Breves reflexiones sobre democracia...

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BREVES REFLEXIONES SOBRE DEMOCRACIA Y REPRESENTACIÓN POLÍTICA: DESDE LA EDAD ANTIGUA AL ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO Francisco Javier Díaz Revorio Universidad de Castilla-La Mancha

En la actualidad el concepto de democracia suele venir unido, en los regímenes políticos occidentales, a la representación política que se articula a través de un sistema de partidos que expresan el pluralismo político y canalizan la voluntad del cuerpo electoral para transmitirla a una cámara parlamentaria, que es quien expresa la voluntad popular. Pero no siempre fue así. La democracia nace, como es sobradamente conocido, en la antigüedad clásica, en concreto en Grecia; en cambio los Parlamentos, y con ellos la representación, tienen su origen en la Baja Edad Media; pero los partidos políticos, a pesar de antecedentes previos, son producto de nuestra Edad Contemporánea. En las siguientes páginas pretendo expresar algunas breves ideas sobre estos conceptos, partiendo de una perspectiva histórica, con el objetivo de realizar una sencilla y modesta aportación a la idea de democracia, que pueda unirse a las muy diversas y amplias reflexiones sobre este concepto, hoy habitualmente acogido como valor fundamental en todos los sistemas constitucionales. Todo ello a sabiendas de que la complejidad y profundidad de los conceptos analizados requerirían sin duda análisis mucho más completos, fundamentados y extensos que el que podemos llevar a cabo en esta ocasión.

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I Todos los análisis históricos coinciden en señalar que la democracia tiene su origen en Atenas, y de hecho el origen etimológico de la palabra nos remite al griego dêmos, pueblo, y kratéo, gobierno. Fue en el siglo VI a. C. cuando Clístenes introduce en Atenas esta forma de gobierno, que sustituye a la tiranía y a la aristocracia y se desarrollaría más ampliamente durante el siglo V con las importantes reformas constitucionales de Pericles. La República romana se basa de alguna manera en este sistema de gobierno, de tal manera que el populus reunido en las distintas asambleas o comicios ocupa junto al Senado el protagonismo político. No es posible –ni es el objeto de estas líneas- profundizar en el análisis de estas formas clásicas de democracia, pero me gustaría apuntar dos características interesantes que me parece comparten las mismas: por un lado, el pueblo participa directamente en el gobierno, y si bien los ciudadanos se agrupan en tribus o centurias, no existe propiamente la idea de representación y las asambleas (la Ekklesia griega o los Comitia romanos) están compuestas por los ciudadanos, aunque eventualmente la agrupación de estos pueda beneficiar a las tribus o clases más ricas. Por otro lado, la condición de ciudadano está lejos de ser universal (y cuando llegó prácticamente a serlo en Roma, ya carecía de casi toda importancia política), de tal manera que la participación de los ciudadanos en la vida política está lejos de poder equipararse a la participación de “todas las personas”, y ni siquiera de lo que podríamos denominar (aun con términos impropios) “todos los nacionales mayores de edad”, dado que, en cierta forma, la condición de ciudadano es aplicable a cierta clase social, y quedan fuera de ella, además de todas las mujeres, otras clases inferiores. Por tanto, la democracia de la antigüedad clásica no está basada en la idea de representación, sino más bien en la participación directa de los ciudadanos, pero no es una forma de participación política universal, sino más bien restringida, al menos si

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valoramos la misma desde criterios actuales; aunque es claro que, en comparación con todas las demás formas políticas conocidas en la antigüedad, se trata de la más abierta. Suele decirse que todas las formas de gobierno conocidas fueron “inventadas” en Grecia o Roma, y seguramente la idea tiene no poco de cierto. Pero también es claro que las mismas han evolucionado a lo largo de la Historia, en ocasiones de forma notoria, de tal manera que la concepción de las mismas que tenemos en la actualidad puede estar más o menos alejada de su sentido “clásico”, lo que hace difícil encontrar las claves de la verdadera esencia de cada forma de gobierno. En lo que atañe a la democracia, si tratamos de mantener la idea de que la misma implica el gobierno del pueblo, cabría decir que la evolución histórica de la misma ha implicado la tendencia a la ampliación del concepto de “pueblo” y a la necesidad de que este actúe a través de representantes, ante las dificultades para hacerlo directamente en sociedades cada vez más amplias y complejas. II Sin embargo, esta segunda característica (la necesidad de la representación), es históricamente muy previa a la ampliación del colectivo de personas con derecho a participar políticamente. En efecto, la representación es un instrumento que nace en la Edad Media cuando ni siquiera cabe hablar remotamente de pueblo. Es en este momento cuando puede encontrarse el origen de los Parlamentos, que nacen como una reunión de los representantes de los distintos estamentos con el rey. Si bien se señalan a veces antecedentes anteriores (y en este sentido suelen citarse los concilios visigodos), parece que el verdadero origen de esta forma de representación se sitúa en las Cortes de León de 1188, algo anteriores a la reunión inglesa que en 1215 impuso al rey Juan la Carta Magna. Lo que interesa destacar es que en estos primeros parlamentos estaban representados los estamentos de la nobleza y el clero, a los que pronto se unió una representación 203

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de las ciudades (la burguesía o tercer estado). Encontramos así el origen de esta institución hoy tan unida a las democracias occidentales, ya que todas ellas son de corte representativo. Conviene aclarar que en la Edad Media no puede hablarse propiamente de democracia, pues esta reunión de los estamentos con el rey no representaba al pueblo como tal (concepto en realidad inexistente), sino a los distintos estamentos, y por la misma razón los que suelen destacarse como antecedentes de las declaraciones de derechos humanos, como la ya citada Carta Magna de 1215, más bien son textos que reconocen los privilegios de los nobles. Por lo demás, los principios de la representación que sustenta a estas asambleas están alejados de la representación política propia de las democracias contemporáneas. En efecto, la representación medieval se basa en postulados propios de la representación de derecho privado, y por esta razón los representantes eligen al representado bajo un mandato imperativo, le encomiendan una gestión ante el rey, y le podían exigir responsabilidad en caso de incumplimiento de la misma, estando obligado el representante a rendir cuentas de esa gestión. Marcadas estas claras diferencias, hay que apuntar que los Parlamentos medievales, allí donde tuvieron cierta fuerza, suponen un significativo paso en la limitación del poder del rey, y un antecedente poderoso de las democracias representativas contemporáneas. Estas instituciones representativas suponen la preservación del poder y del derecho local frente al absolutismo de la monarquía, que no llegó a producirse en esta época medieval precisamente porque el rey debía gobernar con el parlamento y respetar los diversos fueros y privilegios. De alguna manera todas las funciones de los modernos parlamentos se gestaron en esta etapa inicial. El rey necesitaba a la nobleza y las ciudades, pues sus campañas bélicas no podían sostenerse sin el apoyo de estas, y en este factor estaba la clave para la propia limitación de su poder. De esta manera se generó la idea de que los distintos 204

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tributos y exacciones no podían cobrarse sin la aprobación parlamentaria, apareciendo así el embrión de la función tributaria, de acuerdo con el principio there are not taxes without representation (pas de taxation sans représentation, no hay tributos sin representación). Los parlamentos fueron así aprobando las cuentas del reino (origen de la función presupuestaria), y a cambio el rey concedía determinadas solicitudes que le planteaban los estamentos, a través de los denominados “cuadernos de peticiones”. Pronto se fue generando la convención de que la asamblea representativa debía intervenir no solo para aprobar cualquier limitación a la propiedad de los representados, sino también a la libertad, y así va apareciendo una función legislativa que se centraba al principio en materia penal. El mismo sentido de la institución llevaba implícito una función de control del monarca, y de este modo los parlamentos fueron ganando parcelas en detrimento del poder del rey, durante toda la Edad Media, constituyendo así la referencia que se quiso recuperar en la revolución francesa. III Pero antes de llegar a ese punto hay que referirse a la Edad Moderna, que acaso deba considerarse desde cierto punto de vista la etapa de la Historia más alejada de los principios democráticos, en la medida en que supuso el esplendor de las monarquía absolutas. Aunque habría que hacer muchos matices a esta frase, ya que la evolución fue claramente diferente en la Europa continental y en Inglaterra. En aquella diversos factores condujeron a la pérdida de importancia de los parlamentos, que poco a poco van dejando de convocarse, a la par que los fueros e instituciones locales medievales van siendo ignorados o abolidos. Desde luego, aunque cabría apuntar diversos factores coadyuvantes a esta situación, quizá la causa fundamental del declive de las asambleas representativas esté en la existencia de nuevas fuentes de financiación para los monarcas, sobre todo las riquezas del Nuevo Continente y los préstamos de la naciente banca, de tal manera que

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la representación estamental y los fueros locales van perdiendo su fuerza, a la par que el poder del rey se va haciendo absoluto. Tanto es así que a finales del siglo XVIII la convocatoria de los estados generales en Francia se consideró un hecho prácticamente revolucionario. En cambio en Inglaterra el Parlamento nunca desapareció, y mantuvo durante toda la Edad Moderna su poder, acrecentándolo incluso a raíz de la llamada “revolución gloriosa” en el siglo XVII. En esta línea, dicho siglo aparece jalonado de textos muy relevantes, y que constituyen precedentes ya próximos de las primeras Constituciones y declaraciones de derechos en el sentido contemporáneo, como la Petition of rights (1628), el Agreement of the free People (1649), el Instrument of Government (1653), el Habeas Corpus Act (1679), o el Bill of rights del mundo (1689). Por otro lado, y siguiendo con el análisis de la Edad Moderna, en este período (y no solo en Inglaterra) encontramos algunos antecedentes de lo que luego serían los fundamentos del Estado contemporáneo, en el que tendrán cabida las actuales democracias. En efecto, la reflexión sobre los derechos humanos, o las teorías pactistas como forma de justificación del Estado, tienen su origen en esta época, aun cuando se desarrollarían y desplegarían sus consecuencias de forma más notoria en los orígenes de la Edad Contemporánea. Así, por ejemplo, cabe apuntar al iusnaturalismo racionalista como fundamentación remota de los derechos humanos y la soberanía del pueblo (aunque se consideraba que este la transmitía al soberano), y aquí cabría citar a autores de los siglos XVI y XVII, como Vitoria, Suárez (pertenecientes a la llamada “Escuela de Salamanca”) o Grocio. Y es que las doctrinas de Locke -considerado el principal fundamentador de los derechos- o de Rousseau -que justificó la soberanía popular- encuentran claros antecedentes en los siglos anteriores. En fin, desde la perspectiva social y económica, el declive de la nobleza como clase social, y el consiguiente auge de la burguesía, 206

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así como la apertura del comercio y el surgimiento de la banca y los orígenes del capitalismo económico, son factores que se gestan en la Edad Moderna pero que están en la base de la superación de los estamentos, del inicio de una nueva forma de representación, y del reconocimiento de los derechos de libertad que favorecían a la burguesía y son pilares esenciales de la Edad Contemporánea. IV Llegaríamos así, en efecto, a la Edad Contemporánea, en la que se asientan las bases de la democracia en el sentido en que actualmente entendemos este término. El Estado contemporáneo se asienta en los principios de separación de poderes, teorizado por Locke y Montesquieu, y los derechos humanos, a cuya fundamentación moderna acabamos de referirnos, y que son los dos grandes pilares (junto con el propio principio democrático que se añadiría posteriormente) de lo que podemos llamar constitucionalismo o Estado constitucional. El artículo XVI de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 nos da la definición más precisa y sintética, al proclamar que “Una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes definida, no tiene Constitución”. Ambos elementos constituyen el mayor factor de limitación de poder conocido hasta ese momento, y están en la base de la idea de “Estado de Derecho”, que con orígenes en el principio anglosajón del rule of law (y antecedentes mucho más remotos que seguramente cabría encontrar también en las edades Antigua y Media), implica en esencia que el Poder se somete al Derecho, que quien crea la norma está también obligado a cumplirla, que hay, en suma, un principio de legalidad que se impone a cualquier poder político y por eso el Estado se divide en (al menos) tres poderes que se limitan y controlan recíprocamente, y que deben en todo caso respetar los derechos individuales. Sin embargo, durante todo el siglo XIX estos principios no alcanzan a configurar un Estado democrático en el sentido ac207

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tual del término. En el debate entre el principio de soberanía del pueblo defendido por Rousseau, y el de soberanía de la nación fundamentado por Sieyès, se imponen inicialmente las ideas de este último, que se traducen en la práctica en la soberanía del Parlamento como auténtico representante de la voluntad nacional. Ello implica alejarse de la democracia directa roussoniana y decantarse por fórmulas de democracia representativa. El Parlamento ocupa así un papel central en el Estado contemporáneo, y con él la representación. Y aunque es claro que los antecedentes de ambos están en la Edad Media, tal y como hemos explicado un poco antes, la representación contemporánea tiene un carácter distinto, ya que no es una representación basada en el Derecho privado, sino una auténtica representación política, y no se articula a través de estamentos, sino de grupos definidos por afinidades ideológicas. Surgen así los partidos políticos que, a pesar de antecedentes más o menos remotos que cabría encontrar incluso en la Antigüedad clásica, encuentran propiamente su origen a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX en Inglaterra, Estados Unidos y Francia. En efecto, las asambleas convocadas a partir de la revolución francesa no agrupan a los representantes según su estamento, sino por sus ideas políticas. Nacen así los conceptos de “izquierda” y “derecha” en su sentido político, y desde ese momento los partidos políticos se actuarán como instrumentos imprescindibles para la canalización de la participación política en el Estado contemporáneo. No obstante, desde el punto de vista jurídico todavía quedará un largo camino hasta que esa función “de hecho” sea reconocida por el Derecho, y finalmente las mismas constituciones escritas acojan a los partidos políticos señalando su función en el Estado, y ubicándolos en un plano que en cierto modo se sitúa a medio camino entre la asociación privada y los órganos del Estado. Los partidos políticos, que habían nacido como asociaciones cuya finalidad es canalizar la expresión de la voluntad política 208

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de los ciudadanos y alcanzar el poder, tendrán finalmente una naturaleza mixta, pues su función pública pasa a ser esencial en el Estado contemporáneo, ya que hoy se considera que sin los mismos no cabe articular la representación política. En todo caso, los elementos anteriores (separación de poderes, derechos humanos, representación política) podrían ser suficientes para entender desde un punto de vista político, y en sus líneas esenciales, el Estado decimonónico, pero aún no permiten explicar el actual Estado democrático. Y es que, en efecto, ninguno de estos elementos permite asegurar la universalidad en la participación política (sobre todo si en el elemento “derechos” incluimos solo los derechos de libertad en sentido estricto, tal y como parecía derivar del sentido inicial de los mismos). En efecto, la idea de la soberanía nacional y la expresión de la “voluntad nacional” en el Parlamento se articuló en el siglo XIX a través del sufragio censitario, que restringía la participación política a aquellas personas inscritas en el censo, que no eran todos los ciudadanos, sino solo aquellos que reunían determinadas condiciones de cualificación para poder expresar dicha “voluntad nacional”, lo que finalmente se traducía en la posesión de un determinado nivel de rentas que justificaban el pago de determinados tributos. Se genera así la idea de que solo vota el que paga determinados impuestos, y de este modo el sufragio censitario es una forma de exclusión de las clases más bajas del derecho de participación política. Si añadimos que, en el período considerado, quedaban excluidas en bloque las mujeres y otras personas por su raza u otras circunstancias, llegamos a la conclusión de que el sistema de representación política del siglo XIX no podría considerarse propiamente democrático, sino más bien oligárquico. De tal manera que habrá que esperar al siglo XX para poder hablar del Estado democrático en el sentido actual. El Estado de Derecho, que en el siglo XIX se configuró como Estado liberal, ha de esperar a la finalización de la primera guerra mundial para 209

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iniciar su transición hacia el Estado social y democrático de Derecho. Para entender esa evolución, hay que partir de la aguda crisis a la que había llegado el Estado liberal a principios del siglo XX, que provocó que a partir de 1917 se planteasen modelos alternativos al mismo. Estos modelos, fundamentalmente los sistemas comunistas, fascistas y nacionalsocialistas, lejos de mejorar el Estado liberal implicaron la negación de sus mejores postulados (separación de poderes y derechos humanos) y la implantación de regímenes totalitarios negadores en la práctica de cualquier forma de democracia, aunque por desgracia casi todos ellos se justificaron como formas supuestamente más avanzadas de democracia o de articulación de la voluntad popular. Frente a ellos, y una vez mostradas las carencias del Estado liberal en cuanto a la igualdad de los ciudadanos, en el mundo de entreguerras se van fraguando las bases del Estado social, que implica la igualdad real y el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales (y que encontrará sus mejores manifestaciones en el constitucionalismo de la segunda posguerra mundial), y del Estado democrático. Toda esta evolución se sintetiza en la expresión que aparece por primera vez en la Ley Fundamental de Bonn, y que con ligeras variantes recoge hoy la Constitución de 1978, de “Estado social y democrático de Derecho”. Centrándonos en este escrito en el Estado democrático, hay que decir que este supone en definitiva el tránsito de la soberanía nacional a la soberanía popular, aunque sin la consecuencia de la democracia directa que en su día postulaba Rousseau. Ello se traduce, por tanto, en sistemas representativos que superan el sufragio censitario para dar entrada al sufragio universal, en una larga evolución que en cada país tiene sus fechas esenciales, pero que viene a extenderse desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, y comienza con la implantación del sufragio universal masculino y prosigue con la incorporación de las mujeres al ejercicio del derecho de sufragio, y en algunos países con

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la incorporación de minorías raciales que anteriormente habían estado excluidas del ejercicio de ese derecho. Evidentemente, aun hoy es necesario estar inscrito en el censo para poder votar o presentarse como candidato, pero nuestro actual concepto de democracia implica que todos los ciudadanos mayores de edad han de estar incluidos en el censo electoral, y que dentro de ese colectivo solo una decisión judicial como consecuencia de la incapacidad (o en ciertos casos, como consecuencia de la imposición de determinadas sanciones penales, aunque en España ya ha desaparecido la pena de pérdida del derecho de sufragio activo) puede limitar el ejercicio del derecho de sufragio, sin que quepa excluir del mismo a colectivos en base a su capacidad económica, sexo, raza, creencias, o cualquier otra condición o circunstancia social. Solo así el sufragio puede ser considerado realmente universal. En la actualidad, por tanto, suele considerarse que la democracia implica que el pueblo elige a sus representantes políticos, sin perjuicio de la eventual participación directa del mismo en ciertos ámbitos a través de determinados mecanismos (referéndum, concejo abierto, iniciativa legislativa, etc.); y que esa participación se lleva a cabo mediante un sistema basado en el sufragio universal, que permite optar entre una pluralidad de opciones políticas articuladas a través de diversos partidos políticos, a través del cual se elige el Parlamento. V De una u otra forma, si la democracia es el gobierno del pueblo, de él han de emanar todos los poderes del Estado. Y las decisiones de estos, y singularmente las que derivan de órganos plurales como es el Parlamento, habrán de adoptarse ordinariamente por mayoría. De este modo, la democracia es en buena medida un procedimiento de toma de decisiones políticas, que asegura que las mismas derivan del pueblo y se adoptan por mayoría. Esta confianza en la voluntad mayoritaria se aprecia en la 211

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frase que se atribuye a Abraham Lincoln, en el sentido de que “se puede engañar muchas veces a una persona, se puede engañar una vez a muchas personas, pero nadie puede engañar todas las veces a todos”, aunque en mi opinión para que este aserto pueda cumplirse es necesario que existan unas mínimas condiciones culturales y sociales que garanticen la transparencia y la limpieza del proceso democrático y la preparación de la sociedad. Porque la democracia no se predica de un sistema en forma de “todo o nada”, sino que se puede tener en distintos niveles o grados, y de ahí que a veces se hable de “calidad democrática”, aunque desde luego es necesario trazar una frontera traspasada la cual, un Estado no puede calificarse como democrático. Pero además, la democracia no es solo el gobierno de la mayoría, sino que también implica el respeto a las minorías, de tal manera que exige un principio de igualdad de oportunidades” a todas las opciones políticas, para que en sucesivas elecciones políticas puedan llegar a alcanzar, si el pueblo así lo decide, la posición mayoritaria. Y la más minoritaria de las minorías es el individuo. De ahí que los derechos humanos constituyan hoy un elemento irrenunciable de la democracia, de tal manera que no cabe hablar de esta si los derechos no se reconocen y garantizan. A Winston Churchill (quien, como es ampliamente conocido, afirmó que “la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás”) se le atribuye también la siguiente frase: “democracia significa que si el timbre de la puerta suena a horas tempranas, es probable que sea el lechero”, irónica sentencia que pone de relieve la importancia de la libertad y la seguridad en cualquier sistema democrático. En suma, el análisis histórico que sintéticamente hemos trazado en páginas anteriores pone de relieve algunas ideas que me parecen esenciales para acercarnos, en el mundo actual, al complejo concepto de democracia: 212

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1) El concepto “democracia” tiene su origen en la antigüedad clásica, y ha ido evolucionando a lo largo de la Historia. Como todo concepto histórico, es dinámico y está abierto a la evolución futura. 2) Quizá por ello la democracia es un concepto polisémico al que se han dado muchos sentidos, a veces opuestos. Sin embargo, no puede ser una idea tan amplia que permita acoger cualquier sistema político, dado que democracia es un concepto axiológico que permite valorar positivamente aquellos sistemas que incorporan determinados elementos. Es, por tanto, necesario, desentrañar la esencia de la democracia, constituida por aquellos elementos de participación popular que se consideran factores inexcusables de legitimidad de un sistema político. 3) En la búsqueda de esa esencia, hay que tener en cuenta que democracia significa “gobierno del pueblo”, y eso supone que las decisiones políticas se adopten por mayoría, pero también que la minoría ha de tener las mismas opciones políticas, y que los derechos individuales han de respetarse en todo caso. 4) El concepto de democracia no va necesariamente unido al de representación. Sin embargo, la democracia directa solo se puede llevarse a la práctica en comunidades pequeñas, que son las únicas que de forma ordinaria y habitual pueden participar directamente en el la toma de decisiones políticas. Por eso las democracias occidentales actuales son representativas, aunque en las mismas cabe incorporar mecanismos de democracia directa. 5) Los partidos políticos tampoco son elementos imprescindibles para la democracia desde una perspectiva histórica, pero juegan un papel fundamental en el mundo contemporáneo, de tal manera que, con todos sus problemas y carencias, hoy se consideran instrumentos necesarios para expresar la voluntad popular. 6) La democracia admite diversas formulaciones, pero no cualquier formulación. En su concepción actual, es fruto de un

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proceso multisecular que permite articular la soberanía del pueblo, dando a este la mayor participación política y el protagonismo del sistema. A este elemento hay que añadir hoy, para poder hablar de democracia, la separación de poderes, el respecto a los derechos fundamentales y libertades públicas (en una consideración dinámica de los mismos que permite que su catálogo vaya creciendo históricamente y esté abierto siempre a nuevas exigencias de la dignidad), y el sufragio universal. 7) Los actuales sistemas occidentales nos muestran muchas carencias y han de ser mejorados en muchos aspectos, vinculados por ejemplo al propio papel de los partidos políticos, a la limpieza de las campañas electorales, a la mayor formación cultural de la población, etc. Pero la Historia Contemporánea demuestra que todos los “experimentos” de sistemas que han buscado otras formas de articular la democracia, renunciando al pluralismo político, a la separación de poderes, o a los derechos fundamentales y libertades públicas, han conllevado en la práctica la negación del pueblo como sujeto soberano y la eliminación de la democracia en nombre de la misma. Por ello los mencionados elementos, aunque en ciertos casos no fueran conocidos en la antigüedad, han de entenderse hoy incorporados al “acervo” de la democracia, como concepto histórico que ha ido progresando mediante la incorporación de nuevas exigencias. 8) Dada la complejidad del concepto, un concreto sistema político puede tener la cualidad de democrático en mayor o menor nivel. Cabe hablar de “calidad de la democracia”, en la medida en que los parámetros esenciales de la misma se cumplan con mayor intensidad. Pero resulta necesario trazar un límite o frontera, un umbral, por debajo del cual un sistema político o un Estado resulta ilegítimo por carecer de los más elementales requisitos democráticos. Desde este punto de vista, y como conclusión final, no cabe calificar a un sistema como democrático si no cumple simultáneamente estos requisitos: a) pluralismo 214

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político que permita a todos los ciudadanos elegir a sus representantes entre una diversidad de opciones políticas; b) reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales, al menos en sus aspectos esenciales; y c) separación de poderes y limitación del poder y sometimiento de este a la ley.

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