40 años: la promesa que falta

August 31, 2017 | Autor: M. Figueroa | Categoría: Filosofia y Derechos Humanos en America Latina
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Descripción

40 años: la promesa que falta Maximiliano Figueroa

El Dínamo, 06 sept. 2013

Transcurridos 40 años del golpe militar y desplegado todo un proceso de discusión, memoria y balance en torno a la experiencia traumática que marcó la vida nacional, nos parece que vivimos una ocasión privilegiada para visualizar el valor político que las promesas pueden tener en la configuración de un país. Si el Estado democrático puede considerarse fruto del desenvolvimiento de la lógica moderna del contrato social en su versión horizontal -es decir, una sociedad en que los pactos y acuerdos descansan en la reciprocidad que liga a cada ciudadano con sus semejantes-, quiere decir que no son la homogeneidad étnica ni los recuerdos históricos ni menos el temor al Leviatán que intimida a todos, sino la fuerza de las promesas mutuas lo que hace posible la cohesión y la proyección de una sociedad en el tiempo. Como claramente lo vio la pensadora Hannah Arendt, toda organización humana -social o política- se basa en definitiva en la capacidad del hombre para hacer promesas y cumplirlas. Las promesas representan una de las más importantes maneras que tenemos de ordenar el futuro, de hacerlo previsible y fiable hasta el grado que sea humanamente posible. Es mediante los pactos y compromisos mutuos -mediante las plasmaciones simbólicas e institucionales que hacemos de ellos- que se forma y mantiene el espacio público, que tiene lugar la construcción de un mundo común en el que se generan los bienes, las instituciones y significados que le brindan a la convivencia su dignidad, sentido y orientación. La democracia es, fundamentalmente, una forma de convivencia, se articula en torno al respeto a la pluralidad y la libertad humana, al compromiso absoluto con la inviolabilidad de la dignidad de los individuos. Sin esto anidando en la convicción ciudadana y sin un compromiso explícito en el espacio público que le corresponda como fundamento, la democracia tiene una suerte incierta, un déficit de vitalidad en las confianzas de sus actores, una seria dificultad para lograr la amistad cívica en su seno, un ánimo restringido para enfrentar su franquía. Cuando la crueldad y la humillación han marcado los tiempos de interrupción de la convivencia democrática en un país, recuperar los impulsos cívicos de cooperación que permitan reestablecer la convivencia civilizada y la confianza de sus integrantes, ex ige la acción de la justicia, los gestos de arrepentimiento y perdón, pero no en menor medida el ejercicio del poder humano de hacer promesas: de comprometerse para que “nunca más” sea posible que un poder ilimitado y prepotente cuente con los aliados, activos o pasivos, para violentar la dignidad de los seres humanos.

Restarse de este compromiso con argumentos elusivos, habla de conciencias que no han logrado abrirse cabalmente al espíritu de la democracia, que juegan a ella, quizá, desde un mero vínculo circunstancial o estratégico, impenetrables al sufrimiento y menoscabo padecido por otros, instalando, de este modo, la oscura plausibilidad de que “si se dan las circunstancias” los horrores se pueden volver a repetir. La identidad de un país no está constituida sólo por el número de sus habitantes, por el espacio geográfico que ocupa ni por lo que compra y vende en sus relaciones comerciales, sino ante todo por la idea que tiene de sí, por su auto-imagen moral como sociedad. Todo país requiere definir ciertos marcos de sentido para guiar la construcción de sí mismo, requiere poseer respuesta a preguntas como las siguientes: ¿quiénes somos como colectividad?, ¿qué queremos los unos para los otros?, ¿en qué radica nuestro orgullo y autoestima como sociedad?, ¿qué acciones queremos impulsar y cuáles no estamos dispuestos a permitir ni a tolerar entre nosotros? La respuesta a estas preguntas define y proyecta la posibilidad de formar un mundo común, uno que sólo es posible a partir de las debidas promesas y compromisos que nos permitan enfrentar la impredescibilidad propia del futuro con la esperanza de que éste será mejor que nuestro presente, y con la confianza de que el horror y su posibilidad han quedado definitivamente en el pasado.

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