“Castella y elites en e Suroeste de la meseta del Duero postromana”, en Catalán, R., Fuentes, P. y Sastre, J. C. (eds.), Las fortificaciones en la tardoantigüedad. Élites y articulación del territorio (siglos V-VIII d.C.), Madrid, 2014, pp. 247-274

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Descripción

2014

978-84-941796-7-9

SEPARATA

Colección SIMPOSIA _ 5 Madrid, mayo de 2014

© FORTIFICACIONES EN LA TARDOANTIGÜEDAD: ÉLITES Y ARTICULACIÓN DEL TERRITORIO (SIGLOS V-VIII D. C.). Esta edición es propiedad de EDICIONES DE LA ERGASTULA y no se puede copiar, fotocopiar, reproducir, traducir o convertir a cualquier medio impreso, electrónico o legible por máquina, enteramente o en parte, sin su previo consentimiento. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Todos los derechos reservados. © Edición a cargo de Raúl Catalán Ramos, Patricia Fuentes Melgar y José Carlos Sastre Blanco © de los textos: sus autores. © de las ilustraciones: sus autores. © Ediciones de La Ergástula, S.L. Calle Béjar 13, local 8. 28028 – Madrid www.laergastula.com Diseño y maquetación: La Ergástula I.S.B.N.: 978-84-941796-7-9 Depósito Legal: M-14323-2014 Impresión: Publicep Impreso en España – Printed in Spain.

ÍNDICE Preámbulo Rosario García Rozas ................................................................................................................................ 11

— ARTÍCULOS —

Definindo a Lusitânia pós-imperial. Algumas ideias estruturantes Adriaan de Man ........................................................................................................................................ 13 Early Migration period hillforts in Southern Germany: State of research and interpretation Cristoph Eger ............................................................................................................................................ 21 Ciudades, torres y castella. La defensa de la Vía Augusta Josep María Nolla Bufrau ......................................................................................................................... 43 Aproximación al poblamiento tardoantiguo en Andalucía Julio Miguel Román Punzón y José María Martín Civantos ..................................................................... 57 Fortificaciones del reino de Toledo en el sureste de la Península Ibérica: el ejemplo del Tolmo de Minateda Blanca Gamo Parras .................................................................................................................................. 79 Comparación entre los espacios del Valle del Ebro y La Meseta: La Rioja y Burgos en la Antigüedad Tardía José María Tejado Sebastián ..................................................................................................................... 95 Fortificaciones y periferia en Hispania: el entorno de Soto de Bureba durante la Tardoantigüedad Rosa Sanz Serrano, Ignacio Ruiz Vélez y Hermann Parzinger .................................................................. 121 Aristocracias, élites y desigualdad social en la Primera Edad Media en el País Vasco Juan Antonio Quirós Castillo .................................................................................................................... 143 El territorio de Cea (León) durante la tardorromanidad y la Alta edad Media Margarita Fernández Mier, Carlos Tejerizo García y Patricia Aparicio Martínez ...................................... 159 La frontera suevo-visigoda: ensayo de lectura de un territorio en disputa Enrique Ariño Gil y Pablo C. Díaz .......................................................................................................... 179 Fortificaciones tardoantiguas y visigodas en el Norte Peninsular (ss. V-VIII) José Avelino Gutiérrez González .............................................................................................................. 191 El castillo de Gauzón (Castrillón, Asturias) y la fortificación del paisaje entre la Antigüedad Tardía y la Edad Media Iván Muñiz López y Alejandro García Álvarez-Busto ................................................................................ 215

Asentamientos fortificados altomedievales en la Meseta. Algunas distorsiones historiográficas Alfonso Vigil-Escalera Guirado y Carlos Tejerizo García........................................................................... 229 Castra y elites en el suroeste de la Meseta del Duero post-romana Iñaki Martín Viso ..................................................................................................................................... 247 Dos viviendas del siglo VI sin noticias de élites locales en el Cristo de San Esteban (Muelas del Pan, Zamora) Alonso Domínguez Bolaños y Jaime Nuño González ................................................................................ 275 La muralla tardoantigua de Muelas del Pan (Zamora). Una construcción de urgencia en un tiempo convulso Jaime Nuño González y Alonso Domínguez Bolaños ................................................................................ 297 La gestión en el patrimonio arqueológico de la provincia de Zamora Hortensia Larrén Izquierdo ...................................................................................................................... 329 El poblado fortificado de El Castillón en el contexto del siglo V d.C. José Carlos Sastre Blanco, Patricia Fuentes Melgar, Raúl Catalán Ramos y Óscar Rodríguez Monterrubio .............................................................................. 353

— VARIA —

Fortificaciones romanas en el limes de la Cirenaica Ana de Francisco Heredero ...................................................................................................................... 369 La piel del leopardo: espacios campesinos y espacios de poder en el alto valle del Águeda (Salamanca) Rubén Rubio Díez y Enrique Paniagua Vara ............................................................................................ 383 Castro Valente, una fortificación de control del Río Ulla David Fernández Abella ........................................................................................................................... 393 Paleopatología en la necrópolis del Castillo de Zamora (siglos VI-VIII) Laura García Pérez, M. Barbosa Cachorro, F. de Paz Fernández y J.F. Pastor Vázquez.............................. 399 El castillo de Crestuma (Vila Nova de Gaia, Porto, Portugal) entre la Romanidad tardia y la Edad Media: los retos de un sitio complejo António Manuel S. P. Silva ...................................................................................................................... 405 Sistemas de señales a larga distancia. Estudio de los topónimos ‘faro’, ‘facho’ y ‘meda’ en el noroeste peninsular José Carlos Sánchez Pardo ........................................................................................................................ 417 El Proyecto Maila en el yacimiento romano-tardoantiguo de Los Barruecos (Malpartida de Cáceres) Saúl Martín González, Aníbal González Arintero, Juan José Pulido Royo y Sabah Walid Sbeinati .......... 425

CASTELLA Y ELITES EN EL SUROESTE DE LA MESETA DEL DUERO POSTROMANA

IÑAKI MARTÍN VISO Universidad de Salamanca

RESUMEN El estudio de los sitios de altura en época postromana es uno de los escenarios de mayor interés para comprender los procesos sociales, económicos y políticos del Mediterráneo occidental. En este trabajo se analiza el suroeste de la meseta del Duero a través de ocho de estos castella, para los que disponemos de una información desigual. A partir del estudio de una serie de variables dentro de la cultura material de estos lugares, se plantea su surgimiento en el siglo V como consecuencia de la acción de elites locales. Funcionaron como “lugares centrales” que emergieron en áreas rurales y desde los cuales se llevaba a cabo un control político sobre las comunidades. E igualmente sirvieron como nudos en los que se hacía presente el poder central. Palabras clave: Castillos. Elites locales. Territorio. Cultura material. ABSTRACT The study of Postroman hilltop sites is one of the most interesting scenarios in order to understand the social, economic and political processes in Western Mediterranean. This paper analyses the Southwestern area of the Duero’s basin through eighth castella, with diverse data. These castella emerged as a consequence of the agency of some local elites in the fifth century, as the study of some specific items related to their material culture proves. They worked as “central places” shaped in rural areas and they were the foci of a political dominion over the local communities. And they also were the arenas in which the central authority was effective thanks to the feed-back with local elites. Key words: Castles. Local elites. Territory. Material culture.

Las fortificaciones en la tardoantigüedad: Élites y articulación del territorio (siglos V-VIII d.C.) 2014 / ISBN 978-84-941796-7-9 / págs. 247 – 274

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1. LA OCUPACIÓN DE SITIOS DE ALTURA EN EL PERIODO POSTROMANO1 Una de las paradojas más difíciles de resolver en los estudios sobre el Mediterráneo occidental postromano es la invisibilidad arqueológica de las elites, frente a su absoluto protagonismo en las fuentes escritas. ¿Dónde vivían estas elites? ¿Cuál es su rastro material? Estas cuestiones no tienen una respuesta clara. Dejando de lado la evidente y ubicua presencia de estas aristocracias en el ámbito urbano, algunos especialistas han propuesto la existencia de una fuerte modificación de las pautas de exhibición social. Las grandes uillae, que pretendían ser una representación en miniatura de las ciuitates y que se vinculaban a la cultura clásica y a la idea de paideia, fueron sustituidas por la inversión en equipamiento militar y el evergetismo cristiano, en un proceso de reformulación de los horizontes sociales y culturales (Lewitt, 2003). Sin embargo, otros trabajos destacan la considerable disminución de la riqueza económica de estas aristocracias como consecuencia de la ruptura de las redes comerciales internacionales y sobre todo de la parcelación política de la antigua pars occidentis y de la presencia de nuevos grupos, los bárbaros, que se han hecho con parte de la propiedad sobre la tierra (Brogiolo y Chavarría, 2005; Ward-Perkins, 2005); no vemos a esas aristocracias básicamente porque son mucho más pobres. En realidad, todas esas explicaciones son válidas, siempre y cuando no se tomen aisladamente, sino como un conjunto de factores múltiple que se manifestaría de manera diversa en cada región. Ahora bien, las elites aristocráticas siguieron existiendo en el mundo postromano y tuvieron que dejar una huella material. Para ello, hay que leer algunos “signos débiles” de esa presencia aristocrática, es decir indicadores que no son fácilmente visibles, pero que pueden ser muestras de un tipo de consumo asociado a esas elites (Zanini, 2007: 40-42). Por otro lado, se conoce desde hace tiempo otro proceso que afecta en esa misma época a la cuenca occidental mediterránea: la ocupación de sitios de altura (emperchement, riconquista delle sommità o encaramamiento). Se trata de un fenómeno plural, en el que se observa una gran diversidad de situaciones. Profundizar en las razones que explican ese magma de 1

Este trabajo se ha realizado dentro del proyecto de investigación HAR2010-21950-C03-02.

LAS FORTIFICACIONES EN LA TARDOANTIGÜEDAD

ocupaciones es el primer paso para comprender las nuevas realidades que se esconden tras un fenómeno tan heterogéneo, a fin de eludir la mera descripción de esa ocupación en altura como una explicación en sí misma (Wickham, 2002). Es cierto que no disponemos de proyectos de investigación a escala internacional que se planteen este problema en claves interpretativas complejas, pero al menos tenemos ya un corpus de casos regionales bien estudiados, sobre todo en la península italiana. Algunos de estos trabajos, como los llevados a cabo en la región de Toscana, ponen de relieve la existencia de ocupaciones de lugares situados en colinas ya desde el siglo VI; se trata de asentamientos con una cultura material pobre, con una edilicia en madera y abiertos, es decir carentes de defensas. Serían el resultado de iniciativas campesinas surgidas al calor de la crisis sufrida por las elites propietarias como consecuencia de la inestabilidad política que se instaura en la península italiana con la guerra greco-gótica y la conquista lombarda. Pueden comprenderse como el reflejo de un nuevo tipo de sociedad, que elude las áreas que habían sido objeto de la ocupación en época romana, huyendo del control de los poderosos. Será a partir de los siglos VIII y IX cuando estos asentamientos se doten de empalizadas en madera y aparezcan algunos edificios de mayor tamaño, donde se detectan pautas de consumo superiores a la media, es decir en el momento de afirmación del sistema curtense y de la gran propiedad (Francovich y Hodges, 2003; Valenti, 2004). Pero en el siglo V, y de forma especialmente notoria en el Norte de Italia (Brogiolo y Gelichi, 1996), surgieron una serie de castella que, por su técnicas constructivas de calidad y estandarizadas, su integración en sistemas de defensa complejos y la presencia de productos de importación provenientes de lugares lejanos, debieron ser erigidos por el estado. La presencia de importantes almacenes de grano u horrea indicaría su vinculación con la recaudación fiscal, concretamente de la annona (Brogiolo, 2011: 94-97). Un buen ejemplo sería Sant’Antonino di Perti, en Liguria, un lugar vinculado a la presencia del poder bizantino. Tales lugares presentan amurallamientos bien elaborados, realizados con una técnica poliorcética compleja, y aparecen abundante material armamentístico y producciones cerámicas de calidad (Manonni y Murialdo, 2001).

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Figura 1. El sitio de Roc de Pampelune, un sitio de altura postromano en el Languedoc (De Schneider, 2010: 139).

Sin embargo, en los últimos años se ha hecho especial hincapié en la construcción de sitios de altura fortificados por parte de la aristocracia. Los datos en Italia avalarían esta posibilidad, pues hay evidencias tanto escritas como arqueológicas de esa actividad (Brogiolo y Chavarría, 2005: 76-77). Así, en el siglo VI parecen surgir por iniciativas elitistas, convirtiéndose en sedes de la aristocracia, que disponía de un excedente a través de la annona y el tributo; en realidad serían antiguos centros planificados por el estado y ahora en manos de una aristocracia que, a partir del siglo VII, basaría su riqueza en sus bienes fundiarios, abandonando los sitios de altura (Brogiolo, 2006: 261-263). En otros casos, la existencia de defensas, aunque sin aplicarse elementos poliorcéticos muy elaborados, la

presencia de producciones cerámicas de calidad o de edificios eclesiásticos serían indicios de ese origen (Brogiolo, 2006: 210), una situación que también se detecta en el sur de Francia (Schneider, 2005) (Fig. 1). Se trata de un proceso que parece igualmente detectarse en las áreas bajo control de aristocracias bretonas en la Gran Bretaña postromana (Barrowman, Batey y Morris, 2007). Por consiguiente, una forma de hacer visibles a las aristocracias en el ámbito rural postromano es seguir la pista de estos castra o castella, caracterizados por su porte defensivo –aunque técnicamente inferior al de los castillos “estatales”–, por la presencia de pautas de consumo y distribución de cierto nivel y por la existencia de elementos materiales relacionados con las elites (epigrafía, monedas, edificios religiosos…).

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La península ibérica no es ajena a la ocupación de sitios de altura, destacando de nuevo la fuerte pluralidad de situaciones, una heterogeneidad que tiene mucho que ver con una realidad difusa territorialmente, pero también con una larga extensión temporal (Gutiérrez González, 2002: 20; López Quiroga, 2001 y 2004: 154-155, 215-216; Martín Viso, 2012a; Tejado Sebastián, 2012b). Recientemente, Juan Antonio Quirós (2013) ha realizado una síntesis que pone de relieve esa pluralidad; en el caso de los denominados castillos de “primera generación” (siglos V-VIII), observa la presencia de grandes recintos, recintos medios (de 2 a 10 has, reutilizando materiales previos y con construcciones hechas por especialistas) y pequeños recintos con una edilicia poco elaborada (Quirós Castillo, 2013: 312-313). Esta tipología nos proporciona una herramienta útil para desentrañar la compleja telaraña de la pluralidad de los castella. En cualquier caso, los testimonios escritos reiteran la importancia de estos castra y castella. Así una ley antiqua vinculaba la organización de la annona al castellum en pie de igualdad con la civitas (Zeumer, 1902: IX, 2, 6; Isla Frez, 2001). Por otro lado, Hidacio relata cómo las poblaciones galaicas se refugiaron en ciertos castella tutiora ante la llegada de los suevos y también cómo únicamente el Coviacense castrum (Valencia de Don Juan, León) se libró de los saqueos de Teodorico, tras la batalla del río Órbigo (Burguess, 1993: 81, 179). Otro ejemplo, entre otros, procede de Juan de Bíclaro que narra la campaña de Leovigildo contra la Oróspeda en la que conquistó civitates atque castella (Mommsen, 1960: IX, 2). Todos estos datos empujan a pensar en la importancia adquirida durante este periodo por estos sitios de altura, que configuran en muchas zonas un elemento trascendental del paisaje rural, en un momento en el que el término castrum ha asumido el significado de castellum, es decir un sitio de altura fortificado, que puede disponer de un hábitat asociado (Isla Frez, 2001)2. Un somero acercamiento a la realidad de esos lugares demuestra la extremada pluralidad de situaciones incluso dentro de la misma región (Sánchez Pardo, 2012). Así, en las tierras del sudeste ibérico se conocen una serie de asentamientos emplazados en 2

La hipótesis de que fuesen uillae fortificadas (Arce, 2005: 234243) sólo parece ajustarse a algunos contextos concretos y no parece que pueda generalizarse.

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lugares de altitud extrema. Poseen dimensiones reducidas y condiciones extremas, y carecen de elementos fortificados. Pueden identificarse con un poblamiento encaramado originado por una iniciativa campesina, dentro de un resquebrajamiento del sistema social y político romano y una huida de las poblaciones campesinas hacia zonas no controladas por el Estado (Quesada, 1991: 166-167; Reynolds, 1993; Gutiérrez Lloret, 1996: 275-276; Gómez Becerra, 1998: 466473; Jiménez Puertas, 2002: 92-93; Martín Civantos, 2007: 641-651). Sin embargo, estas poblaciones se habrían visto abocadas a una profunda transformación en la organización social y económica que precisarían una explicación más compleja (Cara Barrionuevo y Rodríguez López, 1998: 171-173). También en el noroeste peninsular se han detectado ocupaciones temporales de castros, que obedecerían a una coyuntura muy concreta, que no superaría el siglo V (López Quiroga, 2001: 84; Rodríguez Resino, 2005: 164-170). En realidad, como se ha observado en Loja o en el valle del Vinalopó, a pesar de que el emplazamiento de estos lugares podía ser periférico, muchos de ellos controlaban redes de comunicación y estaban conectados con el resto de la región en la que se encontraban (Jiménez Puertas, 2002: 93; Reynolds, 1993: 10). Esto ha llevado también a plantear que su ocupación fuera el resultado de la inestabilidad política, que habría obligado a las poblaciones a acudir a refugios (Gómez Becerra, 1998: 468-470; Jiménez Puertas, 2002: 92-93; Martín Civantos, 2007: 641642). Ahora bien, esa inestabilidad no me parece tan relevante como para modificar profundamente las pautas productivas de estas gentes. Resulta más factible entender su formación dentro de un profundo proceso de cambios en las redes productivas, con un mayor énfasis en la ganadería y en actividades asociadas al monte; representarían una potenciación económica de los espacios de montaña, complementarios a otros paisajes. Por otro lado, en las zonas más septentrionales de la península ibérica, surgieron asentamientos defensivos de reducidas dimensiones, precisamente en zonas donde no hay densas redes urbanas (Quirós Castillo, 2013: 316). En definitiva, se trata de esos pequeños recintos de la propuesta de Quirós que quizá sean el resultado de una reformulación de los espacios productivos y de la propia configuración de las elites en estos sectores.

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Otro patrón de ocupaciones muy distinto es el de aquellos lugares que ejercen un papel jerárquico y que en muchos casos deben relacionarse con la efervescencia de nuevos poderes locales (Castellanos y Martín Viso, 2005; Chavarría Arnau, 2005; Martín Viso, 2008b; Vigil-Escalera Guirado, 2007: 247-248 y 2010: 617-618; Quirós Castillo, 2011: 296). Se trata de ocupaciones que combinan la existencia de un hábitat con la fortificación y con el emplazamiento en posiciones de altura relativa, sin condiciones geográficas extremas. El origen de estas ocupaciones se encuentra todavía en discusión. La presencia de materiales cerámicos tardorromanos, aunque con una perduración post-romana, como la TSHT, parece vincularse a una fase inicial que debería datarse en el siglo IV y sobre todo en el V (Gonzalo González, 2006; VigilEscalera Guirado, 2007: 247-248). A medida que la nueva articulación sociopolítica fue madurando y, por tanto, las transformaciones se fueron consolidando, estos centros alcanzaron una mayor importancia, pero con una diversidad tipológica (Quirós Castillo, 2013). Pero los problemas no acaban en la cronología sino que afectan también a su conceptualización: ¿eran espacios surgidos desde una perspectiva militar? La existencia de estructuras habitacionales permanentes nos alejaría de la imagen de una guarnición. Así, en el caso de Puig Rom (Roses, Gerona), planteado como un modelo de esa función militar, se han localizado estructuras residenciales y numerosos silos que indicarían una actividad de carácter agrario (Palol, 2004: 15-16). En este mismo sentido, resulta destacable que estos lugares se encuentren fortificados mediante murallas en piedra, algunas de ellas de gran grosor y considerable altura, pero utilizando materiales locales reaprovechados y técnicas relativamente sencillas (García Guinea, González Echegaray y San Miguel Ruiz, 1966: 24; Rosselló, 2000; Palol, 2004: 51-52; Fuentes Domínguez y Barrio Martín, 1999; Gonzalo González, 2006: 26-28, Menasanch de Tobaruela, 2003: 255). Este tipo de construcciones encaja con una empresa local ordenada por una elite interesada en la creación de tales lugares, pero no por un estado capaz de homogeneizar esas labores ni mucho menos por un campesinado que difícilmente podría segregar voluntariamente parte de su tiempo de trabajo para erigir esas defensas.

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Los restos materiales exhumados en estos castella evidencian la existencia de un consumo relacionado con la existencia de individuos dotados de cierto poder económico. Quizá el caso más llamativo sea el del valle del Vinalopó (Alicante), donde los sitios de altura concentran en el siglo V la mayoría de los restos de cerámicas de importación, concretamente ARS y ánforas, que documentarían una circulación de mercancías, una producción cerámica que desapareció posteriormente a favor de producciones locales a torno o a mano, lo que sería consecuencia de la limitada capacidad de obtención de estas piezas (Reynolds, 1993: 36-37). Este cambio se advierte más claramente en Roc d’Enclar, donde la población dejó progresivamente de consumir productos cerámicos provenientes de la Narbonense y aumentaron las producciones locales (Bosch, 1997: 107). En cambio, en la meseta del Duero, los materiales de importación son mucho más escasos. En algunos de los castra se han recogido sigillatas tardías, pero predominan producciones locales, inferiores en calidad a las tardorromanas, aunque de mayor nivel técnico que las de otros yacimientos coetáneos (Gonzalo González, 2006: 40-41), y las cerámicas grises estampilladas, como las recogidas en Monte Cildá (García Guinea, Iglesias Gil y Caloca, 1973; Bohigas Roldán y Ruiz Gutiérrez, 1989: 42-49). La presencia de estas cerámicas parece vincularse con el acceso a unos productos de cierta calidad por parte de la población que reside en tales lugares. Otras evidencias arqueológicas nos muestran igualmente un cierto estatus entre los individuos que habitaban en los castella y elementos quizá vinculados a la actividad militar, así como su asociación con lugares de acuñación o hallazgo de monedas de oro (Martín Viso, 2008a). Como resultado de los datos expuestos, se desprende que la mayoría de estos castella pueden interpretarse como el resultado de una iniciativa aristocrática, una consecuencia de la eclosión de nuevas formas de poder en el espacio rural (Martín Viso, 2008b; Gutiérrez González, 2010). Pero no pueden descartarse iniciativas de carácter estatal, patrocinadas por los reyes, con la pretensión de dominar determinados espacios. Así parece ocurrir con Tedeja, donde la condición geoestratégica, la calidad de las técnicas poliorcéticas y la asociación con importantes elementos cultuales vinculados a la red episcopal, en concreto

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Figura 2. El castellum de Sant Juliá de Ramis (siglos V-VII) (De VV.AA., 2009: 62).

con el obispo de Auca, que consagró la iglesia de Santa María de Mijangos, serían indicios de esa relación con el poder estatal (Lecanda 2000; Bohigas, Lecanda y Ruiz Vélez, 2000; Bohigas, Lecanda y Ruiz Vélez, 2001; Martín Viso, 2006; Palomino, Negredo y Bohigas, 2012). De igual forma, los recientes estudios sobre el Castillo de los Monjes, en el alto valle del Iregua (La Rioja) se inclinan por una explicación estatal, motivada por la defensa de las rutas que comunicaban el valle del Ebro con el del Duero. (Tejado Sebastián, 2011). Este mismo caso ha servido para plantear que el estado visigodo no erigió espacios áulicos sino que pudo haberse hecho efectivo mediante pequeños esfuerzos energéticos y constructivos dispersos (Tejado Sebastián, 2012a) Un buen ejemplo habrían sido las fortificaciones emplazadas en los Pirineos, una suerte de clausurae, a las que pertenecerían ciertos castra citados en la Historia Wambae (Constant, 2007), incluyendo lugares como Sant Julià de Ramís (Burch y otros, 2006) o el ya citado Puig Rom (Fig. 2). No obstante y sin negar la existencia de un entramado defensivo, éste no implica la creación

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ex novo de tales fortificaciones por parte del estado, pues podría haberse tratado de una infraestructura reaprovechada por el poder central, posiblemente con la colaboración de las elites locales, para implantar ese sistema defensivo. Una posibilidad reforzada por la presencia de estructuras residenciales, de capillas y de una cultura material que parece expresar que estamos ante algo más que meros asentamientos militares. Su localización en un área fronteriza quizá explique una mayor interacción entre el poder toledano y los poderes locales, que no tuvo por qué ser la norma en el resto del territorio político. No obstante, debe advertirse que la presencia e importancia de estos castella es indudable para amplias zonas de la península ibérica. Sin embargo, debe recordarse que la ocupación de este tipo de centros no se detecta en todas partes. Así sucede con las áreas cercanas a las más importantes ciudades, como Mérida, e incluso de algunas no tan relevantes, como Gijón (Gutiérrez González, 2003). Puede decirse que la presencia de centros urbanos con un alto grado de vitalidad –aunque fuese dentro de un nivel regionales inversamente proporcional a la emergencia de castella.

2. EL SUROESTE DE LA MESETA DEL DUERO La meseta del Duero presenta algunos de ejemplos de estos nuevos sitios de altura, castra o castella, algunos de los cuales han sido objeto de intervenciones arqueológicas, aunque de manera discontinua en el tiempo, dando un especial énfasis al estudio de las murallas. Precisamente la escasa calidad del registro arqueológico es uno de los principales problemas a la hora de llevar a cabo un estudio de este tipo de lugares en el Noroeste penisular (Quirós Castillo, 2013: 309). De todas formas, disponemos de algunos casos que, a pesar de la parcialidad de los datos, ofrecen cierta información sobre este proceso. Se trata de lugares como Monte Cildá, La Morterona, Cerro de la Virgen del Castillo (Bernardos, Segovia), Castro Ventosa-Bergidum o Amaya (García Guinea, González Echegaray y San Miguel Ruiz, 1966; García Guinea, Iglesias Gil y Caloca, 1973; Abásolo y otros, 1984; Fuentes Domínguez y Barrio Martín, 1999; Gonzalo González, 2006; Fernández Mier, 2006;

CASTRA Y ELITES EN EL SUROESTE DE LA MESETA DEL DUERO POSTROMANA

Figura 3. Localización del suroeste de la meseta del Duero.

Quintana López, e.p.). La propuesta de Juan Antonio Quirós (2011: 296; 2013: 312-313) diferencia dentro de estos castillos “de primera generación” aquellos con amplias dimensiones y estructuras urbanísticas complejas, que serían una alternativa a las ciudades, y los de dimensiones más reducidas, entre 2 y 10 ha, con estructuras defensivas complejas y un urbanismo diferenciado. Todos los casos citados en este párrafo se corresponden a la primera de las tipologías, grandes oppida que aparecen en lugares donde el colapso de las antiguas civitates se documenta en un momento relativamente temprano. Son grandes ejes políticos, lo

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que explicaría su función como cecas en el periodo visigodo, al menos en el caso de Monte Cildá (Mabe) y La Morterona (Saldania) (Pliego, 2009: 116-117; Martín Viso, 2011: 234-235). En el suroeste de la meseta del Duero, existe un importante número de este último tipo de castella, aunque la información de la que disponemos sigue siendo fragmentaria, ya que estamos ante intervenciones muy antiguas y/u orientadas al estudio de otras épocas. Por tanto, los resultados de cualquier indagación sobre los datos existentes forzosamente son muy provisionales y no es posible discriminar con claridad los cambios en el modo e intensidad de la ocupación de estos castros (Ariño, 2006: 333; Ariño, 2011b: 210-212). A pesar de ello, puede realizarse un estudio que, siendo consciente de las limitaciones del material empírico con el que se cuenta, sea capaz de dar cuenta de algunas tendencias regionales que sirvan como punto de comparación con otros casos (Martín Viso, 2008b). De hecho, parece desprenderse la vitalidad de estos lugares a partir del testimonio de una pizarra escrita procedente de Cuarto de las Hoyas, en la dehesa del Cañal (Pelayos, Salamanca). En ella se repite el sintagma suscepimus per castros, lo que parece implicar la relevancia de estos sitios fortificados de altura, asociados a la captación tributaria, a juzgar por el uso del verbo suscipere (Velázquez Soriano, 2004: nº 20; Martín Viso, 2008b: 229-230).

Figura 4. Localización de los lugares analizados.

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Existe un buen número de lugares que parecen corresponder a esta tipología, pero he seleccionado una serie de casos específicos para los que disponemos de una mayor información. Se trata de ocho sitios: La Cabeza de Navasangil (Solosancho, Ávila), El Cristo de San Esteban (Muelas de Pan, Zamora), Irueña (Fuenteguinaldo, Salamanca), Las Merchanas (Lumbrales, Salamanca), Lerilla (Zamarra, Salamanca), Salvatierra de Tormes (Salamanca), Tintinolho (Cavadoude, Portugal) y Yecla la Vieja (Yecla de Yeltes, Salamanca). Las informaciones de cada uno de estoslugares son dispares en cantidad y calidad, pero una comparación de todas ellas permitiría avanzar en un conocimiento más general. Para ello, tomaremos como punto de análisis una serie de elementos (Fig. 3, Fig, 4). El primero de ellos se refiere a las dimensiones de estos lugares. Con la salvedad de Tintinolho y Salvatierra de Tormes, tenemos datos para el resto de los yacimientos seleccionados. En general se mueven entre 1,6 ha (La Cabeza de Navasangil) y 7,67 ha en Las Merchanas. Por tanto, se encontrarían dentro una categoría que implica unas dimensiones inferiores a aquellos lugares que pueden ser considerados como grandes polos políticos, pero que corresponden al patrón más frecuente de los castella, según la tipología expuesta por Quirós (2013). La excepción es Irueña, donde los datos recogidos en el inventario provincial hablan de 16,86 ha, lo que le incluye dentro de la categoría de lugares cercanos a las características de las ciuitates (Fig.5).

Lugar Irueña

Ha 16,86

Las Merchanas

7,67

Lerilla

5,64

Yecla de Yeltes El Cristo de San Esteban

5 4,25

Cabeza de Navasangil

1,8

Salvatierra de Tormes

Sin datos

Tintinolho

Sin datos

Figura 5. Dimensiones de los lugares analizados.

LAS FORTIFICACIONES EN LA TARDOANTIGÜEDAD

Otro aspecto importante es la localización de estos sitios. De nuevo nos encontramos con que seis de los lugares se sitúan en espigones fluviales, aunque no necesariamente estamos hablando de ríos de supuesta importancia comercial o vial. Algunos de ellos son cauces fluviales de relevancia comarcal (Águeda, Camaces, Huebra), mientras que otros quizás sí puedan asociarse a vados de cierta importancia, como en el caso de El Cristo de San Esteban y el paso del Esla o el de Salvatierra de Tormes y el río homónimo. Las dos excepciones a esta localización son Tintinolho, que se sitúa a 920 metros de altura, dominando la cuenca alta del río Mondego, por lo que sin ser un espigón fluvial sí parece existir alguna relación con el valle creado por ese río, si bien no se trata de una vinculación directa. Por otro lado, La Cabeza de Navasangil se halla emplazado en un promontorio granítico que constituye una de las primeras estribaciones de la Sierra del Zapatero, inserta en la Paramera, un punto desde el cual hay un buen control visual del Valle Amblés. Dentro de este ámbito de la localización, también debe advertirse cómo estos lugares se sitúan en áreas rurales relativamente periféricas con respecto a los supuestos territorios de las ciuitates romanas. Es cierto que la geografía urbana de este sector en el periodo romano es todavía mal conocida, pero algunos elementos son evidentes. Así, hay una clara elusión del entorno de Salmantica, uno de los principales centros urbanos de esta zona, en cuyas cercanías no se localizan lugares de este tipo. Sitios como Salvatierra de Tormes podrían encontrarse en los límites del territorio salmantino, en áreas alejadas de un control intenso por parte de las autoridades urbanas. Por otro lado, Las Merchanas y Yecla la Vieja se hallarían igualmente en los márgenes del territorio de Bletisama (Ledesma). En cambio, La Cabeza de Navasangil no se encuentra muy lejos de la ciudad de Ávila, que parece cobrar cierta relevancia a partir del siglo IV, por lo que se ha planteado la hipótesis de una posible vinculación con dicho centro urbano (Caballero Arribas y Peñas Pedrero, 2012: 235-236). Sin embargo, desconocemos los límites del territorio urbano abulense y no parece tratarse de un núcleo de excesiva relevancia antes del periodo tardorromano, por lo que La Cabeza de Navasangil podría hallarse en un punto relativamente periférico, en las estribaciones montañosas que se abren al valle Amblés.

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Figura 6. Localización de los castella en relación con las ciuitates del entorno.

En otros casos, hay mayores problemas para identificar las ciuitates próximas. No se sabe con claridad a qué territorio urbano correspondería el sector de Tintinolho, pues hay varias posibilidades (Seia, Vissaeum, Tapori en Bobadela, Lancienses Trascudani en Povóa de Mileu) (Alarcão, 1988; Osório, 2006: 8197), aunque Viseu parece ser la opción más factible, ya que es un lugar documentado como centro urbano entre los siglos IV y VII. Esa indefinición nos habla precisamente de una situación periférica con respecto a los centros urbanos en una región. Más problemas presenta el caso de El Cristo de San Esteban, ya que el lugar más cercano sería Oceloduri, cuyo solar no se ha identificado plenamente, aunque parece encontrarse en Almaraz de Duero o quizá en Toro (Bragado Toranzo, 1994). Si se acepta la primera de las posibles localizaciones, El Cristo de San Esteban no está muy lejos de esa localidad, pero debe tenerse en cuenta que el lugar no parece haber adquirido un rango urbano sino que se cita como una mansio, por lo que caben dudas sobre su auténtica influencia territorial. Quizá la zona de mayor interés sea la cuenca del Águeda, pues allí se concentran dos de nuestros casos: Irueña y Lerilla. Ambos, sin embargo, se encuentran relativamente separados. La duda estriba aquí en la localización de la supuesta ciuitas de Miróbriga. Tradicionalmente se ha planteado su identificación con la

actual Ciudad Rodrigo, donde se han encontrado evidencias de su ocupación en época romana (Martín Valls, 1976; Benito Álvarez y Martín Benito, 1994). No obstante, la mayoría de los investigadores se inclinan por considerar que el centro urbano de este sector se encontraría en Irueña, a juzgar por algunos hallazgos epigráficos, que demostrarían además la importancia de este lugar en el periodo del Principado (Mangas, 1992; Osório, 2006: 88). De ser esto cierto, habría que considerar que Lerilla se encontraría en una posición relativamente periférica con respecto al territorio de Irueña (Fig. 6). Esta localización coincide con la que ha establecido Juan Antonio Quirós (2013) para los casos de castillos de “primera generación” de dimensiones medias, tal y como sucede con el caso del Suroeste de la cuenca del Duero. Una situación que parece corresponder con una debilidad de las autoridades urbanas –aunque las ciudades no se abandonaron necesariamente– a la hora de ejercer el poder en el ámbito regional, frente al posible auge de notales locales, con una creciente autonomía con respecto a la ciuitas y sus estructuras. Otro aspecto importante son las estructuras defensivas, ya que todos estos lugares poseen amurallamientos, con la excepción de Salvatierra de Tormes, donde cabe conjeturar que la construcción del castillo

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Figura 7. Fortificación de Yecla la Vieja (Fotografía de Iñaki Martín Viso).

y la cerca de época pleno y bajomedieval pudo haber amortizado un amurallamiento previo. Como rasgo común debe destacarse la ausencia de soluciones poliorcéticas complejas, ya que en ningún caso se observa la presencia de torreones y las murallas se levantan directamente sobre la superficie de la roca, sin cimentación. Se trata de lienzos construidos en mampostería, con mayor o menor calidad, utilizando materiales locales (granito, pizarras…), así como estelas romanas reaprovechadas, tal y como sucede en El Cristo de San Esteban (Nuño González y Domínguez Bolaños, 2002: 107-109) y Yecla de Yeltes (Maluquer de Motes, 1956: 122-127; Martín Valls y Benet, 1997: 112-114) (Fig. 7). En general, aunque los datos varían mucho según cada lugar, se habla de alturas que todavía hoy sobrepasan los 2 metros, a pesar de los derrumbes, con anchuras que podían llegar a los 4-5 metros. En El Cristo de San Esteban, donde se comprueban dos fases diferenciadas en cuanto a la fortificación, se ha podido además certificar que el muro no encerraba todo el recinto sino únicamente las zonas más accesibles, situadas al sur y sureste; aquí se estimado que la construcción del muro original podría haberse llevado a cabo en dos campañas anuales por un grupo no superior a 100 individuos. Pero al mismo tiempo se

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califica el aumento del grosor de la muralla inicial como una obra ejecutada con “apresuramiento e impericia” (Nuño González y Domínguez Bolaños, 2002: 109). (Fig. 8) Por tanto, la impresión que se da es la de unas obras realizadas por poderes capaces de movilizar una fuerza de trabajo importante en un nivel local, aunque trasciende la ausencia de estandarización constructiva y el aprovechamiento de los materiales locales, usando técnicas sencillas, lo que parece alejarse de un diseño previo y formalizado. En algunos casos se erigieron estructuras defensivas que parecen tener un menor porte, como ocurre en La Cabeza de Navasangil –calificada como una cerca y no una auténtica muralla (Ariño, 2011b: 212)–, pero eso se puede deber al hecho de que eran las condiciones locales las que establecían el tipo de amurallamiento. El relativo aislamiento de La Cabeza de Navasangil posiblemente facilitó que no fuera precisa una estructura defensiva muy elaborada y condicionó las propias posibilidades de quienes mandaron fortificar el lugar. Tales amurallamientos encierran estructuras residenciales en su interior, que han sido documentadas en todos los casos, menos en Salvatierra de Tormes, donde la continuidad del asentamiento dificulta cualquier actuación, más allá de algunos sondeos muy

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Figura 8. Plano de El Cristo de San Esteban (De Domínguez Bolaños y Nuño González, 1997: 436).

parciales. En algún caso, como sucede en Las Merchanas, nos encontramos con un edificio con una técnica constructiva que denotaba cierta entidad, aunque de estructura muy sencilla, compuesto por tres estancias y datado a finales del periodo tardorromano (Maluquer de Motes, 1956: 80-82; Ariño, 2011b: 210). En Irueña, se han encontrado varias estructuras notables, una de las cuales, conocida por La Plaza, en la parte más alta, forma una especie de cuadrilátero levantado sobre terraplenes, y se hallan columnas y basas; e igualmente se habla de un templo cristiano en El Campanario (Martín Benito y Martín Benito, 1994: 179)3. En otros casos, nos hallamos con estructuras menos espectaculares, con zócalos de piedra y de dimensiones rectangulares, como sucede en La Cabeza de Navasangil (Caballero Arribas y Peñas Pedrero, 2012), o simplemente se detectan 3

También aparece así en los datos del inventario arqueológico de la provincia de Salamanca.

muros y derrumbes, que corresponderían a una edilicia que utiliza la piedra, al menos para la construcción de esos zócalos. La presencia de estas estructuras residenciales sería un indicio de que no estamos ante meros puntos de vigilancia o militares sino ante auténticos poblados, donde habitan gentes de manera duradera (Fig. 9). Otro indicio relevante procede de la cerámica. Salvo en los casos de Irueña y Lerilla, donde no hemos podido recabar una información adecuada acerca de los materiales cerámicos hallados, podemos destacar algunos elementos comunes, aunque los datos son de muy desigual calidad y cantidad. En general predomina en todos los lugares la cerámica común de cocina, que presenta serias dificultades para su seriación cronológica. También se reconocen algunas cerámicas de almacenaje en Tintinolho, El Cristo de San Esteban y Salvatierra. Estas piezas, hechas a torno, implican la existencia de una ocupación permanente de estos lugares y se asocian a una la

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Figura 9. Edificación de Las Merchanas. (Fotografía Iñaki Martín Viso).

Figura 10. Cerámica estampillada procedente de La Cabeza de Navasangil (De Larrén, 1989: 69).

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existencia de pautas de consumo equivalentes a otros núcleos rurales en abierto. Pero hay algunas diferencias significativas, como la presencia de algunas piezas de TSHT a molde y de cerámicas grises con decoración estampillada. Las primeras, que aparecen en El Cristo de San Esteban, Las Merchanas, La Cabeza de Navasangil, Salvatierra de Tormes y Yecla de Yeltes, han servido para fechar las ocupaciones de estos lugares a finales del IV y principios del V, aunque su número es porcentualmente muy reducido en todos los casos. Por otro lado, las producciones de cerámica gris estampillada se datan entre los siglos V y VII (Caballero Zoreda, 1989; Juan Tovar y Blanco García, 1997; Morín de Pablos, 2005a). La Cabeza de Navasangil y Salvatierra de Tormes ofrecen las colecciones más amplias de estos materiales, que también se han recuperado en menor número en El Cristo de San Esteban, Las Merchanas, Tintinolho y Yecla de Yeltes (Larrén y otros, 2003; Martín Valls y Pérez Gómez, 2004; Morín de Pablos, 2005b; Ariño, 2011a; Martín Viso y Tente, 2012) (Fig. 10). Ahora bien, el aspecto más relevante es comprender el significado social de la presencia de estas cerámicas. En el caso de la TSHT, se trataba de un producto industrializado y ampliamente difundido en el territorio de la meseta y en todo tipo de ambientes. La desaparición de los principales centros productores a partir del siglo V la convirtió en un producto cuya distribución dejó de ser tan extensa. Recientemente, Alfonso Vigil-Escalera (2009: 42-43) consideraba que este y otros elementos materiales aparecerían en estos contextos como consecuencia de una circulación propiciada por las elites, que, en un ambiente de profundo cambio social, se disputaban la adhesión de la mano de obra a sus personas y propiedades, una lucha de poder encarnizada que se expresa en la circulación de “materiales de prestigio dentro de su contexto”. De alguna manera, la TSHT adoptó a partir de la primera mitad del siglo V unas nuevas connotaciones: ha desaparecido una organización productiva compleja y centralizada, pero no así la demanda de esos productos. Se ha restringido la posibilidad de acceder a las redes de distribución de estos bienes y esa rarefacción los ha convertido en elementos asociados a un estatus. Algo semejante sucede con las cerámicas estampilladas, que no se documentan en contextos rurales

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coetáneos vinculados a poblaciones campesinas (Dahí Elena, 2012: 231). Como ha señalado recientemente Enrique Ariño (2011a: 266-267), las cerámicas estampilladas presentan unos rasgos que las diferencian de las comunes de cocina. Parece que tendrían una mayor especialización técnica y quizá hayan sido fabricadas en talleres más especializados, a lo que se une un catálogo de formas mucho más variado que en el caso de la cerámica común de cocina. Esto podría ser un testimonio de usos más diversificados e incluso quizá de una dieta más compleja, lo que marcaría un estatus. De todos modos, la presencia de algunos recipientes de cerámica estampillada no sería un indicador de una mayor disponibilidad de recursos en un asentamiento. Pero un número significativo de piezas podría ser un marcador de la existencia de unas elites con un acceso privilegiado a unas producciones cerámicas de más calidad que los estándares del momento, aquellas que se mueven en unas redes de distribución que permiten importar esta cerámica desde centros de productores alejados (Ariño, 2011a: 267). Por tanto, estaríamos ante lugares en los que existen elites que disponen del acceso a materiales que, dentro del contexto general, adquieren una cierta relevancia, a pesar de que continuaban siendo objetos de uso común (Fig. 11). También deben tenerse en cuenta los espacios funerarios. No poseemos información sobre los casos de Lerilla, Tintinolho y La Cabeza de Navasangil4. En otros casos, como Irueña, se habla de una necrópolis en la zona de la Puerta del Sol, pero no hay datos sobre ella (Maluquer de Motes, 1956: 63). Por otro lado, tampoco se ha llevado a cabo la excavación de una necrópolis completa; el caso mejor documentado es el de Las Merchanas, donde se pudieron exhumar 36 tumbas, que correspondían a una necrópolis mucho más extensa (Maluquer de Motes, 1968: 118120). De todos modos, pueden entresacarse algunos datos relevantes. Uno de ellos es la identificación en Las Merchanas y Yecla la Vieja de sendas necrópolis que pueden incluirse en el denominado “horizonte

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Figura 11. Cerámica estampillada procedente de El Cortinal de San Juan (Salvatierra de Tormes) (De Ariño 2011a).

4

Parece que la necrópolis de este lugar se encontraba en el paraje de Fuente de los Piojos, a unos 600 metros del espacio fortificado, un espacio excavado por Molinero pero de cuya intervención no hay informaciones. No obstante, se conserva un sarcófago monolítico y lajas procedentes de tumbas. Caballero Arribas y Peñas Pedrero, 2012: 219-222.

Figura 12. Cuchillo tipo “Simancas” procedente de la necrópolis de Yecla la Vieja (De Martín Valls, 1982: 192).

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del Duero” (Maluquer de Motes, 1956: 127-128; Maluquer de Motes, 1968; Martín Valls, 1982: 191194; Morín de Pablos y Barroso Cabrera, 2011: 160162). Por otro lado, en El Cristo de San Esteban se ha hallado una inhumación y también ajuares semejantes a ese horizonte, incluyendo un cuchillo tipo “Simancas” (Nuño González y Domínguez Bolaños, 2002: 109-115). Otro ejemplar semejante se recuperó en Yecla la Vieja (Martín Valls, 1982: 191) (Fig. 12). La investigación sobre este tipo de necrópolis en los últimos años se ha desvinculado completamente de la interpretación asociada a un limes septentrional. Tras los trabajos de Ángel Fuentes (1989) parece claro que los objetos que tradicionalmente se han considerado de carácter militar (especialmente el cuchillo “Simancas” y las puntas de flecha) podrían ajustarse mejor a una función venatoria, lo que eliminaría el carácter militar de estos enterramientos, aunque recientemente Vigil-Escalera (2010: 627-628) proponía una vuelta a esa explicación con un componente de militarización social. Sin embargo, la presencia de los cuchillos y de las puntas de lanza es esporádica en las tumbas de estas necrópolis, la mayoría de las cuales ofrece ajuares cerámicos sencillos o simplemente aparecen las tumbas sin rastros de ajuar. De ahí que en ocasiones esos materiales se hayan considerado la evidencia de un grupo social superior, aunque en realidad no parece que pueda hablarse de una diferenciación muy bien definida. Por otra parte, la cronología de estas necrópolis debe situarse fundamentalmente en el siglo V, si bien en los casos que nos ocupan, y ante la falta de excavaciones sistemáticas, desconocemos si la necrópolis pudo estar en uso durante un mayor periodo. Dado que aparecen fuera de la cuenca del Duero y con esa datación, creemos acertada la propuesta de denominarlas “necrópolis rurales postimperiales” (Vigil-Escalera, 2009: 35). En cualquier caso, resulta relevante que este tipo de necrópolis se asocie a este tipo de castella y a las fases finales de algunas uillae de la meseta, como La Olmeda (Chavarría, 2004-2005; Morín de Pablos y Barroso Cabrera, 2011). Con estos datos en la mano, ¿cómo debemos comprender estas evidencias? En mi opinión, los argumentos sobre el carácter venatorio de los materiales de las tumbas son convincentes, al mismo tiempo que expresarían algún tipo de diferenciación social, plasmada en rituales poco expresivos.

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Deben entenderse como la representación funeraria de unas comunidades campesinas, en las que aparecen individuos caracterizados con esos materiales, quizá relacionados con las elites que controlan políticamente estos centros fortificados. Un caso semejante sucedería en las uillae, donde los individuos representados por los cuchillos y/o las puntas de lanzas. Distinto es el caso de Salvatierra de Tormes, donde en el lugar de Regato de la Silla I, en el que se reconocieron 15 tumbas de lajas de pizarra de forma trapezoidal, se recogió una hebilla de cinturón del siglo VII procedente de una de ellas (Cerrillo, 1977). Posiblemente la necrópolis se extendía hacia el yacimiento identificado como Regato de la Silla II, donde también se conocen tumbas con semejantes características. Por tanto, estaríamos ante un espacio funerario de amplias dimensiones, aunque mal conocido, del que al menos una de las tumbas debe datarse en el siglo VII, en pleno periodo visigodo (Morín de Pablos, 2005: 168) (Fig. 13). Otro indicio dentro de la cultura material de estos lugares es la presencia de pizarras escritas o numerales. De los ocho casos elegidos, en cuatro se han recuperado este tipo de pizarras. Destaca el caso de Lerilla, de donde procederían alrededor de 900 fragmentos de pizarras fundamentalmente numerales, salvo cinco escritas (Velázquez Soriano, 2004: nos. 1, 105, 106, 154 y 155). Pero también se ha recuperado un numeroso corpus de ese tipo de pizarras procedentes de El Cortinal de San Juan, en Salvatierra de Tormes, con un total de 107 piezas, a las que se suman 6 fragmentos de pizarras escritas (Díaz y Martín Viso, 2011). De igual manera, proceden de La Cabeza de Navasangil alrededor de una veintena de pizarras todas numerales5, mientras que en Yecla la Vieja se ha encontrado una cantidad indeterminada de pizarras numerales así como una de texto (Martín Valls y Benet, 1997: 116; Velázquez Soriano, 2005: 100; Velázquez Soriano, 2004: nº 38) (Fig. 14). Puede observarse cómo la mayor parte de las pizarras halladas son numerales, mientras que las pocas de texto conocidas suelen referirse a listados de 5

Además de los datos de Larrén, 1989, se encontró otra pizarra numeral en las excavaciones de 1997-1998; Caballero Arribas y Peñas Pedrero, 2012. He podido consultar directamente estas pizarras en el Museo de Ávila y quiero agradecer la amabilidad de su directora María Mariné.

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Figura 13. Tumba de la necrópolis de El Regato de la Silla (Fotografía Iñaki Martín Viso).

antropónimos. Este patrón se diferencia del que encontramos en otros lugares, como Diego Álvaro, donde predominan las pizarras con textos, cuyos contenidos son muy variables, propios de más bien de un archivo. En cambio, los castella poseen un patrón más uniforme (Martín Viso, 2013). Estas pizarras numerales deben entenderse como anotaciones contables para uso inmediato, que rápidamente se amortizan. El alto número de estas pizarras en tales lugares reflejaría la existencia de una necesidad contable constante, al mismo tiempo que exigía un personal cualificado, capaz no sólo de escribir sino de formular operaciones matemáticas, ya que un análisis de esas piezas deja traslucir que estamos ante sumas, cuyo resultado final tiende a ser igual en cada línea, para después proceder a una multiplicación. Recientes trabajos han puesto de manifiesto que esta concentración de pizarras respondería a la existencia de oficinas contables que probablemente se dedicasen a la captación in situ de tributos indirectos, como ocurriría en Salvatierra de Tormes (Martín Viso, 2008b; Díaz y Martin Viso, 2011). En tal caso, los castella de este sector funcionarían como centros de captación fiscal. Aunque hay evidencias de un uso de las pizarras como material para anotaciones en época tardorromana, su uso masivo como soporte escriturístico debe situarse entre los siglos V y VII y se relacionaría con la pre-

sencia de elites que necesitan una contabilidad continua, de la que las pizarras forman parte como una anotación realizada in situ (Martín Viso, 2013). Esta situación parece tener su correspondencia en La Cabeza de Navasangil, donde se exhumó una estructura junto a la muralla, donde se encontró una tinaja de almacenaje con cereal carbonizado, recipientes muy variados, así como puntas de lanzas y una pizarra numeral. Su ubicación extramuros, pero flanqueando el acceso al lugar, la abundancia de cereal (aunque desconocemos su número exacto), el desproporcionado ajuar doméstico y la presencia de un equipamiento quizá militar, junto a la existencia de una pizarra, permite plantear la hipótesis de que sería un lugar en el que se gravaba una producción cerealística (Caballero Arribas y Peñas Pedrero, 2012: 225-226). Un último elemento que he tomado en consideración es la moneda. Sin embargo, las informaciones de las que disponemos no son muy elocuentes con respecto a este tipo de hallazgos. Sabemos de la presencia de monedas tardorromanas en La Cabeza de Navasangil, Las Merchanas, Tintinolho e Irueña (Caballero Arribas, 2012: 216; Tente y Martín Viso, 2012)6. 6

En el caso de Las Merchanas e Irueña, los datos procedentes del inventario arqueológico de la provincia de Salamanca recoge la existencia de esas monedas, aunque no se ofrece su número ni se describen.

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Figura 14. Pizarra numeral procedente de Lerilla (Museo Catedralicio de Ciudad Rodrigo) (Fotografía de Pablo C. Díaz).

No obstante, la presencia de estas monedas no es un indicio suficiente para la datación, ya que existen evidencias de un uso continuado de este numerario de escaso valor hasta fechas avanzadas, debido a la ausencia de acuñaciones en bronce durante el periodo postromano (Marot, 2000-01; Doménech Belda y Gutiérrez Lloret, 2006). Por otra parte, la presencia de monedas estaría reflejando la existencia de una actividad económica en un lugar determinado, aceptando que, al menos hasta el siglo V, nos encontramos con una sociedad altamente monetizada. Por desgracia, desconocemos el número exacto de monedas halladas y no contamos con estudios que se hayan planteado este tipo de preocupaciones a una escala regional. Bien distinto es el caso de los tremisses, la moneda de oro acuñada por los visigodos. El número de piezas recuperados y de cuños reconocidos parece sostener la idea de que nos encontramos con acuña-

LAS FORTIFICACIONES EN LA TARDOANTIGÜEDAD

ciones bastante escasas a lo largo de todo este periodo. Se trataba de un numerario de gran valor, difícil de utilizar en la vida cotidiana de los campesinos y al alcance únicamente de algunos pocos miembros de la sociedad. La explicación más plausible es que la función principal de la moneda de oro fuese de carácter fiscal, un instrumento al servicio del poder emisor para contabilizar la captación del excedente obtenido como tributo y valorado en oro a través de la adaeratio (Retamero, 2011). Los hallazgos de tremisses deben vincularse con individuos o grupos conectados con el poder emisor, es decir el reino visigodo. Esa relación puede tener un sentido tributario, en la medida en que los poseedores son sujetos fiscales (pagan impuesto) y/o agentes fiscales (recaudan impuestos); pero también puede tener un significado más simbólico, como expresión de la relación privilegiada entre el poseedor y el poder estatal (Martín Viso, 2011). Sea como fuere es un indicio de la presencia de elites integradas en las redes políticas del regnum. Únicamente se han encontrado tremisses en Tintinolho, concretamente uno de Sisebuto (612-621), acuñado en Celo, y otro del reinado de Suintila (621-631) realizado en Caesaraugusta. (Martín Viso, 2008a: 183; Barral i Altet, 1976: 183; Faria, 1988: 74). Un aspecto importante es que dadas las características intrínsecas a los tremisses (su alto valor monetario y su significado social), no es un material que se abandone fácilmente, lo que explicaría la escasez de estos hallazgos. En cualquier caso, Tintinolho emerge como un ejemplo de la existencia de esa relación específica con el estado que tendría como escenario el castellum (Tente y Martín Viso, 2012). Junto a todos estos datos, cabe ofrecer también un dato en negativo: la ausencia de tumbas excavadas en la roca en relación con estos lugares. Como en este mismo congreso han señalado Rubén Rubio y Enrique Paniagua, se produce un efecto de elusión entre estos castella y las tumbas excavadas en la roca (Rubio Díez, 2013). En cambio, otros lugares fortificados posiblemente en época posterior (siglos VIII-XI) sí presentan este tipo de enterramientos (Martín Viso, e.p.) El único caso en el que se conoce la presencia de tumbas excavadas en la roca es el de Irueña, pero el hecho de que se sitúen en el interior del recinto fortificado y cerca de importantes restos constructivos

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Figura 15. Tumbas excavadas en la roca y castella en la comarca de Ciudad Rodrigo.

hace pensar que estamos ante unas inhumaciones realizadas con posterioridad al abandono de este lugar (Rubio Díez, 2011: 206-207; Martín Viso, 2012b: 176); posiblemente persistió una memoria de prestigio relacionada con este lugar que fue aprovechada en beneficio del difunto y de su familia. De momento, no tenemos ningún dato que permita datar esas tumbas, aunque los resultados provisionales de las excavaciones que hemos codirigido Rubén Rubio y yo en el

lugar de La Genestosa parecen avalar una cronología postromana de algunas de las tumbas excavadas en la roca de este sector, una propuesta ya defendida por Rubio Díez (2011). Resulta llamativo además el hecho de que en el entorno cercano de los lugares seleccionados no haya evidencias de este tipo de inhumaciones. Buena prueba de ello es la comarca de Ciudad Rodrigo, donde no se documentan sitios con tumbas excavadas en roca en las inmediaciones de

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Irueña y Lerilla (Fig. 15). Otro tanto sucede en Tintinolho, ya que los numerosos sitios con tumbas excavadas en la roca del alto Mondego eluden su entorno. Las Merchanas, Yecla la Vieja y Cabeza de Navasangil responden a ese mismo patrón, mientras que en el entorno del valle del Tormes a la altura de Salvatierra no existe ninguna información sobre tumbas excavadas en la roca. Una posible hipótesis es que el fenómeno de esta tumbas, en su mayoría aisladas y emplazadas en áreas rurales, deba asociarse, al menos en sus inicios, a lógicas sociales diferentes a las que organizaban los castella y proyectaban a su entorno más cercano, como expresión de unas comunidades insertas en lógicas sociales campesinas7. El análisis de estos ocho casos permite ofrecer una imagen impresionista de las ocupaciones de castella en el suroeste de la meseta del Duero. Pero existen además otros lugares que presentan indicios de haber funcionado como castella, aunque la información de la que disponemos es mucho menos densa. Ocurre, por ejemplo, en San Mamede (Villardiegua de la Ribera, Zamora), donde se han encontrado algunos fragmentos de TSHT así como una pizarra numeral, además de encontrarse sobre un espigón fluvial que se abre al río Duero (Martín Carbajo y otros, 2001; Benito del Rey, Bernardo y Sánchez Rodríguez, 2003: 311-313). Otro caso sería el de Monte Calavre, que posiblemente correspondería a la sede episcopal de Caliabria y que se localizaría en un cerro que se alza sobre el curso del Duero en Almendra (c. Vila Nova de Foz Côa). Este punto, que presenta todavía evidencias de fortificación, ha ofrecido pocos restos materiales, frente a lo que sucede en el lugar de Aldeia Nova/Olival dos Telhões, al pie del cerro, que sería quizá el solar del espacio episcopal, donde se ha encontrado abundante material cerámico, entre los que destaca la presencia algunos fragmentos de sudgallicas y de TSH tardías claras, así como de un lagar supuestamente de época romana (Martins y Cosme, 2000). Por otro lado, las excavaciones en El Mirón, lugar situado sobre el valle del Corneja, descubren una muralla posiblemente tardorromana, de la que quedan restos en algunos puntos reaprovechados en la posterior muralla medieval. Se encontraron allí mo-

nedas del siglo IV, así como algunos fragmentos de TSHT, si bien no puede asegurarse su continuidad en el siglo V (Fabián García, 2007: 104)8. También en Ávila, se han identificado algunos lugares con este tipo de materiales como El Castillo (Cardeñosa) y Cerro de San Miguel (Navarredonda), que podrían responder a este patrón (Fabián García, 2007: 105). Otro posible ejemplo proviene del castillo de Carpio Bernardo (Villagonzalo de Tormes, Salamanca), un lugar fuertemente alterado por la construcción de una fortaleza bajomedieval, de donde procede un broche de cinturón semejante a los hallados en algunas de las “necrópolis del Duero” (Martín Valls, 1982: 195; Morín de Pablos, 2005a: 155). No obstante, falta una información más fiable para completar esa geografía de los castella, sin duda más abigarrada que los ocho casos aquí analizados.

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Este argumento debe mucho a las reflexiones de Rubén Rubio Díez, que nos hizo partícipe de ellas.

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3. HACIA UNA INTERPRETACIÓN REGIONAL Es necesario plantear algún tipo de interpretación a partir de estos datos, aunque sea forzosamente provisional. En términos generales estos lugares parecen haber tenido una gran vitalidad desde el siglo V hasta finales del VII o quizás el VIII. Se ha defendido la ocupación de estos castella ya en el siglo IV, aunque el argumento se basa en la presencia de TSHT y de monedas romanas. Sin embargo, los fragmentos de TSHT son muy escasos dentro del material recuperado y podrían responder mejor a una continuidad de uso en el siglo V, pues para el IV deberíamos hallar una mayor cantidad de estos fragmentos. Por otro lado, las monedas de bronce tardorromanas fueron utilizadas durante un largo periodo, por lo que no son por sí mismas indicios cronológicos. Aunque no puede cerrarse la puerta a la existencia de algún tipo de ocupación en el siglo IV, me inclino por la hipótesis de que estos lugares surgieron fundamentalmente en el siglo V, al calor de las importantes transformaciones que se operan en esos momentos (Vigil-Escalera, 2010: 617-619). Esta datación general coincidiría con la que propor-

Agradezco a José Francisco Fabián los datos que me ha facilitado sobre ese lugar.

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cionan las necrópolis, tanto las mal denominadas del “Duero” (del siglo V) como las que poseen ajuares típicos del periodo visigodo. Esta afirmación no significa que todos los lugares hayan estado sincrónicamente ocupados durante todo el periodo; sin duda hubo lugares que pudieron ser abandonados en un momento determinado y otros ocupados en un periodo posterior, e incluso parecen existir fases diferenciadas dentro de un mismo lugar. Así, la información sobre Las Merchanas no permite de momento aventurar una ocupación que sobrepase el siglo V (Salinas, 1997: 408), lo que no quiere decir necesariamente que no pudiera haberla, ya que la investigación sobre este castro ha sido muy parcial9. Por otra parte, en El Cristo de San Esteban y en La Cabeza de Navasangil se han detectado dos fases de ocupación diferenciadas. En el primer caso, una primera ocupación de dataría a finales del IV o, más probablemente, a principios del V, a la que seguiría otra más estable, a la que corresponderían los restos de tres viviendas de piedra, donde se han encontrado los restos más importantes (Domínguez y Nuño, 1997: 436). En La Cabeza de Navasangil, se habla de una fase de ocupación iniciada a finales del IV y comienzos del V, y otra, para la que disponemos de los materiales más representativos que abarcaría el siglo VI, llegando hasta finales de esa centuria o comienzos del VII, cuando el lugar se abandona tras un potente incendio (Caballero Arribas y Peñas Pedrero, 2012). Estas informaciones permiten vislumbrar una historia compleja, con un surgimiento sobre todo en el siglo V, pero con historias que incluyen posibles abandonos o retracciones en la ocupación, y un momento de auge a partir de los siglos VI-VII en muchos casos. Por otro lado, el caso de Las Merchanas nos permite además plantearnos la existencia de fases previas, ya que se trata de un castro con evidencias de ocupación prerromana y republicana (Maluquer de Motes, 1956: 85-87). No es una excepción, porque otros 9

Como señala Ariño, 2011b: 210, el contexto de abandono el edificio tardorromano se fecha por TSHT a molde y un bronce de Magno Máximo, materiales que se detectan en periodos más tardíos. Pero además se observa el reaprovechamiento de materiales procedentes de esculturas y otras piezas de mármol, lo que nos habla de una época posterior, pero sin que quede claro, según Enrique Ariño, que hubiera una ocupación efectiva de ese lugar.

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lugares parecen responder a ese mismo patrón, como sucede en Lerilla (Cabré, 1930; Maluquer de Motes, 1956: 129) o en Yecla la Vieja (Martín Valls, 1982)9. En todos estos casos podríamos encontrarnos con lugares que dejaron de tener una función jerarquizadora y que perdieron su condición de lugares poblados a lo largo del periodo romano, pero que mantuvieron cierta relevancia simbólica en el paisaje, lo que permitió su reocupación posterior, en un momento en el que los referentes sociopolíticos se modificaron. Quizá algo semejante sucedió en El Cristo de San Esteban, con una fase de ocupación en Hierro I, y en Tintinolho, aunque los datos aquí son muy dudosos. En cambio, otros lugares debieron surgir ex novo, como parece suceder en Salvatierra de Tormes o en La Cabeza de Navasangil. No obstante, las reocupaciones del siglo V de castros prerromanos implicaron una nueva fase de ocupación, que transformó estos lugares, pasando de ser referentes simbólicos a “lugares centrales” plenamente eficaces. 10 Hay una notable excepción dentro de los casos seleccionados: Irueña. La existencia de un relativamente denso corpus de inscripciones altoimperiales, el uso de sillares en las estructuras residenciales, las amplias dimensiones del lugar (muy superiores a la media regional) e incluso el hecho de que se considere por algunos autores una ciuitas, así como la ausencia de elementos típicos de las ocupaciones postromanas, permiten albergar dudas sobre su inclusión en la categoría de castella. Me parece altamente dudosa su ocupación a partir del siglo V, aunque carecemos de informaciones más densas sobre este lugar que podrían hacer reconsiderar esta opinión. De momento resulta más factible la hipótesis de que Irueña fuese un aglomerado de carácter urbano, que sufrió una intensa crisis, acompañada de su abandono, precisamente a partir de este periodo. Esto explicaría el auge de otros lugares en la comarca mirobrigense, como sucede con Lerilla. De alguna manera, Irueña es el reverso del proceso que estamos examinando, el referente sociopolítico que desaparece, surgiendo en su periferia nuevos “lugares centrales”, entre los cuales estaría no solo Lerilla sino posiblemente también quizá La Plaza (Rubio 10

Véanse las fichas respectivas de ambos lugares en el inventario arqueológico de la provincia de Salamanca

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Figura 16. Detalle de la muralla norte de Irueña (Fotografía: Rubén Rubio).

Díez, 2013: 278). Pero mantuvo una cierta preeminencia simbólica, lo que explica la aparición de tumbas excavadas en la roca, presumiblemente reaprovechando el prestigio del lugar (Fig. 16). Con respecto a la iniciativa de construcción de estos lugares y a su gestión no parece factible que fuesen campesinos, debido a que implican la existencia de un liderazgo que consiga movilizar la mano de obra necesaria. Tampoco queda claro cuál sería el objetivo perseguido, pues la inestabilidad política afectaría sobre todo a las elites. A todo ello se añade la existencia de una cultura material de cierto nivel y de estructuras residenciales, lo que conlleva un fuerte cambio en la organización de la producción. Bien distinto hubiera sido el caso de encontrarnos con recintosrefugio sin apenas otros materiales que la construcción de una muralla en un sitio emplazado en un lugar a una altitud elevada. Un ejemplo, aunque quizá más tardío, es el de El Castillo Viejo (Valero, Salamanca), que podría responder a esas características (Santonja y otros, 1986-87). Por otra parte, una iniciativa estatal tampoco parece concordar con los datos expuestos, ya que no hay técnicas poliorcéticas complejas, ni estandarización de las formas constructivas, ni una intencionalidad de control geopolítico, ni siquiera son evidentes muestras de una huella estatal, más allá de los tremisses de Tintinolho.

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Por tanto, cabe pensar en una iniciativa y gestión de elites locales (Castellanos y Martín Viso, 2005). Estas elites se reposicionaron en el siglo V ante la nueva situación sociopolítica, con la pérdida de eficacia de los referentes previos. Ya no eran las ciuitates, ganglios del poder imperial en el territorio, ni los grandes propietarios, posiblemente absentistas, los ejes del poder. Como consecuencia se produjo una fuerte fragmentación social y territorial en toda la meseta del Duero y en otras áreas del noroeste (Escalona, 2006; Díaz, 2006). Es entonces cuando en las áreas más alejadas de los centros urbanos, las elites construyen nuevos “lugares centrales” que responden a su posición de dominio comarcal. Unos “lugares centrales” fortificados no tanto por una necesidad militar, sino como símbolo del poder de una elite, de la capacidad de salvaguardar a una población, como argumento para ejercer el dominio, en definitiva como plasmación de su hegemonía en una escala local-comarcal, incapaz de crear redes estables entre los distintos castella. Surgen en zonas donde la proyección del poder urbano era ya de por sí menor, pero quizás también al calor de la desvertebración creciente de algunas de las antiguas ciuitates (Quirós Castillo, 2013). No parece que, al menos en el suroeste duriense, debamos pensar en unas elites con grandes propiedades; la única información de la que disponemos, las

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pizarras de Diego Álvaro (Ávila), habla más bien de una propiedad muy local (Martín Viso, 2007: 177178). La localización de estos castella debe entenderse en relación con el control de vados fluviales y de áreas de especial riqueza ganadera, es decir tratan de dominar procesos productivos ajenos mediante argumentos que podríamos calificar más bien de “políticos”. Son el auténtico referente de la autoridad y, en calidad de tales, ejercen un dominio, tasado posiblemente en una tributación indirecta, sobre las comunidades que habitan su territorio. Esto explicaría la presencia de oficinas contables, de las que serían una huella las pizarras numerales, que, por otra parte, demostrarían el uso de instrumentos propios de la contabilidad dominical ahora en manos de estas elites, así como la adaptación a soportes de escritura hasta entonces menos valorados, como la pizarra (Martín Viso, 2013). La presencia de ciertas cerámicas de calidad dentro de su contexto indicarían la existencia de individuos que acceden a redes de distribución de cierto nivel, mientras que algunos ajuares funerarios mostrarían sobre todo a aquellos individuos que se encontraban dentro del engranaje de estas elites, los encargados de hacer efectivo el dominio sociopolítico en esa escala, sus servidores u hombres de confianza. La localización de estos castella en los márgenes de los territorios urbanos respondería a ese segundo modelo de castillos de “primera generación”, que aparecerían en zonas con poderes urbanos en retroceso, aunque no necesariamente las ciuitates desaparecieron (Quirós Castillo, 2013: 315). Una situación aplicable al caso de estudio donde, de cualquier forma, jamás se creó una densa red urbana. Pero esas ciuitates apenas se diferenciaban de los castella. Un buen ejemplo es Ávila. Aunque los orígenes de este lugar continúan siendo discutidos, todo parece indicar que se creó como asentamiento en el periodo republicano, pero sin que se desarrollara una ciuitas en sentido estricto. De hecho, hay serias dudas acerca de la presencia de un recinto fortificado. Será a partir del siglo IV, sobre todo de su segunda mitad, cuando el lugar adquiera una configuración urbana y posiblemente sea el momento de construcción de una muralla que encerraría un espacio más reducido que el integrado por la muralla medieval, aunque con dimensiones superiores a las 20 ha (Fabián, 2007; Barraca, 1999; Centeno Cea, 2006a). Es entonces

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cuando aparece Ávila como sede episcopal de Prisciliano, al mismo tiempo que se observa una intensa actividad urbanística en el siglo V. Resulta interesante comprobar cómo la cultura material que se ha podido recuperar en algunos puntos de la ciudad no difiere de la que se ha hallado en los castella rurales: algunos fragmentos de TSHT, cerámicas estampilladas, pizarras numerales y monedas de oro (Díaz de la Torre, 2003; Centeno Cea, 2006b). De ahí se infiere que quienes vivían en las ciudades y en los castella se movían en redes de distribución y poseían pautas de consumo muy semejantes, y que desde unos y otros lugares se ejercía un dominio semejante. En realidad, Ávila no sería algo muy diferente a uno de esos grandes recintos identificados como uno de los patrones de los castillos de “primera generación” (Quirós Castillo, 2011 y 2013). Parece, por tanto, que los castella funcionarían como pequeñas ciuitates en el periodo postromano. La gran diferencia consistía en la existencia de un poder episcopal en Ávila en el siglo VII, lo que dotaba a la comunidad allí asentada de una poderosa herramienta de vinculación con el poder central y de proyección en el territorio. No obstante, esta última función no parece haber sido muy efectiva, a tenor de las nulas menciones a obispos y a ciuitates en las pizarras escritas (Martín Viso, 2007: 178-179). En este contexto ¿dónde se encuentra el estado? Es muy probable que el siglo V, al menos desde el primer tercio, sea un momento de inflexión en la presencia estatal en buena parte de la meseta del Duero. La autoridad central fue sustituida por una pléyade de poderes, algunos radicados en ciudades, otros con una base eclesiástica y, en la mayoría de las ocasiones, al menos en el suroeste de la meseta de Duero, en estos castella. El reino suevo, que dominó parcialmente este sector, no parece haber creado una estructura de dominio propia. El Parochiale Sueuum demostraría que la articulación territorial del regnum sueuorum era simplemente la de las estructuras eclesiásticas surgidas de manera autónoma respecto a la autoridad de los reyes suevos, y que a su vez estas eran un mero reflejo de unas estructuras locales que habían surgido desde abajo (Díaz, 2011: 191-206) Cuando el regnum visigodo quiso implementar su dominio teórico, tuvo que negociar con este archipiélago de pequeños poderes locales (Castellanos y Martín Viso, 2005; Castellanos, 2008).

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Este proceso mezcló el pacto con el ejercicio de la fuerza. Quizá en esas pugnas desaparecieron algunos de los “puntos centrales”. En cualquier caso, el patrón se mantuvo y la geografía del poder en época visigoda estaba fundamentada en tales castella. Esto explicaría el auge de lugares como El Cristo de San Esteban, La Cabeza de Navasangil, Salvatierra de Tormes o Tintinolho, consecuencia de la plena integración de estos lugares en el entramado político. Puede decirse que el reino visigodo se expresa sobre el territorio a través de estos castella y de las elites que controlaban estos “lugares centrales”. El resultado fue la proliferación de “lugares centrales” y de espacios cada vez menos jerarquizados y mal definidos, que sustituyeron a los modelos, altamente centralizados, de origen romano (La Rocca, 1998b; Schneider, 2007: 19). Como ya he señalado, al final de la ocupación de estos lugares como “lugares centrales” parece situarse en los siglos VII-VIII, atendiendo a la ausencia de evidencias para ese periodo. Sin embargo, no se trata de una evidencia segura. Carecemos de excavaciones sistemáticas de estos lugares pero además no somos aun capaces de reconocer las fases correspondientes a los siglos VIII y IX, por lo que quizá más que un abandono lo que sucede es que no podemos observar esas fases. El hecho de que alguno de estos lugares aparezca siglos más tarde ocupado y con una función jerárquica, como ocurre con Salvatierra de Tormes, sería un dato que invita a ser prudentes. De todos modos, la mayoría de estos centros no mantuvieron una capacidad jerárquica reconocible ya para el siglo X, cuando disponemos de alguna información. Es cierto que el documento de fundación de la diócesis de Ciudad Rodrigo, en 1161, que cita expresamente a Irueña y Lerilla, así como Margarida, que quizá coincida con el lugar de La Plaza (Lucas Álvarez, 1997: doc. 112)11. Pero esta y otras menciones no implican la persistencia de una ocupación de tales lugares. Resulta más factible pensar en la pervivencia de una memoria que vincula a estos sitios con territorios ordenados desde esos puntos, pero no una relación efectiva. Como hipótesis muy provisional, puede plantearse que estos castella dejaron de funcionar como “luga11

Rubio Díez, 2013: 278. Véase el trabajo de Rubén Rubio y Enrique Paniagua presentado en este mismo congreso.

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res centrales” en el marco del fuerte colapso del poder político central que se produjo en todo el noroeste peninsular durante el siglo VIII. La integración de los castella en el sistema político visigodo incrementó la dependencia de las elites locales con respecto al regnum a la hora de afianzar su estatus. Este se basaba en un dominio de tipo político, que en el siglo VII se reforzó al convertirse en agentes locales del regnum. Esta creciente dependencia con respecto a su papel como representantes de una autoridad central provocaría, a mi juicio, el colapso de los castella y del dominio que se ejercía desde ellos en el momento en que el poder político centralizado desapareció. En determinadas zonas, se pudo conservar la memoria de estos lugares y de sus territorios, sin que en la práctica fueran reales, sino únicamente como instrumento para entender o etiquetar espacios débilmente jerarquizador. BIBLIOGRAFÍA Abásolo, J. A. y otros (1984): Excavaciones en el yacimiento de La Morterona, Saldaña (Palencia), Palencia. Alarcão, J. de (1988): O dominio romano em Portugal, Lisboa. Arce, J. (2005): Bárbaros y romanos en Hispania (400-507 a.D.), Madrid. Ariño, E. (2006): “Modos de poblamiento rural en la provincia de Salamanca (España) entre la Antigüedad y la Edad Media”, Zephyrus, LIX, pp. 317-337. Ariño, E. (2011a): “El yacimiento de El Cortinal de San Juan (Salvatierra de Tormes, Salamanca) y su contexto arqueológico”, en Díaz, P. C. y Martín Viso, I. (eds.), Between taxation and rent. Fiscal problems from Late Antiquity to Early Middle Ages/ Entre el impuesto y la renta. Problemas de la fiscalidad tardoantigua y altomedieval, Bari, pp. 251-270. Ariño, E. (2011b): “La cultura material de los asentamientos rurales del valle medio del Duero entre los siglos V y VIII: el final de reino visigodo y el origen de alAndalus”, en García Moreno, L. A. y Vigil-Escalera, A. (coords.), 711. Arqueología e Historia entre dos mundos, Alcalá de Henares, vol. II, pp. 205-222. Barraca de Ramos, P. (1999): “Ávila en la Antigüedad Tardía”, en García Moreno, L. y Rascón Marqués, S. (eds.), Complutum y las ciudades hispanas en la Antigüedad Tardía, Alcalá de Henares, pp. 181-192. Barral i Altet, X. (1976): La circulation des monnaies suéves et visigothiques. Contribution à l’histoire économique du

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