Blanco nocturno, o las nuevas formas del castigo

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Descripción

BLANCO NOCTURNO, O LAS NUEVAS FORMAS DEL CASTIGO por Fedosy Santaella

Empecemos por el comisario Croce, el teórico de las intuiciones artísticas de las que habló alguna vez Rubem Fonseca 1 en El gran arte (1974), intuiciones que Ricardo Piglia adjudica a Dupin y a Holmes, dos grandes detectives de la literatura que trabajan con una teoría a priori para luego irla encajando con los hechos. En Blanco nocturno esas intuiciones son llamadas el punto de vista. Dice Croce: «Comprender (…) no es descubrir hechos, ni extraer inferencias lógicas, ni menos todavía construir teorías, es sólo adoptar el punto de vista adecuado para percibir la realidad» (Piglia, 2010: 143). Un pensamiento del mismo Croce: «No hay que tratar de explicar lo que pasó, sólo hay que hacerlo comprensible» (idem: 98). El comisario ve, imagina, tiene intuiciones artísticas: «Ya la tengo, ya sé lo que pasó, ya vi, pero no puedo probarlo todavía» (idem: 143). Con todo, Croce no es un soñador ni un erudito pretencioso. Es camarada de Treviranus, el detective de «La muerte y la brújala» de Borges (1974). Treviranus, lo sabemos, es la contraparte de Lönnrot, a quien Croce piensa un «imbécil pesquisa amateur» (96). Treviranus, en cambio, es un profesional con los pies en la tierra, nunca un personaje de ficción con románticas y esotéricas teorías conspirativas. Lönnrot, por 1

Para Javier Aparecio Maydeu “[la] literatura sin marbetes genéricos, la verdadera literatura, la literatura con mayúsculas está representada por Rubem Fonseca, uno de los más grandes narradores contemporáneos, que si bien finge ser un escritor de novela policíaca porque las convenciones del género sirven bien a sus propósitos de crítica social, invectivas contra el sistema postcapitalista y denuncia de la enajenación y el desquiciamiento del individuo contemporáneo en las grandes núcleos urbanos, representa por encima de todo los valores de la verdadera literatura: sentido crítico, método de conocimiento y reflexión, en última instancia, acerca de la propia literatura” (2008: párr. 1).

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supuesto, también tiene una intuición, un punto de vista previo. Pero se equivoca, porque, como todo romántico, tiene mucho de aventurero, de tahúr, tal como dice el mismo Borges. Treviranus no le busca la cinco patas al gato, su punto de vista se afianza en la realidad y, desde la primera ocasión, descifra el asesinato de Yarmolinsky. Lönnrot se aburre de lo real, necesita la ficción. Ante la cruda y simple teoría de Treviranus, arguye: «Posible, pero no interesante (…) Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis» (Borges, 1974: 500). Lönnrot quiere jugar y permanecer en el juego más tiempo, quiere aventura e imaginación. Treviranus, por el contrario, se aferra a la tradición de la realidad y busca la pronta resolución del caso. Treviranus es racional, Lönnrot es lúdico. Treviranus es moderno, Lönnrot modernidad tardía, rebelión romántica. Croce, por su parte, pareciera un desconsuelo contemporáneo, una derrota cómoda, una derrota cool que termina encerrado en una clínica mental cool.2 En Blanco nocturno, la relación entre los dos hombres de ley es contraria a la de «La muerte y la brújula». En la novela, el fiscal Cueto quiere el caso resuelto de entrada, mientras que el detective Croce insiste en permanecer en la investigación. Esta vez no estamos en el tema de un detective contra otro (como en Borges), sino en el de un poderoso contra un buscador de verdades indeterminadas pero condenadas de antemano. Croce no es Lönnrot, aclara Piglia con perspicacia; Croce, a pesar de su

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Recordemos que la novela transcurre durante los años setenta, y si seguimos a Lipovestky (La era del vacío, «Modernismo y posmodernismo») ya los sesenta son el principio de la cultura posmoderna. Democratización del hedonismo, desilusión ante los grandes relatos, el gran desencanto, el humor y lo cool como manera de entender el mundo, todo ello conforma la era de la posmodernidad.

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desencanto contemporáneo, se acerca más al moderno-racional Treviranus que al moderno-revolucionario Lönnrot. En Blanco nocturno el asesinato no es producto del azar, sino de un plan superior y colectivo. En «La muerte y la brújula» el asesinato azaroso pasa a formar parte de una ficción mayor, del plan de un individuo (Scharlach) para vengarse del detective. El azar ha sido eliminado, todo está controlado desde el principio, todo es masa compacta. El asesinato de Tony Durán, al principio azaroso, o más que azaroso, simple y crudo (como el asesinato de Yarmolinsky) termina siendo parte de una gran confabulación. Así, pareciera que Piglia está contando de nuevo «La muerte y la brújula», pero con esas variantes o inversiones contemporáneas donde la novela negra adquiere un correlato en lo impreciso, en lo inconcluso, en la derrota frente a la oscuridad. Estamos ante el triunfo de los males del mundo frente al individuo. Así se lee en la novela: «Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica. Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto» (2010: 284). En Blanco nocturno, el fiscal Cueto es un representante de esos poderes. La sociedad es la verdadera mente criminal, y la muerte no necesariamente funciona como hilo conductor de todo el texto. Así como la muerte de Yarmolinsky no es la razón del relato de Borges —la verdadera razón es el engaño de Scharlach, su venganza hacia Lönnrot—, en Blanco nocturno, la muerte de Tony Durán tampoco es el centro de la novela. Allí lo que realmente importa es el juicio, la condena, el castigo, la deshonora, la humillación de Luca Belladona, aquel que se ha atrevido a tener ideales, que es correcto, que no se ha

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corrompido. A esta altura de la historia, Blanco nocturno desemboca hacia Dostoievski, Kafka y Camus. El reclamo del dinero, la audiencia de Luca Belladona no es un juicio, pero aun así sigue el protocolo de un enjuiciamiento contra alguien. De algún modo, siguiendo a Dostoievski, tenemos allí un proceso por el padre. Luca Belladona, como Dimitri Karamazov, estuvo a punto de asesinar a su padre en el pasado. La audiencia, que gira en torno al dinero de la herencia, está marcada por el símbolo omnipresente del padre, signo de pasado y de tradición. Pero Luca no ha matado a su padre, ni el Viejo Belladona tampoco ha muerto; Luca simplemente se ha separado. Tampoco se le acusa por el asesinato de Tony Durán, ya el fiscal Cueto estableció la culpabilidad del nikkei Yoshio. El juicio resulta entonces ambiguo, impreciso, absurdo, y allí Luca Belladona y Josef K participan de las mismas circunstancias. El motivo de ese juicio (que no es juicio) se oculta, va subrepticio hasta el final de la obra. Quizás debamos acudir a El extranjero de Camus para acercarnos a las razones. Luca Belladona, tal como Mersault, es juzgado, en todo caso, por no encajar en el engranaje de la máquina colectiva, por querer construir sus propias máquinas (sus propios objetos) en una fábrica que ya no pertenece a los tiempos que corren. Luca Belladona, como Mersault, no ha actuado como se requiere que actúe en los tiempos en que la sociedad disciplinaria (recordemos a Foucault) empieza a desaparecer, y donde el mercado aplasta el valor del producto. Gilles Deleuze (2008) señala que la sociedad que comienza a nacer, la sociedad que llama de control, «lo que intenta vender son servicios, lo que quiere comprar son acciones. No es un capitalismo de producción sino de productos, es decir, de ventas o de mercados» (párr. 5). Así, Luca Belladona pertenecería entonces al pasado, pues continúa encerrado en su viejo esquema disciplinario y de producción en aquella fábrica alucinatoria (lo que ya fue y permanece

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terco en su fantasía es alucinatorio). Luca Belladona se niega a ceder ante los nuevos tiempos, ante las especulaciones accionarias del padre, del fallecido hermano y del fiscal Cueto. Se engaña con la idea del futuro emancipado, es un hombre que todavía cree en los postulados de la modernidad, pero su sueño de futuro, tal como dice Lipovetsky (1986), resulta ya desde su inicio luminoso, un obligante pasado: «El modernismo se define menos por declaraciones y manifiestos positivos que por un proceso de negación sin límites y que, por este hecho, no se salva ni de él mismo» (pp. 81-82). Luca Belladona niega sus propias máquinas-objetos, porque éstas nunca terminan de ser, porque nunca llegarán al futuro y pertenecerán siempre a un ayer indeterminado. Luca Belladona vive el ansia de la rebelión, la búsqueda de la libertad del yo, de la individuación que lo separa de todo estamento masificador. Con respecto a los objetos de la fábrica, leemos: «No existía antes nada igual, un modelo previo, nada que copiar: era la producción precisa de objetos pensados que no existían previamente» (Piglia, 2010: 241). Era esto lo que querían los artistas de la modernidad tardía: negar el pasado, los modelos previos, forjar todo en lo nuevo y matar ese mismo nuevo apenas naciera. Luca Belladona es un negador de los tiempos que vive, de la sociedad que se devora el mundo con el valor del mercado. Belladona es un negador constante, tanto así que en el juicio su respuesta ha de ser su rendición, propia traición, un De acuerdo, un sí, su primer sí ante la sociedad. Luca Belladona acepta el dictamen de Cueto, confirma a Yoshio Dazai como el asesino de Durán y, al hacerlo, obtiene el dinero para salvar la fábrica de las especulaciones del mercado (ya la fábrica no será un centro comercial). Ha caído en una trampa, tal como dice Piglia, donde cualquier alternativa es una derrota. Luca Belladona se ha traicionado a sí mismo y de un modo oscuro, perverso, ha aceptado una condena, una pena de muerte. Deja de ser un individuo para integrarse a la masa social, a todo ese

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poblado que detesta su terquedad, su empeño en sus ideales, su honestidad, su altanería de caballero andante. Él es la verdadera víctima de la novela, Tony Durán es tan sólo una excusa para algo mayor, como lo es Yarmolinsky en Borges. No obstante, Yarmolinsky, ya se dijo, surge del azar, y ese azar es aprovechado por un individuo. Cuando los individuos actúan por separado, el azar es posible; cuando la sociedad controla desde la virtualidad de los poderes, el azar pareciera una ilusión, una mentira, una ficción. La muerte de Durán no es producto del azar, sino de una maquinación que controla todos los ámbitos. Esta sociedad no necesita encierros, esta sociedad impone la sumisión del alma a través del control absoluto de todos los espacios. El encierro es sólo un espacio más. El mercado postindustrial, esa presencia invisible, controla todos los espacios. El centro comercial controla todos los espacios. Así, en esta trama profundamente compleja no existe un Scharlach particular, sino que la sociedad completa es Scharlach, esa sociedad que controla en la gran mente criminal. De allí la ficción paranoica, donde «todos son sospechosos». Piglia ha vuelto a escribir «La muerte y la brújula» en estos tiempos. Pero Blanco nocturno es una historia cuyo destino final no es la venganza ni la ejecución inmediata, sino la rendición, la derrota del alma, y sí su posterior destrucción (no importa mucho si por homicidio o por suicidio). Blanco nocturno es «La muerte y la brújula» del mercado, del mundo como gran victimario, del individuo que busca la inútil escapatoria. Blanco nocturno es «La muerte y la brújula» de la caída de los grandes centros de reclusión, y a su vez el alzamiento de la grandes entidades virtuales como el nuevo lugar de encierro del hombre. Blanco nocturno es también el final de los detectives, su reclusión en los

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hoteles abiertos y libres que son las campestres clínicas mentales (y no los oscuros manicomios). Ya no hay nada que investigar, ya no hay crimen que aclarar, ya no hay culpables, ya no hay víctimas en este reto del hombre contra los males colectivos.

Referencias Aparecio Maydeu, J. (2008). “El gran arte de Rubem Fonseca”. Letras Libres. [Revista en línea]. Recuperado el 30 de abril de 2013. http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/el-gran-arte-derubem-fonseca Borges, J. L. (1974). «La muerte y la brújula» en Obras completas. Buenos Aires: Emecé. Pp. 499507. Deleuze, G. (2008). “Post-scriptum sobre las sociedades de control”. El psicoanalista lector. [Revista en línea]. Recuperado el 22 de septiembre de 2008. http://elpsicoanalistalector.blogspot.com/2008/09/gilles-deleuze-post-scriptum-sobre-las.html Fonseca, R. (2008). El gran arte. Santiago de Chile: Tajamar Editores. Lipovetsky, G. (2004). La era del vacío, ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama.

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