Carácter español: Tradición pictórica y señas de identidad en el debate artístico del primer tercio del siglo XX

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CARÁCTER ESPAÑOL: TRADICIÓN PICTÓRICA Y SEÑAS DE IDENTIDAD EN EL DEBATE ARTÍSTICO DEL PRIMER TERCIO DEL SIGLO X ALBERTO CASTÁN ChOCARRO Universidad de Zaragoza Resumen: La revisión nacionalista de los grandes maestros de la pintura española llevó, durante las primeras décadas del siglo XX, a una reiterada apelación a las lecciones de modernidad contenidas en su trabajo. Ese anclaje en la tradición fue entendido como necesario para la puesta en marcha de una plástica acorde con el nuevo siglo. Al mismo tiempo, se facilitaba así un casi obligado ejercicio de afirmación identitaria. El “carácter español” tomaba posesión del debate artístico. Palabras Clave: Tradición, identidad, escuela española, nacionalismo, plástica contemporánea. Abstract: During the first decades of the twentieth century, the nationalist revision of the Old Spanish masters led to draw attention to the modernity of their proposals. That tradition was seen as necessary for the implementation of an art practice according to the new century. At the same time, facilitated an exercise of identity assertion. The "Spanish character" took possession of the artistic debate. Keywords: Tradition, identity, Spanish school, nationalism, contemporary art.

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Las bases del Concurso Nacional de Literatura de 1934 propusieron dos únicos temas dedicados al estudio del arte español: un “ensayo crítico-biográfico” sobre Pedro Berruguete y un “ensayo crítico sobre la pintura contemporánea”. La explicación que acompañaba a este último era reveladora de las intenciones que guiaban la convocatoria: Cada día es más importante la necesidad de procurar cauces y aportar esclarecimientos para una orientación estética de nuestra pintura. Importa no dejarla demasiado a merced de fluctuaciones ocasionales y transitorias que la desvirtúan y descaracterizan, con grave retraso de su verdadera y recta evolución. Situarla dentro de un concepto sanamente, rigurosamente tradicional, en la trayectoria hispánica marcada por Goya, quién influyó de manera ostensible y fértil sobre otras escuelas y tendencias extranjeras y que se considera hoy día como uno de los faros estéticos del arte moderno1. Había, por tanto, una intención doctrinal: demostrar que las aspiraciones renovadoras, las auténticamente válidas, conducían a la consolidación de las “leyes eternas” a las que, se pensaba, estaba sujeto el arte. Las cuales, por cierto, estaban indefectiblemente unidas al carácter nacional: “…el espíritu racial, el conjunto de las ideas, energías y sentimientos de un país como el nuestro, tan reciamente definido en la historia, siempre persiste”. Las orientaciones respecto al contenido de los ensayos eran aún más precisas, al señalar la necesidad de establecer una línea evolutiva que desde Goya llegase hasta Zuloaga, e incluyera a Rosales y Sorolla. Al parecer, más allá de la eclosión de la obra de Zuloaga durante el cambio de siglo, nada relevante había sucedido en la pintura española. O sí; y ahí radicaba el problema, puesto que la razón última del concurso no era otra que llevar a cabo: “un estudio de orientación estética”, de acuerdo con la urgente necesidad “de una reintegración netamente hispánica que reanude la sana y fuerte tradición nacional”. En realidad, plantear tanto una historia del arte como una producción plástica contemporánea vinculada a las aspiraciones del nacionalismo político y cultural era, para ese momento, una vieja aspiración que se mantendría durante las décadas siguientes. Escuela, arte y nación El proceso de afirmación de las identidades nacionales que se vivió en Europa durante el siglo XIX tuvo un evidente reflejo en la práctica profesional de acadé1 Recogidas en: ABRIL, M., De la naturaleza al espíritu. Ensayo crítico de pintura contemporánea desde Sorolla a Picasso, Madrid, Espasa-Calpe, S. A., 1935, pp. 7-8.

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micos, literatos, científicos, artistas o historiadores. De modo que, entre otras cuestiones, se asistió a una nueva concepción de la historia y del arte que contribuyera a las necesidades de legitimación de los estados. No es de extrañar, por tanto, que se trate de un siglo clave en la formulación del concepto de pintura española, tal y como han puesto de manifiesto Javier Portús o Francisco Calvo Serraller2. El descubrimiento de la pintura española por parte de la crítica y los artistas europeos resultó fundamental, en un proceso que se aceleró a partir del viaje de Manet a Madrid en 18653. Manet señaló al Greco, Velázquez y Goya –en ese momento entendidos como precursor, cénit y heredero–, como la triada de autores que vertebraba la escuela española. En realidad, más allá de Manet, como indica Portús, los autores que reclamaban nuevas formas de enfrentarse al mundo buscaron entre los aspectos menos conocidos de la tradición, para encontrarse con “una pintura española que les señalaba un camino para enfrentarse a la representación de la realidad aparentemente sin intermediarios académicos”4. El ámbito español no fue ajeno a ese redescubrimiento, del que participó activamente. A este respecto, cabe subrayar la importante labor desarrollada, desde la pedagogía y el estudio, por la Institución Libre de Enseñanza, a través de unos principios heredados del krausismo que insistían en el conocimiento directo de la geografía, la naturaleza y también el arte. Uno de sus principales miembros fue Manuel Bartolomé Cossío, quien en 1884 redactó una Aproximación a la pintura española en la que defendía una interpretación de la plástica como expresión del carácter nacional. Noción que, como veremos, fue retomada, reiterada y reinterpretada por la teoría artística española durante las primeras décadas del siglo siguiente. Decía Cossío en su prólogo: Pertenecen a la pintura española todas aquellas obras que lleven impreso el sello nacional, que muestren los rasgos distintivos y peculiares del genio del país, en la época y las condiciones locales y personales en que se han producido; que tengan, en suma, carácter. Por esto, la condición indispensable para dar carta de naturaleza de pintor español, no es la de haber nacido o pintado en España, sino la de mostrar en sus producciones el carácter patrio5. 2 En, entre otras: PORTUS, J., El concepto de Pintura Española. Historia de un problema, Madrid, Verbum, 2012; o CALVO SERRALLER, F., La invención del arte español, Madrid, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2013. 3 A este respecto: MENA MARQUÉS, M. B. (ed.), Manet en el Prado, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2003. 4 PORTÚS, J., El concepto… op. cit., p. 130. 5 COSSÍO, M. B., Aproximación a la pintura española, [Estudio preliminar y notas Ana Mª Arias de Cossío], Madrid, Akal, 1985, p. 33.

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Ahora bien, el trabajo de Cossío, aclara Portús, pese a sus constantes referencias al “carácter nacional”, nunca llegó a concretar en qué consistía, más allá de establecer una supuesta resistencia al influjo de lo extranjero6. Esta indefinición de un concepto constantemente defendido fue también habitual durante las siguientes décadas. En realidad, los planteamientos de Cossío subrayaban la importancia que las ideas del filósofo francés Hippolyte Taine tuvieron para la intelectualidad española en el cambio de siglo. Ideas que marcaron el pensamiento regeneracionista, a los literatos vinculados a la llamada generación del 98, o a los defensores del nacionalismo y el regionalismo, tanto político como plástico. Señalaba Taine en su Filosofía del arte: “La obra de arte está determinada por el conjunto resultante del estado general del espíritu y las costumbres ambientes”7. Un axioma que encontraremos insistentemente repetido en el modo en que se entendió la práctica artística durante este periodo. Puesto que el arte “tiene por objeto manifestar el carácter fundamental, la cualidad saliente y notable, un punto de vista importante, un modo de ser primordial del objeto”, el arte español, tanto el del pasado como el del presente, obligatoriamente, debía ser expresión de su identidad como pueblo8. Renovar desde la tradición Fue esta una de las premisas que presidió el pensamiento finisecular español. En una situación de crisis política y económica favorecida por el desastre del 98, pronto se exacerbó la cuestión identitaria y, desde todos los órdenes de la vida cultural, las reflexiones en torno a cuál era la naturaleza del ser español se convirtieron en asunto prioritario. La plástica, obviamente, no fue ajena a ese proceso, convirtiéndolo en uno de los contenidos más invocados durante las primeras décadas del siglo. En relación con esa mirada constante a la tradición artística española, el redescubrimiento de la figura del Greco, y cómo este, una vez españolizado, se incorporó a la nómina de grandes maestros, resulta especialmente revelador del modo en que las corrientes ideológicas nacionalistas fueron parte esencial del debate artístico. Un asunto del que se ha ocupado Eric Storm, para concluir que la reinterpretación nacionalista del pasado había sido al menos tan importante para el descubrimiento del Greco como los cambios de gusto derivados del 6 PORTÚS, J., El concepto… op. cit., p. 170. Ver también: PORTÚS, J. y VEGA, J., Cossío, Lafuente, Gaya Nuño: El descubrimiento del arte español. Tres apasionados maestros, Madrid, Nivola, 2004. 7 TAINE, H., Filosofía del arte, Barcelona, Iberia, 1960, p. 34 (Philosophie de l’art, 1865-1882). 8 Ibídem, p. 24.

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advenimiento del arte moderno. De hecho, estos acontecimientos no se pueden ver de forma independiente, y el avance del arte moderno no se puede entender bien sin tener en cuenta el clima nacionalista del siglo XIX y principios del XX9. De hecho, pese a que al autor distingue muy claramente tres vías que jugaron un papel clave en ese proceso recuperador, –la más conservadora que lo entendía como precursor del realismo propio de la escuela española; la vinculada a un idealismo fin de siglo que subrayaba tanto el tono subjetivo con el que se enfrentó al hecho artístico, como su capacidad para expresar así la esencia del pueblo español; y, por último, la que lo situaba como precursor del impresionismo y, por tanto, como antecedente para entender el desarrollo del arte moderno y aún la vanguardia–, nos interesa subrayar el hecho de que, especialmente las dos primeras corrientes, se confunden irremediablemente en el ámbito español, tanto en lo referido a la recuperación del Greco como respecto a la práctica artística del momento. La revisión del pasado artístico español se entendió, durante las primeras décadas del siglo XX, como una vía para la renovación plástica10. Obviamente, había muy diferentes modos de entenderla y aunque los ambientes más conservadores difícilmente podían asimilar las novedades que llegaban del ámbito europeo, desde prácticamente todos los ámbitos se entendió como un anclaje a partir del cual vertebrar la práctica artística del momento. Un anclaje que, además, aseguraba la afirmación identitaria. Desde finales de la centuria se defendió la idea de que los principales autores del diecinueve español habían olvidado que el punto de partida para su práctica artística debía situarse en el trabajo de los grandes maestros anteriores a la etapa de decadencia iniciada tras la muerte de Goya11. Así, todo lo que recordara al siglo XIX se convirtió en motivo de rechazo, especialmente para una nueva generación que pretendía desmarcarse de esa herencia y desarrollar una poética acorde con las premisas del nuevo siglo. Revelador, a este respecto, es el testimonio de Ricardo Baroja: 9 STORM, E., El descubrimiento del Greco. Nacionalismo y arte español (1860-1914), Madrid, Marcial Pons, 2011, p. 213. 10 Diferentes estudios sobre la influencia de los maestros del pasado en la plástica contemporánea aparecen reunidos en: El Museo del Prado y el arte contemporáneo: la influencia de los grandes maestros del pasado en el arte de vanguardia, Barcelona, Madrid, Círculo de Lectores, Fundación Amigos del Museo del Prado, 2007. 11 Entre otros, un nacionalista de carácter netamente conservador como Rafael Balsa de la Vega señalaba: “Nos sospecharon [los pintores españoles del siglo XIX] que el genio nacional, español puro, brillaba esplendoroso en el hijo de Fuendetodos; cierto que también desconocían el valor positivo de nuestros Velázquez, Rivaltas y Rivera”: BALSA DE LA VEGA, R., Los bucólicos (La pintura de costumbres rurales en España), Barcelona, Tipo-Litografía de Espasa y Compañía, 1892, p. 7.

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Nosotros, sin desdeñar lo coetáneo, pretendíamos entroncar con lo anterior. Preferíamos Velázquez a Pradilla, El Greco a Muñoz Degrain, Lope a Echegaray, Herrera al marqués de Cubas, Berruguete a Querol. Pero nuestros contemporáneos o no la comprendían o no la querían comprender. Nos llamaban en tono despectivo “modernistas”, cuando más apropiado hubiera sido el llamarnos “arcaístas” o “futuristas”. Deseábamos realizar algo imposible o cuando menos muy difícil: adelantarnos a nuestra época o retroceder a la pasada12. En cualquier caso, no se trataba solo de desmarcarse de la práctica artística de la generación previa, sino que estos jóvenes a los que se refiere Baroja eran parte de una intelectualidad que defendía la necesidad de conectar con un pasado en el que era posible rastrear una tradición eterna, que debía manifestarse en el presente y orientar el futuro. De acuerdo con las ideas de Unamuno: …debajo de la Historia, es donde vive la verdadera tradición, la eterna, en el presente, no en el pasado muerto para siempre y enterrado en cosas muertas. En el fondo del presente hay que buscar la tradición eterna, en las entrañas del mar, no en los témpanos del pasado, que al querer darles vida se derriten, revertiendo sus aguas al mar. (…) Y buscar la tradición en el pasado muerto es buscar la eternidad en el pasado, en la muerte, buscar la eternidad de la muerte13. Ramón Pérez de Ayala se interrogaba en 1906 desde España Nueva sobre si la nueva generación de pintores sería capaz de producir una “nueva escuela, definida, fuerte” y, sobre todo, si esa escuela reviviría “el espíritu netamente español de nuestros pintores clásicos”, puesto que, en su opinión, “ninguna escuela ha presentado caracteres más definidos y homogéneos, más en armonía con el alma de la raza”14. Mientras que José Valenzuela la Rosa, desde Cultura Española –los nombres de ambas cabeceras son también significativos del clima del momento–, afirmaba: “Creo sinceramente que las nuevas tendencias no deben atribuirse tanto a la influencia extranjera como a la reacción contra los artistas de la pasada época y a los modernos descubrimientos de la Arqueología”15. Para después concretar cuáles eran esos descubrimientos: “Gracias a los estudios arqueológicos, nuevos clásicos, como, por ejemplo, El Greco y Goya, admitidos a regañadientes por los antiguos, 12 BAROJA, R., Gente del 98. Arte, cine y ametralladora, Madrid, Cátedra, 1989, p. 99. 13 UNAMUNO, M. de, En torno al casticismo, Madrid, Alianza, 1986, pp. 34-35 (1ª ed. libro 1902). 14 PÉREZ DE AYALA, R., “Dubitaciones pictóricas”, España Nueva, Madrid, 18-5-1906. 15 VALENZUELA LA ROSA, J. “Los pintores españoles. Crisis del modernismo”, Cultura española, nº 2, Madrid, mayo de 1906.

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cobraron gran predicamento, y en ellos fundó su punto de apoyo el arte revolucionario. Quizá por esta circunstancia tienen más firmeza las nuevas tendencias en España que la que puedan tener en el extranjero”. Obviamente, en este último punto se equivocaba, si bien es interesante subrayar su firme convencimiento de que la renovación plástica debía asentarse en la recuperación de la tradición y, en concreto, en las figuras del Greco y Goya. Fórmulas de identidad La identidad era el otro eje sobre el que basculaban las reiteradas referencias a la tradición. Una identidad fundamentada en el nacionalismo español pero que, al mismo tiempo, no era incompatible con las formulaciones propias de la llamada pintura regionalista. Se trataba, en realidad, de dos caras de un mismo proceso en el que, la obra de un artista podía ser entendida como representativa del ser español o como expresión de la peculiaridad de un determinado territorio. O, directamente, erigirse en la encarnación de ambas. Si bien desde el punto de vista de la historiografía artística el estudio de diferentes escuelas locales arrancaría ya del siglo XVIII16, este fenómeno se incrementó en el siglo siguiente –coincidiendo con la primera formulación de esas identidades escindidas del tronco nacional– y, ya en el siglo XX, serviría como justificación cultural para los intereses de un pujante sentimiento regional que, en determinados territorios, dio lugar a una formulación nacionalista diferenciada. Si la nacionalidad era entendida como un criterio de valoración artística, el carácter regional también lo era. De ahí que apelar a la noción de escuelas pictóricas locales fuera un argumento habitual entre los defensores del regionalismo, mientras que, en aquellos casos en que la historiografía se cercioró de su inexistencia –como ocurrió en Aragón–, su puesta en marcha se convirtió en un recurrente horizonte cultural. Si nos referimos al ámbito de la pintura regionalista –entendida como un concepto historiográfico en el que incluimos también la producción de aquellos artistas cuyo trabajo suponía sobre todo un ejercicio de nacionalismo español–, fueron dos las vías principales en torno a las cuales se articuló su discurso plástico: el naturalismo y el idealismo. Ya entonces, una confrontación entre ambas líneas tuvo lugar en el conocido enfrentamiento entre los partidarios de Sorolla y los de Zuloaga, representantes más destacados del nacionalismo artístico español, al tiempo que inspiradores, en diferente medida, de las fórmulas más trabajadas por buena parte del regionalismo plástico. Cabe señalar que la reacción contra el naturalismo sorollesco, más fácilmente identificable con la plástica decimonónica, fue temprana, y en ella coincidieron los defensores de las corrientes idealistas del fin 16 PORTÚS, J., El concepto… op. cit., p. 87.

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de siglo, y los formados bajo su influencia. Mientras que la aceptación de la visión de España de Zuloaga, resultó más controvertida; tal y como pone de manifiesto la polémica generada en torno a la conocida “cuestión Zuloaga”. Ahora bien, ambas vías –naturalismo e idealismo–, distaban de ser irreconciliables y, de hecho, las múltiples combinaciones a que dieron lugar vehicularon toda la corriente plástica de afirmación identitaria desarrollada durante las primeras décadas del siglo XX. Por otra parte, e independientemente de que críticos y artistas se inclinaran por el naturalismo o el idealismo, en lo que ambas tendencias coincidían era en el valor que otorgaban a la tradición plástica española. Si bien es cierto que Velázquez fue el nombre más repetido por quienes se mostraron más preocupados por la correcta representación del natural, el modelo del Greco posibilitaba una interpretación más subjetiva del hecho artístico. Quizá también, más adecuada para la invocación de conceptos como el de raza, pueblo o carácter español. Goya, por su parte, quedaba asociado a la libertad formal, de modo que su figura aparecía ante el menor atisbo de experimentación. Más allá de que sus propias ambientaciones habían quedado desde el romanticismo asociadas a cierta imagen de lo español. Y es que el de tradición –incluso cuando no es inventada según la definición establecida por Hobsbawm17– es un concepto fácilmente maleable, casi capaz de adaptarse a cualquier circunstancia y que, al mismo tiempo, abría infinitas posibilidades en cuanto al número de referentes estéticos a recuperar. José Ramón Mélida, en una de sus crónicas sobre la Exposición Nacional de 1908, señalaba un cambio de gusto en este sentido. Se refería a una vuelta a los “antiguos modelos” que tenía lugar en el seno “de lo que llamamos modernismo, y por extraña contradicción con su pretendido espíritu innovador”18. Tras una fase de “desordenadas y caprichosas libertades” constataba una nueva “afición a lo arcaico” en el trabajo de una serie de “innovadores, ardorosos y atrevidos”, que volvían sus ojos hacia el Renacimiento italiano. Citaba, a continuación, a Eduardo Chicharro, Marceliano Santa María y, sobre todo, a Julio Romero de Torres –este a partir de un Renacimiento más español–; además de a José Gutiérrez Solana que, con su envío, en lo que consideraba una reinterpretación caricaturesca del Greco, habría llevado la tendencia arcaísta al extremo. Algún tiempo después, Gabriel García Maroto, en su análisis de los sucesos artísticos del año 1912, subrayaba la vigencia y posibilidades de este “renacentismo”19,

17 HOBSBAWM, E., y RANGER, T., (eds.), La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2002. 18 MÉLIDA, J. R., “La Exposición de Bellas Artes”, ABC, Madrid, 2-5-1908, pp. 7-8, espec. p. 7. 19 GARCÍA MAROTO, G., El año artístico: relación de sucesos acaecidos en el arte español en el año mil novecientos doce, Madrid, Imprenta de José Fernández Arias, 1913, pp. 20-23.

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idea en la que se ratificó en su Teoría de las artes nobles20. Tampoco olvidó señalar en este último trabajo las concomitancias entre los más destacados autores del momento y los grandes maestros españoles. Si en Zuloaga estaban El Greco, Velázquez y Goya, los dos primeros acudían al referirse a Anglada Camarasa, mientras que Velázquez era el referente fundamental de López Mezquita. También el propio Ramón del Valle-Inclán mostró sus preferencias por esta vía renacentista21 en una concepción de la tradición que, según entendía, debía descifrarse “como un enigma que guarda el secreto del Porvenir”22. En cualquier caso, tal y como expresó en su momento José Álvarez Lopera, esa supuesta rememoración de la pintura de los maestros del pasado se produjo por vías de escasa productividad, en concreto, “a través de la asimilación de características formales externas, de la adopción más o menos casual de esquemas compositivos o de la toma en préstamo de algún que otro motivo”23. Las referencias fueron constantes y reiterativas, si bien de carácter epidérmico. Afortunadamente, la crítica más avanzada pronto se hizo eco de las limitaciones y peligros que entrañaba ese horizonte situado en la tradición, si bien es cierto que las fórmulas evocativas del pasado, convertidas en tópico legitimador de la práctica artística, siguieron muy presentes en lo sucesivo. Peligros de la tradición La toma de conciencia sobre la limitada validez de este discurso sólo pudo producirse mirando al exterior, especialmente hacia París. Aunque fue un proceso costoso. Todavía en 1917 Margarita Nelken, en su Glosario (Obras y artistas), pese a defender ciertas formulaciones de modernidad encarnadas en figuras como Gauguin, Van Gogh y hasta Picasso, a la hora de caracterizar la pintura castellana –que delimitaba en un marco cronológico que iba del Greco a Zuloaga– insistía en que frente a un arte europeo uniformado o, cuando menos, internacionalizado, la

20 GARCÍA MAROTO, G., Teoría de las artes nobles. Elementos de filosofía e historia del arte español, La Solana, R. de la O., [1914?]. 21 En realidad, como bien ha puesto de manifiesto Javier Pérez Segura, la reivindicación de lo primitivo italiano dio lugar a una discusión muy amplia que reaparecía con cada Exposición Nacional: PÉREZ SEGURA, J., “Pintura, re-creación y fabulación. Romero de Torres antes del meridiano 1915”, en Julio Romero de Torres. Símbolo, materia y obsesión, obsesión [catálogo de la exposición comisariada por J. Brihuega y J. Pérez Segura], Madrid, Tf, 2003, pp. 19-42, espec., pp. 34-38. 22 VALLE-INCLÁN, R. del, La lámpara maravillosa, Madrid, Espasa-Calpe, 1995, p. 101 (1ª ed. 1916). 23 ÁLVAREZ LOPERA, J., “El presente como historia”, en La mirada del 98: Arte y literatura en la Edad de Plata [catálogo de la exposición comisariada por J.L. Bernal], Madrid, Ministerio de Educación y Cultura, 1998, pp. 53-61, espec. p. 61.

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plástica española seguía destacando por un carácter independiente acorde con sus distintivos de raza y país; precisamente por su conexión con la tradición heredada24. Poco tiempo después era Juan de la Encina, en La trama del arte vasco, quien se enfrentaba a una cuestión similar. En su caso, al menos entendía que en la recuperación de la escuela española de pintura y el reconocimiento de la modernidad de sus propuestas, el contacto con el ambiente parisino había sido definitivo: En la Villa de todos los fermentos hallaron también los artistas vascos, fresco y renovado, el fermento de su arte nacional: en ella recibieron la primera iniciación eficaz en el sentido de su genuina tradición. Al recoger en tierra extraña ese hilo tradicional, tomaron a la vez el complicado y confuso tejido de las nuevas y novísimas direcciones estéticas generadas allí o que se estaban generando. Si bajo ese influjo inician, en efecto, una vuelta a la tradición nacional, no lo hacen con simple prurito de remedo arcaizante: enfrentáronse con ella bajo la acción rectora de las nuevas tendencias dominantes25. De este modo, De la Encina subrayaba el papel protagonista que los artistas vascos habían jugado en la modernización del arte español contemporáneo, al tiempo que insistía en las amplias posibilidades que entrañaba una revisión contemporánea de la tradición plástica: En estos tiempos que demandan al arte con particular fruición la novedad, la palabra tradición pudiera tener equívoco sentido. Nada más lejos de nuestra intención. (…) Somos tradicionalistas cuando la tradición que se nos pone delante, es una tradición perdurable, y no momia del pasado. Nos interesa éste principalmente en cuanto puede ser portador de fermentos y sugestiones de futuro26. Respecto a la tradición que le interesaba recuperar, insistía en la importancia del Greco, Ribera y Goya; frente a los que situaban en Velázquez su punto culminante. Y más que de realismo y naturalismo, prefería hablar, siguiendo a Azorín, de espiritualidad y fuerza27. Sin duda, fueron esas ansias de innovación las que llevaron al autor, apenas dos años después, a posicionarse en contra de las fórmulas rememorativas que perpetuaba una parte de la plástica del momento. Si en La trama del arte vasco había 24 25 26 27

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Cfr. NELKEN, M., Glosario (Obras y artistas), Madrid, Librería “Fernando Fé”, 1917, p. 63. ENCINA, J. de la, La trama del arte vasco, Bilbao, Editorial Vasca, 1919., pp. 8-9. Ibídem, pp. 14-15 Cfr. Ibídem, pp. 11-14.

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destacado el papel de Zuloaga como recuperador de la tradición, ahora advertía sobre los peligros de seguir su estela: Se barajan tradición y modernidad, siguiendo un poco a ciegas el mal ejemplo dado por Zuloaga con su casticismo de tablado; nos hablan todos los días de resucitar la tradición, lo que ellos llaman tradición, esto es, un compuesto de hedor a cebolla, aceite sin refinar y perfumes de mancebía, cuando no misticismo de mascarilla fúnebre de nuestros grandes místicos28. De modo que, incluso fuera de los ambientes vanguardistas que en la década de 1920 estaban cobrando fuerza –de los que no participaba De la Encina–, se ponían en duda las posibilidades de una vía ya abundantemente explorada. Es más, De la Encina no dudó en reconocer que los artistas jóvenes, o una parte de estos, habían dado la espalda “a lo que se ha presentado durante cerca de medio siglo como ideal del arte nacional”29, al tiempo que atendían al arte europeo. A quienes clamaban contra esa “invasión extranjera”, apartándose, en cierto modo, de lo que él mismo había defendido con anterioridad, les pedía que explicaran en qué consistía la tradición nacional y, a continuación, si era “algo de tal modo consustancial con el espíritu español que los artistas españoles que se desvíen de ella, por solo ese hecho y pecado alcanzarán ineludiblemente la esterilidad del espíritu”. Mientras tanto, un nuevo dogmatismo fundamentado en la tradición –así lo entendió de nuevo De la Encina–, cobraba fuerza. Nos referimos al renovado clasicismo promulgado, entre otros, por Eugeni d’Ors, recién instalado en Madrid. Desde Mi salón de Otoño (1924), señaló que tras un “Fin de siglo” en que el arte se había españolizado a partir de los aires de libertad encontrados en las obras del Greco, Velázquez y Goya, “los vientos saltaron después en su Rosa desde España a Italia”30. El nacionalismo artístico El debate en torno a la concepción del arte como expresión del carácter y la idiosincrasia nacional distaba de haberse resuelto. Ni en España, ni en el resto de Europa. No sorprende, por tanto, que Max Nordau, en su particular historia de la pintura española, Los grandes del arte español, dedicara al tema un capítulo introductorio [fig. 1]. Nordau, erudito de origen húngaro que en 1892 había mostrado una reaccionaria visión del hecho artístico a través de su célebre, y polémica, Dege28 ENCINA, J. de la, “El té chino”, La Voz, Madrid, 23-2-1921, p. 1. 29 ENCINA, J. de la, “De Arte. La nueva generación artística”, La Voz, 26-1-1923, p. 1. 30 ORS, E. d’, Mi Salón de Otoño, Madrid, Éxito Gráfico, 1924. Incluido después en: ORS, E. d’, Mis Salones. Itinerario del Arte moderno en España, Madrid, M. Aguilar, 194?, p. 58.

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Max Nordau, Los grandes del arte español, 1921

neración31, llegó a España tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. Nacido en Pest, de ascendencia sefardí, francés de adopción y defensor de la creación de un estado judío en Palestina, redactó este trabajo por encargo de un financiero judío afincado en Barcelona. La obra final, traducida al español por Rafael Cansinos Asséns, se publicó en 1921 sin despertar excesivo interés32. En el capítulo “Nacionalismo y personalidad en el arte”, se preguntaba sobre la existencia de algo denominado “carácter nacional” y, de ser así, en qué consistía. Advertía sobre las limitaciones del concepto y se desmarcaba de los planteamientos de los “místicos del nacionalismo”, que fundamentaban la existencia de esa especificidad del arte nacional en la idea de raza, la cual, en su opinión, ni condicionaba la obra plástica, ni realmente existía como tal entre los “pueblos civilizados cultivadores del arte”33. 31 Publicada en 1892/93 bajo el título de Entartung y traducida al español en 1902. 32 Según denunciaba Roberto Castrovido en La Voz en la necrológica de Nordau: CASTROVIDO, R, “Recuerdos. Max Nordau en España”, La Voz, Madrid, 26-1-1923, p. 1. 33 NORDAU, M., Los grandes del arte español, Barcelona, Artes y Letras, [1923?], p. 27.

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Admitía, eso sí, la existencia de una “tradicional uniformidad”, perceptible en las obras de un pueblo, resultado de “la naturaleza del país, de sus condiciones climatológicas, de su historia y de sus instituciones políticas y sociales”34. Es decir, que, una vez más, se apelaba al espíritu de Taine. A partir de ahí, Nordau incluso apuntaba ciertos rasgos formales característicos del arte español –tonalidades profundas y fuertes, contrastes de luz y sombras, dibujo recalcado y concienzudo, expresión de la dignidad y propensión a lo solemne, fuerza dramática en las composiciones, predilección por los temas religiosos y la técnica realista…–, antes de analizar, someramente, el terreno, el clima y historia del país que los condicionaron. Atento al clima que observó en sus viajes por España, motivo de sus Impresiones españolas (1921), dedicó otro capítulo al regionalismo en el arte español, lo que le condujo hasta el estudio de autores contemporáneos como Zuloaga, Chicharro, Romero de Torres, los Zubiaurre o Mir. A esta misma cuestión dedicó su última obra publicada el crítico español Rafael Doménech: El nacionalismo en arte (1928) [fig. 2]. Ya en el comienzo advertía de que se trataba, en España y en el extranjero, “de un tema sentimental tan fuertemente vivido que es difícil penetrar a través de él, romperlo y abrir un paso a la inteligencia para analizar, con la serenidad de la razón, los términos, contenido y valores de ese problema”35. En un intento de clarificar conceptos como nación, tradición o estilo, se preguntaba sobre la importancia de las individualidades en la configuración del arte nacional, con un discurso que oscila entre el análisis de las peculiaridades del nacionalismo español y su reflejo en el ámbito de la plástica, y la reflexión teórica sobre la naturaleza de la practica artística, así como en el modo en que esta se relaciona con la sociedad. Pese al subtítulo de la obra, Notas sobre la vida artística contemporánea, las alusiones a lo contemporáneo son limitadas –mostrando preferencia por Zuloaga o Anglada–, frente a la abundancia de referencias históricas; además de subrayar la españolidad del Greco, Velázquez y Goya. Todo con un discurso algo ambiguo que no favorecía la claridad que él mismo demandaba. Entendía Doménech que “para casi todos los que han escrito sobre nuestro arte, el nacionalismo ha sido una fuerza puramente emotiva, o un medio de limitar la simple aportación de datos históricos o un tópico de patriotería”36, que mostraba su escasa cultura estética en el mezquino intento de orientar las actividades artísticas modernas. Y como era habitual, asociaba las ideas de nación y tradición, aludiendo a la imposibilidad de hablar de nacionalismo sin la existencia de “una fuerza crea34 Ibídem, p. 32 35 DOMÉNECH, R., El nacionalismo en arte, Madrid, Editorial Páez. 1928, p. 9. 36 Ibídem, p. 11.

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Rafael Doménech, El nacionalismo en arte. Notas sobre la vida artística contemporánea, 1928

dora dentro de una determinada comunidad de hombres”37. Tenía claro que la búsqueda de referentes en el pasado no era suficiente para configurar un arte potente, ni siquiera para producir un arte nacional. Ya que “la esencia de la nacionalidad, de la originalidad y de los valores artísticos están en el temperamento del artista y secundariamente en el ambiente en que éste vive”38. De ahí que advirtiera sobre los peligros de una idea de la tradición excesivamente rígida, que la convirtiera en “un peso muerto que gravita sobre las gentes jóvenes estorbando la libertad de sus movimientos”39. Para, finalmente, abogar por ese término medio entre la vanguardia y el falso tradicionalismo, tan transitado en la España del momento. Vanguardia, nación y tradición eterna El Concurso Nacional de Literatura de 1934 lo ganó Manuel Abril con su ensayo De la naturaleza al espíritu [fig. 3]. En el prólogo de la publicación expresó su desacuerdo con algunos de los planteamientos que, como indicábamos al comienzo, habían motivado la convocatoria. Sin embargo, el resultado no estuvo tan lejos 37 Ibídem, p. 16 38 Ibídem, p. 21. 39 Ibídem, p. 131.

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Manuel Abril, De la naturaleza al espíritu. Ensayo crítico de pintura contemporánea desde Sorolla a Picasso, 1935

como podía esperarse ni de esos planteamientos, ni del discurso que había marcado a buena parte de la teoría artística española durante las décadas precedentes. Pese al importante papel de Abril en el asentamiento de los nuevos lenguajes en España, su trabajo fue criticado desde los círculos más avanzados, como la revista Gaceta de Arte que reprochó el tono conservador y nacionalista del ensayo40. Respecto a ese tono conservador, cabe aclarar que se trataba de una reflexión retrospectiva que pasaba revista a las principales figuras del arte español desde finales del siglo XIX estableciendo un corpus plagado de nombres rechazados por los grupos de vanguardia, lo que, en opinión de Gaceta de Arte, suponía “un acatamiento a los museos de España, podridos de academia, de miseria y de ignorancia”41. La realidad es que Abril se embarcó en un camino poco transitado hasta el momento, al analizar la pintura de las últimas décadas estableciendo un lúcido programa de 40 Como hizo notar en su día Concha Lomba en: LOMBA, C., “El nuevo rostro de una vieja bandera: La Sociedad de Artistas Ibéricos en la República (1931-1936)", en La sociedad de artistas ibéricos y el arte español de 1925 [catálogo de la exposición comisariada por J. Brihuega y C. Lomba], Barcelona, Ámbit, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, [1995], pp. 85-101, espec. p. 99. 41 “De la naturaleza al espíritu por Manuel Abril”, Gaceta de Arte, Santa Cruz de Tenerife, mayo de 1936, pp. 80-82.

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tendencias, estrechamente interconectadas entre sí, además de apuntar las motivaciones de cada una de ellas. Una tarea que le fue reconocida en medios como El Sol o La Voz. Ahora bien, el tono nacionalista se apropió de su discurso precisamente cuando se ocupó del arte moderno, al recurrir a argumentos muy cercanos a los que hemos venido enumerado. De hecho, comenzaba ese apartado apelando a la tradición, y tras lamentar que se hablara constantemente de una “verdadera tradición” que nadie definía y que “cada cual escoge como tal a su capricho”42, trataba de entroncarla con el trabajo de los más modernos: “lo nuevo de estos españoles no sólo no está reñido con la tradición auténtica, sino que la enriquece y corrobora”43. Entre continuas referencias al Creador, entendía que existe un alma española, perfectamente perceptible en la obra de los vanguardistas, y aún llegaba a diferenciar el castellanismo contenido en las composiciones de Juan Gris y el andalucismo propio de la obra de Picasso. Presente también en sus propias personalidades. Pero Manuel Abril iba más allá y, en un arranque de patriotismo –cuestión a la que dedicaba un epígrafe–, advertía de que los vanguardistas españoles que triunfaban fuera no habían sido influidos por lo extranjero, sino al contrario. Para concluir: “Es, pues, altamente honroso, para España hacer notar lo que es indudable e histórico: que casi todo el arte moderno mundial, en lo que tiene de mejor y de más hondo, viene de Velázquez y de Goya, y del Greco, y viene, además, de Picasso y de los demás españoles”44. Es decir, un nuevo ámbito de estudio para similares argumentos. Epílogo En este mismo contexto de reivindicación de la tradición y toma de conciencia identitaria, se vivió otro proceso al que no hemos aludido y que está vinculado a la puesta en valor del patrimonio. Los escándalos relacionados con la venta en el extranjero de obras del Greco a comienzos de siglo XX dieron prueba de esa nueva toma de conciencia. El estudio y la investigación, teñidos después de boato y artificio, llevaron a la reconstrucción de la casa del pintor en Toledo coincidiendo con la conmemoración del tercer centenario de su muerte. Un temprano ejercicio de inversión turística. En una dimensión más reducida, Zuloaga se encargó de encontrar y restaurar la casa natal de Goya en Fuendetodos y, de nuevo, se rindió homenaje al genio tomando el ejemplo de la fiestas modernistas celebradas por Rusiñol en honor al Greco. 42 ABRIL, M., De la naturaleza… op. cit., p. 118. 43 Ibídem, p. 131. 44 Ibídem, p. 135.

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Décadas después, seguimos recuperando enclaves de dudosa autenticidad y asociando grandes nombres a costosas campañas publicitarias que prometen una inmersión en el espíritu del genio. Rogelio López Cuenca lo vio claro en su proyecto Surviving Picasso (2011), en el que puso el foco en la explotación que Málaga ha hecho de la figura de su hijo predilecto. Tal vez Manuel Abril no habría coincidido con esta idea, Picasso es, por lo que parece, epítome de lo andaluz. ¿O será de lo español?

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