pedagógica, médica, urbanística, política, etc. A la postre, la evidencia más palmaria de que se había producido un cambio en cualquiera de estos niveles era el paso a la acción, con la que los participantes demostraban que habían sobrellevado una transformación interna que les permitía ahora asumir una posición más activa y solvente respecto a la realidad externa.

Este tipo de iniciativas no quedaron reducidas al mundo hispanoamericano, ni siquiera a países empobrecidos en el escenario global. Gracias (sobre todo) a la experiencia de la población negra de los Estados Unidos, pronto quedó claro en occidente que el capitalismo universalizaba la opresión a todos los países del mundo. De forma paralela a esta visión, la IAP fue diseminándose como método emancipador entre activistas y académicos. En 1964, por ejemplo, la plataforma estudiantil de la Nueva Izquierda norteamericana, Students for a Democratic Society (inspirada, entre otros, por los escritos de C. Wright Mills), creaba los llamados Economic Research Action Projects, proyectos de investigación-acción económicos que buscaban crear alianzas entre individuos de clases sociales y razas diferentes, con el fin de organizar y mejorar las condiciones de vida de comunidades empobrecidas del norte de los EEUU a través de intervenciones concretas. Iniciativas similares —enraizadas en suelo comunitario— habían pasado a caracterizar el horizonte teórico y práctico del movimiento Black Power, en cuanto éste dejó de reivindicar la concesión de derechos formales para concentrarse en todo aquello que sucediera en el interior de las comunidades negras.

Seguro que al lector le vendrán más ejemplos a la cabeza. En cualquier caso, este tipo de proyectos surgieron en la década de los 60 pero no quedaron reducidos a estos utópicos años de experimentación social. Hoy continúan realizándose en las periferias del campo educativo, del trabajo social, activista y comunitario, generalmente fuera de las instituciones. Sin embargo, la idea que quiero defender en este artículo es que la IAP ofrece un esquema idóneo desde el que repensar hoy en España la redistribución de valor a través de las instituciones del Estado. En un artículo anterior, publicado en este mismo medio, defendí la necesidad de que la izquierda busque nuevas formas de canalizar el valor hacia las clases trabajadoras —el mismo valor que el esquema capitalista de trabajo asalariado escamotea y no restituye en su totalidad—. Puesto que esta redistribución ha de llevarse a cabo a través de instituciones, esta revisión habrá de implicar por fuerza la reformulación de la realidad institucional propiamente dicha. Y esto es justamente lo que me propongo realizar.

Parece claro que desde el paradigma social-demócrata clásico (en el que se basó la modernización española) se concibe la redistribución de valor de tal manera que el aparato institucional del Estado es quien decide la forma que ha de adoptar este valor (como servicio público de educación, sanidad, infraestructuras, etc.; o bien como ayuda económica) tanto como los procedimientos que la ciudadanía ha de cumplir para poder acceder a él. Además, las decisiones sobre estas dos cuestiones se toman en el interior de las instituciones y quedan establecidas en boletines y regulaciones internas que el personal burocrático correspondiente ha de ejecutar. No es casualidad que el conocimiento profundo de estas regulaciones y su inflexibilidad a la hora de interpretarlas caracterice al modelo de burocracia sobre el que se ha construido la realidad institucional española, junto con su tipología profesional.

Frente a este modelo, propongo que las instituciones desarrollen proyectos de IAP como el método más eficaz para canalizar el valor de vuelta hacia las clases trabajadoras. Estos proyectos establecerían de inicio vías para que las comunidades pudiesen dar forma a ese valor y decidir cómo quieren recibirlo. Llamo aquí la atención a la diferencia entre ciudadanía y comunidad, así como al uso diverso que he hecho de ellas: mientras la ciudadanía delimita individuos en abstracto, la comunidad implica el contexto en el que los individuos existen y sus formas de vida concretas. Si, por una parte, el ciudadano ha de limitarse a consumir el valor que las instituciones del Estado le ofrecen en su aspecto ya acabado (según el esquema redistributivo tradicional), la IAP busca garantizar que la comunidad entera actúe de forma más activa en la distribución del valor, y lo haga mucho antes de que éste reciba su aspecto final y ya sólo falte que sea consumido por el ciudadano como un servicio o una ayuda. Antes de ello, la comunidad podría adaptarlo a sus necesidades y formas de vida concretas. Por medio de proyectos de IAP, los representantes comunitarios podrían analizar y justificar las necesidades de sus barrios y después proponer y diseñar las maneras concretas para que éstas fuesen cubiertas con los recursos del Estado. No existe razón alguna por la que este trabajo de análisis, diseño y planificación deban hacerlo únicamente funcionarios públicos entre las paredes de las diferentes instituciones. No existe razón alguna por la que este proceso deba convertirse en una sucesión de opacos trámites burocráticos. En cada una de las fases de investigación, planificación y ejecución de estos proyectos podrían intervenir personas que encarnasen las diversas perspectivas e intereses que conviven dentro de una comunidad —eso que en inglés se llama líderes comunitarios, un término que alude al tipo específico de representatividad de quien es un ciudadano activo en su comunidad—, ofreciendo su perspectiva junto con la de los equipos de expertos.

Como es obvio, esta metodología requiere también de un tipo de empleado público diferente al burócrata por cuya voz sólo hablan disposiciones, regulaciones y decisiones que alguien ya ha tomado siempre en otra parte. Los proyectos de IAP requerirían en este caso trabajadores y trabajadoras públicas capaces de acercar los saberes y perspectivas de las comunidades a los saberes y perspectivas que poseen técnicos y expertos. Para ello tendrían —claro está— que hacer hablar a las comunidades cuando éstas estuviesen en silencio; hacerlas activas cuando fuesen pasivas; enseñarlas allí donde hubiese ignorancia y finalmente acompañarlas cuando tuviesen claras sus prioridades y sus deseos. Lejos de aceptar todo lo que viniera de ellas, la labor del empleado público sería la de involucrar a las comunidades en un proceso por el cual éstas acabasen adquiriendo un conocimiento más sofisticado y preciso de su realidad pero también mayor capacidad y autonomía para gestionarla. De forma paralela, las instituciones mejorarían su eficacia y su versatilidad para hacer llegar los recursos allí donde son requeridos y serían mejor aprovechados por la comunidad. Estos principios servirían igualmente para la concejala de urbanismo de una gran ciudad, para una maestra con sus alumnos o para el trabajador social con las personas que va a ayudar.

El origen de la IAP se halló en comunidades deprimidas y abandonadas por las instituciones del Estado, tanto en el campo como en la ciudad. Hoy, sin embargo, la IAP se presenta como una metodología de decisión e intervención social irreemplazable para que España profundice en la reforma de sus instituciones y relance, a través de ellas, el proceso de democratización y justicia social que demandan sus mayorías sociales.


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