Civilizar por el horror. La reproductibilidad técnica y la exhibición de la podredumbre humana en la retórica cremacionista argentina

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Descripción

Título de la ponencia: “Civilizar por el horror. La reproductibilidad técnica y la exhibición de la podredumbre humana en la retórica cremacionista argentina”

Autor: Diego Fernando Guerra Licenciado en Artes, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires Doctorando en Historia y Teoría de las Artes (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires), doctorando en cotutela en Espagnol (Université Rennes 2) [email protected] [email protected] Área geográfica del artículo: por orden de importancia, Argentina, Francia, Europa, Latinoamérica Resumen en español: En la formación de la Argentina moderna, las referencias a lo monstruoso se articularon frecuentemente con la concepción positivista del progreso como una guerra de larga duración entre la civilización y la barbarie. Desde el último tercio del siglo XIX, y a medida que el discurso médico higienista ganaba preponderancia como criterio para las políticas estatales de control social, el desarrollo de prácticas funerarias que conjuraran todo riesgo sanitario se volvió una preocupación fundamental. La cremación de cadáveres fue impulsada por un sector creciente de médicos, intelectuales y funcionarios que, sumándose a un vasto movimiento internacional, entendieron la defensa de esta práctica como un paso fundamental en la construcción de una sociedad civilizada. En ese contexto, la exhibición de las miserias y peligros de la descomposición de los cadáveres humanos se convirtió en un tópico central de la argumentación cremacionista, que apeló con frecuencia al imaginario de lo monstruoso para concientizar a sus lectores sobre el horror invisible y las amenazas que encerraban los ritos funerarios tradicionales. El presente trabajo se ocupará de algunos aspectos de este proceso, tan ligado a las transformaciones del estatuto de la imagen a partir de su inserción en la prensa ilustrada de masas como a los miedos colectivos y tabúes inspirados por cadáveres, bacterias, gusanos y revenants en la industria cultural del siglo XX. Palabras clave: cremación, monstruo, fotografía, reproductibilidad técnica, zombie

Resumen en inglés: Within the foundation of modern Argentina, the dialectic between “monstrous” and “normal” often worked as a metaphor of the civilization-barbarity confrontation. From 1870 decade the development of “hygienic” 1

funerary practices like cremation was a central component of the sanitarian public policies and the emergence of social control devices. In that context, the exhibition of the dangers and horrors linked to the human corpse and its decomposition became a central topic of the cremationist rhetoric, which appealed to the imaginary of monstrous in order to create a public consciousness on the sanitary risks derived from funerary tradition of inhumation. This paper will focus on some aspects of this process, part of the historical transformations of the visual and its insertion on the XXth century mass culture, but also linked to the collective fears and taboos inspired by corpses, bacteria, worms and revenants within the cultural industry. Keywords: cremation, monster, photography, technical reproducibility, zombie

Citar como: Guerra, Diego. “Civilizar por el horror. La reproductibilidad técnica y la exhibición de la podredumbre humana como método de concientización en la Argentina de los años ‟20” en Amerika. Mémoires, identités, térritoires, núm. 11, diciembre de 2014. Rennes, Université Rennes 2. http://amerika.revues.org/5716

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Civilizar por el horror. La reproductibilidad técnica y la exhibición de la podredumbre humana en la retórica cremacionista argentina

La tumba encierra el carcomido esqueleto de la Rutina. Boletín de la Asociación Argentina de Cremación, 1928

En la formación de la Argentina moderna, las referencias a lo monstruoso se articularon frecuentemente con la concepción positivista del progreso como una guerra de larga duración entre la civilización y la barbarie. Ello generó un abundante corpus de representaciones visuales y textuales donde la asimilación del adversario político con estados diversos de hibridez biológica, animalidad o apartamiento del canon natural sirvieron –desde el José de San Martín con cuerpo de tigre de los panfletos chilenos hasta las caricaturas de Juan Manuel de Rosas como vampiro (Ferro 2008)– como otros tantos medios de estigmatización que autorizaban la eliminación física del otro, considerado una aberración biológica o un caso de regresión evolutiva. Desde el último tercio del siglo XIX, y a medida que el discurso médico higienista ganaba preponderancia como criterio para las políticas estatales de control social (Salessi 1995), el desarrollo de prácticas funerarias que conjuraran todo riesgo sanitario se volvió una preocupación fundamental, especialmente tras la epidemia de fiebre amarilla de 1871 en Buenos Aires. En ese contexto, la cremación de cadáveres fue impulsada por un sector creciente de médicos, intelectuales y funcionarios que, sumándose a un vasto movimiento internacional, entendieron la defensa de esta práctica como un paso fundamental en la construcción de una sociedad civilizada. En el marco de lo que Michel Melot (2009) denominó como un proceso de internalización e invisibilización del monstruo en la cultura de fin de siglo –movimiento análogo al que Maristella Svampa (1994) señala para el concepto de barbarie en el ciclo posterior a la Revolución Francesa–, y en plena etapa fundacional de la reproductibilidad técnica de las imágenes (Benjamin 1936), la exhibición de las miserias y peligros de la descomposición de los cadáveres humanos se convirtió en un tópico central de la argumentación cremacionista, que apeló con frecuencia al imaginario de lo monstruoso para concientizar a sus lectores sobre el horror invisible y las amenazas que encerraban los ritos funerarios tradicionales. El presente trabajo se ocupará de algunos aspectos de este proceso, tan ligado a las transformaciones del estatuto de la imagen a partir de su inserción en la prensa ilustrada de masas como a los miedos colectivos y tabúes inspirados por cadáveres, bacterias, gusanos y revenants en la industria cultural del siglo XX. 3

La hora de los hornos “Imaginémonos por un momento un cuerpo en putrefacción”, proponía en 1889 José María Ramos Mejía a

los lectores de su prólogo a La cremación en América y particularmente en la Argentina, de José Penna: azul, verde, lívido, amarillo el rostro y las carnes de los miembros deformados y hasta en actitudes ridículas por la desigual descomposición de los músculos; el rostro antes apacible y bello de un anciano de fisonomía dulcísima y amable, hinchado y brutalmente desfigurado por el edema final de la descomposición, la cara y el cuerpecito blanco y transparente de un niño querido con la carne perfumada por ese olor peculiar a las carnes lozanas de los niños, abultado como una vejiga, arrojando por la boca líquidos inmundos e inspirando la más atroz repugnancia al padre mismo (Ramos Mejía in Penna, 1889:XIX-XX).

De un lenguaje tan explícito como afín a la tónica científica del trabajo prologado, el texto de Ramos Mejía es ilustrativo de la clase de impacto que los defensores de la cremación buscaban producir en el público. Como he señalado en otra parte, las preocupaciones sanitarias y sociológicas del autor de Las multitudes argentinas confluyen en un escrito que interpela en sus lectores el temor a una pérdida de identidad de los cuerpos –propios o de sus seres queridos– inscripta en la descomposición de las fisonomías, y con ella, la de las barreras protectoras de la diferencia de clase, abolidas en “el desprecio y el escarnio inconsciente” con que los trabajadores del cementerio manipulan el cuerpo de “la más bella mujer, como el más encumbrado personaje” (Ibidem: XIX; Guerra 2013). En ese sentido, y acorde con los alcances sociales de la prédica higienista de fin de siglo, no es exagerado decir que la campaña por la difusión de la cremación –emprendida en el marco de un extendido avance internacional de los debates sobre el tema (Davies & Mates 2010)– asumió en nuestro país los rasgos de una verdadera batalla cultural contra las creencias y prácticas tradicionales relativas a la inhumación, inserta, a su vez, en el no menos conflictivo proceso de conformación de un Estado liberal y laico. Así, si la creación del Registro Civil y la sanción de la Ley 1420 de educación pública laica contribuyeron a precipitar en 1884 la ruptura diplomática con el Vaticano, vale la pena recordar la contemporaneidad de estos hechos con el desarrollo de políticas estatales que incluyeron la modernización de los cementerios de Buenos Aires, la construcción de cinco crematorios en esa ciudad y uno en La Plata, la incineración de un inmigrante muerto de fiebre amarilla en 1884 (decidida por Penna, responsable de la Casa de Aislamiento, y avalada por Ramos Mejía como director de la Asistencia Pública) y el establecimiento, en 1887, de la cremación obligatoria de cadáveres no reclamados en hospitales o que implicaran un riesgo infectocontagioso, acción en la que Buenos Aires fue pionera a nivel mundial; todo ello, simultáneo a la proscripción de la cremación por la Iglesia Católica en 1886, situación que se prolongaría por las siguientes ocho décadas (Davies & Mates 2010). En ese contexto –consecuencia última de la actitud ilustrada ante la muerte, caracterizada por Philippe Ariès (1977)–, el movimiento cremacionista argentino cobraría un fuerte impulso en la década de 1920, 4

cuando se fundó la Asociación Argentina de Cremación, formada por un grupo de médicos, científicos, escritores y referentes políticos cuya cercanía a las altas esferas del Estado se evidenció en hechos como el cambio de legislación que desde 1921 agilizó los trámites para las cremaciones voluntarias, o el nombramiento de uno de sus secretarios, Eduardo Baca, como director del Crematorio Municipal de Buenos Aires en 1923. Precisamente Baca fue también director del Boletín de la Asociación (en adelante BAAC), publicado desde 1923 con el fin de estimular el debate sobre la cremación y su conocimiento por parte del público. Heredero asumido de Penna, Eduardo Wilde y otros padres fundadores cuya obra contribuyó a difundir, el Boletín emprendió una entusiasta campaña de difusión a través de artículos, transcripciones de conferencias, estadísticas y otros materiales que apuntaban no sólo a demostrar las múltiples bondades –de sanitarias y económicas a espirituales y estéticas–1 de la incineración cadavérica, sino también evidenciar su aval por una larga lista de personalidades, desde los médicos e intelectuales arriba mencionados hasta referentes políticos como Juan B. Justo y José Ingenieros, escritores como Mauritius Maeterlinck y estrellas del espectáculo como Isadora Duncan. En el marco del protagonismo ganado por la imagen en los modernos dispositivos de comunicación masiva (Guerra 2010), los editores del Boletín entendieron y aprovecharon al máximo el poder persuasivo de lo visual. Así, desde el primer número sus artículos se ilustraron profusamente con fotograbados de modernos crematorios europeos, así como cementerios y columbarios de todo el mundo y documentos de los ritos funerarios de otras culturas, como las Torres del Silencio indias o las momias egipcias; a lo que se agregan cuadros y gráficos de barras sobre la evolución estadística de la cremación en la Argentina y el mundo, así como croquis, plantas y alzados que exhibían la estructura y el funcionamiento de los últimos modelos de hornos crematorios. A la vez, y en tanto esta clase de contenidos formaba parte de la agenda temática del país moderno en formación (Szir 2012; Guerra 2010), su presencia estuvo lejos de limitarse al ámbito de una publicación especializada como el Boletín, como lo demuestra la publicación de reportajes ilustrados sobre estas temáticas en revistas ilustradas de consumo masivo como Caras y Caretas, ya desde los primeros años del siglo2.

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Para Wenceslao Tello, médico y autor del Código Sanitario Argentino de 1890, la cremación “sanea el suelo, el aire, el ambiente social; es económica. Se oponen a ella los pobres de espíritu, los esclavos de la rutina. El cementerio del porvenir serán salones con casillas en sus muros, para los muertos cuyas acciones sean dignas de imitarse, servir de ejemplo. Las malas acciones se perdonan y olvidan. Es la herencia biológica saneada así para la evolución de la vida humana” (BAAC 7:9). 2

Cfr. por ejemplo los números de Caras y Caretas del 28 de octubre de 1899, 10 de enero de 1903, 1° de julio de 1905 y 1° de marzo de 1913, entre muchos otros. Cabe destacar, además, que el estilo de paginación de textos e imágenes, la tipografía y el tipo de papel utilizados por el Boletín –visiblemente distintos del formato no ilustrado de los boletines europeos contemporáneos, de producción mucho más modesta y austera– responden en un todo al modelo estándar de revista ilustrada instalado por la aparición de este semanario en 1898.

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Fue precisamente en este entramado de imágenes y palabras, y en su finalidad explícitamente propagandística3, que la categoría de lo monstruoso asumiría un estatuto particularmente central, como se verá a continuación. Colmad los ojos con este horror En sintonía con el pasaje de Ramos Mejía arriba citado –reproducido en un gran recuadro en el número 2–, los editores y colaboradores del Boletín no repararon en medios para generar en sus lectores la repugnancia más visceral por los procesos biológicos encerrados al interior de las tumbas. Validadas o bien por la autoridad científica del autor, o bien –en el caso de ciudadanos más anónimos– por el simple testimonio en primera persona, las revelaciones a este respecto ponen el énfasis en la “descomposición lenta y asquerosa” (BAAC 6:4) que inexorablemente convierte a quien fuera nuestro padre, madre, cónyuge, hijo o amigo en “un monstruoso y horrible receptáculo de gusanos” (BAAC 6:4), merecedor de un rechazo que sólo puede conjurarse mediante el fuego que lo reduce, como se afirma de un modo igualmente recurrente, a “blancas cenizas que imponen veneración y respeto” (BAAC 4-5:s/n). Esta contraposición –aplicada a distintos estados posibles de un mismo cuerpo– entre lo bello/venerable/higiénico y lo monstruoso/repugnante/antihigiénico se inscribe, por supuesto, en el fenómeno señalado por Georges Bataille (1957) de la interpretación cultural de los tejidos blandos del cadáver como una fuente de peligros, relacionados con la creencia en una hostilidad de los muertos hacia los vivos que sólo se ve neutralizada por su reducción a huesos limpios o a cenizas. Como veremos más adelante en torno a la mitología moderna de zombies y revenants, la apelación a estos temores universales permea una y otra vez el discurso cremacionista, cuyos testimonios transparentan una plena confianza en el poder de convencimiento inherente a la contemplación visual de estos fenómenos: … fue mi padre quien me hizo cremacionista, fue la visión de su ataúd, cuando lo abrí para reducir sus restos… (BAAC 4-5:7). … si a todos les fuera dado ver lo que allí [dentro de un cajón de plomo] pasa a partir del tercer día del fallecimiento, nadie querría para sí ni para los suyos un fin semejante (BAAC 11:11) ¿Quién es aquel que recordando con tristeza a sus queridos extintos no prefiera imaginarlos reducidos a un puñado de cenizas blancas más bien que a un monstruoso y horrible receptáculo de gusanos? ¿Quién no prefiere pensar que el ser por él amado, la madre, el padre, la esposa, el hijo, el amigo han alcanzado al fin su forma definitiva más bien que imaginarlo en una continua y lenta deformación? Evitemos ese espectáculo (BAAC 6:4).

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En un editorial que comparaba críticamente al Boletín con sus pares europeas se señala que éstas, reducidas a “una simple memoria de las actividades societarias [...] no pueden llenar su verdadera finalidad de propaganda, pues las memorias de por sí pesadas, no se leen o dicen muy poco [...] los temas deben desarrollarse en forma sencilla, utilizando palabras fáciles y usuales y tratando de hacer interesantes tópicos que para muchos resultan no sólo áridos, sino fuera de lugar” (BAAC 13/14:46).

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Ahora bien, esa articulación entre el cadáver-monstruo y su exhibición como estrategia persuasiva nos remite asimismo al estatuto que lo monstruoso asumiría en la cultura visual a partir del siglo XIX, especialmente de la mano de la expansión de la fotografía. Como señala Andrea Cuarterolo (2009), el surgimiento de la teratología como disciplina médica sistematizada en tratados como el de Isidore Geoffroy Saint Hilaire, publicado en 1832, fue simultáneo a la emergencia histórica de la fotografía como instrumento de constatación científica y organización de un archivo visual de la realidad. En ese proceso histórico cuyos diversos alcances han sido estudiados por una vasta bibliografía seguidora de las teorías foucaultianas de la articulación entre conocimiento científico y disciplinamiento social (Tagg 2005; Sekula 1986), la fotografía cumplió un importante papel en el registro de las diversas anomalías y alteridades raciales, médicas y biológicas, desplegadas en sendos archivos de imágenes y reproducidas en publicaciones especializadas. En ese sentido no resulta extraño que quien invoca, en la cita de más arriba, la posibilidad de que “a todos les fuera dado ver” lo que sólo es accesible a un científico sea el médico Eliseo Cantón, miembro de la Asociación desde 1923 y autor, en 1910, de un monumental Atlas de anatomía y de clínica obstétrica normal y patológica, cuyas 147 reproducciones fotográficas a escala natural de piezas en formol desplegaban un detallado mapa visual de las normalidades y anomalías presentes en úteros, fetos y bebés. Precisamente, y como era habitual en este tipo de publicaciones así como en los museos y gabinetes de ciencias –como el del Museo de la Clínica Obstétrica y Ginecológica que dirigía Cantón en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires–, la presentación de monstruosidades encarnadas en niños con diversas y notorias deformidades ocupaba un lugar destacado en este catálogo (Fig. 1). Esa apelación didáctico-científica al “espectáculo” de lo monstruoso se extendió, en el Boletín, a un uso particularmente impactante de las imágenes. Así, si “Los obreros de la muerte” podía parecer el título de un “truculento folletín”, lo era en todo caso de una detallada clasificación de las nueve “legiones” de microbios, gusanos y larvas que devoran los tejidos del cadáver, desplegada en un póster a medio camino entre la lámina científica y la galería de retratos de criminales. “Observe usted lo que destruirá su cuerpo al no aceptar la cremación”, interpelaba sin tapujos el título, mientras un extracto del tratado de Baca explicaba que el “polvo” de la sentencia bíblica no es más que el excremento de esa fauna (BAAC 4-5:s/n). Más extremo aún fue el recurso utilizado en el número siguiente, también en un desplegable cuyo formato se aprovechó mejor para el juego de contraposiciones entre lo oculto y lo visible. Al abrirlo en su primer pliegue vemos “Lo que el público ve”: la fotografía de un lujoso ataúd cerrado, sobre el cual “los deudos colocan el tributo de su cariño a la madre, al padre, a la esposa, a la novia, etc., pensando que está ahí dentro, tranquilo, dormido, bello, hermoso como lo dejó cuando le diera el último beso”. 7

“Nosotros”, sin embargo, continúa el texto, levantaremos la tapa de ese rico ataúd como levantamos esta hoja y un cuadro desagradable se presentará a vuestra vista –imaginaos por un momento a vuestros seres queridos en ese estado de descomposición y luego os preguntamos: ¿qué es preferible? lo que ve o la cremación inmediata que evita la descomposición como así también toda profanación. CONTÉSTENOS!!! (BAAC 6:s/n; énfasis, mayúsculas y subrayado en el original).

Al terminar de abrir la lámina nos encontramos, efectivamente, con doce explícitas fotografías en primer plano que exhiben otros tantos rostros de personas de ambos sexos en diversos grados de descomposición (Fig. 2). Dos o tres parecen bebés, el resto, adultos. La mayoría tiene la boca abierta, por la que han expulsado los líquidos que bañan algunos de los rostros, en su mayoría hinchados y deformados. Un hombre, diez días de fallecido, ya no tiene ojos. Otro, con dos meses, conserva cabello, cejas y bigote. Un cuerpo con cinco meses de muerto exhibe una calavera casi limpia, rodeada de la escoria producto del proceso, mientras en la mujer de al lado, que lleva tres años, todavía son reconocibles el cabello largo y suelto, los ojos y buena parte del rostro. Anónimas, todas las imágenes llevan un escueto pie de foto con el tiempo pasado desde el deceso –de dos días a tres años– y su causa. Tan shockeante como indudablemente persuasiva para sus autores, esta publicación estaba lejos de constituir una práctica aislada. Así lo demuestran otros ejemplos, no sólo del mismo Boletín –como la página del número anterior que comparaba las imágenes de una momia antigua, un cadáver moderno exhumado y una urna con cenizas (BAAC 4-5:s/n)–, sino también de publicaciones extranjeras anteriores, como el Bulletin de la Societé pour la Propagation de la Crémation, editado anualmente en París desde 1882 y cuyo número de 1893 presenta un desplegable similar con siete fotografías de ataúdes abiertos exhumados en el cementerio de Saint Nazare. Una de las imágenes, de hecho, es la misma que se exhibe en el tríptico del número 4-5 del Boletín, lo que evidencia una fluida y extensa red internacional de intercambios entre sociedades con un interés compartido en estos temas4. La publicación de estas imágenes otorga un correlato icónico concreto a la infinidad de écfrasis, metáforas visuales y descripciones científicas de la descomposición contenidas en los textos del Boletín. Pero al hacerlo, también da cuerpo a los aspectos más coercitivos de dichos textos, en la medida en que exhuma – literalmente– imágenes de archivo que en principio no estaban destinadas a ser publicadas. Las doce fotografías –que se anuncian como también reproducidas en el libro de Baca– fueron efectivamente tomadas del archivo del Crematorio Municipal de Buenos Aires, donde formaban parte de las fichas que, 4

De hecho, la existencia de esa red internacional era recurrentemente invocada por el propio Boletín en las listas de publicaciones y cartas recibidas y en la reproducción de fotografías de todo el mundo, así como de artículos de importantes referentes extranjeros; pero también se deja ver en la presencia de datos actualizados sobre cremación en la Argentina en revistas europeas contemporáneas, como La flamme purificatrice.

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desde 1903 y conforme marcaba la ley, se confeccionaba cada vez que ingresaba un cuerpo. En ellas se inscribía los datos disponibles del difunto y las circunstancias de su muerte –lo que variaba según fuera una cremación voluntaria, de un cuerpo no reclamado en un hospital (como era en la mayoría de los casos), de una cremación preventiva de enfermedad infecto-contagiosa o de la reducción de restos provenientes de una tumba desahuciada por falta de pago–5 al pie de lo cual se adhería una fotografía en formato carte-devisite tomada en el mismo crematorio. Al publicar estas imágenes de uso estadístico y acceso restringido, los médicos y funcionarios que editaban el Boletín no hacían más que evidenciar su propia posición en el entramado de poder y conocimiento científico (Foucault 1975) del que formaban parte, y que se transparenta en anhelos como el del articulista sobre “Cremación y religión” para quien la actitud del público cambiaría radicalmente “si la ley obligara, después de tres meses de ser inhumados, a reabrir todas las tumbas y asegurarse del estado de los cuerpos”: es decir, si el poder estatal llevara a la práctica, sistematizándolo, lo que la revista ya hacía en el plano editorial (BAAC 7:4). Es en este sentido –y más allá del significado metafórico que el término adquiere en los textos del Boletín– que podemos articular la categoría de lo monstruoso con la producción de este tipo de archivos fotográficos, en la medida en que la función cumplida por éstos fue similar a la del resto de los archivos clasificatorios de anomalías médico-anatómicas, alteridades etnográficas, patologías físicas y mentales y fisonomías ligadas a posibles comportamientos criminales: esto es, la de presentar ante los ojos de los lectores, y en el marco de una retórica fuertemente admonitoria, las peores consecuencias de un comportamiento tan acorde a los ritos sancionados por la costumbre y las nociones naturalizadas del decoro social como desaconsejable desde el punto de vista sanitario. El amanecer de los muertos Ahora bien, desde el punto de vista de lo monstruoso y sus implicaciones políticas en el marco del uso de la fotografía por los aparatos de poder estatales, la exhibición de cuerpos en el Boletín puede también considerarse en relación con un último fenómeno. Omnipresente, como se ha dicho, en sus contenidos editoriales, el apego del Boletín por lo visual y su potencial didáctico se integró a su vez en un marco más amplio de prácticas que ligaban el discurso científico y las preocupaciones higienistas del Estado con el desarrollo de dispositivos modernos de

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En nuestro caso, ocho de las doce fotografías pertenecen a cadáveres de un mes o menos de fallecidos; el resto oscila entre los dos y cinco meses y sólo el último data de tres años. Las fechas sugieren que en su mayoría se trataría de cuerpos enviados desde los hospitales (la mitad de las muertes se debe a enfermedades que implican un tratamiento médico, como cáncer o tuberculosis) y que los más antiguos podrían ser cuerpos exhumados para su cremación en circunstancias excepcionales pero frecuentes, como el desalojo de una tumba. Ninguno de los retratos parece provenir de una cremación voluntaria, lo que además de reflejar la rareza estadística de estos casos es coherente con la intención del Boletín de asociar el horror de las imágenes con las consecuencias a largo plazo de la inhumación y el ulterior abandono.

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comunicación, la generación de una museografía pública e incluso la incipiente industria del entretenimiento masivo. El caso ya mencionado de Eliseo Cantón –quien además de todo lo señalado fuera también el principal impulsor de la creación de la Morgue Judicial, concebida como un espacio científico-burocrático de almacenamiento, estudio y exhibición de cadáveres–6 es sólo un ejemplo de una actitud igualmente presente en otros proyectos museográficos ligados al ámbito de la Asociación, como el Museo de la Higiene que se intentó crear en el ex Pabellón de las Rosas en Palermo, o el Museo del Crematorio de cuya concreción tampoco tenemos certezas, aunque seguramente su núcleo de partida fuera el archivo de “prospectos, gráficos, fotografías, diapositivos [y] planos” que la Asociación guardaba en su sede y declaraba abierto a la consulta pública (BAAC 13-14:15). Si estas iniciativas se insertaban –igual que la de abrir el Crematorio Municipal al público cada 1 y 2 de noviembre, días festivos consagrados a los muertos– en una vasta tendencia contemporánea a la museificación del conocimiento científico –que produciría también el Museo del Laboratorio de Zoología y el de Medicina Legal de la Universidad de Buenos Aires, en todos los cuales participaron activamente miembros de la Asociación (BAAC 6:20)–, ellas tuvieron asimismo alcances en la incipiente industria cinematográfica, que por entonces se volcaba frecuentemente sobre estas áreas temáticas. En ese sentido, el anuncio de la iniciativa del director del Crematorio Municipal, en 1924, de producir una película documental sobre la cremación –de la que no hemos hallado copias pero que pareciera haberse concretado, pues seis años más tarde el Boletín anuncia su proyección (BAAC 7:5 y 13-14:15)– se inserta en la historia de un género de vasto desarrollo y difusión, dentro y fuera de la Argentina, de películas de temática científica destinadas a un público amplio y cuyo lenguaje involucraba grandes dosis de sensacionalismo y ficción. Es el caso del film La mosca y sus peligros, de 1920, que, mediante impactantes ampliaciones de los miles de larvas que una mosca produce en una hora, así como imágenes de bebés y niños desfigurados por enfermedades infecciosas, buscaba concientizar al público sobre la necesidad de prevenir los riesgos sanitarios generados por este insecto doméstico (Fig. 3). Producida por los mismos autores de Nobleza gaucha, notoria ficción criollista de 1915, La mosca... se insertaba en una exitosa tradición internacional de películas de este tipo, pero también en un importante corpus de producciones nacionales, como las que los mismos autores dedicaran posteriormente al cáncer, los mosquitos y el paludismo (Félix-Didier 2012).

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Jorge Salessi (1995:165) destaca hasta qué punto Cantón y otros pioneros de la medicina legal argentina “pusieron bajo su control y articularon los espacios en los que se realizaba la observación, interrogación y clasificación de personas arrestadas y detenidas, separados de los cuerpos de personas muertas sobre las que se practicaban autopsias, es decir, también se observaba e interrogaba los cuerpos muertos”. Sobre la condición intrínseca de la morgue como un dispositivo de exhibición, observación y control, cfr. Bertherat 2002.

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Inscripto, como otras prácticas analizadas, en una tradición compartida con Europa 7, este giro cinematográfico resulta interesante para volver sobre el tópico de la exhibición de cadáveres con fines didácticos tal y como lo enfocaban los cremacionistas, cuyas referencias al “espectáculo” de la corrupción dan un elocuente tono debordiano a la relación entre imagen y realidad tal como se planteaba en los medios ilustrados de circulación masiva desde comienzos de siglo8. En ese sentido, si la peor de las pesadillas imaginables –y a la vez su máximo anhelo, dado el poder de convencimiento que le atribuye– para un cremacionista como Cantón era que a todos nos fuera posible contemplar el horror lento y silencioso que se desarrolla al interior de un ataúd, parece relevante preguntarse por la relación entre estos temores –y su contraparte de fascinación– y los orígenes del imaginario del cadáver exhumado en el cine de la época. La pregunta resulta tanto más pertinente cuanto que esta actitud de los editores del Boletín se posicionaba deliberadamente a contramano de un significado de fondo de los ritos funerarios: el de elaborar –en tanto rito de paso– la disociación definitiva entre el cuerpo biológico muerto y el individuo que ha dejado de habitarlo (Cfr. Panizo 2008). En ese sentido, y según un tópico largamente analizado por la antropología comparada, el rito en tanto proceso de segregación del cuerpo muerto respecto del mundo de los vivos apunta asimismo a conjurar la amenaza latente que para éstos se halla inscripta en el cadáver, y que se basa en la concepción última de toda muerte –natural o prematura, intencional o accidental– como una agresión de la que el difunto podría buscar vengarse (Thomas 1979; Bataille 1957). Las consecuencias de este tipo de imaginarios en la historia cultural de Occidente fueron analizadas, entre otros autores, por Philippe Ariès (1975) en los relatos dieciochescos sobre miasmas tóxicos e “intervenciones” decisivas –acusaciones, revanchas, reparación de injusticias, etcétera– del cadáver sobre el ámbito de los vivos, y por Louis-Vincent Thomas (1979) en las leyendas, novelas y películas de vampiros y zombies del siglo XX. Aunque en la época del Boletín faltaban décadas para que la industria cinematográfica cristalizara en un producto masivo –Night of the living dead, de George Romero (1968)– la imagen del revenant putrefacto que atormenta a los vivos, el tópico del zombie hunde sus raíces precisamente en el cine de entreguerras, a partir de The white zombie (1932), que inaugura el uso de un término introducido en la literatura occidental por la fantasía etnográfica The magic island, de 1929. Cabe señalar que aquí, al igual que con el Cesare de 7

En Francia, por ejemplo, Bruno Bertherat (2002) señala la existencia de películas documentales y recreaciones fílmicas de casos reales (como Histoire d’un crime de Ferdinand Zecca, 1901), rodadas en la Morgue de París, y en 1947 La Flamme Purificatrice, órgano de posguerra de la ya mencionada Société pour la Propagation de l‟Incinération, anuncia el estreno del film suizo Memento mori, dedicado a la cremación (La Flamme Purificatrice 2:3). 8

Me refiero al modo en que historiadores como Sandra Szir o Richard Ohmann han definido, siguiendo al Guy Débord de La société du spectacle, a la proliferación de imágenes impresas en la prensa ilustrada de circulación masiva de comienzos del siglo XX como “una visión del mundo materialmente traducida, objetivada” en términos de espectáculo, y donde “el espectáculo tiende a hacer ver por diferentes mediaciones especializadas y el mundo que no puede ser más directamente alcanzado encuentra en la vista el sentido humano privilegiado de percepción de ese mundo espectacularizado” (Szir 2012:84).

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Das Cabinet des Dr. Caligari –que en 1920 anticipara el tema en clave individual–, el peligro encarnado en los muertos caminantes residía menos en su aspecto, puesto que se trataba de cadáveres recientes y en perfecto estado, que en su falta de voluntad, que los convertía en un instrumento de la mente criminal de su amo: en este caso, el Murder Legendre interpretado por Bela Lugosi, quien venía de su rol protagónico más célebre en Drácula de Tod Browning (1931), segunda adaptación de la novela de Bram Stoker que completaba, junto al Nosferatu de Friedrich Murnau (1919), el imaginario del revenant en el cine de terror de la época. Si los zombies del cine de los años treinta tenían muy poco que ver con quienes tomarían la posta tres décadas después, puede ser interesante llamar la atención sobre los muertos caminantes presentes en un producto temáticamente alejado de la intención de estas películas, pero cuya escena culminante retoma el tópico del cuerpo en descomposición que se levanta de su tumba. Y ello, de un modo que no sólo anticipa más que ningún otro producto contemporáneo la iconografía del zombie hollywoodense de los „60 en adelante, sino que lo hace –en su sentido político más profundo–en el marco de un mecanismo argumentativo muy cercano al de las invocaciones científico-higienistas del cadáver insepulto. Como un paréntesis trágico del período de entreguerras, Abel Gance filmó las dos versiones de su J’accuse! en 1919 y 1938. Si la primera versión, muda, depositaba en la visibilización de los horrores del conflicto la esperanza de que éste no se repitiera, la segunda (sonora) representó la decepción ante la desmemoria de una Europa que se aprestaba a continuar la carnicería. Ambas versiones tienen un elemento en común: en la secuencia final, los cadáveres de los millones de soldados muertos en combate se levantan de sus tumbas y desfilan exhibiendo sus mutilaciones y su descomposición en curso ante la aterrada humanidad de los vivos. Susan Sontag (2003) explicitó la conexión entre estas obras y la publicación, durante el mismo período, de álbumes como Krieg dem Kriege! (“¡Guerra a la guerra!”) del pacifista Ernst Friedrich, que divulgaban las fotografías censuradas durante el conflicto. Iglesias y castillos destruidos, pueblos incendiados y bosques arrasados coexistían en el álbum con “objetores de conciencia ahorcados, (...) tropas agonizantes después de un ataque con gas tóxico, niños armenios esqueléticos” y una sección aparte con “veinticuatro primeros planos de soldados con enormes heridas en la cara” (Sontag 2003:23). En sintonía con otros ejemplos de la época –como el Antikriegsmuseum fundado por Friedrich en Berlín en 1925, o las fotografías de una maternidad bombardeada publicadas en Témoignages en 1933, que incluían bebés calcinados y la mitad de una mujer con las vísceras fuera (Capdevila & Voldman 2002:36-37)– el libro de Friedrich fue objeto de una intensa polémica que marcó su carácter influyente en la conciencia de la época. En este contexto de exhibición de horrores funcionaron ambos films de Gance, en cuya secuencia final un veterano de la primera guerra invoca a los soldados de todas las nacionalidades caídos en la Gran Guerra para que se presenten ante los vivos como un recordatorio macabro de la empresa bélica. “Colmad los ojos 12

con este horror y las armas caerán de vuestras manos”, grita el loco a la multitud ante la que desfila, invadiendo campos, caminos y aldeas con paso lento, una horda de soldados desfigurados, harapientos y a medio pudrir (Fig. 4). Si en la versión silente de 1919 el montaje y los intertítulos explicitaban la contraposición entre el desharrapado andar de la multitud de cadáveres y el desfile triunfal de las tropas de sobrevivientes bajo el Arco de Triunfo, la segunda recupera otro elemento igualmente central a la evocación funeraria de posguerra: el monumento a los caídos de Verdún, construido pocos años antes, donde se inicia la secuencia. Pero en ambas, el retorno de los muertos sirve a un mismo propósito: el de constituirse como el garante último de la memoria y de la perdurabilidad de la paz. Y ese garante es, fundamentalmente, visual. Si los vivos vieran, parece ser su mensaje de fondo, la guerra se detendría. Es en este punto –si los vivos vieran– donde parecen unirse dos líneas discursivas cuyos autores son diferentes pero con objetivos y argumentos de fondo compartidos: exhibir ante los vivos lo que el rito funerario y las prácticas de duelo socialmente sancionadas sustraen normalmente a nuestra vista, para torcer positivamente el rumbo de nuestras decisiones. Conclusión El escueto pero multifacético corpus de fuentes que acabamos de recorrer es indicador de la existencia, en los albores del siglo XX y de la reproductibilidad masiva de las imágenes, de una serie de mecanismos retóricos y argumentativos ligados a la higiene social y al ejercicio de una disciplina científico-estatal sobre las prácticas funerarias de la población que atravesaron una amplia variedad de dispositivos visuales en los que el discurso científico, la ficción, el entretenimiento y los fines didáctico-coercitivos coexistieron de manera fluida. En su afán de modificar comportamientos tan extendidamente naturalizadas por el uso como –a su entender– equivocados desde el punto de vista de la salud pública, los médicos y científicos partidarios de la cremación de cadáveres sostuvieron una ardua polémica contra las actitudes tradicionales ante la muerte y el cadáver. En el proceso fundacional de las instituciones estatales argentinas, esto implicó echar mano –como se hacía en otros campos– de recursos retóricos que aprovecharon la pertinencia del tópico de lo monstruoso en el discurso médico y científico a partir del siglo XIX, pero que también supieron conjugarlo con los miedos y repugnancias más viscerales y atávicos, asociadas con el más allá, con el peligro del retorno de los muertos y (especialmente) con la posibilidad de que circunstancias que somos incapaces de controlar nos conviertan en espectadores de nuestra propia caída fuera del orden social, encarnada, tras la muerte, en el peor de los horrores posibles. En ese sentido, el interés y el alcance de estos discursos desbordaron ampliamente el acotado marco referencial de una publicación científica de divulgación para proyectarse sobre una cultura visual masiva en 13

proceso de expansión llegando hasta el cine, las revistas ilustradas de consumo popular y la creación de una museografía pública con fines didácticos. Como creo que han contribuido a demostrar las páginas precedentes, el análisis conjunto de unas y otras fuentes y su interacción en los albores de la cultura de masas del siglo XX puede enriquecer notablemente el conocimiento no sólo de los imaginarios científicos de una época determinada, sino también sobre el origen de algunos de nuestros temores más arraigados.

1. Eliseo Cantón, Atlas de anatomía y de clínica obstétrica normal y patológica, 1910. Col. Bibliothèque Interuniversitaire de Santé, París.

2. Boletín de la Asociación Argentina de Cremación, n. 6, 1924 (detalle). Col. Biblioteca Nacional, Buenos Aires.

3. Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera, La mosca y sus peligros, 1920 (selección de fotogramas). Col. particular.

4. Abel Gance, J’Accuse!, 1919 y 1938 (selección de fotogramas). Col. particular.

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