Algunos mitos de la globalización

August 28, 2017 | Autor: Concha Pérez Rojas | Categoría: Friedrich Nietzsche, Nietzsche, Filosofía, Filosophy, Globalización
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Descripción

Concepción Pérez Rojas, “Algunos mitos de la globalización”. Revista Étimos, año 1, núm. 1, Rosario (Argentina), Press Scripta Editora, 2012 (pp. 23-28).

Algunos mitos de la globalización CONCEPCIÓN PÉREZ ROJAS

Si para Nietzsche palabras y sonidos son “arcos iris y puentes ilusorios tendidos entre lo eternamente separado”1, es lo cierto que no hay alternativa: yo y otro siempre seremos eso “eternamente separado”. Aun cuando en virtud de esa distancia es que podemos ser, tender puentes, crear. En los últimos años, hemos venido asistiendo a una creciente tendencia a la globalización y, como respuesta, a las planetarias movilizaciones antiglobalización. Ahora bien, ¿de qué estamos hablando?, ¿estamos hablando de algo cuando hablamos de globalización? Las redes económicas y del mercado, la internacionalización de la acción política hacen creer que las barreras se han disuelto: más allá de los referentes íntimos, es el cronotopo, en su versión más universal, el que se ha desvanecido. Ya no hablamos del correo, de redes ferroviarias, aeronáutica; no estamos hablando de surcar el espacio o dar salto al tiempo, sino de anularlos, de vencer el tiempo como el espacio, y transformar en instante el devenir. Las tecnologías, las decisiones de dos o de tres individuos que afectan y mutan el todo, esa mentira de la democracia (vale decir un día de urnas) que se erige sobre el poder fáctico de los electos, sin que en adelante medie más diálogo que el que entre sí los propios poderes mantienen. Antes eran reyes y dignatarios de corte; hoy, primeros ministros. Y las masas, arrinconadas al otro lado de sus decisiones, que llegan a creer el sueño de la cercanía, las bondades de una globalización. La globalización no existe: por fortuna, no existe. No existe en el plano íntimo, porque no somos más que estrellas –dijera Nietzsche– destinadas a ejercer su brizna de luz a cósmicas (¡cómicas!) distancias y, en alardes gloriosos, a alumbrar. Y no existe en lo social, en lo político, porque sigue tratándose de un juego unilateral, un juego perverso de influencias donde los poderosos (pocos) deciden la suerte de los (muchos) que nada tienen para perder. La globalización es puro espejismo, es ilusión. No es muy distinto de aquellas guerras en que los invasores venían a imponer hábito y cultura a los invadidos; de aquellas colonizaciones en que los que se llamaban descubridores venían a dejarse descubrir, engañados al imponer sus propias miserias y las tragedias que portaban por morral. No es nada nuevo eso que hoy llaman

Concepción Pérez Rojas, “Algunos mitos de la globalización”. Revista Étimos, año 1, núm. 1, Rosario (Argentina), Press Scripta Editora, 2012 (pp. 23-28).

globalización. Si acaso, tiene visos de ser más alarmante, más contundente, por cuanto ha puesto en juego (y es puesta en juego por) un sutilísimo y eficaz entramado de orden técnico, de poder económico y maniobra política que ha venido a comprometer la esfera de lo cultural. Es más alarmante que antaño, pero no necesariamente más certero. La verdadera tragedia de nuestro tiempo es la pérdida del yo: no por asimilación, sino porque, al dejarnos ser, hemos dejado de ser. Asistimos a la (con)fusión de la sucesión (el tiempo) y de la distancia (el espacio); antes y después, cerca y lejos han dejado de significar. En virtud de las nuevas tecnologías, accedemos a realidades que se nos antojan distantes, y nos transformamos, aquejados de cierto patetismo lúgubre, en cosmopolitas virtuales; todo ello, al tiempo que nos vamos extinguiendo en (de) la realidad inmediata y nos hundimos en un proceso de progresiva en-ajenación. Se desvanece el espejo, y surge el espejismo, réprobo de aquél, fundado sobre la ilusión (¡elusión!) del propio espejo. Nos sumergimos en la virtualidad de la televisión, de las ondas, de la pantalla, de un mundo hecho a la medida del sueño (en este sentido, el italiano diferencia, certerísimamente, el sonno –la somnolencia– del sogno –los sueños– ). Perdemos el yo por concentración del yo. En lo personal, se produce la libera(liza)ción de las relaciones. Cada yo es un superyó, nada vale lo que (super)yo. De modo que, por no poner en riesgo nada, no se juega nada, nada se piensa ni se cambia. El aislamiento, la contemplación solitaria y pasiva, la soledad nihilista, tornan inverosímil la posibilidad de revertir la sed de(con)structivista en fervor constructivo, en alguna clase de re-construcción. En la soledad de una habitación, frente a la pantalla de un ordenador, el individuo entra en contacto extensivo con lo otro, con todo lo otro imaginable, con cuantos mundos posibles es capaz de abarcar la mirada del suyo propio. Sin embargo, ese entramado multirrelacional extensivo (expansivo y virtual) se nutre de la intensividad del yo, de la ausencia que se ha impuesto a la realidad inmediata, a lo otro inmediato del que el individuo ha renunciado a ser miembro, que ha renunciado a incidir. En alianza con ese proceso personal y subjetivista, de orden psicológico, la creciente globalización ha hecho creer en la cercanía, en virtud de una lejanía físicoestelar: puro artificio, que basta una mirada atenta para develar, para que ante nosotros comparezcan, vergonzantes, los rostros afásicos de la realidad. En la elusión del yo por concentración del yo, esto es, en la renuncia a hacer (en lo inmediato, en lo real) por la desmesura del re-conocerse (en lo lejano, en lo virtual),

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se ha hecho la mitad del camino: ha culminado la vivencia nihilista, deconstructivista, que está antes de todo crear. Cuando, en el aforismo 279 del Libro Cuarto de La Gaya Ciencia, Nietzsche escribe de la “amistad de estrellas”2, no sólo está hablando de la amistad, no sólo está describiendo las relaciones que él mismo había llegado a establecer (con su madre y hermana, con Wagner, con Lou). Mucho más allá, Nietzsche está asumiendo la inestabilidad y el relativismo de los conceptos de lejanía y de cercanía; está, de manera explícita, incitando (como de nuevo haría al final de la primera parte de Así habló Zaratustra3 y, recurrentemente, a lo largo de toda la obra4) a la lejanía desde la que es posible iluminar (regalar), a la responsabilidad irrenunciable (esa “fuerza irresistible de nuestra tarea” de la que habla en “Amistad de estrellas”), y, en definitiva, a crear. Todo Nietzsche, todo en Nietzsche está hablando, está clamando por crear. La creación, la re-construcción tras el furor nihilista es todo lo que queda y compromete al hombre: la tarea irrenunciable, el peso más pesado, el que, se deje o se tome, retorna. Eliade nos hablaba de sucesivas re-creaciones, por la vía del ritual, del mito. Nietzsche sabe que la creación no se agota ni sus innumerables reproducciones: que no es una exigencia coyuntural ni selectiva; que compromete, en todo tiempo, a todo hombre. La mitad del camino está hecho: los alardes científicos y tecnológicos se evidencian gigantes con pies de barro, ídolos sobre cenizas. Pero falta asumir la mitad restante y definitiva: la re-construcción. Demasiado atrás ha quedado el numen (la inspiración, la manifestación mágico-religiosa), en beneficio del lumen (la irradiación de la luz). El hombre no refleja ya la luz externa, pero tampoco ha aprendido la irradiación de sí, que es la virtud de la estrella. Por eso está escrita en la palabra de Nietzsche la exigencia primera y última de la re-creación. Porque falta que nos hagamos capaces de crear, rapaces del crear. El individuo, hoy, se sienta frente al monitor, en la penumbra de una habitación, y se siente bendecido por la posibilidad de rastrear en mundos lejanos, o jura en arameo porque esos mundos que le enseñaron lejanos son cada vez más similares al suyo y va quedando apenas nada por descubrir (para él, que es, por antonomasia, el conquistador). Pero pulsa una tecla, un interruptor, un link, y a movimiento de ratón, expone los espacios y el tiempo, burla la lejanía. Sólo porque estás (o no) allí donde te dudo o veo, estás compartiendo mi instante; y, como fragmentos que comparten instante y, en él,

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retazos de tiempo, somos capaces, más allá del ser, de ser con. El ser con como la sublimación del ser, como la única expectativa para ser. Y Nietzsche sabía que no se trata sino de tender puentes entre lo eternamente separado, de ilusionarse estrellas, ahí donde reside la contención del discurso y del erotismo y del propio amor. Tal es la historia, una y mil veces repetida, de Lou y Nietzsche, y de quienes, como a ellos, el fatum los apuesta a la lejanía para mandarlos, desde ella, cubrir un espacio y burilar un tiempo. Cercanía y lejanía pierden su significado y recobran significación nueva, en virtud de ese logro y esa burla: no importan ya como abstracciones ni como realidades, como ideales ni como conceptos, sino como mojones, como jalones del yo. La exigencia de obrar la re-creación del mundo compromete al filósofo y al poeta, al rey, al mago y al artista, al papa y a los hombres, en fin, superiores, tanto como a la plebe del mercado: a los acróbatas que han arriesgado la cuerda entre el hombre y el superhombre, tanto como a los volatineros que se encaminan hacia el hombre desde el animal. Compromete al solitario, al eremita, al que escala, al que vuela, al que desposa y al que engendra. El “Del hijo y del matrimonio”, Zaratustra anima a esa construcción que simboliza la unión de dos y, por medio de ella, el hijo. “Por encima de ti debes construir”, afirma, para añadir que es necesario propagarse no ya al mismo nivel, sino hacia arriba, para crear un cuerpo más elevado, una rueda que por sí misma gire: “un creador debes tú crear”5. Tres transformaciones del espíritu dicta Zaratustra6: transformaciones sucesivas que no obvian ninguno de los pasos y que, por lo tanto, están hablando a cada hombre, a nadie pero a todos, y que, aun sin hablarles, les dice. Tres transformaciones, hasta la con-versión (versión con) en niño. No importa tanto el qué ni el (desde) dónde cuanto el para qué. La filosofía nietzscheana está plena de finalidad. En la transformación está todo el enigma y el misterio de la creación. Y en ésta, la máxima exigencia que vincula al hombre con el afuera, con su mundo, su primera e indeclinable deuda con él. Recuerdo a un profesor de mi infancia, que nos decía: “Me gustan los documentales. Gracias a la televisión, puedo ver lugares que nunca podré visitar”. Hoy, la lejanía se antoja ilusoria, por efecto de una cercanía ¡virtual! Las modernas tecnologías llevan más lejos que cualquier documental televisivo, apartan más que el equipo de música y los walkman de los adolescentes, informan más que cualquier periódico o radio. Sin embargo, no reside en ellas el fin de la responsabilidad, sino su

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principio, el punto de partida para afrontar con nuevos medios y herramientas, en lo personal y en lo colectivo, cultural e individualmente, el fenómeno de la creación. Comenzaba hablando de la globalización, y la retomaré, para terminar. Sería un debate válido si lo que se estuviera discutiendo fuera el derecho de los pueblos a preservar sus modos de vida o a disfrutar del progreso, a decidir cómo y a qué ritmo desean evolucionar e imprimir en sus sociedades las huellas del mundo llamado “moderno”. (De todos es sabido cómo muchas tribus indígenas, apegadas a sus hábitos, a la comunidad, a la tierra, rechazan aún hoy la intromisión del occidente y desconfían.) El de la globalización y la antiglobalización sería un debate válido, en fin, si lo que se estuviera discutiendo fuera la necesidad o el derecho a compartir, a repartir lo que los países ricos y las naciones occidentales tienen de más y pueden ofrecer. Pero no es ése el debate: tal debate no existe. La globalización, tal como hoy la conocemos, no es una universalización de la tecnología, de los recursos, del conocimiento, del bienestar (aun cuando todos estos sean conceptos relativos), sino una imposición unilateral, de ricos a pobres, del norte al sur, con el propósito de extraer, a la vez, cuanto sea posible de esos países pobres, de ese sur. Es la sanguijuela que, henchida de sangre, se apega al animal más débil para continuar succionando con mayor comodidad y eficacia y un creciente beneficio para sí. Ése es el fenómeno al que estamos asistiendo, que torna inválido e inconducente el debate todo acerca de la globalización y la antiglobalización. Si el diagnóstico manda transformar, hay que construir. Hay que crear, y para eso es imprescindible asumirse, en la grandeza como en la miseria, en la heroicidad como en el patetismo, y decir sí. Con un sí resistían los estoicos (de los que tanto sabía Nietzsche), con un sí acaba Joyce su Ulises7, y con un sí rubrica Nietzsche toda su obra: es el sí del creador. Aprendices de creadores, no podemos sino emularlos, para ser capaces de mudar la clave de yo (en que a menudo nos desmenuzamos) en clave de sí: el enclave del sí.

1

NIETZSCHE, Friedrich: Así habló Zaratustra. Madrid, Alianza, 2000 (trad. Andrés Sánchez Pascual), p. 304. 2

NIETZSCHE, Friedrich: La Gaya Ciencia. Madrid, Akal, 1988 (trad. Charo Crego y Ger Groot), pp. 205-206.

Concepción Pérez Rojas, “Algunos mitos de la globalización”. Revista Étimos, año 1, núm. 1, Rosario (Argentina), Press Scripta Editora, 2012 (pp. 23-28).

3

Así, en “De la virtud que hace regalos”, último de los capítulos de la primera parte de Así habló Zaratustra, éste pide a sus discípulos que se separen de él, se alejen, se avergüencen, y busquen su propio camino (Friedrich Nietzsche, op. cit., pp. 126-127). 4

En la primera parte de Zaratustra, en el capítulo “Del camino del creador”, escribe Nietzsche: “Injusticia y suciedad arrojan ellos al solitario; pero, hermano mío, si quieres ser una estrella, ¡no tienes que iluminarlos menos por eso!” (Friedrich Nietzsche, op. cit., p. 107). 5

Friedrich Nietzsche, op. cit., p. 115.

6

“De las tres transformaciones”, el capítulo que da inicio a los discursos de Zaratustra, comienza así: “Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño” (Friedrich Nietzsche, op. cit., p. 53). 7

“(...) y el mar el mar carmesí a veces como fuego y las estupendas puestas de sol y las higueras en los jardines de la Alameda sí y todas esas callejuelas raras y casas rosas y azules y amarillas y las rosaledas y el jazmín y los geranios y los cactus y Gibraltar de niña donde yo era una Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa en el pelo como las chicas andaluzas o me pongo una roja sí y cómo me besó al pie de la muralla mora y yo pensé bueno igual da él que otro y luego le pedí con los ojos que lo volviera a pedir sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí.” (JOYCE, James: Ulises, Barcelona, Lumen / Tusquets, 1994, trad. José María Valverde, p. 788).

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