Anatomía de la conciencia

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Descripción





Anatomía de la conciencia

Joan Torelló
IES Santa Margalida, Conselleria d'Educació de les Illes Balears, Spain.

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Por favor, no citar sin permiso.

28 de marzo de 2016



Resumen

Se pretende ofrecer, a partir de los ensayos de Henri Bergson, una descripción general de la conciencia, su funcionamiento y sus modos, considerada como experiencia cognitiva, sensorial y corporal global.


Introducción

Todos tenemos una idea de lo que es la conciencia, aunque no resulte fácil dar una definición completa y exacta. De entrada podemos decir que la conciencia es aquello que afirmamos que está presente en nuestra mente a cada momento en nuestra experiencia. Para definirla de un modo lo más simple posible, podemos decir incluso que nuestra conciencia es nuestra experiencia. Es lo que sentimos y percibimos a cada momento: es sensación. Pero también estaremos de acuerdo en afirmar que la conciencia implica la memoria e incluye conocimientos, más extensos o menos, sobre nosotros mismos y el mundo que nos rodea, los cuales relacionamos con nuestras acciones y decisiones. Es más, con frecuencia concebimos la conciencia como el conocimiento en base al cual tomamos decisiones y emprendemos acciones de un modo voluntario. La conciencia podemos decir que es la experiencia personal que nos define como individuos y que implica una forma de conocimiento de nosotros y nuestro entorno, que nos sitúa en el mundo y dirige, además, nuestro comportamiento voluntario.


Sensación, memoria y tiempo

La memoria, además de la sensación, es una condición necesaria de la conciencia, como vemos, pues sin memoria no existe conocimiento de ningún tipo. Decía Bergson (1919) que la memoria es un rasgo fundamental de la conciencia:

Conciencia significa en primer lugar memoria. La memoria puede carecer casi de amplitud; puede abrazar solo una pequeña parte del pasado; puede no retener más que lo que acaba de suceder; pero la memoria está ahí, o bien entonces la conciencia no lo está. Una conciencia que no conservara nada de su pasado, que se olvidara sin cesar de sí misma, perecería y renacería a cada instante. (p.19)

La sensación, sin memoria, está desprovista de cualquier forma de identidad y de unidad. La conciencia es la experiencia sensible que sucede a cada momento del continuo presente, ciertamente, pero se ve afectada por contenidos de la memoria que ofrecen una referencia y que hacen posible la percepción y el pensamiento. Esto no significa, cuidado, que ella se reduzca a esos contenidos, sino que es la actividad que, de alguna manera, los produce o los presenta en nuestra experiencia subjetiva. Utiliza conocimientos que provienen del pasado, pero ocurre en un presente siempre renovado en el que tales conocimientos son expuestos a la sensibilidad del ahora: la conciencia fluye con el tiempo, en los presentes sucesivos, indeterminados. El pasado es un referente, un aporte de alguna información, pero no es la experiencia sensible en sí, la cual es siempre cambiante y actual.

La conciencia no se agota en la información del pasado, en lo que está dado, acabado, cerrado. No es un archivo de memoria. Las experiencias personales solo son si son nuevas, actuales; inevitablemente ocurren en el ahora, como sucede, por otra parte, con todas las acciones posibles en el mundo, del tipo que sean, conscientes o no. La conciencia ocurre necesariamente en el presente indeterminado, aunque utiliza elementos más o menos determinados que se originaron en sucesos pasados. A estos elementos los llamamos 'huellas de memoria'. El cerebro guarda información del pasado, muestra en el presente unas marcas o huellas que se produjeron en algún momento pretérito, y mostrándolas las expone a la realidad sensible del ahora y las vuelve susceptibles.

Si nos detenemos a analizarlo veremos que los fenómenos de memoria, en efecto, no son exclusivos de la conciencia, ni de la mente en general, ni del cerebro. Cualquier acción de la naturaleza ocurre siempre en el presente pero está condicionada en algún grado por el pasado: si las condiciones presentes en las que ocurre la acción son las que son es porque existe un pasado, unas condiciones anteriores diferentes; y, a la vez, la acción presente produce alguna modificación en las condiciones actuales; si no, no existe tal acción o suceso. Esto es así se trate de acciones humanas o de otros seres vivos, de acciones de máquinas o de dispositivos físicos, químicos o de cualquier naturaleza, simples o complejos. Ningún momento es idéntico al anterior, pues en este caso serían el mismo momento. Sin un antes y un después que la memoria o el conocimiento puedan relacionar no hay acontecimiento y no hay tiempo; algo debe cambiar en la materia o en la experiencia sensible para que el tiempo corra. Un mundo parado es un tiempo parado. Las condiciones deben variar, se debe generar o debe aparecer algo nuevo que antes no aparecía, lo que implica una sucesión, algún contraste entre lo nuevo y lo antiguo, una huella, alguna forma de 'recuerdo' (Bergson, 1927). Toda la naturaleza, por sí misma, en cuanto fluye, tiene 'memoria'. El tiempo mismo, el sucederse de las cosas, implica la existencia de alguna forma memoria, en todos los ámbitos de lo empírico. Sin marca o huella no hay sucesión, no hay suceso ni fenómeno.


Conciencia inmediata y conciencia reflexiva

La memoria está implícita en el tiempo mismo y afecta todas las cosas. Como le sucede a cualquier materia que participa en una acción, nuestro cerebro queda 'marcado' por los sucesos en los que interviene. Nuestras huellas de memoria son unas marcas del tiempo en nuestro cerebro, el cual está hecho de una materia (muy) sensible al mundo físico y a sus cambios. Pero la realidad no está justamente dentro de nuestra memoria, no consiste en un complejo mundo interior de recuerdos altamente elaborados que sean el mundo, no es una película acabada y guardada del mundo. La realidad es la actualidad, es lo que acontece en el presente, dentro y fuera de nuestro organismo, a lo cual somos sensibles y constituye, por esta sensibilidad, nuestra experiencia personal.

Si nuestra memoria o conocimiento se manifiesta ahora es porque es actual, en el sentido de que sus contenidos se relacionan, de un modo u otro, con nuestras sensaciones presentes. La conciencia evoca recuerdos pero es ante todo presente y sensación. Toma su cuerpo de lo más inmediato y presente, que es lo sensorial (lo sensorial sucede exclusivamente en el presente). Las sensaciones son lo que recogen nuestros sentidos de modo prácticamente instantáneo de las energías que actúan aquí y ahora, dentro y fuera de nuestro organismo. Son lo que nos está dado por el simple hecho de vivir, y constituyen la forma más simple de conciencia, que no requiere apenas participación del conocimiento. Esta es la conciencia inmediata.

En cuanto a los modos más elaborados de conciencia, con mayor participación del conocimiento y la memoria: el pensamiento, el razonamiento, que son conciencia, se puede preguntar ¿son también experiencia? y, en su caso, ¿son una experiencia análoga a la sensación? Parece que existe la sensación de pensar, que 'experimentamos' el pensamiento, que tenemos sensaciones, que nos sentimos de una manera o de otra cuando pensamos. Pero también es cierto que cuando pensamos estamos absortos en lo que pensamos y nos alejamos de la conciencia sensorial y de nuestras sensaciones más inmediatas. Nos convertimos de alguna manera en lo que pensamos, nuestra conciencia es nuestros pensamientos y en ellos se 'dispersa'. Desatiende, parece, el aquí y ahora sensorial, o tal vez lo transforma en algo distinto. Nuestra conciencia deja de estar 'en reposo', abandona el modo puramente receptivo de lo dado en la sensación, para volverse activa y entrar en una especie de simbiosis con los contenidos del pensamiento. Se trata de la conciencia que llamamos reflexiva, de la conciencia que deviene pensamiento o intención, en la que predomina el discurrir del razonamiento, la actividad dirigida a un objetivo, donde el yo sensorial es ocultado por los contenidos mentales que tal actividad produce, aunque en todo momento está ahí y coexiste con ellos.

En la forma reflexiva de la conciencia, el conocimiento se hace sensible en la experiencia en forma de pensamiento, y como tal queda expuesto a la realidad. Estar expuesto significa que es sensible a lo que pueda ocurrir y que es susceptible de ser modificado: se mantiene invariable si resulta útil, o se rechaza en caso contrario, pero esto no significa que se incorpore un conocimiento nuevo; no se adjunta ni se suma nada, simplemente se modifica (o no) lo que ya conocemos. La conciencia no acumula experiencias secuenciales en la memoria sino que expone, o impone, huellas de memoria a la realidad; no se trata de una línea narrativa que quede registrada, simplemente, en la memoria a modo de película sino que la conciencia siempre es presente y actualidad, como todo lo que ocurre en el mundo. Pues el tiempo y los fenómenos solo de este modo suceden, como hemos señalado. La conciencia, en este sentido, puede entenderse como un punto de fuga que abre, en el presente, los recuerdos a la realidad sensible.


Conciencia intencional y conciencia abstracta

Esta conciencia reflexiva, que fluye en el pensamiento, unas veces obedece nítidamente a estados de expectativa o de intención, esto es, está orientada al futuro y se fija en unos contenidos muy concretos y específicos a los que considera relevantes, y otras veces no lo hace tanto y se recrea más bien en el simple discurrir de la imaginación o del pensamiento. En el primer caso, lo que puede suceder en un futuro más o menos inminente, cuando esto es lo realmente importante, es lo que la mueve y la fija específicamente a unos u otros aspectos concretos del mundo que nos rodea. Esta conciencia se inclina al futuro, dirige la atención a lo que entendemos que vaya a suceder y a las decisiones que vayamos a tomar; nos mantiene expectantes sobre nuestro entorno y dispuestos a actuar con una intención definida.

Otras veces, en cambio, la conciencia reflexiva obedece a formas más abstractas de pensamiento, donde no urge tomar una decisión inmediata y no nos preocupa tanto lo que vaya a suceder sino que nos movemos en un universo mucho más laxo de posibilidades, que no van a tener consecuencias para nosotros a corto plazo. Aquí el pensamiento se recrea en lo posible, no en lo cierto o lo altamente probable, mediante la imaginación y el pensamiento abstracto, sin ataduras a lo concreto y a lo urgente, de lo cual más bien se abstrae. Es la conciencia de lo que pueda suceder, de las meras posibilidades, no de lo que vaya a suceder ni de nuestras intenciones concretas. Solo cuando nada hay que sea urgente, nuestra conciencia se recrea en la imaginación y el pensamiento abstracto.

Ambas formas de la conciencia reflexiva están condicionadas igualmente por nuestro conocimiento, por las marcas que el tiempo deja en nuestro cerebro. Lo que predomina en ambos casos no son las sensaciones del presente, sino el pensamiento, el cual sucede en el presente pero entra en una especie de bucle entre el pasado (memoria) y el futuro (posibilidad o intención). Pasamos de la simple sensibilidad actual al medio (ambiental y corporal) al razonamiento sobre sucesos posibles (potenciales) o probables (intencionales) elaborados con elementos de memoria. Pero esto no significa que desaparezca, ni mucho menos, lo sensible, sino que simplemente la atención se centra en los pensamientos, pues nuestra sensibilidad corporal sigue ahí en todo momento, evolucionando, formando parte de la experiencia, tiñéndola.

En cuanto a la conciencia de la intención, decía Bergson (1919):

Toda conciencia es anticipación del porvenir. Consideren la dirección de vuestro espíritu en cualquier momento: encontrarán que se ocupa de lo que es, pero en vista sobre todo de lo que va a ser. La atención es una expectativa, y no hay conciencia sin una cierta atención a la vida. El porvenir está ahí; nos llama, o más bien nos atrae hacia él: esta tracción ininterrumpida, que nos hace avanzar sobre el camino del tiempo, es causa también de que actuemos de manera continua. Toda acción es una superposición con el porvenir. (p.19)

Lo que nos atrae, lo que llama continuamente nuestra atención, es lo que vaya a suceder. Nos anticipamos continuamente al futuro, y lo hacemos en función de lo que sabemos-conocemos-entendemos-creemos que va a pasar. Nos atrae más lo que es más inminente y relevante, lo más 'urgente'. Esta conciencia es atención a las demandas de la vida y del porvenir próximo, y constituye un mecanismo básico de nuestro psiquismo y de nuestra conducta encargado de garantizar nuestra adaptación a los cambios en nuestro medio y nuestra supervivencia. Nuestras acciones voluntarias obedecen a hipótesis que realizamos sobre el porvenir, se adelantan y se superponen a él, se anticipan al futuro para poder responder de modo adecuado y eficaz a los cambios en nuestro entorno.

Retener lo que ya no es, anticiparse sobre lo que aún no es, esta es la primera función de la conciencia. Para ella no habrá presente, si el presente se redujera al instante matemático. Ese instante no es más que el límite, puramente teórico, que separa el pasado del futuro; en rigor puede ser concebido, jamás es percibido; cuando creemos sorprenderlo, ya está lejos de nosotros. Lo que de hecho percibimos, es cierto espesor de duración que se compone de dos partes: nuestro pasado inmediato y nuestro futuro inmediato. Sobre ese pasado estamos apoyados, sobre ese porvenir estamos inclinados; apoyarse e inclinarse es así lo propio de un ser consciente. (Bergson, 1919, p.19)

Esta conciencia tiene la función de la decisión y la elección. A partir del conocimiento del pasado y anticipando lo que va a suceder según creo yo (el futuro), elijo intencionalmente la acción a realizar en el presente. "Para elegir hace falta pensar en aquello que se podrá hacer y rememorar las consecuencias de aquello que se ha hecho; hace falta prever y hace falta recordar" (Bergson, 1919, p.23)

Todos los seres vivos, no solo los humanos, eligen, esto es, crean su propio futuro, señala Bergson. En cuanto son capaces de tomar algún tipo de decisiones, con ellas influyen sobre su futuro, lo anticipan y en algún grado lo crean; emprenden acciones y crean condiciones nuevas. La conciencia genera una 'zona de indeterminación' alrededor del ser vivo. Cuanta más conciencia (sensibilidad y memoria), mayor es la indeterminación o libertad del ser, mayor es su 'creatividad'. La conciencia, en este sentido, es la capacidad de elegir ante una situación a la que el sujeto atiende y responde de manera individualizada en función de su experiencia; de alguna forma es la capacidad de romper el determinismo del mundo exterior, o cuando menos de flexibilizar y diversificar las respuestas a los estímulos.


La tensión del ajuste

La abstracción - intencionalidad forma un continuo dimensional que obedece a los diferentes grados de relajación o tensión de la conciencia reflexiva. Hay diferencias evidentes entre el sueño, la fantasía, la imaginación y todo lo que son las formas recreativas y abstractas del pensamiento, por una parte, y, por otra, el pensamiento concreto y la toma de decisiones. La conciencia alcanza mayor tensión en momentos de crisis, cuando es importante dar una respuesta rápida y ajustada a la realidad, que puede ser decisiva para nuestra adecuación o adaptación a los cambios que se producen en el entorno. Cuanto más urgentemente hemos de decidir el futuro, más contundente, concreta y ajustada a la realidad es la conciencia. Por otra parte, los estados de relajación de la conciencia que son los sueños, la fantasía o la recreación cognitiva, según Bergson, aparecen cuando confluyen igualmente el recuerdo y la sensación pero no existe un sentimiento de urgencia del futuro que la fuerce a tensarse y fijarse en nada concreto. Obedecen a algo que recordamos pero que está 'vacío' por decirlo de alguna manera, que no tiene un referente concreto y definido del mundo real al que ajustarse. "El recuerdo es nítido y preciso, pero sin interior y sin vida. La sensación desearía encontrar una forma sobre la cual fijar la indecisión de sus contornos. El recuerdo desearía obtener una materia para llenarse, cargarse, en fin actualizarse" (Bergson, 1919, p.109). Las sensaciones (ambientales y corporales), en estos estados o situaciones, no alcanzan un ajuste completo con los recuerdos; unas y otros están desincronizados y simplemente discurren con laxitud, sin llegar a articularse de un modo coherente ni a tensar suficientemente la atención.


El sueño y los sueños

Las percepciones de los sueños y de la fantasía están inacabadas, no se ajustan a nada concreto, son abstractas en este sentido. Lo sensorial (ambiental y corporal) y los recuerdos parece que se buscan pero no se encuentran, no casan; el resultado es un flujo de ideas fugaces que desaparecen así como aparecen, sin haber llegado a tomar entidad, un continuo de 'hipótesis' que se insinúan pero que no se llegan a concretar, porque no existe la necesidad de hacerlo en realidad, no existe la necesidad del ajuste a lo inmediato. Uno mismo, en el fondo, no se toma en serio estas ideas, no se las cree, no tiene ninguna necesidad de creérselas, porque no existe ninguna urgencia, simplemente se recrea en ellas, estando abstraído del aquí y ahora. Es como un estar permanentemente a medio camino entre las sensaciones y los conocimientos, en una realidad solo insinuada.

Incluso en los sueños, la conciencia manifiesta impresiones reales producidas sobre los órganos de los sentidos y recuerdos que son recuperados y que llegan a insertarse en estas impresiones. El sueño no cierra nuestros sentidos a las impresiones del afuera, pues muchas de ellas se incorporan a los sueños; el sueño toma de allí parte de los materiales de los sueños, como todos hemos podido experimentar más de una vez. Pero, sobre todo, no cierra los recuerdos ni los sentidos internos de nuestro cuerpo, que siempre están ahí, inevitablemente. Dormir no es un simple descanso de las funciones superiores del pensamiento, una suspensión del razonamiento; si acaso es una despreocupación de la urgencia y una distracción de lo inmediato. En el sueño no somos incapaces de lógica; los sueños tienen su propia lógica, siguen su propio razonamiento; incluso se pueden entender los sueños como un exceso de razonamiento, aunque de imágenes incoherentes, débilmente articuladas, sin un nexo fuerte que las una y las ordene, las cuales fluyen con mucha más facilidad que en vigilia, asociándose de un modo más lábil y efímero.

En el sueño natural, nuestros sentidos no están cerrados en modo alguno a las impresiones exteriores. Sin duda ya no tienen la misma precisión; pero en cambio recobran muchas impresiones 'subjetivas' que pasaban inadvertidas durante la vigilia, cuando nos movíamos en un mundo exterior común a todos los hombres, y que reaparecen en el sueño, dado que entonces solo vivimos para nosotros. Ni siquiera se puede decir que nuestra percepción se estrecha cuando dormimos; más bien ensancha su campo de operación, al menos en ciertas direcciones. Es cierto que pierde en tensión lo que gana en extensión. Apenas suministra algo difuso y confuso. (Bergson, 1919, p. 104)

En el sueño, sin la tensión del ajuste, las impresiones exteriores pierden mucha precisión, en cambio las sensaciones de los sentidos internos del cuerpo ganan importancia o 'extensión', pues no estamos pendientes de la vida en común con las otras personas y solo vivimos para nosotros. La realidad se vuelve subjetiva, difusa y confusa. Predomina lo sensorial corporal.

En los sueños, más importantes son las sensaciones del 'tacto interior' que emanan de todos los puntos del organismo, y más específicamente de las vísceras. El sueño puede darles, o más bien devolverles, una fineza y una agudeza singulares. Sin duda estaban allí durante la vigilia, pero estábamos entonces distraídos por la acción, vivíamos fuera de nosotros mismos: el sueño nos permite entrar en nosotros (en las sensaciones internas de nuestro cuerpo). (Bergson, 1919, p.103)

En los sueños no es importante elegir, ni hacer las cosas bien y acertar; en ellos no importa la precisión del ajuste. En vigilia, al contrario, cualquier percepción conlleva un esfuerzo considerable para encontrar para cada sensación el recuerdo adecuado, pues hace falta tomar nuestra memoria entera y llevarla, mediante un 'estrechamiento' súbito, a presentar en aquella sensación el recuerdo que más se asemeja, el recuerdo que mejor puede interpretarla. La 'adherencia' entre ambos debe ser perfecta, sin brecha (si no estaríamos precisamente en el sueño); tal ajuste solo podemos asegurarlo mediante una atención o 'tensión' simultánea de la sensación y de la memoria (Bergson, 1919).

Tu vida, en estado de vigilia, es una vida de trabajo, aun cuando crees no hacer nada, puesto que en cada momento debes elegir, y en todo momento debes excluir. Eliges siempre entre tus sensaciones, puesto que expulsas de tu conciencia miles de sensaciones 'subjetivas' que reaparecen tan pronto como te duermes. Tú eliges, con una precisión y una delicadeza extremas, entre tus recuerdos, puesto que apartas todo recuerdo que no se amolde a tu estado presente. Esta elección que efectúas sin cesar, esta adaptación continuamente renovada, es la condición esencial de lo que llamamos el buen sentido. Pero adaptación y elección te mantienen en un estado de 'tensión' ininterrumpida. No te das cuenta en el momento, al igual que no sientes la presión de la atmósfera. Pero a la larga te fatigas. Tener buen sentido es muy fatigante. (Bergson, 1919, p.114)

Cuando dormimos, o en estado de ensoñación, o cuando estamos abstraídos en nuestro propio pensamiento, al contrario, no hacemos nada concreto, no nos esforzamos en nada definido, estamos desapegados de las necesidades de la vida. Impera la subjetividad sobre la objetividad, lo interno sobre lo externo. Cuando soñamos simplemente sentimos nuestra sensibilidad interna y movilizamos los recuerdos de un modo lábil, hasta el punto que en vigilia, con la tensión de la necesidad del ajuste, tales recuerdos nunca emergen y se mantienen en el campo de la inconsciencia. Cuando dormimos todo nos resulta indiferente. Nos desinteresamos de todo.

Dormir es desinteresarse. Uno duerme en la exacta medida en que se desinteresa. Una madre que duerme al lado de su niño podrá no oír los truenos, mientras que un suspiro del niño la despertará. ¿Dormía realmente para su niño? No dormimos para aquello que continúa interesándonos. (Bergson, 1919, p.115)

Dormimos en el momento que olvidamos concentrarnos en un solo punto, en el momento que dejamos de desear algo, "velar y desear son una única y misma cosa", como dormir y desinteresarse, en el otro extremo, son también una misma cosa.

La inestabilidad de los sueños, la rapidez con que se desarrollan y la preferencia en ellos por los recuerdos insignificantes son tres características de los sueños, que se explican por el mecanismo de la percepción común a la vigilia. En los estados de ensoñación a una misma sensación pueden corresponderle recuerdos muy diferentes, los cuales, en vigilia, con la tensión del ajuste, consideraríamos muy distantes unos de otros, tanto que nos costaría relacionarlos. Transitamos de unos contenidos a otros con sorprendente facilidad, muy rápidamente, en cuestión de unos pocos segundos, cuando en estado de vigilia expectante probablemente nos ocuparía horas enteras llegar a relacionar todos estos pensamientos de un modo razonable y objetivo.

Los sueños se desarrollan normalmente en forma de imágenes, que se precipitan rápidamente, de forma aparentemente desordenada. En el sueño, el recuerdo visual no tiene que adoptar el ritmo de la sensación visual tal como acontece en la realidad exterior en vigilia. Las imágenes de la memoria visual fluyen con mucha mayor libertad y pueden precipitarse con una rapidez vertiginosa. En cambio, en estado de vigilia, el recuerdo visual que nos sirve para interpretar la sensación visual "está obligado a posarse exactamente sobre ella; sigue entonces su desarrollo, ocupa el mismo tiempo; en resumen, la percepción reconocida de los acontecimientos exteriores dura justo lo mismo que ellos" (Bergson, 1919, p.118). En el sueño, o en estado de ensoñación, el tiempo, el sucederse de las cosas, corre de un modo rápido. Hasta que se requiere, por algún motivo, 'la precisión del ajuste', y aparece el esfuerzo: la memoria interpretativa se tensa a partir de ese momento, vuelve a prestar atención a la vida, e inevitablemente se lentifica y se adapta al ritmo de la realidad: "los acontecimientos del exterior escanden su marcha y disminuyen su velocidad" (Bergson, 1919, 118). Sucede cuando despertamos y salimos de la ensoñación.

La preferencia de los sueños por los recuerdos insignificantes se explica por la desatención a la vida y desinterés general que define el sueño, pues el simple hecho de recuperar esa atención y ese interés nos lleva a despertar rápidamente, es incompatible con el sueño. Esto sucede cuando detectamos algún acontecimiento externo preocupante (el llanto del niño para la madre, por ejemplo), cuando nos damos cuenta de que algo importante está urgentemente por hacer (algo que tal vez habíamos olvidado), o cuando la lógica del propio sueño nos lleva a despertar pues se produce en él alguna situación inaceptable o incompatible con nuestra supervivencia. Esto último es lo propio cuando soñamos que caemos de gran altura o que nos alcanza un asesino o un predador, por ejemplo. En ese instante la lógica de nuestro sueño nos obliga a centrarnos en un punto para afrontar con urgencia esa situación insostenible, nos obliga a despertar. En todos estos casos despertamos cuando se tensa nuestra conciencia porque algo significante requiere nuestra atención; pues el sueño solo es compatible con recuerdos o pensamientos insignificantes. "El yo que sueña es un yo distraído, que se distiende. Los recuerdos que mejor se armonizan con él son los recuerdos de distracción, que no conllevan la marca del esfuerzo (esto es, del esfuerzo de la precisión del ajuste)" (Bergson, 1919, p.119).

Otro ejemplo de esta estructura del sueño sucede cuando intentamos centrar nuestra atención, por alguna forma de obligación, en una actividad que nos resulta poco interesante (una lectura, una exposición, una película...). Cuando, ante unos estímulos irrelevantes, nos aburrimos, nuestra mente se desvía muy fácilmente hacia contenidos igual de poco relevantes, nos entra el sueño, a no ser que hagamos el esfuerzo de recuperar la concentración y lleguemos a conectar de nuevo con algo significante... Y planteado a la inversa este mecanismo funciona exactamente igual: cuando de un modo natural nos entra el sueño, por simple cansancio o deprivación, lo que estábamos haciendo en vigilia deja de parecernos interesante, nos empieza a aburrir, nuestra conciencia acaba desconectando de ello para divagar en otros contenidos asimismo insignificantes, y nos cuesta esfuerzo mantenernos despiertos.

En definitiva, como lo resume Bergson:

Se ejercen las mismas facultades, sea que se esté despierto, sea que se sueñe, pero en un caso ellas están tensas y en el otro relajadas. El sueño es la entera vida mental, menos el esfuerzo de concentración. Aún percibimos, aún recordamos, aún razonamos: percepción, recuerdos y razonamientos pueden abundar en el soñador, puesto que abundancia, en el dominio del espíritu, no significa esfuerzo. Aquello que exige esfuerzo es 'la precisión del ajuste'. (1919, p.116)


Las variaciones del cuerpo y la conciencia

Al menos una vez al día, pasamos naturalmente de la vigilia al sueño y del sueño al estado de vigilia de nuevo. Nuestro nivel de conciencia fluctúa constantemente en un continuo de intensidad entre estos dos estados, o cada uno de estos estados es más intenso o menos en momentos diferentes, podemos decir. Entonces, no dependemos solo de las tareas y los estímulos en cuanto a nuestro estado de ensoñación o de atención expectante, sino que tenemos un cuerpo de por sí variable; no somos 'puros espíritus', por decirlo en palabras de Bergson. Nuestro cuerpo, la vida, sigue sus propias reglas biológicas. Indefectiblemente nos dormimos, por muy interesante que sea aquello que estamos haciendo; o, a la inversa, aquello que normalmente tenía poco interés puede suceder que en algún momento entre con mayor intensidad en nuestra conciencia. A veces no sucede nada objetivo en nuestro entorno ni existe ningún motivo para pensar que se hayan alterado de manera significativa nuestros recuerdos y, en cambio, nuestra experiencia consciente cambia notablemente. Sin que podamos encontrar exactamente el por qué, como nuestros estados de ánimo, nuestra conciencia pueden evolucionar de un modo muy diferente de un momento a otro.

La conciencia no solo integra las energías o estímulos del medio externo sino también, como hemos visto, los del medio interno, los que acontecen en el interior del cuerpo, en sus órganos, sus tejidos, en su masa corporal, en sus procesos vitales. El organismo es altamente inestable, trabaja constantemente para mantener su homeostasis. Aunque existen procesos o estados fisiológicos que no se manifiestan, seguramente, en nuestra sensibilidad y nuestra conciencia, sabemos, porque los experimentamos en diferentes momentos, que muchos sí lo hacen, en sensaciones difusas, que no alcanzamos tal vez a identificar de un modo preciso y objetivo, pero que forman parte de nuestro mundo subjetivo. Se trata de sensaciones, esto es, de conciencia inmediata, pero a la vez estas sensaciones están incorporadas a toda nuestra conciencia, también a la reflexiva, y en especial a la conciencia 'abstracta', propia de los sueños y de la fantasía, en la que adquieren dominancia sobre los estímulos ambientales. Es la conciencia de lo que se siente sin mediación ni elaboración, es la experiencia totalmente fluida y continua, que es inmanente a la vida interior, que la siente más de lo que la ve; pero la siente como un movimiento, como una superposición continua con un porvenir que retrocede sin cesar (Bergson, 1957). Es, ante todo, conciencia de las sensaciones corporales internas, que van sucediéndose inexorablemente en el tiempo, las cuales normalmente no se perciben de un modo concreto y objetivo, de las cuales muchas veces desconocemos su origen, pero que se sienten como estados y procesos subjetivos que dan cuerpo a nuestros afectos y a nuestro bienestar o malestar. Se trata, al fin, de lo que experimentamos como nuestros instintos e impulsos más íntimos, que son indisociables de nuestra vida en sentido amplio, y que escapa con frecuencia al análisis de la razón objetiva por su simplicidad e inmediatez, por ser algo que está dado antes que la razón misma, que coexiste con ella, y que, a la vez, la razón tiene que confrontar a cada momento de experiencia.


El cerebro y el cuerpo entero

En el ser humano, como en todos los animales que disponen de él, el cerebro no es un órgano aislado del resto del cuerpo, sino todo lo contrario: es, ante todo, un órgano integrador de todo el cuerpo, que incorpora a su vez las energías y estímulos del medio exterior. Nuestro organismo funciona como un todo, y nuestra conciencia funciona con todo él, no solo con el cerebro. Tenemos que dejar de ver la conciencia como algo misterioso que emerge del órgano mágico que sería el cerebro, pues éste simplemente refleja el mundo sensorial interior y exterior (con evidente riqueza, eso sí) y registra huellas de memoria (para lo cual no hace falta ningún sistema metafísico), y la otra es la experiencia global de la vida de este cuerpo en este mundo.

La conciencia no es la función de un órgano, sino un mecanismo básico de supervivencia del organismo completo. Es atención a la vida, a lo que va sucediendo a cada momento, y que nos permite actuar en un sentido u otro. Y si la conciencia es atención a la vida ¿no habríamos de entender que todo ser vivo podría tener conciencia? Se pregunta Bergson (1919). Todos los seres vivos tienen vida por definición, tienen un pasado y un futuro, existe una causa y un efecto en las acciones en que participan. En el hombre la conciencia está indiscutiblemente relacionada con el cerebro, es cierto, pero ¡cuidado! no se sigue de ello que la existencia de un cerebro sea una condición necesaria de la conciencia en términos generales, como el estómago no es una condición necesaria para la digestión en seres simples que, de hecho, no disponen de estómago ni siquiera de órganos diferenciados, como la ameba, aunque sí digieren alimentos. Además del cerebro existen centros y vías nerviosas más simples, tejidos y masas orgánicas mucho más primitivos que sin duda interactúan con el medio externo, que retienen algún tipo de información y que actúan ante ciertos elementos del entorno. Aparte que, como hemos visto, la memoria es una propiedad inherente del tiempo, la cual se manifiesta en todos los objetos y seres mientras quede en ellos algún tipo de huella o impresión del presente.

Como la digestión no implica solo la participación del estómago, la conciencia no implica solo la participación del cerebro. En ambos casos intervienen procesos vitales más elementales y diversos, más allá del órgano individual. Todo lo que está vivo, en rigor, podría ser consciente: la conciencia es coextensiva con la vida, defiende Bergson. En los seres vivos inferiores, que no disponen de cerebro, tendría que haber alguna forma de conciencia, aunque seguramente muy diferente a la nuestra, que se confundiría con los procesos biológicos más simples de la vida de estos organismos. Se trataría de "una conciencia difusa, confusa, reducida a poca cosa, aunque no reducida a nada" (Bergson, 1919, p.21)

Si obviamos la biología y los impulsos corporales en el estudio de la conciencia solo queda de ella una especie de sombra, una red de información muerta, una inteligencia que solo existe en potencia pero no de hecho, exactamente una computadora. El funcionamiento de nuestro organismo no solo da la vida 'en general', que habría de permitir la existencia de un 'cerebro mágico', sino que da la vida a cada momento, a cada acción, crea un flujo de impulsos y da la energía con modos oscilantes y variables al cerebro real. No somos autómatas. Es con el concurso del organismo vivo que hablamos de vida mental. Las conexiones nerviosas por sí mismas no son más que conexiones nerviosas aisladas; solas no funcionan, no hacen nada. Sencillamente están muertas.

Homero ya intuyó algo así, en la distancia de los milenios. Homero habla, en concreto, del zimos, la sustancia de la vida, el aliento del alma, el material activo, sintiente y pensante relacionado con el aire de la respiración y con la sangre (véase Onians, 1954). Aporta la capacidad de sentir y de pensar, aporta la vida y la actividad de la mente; anima al cuerpo, es el principio de vida. Para Homero sólo el cuerpo vivo constituye un yo plenamente consciente. El zimos sólo se manifiesta cuando actúa sobre la sangre que corre por el cuerpo vivo, cuando, siendo aire, le da el aliento al cuerpo y así la vida y la capacidad de pensar, la conciencia, el yo. Aire, sangre, vida y pensamiento son indisociables.

El cuerpo, sin el zimos, está muerto, física y psíquicamente. Y el zimos por sí solo, cuando no actúa en el cuerpo, aunque sigue teniendo alguna forma de existencia, ya no es la misma, ya no tiene la capacidad de manifestarse de manera ni vital ni mental. Homero, en esta condición, lo llama psiqué, y lo reduce sólo a aquello que persiste, sin conciencia real, en la casa del Hades si no dispone de un cuerpo vivo y no se alimenta con sangre. Estos 'seres psíquicos' de la casa del Hades son algo así como autómatas o robots sin conciencia. Su mente, la psiqué, sólo existe en potencia. Existe en modo de ideas irrealizadas, que podrían ser pero que en realidad no son, simples contenidos potenciales de pensamiento pero no actividad mental real; son solo eso, ideas no expresadas en ningún acto vital.

Otro término que utilizaba Homero para referirse a la mente era frenes. Este término significaba originalmente en este autor 'los pulmones y el corazón' (Onians, 1954). Con frenes, pues, Homero no se refería de forma directa al aliento vital, que corresponde al zimos, pero sí a los órganos corporales por medio de los cuales este aliento produce la vida y se manifiesta en el alma y la mente. Para Homero, pues, está claro que la vida consciente y los procesos del pensamiento no se reducen a las ideas en sí, en abstracto, sino que van más allá de la psiqué y dependen, en realidad, más que de los contenidos de información, de la acción vital del aliento y la sangre (el zimos), es decir, del acto 'psicobiológico' que hace 'vivir' el pensamiento. (Dodds, 1951).

Como señala Popper (1977), en los textos de los griegos clásicos en general los enunciados 'mi mente' y 'mi cuerpo' pueden aparecer perfectamente como sinónimos de 'mi persona' y son utilizados de modo intercambiable. La actividad orgánica que subyace a la mente tal vez no es computable para la mente misma, no es simple información, aunque sí es 'perceptible' en muchos casos a nivel sensorial y además en un grado elevado: somos muy sensibles a nuestro propio cuerpo. Esto parece obvio, pero se ha olvidado con mucha asiduidad.
La fisiología que subyace a la mente no entra en sus propios circuitos electrofisiológicos como contenido, tal vez, puesto que es ella que los sostiene, les da la energía, los hace variar, funcionar, sucederse; pero está siempre ahí. Ninguna actividad por sí misma puede representarse a sí misma; algo así simplemente no puede existir. Está ahí y actúa, o no lo hace. Es una realidad primaria, totalmente animal, que simplemente acontece, sin una lógica, y que conforma los estados subjetivos que sentimos y sobre los cuales se despliega, esto sí, la lógica de los contenidos de la mente. Los tiñe, los modula, aunque no sea uno de ellos. Estos estados fisiológicos variables afectan todo el funcionamiento mental, la memoria, el pensamiento, las emociones, aunque no sean asimilables como contenido informativo. Rompen las reglas del juego de la asociación de ideas. No funcionan como huellas de memoria ni contenidos ni pensamientos acabados en sí mismos, no son integrables en los circuitos informacionales. Pero los sentimos y lo afectan todo. Son mucho más primarios, son el precio que pagamos por ser organismos biológicos, por estar vivos; son la especificidad de nuestra biología. Son el 'élan vital', dice Bergson. Son lo que siempre nos diferenciará de la máquina más sofisticada que jamás pueda existir, que no puede más que representar y simular.


El lenguaje y la conciencia reflexiva

La conciencia inmediata funciona en tiempo real, de un modo continuo; en ella las experiencias suceden y cuando finalizan simplemente dejan de existir para dar paso a otras, sin que quede huella de ellas en la memoria. Luego está, como hemos visto, la 'conciencia reflexiva',

que nos ofrece la visión de nuestra vida interior como la de un estado que sucede a otro estado, comenzando cada uno de dichos estados en un punto, finalizando en otro. La reflexión prepara las vías al lenguaje; ella distingue, separa y yuxtapone; solo está cómoda en lo definido y en lo inmóvil; se aferra a una concepción estática de la realidad. (Bergson, 1919, p.157)

Es la conciencia que somete la realidad al conocimiento y al código de representaciones que es el lenguaje, que sustituye la experiencia personal inmediata y continua por un discurso verbal discreto. La conciencia reflexiva razona a partir de las experiencias de la conciencia inmediata mediante el lenguaje y el pensamiento verbal, con el fin de retener el momento, para representarlo y argumentarlo, para poder comunicarlo, para dar algún tipo de explicación o justificación del comportamiento de uno ante sí mismo y ante los demás. Con este cometido crea con el lenguaje representaciones, más abstractas (recreativas) o más concretas (intencionales), que relacionan algunos elementos discretos de nuestra experiencia inmediata, e intenta darles una unidad, una lógica y una duración más allá de su simple existencia.

El lenguaje es una representación que nos permite señalar a los demás unos determinados aspectos de la realidad. Tiene un flujo discreto al que amoldamos habitualmente nuestra conciencia reflexiva y nuestro pensamiento. Mediante el lenguaje nos comunicamos con los demás, esto es, influimos en el pensamiento y el comportamiento de las otras personas al señalarles realidades, y creamos nuevas situaciones en el principal ámbito de nuestra acción que es el ámbito social. Las personas somos especialmente sensibles a los demás, en el sentido que los individuos o los grupos con los que nos relacionamos crean una gran expectación en nosotros. Estamos siempre a la expectativa de las acciones y de las verbalizaciones de los demás. Las demás personas, con sus ideas y sus acciones, son el objeto del mundo que más nos puede afectar y que más nos interesa y sobre el que estamos más expectantes, por tanto. Nuestra conciencia se dirige hacia los demás a poco que nos sintamos expuestos a ellos. El social es el campo de juego más importante de nuestra vida diaria, y su instrumento es el lenguaje.

Nuestra conciencia reflexiva aporta una simplificación práctica de la realidad, como dice Bergson (1899). Y el pensamiento y el lenguaje acentúan, precisamente, las semejanzas prácticas de las cosas del mundo, destacan lo comunicable y lo que nos pueda ser personalmente útil. De este modo, la humanidad entera, al haber codificado el pensamiento en el lenguaje, ha trazado de antemano las sendas por las que la actividad mental de cada uno de nosotros ha de pasar. El pensamiento y el lenguaje clasifican las cosas según el partido que de ellas se puede sacar, y esta clasificación es lo que percibimos, más que la 'realidad en sí' con todos sus matices y diferencias. No es la individualidad original de las cosas lo que captamos sino tan solo unos pocos caracteres que les confieren su reconocimiento práctico.

Para decirlo todo, muchas veces no llegamos a ver las cosas por sí mismas, pues frecuentemente nos limitamos a leer las etiquetas que llevan adheridas. Esta tendencia, hija de la necesidad, se ha acentuado más aún bajo la influencia del lenguaje. Porque las palabras, salvo los nombres propios, todas designan géneros. La palabra no anota sino la función más común de la cosa y su aspecto corriente se insinúa entre ellas y nosotros.
Y no son solamente los objetos exteriores, sino también nuestros propios estados de alma los que se sustraen a nuestro conocimiento en lo que tienen de íntimo, de personal, de originalmente vivido.
Cuando experimentamos amor u odio, cuando nos sentirnos alegres o tristes, ¿estos sentimientos llegan a nuestra conciencia con los mil matices fugitivos y las mil resonancias profundas que les convierten en algo absolutamente nuestro? De suceder así, todos seríamos novelistas, poetas o músicos. Pero lo más frecuente es que no lleguemos a conocer de nuestro estado de alma más que su desarrollo exterior. No aprehendemos de nuestros sentimientos más que su aspecto impersonal, aquel que el lenguaje pudo fijar de una vez para siempre, porque viene a ser el mismo, en las mismas condiciones, para todos los hombres.
La individualidad escapa, pues, a nuestra observación, aun en nuestro propio individuo. Nos movemos entre generalidades y símbolos, vivimos como en un campo cercano en el cual nuestras fuerzas se miden prácticamente con otros. Fascinados por la acción, somos atraídos por ella hacia el terreno que eligió para nuestro bien.
Nos hallamos en una zona medianera entre las cosas y nosotros, pero fuera de las cosas y por fuerza también de nosotros mismos. (Bergson, 1899, p.54)


La textura narrativa de la conciencia

El pensamiento y el lenguaje captan y representan muy burdamente tanto el mundo exterior como nuestro mundo interior. Entonces nos preguntaremos: ¿En qué realidad nos movemos exactamente? ¿Por qué la realidad que vivimos es la que es? ¿Qué sustenta los acontecimientos que se van encadenando, las realidades que se suceden en nuestra vida cotidiana? No hay manera de saberlo, contesta Alain Finkielkraut (2009). Incluso las cosas que tenemos que saber no las sabemos. ¿Nuestros motivos, la lógica interna y el significado de los actos? Es espeluznante lo que no sabemos, dice. Sólo creemos saber, pero no sabemos realmente. Y no sabemos que no sabemos. Aunque queremos creer lo contrario, no sabemos, ni siquiera, qué pasará, qué pensaremos ni qué sentiremos el momento próximo o dentro de una hora. Ni tampoco sabemos realmente por qué ha pasado lo que ha pasado justo ahora, o hace una hora, aunque siempre parecemos estar convencidos de lo contrario. Los pensamientos y conocimientos nuestros, por ellos mismos, no nos permiten saber muchas cosas de la realidad fuera de nuestra mente reflexiva. Al contrario, muchas veces nos alejan de ella, constituyen un entramado de ideas y certezas prefijadas por un sentido utilitario las cuales veremos que la realidad desmonta una y otra vez, a poco que las queramos poner realmente a prueba más allá de su practicidad social. La ignorancia no es un vacío de conocimiento, sino al contrario, es el desvarío de un exceso de certezas que hay que ir desmontando, argumenta Finkielkraut. Nuestro pensamiento está fijado por las ideas ya hechas de lo habitual y lo cotidiano.

Algo similar mantiene Galen Strawson (2008, 2010, 2015) cuando argumenta, en diversos ensayos, que nos equivocamos al pretender explicar nuestras experiencias como una autobiografía y al dar una textura narrativa a todo lo que acontece, creando la ilusión de que uno tiene un control completo sobre su vida y sus pensamientos. Sin darnos cuenta, lo que ocurre en la realidad inmediata (el presente) lo convertimos en palabras, en una trama temporal (pasado y futuro) de argumentos predefinidos y previsibles, mediante nuestra conciencia reflexiva. Articulamos, en nuestra vida social y mediante el lenguaje, un entramado de representaciones y de pensamientos novelescos que nos separan de la realidad. Nos esmeramos en narrar, en pasado y en futuro, la realidad que siempre sucede en el presente. Nos subordinamos a nuestro mundo narrativo ilusorio, nos tomamos a nosotros mismos y a nuestras ideas como medida de las cosas; y cuanto más exclusivamente se toma a sí mismo el hombre, en cuanto sujeto, como medida de las cosas, más equivoca la medida, como señala Heidegger (1927).

La razón no es empírica, desatiende la fugacidad de la realidad. Olvida lo concreto y real del instante y tiene tendencia a tratar más bien burdas generalidades, a contar historias y a perder la medida objetiva. Y a no cuestionarse a sí misma. En el agarrarse a lo aparente, en el ir de aquí para allá entre las ideas cercanas y habituales es donde radica el error, en el sentido de vagar sin rumbo determinado por el mundo de las ideas fáciles y de los supuestos conocimientos, creando 'razones' sin referentes precisos a lo concreto presente. Este es el origen de los errores que desfiguran y disimulan la realidad. Ocurre al ponerle palabras a los hechos, al crear representaciones que los sustituyen, al darles una textura narrativa, ocurre simplemente al pensar.


La risa

La vida en sociedad exige un elevado y continuo nivel de expectativa hacia los demás y hacia uno mismo que a menudo nos resulta agobiante. Cuando, de un modo inesperado, se abre una brecha en esa realidad levantada a partir de convenciones artificiosas y de representaciones predefinidas o vacías, sucede algo peculiar: aparece el humor, la risa, incluso la carcajada. Cuando descubrimos que ese mundo encorsetado que construimos con el pensamiento, el lenguaje y la interacción con los otros, no es real, que la realidad es diferente, nos sentimos felices, liberados de la presión de la necesidad del ajuste. De repente comprendemos que las cosas son de un modo muy diferente a lo que creíamos, y eso nos alegra, pues podemos descansar, al menos por un momento, de la tensión social del ajuste, y nos distraemos y nos distendemos moralmente (Bergson, 1899).

Se trata de una nueva dimensión de la conciencia, también relacionada con la precisión del ajuste, resultante, en esta ocasión, de la tensión y el esfuerzo que conlleva la interacción con los demás, el agobiante y agotador mundo que construimos en nuestras mentes en interacción con los otros. Pero, en este caso, no es que nos desinteresemos de la realidad y entremos en una ensoñación de la razón, o que nos durmamos, sino que se nos abre un mundo desconocido y lleno de expectativas emocionantes, por un momento al menos, relacionadas con una nueva manera, más relajada y más sencilla, de ver y comprender el mundo. Creemos que podemos dejar de lado un mundo que se ha vuelto estresante. En ese momento experimentamos simpatía con lo rompedor, con lo que se sale de la norma, con lo cómico, incluso llegamos a empatizar con lo ridículo, con tal de huir del agobio de ese entorno pesado que entre todos hemos creado.

Lo cómico rompe con las convenciones y la homogeneidad de convicciones y expectativas que pueblan nuestra vida en grupo. La risa es una repentina toma de conciencia de que el mundo es mucho más sencillo y agradable de lo que habíamos creído. Al comprender que una reglamentación artificiosa o unos puros resortes sociales habían sustituido las leyes de la naturaleza en nuestros propios actos, nuestra conciencia reflexiva consigue descansar de la tensión del ajuste para devenir conciencia inmediata, del aquí y ahora, sensorial, emocional, corporal. Se explaya. La tensión se convierte en agradable emoción. Dura solo el momento que la atención se fija en el ahora, en nuestra biología que reacciona de un modo no meditado a la situación presente: nos sumergimos en ese contexto, sabiéndonos semejantes a quienes contemplamos y nos suscitan la risa, sabiendo que a nosotros nos habría sucedido lo mismo, en caso de no ser nosotros mismos los agentes. Reaccionamos de un modo orgánico e inmediato. El éxtasis de la carcajada es pura humanidad descontrolada, corporal, animal, como las gallinas del gallinero que reaccionan al mínimo movimiento de sus semejantes; y así la risa misma se vuelve risible, mecánica, un resorte también, y se alimenta a sí misma.

El humor, en definitiva, es una experiencia o una forma de conciencia peculiar y agradable, en la que aparecen formas alternativas de interpretar el mundo, que habían pasado desapercibidas para nosotros en nuestra vida de exposición e interacción social, que descubrimos que encajan con nuestras creencias e impulsos personales más profundos y velados, a la vez que más simples, y que sentimos o tenemos la convicción que, en ese momento, son compartidas por los demás. Ello nos satisface grandemente. Desaparece la tensión social. Se trata, al fin y al cabo, del descubrimiento personal de una condición de complicidad con los otros que había estado velada hasta entonces por el encorsetamiento social y los prejuicios. El humor desafía, así, las convenciones uniformadas, los escrúpulos sociales, el cinismo.

Una máquina no podría, ciertamente, hacer algo así.


Referencias

Bergson, H. (1899). La risa. Madrid: Sarpe.
Bergson, H. (1919). La energía espiritual. Buenos Aires: Cactus.
Bergson, H. (1927). Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. Salamanca: Sígueme.
Bergson, H. (1957). Memoria y vida. Madrid: Alianza.
Dodds, E. R. (1951). The Greeks and the Irrational. Berkeley, Los Angeles: University of California Press.
Finkielkraut, A. (2009). Un corazón inteligente. Madrid: Alianza.
Heidegger, M. (1927). Ser y tiempo. Madrid: Trotta.
Onians, R. B. (1954). The Origins of European Thought. London: Cambridge University Press.
Popper, K. R. y Eccles, J. C. (1977). The Self and its Brain. New York: Springer-Verlag.
Sartre, J. P. (1943). El ser y la nada. Buenos Aires: Losada.
Strawson, G. (2008). Against narrativity. En Real Materialism and Other Essays. Oxford: Clarendon Press.
Strawson, G. (2010). Narrativity and non-Narrativity. WIREs cognitive science, 1, 775-780. doi: 10.1002/wcs.92
Strawson, G. (2015, 3 de septiembre). I am not a story. Aeon essays. Recuperado de https://aeon.co/essays/let-s-ditch-the-dangerous-idea-that-life-is-a-story

Anatomía de la conciencia 14


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